Valencia (la primera encrucijada)
Valencia, el barrio católico, empieza en el hospital Homeopático del Padre Stein, que toma su nombre del misionero jesuita alemán que abrió aquí un hospicio. Valencia es el barrio más grande de Kittur. La mayoría de sus habitantes tienen educación y trabajo y son propietarios de su propia vivienda. El puñado de hindúes y de musulmanes que han comprado parcelas en Valencia no se ha tropezado con ningún problema; en cambio, los protestantes que han intentado vivir aquí han sido atacados en ocasiones con piedras y eslóganes agresivos. Los domingos por la mañana, una multitud de hombres y mujeres acude con sus mejores ropas a la catedral de Nuestra Señora de Valencia para asistir a misa. En Nochebuena, prácticamente la población entera del barrio se agolpa en la catedral para oír la misa de medianoche; el canto de villancicos y de himnos religiosos se prolonga hasta bien entrada la madrugada.
En lo que se refería a problemas vividos y horrores padecidos, Jayamma, la cocinera del abogado, se empeñaba en proclamar que ella no había tenido rival. En el lapso de doce años, su querida madre había tenido once hijos; nueve de ellos, mujeres. ¡Sí, nueve! Eso sí que es un problema. Cuando Jayamma nació, en octavo lugar, ya no quedaba leche en los pechos de su madre y tuvieron que darle leche de burra en una botella de plástico. ¡Sí, leche de burra! Eso son problemas. Su padre sólo había ahorrado el oro suficiente para casar a seis hijas; las tres últimas tuvieron que permanecer vírgenes y estériles de por vida. Sí, de por vida. Durante cuarenta años la habían enviado en autobús de una ciudad a otra para cocinar y limpiar en casas ajenas. Para alimentar y engordar a los hijos de los demás. Ni siquiera le decían adónde iban a enviarla a continuación. Solía ser de noche, mientras jugaba con su sobrino, el regordete de Brijju, cuando oía en la sala de estar a su cuñada hablando con algún desconocido:
—Trato hecho, entonces. Si se queda aquí, come a cambio de nada; así que nos hace usted un favor, créame.
Al día siguiente, la subían una vez más a un autobús, y pasaban meses antes de que volviera a ver a Brijju. Así era su vida: una novela por entregas de problemas y horrores. ¿Quién tenía más motivos para quejarse en este mundo?
Aunque al menos uno de esos horrores ya llegaba a su fin, porque estaba a punto de dejar la casa del abogado.
Jayamma era una mujer baja y encorvada de casi sesenta años, con una mata de pelo plateada y lustrosa. Tenía sobre la ceja izquierda una enorme verruga negra, de esas que suelen tomarse como señal de buena suerte en un bebé. Debajo de los ojos, se le formaban unas bolsas oscuras con forma de diente de ajo y siempre se la veía legañosa a causa de las preocupaciones y el insomnio crónico.
Ya tenía preparado el equipaje: una gran maleta marrón, la misma con la que había llegado. Nada más. No le había robado al abogado ni una sola paisa, aunque la casa estaba a veces hecha un desbarajuste y con toda seguridad debía habérsele presentado más de una ocasión. Pero ella había sido honrada. Llevó la maleta al porche de delante y aguardó a que llegara el Ambassador verde del abogado. Había prometido dejarla en la terminal de autobuses.
—Adiós, Jayamma. ¿Nos dejas de verdad?
Shaila, la criadita de casta inferior de la casa del abogado —y su principal torturadora durante los últimos ocho meses— sonrió satisfecha. Aunque tenía doce años y ya sería casadera al año siguiente, aparentaba sólo siete u ocho. Llevaba su rostro oscuro cubierto de polvos de talco Johnson and Johnson’s y pestañeaba una y otra vez con aire burlón.
—¡Pequeño demonio de casta baja! —siseó Jayamma—. ¡Cuida tus modales!
Una hora más tarde, el coche del abogado entró en el garaje.
—¿Todavía no te has enterado? —le dijo, cuando Jayamma se acercó con su maleta—. Le he preguntado a tu cuñada si podíamos usarte un poco más de tiempo y ha aceptado. Creía que alguien te lo habría dicho.
Cerró el coche de un portazo y fue a darse su baño. Jayamma llevó la vieja maleta marrón a la cocina y empezó a preparar la cena.
—Nunca voy a salir de la casa del abogado, ¿verdad, Señor Krishna?
Era a la mañana siguiente. La vieja, de pie ante el fogón de gas de la cocina, removía un guiso de lentejas y aspiraba entre dientes de un modo sibilante, como si le ardiera la lengua.
—Durante cuarenta años he vivido entre buenos brahmanes, Señor Krishna, en hogares donde hasta los lagartos y los sapos habían sido brahmanes en su vida anterior. Y ahora ya ves mi destino: atrapada entre cristianos y comedores de carne en esta ciudad extraña. Y cada vez que creo que voy a marcharme, mi cuñada me dice que me quede un poco más…
Se secó la frente y prosiguió su monólogo preguntando qué había hecho en una vida anterior —¿había sido asesina, adúltera, devoradora de niños o desconsiderada con los sabios y los hombres santos?— para ser condenada a vivir allí, en casa del abogado, en compañía de una persona de casta baja.
Empezó a freír la cebolla, cortó cilantro y lo echó en la sartén, y añadió polvo de curry rojo y glutamato monosódico de unas bolsitas de plástico.
—¡Hai! ¡Hai!
Jayamma dio un brinco y el cucharón se le cayó en el caldo. Se acercó a la reja que daba a la parte posterior de la casa y atisbó con los ojos entornados.
Shaila estaba pegada al muro del jardín dando palmas, mientras Rosie, la vecina cristiana de gruesos labios, corría por su patio trasero detrás de un gallo con un cuchillo en la mano. Tras abrir la puerta con sigilo, Jayamma salió a hurtadillas para ver mejor.
—¡Hai! ¡Hai! ¡Hai! —gritaba Shaila alegremente, mientras el gallo corría cloqueando y saltaba sobre la malla verde que cubría el pozo.
Allí agarró Rosie por fin al pobre animal y empezó a cortarle el pescuezo. El gallo sacaba la lengua y los ojos casi se le salían de las órbitas.
—¡Hai! ¡Hai! ¡Hai!
Jayamma cruzó la cocina corriendo, entró en el oscuro cuarto de oración y cerró la puerta con llave.
—Krishna… Señor Krishna…
El cuarto de oración hacía las veces de almacén de arroz y era además la habitación de Jayamma. Medía dos metros por dos; el exiguo espacio que quedaba entre el altar y las bolsas de arroz, apenas suficiente para acurrucarse y echarse a dormir de noche, era lo único que Jayamma le había pedido al abogado. (Había rechazado de plano la sugerencia inicial que éste le hizo de compartir el cuarto de los criados con aquella criatura de casta inferior).
Alargó la mano hacia el santuario de oración, sacó una caja negra y la abrió muy despacio. En su interior había un ídolo de plata de un dios-niño desnudo, a gatas y con las nalgas relucientes: el dios Krishna, que era su único amigo y protector.
—Krishna, Krishna —cantó en voz baja, sosteniendo de nuevo al bebé-dios y frotando con los dedos sus nalgas de plata—. Ya ves lo que pasa aquí, las cosas que me rodean. ¡A mí, una mujer brahmán de buena cuna!
Se sentó sobre los sacos de arroz alineados contra la pared del cuarto de oración, que estaban rodeados de regueros amarillos de DDT. Doblando las piernas sobre la bolsa de arroz y apoyando la cabeza en la pared, aspiró varias veces el olor a DDT: un aroma extraño, relajante y curiosamente adictivo. Dio un suspiro; se secó la frente con el borde del sari bermellón. Los rayos del sol que se filtraba entre las ramas de los bananos del patio jugaban por el techo de la exigua habitación.
Jayamma cerró los ojos. La fragancia del DDT la adormiló; su cuerpo se distendió, sus miembros se aflojaron y se quedó dormida en cuestión de segundos.
Cuando despertó, el pequeño y regordete Karthik, el hijo del abogado, la enfocaba con una linterna directamente en la cara. Era su manera de despertarla de una siesta.
—Tengo hambre —dijo—. ¿Hay algo preparado?
—¡Hermanito! —La vieja se puso de pie de un salto—. ¡Hay magia negra en el patio trasero! Shaila y Rosie han matado a un pollo y están haciendo magia negra.
El chico apagó la linterna y la miró, escéptico.
—¿Qué estás diciendo, vieja bruja?
—¡Ven! —La cocinera abría unos ojos como platos de pura excitación—. ¡Ven!
Arrastró a su pequeño amo por el pasillo hacia el cuarto de los criados.
Se detuvieron junto a la reja del patio de atrás. Había cocoteros bajos, un tendedero y un muro negro al otro lado del cual empezaba el jardín de sus vecinos cristianos. No había nadie a la vista. Soplaba un viento muy fuerte que sacudía los árboles; una hoja de papel revoleaba y giraba por el patio como un derviche. El chico miró cómo se balanceaban misteriosamente las sábanas en la cuerda de tender. También ellas parecían sospechar lo mismo que sospechaba la cocinera.
Jayamma le hizo señas a Karthik. Chitón, ni un ruido. Empujó la puerta del cuarto de los criados. Estaba cerrada.
Cuando la vieja abrió, les llegó una vaharada a aceite para el pelo y a polvos de talco, y el chico se tapó la nariz.
Jayamma señaló el suelo.
Había un triángulo de tiza blanca en el interior de un cuadrado de tiza roja, y cada punta del triángulo estaba coronada con un trozo seco de pulpa de coco. También había flores marchitas y negruzcas desparramadas dentro de un círculo. Una canica azul relucía en el centro.
—Es para hacer magia negra —dijo.
El chico asintió.
—¡Espías! ¡Espías!
Shaila había aparecido en el umbral y apuntaba con un dedo a Jayamma.
—¡Tú…, vieja bruja! ¿No te dije que no volvieras a fisgonear en mi habitación nunca más?
La cara de la vieja dama se contrajo.
—¡Hermanito! —gritó—. ¿Has visto cómo nos habla esta criatura de baja casta a los brahmanes?
Karthik blandió un puño ante la chica.
—¡Eh! Esto es mi casa y voy a donde quiero, ¿lo has oído?
Shaila le lanzó una mirada enfurecida.
—No te creas que puedes tratarme como a un animal…
Tres largos bocinazos interrumpieron la pelea. Shaila salió corriendo a abrir la verja; el chico corrió a su habitación y sacó un libro de texto; Jayamma, muerta de pánico, se afanó por el comedor y puso a toda prisa en la mesa los platos de acero inoxidable.
El señor de la casa se quitó los zapatos en el vestíbulo y los lanzó hacia el estante del calzado. Shaila tendría que ordenarlo después. Se lavó rápidamente en su baño privado y apareció sin más en el comedor: un hombre alto con bigote que se dejaba largas patillas, como se hacía décadas atrás. A la hora de cenar siempre iba con el pecho desnudo, salvo por el cordón de la casta brahmán enrollado alrededor del torso orondo y fofo. Comió deprisa y en silencio, deteniéndose sólo alguna que otra vez a mirar el techo. La casa se ordenaba en torno a los movimientos de sus mandíbulas. Jayamma servía. Karthik comía con su padre. Shaila, en el cobertizo del coche, lavaba con la manguera el Ambassador verde y lo restregaba hasta dejarlo impecable.
El abogado leyó durante una hora el periódico en la sala de la televisión; entonces apareció el chico y se puso a buscar el mando a distancia entre el desbarajuste de papeles y libros que cubría la mesa de sándalo del centro de la habitación. Jayamma y Shaila se apresuraron a entrar y se acuclillaron en una esquina, aguardando a que la televisión cobrase vida.
A las diez en punto, se apagaron todas las luces de la casa. El señor y Karthik ya dormían en sus habitaciones.
En medio de la oscuridad, seguía oyéndose un siseo envenenado procedente de las habitaciones de los criados.
—¡Bruja! ¡Bruja de baja casta! ¡Hechicera de magia negra!
—¡Maldita bruja brahmán! ¡Vieja loca!
Hubo una semana de conflicto ininterrumpido. Cada vez que Shaila pasaba por la cocina, la vieja cocinera brahmán arrojaba millares de deidades vengativas sobre aquella cabeza aceitosa de casta inferior.
—¿Qué tiempos son estos en los que los brahmanes traen a sus casas a chicas de baja casta? —rezongaba mientras limpiaba las lentejas por la mañana—. ¿Adónde han ido a parar las normas de casta y religión, oh, Krishna?
—¿Otra vez hablando sola, vieja virgen? —decía la niña, asomando la cabeza, y Jayamma le arrojaba una cebolla.
A la hora del almuerzo, hubo una tregua. La chica sacó su plato de acero inoxidable fuera del cuarto de los criados y se acuclilló en el suelo; Jayamma le sirvió una generosa ración de sopa de lentejas sobre los montones de arroz blanco de su plato. Ella no iba dejar morir a nadie de hambre, gruñó mientras iba sirviendo; ni siquiera a su más mortal enemigo. Exacto: ni a su enemigo más mortal. No era ésa la manera de hacer las cosas de los brahmanes.
Después del almuerzo, se puso las gafas y desplegó el periódico justo delante de la habitación de los criados. Sin dejar de sorber el aire de aquel modo sibilante, iba leyendo lentamente en voz alta, letra por letra y palabra por palabra, hasta construir frases enteras. Cuando Shaila pasó por allí, le tiró el periódico en la cara.
—Toma. Sabes leer y escribir, ¿no? ¡Toma, lee el periódico!
La chica echaba humo; se metió en su cuarto y cerró de un portazo.
—¿Crees que se me ha olvidado la jugarreta que le hiciste al abogado, pequeña hoyka? Él es un hombre de buen corazón; por eso, cuando subiste aquella noche con tu sonrisita de casta baja y le dijiste: «Amo, no sé leer, no sé escribir; quiero aprender a leer y escribir», ¿no agarró él al momento y se fue con su coche a la librería Shenoy’s de Umbrella Street a comprarte esos libros tan caros? Y todo, ¿para qué? ¿Acaso los de baja casta estáis hechos para leer y escribir? —le preguntó Jayamma a la puerta cerrada—. ¿No fue todo una trampa que le tendiste al abogado?
Como era de prever, enseguida había perdido todo su interés en los libros. Los tenía apilados en un rincón de su cuarto y, un día, mientras estaba cotorreando con la cristiana de labios gruesos de la casa de al lado, Jayamma se los vendió todos al trapero musulmán. ¡Ja! ¡Para que aprendiera!
Mientras Jayamma narraba la historia de la infame engañifa, la puerta del cuarto de los criados se abrió. Shaila se asomó y empezó a darle gritos con todas sus fuerzas.
Esa noche, el abogado dijo unas palabras mientras cenaba:
—Ha llegado a mis oídos que esta semana ha habido cada día cierto alboroto en la casa… Es importante que haya silencio. Karthik ha de preparar sus exámenes.
Jayamma, que se llevaba en aquel momento el guiso de lentejas, usando la punta del sari para no quemarse, volvió a colocar la olla en la mesa.
—No soy yo la que hace ruido, amo. ¡Es esa chica hoyka! Ella no sabe actuar como nosotros, los brahmanes.
—Podrá ser una hoyka… —el abogado se lamió los granos de arroz que se le habían pegado en los dedos—, pero es limpia y trabaja bien.
Terminada la cena, mientras iba quitando la mesa, Jayamma temblaba de ira por aquel reproche.
Sólo cuando se apagaron las luces de la casa y ya estaba tendida en el cuarto de oración, rodeada por el aroma familiar del DDT y con la cajita negra en las manos, se serenó un poco. El dios-bebé le sonreía.
Oh, Krishna, cuando se trataba de problemas y de horrores, ¿quién había visto lo que ella? Le contó a la paciente divinidad cómo había llegado por primera vez a Kittur y lo que le había ordenado su cuñada: «Jayamma, tienes que marcharte. La mujer del abogado está en un hospital de Bangalore. Alguien ha de cuidar del pequeño Karthik». Se suponía que iba a ser sólo un mes o dos, y ya habían pasado ocho desde que había visto por última vez a su sobrinito Brijju, desde que lo había tenido en brazos y había jugado con él al críquet. Ah, sí, eso sí que eran problemas, niño Krishna.
A la mañana siguiente, Karthik le dio un pinchazo desde atrás y se le cayó el cucharón en las lentejas.
Salió tras él y lo siguió hasta el umbral del cuarto de los criados. Observó cómo miraba el chico el dibujo del suelo y la canica azul que había en el centro.
La vieja criada vio un destello en sus ojos: el instinto posesivo del amo, que tantas veces había visto en cuarenta años.
—Fíjate —dijo Karthik—. La caradura que ha de tener esa chica para dibujar esto en mi propia casa…
Los dos se agazaparon junto a la reja amarilla y observaron a Shaila, que estaba cruzando el jardín hacia la casa de los cristianos. En la parte de detrás tenían un gran pozo cubierto con una malla verde. Las gallinas y los gallos correteaban alrededor, cloqueando sin cesar. Rosie estaba al otro lado del muro. Shaila se detuvo a charlar un rato con la cristiana. Hacía una tarde inestable; el sol tan pronto brillaba como quedaba oculto, la luz iba y venía a intervalos muy rápidos y las copas verdes de los cocoteros resplandecían y se apagaban como estallidos de fuegos artificiales.
La chica se puso a deambular por el patio cuando Rosie se fue. Vieron que se agachaba junto a los jazmines y arrancaba unas flores para ponérselas en el pelo. Al cabo de un rato, Jayamma advirtió que Karthik empezaba a rascarse la pierna con largas pasadas, como un oso arañando el tronco de un árbol. Desde los muslos, sus dedos ascendían hacia la ingle. Jayamma lo observaba con cierta repugnancia. ¿Qué diría la madre del niño si viera lo que estaba haciendo ahora mismo?
La chica caminaba junto al tendedero. Las finas sábanas de algodón que estaban colgadas se volvían incandescentes, como pantallas de cine, cuando los rayos del sol emergían entre las nubes. Detrás de una de aquellas sábanas resplandecientes, la chica formaba un bulto oscuro y redondeado, como una mancha en el interior del útero. Un alegre sonido se elevó de la sábana blanca. Había empezado a cantar:
Una estrella susurra
de mi corazón el deseo
de verte de nuevo, mi niño,
de verte de nuevo, mi rey.
—Conozco esa canción infantil… La esposa de mi hermana se la canta a Brijju…, mi sobrinito…
—Calla. Te va a oír.
Shaila había vuelto a salir de entre las sábanas colgadas. Se deslizó hacia el otro extremo del patio, donde había árboles del nim mezclados con los cocoteros.
—Me pregunto si se acordará a menudo de su madre y de sus hermanas… —susurró Jayamma—. ¿Qué manera de vivir es ésta para una niña, tan lejos de su familia?
—¡Ya estoy cansado de esperar! —refunfuñó Karthik.
—¡Espera, hermanito!
Pero él ya había entrado en el cuarto de los criados. Se oyó un gritito victorioso y Karthik salió con la canica azul.
• • •
Por la tarde, Jayamma se hallaba en el umbral de la cocina, aventando arroz, con el ceño fruncido y las gafas casi en la punta de la nariz. Del cuarto de los criados, que estaba cerrado por dentro, salía un murmullo de sollozos. Se volvió bruscamente y gritó:
—Deja ya de llorar. Deberías endurecerte. Los criados, como nosotros, que trabajan para los demás, han de ser más fuertes.
Tragándose las lágrimas, Shaila le replicó a gritos a través de la puerta:
—¡Déjame en paz con tu autocompasión, bruja brahmán! ¡Tú le has dicho a Karthik que yo hacía magia negra!
—¡No te atrevas a acusarme de una cosa así! ¡Yo nunca le he dicho que hicieras magia negra!
—¡Mentirosa! ¡Mentirosa!
—¡No me llames mentirosa, hoyka! ¿Para qué dibujas triángulos en el suelo, si no es para hacer magia negra? ¡A mí no me engañas!
—¿Es que no sabes que esos triángulos son parte de un juego? ¿Te has vuelto loca, vieja bruja?
Jayamma dejó de golpe el aventador y los granos de arroz se desparramaron por el umbral de la cocina. Luego se fue al cuarto de oración y cerró la puerta.
La despertó un monólogo salpicado de sollozos, procedente del cuarto de los criados, y tan escandaloso que lo oía con toda claridad a través de las paredes.
—No quiero estar aquí… Yo no quería dejar a mis amigas, ni nuestros campos y nuestras vacas para venir aquí. Pero mi madre me dijo: «Tienes que ir a la ciudad y trabajar para el abogado Panchinalli; si no, ¿de dónde sacarás el collar de oro? ¿Y quién se casará contigo sin un collar de oro?». Pero desde que llegué, no he visto ningún collar de oro…, ¡sólo problemas, problemas y más problemas!
Jayamma gritó hacia la pared:
—¡Problemas, problemas! ¡Mira cómo habla! ¡Como una vieja! ¡Tus desgracias no son nada! ¡Yo sí que he tenido problemas!
Los sollozos se interrumpieron. Jayamma le contó a la chica de baja casta algunos de sus propios problemas. A la hora de la cena, fue al cuarto de los criados con una artesa de arroz y llamó a la puerta, pero Shaila se negó a abrir.
—¡Ay, qué señorita tan altiva!
Siguió aporreando la puerta hasta que terminó abriéndole. Le sirvió arroz y estofado de lentejas, y la observó para comprobar que comía.
A la mañana siguiente, las dos criadas estaban otra vez juntas en el umbral.
—Di, Jayamma, ¿qué pasa en el mundo?
Shaila sonreía alegremente; se había puesto otra vez flores en el pelo y polvos Johnson’s en la cara. Jayamma levantó la vista del periódico con una expresión desdeñosa.
—¿Por qué me preguntas? Tú sabes leer y escribir, ¿no?
—Vamos, Jayamma. Ya sabes que los de casta baja no estamos hechos para estas cosas… —La niña sonrió con zalamería—. Si los brahmanes no nos leéis, ¿cómo vamos a enterarnos de las cosas?
—Siéntate —le dijo la vieja con aire altivo.
Pasó las páginas poco a poco y leyó las noticias que más le interesaban.
—Dicen que en el distrito de Tumkur un hombre santo ha conseguido dominar el arte de volar a voluntad y que puede elevarse seis metros en el aire y volver a bajar.
—¿En serio? —La chica parecía escéptica—. ¿Alguien le ha visto hacerlo, o simplemente se creen lo que él dice?
—¡Claro que le han visto hacerlo! —replicó Jayamma, dando golpecitos al recuadro de la noticia, como si fuese una prueba—. ¿Es que nunca has visto hacer magia?
A Shaila le entró una risita histérica. Salió corriendo al patio y se deslizó entre los cocoteros. Jayamma oyó de nuevo la canción. Aguardó hasta que la niña volvió a entrar.
—¿Qué pensará tu marido si te ve con este aspecto de salvaje? Tienes el pelo hecho una pena.
Shaila se sentó otra vez en el umbral y Jayamma le untó el pelo de aceite, se lo peinó y le hizo unas relucientes trenzas negras que habrían inflamado el corazón de cualquier hombre.
A las ocho, la vieja dama y la niña fueron juntas a ver la televisión. La miraron hasta las diez y, cuando Karthik la apagó, regresaron a sus habitaciones.
A medianoche, Shaila se despertó y vio que se abría la puerta de su cuarto.
—Hermanita…
A través de la oscuridad, Shaila distinguió una cabeza plateada medio asomada por la puerta.
—Hermanita…, déjame pasar la noche aquí… Hay fantasmas en mi habitación, de veras…
Moviéndose casi a gatas, Jayamma entró jadeando y sudando, se apoyó en la pared y hundió la cabeza entre las rodillas. La niña salió a ver qué ocurría y volvió muerta de risa.
—No son fantasmas, Jayamma. Son dos gatos que están peleándose en la casa de los cristianos…, nada más.
Pero la vieja dama ya se había dormido y tenía su pelo plateado desparramado por el suelo.
Desde aquella noche, Jayamma se iba a dormir al cuarto de Shaila siempre que oía a los dos gatos demonio soltando chillidos junto a su habitación.
• • •
Era la víspera del festival de Navaratri. Aún no le habían dicho nada —ni sus parientes ni el abogado— sobre cuándo podría regresar a casa. El precio del azúcar moreno había subido. También el del queroseno. Jayamma leyó en el periódico que un hombre santo habría aprendido a volar de un árbol a otro en Kerala, aunque sólo si los árboles eran palmas de betel. Al año siguiente iba a producirse un eclipse de sol parcial que podría señalar quizás el final del mundo. V. P. Singh, un miembro del Consejo de Ministros de la India, había acusado al primer ministro de corrupción. El Gobierno podía caer en cualquier momento y se iba a desatar el caos en Delhi.
Esa noche, después de cenar, Jayamma le dijo al abogado que podía aprovechar la festividad del día siguiente para llevar a Karthik al templo Kittamma Devi que había junto a la estación de ferrocarril.
—No debería perder el hábito de la oración ahora que su madre ya no está, ¿no cree? —le dijo en tono sumiso.
—Buena idea… —El abogado siguió leyendo el periódico.
Jayamma inspiró hondo, armándose de valor.
—Si pudiera darme unas rupias para el rickshaw…
Llamó al cuarto de la chica y abrió el puño, con aire triunfal.
—¡Cinco rupias! ¡El abogado me ha dado cinco rupias!
Jayamma se dio un baño en el lavabo de los criados, enjabonándose de arriba abajo con jabón de sándalo. Se cambió su sari bermellón por otro de color morado y subió a la habitación del niño, embriagada por la fragancia de su propia piel y por una repentina sensación de importancia.
—Vístete, hermanito, o nos perderemos la ofrenda de las cinco.
El chico estaba en la cama, pulsando los botones de un pequeño juego electrónico. ¡Bip! ¡Bip! ¡Bip!
—Yo no voy.
—Hermanito, es un templo. ¡Hemos de ir!
—No.
—Hermanito… ¿Qué diría tu madre si estuviera…?
El chico dejó el juego un momento, se acercó a la puerta y la cerró de un portazo en sus narices.
Jayamma se tendió en el cuarto de oración, buscando consuelo en los vapores del DDT y en la contemplación de las nalgas plateadas del niño Krishna. La puerta se entreabrió chirriando. Una carita oscura, cubierta de polvos de talco Johnson and Johnson’s, le sonrió.
—Jayamma, si él no quiere, llévame a mí al templo…
Las dos se sentaron en silencio en el autorickshaw.
—Espera —dijo Jayamma en la entrada del templo.
Compró una cesta de flores con cincuenta paisas de su propio dinero.
—Toma.
Guio a la niña por el interior del templo para que pusiera la cesta en las manos del sacerdote.
Una multitud de devotos se había congregado alrededor del linga de plata. Los niños daban saltos para golpear las campanas que rodeaban al dios. Se esforzaban en vano hasta que sus padres los alzaban en brazos. Jayamma vio a Shaila dando saltos para llegar a una campana.
—¿Te levanto?
A las cinco, se celebró la ofrenda ritual. Las llamas se elevaron sobre una bandeja de bronce, alimentadas con cubos de alcanfor. Dos mujeres hicieron sonar dos enormes caracolas; empezó a resonar un gong de latón más y más deprisa cada vez. Luego uno de los brahmanes salió con un platillo de cobre encendido por un lado y Jayamma depositó en él una moneda, mientras la niña acercaba las palmas al fuego sagrado.
Se sentaron en la veranda del templo, de cuyos muros colgaban los tambores gigantescos que se tocaban en las bodas. Jayamma criticó escandalizada a una mujer ataviada con una blusa sin mangas que se dirigía a la entrada. Un padre arrastró hasta la puerta a una cría que no paraba de berrear. Se calmó en cuanto Jayamma y Shaila empezaron a acariciarla.
Las dos criadas dejaron el templo de mala gana. Los pájaros se alzaban volando de los árboles mientras esperaban a que pasara un rickshaw. El sol se estaba poniendo ya y en el cielo se amontonaban grupos de nubes incandescentes que parecían condecoraciones militares. Jayamma se puso a discutir con el conductor del rickshaw sobre el precio del trayecto; Shaila no podía contener una risita tonta que enfurecía por igual a la mujer y al conductor.
—Jayamma, ¿te has enterado de la gran noticia?
La vieja dama levantó la vista del periódico, que tenía desparramado en el umbral. Se alzó las gafas y miró parpadeando a la chica.
—¿Lo del precio del azúcar moreno?
—No, no.
—¿Lo del hombre de Kasargod que ha dado a luz?
—No, tampoco. —La niña sonrió tímidamente—. Me voy a casar.
Jayamma despegó los labios, se quitó las gafas y se restregó los ojos.
—¿Cuándo?
—El mes que viene. El matrimonio ya está concertado, me lo dijo ayer el abogado. Va a enviar mi collar de oro directamente al pueblo.
—O sea, que ahora te crees una reina, ¿no? —le soltó Jayamma—. ¡Sólo porque vas a casarte con algún palurdo de pueblo!
La miró alejarse hacia el muro del jardín para darle la noticia a la cristiana de labios gruesos.
—¡Voy a casarme, voy a casarme! —canturreó Shaila con dulzura durante todo el día.
Jayamma la previno desde la cocina.
—¿Te crees que casarse es una gran cosa? ¿No sabes lo que le pasó a mi hermana Ambika?
Pero la chica estaba demasiado henchida de orgullo para escuchar. No paraba de cantar:
—¡Voy a casarme, voy a casarme!
Así que fue el niño Krishna el que tuvo que escuchar aquella noche la historia de la desdichada Ambika, castigada por los pecados cometidos en una vida anterior.
Ambika, la sexta hija y la última en casarse, era la belleza de la familia. Un médico rico la quería para su hijo. ¡Excelente noticia! El novio, cuando visitó a Ambika, fue repetidamente al baño. «Mira qué tímido es», decían las mujeres entre risitas. La noche de la boda, se tendió en la cama dándole la espalda a Ambika. Se pasó toda la noche tosiendo. Por la mañana, había sangre en las sábanas. Él le explicó entonces que se había casado con un hombre con tuberculosis avanzada. Habría querido ser honesto, pero su madre no se lo había permitido.
—Pobre desgraciada —le decía, mientras los accesos de tos sacudían su cuerpo—. Alguien debe de haberle hecho magia negra a tu familia.
Un mes más tarde, murió en la cama de un hospital. Su madre dijo en el pueblo que la chica, y todas sus hermanas, estaban malditas. Y ya nadie estuvo dispuesto a casarse con ninguna de ellas.
—Ése es el verdadero motivo de que sea virgen —le hizo saber al niño Krishna—. De hecho, yo tenía una cabellera tan espesa y una piel tan dorada que me consideraban una belleza, ¿lo sabías? —Arqueó las cejas, como una actriz de cine, ante la sospecha de que el diosecillo no la creía del todo—. A veces doy gracias a mis estrellas por no haberme casado nunca. ¿Y si también hubiera sido engañada como Ambika? Mejor solterona que viuda, de todas todas. Y sin embargo, esa pequeña de baja casta no ha podido parar de cantar en toda la mañana… —Tendida en la oscuridad, Jayamma imitó lo vocecita de la chica para que la escuchara el bebé-dios—. ¡Voy a casarme, voy a casarme…!
Y finalmente, llegó el día de la partida de Shaila. El abogado dijo que él mismo la llevaría a casa en su Ambassador verde.
—Me voy, Jayamma.
La vieja dama estaba en el umbral, cepillándose su pelo plateado. Tuvo la sensación de que Shaila pronunciaba su nombre con deliberada acritud.
—Me voy al pueblo a casarme. —La vieja continuó cepillándose el pelo—. Escríbeme alguna vez, ¿de acuerdo, Jayamma? Los brahmanes sois muy buenos escribiendo cartas, los mejores de todos…
Jayamma tiró el peine de plástico a un rincón.
—¡Vete al Infierno, bichejo de casta baja!
Pasaron las semanas. Ahora también tenía que hacer el trabajo de Shaila. Cuando terminaba de servir la cena y fregar los platos, quedaba exhausta. El abogado no hizo la menor alusión a la posibilidad de tomar otra criada. Jayamma comprendió que, en adelante, no tendría más remedio que realizar todas las tareas de la chica de casta inferior.
Se aficionó a deambular por la tarde por el patio trasero con su largo pelo plateado peinado a los lados. Una noche, Rosie, la cristiana de gruesos labios, le hizo señas.
—¿Qué hay de Shaila? ¿Se ha casado?
Confusa, Jayamma se limitó a sonreír.
Empezó a observar a Rosie. ¡Qué despreocupadas eran las cristianas! Comían lo que ellas querían, se casaban y divorciaban cuando les apetecía.
Una noche regresaron los dos demonios. Durante mucho rato permaneció tendida, totalmente paralizada, escuchando los chillidos de aquellos espíritus disfrazados de gatos. Finalmente, se sentó sobre uno de los sacos de arroz rodeados de DDT, apretó con fuerza el ídolo del niño Krishna y, frotando sus nalgas de plata, empezó a cantar:
Una estrella susurra
de mi corazón el deseo
de verte de nuevo, mi niño,
de verte de nuevo, mi rey.
A la noche siguiente, el abogado le dijo durante la cena que había recibido una carta de la madre de Shaila.
—Decían que no estaban satisfechos con el tamaño del collar de oro. Y eso que me gasté dos mil rupias…, ¿puedes creerlo?
—Hay gente que nunca se conforma con nada, amo. ¿Qué se le va a hacer?
Él se rascó el pecho desnudo con la mano izquierda y eructó.
—En esta vida, uno siempre es el criado de sus criados.
Aquella noche no pudo dormir de la angustia. ¿Y si el abogado también la estafaba a ella?
—¡Para ti! —le dijo una mañana Karthik, tirándole una carta en el aventador.
Jayamma le sacudió los granos de arroz y la abrió con dedos temblorosos. Sólo había una persona que le escribiera cartas: su cuñada, desde Salt Market Village. La desplegó en el suelo y descifró las palabras una a una:
El abogado nos ha comunicado que va a mudarse a Bangalore. A ti, por supuesto, te devuelven con nosotros. No esperes quedarte aquí mucho tiempo. Ya estamos buscando otra casa adonde enviarte.
Dobló la carta lentamente y se la guardó entre los pliegues del sari. Le había sentado como una bofetada. El abogado no se había molestado siquiera en darle la noticia.
—Bueno, qué le vamos a hacer. ¿Qué soy yo para él, sino una criada más?
Una semana más tarde, el abogado apareció en el cuarto de oración y se detuvo en el umbral, mientras Jayamma se levantaba a toda prisa y trataba de arreglarse el pelo.
—Ya se le ha enviado tu dinero a tu cuñada —le dijo.
Era el acuerdo habitual allí donde Jayamma trabajaba; el salario nunca lo recibía directamente.
El abogado hizo una pausa.
—El chico necesita que alguien cuide de él… Tengo parientes en Bangalore…
—Le deseo todo lo mejor a usted y al amo Karthik —dijo ella, inclinándose con ceremoniosa dignidad.
Ese domingo, acabó de recoger todas las pertenencias que había acumulado durante el último año en la misma maleta con la que había llegado a aquella casa. Lo único que le producía tristeza era despedirse del niño Krishna.
El abogado no iba a acompañarla; tendría que ir a pie por su propia cuenta a la terminal de autobuses. Su autobús no salía hasta las cuatro, así que se paseó un rato por el patio, entre las prendas que se balanceaban en el tendedero. Pensaba en Shaila, aquella chica que corría por allí con el pelo suelto, como una mocosa irresponsable, y que ahora era una mujer casada, la señora de una casa. «Todo el mundo cambia y progresa en la vida —pensó—. Sólo yo sigo siendo lo mismo: una virgen». Se volvió y miró la casa con un pensamiento sombrío: «Es la última vez que veo esta casa en la que he pasado más de un año de mi vida». Se acordaba de todas las casas a las que la habían enviado en los últimos cuarenta años, para criar y engordar a los hijos de los demás. No había sacado nada del tiempo que había vivido en aquellas casas; seguía sin casarse, sin hijos y sin un céntimo. Como un vaso en el que se ha bebido sólo agua, su vida no mostraba ni rastro de los años pasados. Además su cuerpo había envejecido, su vista se había debilitado y le dolían las rodillas. «Nada cambiará para mí hasta que me muera», pensó la vieja Jayamma.
De repente, su melancolía se disipó. Había visto una pelota azul de goma, medio escondida tras un hibisco. Parecía una de las pelotas con las que Karthik jugaba a críquet; ¿se la habría dejado allí porque estaba pinchada? Jayamma se la puso casi pegada a la nariz para examinarla bien. Aunque no veía ningún orificio, cuando la apretó con fuerza notó en la piel el cosquilleo de un chorro de aire.
Con el recelo instintivo de los criados, la vieja cocinera miró alrededor. Inspiró hondo y lanzó a la pared la pelota azul, que rebotó y volvió directamente a sus manos.
¡No estaba mal!
Jayamma dio vueltas a la pelota y examinó su superficie, algo gastada pero todavía con un bonito brillo azul. La husmeó. Serviría la mar de bien.
Subió a ver a Karthik, que estaba tirado en la cama: ¡Bip! ¡Bip! ¡Bip! Pensó en lo mucho que se parecía, cuando arrugaba la frente de aquel modo y se concentraba en el juego, a la imagen de su madre que había visto en las fotografías. El surco que se le formaba en el entrecejo era como un punto dejado por aquella mujer muerta entre las páginas de un libro.
—Hermanito…
—¿Hmm?
—Me marcho hoy a casa de mi hermano… Me vuelvo al pueblo. No volveré.
—Hmm.
—Que las bendiciones de tu querida madre iluminen siempre tu camino.
—Hmm.
—Hermanito…
—¿Qué pasa? —rezongó, irritado—. ¿Por qué tienes que molestarme siempre?
—Hermanito…, esa pelota azul que hay en el jardín, la que está pinchada, ¿no la usas, verdad?
—¿Qué pelota?
—¿Puedo llevársela a mi pequeño Brijju? A él le encanta jugar a críquet, pero a veces no hay dinero para comprarle una pelota…
—No.
El chico no levantó la vista siquiera. Siguió pulsando los botones de su juego.
¡Bip!
¡Bip!
¡Bip!
—Hermanito…, le disteis un collar de oro a la chica de baja casta… ¿No puedes darme una pelota azul para Brijju?
¡Bip!
¡Bip!
¡Bip!
Jayamma pensó horrorizada en toda la comida con la que había alimentado a aquella rechoncha criatura; pensó que había sido el sudor de su frente, que goteaba sobre el estofado de lentejas con el calor de la cocina, lo que había ido nutriéndolo poco a poco. Y allí estaba ahora, mofletudo y rollizo, como un animal engordado en el patio trasero de un hogar cristiano. Tuvo una visión de sí misma persiguiendo a aquel chico regordete con un cuchillo de cocina; lo agarraba por los pelos, alzaba el filo sobre su cabeza suplicante y descargaba el golpe, ¡clac!, y la lengua se le quedaba colgando y los ojos parecían salírsele de las órbitas, y caía…
La vieja dama se estremeció.
—Eres huérfano de madre y eres un brahmán. No quiero pensar mal de ti… Adiós, hermanito…
Salió al jardín con la maleta y echó una última mirada a la pelota. Al llegar a la verja, se detuvo. Tenía los ojos llenos de lágrimas: de las lágrimas de los justos. El sol se mofaba de ella entre los árboles.
Entonces, Rosie salió al patio. Se detuvo y miró la maleta que Jayamma tenía en la mano. Le dijo algo. Durante un instante, no entendió una palabra; pero luego el mensaje de la cristiana sonó alto y claro en su interior: «¡Toma la pelota, brahmán estúpida!».
Los cocoteros bamboleantes desfilaban junto a la carretera. En el autobús que la llevaba de vuelta a Salt Market Village, Jayamma se sentó junto a una mujer que volvía de la ciudad sagrada de Benarés. Pero no prestó atención a las historias que le contaba aquella mujer santa sobre los grandes templos que había visto… Todos sus pensamientos se concentraban en el objeto que llevaba oculto en su sari, muy pegado a la barriga… La pelota azul con su diminuto orificio, la pelota que acababa de robar. ¡No podía creer que ella, Jayamma, la hija de unos buenos brahmanes de Salt Market Village, hubiera hecho algo semejante!
Finalmente, la mujer santa se quedó dormida. Sus ronquidos llenaron a Jayamma de temor por su propia alma. ¿Qué le harían los dioses, se preguntó mientras el autobús traqueteaba por la carretera de tierra? ¿En qué se convertiría en su siguiente vida? ¿En una cucaracha, en un pececillo de plata que viviría entre las páginas de los libros viejos, en una lombriz, en un gusano metido en un montón de estiércol, o en algo todavía más asqueroso?
Luego se le ocurrió una idea aún más extraña. Quizá, si pecaba lo suficiente en esta vida, regresaría en la siguiente convertida en una cristiana…
La idea la inundó de una exaltación mareante, y enseguida se quedó dormida.