El Cañón del Sultán, un gran fuerte rectangular de color negro, aparece en lo alto, a su izquierda, cuando se dirige usted desde Kittur a Salt Market Village. La mejor manera de recorrer el fuerte es pedirle a alguien de Kittur que le acompañe en coche hasta allá arriba; su anfitrión tendrá que aparcar junto a la carretera y luego los dos habrán de caminar media hora cuesta arriba. Cuando atraviese el arco de la entrada, descubrirá que el fuerte se halla en un estado ruinoso. Aunque una placa del Censo Arqueológico de la India afirma que se trata de un monumento protegido y habla de su papel para «preservar la memoria del patriota Sultán Tipu, el Tigre de Mysore», no hay indicios del menor intento de proteger la antigua fortificación de la acción de las enredaderas, el viento, la lluvia, la erosión y los animales que pastan a su antojo.
Han crecido banianos gigantescos en el interior de las murallas y sus raíces se abren paso entre las losas como dedos retorcidos introduciéndose en una ratonera. Sortee los matorrales de espinos y los excrementos de cabra y acérquese a una de las troneras de los muros; sostenga en sus manos un fusil imaginario, cierre un ojo y finja que es usted el mismísimo Tipu, en persona, disparando al ejército inglés.
Caminó deprisa hacia la cúpula blanca del Dargah con una silla plegable blanca bajo el brazo y una bolsa roja en la otra mano en la que llevaba su álbum de fotografías y siete frascos llenos de píldoras blancas. Al llegar al Dargah, avanzó junto al muro sin prestar atención a la larga hilera de mendigos: los leprosos sentados sobre harapos, los lisiados sin brazos y sin piernas, los hombres en silla de ruedas y los que llevaban vendados los ojos, y una criatura con pequeños bultos marrones, como aletas de foca, en lugar de brazos, con una pierna izquierda normal y un muñón marrón claro donde debería tener la otra, que yacía sobre su lado izquierdo moviendo espasmódicamente la cadera, como un animal sometido a descargas eléctricas, y que salmodiaba con ojos inexpresivos e hipnotizados: «¡Alá! ¡Alaaá! ¡Alá! ¡Alaaá!».
Dejó atrás aquella penosa galería de engendros humanos y se metió por detrás del Dargah.
Ahora pasó junto a los vendedores acuclillados en el suelo a lo largo de una fila de casi un kilómetro. Zapatitos de bebé, sujetadores, camisetas con el logo «Nueva York: Ciudad de Mierda», gafas Ray-Ban falsificadas, zapatillas Nike y Adidas falsificadas y montones de revistas en urdu y malabar. Localizó un hueco entre un vendedor de Nike falsas y otro de accesorios Gucci falsos, abrió su silla plegable y puso encima una hoja de lustroso papel negro con un rótulo dorado.
Las letras decían:
RATNAKARA SHETTY
INVITADO ESPECIAL
CUARTA CONFERENCIA PANASIÁTICA DE SEXOLOGÍA
HOTEL NEW HILLTOP PALACE. NUEVA DELHI
12-14 DE ABRIL DE 1987
Los hombres jóvenes que habían acudido al Dargah a rezar, a comer kebab de cordero en alguno de los restaurantes musulmanes o simplemente a contemplar el mar, empezaron a formar un semicírculo a su alrededor mientras él ponía junto al rótulo el álbum de fotos y los siete frascos de píldoras blancas. Con un aire grave y ceremonioso, recolocó cuidadosamente los frascos, como si tuvieran que estar en una posición precisa para iniciar su trabajo. En realidad, estaba aguardando a que llegaran más mirones.
Y llegaron. Solos o de dos en dos, los jóvenes se aglomeraban en una multitud que tenía todo el aspecto de un Stonehenge humano. Algunos rodeaban con el brazo los hombros de un amigo; otros permanecían solos; unos pocos se agazapaban en el suelo, como rocas caídas.
Ratna rompió a hablar de repente. Se acercaban más jóvenes a toda prisa. La aglomeración era muy densa; había dos y hasta tres filas en cualquier punto del semicírculo y los que estaban detrás tenían que ponerse de puntillas para atisbar aunque fuera sólo un poco al sexólogo.
Entonces abrió el álbum y mostró las fotos que había dentro en celdillas de plástico. Los espectadores sofocaron un grito.
Señalando las fotografías, Ratna disertó sobre las perversiones y abominaciones. Describió las consecuencias del pecado: indicó el trayecto por el cuerpo de los gérmenes venéreos, tocándose los pezones, los globos oculares y las narices, y cerrando finalmente los ojos. El sol ascendía en el cielo y la cúpula blanca del Dargah resplandecía con mayor intensidad. Los hombres del semicírculo se apretaban unos contra otros, tratando de acercarse más a las fotografías. Ratna entró entonces a matar: cerró el libro, sujetó con las dos manos un frasco de píldoras y empezó a agitarlas.
—Con cada frasco de píldoras recibiréis un certificado de autenticidad de Hakim Bhagwandas, de Daryaganj, Delhi. Este hombre, un médico de gran experiencia, ha estudiado los libros de la sabiduría faraónica y ha utilizado sus instrumentos científicos para crear estas magníficas píldoras que curarán todas vuestras dolencias. Cada frasco cuesta cuatro rupias con cincuenta paisas. ¡Sí! ¡Sólo tenéis que pagar esa módica cantidad para expiar vuestros pecados y ganaros una segunda oportunidad! ¡Cuatro rupias y cincuenta paisas!
Por la noche, mortalmente agotado a causa del calor, subió al autobús 34B con su bolsa roja y su silla plegable. Estaba abarrotado a esa hora, así que se sujetó de una correa y empezó a inspirar y espirar lentamente. Contó hasta diez para recobrar fuerzas y luego metió la mano en la bolsa y sacó cuatro folletos verdes, cada uno con la imagen de tres ratas enormes en la portada. Alzó los folletos en abanico con una mano, tal como sostiene sus cartas un jugador, y dijo a voz en grito:
—¡Damas y caballeros! Todos ustedes saben que vivimos como ratas enloquecidas en una carrera frenética, porque siempre hay pocos puestos de trabajo y muchos candidatos para ocuparlos. ¿Cómo sobrevivirán sus hijos? ¿Cómo conseguirán los trabajos que ustedes tienen? Porque la vida hoy en día es una carrera desenfrenada. Únicamente en este folleto encontrarán los millares de datos de cultura general, ordenados en preguntas y respuestas, que sus hijos e hijas necesitarán para pasar el examen de entrada en la Administración pública, el examen de admisión en un banco, el examen de entrada en el cuerpo de Policía y muchos otros exámenes imprescindibles para ganar esta carrera enloquecida. Por ejemplo —inspiró hondo—, el Imperio mogol tenía dos capitales; Delhi era una, pero ¿cuál era la otra? Cuatro capitales europeas están construidas a las orillas de un mismo río, ¿cómo se llama ese río? ¿Quién fue el primer rey de Alemania? ¿Cuál es la moneda de Angola? Una ciudad europea ha sido capital de tres imperios distintos, ¿qué ciudad? Había dos hombres implicados en el asesinato del Mahatma Gandhi; uno de ellos era Nathuram Godse, pero ¿y el otro? ¿Cuál es la altura en metros de la Torre Eiffel?
Avanzaba tambaleante con los panfletos en la mano derecha y se agarraba con la otra donde podía, mientras el autobús traqueteaba sobre los baches de la calzada. Un pasajero le pidió un folleto y le entregó una rupia. Ratna llegó hasta el fondo y aguardó junto a la puerta de salida; cuando el autobús redujo la velocidad, le hizo un gesto al revisor con la cabeza, dándole las gracias en silencio, y se bajó.
Al ver a un hombre esperando en la parada, intentó venderle una colección de seis bolígrafos de colores, primero a rupia el bolígrafo; luego a una rupia dos bolígrafos y, finalmente, a una rupia tres bolígrafos. Aunque el hombre había dicho que no iba a comprar nada, Ratna percibía el interés en sus ojos; sacó un muelle que podía hacer las delicias de cualquier niño y un juego de piezas geométricas que servían para hacer maravillosos dibujos. El hombre le compró el juego de piezas geométricas por tres rupias.
Ratna se alejó del Cañón del Sultán por la carretera que iba a Salt Market Village.
Al llegar al pueblo, fue al mercado, sacó un puñado de monedas y fue ordenándolas en la palma de la mano mientras caminaba. Las puso en el mostrador de una tienda y tomó a cambio un paquete de beedis Engineer, que metió en la bolsa.
—¿A qué esperas? —El chico de la tienda era nuevo—. Ya tienes tus beedis.
—Siempre me dan además dos paquetes de lentejas por el mismo precio. Ése es el trato.
Antes de entrar en su casa, Ratna abrió un paquete con los dientes y vertió su contenido junto a la puerta. Llegaron corriendo siete u ocho perros del barrio y él los observó mientras mascaban ruidosamente las lentejas. Cuando ya empezaban a excavar en la tierra con sus pezuñas, abrió el segundo paquete y esparció también su contenido por el suelo.
Entró en su casa sin detenerse a mirar cómo devoraban la segunda ración de lentejas. Sabía que se quedaban con hambre, pero no podía permitirse un tercer paquete cada día.
Colgó la camisa en un gancho junto a la puerta y se rascó las axilas y el torso cubierto de vello. Luego se sentó en una silla, suspiró, murmuró: «Oh, Krishna, oh, Krishna» y estiró las piernas. Sus hijas, aunque estaban en la cocina, sabían que había llegado por el intenso olor a pies que se esparcía por la casa como un cañonazo de advertencia. Entonces dejaban las revistas femeninas y se afanaban en sus respectivas tareas.
Su esposa le llevó un vaso de agua. Él ya había empezado a fumar beedis.
—¿Están trabajando… las maharanís? —preguntó al rato.
—Sí —gritaron las tres chicas desde la cocina.
Como no se fiaba del todo, se levantó a comprobarlo.
La más joven, Aditi, acuclillada junto a la cocina de gas, ya limpiaba las hojas del álbum de fotografías con una punta del sari. Rukmini, la mayor, sentada junto a un montón de píldoras blancas, las iba contando y las metía en los frascos; Ramnika, a la que casarían después de Rukmini, pegaba una etiqueta en cada frasco. La esposa removía ollas y platos. Cuando vio que su marido ya se había fumado el segundo beedi y que se había relajado visiblemente, se armó de coraje y se acercó:
—El astrólogo ha dicho que vendría a las nueve.
—Hmm.
Eructó, alzó una pierna y aguardó en esa posición hasta soltar un pedo. La radio estaba puesta; se puso el aparato sobre el muslo y empezó a golpearse la otra pierna con la mano, al ritmo de la música, tarareando la melodía todo el rato y cantando la letra cuando se la sabía.
—Ya está aquí —susurró su esposa.
Apagó la radio. El astrólogo entró en la habitación, juntó las manos en un namasté y, sentándose en una silla, se quitó la camisa. La mujer fue a colgarla en un gancho junto a la de su marido; luego aguardó con sus hijas en la cocina mientras el hombre le mostraba a Ratna los chicos que podía elegir.
Había sacado un álbum de fotos en blanco y negro, y ambos examinaban, una por una, las caras de los chicos, que les devolvían la mirada desde los retratos con expresiones rígidas y sin sonreír. Ratna tocó una con el pulgar. El astrólogo la deslizó fuera del álbum.
—Este chico tiene buen aspecto —dijo Ratna, tras un momento de concentración—. ¿A qué se dedica el padre?
—Es el dueño de una tienda de fuegos artificiales de Umbrella Street. Un negocio excelente. El chico lo heredará.
—Su propio negocio —exclamó Ratna, con auténtica satisfacción—. Es la única salida en esta carrera enloquecida de ratas. Dedicarse a la venta ambulante es un callejón sin salida.
Algo se le cayó a su esposa en la cocina. La mujer tosió y tiró otra cosa.
—¿Qué ocurre ahí? —preguntó Ratna.
Una voz tímida dijo algo sobre «horóscopos».
—¡Cierra la boca! —gritó, gesticulando hacia la cocina con la foto en la mano—. Tengo tres hijas que casar…, ¿y esta bruja del demonio se cree que puedo hacerme el exigente?
Le dejó al astrólogo la foto en el regazo. Éste le hizo una cruz en el dorso.
—Los padres esperarán algo —dijo—. Un detalle simbólico.
—Una dote —musitó Ratna, dándole al mal su auténtico nombre—. Muy bien. Tengo dinero ahorrado para esta chica. —Dio un resoplido—. De dónde voy a sacar una dote para las otras dos, sólo Dios lo sabe.
Apretó los dientes con rabia, se volvió hacia la cocina y llamó a su mujer a gritos.
La familia del chico se presentó el lunes siguiente. Las hermanas menores iban de aquí para allá con una bandeja de limonada; Ratna y su esposa permanecían sentados en la sala de estar. Rukmini tenía la cara blanqueada con una gruesa capa de polvos de talco Johnson’s y el pelo adornado con guirnaldas de jazmín. Mirando por la ventana en lontananza, pulsaba las cuerdas de una vina y cantaba unos versos religiosos.
El padre del futuro novio, el vendedor de petardos, se hallaba sentado en un colchón justo enfrente de Rukmini. Era un hombre enorme, con tupidos mechones de pelo plateado saliéndole por las orejas. Llevaba una camisa y un sarong de algodón blancos y seguía el ritmo de la canción con la cabeza, cosa que Ratna interpretó como un signo alentador. La futura suegra, otra criatura enorme de tez clara, miraba las musarañas. El futuro novio tenía la tez de su madre y los rasgos de su padre, pero era mucho más pequeño que ambos y más bien parecía la mascota doméstica que el vástago de la familia. A media canción, se inclinó hacia la oreja peluda de su padre y le susurró algo.
El comerciante asintió y el chico se levantó y salió. El padre alzó entonces el dedo meñique y se lo mostró a los presentes.
Todos sonrieron de oreja a oreja.
El chico regresó y se apretujó entre sus orondos progenitores. Las dos hermanas menores aparecieron con una segunda bandeja de limonada y el vendedor de petardos y su esposa cogieron un vaso; como si lo hiciera sólo por imitarlos, también el chico tomó un vaso y dio un sorbo. En cuanto el zumo tocó sus labios, le dio unos golpecitos al padre y volvió a decirle algo al oído. Esta vez el hombre hizo una mueca, pero el chico salió corriendo.
Como para distraer la atención, el vendedor de fuegos artificiales le preguntó a Ratna con voz áspera.
—¿No tendrá un beedi de sobra, querido amigo?
A través de la rejilla de la ventana, mientras buscaba el paquete de beedis en la cocina, Ratna vio al futuro novio orinando copiosamente contra el tronco de un árbol asoka del patio trasero.
Un tipo nervioso, pensó sonriendo. Pero es natural, se dijo, sintiendo un atisbo de afecto por el chico, que pronto formaría parte de su familia. Todos los hombres se ponen nerviosos antes de la boda. El chico parecía haber terminado; se sacudió el pene y se apartó del árbol. Entonces pareció quedarse paralizado. Tras un instante, echó la cabeza atrás como si le faltara el aliento, igual que un hombre a punto de ahogarse.
El casamentero volvió esa noche para anunciar que el vendedor de petardos parecía satisfecho con el canto de Rukmini.
—Fija pronto la fecha —le dijo a Ratna—. Dentro de un mes, el alquiler de los salones de boda va a empezar a… —Y alzó las manos para completar la frase.
Ratna asintió, pero parecía distraído.
A la mañana siguiente, se fue en autobús a Umbrella Street y caminó junto a las tiendas de muebles y ventiladores hasta encontrar el local de fuegos artificiales. El orondo comerciante de orejas peludas estaba sentado en un taburete delante de una pared llena de cohetes y petardos, como un emisario del dios del Fuego y de la Guerra. El futuro novio también estaba allí, sentado en el suelo, pasando las páginas de un libro de contabilidad y humedeciéndose los dedos con la lengua.
El comerciante lo empujó suavemente con el pie.
—Este hombre va a convertirse en tu suegro, ¿no vas a saludarlo? —Le sonrió a Ratna—. Es un poco tímido.
Ratna se tomó un té y charló con el padre sin quitarle al chico los ojos de encima.
—Ven conmigo, hijo —le dijo—. Quiero enseñarte una cosa.
Caminaron los dos en silencio por la calle hasta un baniano que se alzaba frente al templo Hanuman de Umbrella Street. Ratna le sugirió con un gesto que se sentaran a la sombra del árbol, de espaldas al tráfico y mirando al templo.
Dejó que el chico hablase un rato mientras él observaba sus ojos, sus orejas, su nariz, su boca y su cuello.
De pronto, lo agarró de la muñeca.
—¿Dónde te encontraste a la prostituta con la que estuviste?
El joven trató de levantarse, pero Ratna le apretó la muñeca con fuerza para dejarle claro que no tenía escapatoria. Y cuando se volvió desesperado hacia la calle, como pidiendo socorro, aumentó todavía más la presión.
—¿Dónde estuviste con ella? ¿En una cuneta, en un hotel o detrás de un edificio?
Le retorció la muñeca.
—En una cuneta —le soltó el chico; luego alzó la vista hacia él, al borde de las lágrimas—. ¿Cómo lo sabe?
Ratna cerró los ojos, dio un bufido y lo soltó.
—Una puta de camioneros.
Le soltó una bofetada. El chico rompió a llorar.
—Sólo estuve una vez con ella —dijo, reprimiendo los sollozos.
—Con una vez basta. ¿Te arde cuando orinas?
—Sí, me arde.
—¿Náuseas? —le dijo en inglés.
El joven preguntó qué significaba aquella palabra y, cuando la entendió, respondió que sí.
—¿Qué más?
—Es como si tuviera todo el rato algo grande y duro entre las piernas, como una pelota de goma. Y a veces me mareo.
—¿Se te pone dura?
—Sí. No.
—Dime qué aspecto tiene tu pene. ¿Está negro? ¿Rojo? ¿El borde del orificio está hinchado?
Media hora después, los dos seguían sentados al pie del baniano, de cara al templo.
—Se lo suplico… —El joven juntó las palmas—. Se lo suplico.
Ratna meneó la cabeza.
—He de anular la boda, ¿qué puedo hacer, si no? ¿Cómo voy a permitir que mi hija contraiga también la enfermedad?
El chico miró al suelo, como si se le hubieran agotado todas las maneras de suplicar. Una gota de sudor brillaba en la punta de su nariz como si fuese de plata.
—Le buscaré la ruina —dijo en voz baja.
Ratna se secó las manos en su sarong.
—¿Cómo?
—Diré que ella se había acostado con alguien. Diré que no es virgen. Y que por eso ha tenido que anular la boda.
Con un brusco movimiento, Ratna lo agarró por los pelos, le echó la cabeza hacia atrás, la mantuvo así durante un instante y luego la estampó contra el tronco del árbol. Se puso de pie y le escupió.
—Juro por el dios que se halla en el templo de ahí delante que, si dices eso, te mataré con mis propias manos.
Así de enfurecido actuó ese día en el Dargah: clamando con voz atronadora, mientras los jóvenes se agolpaban alrededor, contra el pecado y la enfermedad; explicando cómo ascendían los gérmenes desde los genitales a través de los pezones, de la boca, los ojos y las orejas hasta llegar a la nariz. Luego les mostró fotografías: imágenes de genitales enrojecidos y corrompidos, algunos de color negro, o bien inflamados, e incluso con aspecto carbonizado, como corroídos por un ácido. Encima de cada foto aparecía la cara del paciente, con los ojos tapados por un rectángulo negro, como si fuese una víctima de tortura o violación. Ésas eran las consecuencias del pecado, explicaba Ratna. Y la expiación y la redención sólo podían provenir de unas mágicas píldoras blancas.
Pasaron alrededor de tres meses. Una mañana, mientras estaba en su puesto detrás de la cúpula blanca, bramando ante una multitud de jóvenes angustiados, vio una cara que casi le provocó un ataque al corazón.
Más tarde, cuando ya había terminado su discurso, volvió a encontrársela delante.
—¿Qué quieres? —masculló—. Ya es demasiado tarde. Mi hija está casada. ¿Para qué vienes ahora?
Ratna se puso la silla plegable bajo el brazo, metió los frascos en la bolsa roja y echó a caminar deprisa. Un ruido de pisadas lo seguía. El chico, el hijo del vendedor de petardos, le habló entre jadeos.
—La cosa empeora de día en día. Ya ni siquiera puedo mear sin que me arda el pene. Tiene que hacer algo por mí. Tiene que darme sus píldoras.
Ratna hizo rechinar los dientes.
—Pecaste, hijo de perra. Estuviste con una prostituta. ¡Ahora has de pagar por ello!
Caminó más y más aprisa y, finalmente, los pasos se desvanecieron a su espalda y se quedó solo.
Pero a la tarde siguiente volvió a ver la misma cara y lo siguieron otra vez los mismos pasos apresurados hasta la parada de autobús. La voz le decía y le repetía: «Déjame comprarte las píldoras», pero Ratna no se dio la vuelta siquiera.
Subió al autobús y contó hasta diez. Entonces sacó sus folletos y empezó su discurso sobre la carrera desenfrenada de la vida moderna. Cuando surgió a lo lejos la silueta oscura del fuerte, el autobús redujo la velocidad y se detuvo. Ratna se apeó; alguien bajó tras él. Echó a andar; alguien caminó a su espalda.
Se dio media vuelta bruscamente y agarró a su acosador por el cuello de la camisa.
—¿Es que no te lo he dicho? Déjame en paz. ¿Qué mosca te ha picado?
El joven se zafó de las manos de Ratna, se enderezó el cuello y cuchicheó:
—Creo que me estoy muriendo. Tiene que darme sus píldoras.
—Escucha, ninguno de esos jóvenes va a curarse con nada de lo que yo vendo. ¿No lo entiendes?
Hubo un momento de silencio y luego el chico dijo:
—Pero usted estuvo en la Conferencia de Sexología… El rótulo lo dice…
Ratna alzó las manos al cielo.
—Encontré ese cartel tirado en el andén de la estación.
—Pero Hakim Bhagwandas, de Delhi…
—¡Hakim… y una mierda! Son píldoras blancas azucaradas que compro al por mayor en una farmacia de Umbrella Street, justo al lado de la tienda de tu padre; mis hijas las embotellan y les ponen la etiqueta en casa.
Para demostrárselo, abrió la bolsa de cuero, destapó una botella y desparramó las píldoras por el suelo, como difundiendo una semilla por la tierra.
—¡No sirven para nada! ¡No tengo nada para ti, hijo!
El chico se sentó en el suelo, tomó una de las píldoras y se la tragó. Se puso a gatas, las recogió todas y empezó a tragárselas frenéticamente, sin limpiarles la tierra siquiera.
—¿Te has vuelto loco?
Poniéndose de rodillas, Ratna lo sacudió con fuerza y le repitió la pregunta una y otra vez.
Y entonces le vio los ojos. Ya no estaban como la última vez que los había observado. Ahora los tenía enrojecidos y lacrimosos, como hortalizas en escabeche.
Aflojó la presión con la que lo sujetaba por el hombro.
—Habrás de pagarme por mi ayuda. Yo no hago caridad.
Media hora más tarde, se bajaron de un autobús cerca de la estación de ferrocarril. Caminaron por calles cada vez más estrechas y oscuras hasta llegar a una tienda en cuyo toldo figuraba una cruz roja enorme. Se oía en el interior una radio a todo volumen con una canción de una película en canarés.
—Compra aquí algo y déjame tranquilo.
Ratna hizo ademán de alejarse, pero el chico lo agarró de la muñeca.
—Espere. Dígame qué medicina debo escoger antes de irse.
Ratna caminaba deprisa hacia la parada de autobús, pero oyó otra vez las pisadas a su espalda. Se dio media vuelta; allí estaba el chico, cargado con unos frascos de color verde.
Arrepentido de haber aceptado llevarlo allí, Ratna apretó el paso. Todavía oyó detrás unas pisadas amortiguadas y desesperadas, como si estuviese persiguiéndolo un fantasma.
Aquella noche permaneció muchas horas despierto, dando vueltas en la cama y molestando a su mujer.
Al otro día, al atardecer, fue en autobús a Umbrella Street. Se apostó enfrente de la tienda de fuegos artificiales y aguardó con los brazos cruzados hasta que el chico lo vio.
Caminaron un rato en silencio y fueron a sentarse por fin en un banco, delante de un puesto de zumo de caña de azúcar. Mientras la máquina giraba, triturando caña, Ratna le dijo:
—Ve al hospital. Ellos te ayudarán.
—No puedo. Me conocen. Se lo dirían a mi padre.
Ratna tuvo una visión de aquel hombre descomunal, con sus mechones de pelo blanco saliéndole por las orejas, sentado ante un arsenal de petardos y cohetes.
Al día siguiente, mientras plegaba la silla y guardaba sus cosas en la bolsa, Ratna percibió una sombra a su lado. Rodeó el Dargah; pasó junto a la larga cola de peregrinos que aguardaban para rezar frente a la tumba de Yusuf Ali; dejó atrás a los leprosos y al hombre con una sola pierna que yacía sobre un costado y movía de modo espasmódico la cadera, salmodiando: «¡Alá, Alaaá! ¡Alá!».
Alzó la vista un instante hacia la cúpula blanca.
Bajó hasta el mar y la sombra lo siguió. Apoyó un pie en el murete de piedra que discurría junto a la orilla. El mar estaba picado; las olas iban a estrellarse contra el muro y la espuma blanca se alzaba en el aire, desplegándose como la cola de un pavo real surgido del agua. Ratna se volvió al fin.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? Si no les vendo píldoras a los jóvenes, ¿cómo me las arreglaré para casar a mis hijas?
El chico rehuía su mirada, tenía los ojos fijos en el suelo y desplazaba su peso de un pie a otro con aire incómodo.
Subieron los dos al autobús número 5 y siguieron todo el trayecto hasta el centro de la ciudad, para bajarse cerca del cine Angel. El chico cargaba ahora con la silla de madera y Ratna buscó por la avenida hasta localizar un gran rótulo en el que aparecían un hombre y una mujer vestidos de novios:
CLÍNICA VIDA FELIZ
A CARGO DEL ESPECIALISTA: DOCTOR M. V. KAMATH
LICENCIADO EN MEDICINA Y CIRUGÍA (MYSORE)
DOCTOR EN MEDICINA (ALLAHABAD)
ESPECIALISTA CLÍNICO (MYSORE)
DOCTOR EN CIRUGÍA (CALCUTA)
TÉCNICO SANITARIO DIPLOMADO (VARANASI)
RESULTADOS GARANTIZADOS
—¿Ves todos esos títulos detrás del nombre? —le cuchicheó al chico—. Éste sí es médico de verdad. Él te salvará.
En la sala de espera había media docena de hombres flacuchos y nerviosos, sentados en sillas negras, así como un matrimonio refugiado en un rincón. Tomaron asiento entre la pareja y aquellos hombres solitarios. Ratna observó con curiosidad a estos últimos. Eran exactamente los mismos que acudían a escucharlo, sólo que envejecidos y con aspecto más abatido; hombres que habían tratado de zafarse durante años de su enfermedad venérea, que habían invertido en ello un frasco tras otro de píldoras blancas sin obtener ningún resultado y que se hallaban ahora en la última etapa de un largo camino de desesperación: un camino que conducía desde su puesto en el Dargah —pasando por una larga ristra de vendedores ambulantes parecidos— hasta la clínica de aquel médico, donde habrían de conocer por fin la verdad.
Flacos y consumidos, iban entrando uno a uno en el consultorio del médico y la puerta se cerraba tras ellos. Ratna miró a la pareja casada. «Al menos éstos no están solos en este suplicio —pensó—. Al menos ellos se tienen el uno al otro».
Entonces el hombre se levantó para ver al médico; la mujer permaneció sentada. Entró luego, cuando el hombre ya había salido. «No son marido y mujer, claro —se dijo Ratna—. Cuando uno contrae esta dolencia, esta enfermedad sexual, se encuentra completamente solo en el mundo».
—¿Y qué relación tiene usted con el paciente? —le preguntó el médico.
Habían tomado asiento, por fin, frente a la mesa del consultorio. Detrás del médico, un gráfico gigantesco clavado en la pared mostraba una sección del aparato urinario y reproductor masculino. Ratna lo observó un momento, maravillado ante la belleza del dibujo, y respondió:
—Soy su tío.
El médico le dijo al chico que se quitara la camisa, se sentó a su lado, le hizo sacar la lengua, examinó sus ojos y le aplicó el estetoscopio en el pecho, primero en un lado y luego en el otro.
«¡Mira que contraer semejante enfermedad —pensó Ratna— en su primera experiencia! ¿Qué tiene eso de justo?».
Tras examinarle los genitales al joven, el médico se acercó a un lavamanos con un espejo encima; tiró del cordón y el fluorescente que había sobre el espejo se encendió parpadeando.
Dejó correr el agua, hizo gárgaras, escupió y luego apagó la luz. Todavía limpió un lado del lavamanos, bajó un poco la persiana de la ventana, inspeccionó su papelera verde.
Cuando ya no le quedaba nada más que hacer, regresó a su escritorio, se miró los pies y respiró hondo varias veces.
—Sus riñones están destrozados.
—¿Destrozados?
—Destrozados —dijo el médico.
Se volvió hacia el joven, que temblaba en su asiento.
—¿Tienes gustos antinaturales?
El chico se tapó la cara con las manos. Ratna respondió por él.
—Mire, lo contrajo con una prostituta, lo cual no es ningún pecado. No es un tipo anormal. Simplemente, no sabía lo bastante del mundo en que vivimos.
El doctor asintió. Se volvió hacia el diagrama que tenía a su espalda y señaló los riñones con un dedo.
—Destrozados.
Al día siguiente, a las seis de la mañana, fueron a la terminal los dos juntos para tomar el autobús a Manipal. Ratna se había enterado de que había un médico en el Medical College especializado en los riñones. Un hombre con sarong azul, sentado en un banco, les dijo que el autobús a Manipal iba siempre retrasado; tal vez quince minutos o media hora, tal vez más.
—Todo se viene abajo en este país desde que mataron a tiros a la señora Gandhi —dijo el hombre, pateando el suelo—. Los autobuses van con retraso. Los trenes van con retraso. Todo se cae a pedazos. Tendremos que devolverles el país a los británicos, o a los rusos, o a algún otro, se lo aseguro. No estamos hechos para dirigir nuestro propio destino, se lo digo yo.
Ratna le dijo al chico que esperase junto a la parada y regresó con un cucurucho de cacahuetes de veinte paisas. «¿No has desayunado, verdad?», le dijo. Pero él le recordó que el médico le había advertido que no comiera nada condimentado, porque le irritaría aún más el pene. Así que Ratna volvió al puesto donde los había comprado y se los cambió por otros sin sal. Mascaron cacahuetes un rato, hasta que el chico corrió de repente hacia un rincón y vomitó. Ratna se puso a su lado y le dio palmaditas en la espalda mientras el chico daba una arcada tras otra. El hombre del sarong azul lo observaba todo como relamiéndose; luego se acercó y le cuchicheó a Ratna:
—¿Qué tiene el muchacho? ¿Es grave, no?
—Qué tontería, no. Es sólo la gripe.
El autobús llegó a la terminal una hora tarde.
También llevaba retraso a la vuelta. Tuvieron que ir de pie más de una hora en el pasillo abarrotado, hasta que se vaciaron dos asientos justo a su lado. Ratna se deslizó en el asiento de la ventanilla y le indicó al chico que se sentara en el otro.
—Con lo lleno que está, la verdad es que hemos tenido suerte —dijo Ratna sonriendo.
Con suavidad, se soltó de la mano del chico. Éste pareció captar la señal; asintió, sacó la cartera y le fue tirando en el regazo, uno tras otro, billetes de cinco rupias.
—¿Esto qué es?
—Usted dijo que quería algo a cambio por ayudarme.
Ratna le metió los billetes en el bolsillo de la camisa.
—A mí no me hables así, muchacho. Yo te he ayudado hasta ahora, ¿y qué he sacado de todo esto? Ha sido algo desinteresado de mi parte, no lo olvides. Nosotros no somos parientes ni tenemos la misma sangre.
El otro no dijo nada.
—Escucha, no puedo seguir yendo contigo de médico en médico. Tengo que casar a mis hijas y aún no sé de dónde voy a sacar la dote…
El chico se volvió hacia él y, pegándole la cara en el hombro, rompió a sollozar. Frotaba los labios contra sus clavículas y empezó a chupárselas. Los pasajeros los miraban y Ratna estaba demasiado desconcertado para reaccionar.
Pasó una hora más antes de que apareciera en el horizonte la silueta del fuerte. Se bajaron los dos juntos. Mientras el chico se sonaba la nariz y se limpiaba las flemas con los dedos, Ratna esperó en la cuneta. Contempló el rectángulo oscuro del fuerte con una sensación desesperada. ¿Cómo se había decidido —y quién, y cuándo, y por qué— que Ratnakara Shetty tenía el deber de ayudar al hijo del vendedor de petardos a combatir su enfermedad? Momentáneamente, contra la mole oscura del fuerte, tuvo la visión de una cúpula blanca y de una multitud de lisiados cantando a coro. Se puso un beedi en los labios, encendió una cerilla e inhaló el humo.
—Vamos —le dijo al chico—. Hay un largo camino hasta mi casa.