Quinto día (tarde):

La catedral de Nuestra

Señora de Valencia

No es fácil explicar por qué la catedral de Nuestra Señora de Valencia continúa todavía inacabada, a pesar de los muchos intentos llevados a cabo en los últimos años para terminarla y de la cantidad de dinero enviada por los expatriados que trabajan en Kuwait. La estructura barroca original, que databa de 1691, fue totalmente reconstruida en 1890. Sólo quedó inacabado un campanario, y así ha seguido hasta hoy. Esa torre norte ha estado cubierta de andamios casi sin interrupción desde 1981: los trabajos se reanudan una y otra vez y vuelven a interrumpirse, bien por falta de fondos, bien por la muerte de algún eclesiástico importante. Aun en ese estado incompleto, la catedral está considerada como la atracción turística más importante de Kittur. Son de especial interés los frescos del cuerpo milagrosamente incorrupto de san Francisco Javier, que decoran el techo de la capilla, y el gigantesco mural titulado Alegoría de Europa llevando la Ciencia y la Ilustración a las Indias Orientales, que se encuentra detrás del altar.

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George D’Souza, el fumigador, había encontrado a una princesa. Las pruebas de semejante afirmación las presentaría al ponerse el sol, cuando terminaran los trabajos en la catedral. Hasta entonces, pensaba limitarse a comer sandía, a soltarles indirectas a sus amigos y a sonreír con picardía.

Se había sentado sobre una pirámide de piedras de granito, en el recinto que había frente a la catedral, dejando a un lado la mochila metálica y la pistola rociadora.

Las hormigoneras zumbaban a ambos lados de la mole del templo, triturando el granito y mezclándolo con barro para regurgitar montones de argamasa. El cemento y el ladrillo se subían por un andamio hasta lo alto del campanario. Dos de los amigos de George se encargaban de vaciar botellas de litro de agua en la hormigonera. Las máquinas chorreaban sobre la tierra roja del recinto y formaban riachuelos de agua ensangrentada que descendían de la catedral, como si ésta fuese un corazón puesto a secar en un trozo de papel de periódico.

Al terminar su sandía, George se puso a fumar un beedi tras otro. Cerró los ojos y los hijos de los trabajadores aprovecharon enseguida para rociarse unos a otros de pesticida. Los persiguió un rato; luego regresó a la pirámide y volvió a sentarse.

Era un tipo bajito, ágil y de tez oscura, que parecía andar por los cuarenta y pocos, aunque considerando que el trabajo físico envejece, tal vez fuese más joven y estuviera al borde de los treinta. Tenía una gran cicatriz bajo el ojo izquierdo y toda la cara marcada de un modo que daba la impresión que había sufrido hacía poco un acceso de varicela. Sus bíceps eran flexibles y delgados; no las masas relucientes y sinuosas desarrolladas en los gimnasios caros, sino la pura fibra tallada por la necesidad y el trabajo: dura como la piedra y marcada a fuego tras una vida entera alzando pesos para otros.

Al ponerse el sol, amontonaron leña delante de la pirámide de piedras, encendieron una hoguera y empezaron a preparar curry de pescado en una olla negra. Había una radio encendida y los mosquitos zumbaban sin parar. Con la tez bruñida por las llamas parpadeantes y fumando beedis, se hallaban sentados junto a George sus antiguos colegas: Guru, James y Vinay. Los tres habían trabajado con él en la obra antes de que lo despidieran.

Ahora sacó del bolsillo su cuaderno verde y lo abrió por la mitad, donde había guardado una cosa rosada, como la lengua de un animal que hubiera capturado y desollado.

Un billete de veinte rupias. Vinay lo manoseó maravillado. Incluso cuando Guru ya se lo había arrebatado de las manos con cuidado, no podía quitarle los ojos de encima.

—¿Te has ganado esto por echar pesticida en su casa?

—No, no. Ella me ha visto rociando con la pistola y me imagino que se ha quedado impresionada, porque me ha pedido que hiciera unos trabajos de jardinería.

—Una mujer tan rica, ¿y no tiene jardinero?

—Sí, pero está siempre borracho. Así que yo he hecho su trabajo.

Había tenido que limpiar de ramas secas el desagüe del patio trasero, amontonarlas en un rincón y quitar del conducto toda la porquería acumulada, donde se reproducían los mosquitos. Luego había recortado los setos del patio de delante con unas podadoras gigantescas.

—¿Y nada más? —dijo Vinay, boquiabierto—. ¿Veinte rupias sólo por eso?

George dejó escapar el humo con exuberante picardía. Volvió a meter las veinte rupias entre las páginas del cuaderno y se lo guardó en el bolsillo.

—Por eso digo que es mi princesa.

—Los ricos poseen el mundo entero —dijo Vinay con un suspiro, a medio camino entre la rebeldía y la aceptación—. ¿Qué son veinte rupias para ellos?

Guru, que era hindú, hablaba poco por lo general y sus amigos lo consideraban un tipo «profundo». Había viajado incluso hasta Bombay y sabía leer los rótulos en inglés.

—Dejad que os diga cómo son los ricos. Dejad que os diga.

—Muy bien. Dinos.

—Os voy a decir cómo son los ricos. En Bombay, en el hotel Oberoi, que está en la zona comercial de Nariman Point, hay un plato llamado Beef Vindaloo que cuesta quinientas rupias.

—¡No puede ser!

—¡Sí, quinientas! Salía el domingo en el periódico inglés. Ahora ya sabéis cómo son los ricos.

—¿Y si pides ese plato y te das cuentas luego de que te has equivocado y no te gusta? ¿Te devuelven el dinero?

—No, pero si eres rico no importa. ¿Sabéis cuál es la mayor diferencia entre los ricos y nosotros? Que los ricos pueden equivocarse una y otra vez. Nosotros cometemos un solo error y ya estamos listos.

Después de cenar, George se los llevó a todos a beber al garito de aguardiente. Desde que lo habían despedido de la obra, él había comido y bebido gracias a la generosidad de sus amigos. Lo de fumigar contra los mosquitos se lo había conseguido Guru a través de un contacto que tenía en el Ayuntamiento, pero era sólo un día a la semana.

—El próximo domingo —dijo Vinay cuando salieron a medianoche del garito, borrachos perdidos—, pienso ir a ver a tu jodida princesa.

—No te diré dónde vive —gritó George—. Es mi secreto.

Los demás se enfurruñaron, pero tampoco insistieron. Bastante contentos estaban con ver a su amigo de buen humor, cosa más bien rara, porque era un hombre resentido.

Se fueron a dormir a las tiendas instaladas detrás de los terrenos en obras de la catedral. Como era septiembre, aún cabía el peligro de que se pusiera a llover, pero George durmió al raso, mirando las estrellas y pensando en la mujer generosa que había hecho que aquél fuese un día feliz para él.

Al domingo siguiente, George se puso a la espalda su mochila metálica, conectó la pistola rociadora a una de sus boquillas y empezó a recorrer el barrio de Valencia. Se detenía en cada casa que le pillaba de camino y cada vez que veía un desagüe o un charco, o la boca de una alcantarilla, disparaba su pistola: zzzz…, zzzz

Recorrió medio kilómetro desde la catedral y luego dobló a la izquierda para meterse en una de las callejas que descendían de la colina. Caminó cuesta abajo, disparando su pistola a los desagües que habían en la cuneta: zzzz…, zzzz

Había cesado la lluvia y ya no bajaban por la pendiente furiosos torrentes de agua embarrada, pero las ramas de los árboles y los tejados de las casas seguían goteando sobre la calle, y entre las losas sueltas se formaban regueros relucientes que corrían hacia los desagües con un suave murmullo. La superficie de las zanjas se hallaba revestida de una espesa capa de musgo, semejante a un sedimento de bilis, y del fondo brotaban grupos de juncos. Por todas partes brillaban charcos diminutos que destellaban como esmeraldas líquidas.

Una docena de mujeres con saris de colores llamativos, cada una con un pañuelo verde o malva en la cabeza, recortaban la hierba de la cuneta. Los obreros inmigrantes, moviéndose todos al mismo tiempo mientras iban cantando sus extrañas canciones tamiles, trabajaban en el fondo de las zanjas, raspando el musgo y arrancando las hierbas que crecían entre las piedras de un tirón seco, como si se las arrebatasen a un niño testarudo; otros se ocupaban de sacar la mugre del fondo a puñados y de tirarlos a un gran montón viscoso.

George los miró con desprecio y pensó: «¡Pero yo mismo he caído al nivel de esta gente!».

Le entró el malhumor y empezó a fumigar a la ligera, e incluso dejó de rociar adrede unos cuantos charcos.

Al llegar al 10A, advirtió que estaba delante de la casa de su princesa. Levantó el pestillo de la verja roja y entró.

Las ventanas estaban cerradas; pero al acercarse a la casa oyó un zumbido de agua en el interior. «Está duchándose en mitad del día —pensó—. Las mujeres ricas hacen estas cosas».

Él había deducido de inmediato, cuando la vio la semana anterior, que su marido estaba fuera. Con un poco de experiencia, es fácil identificar a esas mujeres cuyos maridos trabajan en el Golfo: tienen todo el aire de no haber vivido con un hombre en mucho tiempo. Su marido le había dejado sobradas compensaciones por su ausencia: el único coche con chófer de todo el barrio de Valencia, un Ambassador blanco que estaba aparcado en el sendero, y el único aparato de aire acondicionado de toda la calle, que sobresalía de su dormitorio, por encima de los jazmines del jardín, zumbando y goteando agua.

Al conductor del Ambassador blanco no se le veía por ningún lado.

Debía de estar otra vez bebiendo por ahí, pensó George. La vez anterior había visto a una vieja cocinera en el patio trasero. Una vieja y un conductor negligente: ésa era la única compañía que tenía aquella dama en su casa.

Había una zanja que iba desde el jardín hasta el patio trasero y él siguió su recorrido, rociándolo todo: zzzz…, zzzz… El desagüe estaba atascado otra vez. Bajó con cuidado entre la mugre y la porquería acumulada y fue disparando su pistola en distintos ángulos, deteniéndose cada vez para examinar su trabajo. Aplicó la boca de la pistola rociadora contra la pared de la zanja. El zumbido cesó en el acto. Una espuma blanca, semejante a la que se produce cuando se le hace morder un vidrio a una serpiente para que suelte su veneno, se desparramó sobre las larvas de los mosquitos. Luego ajustó el mando de la pistola, la encajó en una ranura del cilindro de su mochila y fue a buscar a la mujer para que le firmara una vez más en el registro.

—¡Eh! —dijo una voz femenina desde arriba—. ¿Tú quién eres?

—Soy el fumigador. Estuve aquí la semana pasada.

La ventana se cerró. Le llegaron diversos sonidos del interior: cerrojos, pasos y portazos; finalmente, surgió una vez más ante él: su princesa. La señora Gomes, la inquilina del 10A, era una mujer alta que debía rondar ya los cuarenta; llevaba los labios pintados de rojo brillante y una bata de estilo occidental que dejaba a la vista sus brazos casi hasta el hombro. De las tres clases de mujeres que había: «tradicionales», «modernas» y «trabajadoras», la señora Gomes pertenecía sin la menor duda a la segunda, a la tribu de las «modernas».

—No hiciste bien tu trabajo la otra vez —le dijo, mostrándole los verdugones rojos que tenía en las manos. Luego dio un paso atrás y alzó el borde de su larga bata verde para descubrir sus tobillos mancillados—. Tu fumigación no sirvió de nada.

A George le ardía la cara de vergüenza, pero al mismo tiempo no podía quitar los ojos de lo que le mostraba.

—El problema no es mi fumigación, sino su patio trasero —le replicó—. Hay más ramas bloqueando la zanja, y yo diría que incluso hay algún animal muerto, quizás una mangosta, que impide que corra el agua. Por eso siguen reproduciéndose los mosquitos. Venga y véalo usted, si no me cree —le sugirió.

Ella meneó la cabeza.

—Ese patio es un asco. Yo nunca entro ahí.

—Volveré a limpiárselo —le dijo—. Así se librará de los mosquitos mucho mejor que si se lo fumigo.

La mujer frunció el ceño.

—¿Cuánto quieres por ese trabajo?

A él le molestó su tono, así que respondió:

—Nada…

Volvió al patio de atrás, se metió en la zanja y empezó a quitar la porquería. «¡Esta gente se cree que nos puede comprar como si fuésemos ganado! ¿Cuánto quieres por esto? ¿Cuánto por aquello?».

Media hora más tarde, llamó al timbre con las manos negras; tras unos segundos, oyó que ella le gritaba:

—Ven aquí.

Rodeó la casa siguiendo su voz hasta una ventana cerrada.

—¡Ábrela!

Metió sus manos ennegrecidas en la rendija que había entre las dos hojas de la ventana y las abrió. La señora Gomes estaba leyendo en la cama.

George metió el bolígrafo en el libro de registro y se lo tendió.

—¿Qué he de hacer con esto? —preguntó la mujer, acercándose a la ventana, con una fragancia de pelo recién lavado.

Le señaló una línea con un dedo pringoso: «Número 10A, señor Roger Gomes».

—¿Quieres un té? —dijo la mujer, mientras falsificaba la firma de su marido.

Se quedó mudo de asombro. Nunca le habían ofrecido té mientras trabajaba. Dijo que sí, más que nada por miedo a la reacción que pudiera tener aquella mujer rica si lo rechazaba.

Una vieja criada, tal vez la cocinera, se asomó por la puerta trasera y lo observó con suspicacia cuando la señora Gomes le dijo que le llevase un té.

La vieja regresó al cabo de unos minutos con una taza en la mano, miró al fumigador con desdén y se la dejó en el umbral.

George subió los tres peldaños, tomó la taza, bajó y retrocedió todavía otros tres pasos antes de empezar a tomarse el té.

—¿Cuánto tiempo llevas haciendo este trabajo?

—Seis meses.

Dio un sorbo y, llevado por una repentina inspiración, añadió:

—Tengo en mi pueblo una hermana a la que he de mantener, Maria. Es una buena chica, señora. Cocina bien. ¿No necesitará una cocinera?

La princesa meneó la cabeza.

—Tengo una muy buena, lo siento.

George apuró la taza y la dejó al pie de los escalones con gran cuidado para que no se volcara.

—¿Volverán a surgir problemas en mi patio trasero?

—Seguro. Los mosquitos son malignos, señora. Causan malaria y filariasis. —Le contó que a su hermana Lucy, en el pueblo, la malaria le había afectado al cerebro—. Decía que iba a mover sus brazos consumidos así, como un colibrí, hasta llegar a la ciudad santa de Jerusalén. —Empezó a girar alrededor del coche aparcado, agitando los brazos, para mostrárselo.

Ella soltó una repentina y salvaje carcajada. George le había parecido un hombre serio y reservado, y no se esperaba aquel arranque de frivolidad por su parte; nunca había visto a una persona de clase inferior tan graciosa. Lo miró de pies a cabeza, como si lo viese por primera vez.

Él había advertido, por su lado, que ella se reía con tanto entusiasmo (y que resoplaba) como una campesina. Eso tampoco se lo esperaba; las mujeres educadas no se reían tan abierta y brutalmente, y su comportamiento, viniendo de una dama tan rica, lo confundía.

—Se supone que Matthew debe limpiar ese patio —añadió con tono hastiado—. Pero ni siquiera se presenta lo bastante a menudo para cumplir como chófer, o sea, que del patio mejor olvidarse. Siempre anda por ahí bebiendo.

Entonces se iluminó su expresión.

—Encárgate tú —dijo—. Tú puedes ser mi jardinero a tiempo parcial. Te pagaré.

George estaba a punto de aceptar, pero algo en su interior se resistía. No le gustaba el modo informal con que le había ofrecido el trabajo.

—Ése no es mi trabajo, limpiar la mierda de los patios. Pero lo haré por usted, señora. Haría cualquier cosa por usted, porque es una buena persona. Lo veo en su alma.

Ella sólo otra carcajada.

—Empiezas la semana que viene —dijo, todavía con vestigios de risa reverberando en su rostro, y cerró la puerta.

Cuando George ya se había ido, la mujer abrió la puerta del patio. Casi nunca salía allí. El hedor a tierra abonada y aguas residuales era muy intenso, y estaba todo invadido de hierbas. El olor del pesticida volvió a llegarle de pronto y la arrastró fuera de la casa. Oía un sonido peculiar y dedujo que el fumigador todavía andaba cerca.

Zzzz…, zzzz… Siguió el ruido mentalmente por el vecindario —primero la casa de los Monteiros; luego la finca del doctor Karkada; después el seminario y el colegio de profesores jesuita de Valencia: zzzz…, zzzz…—, hasta que por fin le perdió la pista.

Sentado en la pirámide de piedras, George esperó a que sus amigos terminaran para irse todos al garito y empezar a beber aguardiente.

—¿Qué mosca te ha picado? —le dijo uno de ellos, más tarde—. Hace rato que no dices palabra.

Después de una hora de risas y alboroto, se había sumido en un hosco silencio. Pensaba en el hombre y la mujer…, en los que aparecían en la portada de la novela de su princesa. Estaban en un coche: ella con el pelo alborotado por el viento, él sonriendo. En segundo plano se veía un avión. Un rótulo en inglés —el título del libro— en grandes letras plateadas sobrevolaba la escena como una bendición del dios de la buena vida.

Pensaba en la mujer que podía permitirse el lujo de pasarse los días leyendo semejantes libros, cómodamente instalada en su casa, con el aire acondicionado puesto a todas horas.

—Los ricos abusan de nosotros. Siempre igual: «Toma, quédate veinte rupias y bésame los pies. Baja a la zanja. Límpiame la mierda». Siempre lo mismo.

—Ya está otra vez igual —dijo Guru, con una risita—. Fueron estas monsergas las que le costaron el despido, pero él no cambia. Siempre tan amargado.

—¿Por qué habría de cambiar? ¿Acaso estoy mintiendo? —replicó a gritos—. Los ricos se quedan en la cama leyendo libros, y viven solos, sin familia, y comen platos de quinientas rupias que se llaman…, ¿cómo era el nombre? ¿Vindoo? ¿Vindiloo?

Esa noche no pudo dormir. Salió de la tienda y deambuló por los terrenos de la obra, contemplando durante horas la catedral inacabada y pensando en la mujer del 10A.

A la semana siguiente, se dio cuenta de que ella estaba esperándolo. En cuanto llegó, la mujer extendió un brazo y lo fue girando ante sus ojos a uno y otro lado hasta completar los 360 grados.

—Ni una picadura —dijo—. La semana pasada la cosa fue mucho mejor. Tu fumigación está funcionando.

George se puso manos a la obra. Primero salió al patio trasero con su pistola y, ajustando un mando del cilindro que llevaba a la espalda, se puso de rodillas y roció de vermicida la zanja de su princesa. Luego, mientras ella observaba, arregló el desbarajuste que reinaba en aquella parte tan descuidada de su casa: cavó, fumigó, cortó y limpió durante una hora.

Aquella noche, sus amigos no daban crédito a sus oídos.

—Ahora ya es un trabajo de jornada completa —les dijo George—. La princesa me considera tan buen trabajador que quiere que me quede y que duerma en un cobertizo del patio trasero. Me paga el doble de lo que gano ahora. Ya no he de seguir fumigando. Es perfecto.

—Apuesto a que no volvemos a verte el pelo —dijo Guru, tirando su beedi al suelo.

—No es verdad —protestó—. Vendré a beber cada noche.

Pero tenía razón. Ya apenas lo vieron desde entonces.

El lunes, una mujer blanca vestida con un salwar kameez al estilo del norte de la India apareció en la verja y le preguntó en inglés:

—¿Está la señora?

Él abrió con una reverencia.

—Sí, está en casa.

Era inglesa y le daba clases de yoga y respiración a la señora. El aire acondicionado estaba apagado y George oyó un sonido de inspiraciones y espiraciones profundas procedente del dormitorio. Media hora después, la mujer blanca salió y le dijo:

—Es increíble, ¿no? Que yo tenga que enseñar yoga.

—Sí, es triste. Los indios nos hemos olvidado de nuestra propia civilización.

La mujer blanca y la señora pasearon un rato por el jardín.

Los martes por la mañana, Matthew, con los ojos enrojecidos y un aliento que apestaba a aguardiente, llevaba a la señora a la reunión de damas del Lion’s Club, en Rose Lane. A eso parecía limitarse la vida social de la señora Gomes. George sostuvo la verja abierta cuando salieron. Al pasar el coche, vio que Matthew se volvía y le echaba una mirada hosca.

«Me tiene miedo —pensó George, mientras se ponía otra vez a recortar las plantas del jardín—. ¿Creerá quizá que voy a intentar quitarle el puesto de chófer?».

No se le había ocurrido hasta entonces.

Cuando volvió el coche, lo examinó con aire crítico: tenía los costados llenos de mugre. Lo lavó con la manguera y luego frotó la plancha con un trapo sucio y el interior con uno limpio. Se le ocurrió mientras lo hacía que lavar el coche no era tarea suya. Como jardinero, estaba trabajando de más. Aunque la señora tampoco se daría cuenta. Los ricos nunca muestran gratitud, ¿no es cierto?

—Has hecho un trabajo excelente con el coche —le dijo la señora Gomes por la noche—. Te lo agradezco.

George se sintió avergonzado. Aquella mujer, pensó, era realmente distinta de los demás ricos.

—Yo haría cualquier cosa por usted, señora —le dijo.

Siempre que hablaban mantenía con ella una distancia de más de un metro; a veces, en el curso de la conversación, se aproximaban un poco y a él se le dilataban las narices al percibir su perfume; automáticamente, con pequeños pasitos, volvía a adoptar la distancia apropiada entre señora y criado.

La cocinera le traía té por las noches y se quedaba a charlar con él durante horas. George no había entrado aún en la casa, pero por lo que contaba la vieja comprendió que las maravillas que albergaba iban mucho más allá del aire acondicionado. La enorme caja blanca que veía cuando se abría la puerta de detrás era una máquina que hacía la colada —y secaba— de modo automático, según le explicó la cocinera.

—Su marido quería que la usara y ella se negaba. Nunca se ponían de acuerdo en nada. Además —susurró, con aires de conspiración—, no tienen hijos. Eso siempre trae problemas.

—¿Qué fue lo que los separó?

—La manera de reírse de ella —dijo la vieja—. Su marido decía que se reía como un demonio.

Él también había reparado en aquella risa aguda y salvaje, que parecía una risa de niño o de animal, ufana e impúdica. Siempre se detenía en su trabajo para escucharla cuando empezaba a rebotar por las habitaciones de la casa; y con frecuencia le parecía oírla también al percibir otros sonidos, incluso en el chirrido de una puerta mal engrasada o en la cadencia peculiar del canto de un pájaro. Entendía a qué se había referido su esposo.

—¿Tienes estudios, George? —le preguntó la señora Gomes un día, sorprendida al encontrárselo leyendo el periódico.

—Más o menos, señora. Hice hasta décimo grado, pero suspendí el Certificado de Secundaria.

—¿Suspendiste? —dijo, sonriendo—. ¿Cómo es posible suspender el Certificado de Secundaria? Es un examen facilísimo…

—Hice todas las sumas, señora. Pasé las Matemáticas con un sesenta sobre cien. Sólo suspendí en Sociales, porque no supe señalar Madrás y Bombay en el mapa de la India que me dieron. ¿Qué podía hacer yo, señora? Nosotros no habíamos estudiado esas cosas. Saqué treinta y cuatro en Sociales y me suspendieron.

—¿Por qué no te examinaste otra vez?

—¿Otra vez? —repitió él, como si no comprendiera la pregunta—. Empecé a trabajar —dijo al fin, porque no sabía qué responder—. Trabajé seis años, señora. Las lluvias fueron muy malas el año pasado y no hubo cosecha. Nos enteramos de que daban trabajo a los cristianos en esa obra, en la catedral, quiero decir, y muchos nos vinimos del pueblo. Yo trabajaba de carpintero, señora. ¿Qué tiempo tenía para estudiar?

—¿Y por qué dejaste la obra?

—Porque tengo mal la espalda.

—Entonces tal vez no deberías hacer este tipo de trabajo —dijo ella—. ¿No te acabará de lastimar la columna? ¡Y luego dirás que te he roto la espalda y armarás un escándalo!

—Mi espalda está perfectamente, señora. Perfectamente. ¿No ve cómo me agacho y trabajo cada día?

—Entonces, ¿por qué me has dicho que tenías mal la espalda? —inquirió. George se quedó callado y ella añadió, meneando la cabeza—. ¡Ay, no hay quien os entienda a los de pueblo!

Al día siguiente, la esperó con impaciencia. Cuando salió al jardín después del baño, secándose el pelo con una toalla, se le acercó y le dijo:

—Él me dio una bofetada, señora. Yo se la devolví.

—¿De qué me hablas, George? ¿Quién te abofeteó?

Entonces le explicó que se había peleado con su capataz y, para mostrarle lo rápido y automático que había sido, hizo la pantomima de dos veloces sopapos.

—Dijo que estaba echándole miraditas a su esposa, señora. Cosa que no era verdad. En mi familia somos honestos. Nosotros en el pueblo nos dedicábamos a arar —explicó—. Y a veces encontrábamos monedas de cobre…, de la época del sultán Tipu, tienen más de cien años. Pero ellos me las quitaban de las manos y las fundían para quedarse el cobre. A mí me habría gustado mucho quedármelas, pero se las entregaba al señor Coelho, el propietario. No soy una persona deshonesta. Yo no robo ni miro a la mujer del vecino. Ésa es la verdad. Vaya al pueblo y pregúntele al señor Coelho. Él se lo dirá.

Ella sonrió. Como todas las personas de pueblo, empleaba para defenderse unos circunloquios ingenuos y entrañables.

—Te creo —dijo, y entró en la casa sin cerrar la puerta.

Él atisbó el interior y vio relojes, alfombras rojas, medallones de madera en las paredes, tiestos con plantas y objetos de bronce y plata. Entonces la puerta volvió a cerrarse.

Ese día le llevó ella misma el té. Dejó el vaso en el umbral y él se apresuró a subir los escalones con la cabeza gacha, lo recogió y bajó otra vez a toda prisa.

—Ah, señora, pero ustedes lo tienen todo y nosotros no tenemos nada. No es justo —dijo, dando sorbos.

Ella soltó una risita. No se esperaba una salida tan directa viniendo de un pobre. Le parecía un detalle simpático.

—No es justo, señora —repitió—. Usted tiene incluso una lavadora que nunca utiliza. Mire si tiene cosas.

—¿Me estás pidiendo más dinero? —dijo ella, arqueando las cejas.

—No, señora, ¿por qué? Usted paga muy bien. Yo no me ando con rodeos —dijo—. Si quiero más dinero, lo pido.

—Yo tengo otros problemas que tú no conoces, George. Yo también tengo problemas. —Sonrió y volvió adentro.

Él se quedó allí de pie, esperando en vano una explicación.

Un poco más tarde, se puso a llover. La profesora extranjera de yoga apareció con un paraguas entre el aguacero. Corrió a la verja para abrirle y luego se sentó en el garaje, junto al coche, y escuchó a hurtadillas el sonido de las profundas inspiraciones y espiraciones que hacía la señora en su cuarto. Para cuando terminó la sesión de yoga, la lluvia ya había cesado y el jardín centelleaba bajo el sol. Las dos mujeres parecían excitadas por aquella luz deslumbrante… y por lo bien cuidado que estaba el jardín. La señora Gomes hablaba con su amiga con un brazo apoyado en la cadera; George advirtió que, a diferencia de aquella mujer europea, ella había conservado su figura. Supuso que sería porque no tenía hijos.

Hacia las seis y media se encendían las luces de su dormitorio y se oía el sonido del agua. Se estaba bañando. Tomaba un baño todas las noches. No le hacía falta, porque volvía a bañarse por la mañana y, además, tenía una maravillosa fragancia a perfume, pero aun así se bañaba dos veces. Con agua caliente, de eso estaba seguro; cubriéndose de espuma y relajando todos sus miembros. Era una mujer que hacía cosas sólo por placer.

El domingo, subió la cuesta de la colina para asistir a la misa de la catedral; al volver, el aire acondicionado seguía en marcha. «O sea, que ella no va a la iglesia», pensó.

Los miércoles por la tarde, cada quince días, pasaba por la casa la Biblioteca Itinerante Ideal. El bibliotecario llegaba montado en una Yamaha, llamaba al timbre, desataba la caja metálica de libros que llevaba sujeta en la parte trasera y la colocaba sobre el maletero del coche para que la señora Gomes pudiera examinarlos. Ella los escudriñaba atentamente y elegía un par. Un día, cuando ya había escogido y pagado, y había vuelto a entrar en casa, George se acercó al bibliotecario conductor, que estaba atando de nuevo la caja a su Yamaha, y le dio unos golpecitos en el hombro.

—¿Qué clase de libros se queda la señora?

—Novelas.

El bibliotecario se detuvo y le hizo un guiño.

—Novelas verdes. Todos los días veo a docenas de mujeres como ella: mujeres que tienen en el extranjero a sus maridos.

Flexionó un dedo y lo meneó.

—Aún les pica, ¿sabes? Así que han de leer novelas inglesas para desahogarse.

George sonrió abiertamente. Pero cuando la Yamaha trazó un semicírculo, levantando una nube de polvo, y abandonó el jardín, corrió hacia la verja y gritó:

—¡No hables así de la señora, hijo de puta!

Esa noche permaneció mucho rato despierto. Se paseaba sin hacer ruido por el patio trasero. Pensaba. Le parecía, al echar la vista atrás, que su vida había consistido en cosas que no le habían dicho que sí y cosas a las que no había podido decir que no. El certificado de secundaria no le había dicho que sí, y él no había podido decirle a su hermana que no. No se veía a sí mismo abandonando a su hermana a su suerte ni volviendo a hacer el examen de Secundaria para completarlo.

Salió del jardín, subió por la calleja y recorrió la avenida. La catedral inacabada era una mole oscura que se recortaba contra el cielo azul marino. Encendió un beedi y deambuló alrededor del desbarajuste de máquinas y materiales de la obra, mirando aquellos objetos familiares como si no lo fueran, como si se tratara de cosas extrañas.

Al otro día, aguardó a que saliera para hacerle un anuncio:

—He dejado de beber, señora —le dijo—. Tomé la decisión anoche. Nunca más otra botella de aguardiente.

Quería que ella lo supiera; ahora se sentía con la capacidad para vivir como quisiera. Aquella tarde, mientras recortaba un rosal en el jardín, Matthew levantó el pestillo y entró. Con una hosca mirada, se alejó hacia su rincón en el patio trasero.

Pero media hora más tarde, cuando la señora Gomes tenía que acudir a su reunión de damas del Lion’s Club, Matthew no apareció por ningún lado, aunque lo llamó a gritos seis veces.

—Déjeme conducir a mí, señora —le dijo George.

Ella lo examinó, escéptica.

—¿Sabes conducir?

—Señora, cuando eres pobre, hay que aprender de todo, desde labrar hasta conducir. ¿Por qué no sube y comprueba por sí misma lo bien que conduzco?

—¿Tienes el permiso? ¿No me matarás?

—Señora —dijo—, jamás haría nada que pudiese ponerla en peligro. —Y añadió enseguida—: Incluso daría mi vida por usted.

Ella sonrió al oírlo; pero al ver que hablaba en serio, dejó de sonreír en el acto. Subió al coche, George arrancó y se convirtió así en su chófer.

—Conduces bien —le dijo al final—. ¿Por qué no trabajas a jornada completa como mi nuevo chófer?

—Yo haré cualquier cosa por usted, señora.

Matthew fue despedido aquella misma noche.

—Nunca me gustó ese hombre —le dijo la cocinera—. Me alegra que te quedes tú.

Él le hizo una reverencia.

—Tú eres para mí como una hermana mayor —dijo, y observó la sonrisa radiante que le dirigía la mujer.

Por las mañanas lavaba el coche y luego se sentaba con las piernas cruzadas en el taburete de Matthew, tarareando alegremente y aguardando a que la señora le diera la orden de salir. Cuando la llevaba a sus reuniones del Lion’s Club, se paseaba alrededor del mástil de la bandera que había delante del club y miraba pasar los autobuses y también la entrada de la biblioteca municipal. Ahora contemplaba los autobuses y la biblioteca de otro modo: no como un mero vagabundo, como un pobre obrero que había de bajar a las zanjas con una pala, sino como alguien con sus propios intereses.

Una vez la llevó al mar. Ella caminó hacia el agua y se sentó junto a las rocas, para contemplar las olas plateadas, mientras él aguardaba en el coche observándola.

De vuelta en casa, cuando ya se apeaba, carraspeó.

—¿Qué sucede, George?

—Mi hermana Maria.

Lo miró con una sonrisa, animándolo a proseguir.

—Ella sabe cocinar, señora. Es limpia, trabajadora y una buena cristiana.

—Ya tengo cocinera, George.

—No es buena, señora. Y es vieja. ¿Por qué no se libra de ella y manda venir a mi hermana del pueblo?

La expresión de la mujer se ensombreció.

—¿Te crees que no me doy cuenta de lo que estás haciendo? ¡Pretendes adueñarte de mi casa! ¡Primero te quitas de encima a mi chófer y ahora a mi cocinera!

Entró en la casa y cerró de un portazo. Él sonrió, sin preocuparse. Había plantado la semilla y, con algo de tiempo, acabaría germinando. Ahora ya sabía cómo funcionaba la mente de aquella mujer.

Aquel verano, cuando escaseó el agua, George le demostró a la señora Gomes hasta qué punto era indispensable. Subía a la cima de la colina para esperar al camión cisterna y bajaba él mismo cargado con los cubos; así llenaba la cisterna del baño y de los retretes y le ahorraba la humillación de tener que racionar el agua al tirar de la cadena, como hacía todo el mundo en el vecindario. En cuanto oyó el rumor de que el Ayuntamiento iba a restringir el suministro de agua corriente (a veces sólo daban el agua media hora cada dos o tres días), entró a toda prisa en la casa, gritando: «¡Señora! ¡Señora!».

Ella le dio un juego de llaves de la puerta trasera para que entrase cada vez que oyera que habían dado el agua, fuese la hora que fuese, y llenara todos los cubos.

Gracias a todos sus esfuerzos, la señora, en un momento en que la mayoría no podía bañarse ni siquiera cada dos días, siguió tomando sus dos baños de placer diarios.

—¡Qué absurdo —le dijo, una tarde, asomándose por la puerta trasera con el pelo húmedo, que le caía por la espalda, mientras se lo frotaba enérgicamente con una toalla blanca— que en este país con tantísima lluvia tengamos todavía carestía de agua! ¿Cuándo cambiará la India de una vez?

Él sonrió, apartando los ojos de su figura y su pelo húmedo.

—George, voy a subirte la paga —le dijo, y volvió adentro, y cerró la puerta con firmeza.

Pocos días después, se produjo otra buena noticia para él. Al atardecer vio que la cocinera abandonaba la casa con una bolsa bajo el brazo. Cuando se cruzaron, le lanzó una torva mirada y le dijo con voz sibilante:

—¡Sé lo que pretendes hacer con ella! ¡Le he advertido que acabarás con su buena fama! Pero la tienes hechizada.

Una semana después de que Maria se incorporase al servicio del número 10A, la señora Gomes se presentó en el garaje mientras George manoseaba el motor del coche.

—El curry de camarones de tu hermana es excelente.

—En mi familia todo el mundo es muy trabajador, señora.

Tan excitado estaba que alzó la cabeza de golpe, dándose un porrazo con el capó. Se hizo bastante daño, pero la señora Gomes había empezado a reírse con aquella risa suya, aguda y animal, y él trató de reírse con ella mientras se frotaba el chichón de la coronilla.

Maria era una chica menuda y asustadiza. Había llegado con dos maletas, sin una pizca siquiera de inglés y sin ningún conocimiento de la vida más allá de su pueblo. La señora Gomes le había tomado simpatía y le permitía dormir en la cocina.

—¿De qué hablan la señora y esa mujer extranjera? —le preguntó George una noche, cuando Maria apareció en su cobertizo con la cena.

—No lo sé —repuso la chica, sirviéndole el curry de pescado.

—¿Cómo que no lo sabes?

—No prestaba atención —dijo, con una voz estrangulada, temerosa como siempre ante la presencia de su hermano.

—¡Pues presta más atención! No te quedes ahí sentada como un pasmarote, diciendo: «¡Sí, señora!» y «¡No, señora!». ¡Toma la iniciativa! ¡Mantén los ojos abiertos!

Los domingos se llevaba a su hermana a la misa de la catedral. Los trabajos se detenían por la mañana para que la gente pudiera entrar; pero en cuanto empezaban a salir, ya veían a los jefes de obra preparándose para reanudar sus tareas.

—¿Por qué no viene la señora a misa? ¿No es cristiana también? —le preguntó una vez Maria, cuando salían del templo.

Él inspiró hondo.

—Los ricos hacen lo que quieren. No nos corresponde a nosotros juzgarlos.

Advirtió que la señora Gomes hablaba cada vez más con Maria. Con su carácter abierto y generoso, que no hacía distingos entre ricos y pobres, estaba empezando a dejar de ser sólo su ama para convertirse además en su amiga. Era exactamente lo que había esperado.

George echaba de menos la bebida por las noches, pero mataba el tiempo deambulando por el patio o escuchando la radio y divagando. «Maria puede casarse el año que viene», pensaba. Ahora era la cocinera de una mujer rica y gozaba de una posición. Los chicos en el pueblo harían cola por ella.

Después, suponía, ya sería hora de casarse él mismo. Lo había ido aplazando durante tanto tiempo por una mezcla de amargura, pobreza y vergüenza. Sí, ya era hora de casarse y tener hijos. Y no obstante, a causa del contacto con aquella mujer rica, le atormentaba la idea de que podría haber llegado mucho más lejos en la vida.

—Eres un hombre de suerte, George —le dijo la señora Gomes una tarde, contemplando cómo le sacaba brillo al coche con un trapo húmedo—. Tienes una hermana maravillosa.

—Gracias, señora.

—¿Por qué no la llevas a dar una vuelta por la ciudad? Aún no ha visto nada de Kittur, ¿no?

Decidió que era la ocasión de mostrar iniciativa.

—¿Por qué no vamos los tres juntos, señora?

Los tres bajaron a la playa con el coche. La señora Gomes y Maria fueron a darse un paseo por la arena. Él las observaba a distancia. Cuando regresaron, las esperaba con un cucurucho de cacahuetes tostados que había comprado para Maria.

—¿A mí no me toca ninguno? —preguntó la señora Gomes.

Él se apresuró a sacar unos cuantos y ella los tomó de sus manos. Así fue como la tocó por primera vez.

Volvió a llover en Valencia y dedujo que ya llevaba en la casa casi un año. Un día, apareció el nuevo fumigador para ocuparse del patio trasero. La señora Gomes vio que George le mostraba las zanjas y desagües y le daba instrucciones para que no dejara ningún rincón sin fumigar.

Esa noche, lo llamó a la casa y le dijo:

—George, tendrías que hacerlo tú mismo. Por favor, fumiga la zanja. Igual que el año pasado.

Se lo dijo con una voz melosa y, aunque era la misma voz que empleaba para que moviera montañas por ella, esta vez se puso todo rígido. Le ofendía que le pidiera todavía que realizara aquella tarea.

—¿Por qué no? —gritó, irritada—. ¡Trabajas para mí y harás lo que yo diga!

Se quedaron mirándose fijamente; luego él salió rezongando y maldiciéndola, y vagó sin rumbo. Al cabo de un rato, decidió pasar por la catedral a ver qué hacían sus viejos amigos.

No había demasiados cambios en la obra. Habían suspendido los trabajos, según le explicaron, a causa de la muerte del párroco de la catedral. Pero se reanudarían muy pronto.

Sus otros amigos ya no estaban —habían dejado la obra y se habían vuelto al pueblo—, pero sí encontró a Guru.

—Ya que estás aquí —le dijo éste, nada más verlo— ¿por qué no vamos…? —Y terminó haciendo el gesto de vaciar una botella.

Fueron a un garito de aguardiente y bebieron a gusto, como en los viejos tiempos.

—Bueno, ¿y cómo van las cosas con tu princesa?

—Bah, todos los ricos son iguales —replicó George con rencor—. Nosotros somos basura para ellos. Una mujer rica nunca podrá ver a un hombre pobre simplemente como un hombre. Lo ve sólo como un criado.

Ahora recordaba su vida despreocupada de antes, cuando no estaba atado a una casa ni a una señora, y se llenó de resentimiento por haber perdido su libertad. Se retiró temprano, poco antes de medianoche, alegando que tenía algo que hacer en la casa. Recorrió el camino de vuelta dando tumbos y cantando la canción konkani de una película. Pero por debajo de aquel ritmo desenfadado, empezaba a latir una palpitación distinta.

Al acercarse a la verja, bajó la voz y acabó callándose, y cayó entonces en la cuenta de que caminaba con excesivo sigilo. Se preguntó por qué y sintió miedo de sí mismo.

Levantó el pestillo sin ruido y caminó hasta la puerta trasera. Tenía la llave en la mano desde hacía un rato; se inclinó, buscó el ojo de la cerradura guiñando los ojos y metió la llave. Abrió con cuidado, en completo silencio, y entró. La enorme lavadora se alzaba en la oscuridad como un vigilante nocturno. Más allá, el dormitorio de ella estaba cerrado, pero por una rendija de la puerta se escapaban volutas de aire fresco.

George respiró lentamente. Su único pensamiento, cuando avanzó tambaleante, fue que no debía chocar con la lavadora.

—Oh, Dios —masculló, al notar que había golpeado la superficie metálica con la rodilla y que todo el armatoste reverberaba—. Oh, Dios —repitió, con la vaga y desesperada impresión de haber hablado demasiado fuerte.

Hubo un movimiento. Se abrió la puerta del dormitorio y surgió una mujer con el pelo suelto.

Una fría vaharada de aire acondicionado lo estremeció de pies a cabeza. La mujer se cubrió un hombro con el sari.

—¿George?

—Sí.

—¿Qué quieres?

No dijo nada. La respuesta era al mismo tiempo vaga y bien tangible: una respuesta sumida en la penumbra pero al alcance de la mano, como ella misma en aquel momento. Él casi sabía lo que quería decir; ella no dijo nada. No había gritado ni dado la alarma. Quizá también lo deseaba. George sintió que ya sólo era cuestión de decirlo o simplemente de hacer un movimiento. Haz «algo». Sucedería por sí solo.

—Fuera —dijo ella.

Había esperado demasiado.

—Señora, yo…

—Fuera.

Demasiado tarde; se dio media vuelta y se apresuró a salir.

En cuando la puerta se cerró a su espalda, se sintió como un estúpido. Le dio un puñetazo tan fuerte que se hizo daño.

—¡Señora, déjeme explicarle!

Se puso a aporrear la puerta cada vez con más fuerza. Ella lo había entendido mal. Rematadamente mal.

—¡Basta! —oyó gritar a alguien. Era Maria, que lo miraba asustada por la ventana—. ¡Para de una vez, por favor!

Fue en ese momento cuando comprendió la enormidad de lo que había hecho. Se dio cuenta de que los vecinos podían estar mirando. La reputación de la señora estaba en juego.

Se arrastró de nuevo por la cuesta hasta los terrenos de la obra y se echó a dormir allí.

A la mañana siguiente descubrió que se había tumbado, como solía hacer meses antes, sobre la pirámide de granito triturado.

Regresó muy despacio. Maria lo esperaba junto a la verja.

—Señora —dijo la chica, entrando en la casa.

Salió la señora, con su novela en la mano y un dedo metido entre las páginas para no perder el punto.

—Vete a la cocina, Maria —le ordenó la señora Gomes, mientras él entraba en el jardín.

A George le gustó ese detalle; lo hacía para proteger a Maria de lo que se avecinaba. Sintió gratitud por su delicadeza. Ella no era como los demás ricos; era especial. Lo perdonaría.

Dejó en el suelo la llave de la puerta trasera.

—Está bien —dijo la mujer.

Tenía una actitud serena. George comprendió que la distancia había aumentado; que lo situaba más y más atrás a cada segundo que pasaba. No sabía hasta dónde debía retroceder; le parecía que ya estaba lo más retirado posible para escuchar lo que ella decía. Le hablaba con una voz baja, distante y fría. Por algún motivo, él no podía quitar los ojos de la portada de su novela: un hombre conduciendo un coche rojo y dos mujeres blancas en bikini sentadas dentro.

—No estoy enojada —dijo—. Debería haber tomado más precauciones. Cometí un error.

—He dejado la llave ahí, señora.

—No importa —repuso—. Cambiarán la cerradura esta tarde.

—¿Puedo quedarme hasta que encuentre a otro? —le soltó sin pensarlo—. ¿Cómo va a arreglárselas con el jardín? ¿Y qué va a hacer sin chófer?

—Me las arreglaré —dijo.

Hasta entonces sólo había pensado en ella: en su reputación, en el vecindario, en su tranquilidad de espíritu, en la sensación que debía tener de haber sido traicionada en su confianza. Pero ahora comprendía la realidad: no era de ella de quien había que preocuparse.

Habría querido hablarle con franqueza y decirle todo eso, pero ella se le adelantó.

—Maria también habrá de marcharse.

Se la quedó mirando, boquiabierto.

—¿Dónde va a dormir esta noche? —le dijo con voz titubeante y desesperada—. Señora, ella dejó todo lo que tenía en el pueblo y vino aquí a vivir con usted.

—Puede dormir dentro de la iglesia, supongo —respondió la señora Gomes con mucha calma—. He oído que dejan entrar a la gente por las noches.

—Señora —dijo, juntando las palmas—. Señora, usted es cristiana como nosotros. Le suplico en nombre de la caridad cristiana que deje a Maria al margen…

Ella cerró la puerta; George oyó que giraba la llave en la cerradura y que lo hacía con doble vuelta.

Esperó a su hermana en lo alto de la calle, mirando la catedral inacabada.