El cruce del Pozo de Agua Fresca
Dicen que el viejo Pozo de Agua Fresca nunca se seca, pero hoy en día está precintado y sólo sirve de rotonda para distribuir el tráfico. En las calles de los alrededores hay una serie de urbanizaciones de clase media. Los profesionales de todas las castas —bunts, brahmanes y católicos— viven aquí todos juntos, aunque los musulmanes ricos permanecen en el Bunder. El club Canara, el más exclusivo de la ciudad, se encuentra aquí, en una gran mansión de color blanco rodeada de prados verdes. Éste es el barrio «intelectual» de la ciudad y disfruta, entre otras cosas, del Lion’s Club, del club Rotary, de una logia masónica, de un grupo educacional Baha’i, de una sociedad teosófica y de una sucursal de la Alliance Française du Pondicherry. De las numerosas instituciones médicas radicadas aquí, las dos más famosas son el hospital general Havelock Henry y la clínica ortodóncica Happy Smile, del doctor Shambu. La escuela de secundaria para chicas Santa Agnes, el colegio femenino más solicitado de Kittur, se halla también muy cerca.
La zona más distinguida del cruce del Pozo de Agua Fresca es una calle bordeada de hibiscos y conocida como Rose Lane. Mabroor Engineer, considerado el hombre más rico de Kittur, y Anand Kumar, miembro del Parlamento nacional, tienen aquí sus mansiones.
—Una cosa es tomar un poquito de ganja, liarla dentro de un chapati y mascarlo al terminar el día, simplemente para relajar los músculos; eso puedo perdonárselo a un hombre, no me cuesta nada. Ahora, fumar esa droga, ese jaco o como se llame, a las siete de la mañana y quedarse tirado en un rincón con la lengua fuera, eso no se lo tolero a nadie en mi obra. ¿Entendido? ¿O quieres que te lo repita en tamil o en la lengua del demonio que habléis entre vosotros?
—Entendido, señor.
—¿Qué has dicho? ¿Qué has dicho, hijo de…?
Sujetando de la mano a su hermano, Soumya observaba angustiada cómo el capataz regañaba a su padre. El capataz era joven, mucho más joven que su padre, pero llevaba el uniforme caqui que le había dado la compañía constructora y hacía girar en su mano izquierda un bastón. Y los demás trabajadores, por lo que veía Soumya, en lugar de defender a su padre, escuchaban en silencio. El capataz estaba sentado en una silla azul sobre un terraplén de barro; un farol de gas zumbaba en lo alto de un poste clavado junto a la silla. Detrás de él se hallaba la zanja excavada alrededor de la casa, a aquellas alturas ya medio demolida: las ventanas habían sido arrancadas, el interior se veía lleno de escombros y el tejado se había derrumbado casi del todo. Con su bastón y su uniforme, y su rostro crudamente iluminado por el farol, el capataz parecía un reyezuelo del inframundo, apostado en la entrada de su reino.
Los trabajadores habían formado alrededor un semicírculo. El padre de Soumya permanecía aparte y le lanzaba miradas furtivas a la madre, que sofocaba sus sollozos tapándose con una punta del sari.
—No paro de decirle que deje el jaco —dijo con la voz quebrada por el llanto—. No paro de decírselo…
Soumya se preguntaba por qué su madre tenía que quejarse de su padre delante de todo el mundo. Raju le apretó la mano.
—¿Por qué riñen todos a papá?
Ella le devolvió el apretón. Silencio.
El capataz se levantó de repente de la silla, bajó del terraplén y blandió su bastón ante el padre de Soumya.
—Te lo advertí. —Y descargó el bastón sobre él.
Soumya cerró los ojos y se dio la vuelta.
Los trabajadores habían regresado a sus tiendas, esparcidas por los terrenos que rodeaban la casa medio derruida. El padre de Soumya, tendido en su esterilla azul a cierta distancia de los demás, roncaba ya, tapándose los ojos con las manos. En los viejos tiempos, ella habría ido a acurrucarse a su lado.
Ahora se le acercó y le sacudió la pierna, agarrándolo por el dedo gordo, pero él no reaccionó. Soumya se fue con su madre, que estaba preparando arroz, y se tumbó junto a ella.
El ruido de los mazos y las almádenas la despertó por la mañana. ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! Con ojos soñolientos, se dirigió lentamente hacia la casa. Su padre se había encaramado en el trozo de tejado que aún quedaba en pie y, sentado en una de las negras vigas de hierro, la iba cortando con una sierra. Dos hombres golpeaban el muro de debajo con almádenas, y la nube de polvo que levantaban cubría a su padre de pies a cabeza mientras iba serrando. Soumya sintió que el corazón le daba un brinco.
Corrió hacia su madre, gritando:
—¡Papá está trabajando otra vez!
Su madre se alejaba de la casa con las demás mujeres; todas cargaban sobre la cabeza grandes bandejas metálicas llenas hasta los topes de escombros.
—Encárgate de que Raju no se moje —le dijo a Soumya, mientras pasaba de largo.
Sólo entonces se dio cuenta de que lloviznaba.
Raju seguía acostado sobre la manta en la que había dormido la madre. Soumya lo despertó y lo llevó a una de las tiendas. El niño lloriqueaba y decía que quería dormir más. Ella se acercó a la esterilla azul; su padre ni siquiera había tocado la noche anterior su arroz. Estaba seco, pero lo mezcló con el agua de la lluvia, lo removió hasta deshacerlo en gachas y empezó a metérselas en la boca a su hermano. Él decía que no le gustaba y le mordía los dedos cada vez.
Había empezado a llover con más fuerza y Soumya oyó los rugidos del capataz:
—¡No aflojéis el ritmo, hijos de mujer calva!
Cuando paró la lluvia, Raju se empeñó en subir al columpio.
—Si se va a poner a llover otra vez… —dijo ella.
Pero no hubo manera de disuadirlo y tuvo que llevarlo en brazos hasta el viejo neumático de camión que había colgado cerca del muro del complejo. Lo puso encima y empezó a empujarlo.
—¡Uno! ¡Dos!
Mientras columpiaba a Raju, un hombre se le plantó delante.
Su piel, húmeda y oscura, estaba cubierta de polvo blanco y necesitó unos instantes para reconocerlo.
—Cielo —dijo—, tienes que hacer una cosa por papá.
A Soumya se le aceleró demasiado el corazón para poder articular palabra. Ella habría deseado que dijera «cielo» no como ahora —como si fuese sólo una palabra, una bocanada de aire que sacaba por la boca—, sino como lo decía antes, cuando le salía del corazón y la estrechaba contra su pecho, abrazándola con fuerza y susurrándole como un loco al oído.
Continuó hablando de aquel modo lento y extraño, como si se le trabara la lengua; le dijo lo que quería que hiciera y luego se volvió a la casa.
Soumya encontró a Raju en el suelo; estaba cortando una lombriz en trocitos con un pedazo de cristal que había robado del solar.
—Hemos de irnos —le dijo.
No podía dejarlo solo, aunque para un recado como aquél iba a ser un auténtico engorro. Una vez lo había dejado a su aire y se había tragado un vidrio.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—Al Bunder.
—¿Para qué?
—Hay un sitio al lado del Bunder, un jardín, donde los amigos de papá están esperándolo. Él no puede ir ahora, porque el capataz volvería a pegarle. ¿No querrás que el capataz le pegue otra vez delante de todo el mundo, verdad?
—No —dijo Raju—. Y cuando lleguemos a ese jardín, ¿qué tenemos que hacer?
—Le damos a los amigos de papá unas cuantas rupias y ellos nos entregarán una cosa que necesita sin falta.
—¿Qué?
Se lo dijo.
Raju, que ya conocía el valor del dinero, preguntó:
—¿Cuánto le costará?
—Diez rupias, ha dicho.
—¿Te ha dado diez rupias?
—No. Papá me ha dicho que habremos de conseguirlas nosotros. Tendremos que mendigar.
Mientras bajaban por Rose Lane, ella mantenía los ojos fijos en el suelo. Una vez se había encontrado así cinco rupias…, ¡sí, cinco! Nunca se sabe lo que puedes encontrar en los lugares donde viven los ricos.
Se apartaron hacia la cuneta. Un coche blanco se detuvo para pasar un bache y ella aprovechó para gritarle al conductor:
—¿Dónde está el puerto, hermano?
—Lejos —le respondió a gritos—. Ve hasta la avenida y dobla a la izquierda.
Los cristales ahumados de la parte de atrás estaban subidos, pero Soumya vislumbró por la ventanilla del conductor la muñeca de un pasajero, cubierta de pulseras de oro. Ella habría golpeado la ventanilla trasera de buena gana, pero recordó la norma que había impuesto el capataz a los hijos de los trabajadores: nada de pedir limosna en Rose Lane; sólo en la avenida principal. Así que se contuvo.
Estaban demoliendo y volviendo a construir todas las casas de Rose Lane. Soumya se preguntaba por qué querría la gente derribar aquellas elegantes y grandes casas encaladas. Tal vez las casas se volvían inservibles al cabo de un tiempo, como los zapatos.
Cuando el semáforo de la avenida se puso rojo, fue de autorickshaw en autorickshaw, abriendo y cerrando la mano.
—Hermano, ten piedad, me muero de hambre.
Tenía toda una técnica, aprendida de su madre. Funcionaba así: mientras pedía, mantenía contacto visual sólo durante tres segundos; luego sus ojos se desviaban hacia el siguiente autorickshaw: «Madre, tengo hambre», decía, frotándose la barriga. «Dame algo de comida», insistía, y juntaba los dedos y se los llevaba a la boca. «Hermano, estoy hambrienta». «Abuelo, aunque sea una moneda pequeña…».
Mientras ella recorría la calzada, Raju se sentaba en el suelo y había de ponerse a lloriquear cada vez que pasara alguien bien vestido. Soumya no esperaba que sacara gran cosa; pero si permanecía sentado no hacía al menos otras cosas más peligrosas, como salir corriendo detrás de un gato o ponerse a acariciar a perros callejeros que quizá tuvieran la rabia.
Hacia mediodía, las calles se llenaron de coches. Los cristales de las ventanillas estaban todos subidos a causa de la lluvia, y ella había de alzar las dos manos y arañar el cristal como un gato para llamar la atención de los pasajeros.
Un coche tenía los cristales bajados y Soumya pensó que estaba de suerte. En su interior había una mujer con unos bellos dibujos dorados pintados en las manos y se los quedó mirando boquiabierta. Entonces oyó que la mujer de las manos doradas le decía a otro de los ocupantes:
—Ahora hay mendigos por todas partes. Nunca había pasado nada parecido.
La otra persona se echó hacia delante y miró un momento.
—Tienen la piel tan oscura… ¿De dónde son?
—Quién sabe.
Sólo cincuenta paisas después de una hora.
Luego intentó subirse a un autobús que se había detenido en el semáforo, pero el revisor la vio venir y se plantó en la puerta.
—Ni hablar.
—¿Por qué no, hermano?
—¿Quién te has creído que soy? ¿Un rico como el señor Engineer? ¡Vete a pedirle a otro, mocosa!
Echándole una hosca mirada, alzó el cordón rojo de su silbato, como si fuera un látigo. Ella se bajó precipitadamente.
—Es un verdadero cabronazo —le explicó a Raju, quien por su parte tenía algo que enseñarle: un pedazo de envoltorio plástico lleno de botones de aire que podían reventarse.
Soumya comprobó que el revisor no la veía y, poniéndose de rodillas, colocó el plástico delante de la rueda. Raju se agazapó a su lado:
—No, ahí no. Así las ruedas no lo pisarán —dijo—. Ponlo un poquito más a la derecha.
Cuando el autobús volvió a arrancar, las ruedas aplastaron el plástico y los botones de aire explotaron, dando un buen susto a los pasajeros. El revisor asomó la cabeza para ver qué había pasado y los dos niños echaron a correr.
Había empezado a llover de nuevo. Se agazaparon debajo de un árbol. Algunos cocos caían de las ramas y se estrellaban contra el suelo. Un hombre que se había guarecido a su lado con un paraguas dio un salto, soltó una maldición contra el árbol y salió corriendo. Ella no pudo contener una risita, pero a Raju le daba miedo que le cayera un coco encima.
Cuando paró de llover, tomó una ramita y trazó en el suelo un mapa de la ciudad, tal como ella la imaginaba. Ahí estaba Rose Lane. Aquí, el sitio al que habían llegado, no muy lejos de Rose Lane todavía. Aquí, el Bunder. Y aquí, el jardín del Bunder que andaban buscando.
—¿Lo entiendes? —le preguntó a Raju.
Él asintió, excitado.
—Para llegar al Bunder, tenemos que pasar —trazó otra flecha— por el gran hotel.
—¿Y después?
—Después vamos al jardín del Bunder…
—¿Y después?
—Buscamos lo que papá quiere que consigamos.
—¿Y después?
La verdad era que no tenía ni idea de si el hotel se encontraba en el camino hacia el puerto o no; pero la lluvia había acabado vaciando la calle de coches, y el hotel era el único sitio donde tal vez podrían mendigar ahora.
—A los turistas has de pedirles en inglés —le dijo a su hermano, mientras caminaban, para burlarse de él—. ¿Sabes cómo hay que decirlo en inglés?
Se pararon enfrente del hotel para contemplar a un grupo de cuervos que se bañaban en un charco. El sol destellaba en el agua y relucía en el plumaje negro de los cuervos, que se sacudían gotitas centelleantes de sus cuerpos estremecidos. Raju dijo que era la cosa más bonita que había visto en su vida.
El hombre sin brazos ni piernas estaba sentado delante del hotel y empezó a soltarles improperios desde la otra acera.
—¡Fuera de aquí, niños del demonio! ¡Os dije que no volvierais nunca más!
—¡Vete al Infierno, monstruo! —le gritó ella—. ¡Ya te dijimos nosotros que no volvieras!
Estaba sentado en una tabla con ruedas. Cada vez que un coche se detenía en el semáforo que había delante del hotel, hacía rodar la tabla y mendigaba por un lado del vehículo mientras ella lo hacía por el otro.
Raju, sentado en la calzada, dio un bostezo.
—¿Por qué hemos de pedir? Papá hoy está trabajando. Lo he visto cortando esas cosas… —Separó las piernas y empezó a serrar una viga imaginaria.
—Calla.
Dos taxis se detuvieron junto al semáforo. El hombre sin brazos ni piernas se apresuró con su tabla hacia el primero; ella corrió hasta el segundo y metió las manos en la ventanilla abierta. Había un extranjero dentro, que la miró boquiabierto, formando con sus labios una perfecta «o» rosada.
—¿Has conseguido algo? —preguntó Raju, cuando regresó.
—No. Venga, levanta —dijo, ayudándolo a ponerse de pie.
Cuando llevaban dos semáforos cruzados, sin embargo, Raju se lo figuró.
—El hombre blanco te ha dado dinero. —Señaló su puño cerrado—. ¡Lo tienes ahí!
Ella se acercó a un autorickshaw aparcado en la cuneta.
—¿Hacia dónde está el Bunder?
El conductor dio un bostezo.
—No tengo dinero. Largo.
—No quiero dinero. Sólo indicaciones para ir al Bunder.
—Ya te lo he dicho, no voy a darte nada.
Ella le escupió en la cara; luego agarró a Raju de la muñeca y los dos salieron corriendo como locos.
El siguiente conductor de autorickshaw al que preguntaron era un hombre amable.
—Está lejos, muy lejos. ¿Por qué no tomas un autobús? El 343 te lleva allí. A pie, te costará dos horas al menos.
—No tenemos dinero, hermano.
Él les dio una moneda de una rupia y les preguntó:
—¿Dónde están vuestros padres?
Subieron a un autobús y fueron a pagar al revisor.
—¿Dónde queréis bajar? —les gritó.
—En el puerto.
—Este autobús no va al puerto. Tenéis que subir al 343. Ése es el número…
Se bajaron y siguieron caminando.
Ahora ya estaban cerca del cruce del Pozo de Agua Fresca. Encontraron allí al chico con un brazo y una pierna, trabajando tal como lo hacía siempre. Iba de coche en coche dando saltitos y conseguía mendigar antes de que llegase ella. Alguien le había dado un rábano esta vez y andaba de aquí para allá con aquel rábano blanco en la mano, dando golpecitos en los parabrisas para llamar la atención.
—¡No os atreváis a mendigar aquí, hijos de perra! —gritó, blandiendo el rábano con aire amenazador.
Los dos le sacaron la lengua mientras gritaban:
—¡Monstruo! ¡Monstruo asqueroso!
Al cabo de una hora, Raju empezó a llorar y se negó a caminar más. Ella hurgó en un cubo de basura para buscar comida. Había una caja con dos galletas y se comieron una cada uno.
Caminaron un poco más. Al rato, Raju notó un cosquilleo en la nariz.
—Noto el olor del mar.
Ella también lo notaba.
Caminaron más aprisa. Vieron a un hombre que estaba pintando un rótulo en inglés en un lado de la calle; dos gatos que se peleaban en el techo de un Fiat blanco; un caballo que tiraba de un carro cargado de leña; un elefante que bajaba con un montón de hojas de nim; también un coche aplastado por un accidente; y un cuervo muerto, con las garras rígidamente pegadas al pecho y una herida en el vientre plagada de hormigas negras.
Por fin llegaron al Bunder.
El sol se estaba poniendo ya sobre el mar y pasaron de largo por los mercados abarrotados, buscando el jardín.
—No hay ningún jardín en el Bunder. Por eso es tan malo el aire de aquí —les dijo un vendedor musulmán de cacahuetes—. Os han indicado mal.
Al verlos cariacontecidos, les ofreció un puñado de cacahuetes para que mascaran algo.
Raju gimoteó. Tenía mucha hambre… ¡Al Infierno los cacahuetes! Se los tiró al musulmán, que lo llamó «demonio».
Eso lo puso tan furioso que salió corriendo sin más; su hermana tuvo que salir tras él y perseguirlo hasta que se detuvo.
—¡Mira! —chilló Raju, señalando una hilera de mutilados con los miembros vendados, que aguardaban sentados delante de un edificio blanco con una cúpula.
Rodearon con cautela a los leprosos. Ella reparó entonces en un hombre tumbado en un banco, que jadeaba y se tapaba la cara con las manos. Se acercó al banco y vio, junto a la orilla del mar, un pequeño parque rodeado por un murete de piedra.
Raju ya se había tranquilizado.
Al entrar en el parque, oyeron gritos. Un policía estaba abofeteando a un hombre renegrido.
—¿Has robado los zapatos? ¿Los has robado?
El hombre negaba con la cabeza y el policía lo golpeaba aún con más saña.
—¡Hijo de mujer calva! Tomas esas drogas y te pones a robar cosas…, y encima…, hijo de mujer calva, encima…
Había tres hombres de pelo blanco ocultos tras unos arbustos y le hicieron señas a Soumya de que se acercara y se escondiera con ellos. Arrastró a Raju hacia los arbustos y esperaron a que se marchara el policía.
—Soy la hija de Ramachandran —les susurró entonces—, el que derriba las casas de los ricos en Rose Lane.
Ninguno de los tres conocía a su padre.
—¿Qué es lo que quieres, niña?
Ella dijo la palabra lo mejor que pudo, según la recordaba:
—… aco
Uno de los hombres de pelo blanco, que parecía el jefe, frunció el ceño.
—Dilo otra vez.
Cuando pronunció aquella palabra extraña por segunda vez, él asintió. Se sacó del bolsillo una petaca de papel de periódico, le dio unos golpecitos y salió un polvo blanco que parecía tiza machacada. Sacó un cigarrillo de otro bolsillo, lo abrió y lo vació de tabaco, rellenó el papel con el polvo blanco y volvió a liarlo bien apretado. Sostuvo el cigarrillo en el aire y le hizo un gesto a Soumya con la otra mano.
—Doce rupias.
—Sólo tengo nueve —dijo ella—. Tendrás que aceptar nueve.
—Diez.
Le dio el dinero y tomó el cigarrillo. Entonces la asaltó una duda espantosa.
—Si me estás robando, si me has engañado, Raju y yo volveremos con mi papá y os daremos una tunda.
Los tres hombres se agazaparon, empezaron a temblar y se pusieron a reír a la vez. No estaban bien de la cabeza. Agarró a Raju de la muñeca y salieron corriendo.
Imaginó en una serie de fogonazos la escena que habría de producirse ahora. Ella le mostraría a su padre lo que le había traído de tan lejos. «Cielo», diría él, como lo decía antes, y la alzaría en brazos en un frenesí de afecto, y se volverían locos de amor el uno por el otro.
El pie izquierdo empezó a arderle al cabo de un rato; flexionó los dedos y se los miró. Raju se empeñaba en que lo llevara a cuestas; pero, bueno, pensó, bastante bien se había portado, el pobrecito.
Se había puesto a llover otra vez. Raju empezó a llorar. Tuvo que amenazarlo tres veces con abandonarlo a su suerte; una de las veces, lo dejó en el suelo y hubo de caminar una manzana entera antes que de que él corriera tras ella, gritando que le perseguía un dragón gigante.
Subieron a un autobús.
—Billetes —gritó el conductor.
Pero ella le guiñó un ojo y le dijo:
—Hermano, déjanos subir gratis, por favor…
El hombre se ablandó y dejó que se quedaran al fondo.
Era noche negra cuando llegaron al fin a Rose Lane. Las farolas iluminaban las mansiones. El capataz estaba sentado bajo su farol de gas, hablando con uno de los trabajadores. La casa se veía más pequeña; ya habían serrado todas las vigas.
—¿Habéis ido a mendigar por este barrio? —gritó el capataz al verlos.
—No, no.
—¡No me digáis mentiras! Os habéis pasado todo el día fuera…, ¿haciendo, qué? ¡Mendigando en Rose Lane!
Ella alzó el labio con desdén.
—¿Por qué no vas y preguntas si hemos mendigado aquí antes de acusarnos?
El capataz los miró hoscamente, pero se quedó en silencio, derrotado por la lógica de la niña.
Raju se adelantó, llamando a su madre a gritos. La encontraron dormida —sola— con el sari húmedo de lluvia. Raju se abalanzó sobre ella, hundió la cabeza en su costado y empezó a frotarse contra su cuerpo, como un gatito, para entrar en calor; la mujer gimió entre sueños y se dio la vuelta, ahuyentando a Raju con un brazo.
—Amma —decía el niño, sacudiéndola—. ¡Amma, tengo hambre! Soumya no me ha dado de comer en todo el día. Me ha hecho andar y andar, tomar un autobús y luego otro… Pero nada de comida. Un blanco le ha dado cien rupias, pero a mí no me ha dado nada de beber ni de comer.
—¡No seas mentiroso! —siseó Soumya—. ¿Qué me dices de las galletas?
Él siguió sacudiendo a su madre.
—¡Amma! ¡Soumya no me ha dado nada de comer ni de beber en todo el día!
Los dos niños empezaron a pelearse. Entonces Soumya notó unos golpecitos en el hombro.
—Cielo.
Al ver a su padre, Raju sonrió tontamente y se acurrucó junto a su madre dormida. Soumya se retiró con su padre a un lado.
—¿Lo tienes, cielo? ¿Tienes esa cosa?
Ella inspiró hondo.
—Aquí está —dijo, y le puso el cigarrillo en las manos.
Él se lo llevó a la nariz, lo husmeó y se lo guardó bajo la camisa. Soumya vio que hurgaba por debajo del sarong hasta la ingle. Luego sacó una mano. Ella ya sabía lo que venía ahora: su caricia.
La agarró de la muñeca, clavándole las uñas.
—¿Y las cien rupias que te ha dado el hombre blanco? He oído a Raju.
—Nadie me ha dado cien rupias, papá. Te lo juro. Raju miente.
—No digas mentiras. ¿Dónde están las cien rupias?
Alzó el brazo. Ella empezó a gritar.
Cuando Soumya fue a tenderse junto a su madre, Raju seguía quejándose de que no había comido nada en todo el día, de que había tenido que andar de aquí para allá, de un lado para otro, y luego todo el camino de vuelta. Entonces vio las marcas rojas en la cara y el cuello de su hermana y se calló de golpe. Ella se tumbó en el suelo y se puso a dormir.