Si desea salir de compras mientras se halla en Kittur, resérvese unas horas para deambular por Umbrella Street, el centro comercial de la ciudad. Allí encontrará tiendas de muebles, farmacias, restaurantes, tiendas de caramelos y librerías. (Aún se ven algunos vendedores de paraguas de madera hechos a mano, aunque la mayoría han cerrado a causa de los baratos paraguas metálicos importados de China). La calle acoge el restaurante más famoso de Kittur, el salón Ideal Traders de helados y zumos frescos, y la oficina del Dawn Herald, «el único y el mejor periódico de Kittur».
Todos los jueves por la noche se celebra un acto de gran interés en el templo Ramvittala, cerca de Umbrella Street. Dos juglares tradicionales se sientan en la veranda de este templo y recitan versos del Mahábharata, la gran epopeya india, durante toda la noche.
Todos los empleados de la tienda de muebles habían formado un semicírculo alrededor de la mesa del señor Ganesh Pai. Era una ocasión especial: la señora Engineer en persona se había presentado en la tienda. Había escogido una mesita para la televisión y ahora se acercó al señor Pai para cerrar el trato.
Él tenía la cara embadurnada de sándalo y llevaba una camisa holgada de seda por la que asomaba un triángulo de vello oscuro. Detrás de su silla, tenía colgadas de la pared las imágenes en papel de estaño dorado de Lakshmi, la diosa de la riqueza, y del grueso dios-elefante Ganapati. Una varilla de incienso humeaba debajo de ambas imágenes.
La señora Engineer se sentó con parsimonia ante el escritorio. El señor Pai hurgó en un cajón y le tendió cuatro cartas de color rojo. Ella hizo una pausa, se mordió el labio y le arrebató una de las cuatro.
—¡Un juego de tazas de acero inoxidable! —dijo el señor Pai, señalando la carta que había escogido—. Un regalo realmente maravilloso, señora. Lo atesorará durante años y años.
Con una sonrisa radiante, la señora Engineer sacó un monedero rojo, contó cuatro billetes de 100 rupias y se las dejó sobre el escritorio.
El señor Pai, tras humedecerse la punta del dedo en un cuenco que tenía siempre dispuesto a tal efecto, contó de nuevo los billetes; luego miró a la señora Engineer y sonrió, como esperando algo más.
—El resto, a la entrega —dijo ella, levantándose—. Y no olvide enviar el regalo.
—Será la esposa del hombre más rico de la ciudad, pero no deja de ser una vieja y repulsiva tacaña —dijo el señor Pai, después de acompañarla hasta la puerta.
Oyó una risita a su espalda. Se dio la vuelta y le lanzó una mirada fulminante a un ayudante: un chico tamil bajito y de tez oscura.
—Ve a buscar a un culi para que haga la entrega, rápido —dijo el señor Pai—. Quiero el resto antes de que se le olvide.
El tamil salió de la tienda corriendo. Los conductores de ciclo-carros estaban, como siempre, tirados en sus carritos, mirando el cielo y fumando beedis. Algunos observaban con sombría codicia el local que había al otro lado de la calle, el salón-heladería Ideal Traders, en cuya entrada había varios críos rechonchos en camiseta lamiendo cucuruchos de vainilla.
El chico le hizo un gesto con el índice a uno de los tipos.
—¡Chenayya, ha salido tu número!
Chenayya pedaleaba con fuerza. Le habían dicho que fuese directamente a Rose Lane, así que tenía que pasar por la colina del Faro. Sacaba la lengua para arrastrar el carrito con la mesita de televisión encima. Una vez superada la subida, dejó que la bicicleta se deslizara cuesta abajo. Redujo la velocidad al llegar a Rose Lane, localizó el número de la casa, que había memorizado, y llamó al timbre.
Creía que saldría un criado, pero cuando le abrió una mujer rolliza de tez clara, dedujo que era la propia señora Engineer.
Entró la mesita y la puso donde ella le indicó.
Volvió a salir y regresó con una sierra. La llevaba pegada al cuerpo, pero cuando entró en el comedor, donde había dejado la mesita en dos piezas separadas, la señora Engineer vio cómo la esgrimía y, de repente, le pareció enorme: debía de medir medio metro y tenía el borde dentado cubierto de óxido, aunque en algunos tramos conservaba el color gris original. Parecía la escultura de un tiburón hecha por un artista tribal.
Chenayya vio la expresión inquieta de sus ojos. Para tranquilizarla, le sonrió con aire obsequioso (con la mueca exagerada y rígida de las personas poco habituadas a humillarse). Luego miró alrededor, como para recordarse a sí mismo dónde había dejado la mesita.
Las patas no tenían idéntica longitud. Chenayya guiñó un ojo y las examinó una a una. Luego aplicó la sierra a cada pata, dejando una fina capa de polvo en el suelo. Movía tan despacio la sierra y con tal precisión, que parecía como si sólo estuviera ensayando; el polvillo acumulado en el suelo era la única prueba de lo contrario. Examinó las cuatro patas otra vez con un ojo cerrado para asegurarse de que eran iguales y dejó la sierra. Revisó su sucio sarong blanco, la única prenda que llevaba puesta, buscando alguna esquina más o menos limpia, y le quitó el polvo a la mesita.
—Ya está lista, señora. —Entrelazó las manos y aguardó.
Con su sonrisa zalamera, volvió a limpiar la mesa, para asegurarse de que la señora de la casa había advertido los cuidados que se tomaba con su mueble.
Pero la señora Engineer no lo estaba mirando; se había metido en otra habitación y ahora volvió y contó ante él setecientas cuarenta y dos rupias.
Titubeó un instante y añadió tres billetes de una rupia.
—Deme algo más, señora —le soltó Chenayya—. Deme tres rupias más, ¿no?
—¿Seis rupias? Ni hablar.
—Es un camino muy largo, señora. —Recogió la sierra y se señaló el cuello—. Lo he tenido que arrastrar hasta aquí, señora, en mi ciclo-rickshaw. Me deja el cuello hecho polvo.
—Ni hablar. Fuera de aquí o llamo a la Policía, granuja. Fuera. ¡Y llévate ese cuchillo tan grande!
Mientras salía refunfuñando, dobló el dinero en un fajo y se lo ató con un nudo a su sucio y holgado sarong. Había un árbol del nim junto a la verja de la casa y tuvo que agacharse para no arañarse con las ramas. Había dejado su ciclo-carro al lado. Tiró la sierra en el carrito, desenrolló el trapo de algodón blanco que tenía en el sillín y se lo ató alrededor de la cabeza.
Un gato pasó disparado por su lado; lo perseguían dos perros a toda velocidad. El gato subió de un salto al árbol del nim y trepó por sus ramas; los perros se detuvieron abajo, ladrando y arañando el tronco. Chenayya, que ya se había instalado en su asiento, se quedó a observar la escena. En cuanto empezaba a pedalear, ya no percibía las cosas que pasaban a su alrededor; se convertía en una máquina programada para regresar directamente a la tienda. Así pues, se quedó mirando a los animales y disfrutando de su estado de vigilia. Tomó la piel podrida de un plátano y la dejó en el suelo envuelta en hojas de nim para que les diera un susto a los dueños cuando salieran.
Se sintió tan satisfecho de sí mismo que no pudo reprimir una sonrisa. Pero todavía no tenía ganas de ponerse a pedalear, lo cual venía a ser como entregar las llaves de su personalidad a la fatiga y la rutina.
Unos diez minutos más tarde, estaba otra vez en su bicicleta, de camino a Umbrella Street. Pedaleaba, como siempre, con el trasero levantado del asiento y la columna doblada con una inclinación de sesenta grados. Sólo en los cruces se ponía derecho y descansaba en el sillín. Había otra vez mucho tráfico al acercarse a Umbrella Street; pegó la rueda delantera en el coche de delante y gritó: «¡Muévete, hijo de perra!».
Finalmente vio a su derecha el rótulo «Ganesh Pai. Muebles y ventiladores» y detuvo el ciclo-carro.
Chenayya sentía como si le quemara el dinero entre los pliegues de su sarong; quería entregárselo a su jefe cuanto antes. Secándose las manos en la tela blancuzca, empujó la puerta, entró en el local y se acuclilló junto al escritorio del señor Pai. Ni él ni su ayudante tamil le prestaron la menor atención. Desató el fajo, colocó las manos entre las piernas y miró al suelo.
Volvía a dolerle el cuello; lo movió a uno y otro lado para aliviar la tensión de sus músculos.
—Deja de hacer eso.
El señor Pai le hizo una seña para que le entregara el dinero. Chenayya se puso de pie. Lentamente, se acercó al escritorio y le tendió los billetes a su jefe, que se humedeció el dedo en el cuenco de agua y contó las setecientas cuarenta y dos rupias. Chenayya miró el cuenco; observó que tenía los bordes festoneados como si fueran pétalos de loto y que el artesano incluso había trazado en el fondo las rayas de un enrejado.
El señor Pai chasqueó los dedos. Había rodeado el fajo con una goma y ahora le tendía a Chenayya la palma abierta.
—Faltan dos rupias.
Chenayya deshizo otra vez el nudo de su sarong y le dio dos billetes de una rupia.
Era la suma que se suponía que había de entregarle al señor Pai al concluir cada entrega; una rupia por la cena que le darían hacia las nueve y otra por el privilegio de haber sido elegido para trabajar con el señor Ganesh Pai.
Afuera, el ayudante tamil estaba dándole instrucciones a otro conductor de ciclo-carro, un joven fornido que se había incorporado hacía poco. Estaba a punto de echar a pedalear, cargado con dos cajas de cartón, y el chico tamil, dando golpecitos a las cajas, le decía:
—Va una batidora en una y un ventilador de cuatro aspas en la otra. Encárgate de dejarlos enchufados antes de volver.
Le dio la dirección adonde debía llevarlas y luego se la hizo repetir al culi, como un maestro con un discípulo algo torpe.
Todavía pasaría un rato antes de que cantaran el número de Chenayya otra vez, así que caminó calle abajo hasta donde se hallaba un hombre frente a un escritorio en medio de la acera. Tenía fajos de tiques rectangulares de unos colores tan llamativos que parecían golosinas. Miró a Chenayya con una sonrisa y empezó a pasar los dedos por uno de los fajos.
—¿Amarillo?
—Primero dime si mi número salió la última vez —dijo Chenayya, sacando un trozo pringoso de papel del nudo de su sarong.
El vendedor tomó un periódico y miró al pie de la página, en la esquina derecha.
—«Números ganadores de la lotería —leyó—: 17, 8, 9, 9, 64, 455».
Chenayya había aprendido lo suficiente de los numerales ingleses para reconocer su propio número; miró durante bastante rato con los ojos entornados y luego soltó el tique, que cayó al suelo zigzagueando.
—La gente compra lotería durante quince o dieciséis años antes de ganar, Chenayya —dijo el hombre a modo de consuelo—. Pero los que creen realmente al final siempre ganan. Así es como funciona el mundo.
Chenayya no soportaba que el vendedor pretendiera consolarlo de aquel modo; era entonces justamente cuando sentía que la gente que imprimía los tiques estaba timándolo.
—No puedo seguir así toda la vida —dijo—. Me duele el cuello. No puedo seguir así.
El vendedor asintió.
—¿Otro amarillo?
Tras meterse el tique en su sarong, Chenayya regresó tambaleante. Se derrumbó en su carrito y se quedó tendido un rato, aunque esa manera de descansar, más que refrescarlo, lo dejaba entumecido.
Luego sintió unos golpecitos en la cabeza.
—Tu número, Chenayya.
Era el chico tamil.
Tenía que hacer una entrega en Suryanarayan Rao Lane, 54. Lo repitió en voz alta: «Suryanarayan…».
—Muy bien.
El itinerario le obligaba a subir otra vez por la colina del Faro. A mitad de la cuesta, se apeó y empezó a empujar su ciclo-carro. Los tendones del cuello se le marcaban bajo la piel como cinchas en tensión. Al inspirar, el aire le quemaba en los pulmones. «No puedes más», le decían sus miembros cansados, su pecho abrasado. «No puedes más». Pero, al mismo tiempo, era entonces cuando su resistencia frente al destino crecía como nunca en su interior; y mientras seguía empujando, el desasosiego y la rabia que se habían ido acumulando en él durante todo el día terminaban por formularse: «¡No acabaréis conmigo, hijos de puta! ¡Nunca acabaréis conmigo!».
Si el objeto que debía entregar era ligero, como un colchón, no se le permitía usar el ciclo-carro; tenía que cargárselo en la cabeza. Tras repetirle la dirección al tamil, echaba a andar a paso lento pero ligero, como un gordo al trote. En poco tiempo, el peso del colchón se volvía insoportable; le comprimía el cuello y la columna y le transmitía una corriente de dolor hasta las caderas. Casi entraba en trance.
Aquella mañana había llevado un colchón a la estación de ferrocarril. Resultó ser para una familia del norte de la India que se iba de Kittur; el hombre, tal como había adivinado de antemano (por su actitud y sus modales puedes deducir cuáles de esos ricachones tienen sentido de la decencia y cuáles no), se negó a darle propina.
Chenayya se mantuvo firme.
—¡Hijo de puta! ¡Dame mi dinero!
Triunfó en toda regla. El hombre se ablandó y le dio tres rupias. Mientras se dirigía a la salida, pensó: «Estoy eufórico, pero el tipo no ha hecho más que pagarme lo que me correspondía. A esto se ha acabado reduciendo mi vida».
Los olores y ruidos de la estación le estaban revolviendo el estómago. Se giró, se agazapó junto a las vías y, alzándose el sarong, contuvo el aliento. Mientras permanecía allí en cuclillas, pasó rugiendo el tren. Se dio la vuelta; quería cagarse ante las narices de los pasajeros. Sí, eso estaría bien; mientras el tren seguía atronando a su lado, soltó con esfuerzo los zurullos en la misma cara de los que miraban por la ventanilla.
Muy cerca, vio a un cerdo haciendo lo mismo.
«Dios, ¿en qué me estoy convirtiendo?», pensó en el acto. Se fue a un rincón, se agachó tras un arbusto y defecó allí. «Nunca volveré a defecar así —se dijo—, en un sitio donde puedan verme. Un hombre y un animal no son lo mismo. No son lo mismo».
Cerró los ojos.
Le llegó un aroma a albahaca y le pareció la prueba de que había cosas buenas en el mundo. Pero al abrir los ojos, lo único que vio alrededor fueron espinas, mierda y animales callejeros.
Alzó la vista y respiró hondo. «El cielo está limpio», pensó. La pureza existe ahí arriba. Arrancó unas hojas, se limpió y luego restregó la mano derecha por la tierra para mitigar el olor.
A las dos en punto le tocó su siguiente «número»: la entrega de un gigantesco montón de cajas en el barrio de Valencia. El chico tamil se aseguró bien de que había retenido con exactitud la dirección: detrás del hospital, junto al seminario donde vivían los sacerdotes jesuitas.
—Hoy hay mucho trabajo, Chenayya —le dijo—. O sea, que toma el camino más rápido…, por la colina del Faro.
Chenayya soltó un gruñido, se levantó del sillín, desplazó todo su peso sobre los pedales y se puso en marcha. La cadena de hierro oxidado que unía el carrito a las ruedas de la bicicleta se puso a gemir mientras avanzaba.
En la avenida principal, se encontró atrapado en un atasco. Se detuvo y volvió a tomar conciencia de su cuerpo. Le dolía el cuello y el sol le quemaba en la espalda. Una vez consciente del dolor, empezó a pensar.
«¿Por qué algunas mañanas son tan difíciles y otras tan sencillas?». Los demás conductores nunca tenían días «buenos» o «malos»; se limitaban a hacer su trabajo maquinalmente. Sólo él tenía arranques de mal humor. Miró al suelo, para aliviar la tensión de cuello, y examinó la cadena corroída, arrollada en torno a la barra que unía la bicicleta al carro. «Ya toca engrasarla. Que no se me olvide», se dijo.
Colina arriba otra vez. Echado hacia delante, Chenayya tiraba con todas sus fuerzas; el aire le entraba en los pulmones como un atizador ardiendo. En mitad de la cuesta, vio un elefante que bajaba hacia él con un haz de hojas no muy abultado en el lomo; un mahout lo azuzaba en la oreja con un bastón.
Se detuvo en seco. Aquello era increíble.
—Eh, tú —le gritó al elefante—, ¿qué haces con esas hojas? ¡Llévame mi carga! ¡Ésta sí es de tu tamaño, hijo de puta!
Los coches empezaron a dar bocinazos detrás. El mahout se puso a gesticular y a blandir su bastón con aire amenazador. Un peatón le gritó que no obstruyera el tráfico.
—¿Es que no ves que algo va mal en este mundo? —dijo Chenayya, interpelando al conductor de detrás, que no paraba de tocar el claxon—. ¿No ves que algo anda mal cuando un elefante se pasea cuesta abajo sin ninguna carga y, en cambio, un ser humano ha de arrastrar un carro tan pesado como éste?
Seguían dando bocinazos; el alboroto iba en aumento.
—¿No veis que algo anda mal? —clamó.
Ellos respondieron con sus bocinas. El mundo se enfurecía ante su furia. Quería que se quitara de en medio; pero él disfrutaba estando precisamente donde estaba, es decir, bloqueándole el paso a toda aquella gente rica e importante.
Al atardecer, el cielo se llenó de largas vetas rosadas. Una vez cerrada la tienda, los culis se fueron al callejón de detrás; compraban por turnos botellas de licor casero y se las pasaban de mano en mano, hasta que todo les daba vueltas y empezaban a canturrear canciones de películas en canarés.
Chenayya nunca se unía a ellos.
—¡Estáis malgastando vuestro dinero, idiotas! —gritaba a veces, pero ellos replicaban con mofas y burlas.
No pensaba beber; se había prometido a sí mismo que no despilfarraría en alcohol el dinero ganado con el sudor de su frente. Aun así, notaba en el aire el olor de la bebida y la boca se le hacía agua. El buen humor y la jovialidad de los demás conductores hacían que se sintiera más solo. Cerró los ojos un rato. Un tintineo le impulsó a abrirlos de nuevo.
Muy cerca de allí, en las escaleras de una casa abandonada, se había apostado como de costumbre una gruesa prostituta para hacer su trabajo. Daba palmadas y procuraba atraer la atención entrechocando dos monedas. Se acercó un cliente y empezaron a discutir el precio. Al final, no se pusieron de acuerdo y el hombre se alejó soltando juramentos.
Chenayya, tumbado en el carro con los pies colgando fuera, había observado el incidente con una sonrisa sombría.
—¡Eh, Kamala! —le gritó a la prostituta—. ¿Por qué no me das una oportunidad esta noche?
Ella volvió la cara hacia otro lado y siguió entrechocando las monedas. Chenayya contempló sus pechos abultados, la ranura del escote que se transparentaba a través de su blusa, sus labios pintados de modo estridente.
Elevó los ojos al cielo: tenía que dejar de pensar en el sexo. Vetas rosadas entre las nubes. «¿No habrá un dios, o alguien allá arriba, que observe lo que pasa en la Tierra?», se preguntó. Una tarde, había ido a la estación a entregar un paquete y había oído a un derviche musulmán lleno de fervor que peroraba en un rincón sobre el Mahdi, el último de los imanes, que habría de venir a la Tierra para darle a cada cual lo que le corresponde. «Alá es el Creador de todos los hombres —farfullaba el derviche—. Tanto de los ricos como de los pobres. Y observa nuestro dolor. Y cuando nosotros sufrimos, Él sufre con nosotros. Y, al final de los días, enviará al Mahdi en un caballo blanco, con una espada de fuego, para poner en su sitio a los ricos y corregir todo lo que anda mal en el mundo».
Unos días más tarde, cuando Chenayya entró en una mezquita, descubrió que los musulmanes apestaban y no se quedó mucho rato. Pero no se había olvidado del Mahdi, y cada vez que veía el cielo veteado de rosa creía detectar a un dios justo que vigilaba la Tierra y enrojecía de cólera.
Cerró los ojos y escuchó otra vez el tintineo de las monedas. Se dio la vuelta, inquieto; se cubrió la cara con un andrajo para que el sol no le diera de lleno y se puso a dormir. Media hora más tarde lo despertó un agudo dolor en las costillas. La Policía iba pinchando con sus bastones a los conductores para que se quitaran de en medio y dejaran pasar a un camión que había de entrar por aquella parte del mercado.
—¡Todos vosotros! ¡Levantaos y moved vuestros ciclo-carros!
El combate de cometas se desarrollaba entre dos casas vecinas. Los dueños de las cometas no estaban a la vista; lo único que Chenayya veía, mientras se frotaba los dientes con una ramita de nim, eran las cometas negra y roja compitiendo en el cielo. Como de costumbre, el chico de la cometa negra iba ganando; la suya era la que volaba más alto. A Chenayya le intrigaba el pobre chico de la cometa roja: ¿por qué no podía ganar nunca?
Escupió y dio unos pasos para orinar contra el muro.
Oyó burlas a su espalda; los demás conductores orinaban en el mismo sitio donde habían dormido.
No les contestó. Nunca hablaba con sus colegas. No podía ni verlos; no soportaba cómo se inclinaban y humillaban ante el señor Ganesh Pai. Sí, él quizás hacía lo mismo, pero estaba furioso, estaba lleno de rabia por dentro. Aquellos otros tipos, en cambio, ni siquiera parecían capaces de pensar mal de su jefe; y él no podía respetar a un hombre que no albergara en sí una semilla de rebelión.
Cuando el chico tamil les llevó el té, se reunió a regañadientes con los demás; los oyó hablar otra vez, como hacían prácticamente todas las mañanas, de los autorickshaws que iban a comprarse cuando salieran de allí, o de los pequeños salones de té que pensaban abrir.
«Pensadlo bien —deseaba decirles—. Pensadlo bien».
El señor Ganesh Pai les daba solamente dos rupias por viaje; es decir, a un promedio de tres viajes diarios, se sacaban seis rupias; si descontabas los billetes de lotería y el licor, ya tenías mucha suerte si ahorrabas dos rupias; los domingos los tenían libres, así como todas las festividades hindúes; o sea que, a final de mes, habían ahorrado sólo cuarenta o cuarenta y cinco rupias. Un viaje al pueblo, una noche con una puta, una borrachera más larga de la cuenta, y todos tus ahorros del mes se esfumaban. Aun suponiendo que guardaras todo lo posible, tendrías suerte si ganabas cuatrocientas al año. Un autorickshaw costaba doce o catorce mil. Un pequeño salón de té, cuatro veces más, lo cual significaba treinta o treinta y cinco años haciendo aquel trabajo antes de poder dedicarse a otra cosa. Pero ¿acaso creían que sus cuerpos aguantarían tanto? ¿Conocían a un solo conductor de ciclo-carro que pasara de los cuarenta?
«¿No pensáis nunca en estas cosas, macacos?».
Y sin embargo, cuando una vez trató de hacérselo comprender, se negaron a exigir más dinero todos juntos. Se creían con suerte; había miles dispuestos a ocupar sus puestos en el acto. Y él sabía que era cierto.
Pese a ello, pese a que sus temores estaban justificados, su absoluta sumisión le irritaba. Por eso, pensaba Chenayya, el señor Ganesh Pai dejaba confiadamente que un cliente le entregara mil rupias en metálico a un conductor de ciclo-carro: sabía que llegaría a sus manos hasta la última rupia sin que el conductor se atreviera a tocar una sola moneda.
Naturalmente, él tenía planeado desde hacía mucho robar un día el dinero que le entregase un cliente. Se quedaría el dinero y abandonaría la ciudad. Estaba decidido a hacerlo. Pronto.
Esa tarde, todos se apiñaron alrededor de un hombre vestido con un traje de safari azul: un hombre importante y educado que les hacía preguntas con un cuaderno de notas en la mano. Venía de Madrás, según había dicho.
Les había preguntado su edad a los conductores. Ninguno lo sabía muy bien. Cuando les decía: «¿No lo sabes aproximadamente?», ellos se limitaban a asentir. Cuando les decía: «¿Tienes dieciocho, veinte, treinta? Al menos, tendrás una idea», se limitaban a asentir otra vez.
—Tengo veintinueve —le gritó Chenayya desde su carrito.
El hombre asintió e hizo una anotación en su cuaderno.
—Dígame, ¿quién es usted? —le preguntó Chenayya—. ¿Por qué nos hace todas estas preguntas?
El tipo dijo que era periodista y los conductores se quedaron impresionados; trabajaba en un periódico inglés de Madrás, añadió, y todavía se sintieron más impresionados.
Les asombraba que un hombre vestido con elegancia les dirigiera la palabra educadamente y le pidieron que se sentara en un catre que uno de ellos sacudió primero con la mano. El hombre de Madrás se alzó los pantalones y se sentó.
Entonces se interesó por lo que estaban comiendo. Hizo una lista en su cuaderno de lo que comían cada día. Se quedó callado y empezó a garabatear un buen rato con su bolígrafo ante las miradas expectantes de todos.
Finalmente, dejó su cuaderno y, con una sonrisa casi triunfal, declaró:
—El trabajo que hacéis excede con creces la cantidad de calorías que consumís. Con cada día de trabajo, con cada viaje que hacéis, os estáis matando poco a poco.
Les mostró el cuaderno, lleno de garabatos, de flechas y cifras, como para probar su afirmación.
—¿Por qué no hacéis otra cosa, como trabajar en una fábrica o algo así? ¿Por qué no aprendéis a leer y escribir?
Chenayya se levantó de su carro de un salto.
—¡No se nos ponga paternalista, hijo de perra! —gritó—. Los que nacen pobres en este país están condenados a morir pobres. No hay esperanza para nosotros, pero no necesitamos compasión. Desde luego no la de usted, que no ha movido nunca un dedo para ayudarnos. Yo me cago en usted y en su periódico. Las cosas no cambian. Nunca cambiarán. Míreme. —Le mostró las palmas abiertas—. Tengo veintinueve años y ya estoy así de doblado. Si llego a los cuarenta, ¿cómo estaré? Como un palo oscuro y retorcido. ¿Cree que no lo sé? ¿Cree que necesito su cuaderno y su inglés para enterarme? Ustedes nos mantienen así, ¡sí, ustedes, los de las ciudades, ricachones hijos de puta! ¡Les conviene tratarnos como ganado! ¡Cabrón! ¡Cabronazo de lengua inglesa!
El hombre se guardó el cuaderno. Miró al suelo, como si estuviese buscando una respuesta.
Chenayya notó unos golpecitos en el hombro. Era el tamil de la tienda del señor Ganesh Pai.
—¡Déjate de hablar tanto! ¡Ya ha salido tu número!
Algunos de los conductores empezaron a soltar risitas, como diciendo: «Te está bien empleado».
«¡Ahí tienes!». Le lanzó una mirada furibunda al periodista de Madrás. Como si le dijera: «Ni siquiera tenemos el privilegio de hablar. Si alzamos la voz, nos mandan callar».
Curiosamente, el hombre de Madrás no sonreía; había vuelto el rostro, como si estuviera avergonzado.
Mientras subía ese día por la colina del Faro, mientras arrastraba el carro hacia la cima, no sentía su exaltación habitual. «No estoy avanzando», pensó. Cada vuelta de la rueda lo deshacía. Con cada pedalada, hacía girar la rueda de la vida hacia atrás, machacándose los músculos y las fibras, que se convertían de nuevo en la pulpa a partir de la cual se habían formado en el vientre de su madre. Se estaba deshaciendo a sí mismo.
De repente, en medio de todo el tráfico, se detuvo y se bajó de su ciclo-carro, poseído por un pensamiento claro y simple: «No puedo seguir así».
«¿Por qué no haces algo, trabajar en una fábrica o algo así, para progresar y mejorar tu suerte? Al fin y al cabo, te has pasado años entregando cosas en la puerta de las fábricas. Sólo se trata de meterse dentro».
Al día siguiente, fue a una fábrica. Vio a miles de hombres que se presentaban a trabajar y pensó: «¡Qué estúpido he sido! ¡Ni siquiera he intentado conseguir trabajo aquí!».
Se sentó en la entrada, pero los guardias no le dijeron nada, creyendo que estaba esperando para recoger un paquete.
Aguardó hasta mediodía; entonces salió un hombre. Por la cantidad de gente que lo seguía, Chenayya dedujo que debía de ser el mandamás. Corrió hacía él, anticipándose al guardia, y cayó a sus pies de rodillas:
—¡Señor! Quiero trabajar.
El hombre se lo quedó mirando. Los guardias se apresuraron a agarrarlo para sacarlo a rastras, pero el mandamás dijo:
—Tengo dos mil trabajadores y ni uno solo de ellos quiere trabajar. Y este hombre, en cambio, me suplica de rodillas que le dé trabajo. Ésa es la actitud que nos hace falta para hacer progresar a este país.
Señaló a Chenayya.
—No tendrás un contrato a largo plazo. ¿Entiendes? Será día a día.
—Cualquier cosa, lo que usted quiera.
—¿Qué trabajo sabes hacer?
—Cualquier cosa, lo que usted quiera.
—De acuerdo. Vuelve mañana. No necesitamos a un culi ahora mismo.
—Sí, señor.
El mandamás sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno.
—Escuchad lo que dice este hombre —dijo, cuando lo rodearon sus acompañantes, que también estaban fumando.
Chenayya repitió que haría cualquier cosa, bajo las condiciones y con el salario que fuera.
—¡Dilo otra vez! —le ordenó el mandamás, y otro grupo de hombres se acercaron y lo escucharon.
Esa noche, volvió a la tienda del señor Ganesh Pai y les gritó a los demás:
—He encontrado un trabajo de verdad, hijos de puta. Me largo de aquí.
Sólo el chico tamil le advirtió que fuese con cautela.
—Chenayya, ¿por qué no esperas un día y te aseguras de que el otro empleo vale la pena? Entonces puedes dejar éste.
—Ni hablar. ¡Lo dejo ahora mismo! —gritó, y se alejó de allí.
Al día siguiente, al alba, se presentó otra vez en la entrada de la fábrica.
—Quiero ver al jefe —dijo, sacudiendo los barrotes de la verja—. ¡Me dijo que viniera hoy!
El guardia, que estaba leyendo el periódico, levantó la vista con irritación.
—¡Largo!
—¿No te acuerdas de mí? Vine…
—¡Largo!
Esperó cerca de la entrada. Una hora más tarde, abrieron la verja y salió un coche con cristales tintados. Corriendo a su lado, Chenayya golpeó los cristales.
—¡Señor! ¡Señor! ¡Señor!
Una docena de manos lo agarraron por detrás, lo derribaron a empujones y le dieron de patadas.
Cuando regresó por la tarde a la tienda del señor Pai, el chico tamil estaba esperándolo.
—No le he dicho al jefe que lo habías dejado —le dijo.
Los demás conductores no se burlaron de Chenayya esa noche. Uno de ellos le dejó una botella de licor todavía medio llena.
La lluvia caía sin pausa. Pedaleaba bajo el aguacero y bajaba por la avenida, salpicando a ambos lados. Llevaba encima una larga sábana de plástico blanco, como una mortaja, y un trapo negro atado alrededor de la cabeza, que le daba todo el aspecto de un árabe con capa y caftán.
Ésa era la época más peligrosa para los culis. Allí donde se había abierto algún bache en la calzada, debía reducir la velocidad para no volcar con su ciclo-carro.
Mientras aguardaba en un cruce, vio a su izquierda a un crío gordito en el asiento de un autorickshaw. La lluvia le daba ganas de hacer tonterías; le sacó la lengua al niño, éste lo imitó y el juego se prolongó un rato, hasta que el conductor del autorickshaw reprendió al crío y le lanzó a él una mirada feroz.
El dolor en el cuello volvía a atormentarle. «No puedo seguir así», pensó.
Desde el otro lado de la calle, se le acercó otro de sus colegas, un chico joven, y situó su ciclo-carro a su altura.
—He de entregar esto y volver deprisa —le explicó—. El jefe me ha dicho que necesita que vuelva antes de una hora. —Sonrió satisfecho, y Chenayya sintió ganas de borrarle aquella sonrisa de un puñetazo.
«¡Dios, qué lleno de bobos está el mundo! —pensó, y contó hasta diez para serenarse—. ¡Qué contento parece este tipo mientras se destruye trabajando a destajo!». Deseaba gritarle: «¡Macaco! ¡Tú y todos los demás! ¡Macacos!».
Bajó la cabeza y, de pronto, le pareció que le costaba muchísimo arrastrar el carro.
—¡Tienes un neumático desinflado! —gritó el macaco—. ¡Tendrás que parar! —Sonrió y se alejó pedaleando.
«¿Parar? —pensó Chenayya—. No, eso es lo que haría un macaco, no yo». Bajó la cabeza y pedaleó, obligando al neumático desinflado a moverse.
«¡Muévete!».
Y lenta y ruidosamente, con un chirrido de la cadena desengrasada y un traqueteo de sus viejas ruedas, el carro se movió.
«Ahora está lloviendo —pensó Chenayya esa noche, tendido en su carrito y cubierto con la sábana de plástico para no mojarse—. Eso significa que ha pasado medio año. Debe de ser junio o julio. Ya casi debo de tener los treinta».
Apartó la sábana y alzó un poco el cuello para aliviar el dolor. No podía creer lo que veía: ¡incluso bajo aquella lluvia, algún hijo de puta estaba haciendo volar una cometa! Era el chico de la cometa negra. Como mofándose de los cielos y desafiando a los relámpagos que podían caerle encima. Chenayya siguió observando y se olvidó de su dolor.
Por la mañana, aparecieron dos hombres de uniforme caqui: conductores de autorickshaw. Habían venido a lavarse las manos en el grifo que había al fondo del callejón. Los conductores de ciclo-carro se apartaron instintivamente para dejarles paso. Mientras se lavaban, Chenayya los oyó hablar de otro conductor de autorickshaw que la Policía había metido en la cárcel por pegarle a un cliente.
—¿Por qué no? —dijo uno de ellos—. ¡Tenía todo el derecho del mundo a pegarle! ¡Ojalá hubiera ido más lejos y hubiera matado a ese hijo de puta antes de que llegara la Policía!
Después de cepillarse los dientes, Chenayya se acercó al puesto de lotería. Había un chico desconocido sentado ante el escritorio, balanceando las piernas alegremente.
—¿Qué ha pasado con el viejo?
—Se ha ido.
—¿Adónde?
—Se ha metido en política.
El chico le explicó que el viejo vendedor se había unido a la campaña de un candidato del Partido Popular Indio para las elecciones municipales. Al parecer, su candidato tenía muchas posibilidades de ganar. Él se apostaría entonces en la veranda de la oficina y, si pretendías que te recibiera el ganador, tendrías que pagarle primero cincuenta rupias.
—Así es como viven los políticos. Es la manera más rápida de hacerse rico —dijo el chico. Pasó los dedos por su taco de billetes de colores—. ¿Qué quieres, hermano? ¿Azul? ¿Verde?
Chenayya se dio media vuelta sin comprarle ninguno.
«¿Por qué —se preguntó por la noche— no puedo ser yo el tipo que se mete en política para hacerse rico?». No quería olvidar lo que había oído, así que se pellizcó con fuerza el tobillo.
Era domingo otra vez. Su día libre. Chenayya despertó cuando empezaba a hacer demasiado calor y se cepilló los dientes perezosamente, levantando la vista para ver si había cometas volando en el cielo. Los demás conductores iban a ver un nuevo templo hoyka que el miembro del Parlamento había abierto exclusivamente para los hoykas, con sus propios dioses hoykas y sus sacerdotes hoykas.
—¿No vienes, Chenayya? —le gritaron los demás.
—¿Y qué han hecho los dioses por mí? —replicó a gritos.
Ellos se rieron de su osadía.
«Macacos —pensó, mientras se tumbaba otra vez en su carrito—. Mira que ir a rezarle a la estatua de un templo, creyendo que habrá de hacerlos ricos…».
«¡Macacos!».
Se cubrió la cara con el brazo; entonces oyó un tintineo.
—¡Acércate, Kamala! —le gritó a la prostituta, que estaba en su rincón de siempre, jugueteando con las monedas.
Cuando se mofó por sexta vez, ella le espetó:
—Desaparece o llamo al Hermano.
Ante esa alusión al capo que controlaba los burdeles de la zona, Chenayya dio un suspiro y se dio la vuelta en el carro.
«Quizá ya sea hora de casarme», pensó.
Había perdido el contacto con sus parientes; y además, en realidad, él no quería casarse. Traer hijos al mundo, ¿con qué futuro? Era el error más propio de macacos que cometían los demás culis: procrear. Como si estuvieran satisfechos con su destino, como si les gustara la idea de repoblar el mundo que les había adjudicado aquella tarea.
No había más que rabia en su interior y pensaba que la perdería si se casaba.
Mientras se daba la vuelta en el carrito, notó el verdugón que tenía en el pie. Frunció el ceño, tratando de recordar cómo se lo había hecho.
A la mañana siguiente, al volver de una entrega, dio un rodeo y pedaleó hasta las oficinas del Partido del Congreso en Umbrella Street. Se acuclilló en la veranda y aguardó a que saliera alguien con aspecto importante.
Afuera, había un cartel de Indira Gandhi alzando el puño con el siguiente eslogan: «La Madre Indira protegerá a los pobres». Sonrió con sorna.
¿Estaban completamente locos? ¿De verdad pensaban que alguien se creería que un político iba a proteger a los pobres?
Pero luego pensó que tal vez esa mujer, Indira Gandhi, había sido especial, que tal vez tenían razón. Al final, la habían matado a tiros, ¿no? Aquello, a su modo de ver, parecía demostrar que había intentado ayudar a la gente. De repente, le pareció que en el mundo sí había hombres y mujeres de buen corazón y que él, con toda su amargura, se había aislado de ellos. Se arrepentía de haber sido tan grosero con el periodista de Madrás…
Salió un hombre vestido con ropas blancas holgadas, seguido de dos o tres parásitos. Chenayya corrió a su encuentro y se arrodilló ante él con las palmas juntas.
Durante toda la semana siguiente, cada vez que su número no había de salir durante un rato, se daba una vuelta con su ciclo-carro y pegaba carteles de los candidatos del Congreso por las calles musulmanas, gritando: «¡Vota al Partido del Congreso, el partido de los musulmanes! ¡Derrota al Partido Popular!».
Terminó la semana. Se celebraron las elecciones y se publicaron los resultados. Chenayya fue hasta las oficinas del Partido del Congreso, aparcó su ciclo-carro y le dijo al portero que quería ver al candidato.
—Ahora es un hombre muy ocupado; espera un momento —dijo el portero, poniéndole una mano en la espalda—. Tú has contribuido a que nos fueran bien las cosas en el Bunder, Chenayya. El Partido Popular nos ha derrotado en los demás distritos, pero allí has conseguido que los musulmanes nos votaran.
Chenayya sonrió satisfecho. Esperó fuera de las oficinas, mirando los coches que llegaban cargados de hombres ricos e importantes, que se apresuraban a visitar al candidato. Al verlos, pensó: «Me apostaré aquí para recoger el dinero de los ricos. No mucho. Sólo cinco rupias a cada persona que venga a ver al candidato. Con eso bastará».
Tenía palpitaciones de pura excitación. Pasó una hora.
Decidió entrar en la sala de espera para asegurarse de que también él veía al Gran Hombre cuando saliera por fin. Había bancos y taburetes en la sala, y una docena de hombres esperando. Chenayya vio una silla vacía y se preguntó si debía sentarse. ¿Por qué no? ¿No había contribuido él a la victoria? Estaba a punto de tomar asiento cuando el portero le dijo:
—En el suelo, Chenayya.
Pasó una hora más. Habían hecho pasar a todo el mundo para ver al Gran Hombre, pero él seguía allí, en cuclillas, con la cara apoyada en las palmas de las manos.
Finalmente, se le acercó el portero con una caja llena de caramelos de color amarillo:
—Coge uno.
Chenayya tomó el caramelo y casi se lo metió en la boca, pero se lo sacó en el último momento.
—No quiero un caramelo. —Levantó la voz—. ¡He colgado carteles en toda la ciudad! ¡Ahora quiero ver al Gran Hombre! ¡Quiero que me den un puesto…!
El portero le dio una bofetada.
«Yo soy el peor idiota de todos», pensó luego, ya de vuelta en el callejón. Los demás conductores estaban tirados en sus carritos, roncando ruidosamente. Bien entrada la noche, él era el único que no podía dormir: «Soy el más idiota de todos; el mayor macaco que hay aquí».
A la mañana siguiente, de camino a su primera entrega, se encontró metido en otro atasco delante de Umbrella Street: el mayor atasco que había visto en su vida.
Avanzó lentamente, escupiendo en la calzada cada pocos minutos para distraer la espera y pasar el rato.
Cuando llegó por fin a su destino, descubrió que la entrega era para un extranjero. El hombre se empeñó en ayudarle a descargar los muebles, cosa que dejó a Chenayya totalmente desconcertado, y además le hablaba todo el tiempo en inglés, creyendo quizá que cualquiera en Kittur conocía el idioma.
Al final, le tendió a Chenayya la mano, se la estrechó y le dio un billete de cincuenta rupias.
Le entró pánico. ¿Dónde iba a encontrar cambio? Intentó explicarse, pero el europeo se limitó a sonreír y cerró la puerta.
Entonces comprendió. Se inclinó y le hizo una profunda reverencia a la puerta cerrada.
• • •
Cuando volvió al callejón con dos botellas de licor, los demás lo miraron asombrados.
—¿De dónde has sacado el dinero, Chenayya?
—No es asunto vuestro.
Vació una botella; luego se bebió la segunda. Todavía se fue a la licorería a comprar otra botella. Cuando despertó a la mañana siguiente, se dio cuenta de que se había gastado todo su dinero en bebida.
Todo.
Se tapó la cara con las manos y empezó a llorar.
Después de una entrega en la estación de trenes, se acercó al grifo para echar un trago de agua y oyó a varios conductores de autorickshaw hablando también del compañero que había golpeado a su cliente.
—Un hombre tiene derecho a reaccionar —dijo uno de ellos—. La situación de los pobres se está volviendo insoportable aquí.
Pero ellos no eran pobres, pensó Chenayya, mientras se refrescaba los brazos; ellos vivían en casas y eran dueños de sus vehículos. «Has de llegar a cierto nivel de riqueza antes de poder empezar a quejarte de tu pobreza —pensó—. Cuando eres tan pobre, ni siquiera tienes derecho a quejarte».
—¡Mira: en eso quieren convertirnos los ricos de esta ciudad! —dijo el tipo, y Chenayya advirtió que lo señalaba a él—. ¡Quieren estafarnos y quitárnoslo todo hasta que nos volvamos así!
Salió pedaleando de la estación, pero no dejaba de oír aquellas palabras. No conseguía silenciar su propia mente. Como un grifo mal cerrado, seguía goteando. Tic, tic, tic. Pasó junto a una estatua de Gandhi y empezó a pensar otra vez. Gandhi iba vestido como un pobre, como el propio Chenayya. Pero ¿qué había hecho por los pobres?
Más aún, se preguntó si Gandhi había existido. Todas aquellas cosas: la India, el río Ganges, el mundo más allá de la India, ¿eran reales siquiera?
¿Cómo llegaría a saberlo nunca?
Sólo había otro grupo por debajo del suyo: el de los mendigos. Un paso en falso y se hundiría entre ellos, pensó. Bastaría un accidente para acabar convertido en mendigo. ¿Qué hacían los demás para soportarlo? No hacían nada. Preferían no pensarlo.
Al pararse en un cruce aquella noche, un viejo mendigo extendió sus manos hacia él.
Chenayya miró para otro lado y pedaleó calle abajo hacia la tienda del señor Ganesh Pai.
Al día siguiente, subía otra vez por la colina con cuatro enormes cajas de cartón apiladas en su carrito, y pensaba: «Porque les dejamos. Porque no nos atrevemos a fugarnos con ese fajo de cincuenta mil rupias: porque sabemos que otros —tan pobres como nosotros— nos atraparán y nos llevarán a rastras ante los ricos. Los pobres nos hemos construido nosotros mismos una prisión a nuestro alrededor».
Al atardecer, se tumbó, exhausto. Los demás habían encendido una hoguera. Alguien vendría y le daría un poco de arroz. Él era el que trabajaba más duro y el jefe había ordenado que lo alimentaran regularmente.
Vio a dos perros follando. No había pasión en lo que hacían: era sólo un alivio. «Es lo único que quisiera hacer ahora mismo —pensó—. Follar. Pero en vez de follar, tengo que quedarme aquí tirado, pensando».
La gruesa prostituta estaba sentada fuera.
—Déjame subir —le dijo.
Ella meneó la cabeza sin mirarlo.
—Sólo una vez. Te pagaré el próximo día.
—Lárgate o llamaré al Hermano —dijo, refiriéndose al mafioso que controlaba el burdel y que se quedaba parte de lo que ganaban las mujeres cada noche.
Chenayya se dio por vencido; se compró una botellita de licor y empezó a beber.
«¿Por qué pensaré tanto? Estos pensamientos son como espinas que quisiera sacarme de la cabeza. Incluso cuando bebo siguen ahí. Me despierto por la noche con la garganta abrasada y todavía me encuentro todos esos pensamientos».
Se quedó tumbado en su carro. Estaba convencido de que incluso en sueños los ricos habían seguido acosándolo, porque se despertó furioso y cubierto de sudor. Entonces oyó jadeos muy cerca. Miró alrededor y vio que otro conductor se estaba follando a la prostituta. Justo a su lado. «¿Por qué yo no?», se preguntó. Sabía que el otro no tenía dinero, o sea, que ella lo hacía por compasión. ¿Por qué yo no?
Cada suspiro, cada gemido de aquella pareja copulando era como un castigo, y Chenayya ya no pudo soportarlo más.
Se bajó del carro, dio una vuelta hasta encontrar un montón de estiércol de vaca y, tras recoger un puñado, se lo arrojó a los amantes. Se oyó un grito; corrió hacia ellos y le embadurnó la cara de mierda a la prostituta. Incluso le metió los dedos emporcados en la boca y los mantuvo allí dentro, a pesar de que ella se los mordía. Cuanto más fuerte le clavaba los dientes, más disfrutaba. No sacó los dedos hasta que los demás conductores se echaron sobre él y lo sacaron a rastras.
Un día le dieron un encargo que lo llevó hasta Bajpe, en las afueras de la ciudad. Tenía que entregar el marco de una puerta en una obra.
—Aquí había un gran bosque —le dijo uno de los albañiles—. Pero ahora ya sólo queda eso. —Señaló a lo lejos un trecho verde.
Chenayya miró al hombre y le preguntó:
—¿Hay trabajo aquí para mí?
En el camino de vuelta, dio un rodeo y se dirigió a aquel pedazo de terreno verde. Cuando llegó, dejó el ciclo-carro y empezó a pasear. Vio un peñasco, trepó hasta arriba y contempló los árboles a sus pies. Tenía hambre, porque no había comido en todo el día, pero se sentía bien. Sí, podría vivir allí perfectamente. Con un poco de comida le bastaría. ¿Qué más podía desear? Sus músculos doloridos podrían descansar. Apoyó la cabeza en la roca, miró hacia el cielo.
Pensó en su madre. Luego recordó con qué emoción había llegado a Kittur desde su pueblo cuando tenía diecisiete años. Una prima suya lo había paseado el primer día y le había mostrado los sitios más importantes, y él recordaba la blancura de su piel, que tenía mucho más encanto que las vistas de la ciudad. No había vuelto a verla nunca más. Recordó lo que vino luego: cómo se había ido contrayendo la vida, haciéndose más y más pequeña a medida que pasaban los días. Ahora lo comprendió de golpe: el primer día en una ciudad estaba destinado a ser el mejor. En cuanto pisabas sus calles, ya habías sido expulsado del paraíso.
«Podría convertirme en un sannyasa —pensó—. Comer sólo arbustos y hierbas, levantarme y acostarme con el sol». Se alzó un poco de viento; las hojas de los árboles susurraban como si estuvieran riéndose de él.
Ya era de noche cuando regresó. Para llegar antes a la tienda, tomó la ruta que bajaba por la colina del Faro. Mientras descendía la cuesta, vio una luz roja y luego otra verde adosadas a la parte trasera de una gran silueta que se movía calle abajo; al cabo de un momento, advirtió que era un elefante.
Era el mismo de la otra vez. Sólo que ahora tenía un semáforo atado en la grupa con una cuerda.
—¿Qué significa eso? —dijo a gritos al mahout.
—Bueno —gritó el otro—, he de asegurarme de que nadie choca con nosotros de noche. ¡No hay luces por ninguna parte!
Chenayya soltó una carcajada; era lo más gracioso que había visto en su vida: un elefante con un semáforo en la grupa.
El mahout ató al animal en la cuneta y se puso a charlar con él. Tenía unos cuantos cacahuetes y no quería comérselos solo, así que le alegraba compartirlos con Chenayya.
—No me han pagado —le explicó el mahout—. Me han hecho llevar al niño a dar una vuelta y luego no me han pagado; deberías haber visto cómo bebían y bebían. Sin parar. Y no han querido pagarme cincuenta rupias, que era lo único que yo pedía.
Le dio una palmada al elefante.
—Después de lo que Rani ha hecho por ellos…
—Así funciona el mundo —dijo Chenayya.
—Entonces está podrido. —El mahout masticó unos cacahuetes más—. Un mundo completamente podrido —añadió, dándole otra palmada al animal.
Chenayya levantó la vista para mirarlo.
Los ojos del coloso lo observaron de soslayo. Tenían un brillo oscuro, casi como si estuviera llorando. También aquel animal parecía decir: «Las cosas no habrían de ser así».
El mahout se puso a orinar contra el muro, arqueando la espalda y echando la cabeza atrás, mientras suspiraba de alivio, como si aquello fuese lo mejor de todo el día.
Chenayya seguía mirando los ojos húmedos y tristes del elefante. «Siento haberte insultado a veces, hermano», le dijo, acariciándole la trompa.
El mahout, aún frente al muro, escuchaba a Chenayya hablar con el animal con una creciente sensación de temor.
Delante de la heladería, dos críos lamían sus polos y miraban fijamente a Chenayya, que yacía sobre su carrito, mortalmente cansado tras otro día de trabajo.
«¿Es que no me veis?», habría querido gritar por encima del estruendo del tráfico. Le rugía el estómago; estaba exhausto y hambriento, y todavía faltaba una hora para que el chico tamil saliera de la tienda del señor Ganesh Pai con la cena.
Uno de los críos de la otra acera se dio la vuelta, como si la rabia del conductor de ciclo-carro se hubiera hecho demasiado palpable; pero el otro, un gordito de tez clara, continuó como si tal cosa, pasando la lengua por su helado y mirando a Chenayya con indiferencia.
«¿Es que no tienes vergüenza ni sentido de la decencia, gordo cabronazo?».
Se volvió para el otro lado y empezó a hablar en voz alta para calmar sus nervios. Su mirada fue a detenerse en la sierra oxidada que tenía en un extremo del carro.
—¿Qué me impide —dijo— cruzar la calle y rebanar en rodajas a ese chico?
La sola idea le transmitió una sensación de poder.
Notó unos golpecitos en el hombro. «Si es el gordito hijo de puta con su polo, cojo la sierra y lo corto en dos. Lo juro por Dios», se dijo.
Era el ayudante tamil.
—Tu turno, Chenayya.
Llevó el carro a la entrada de la tienda, donde el tamil le entregó un paquete pequeño envuelto en periódico y atado con un cordel blanco.
—Es el mismo sitio adonde llevaste hace días la mesita para la televisión. La casa de la señora Engineer. Se nos olvidó enviarle el regalo y no ha parado de quejarse.
—Oh, no —gimió—. Ésa no da propina. Es una completa hija de puta.
—Tienes que ir Chenayya. Ha salido tu número.
Pedaleó lentamente hacia allí. En cada cruce, en cada semáforo, echaba un vistazo a la sierra.
Abrió la puerta la propia señora Engineer; le dijo que estaba al teléfono y que esperase fuera.
—La comida del Lion’s Club engorda muchísimo —oyó que decía—. El año pasado me puse diez kilos encima.
Chenayya miró rápidamente alrededor. No se veía luz en las casas vecinas. Le pareció distinguir una caseta para el vigilante en la parte trasera, pero también estaba a oscuras.
Tomó la sierra y entró. La mujer estaba de espaldas; observó la blancura de su piel entre la blusa y la falda y aspiró la fragancia de su cuerpo. Se acercó aún más.
Ella se dio la vuelta y cubrió el auricular con la mano.
—¡Aquí no, idiota! ¡Déjalo en el suelo y sal de aquí!
Se quedó perplejo.
—¡En el suelo! —le gritó ella—. ¡Y sal de aquí!
Asintió, dejó la sierra en el suelo y salió corriendo.
—¡Eh, no te dejes esto aquí! ¡Ay, Dios mío!
Chenayya retrocedió, recogió la sierra y salió a toda prisa de la casa, agachándose para esquivar las hojas del árbol del nim. Tiró la sierra en el carro: un estrépito metálico. ¡El regalo…! ¿Dónde estaba? Tomó el paquete, entró corriendo en la casa, lo dejó allí en medio y salió otra vez, dando un portazo.
Se oyó un maullido asustado. Había un gato en una rama del nim, observándolo atentamente. Se acercó. «Qué ojos más preciosos», pensó. Como piedras preciosas caídas de un trono: un indicio apenas de un mundo hermoso que quedaba más allá de su alcance y de su conocimiento.
Alargó un brazo y el gato se dejó agarrar.
—Gatito, gatito —dijo, acariciándole el pelaje.
Se retorció en sus brazos, ya algo inquieto.
«En algún lugar, así lo espero, algún hombre pobre le asestará un golpe al mundo. Porque no hay ningún Dios vigilándonos. Ni va a venir nadie a liberarnos de la cárcel en la que nosotros mismos nos hemos encerrado».
Quería decirle todo eso al gato, y tal vez éste se lo dijera a su vez a otro conductor de ciclo-carro, a alguno lo bastante valiente para asestar el golpe.
Se sentó junto al muro, todavía con el gato en brazos y sin dejar de acariciarlo. «Tal vez podría llevarte conmigo, gatito». Pero ¿cómo iba a alimentarlo? ¿Y quién lo cuidaría cuando él no estuviera? Lo soltó. Apoyó la espalda en el muro y miró cómo caminaba con cautela hacia un coche y se deslizaba debajo; estiró el cuello para ver qué hacía allí y entonces oyó un grito que venía de arriba. Era la señora Engineer, gritando desde la ventana más alta de su mansión.
—Ya sé que es lo que pretendes, granuja. ¡Te leo el pensamiento! ¡Pero no vas a sacarme ni una rupia más! ¡Muévete!
Ya no sentía ninguna rabia; y ella tenía razón, debía regresar a la tienda. Su número volvería a salir pronto. Subió al carro y empezó a pedalear.
Había un atasco en el centro y otra vez tuvo que pasar por la colina del Faro. El tráfico allí también era espantoso; avanzaba centímetro a centímetro, y Chenayya tenía que pararse cada vez y poner un pie en la calzada para que el carro no se moviera. Cuando sonaban las bocinas a su espalda, se levantaba del sillín y pedaleaba; entonces una larga fila de coches y autobuses arrancaba detrás, como si él tirase del tráfico con una cadena invisible.