La vida nocturna de Kittur tiene su centro en el cine Angel. Cada jueves por la mañana, las paredes de la ciudad amanecen cubiertas de carteles pintados a mano con el dibujo de una mujer de cuerpo entero cepillándose el pelo con los dedos; debajo, aparece el título de las películas: Sus noches, vino y mujeres, Los misterios adolescentes, Por culpa de su tío. También figuran dos rótulos destacados: «Color Malabar» y «Sólo para Adultos». Hacia las 8 de la mañana se ha formado una larga cola de hombres desocupados frente al cine Angel. Hay sesiones a las 10, a las 12, a las 14, a las 16 y a las 19.10. Los precios van desde 2,20 rupias en platea hasta 4,50 rupias por un palco en el piso superior. No lejos del cine se halla el hotel Woodside, entre cuyas atracciones figura el célebre cabaret París, con la actuación estelar de la señorita Zeena de Bombay todos los viernes, y de las señoritas Ayesha y Zimboo, de Bahrein, dos sábados al mes. Un sexólogo itinerante, el doctor Kurvilla, licenciado en Medicina y Cirugía, doctorado en Trastornos Psicosomáticos y máster en Sexología, visita el hotel el primer lunes de cada mes. Menos caros y más sórdidos en apariencia que el Woodside son los bares, restaurantes, albergues y apartamentos de las inmediaciones. La presencia en el barrio del YMCA (Asociación de Jóvenes Cristianos) ofrece, sin embargo, a los hombres decentes la opción de un albergue limpio y honesto.
La puerta del YMCA se abrió a las dos de la mañana y una pequeña figura salió del edificio.
Era un hombre menudo con una frente prominente y desproporcionada que le daba el aspecto de un profesor de caricatura. El pelo, tupido y ondulado como el de un adolescente (aunque canoso en las sienes y las patillas), lo llevaba engrasado y totalmente pegado al cráneo. Había salido del YMCA con la cabeza gacha; y ahora, como si advirtiera por primera vez que se hallaba en el mundo real, se detuvo, miró a uno y otro lado, y se dirigió hacia el mercado.
De repente, lo sobresaltaron los pitidos de un silbato. Un policía de uniforme que bajaba en bicicleta por la calle se detuvo a su lado y puso un pie en la acera.
—¿Nombre?
—Gururaj Kamath —dijo el hombre con cara de profesor.
—¿Y a qué se dedica para andar solo a estas horas de la noche?
—Busco la verdad.
—No se haga el gracioso, ¿quiere?
—Soy periodista.
—¿De qué periódico?
—¿Cuántos periódicos tenemos?
El agente, que tal vez albergaba la esperanza de sorprender a aquel hombre en alguna irregularidad y, por tanto, de intimidarlo o sacarle un soborno (actividades con las que disfrutaba particularmente), pareció decepcionado y se alejó con su bicicleta.
Apenas había recorrido unos metros cuando se le ocurrió una idea. Se detuvo y retrocedió hacia el hombrecillo.
—Gururaj Kamath. Usted escribió una columna sobre los disturbios, ¿no?
—Sí —dijo el hombre.
El agente miró al suelo.
—Me llamo Aziz.
—¿Y?
—Usted, señor, ha hecho un gran servicio a todas las minorías de esta ciudad. Me llamó Aziz. Quiero… darle las gracias.
—Sólo hacía mi trabajo. Ya se lo he dicho: busco la verdad.
—Yo quiero darle las gracias igualmente. Si hubiera más gente haciendo lo que hace usted, no habría más disturbios en esta ciudad, señor.
«No es mal tipo, a fin de cuentas», pensó Gururaj, mientras lo vio alejarse pedaleando. Sólo hacía su trabajo.
Siguió caminando.
Nadie lo observaba, así que se permitió una sonrisa de orgullo.
Durante los días de los disturbios, la voz de aquel hombrecillo se había convertido en la voz de la razón en medio del caos. Con prosa precisa y mordaz, había mostrado a sus lectores la destrucción causada por los fanáticos hindúes que se habían dedicado a saquear las tiendas de los musulmanes. Con un tono sereno y desapasionado, había condenado la intolerancia y defendido los derechos de las minorías religiosas. Él no había pretendido con sus columnas más que ayudar a las víctimas. Ahora descubría, sin embargo, que se había convertido en una especie de celebridad en Kittur. En una estrella.
Quince días atrás, Gururaj había sufrido el peor golpe de su vida. Su padre había fallecido de neumonía. Cuando regresó del pueblo de su familia (después de haberse afeitado la cabeza y de haberse sentado con un sacerdote junto a la cisterna del templo para recitar versos en sánscrito y despedirse del alma de su padre), descubrió que había sido ascendido a subdirector ejecutivo y que se había convertido en el número dos del periódico en el que llevaba veinte años trabajando.
Así era como compensaba la vida unas cosas con otras, se había dicho Gururaj.
La luna resplandecía en el cielo, rodeada de una gran aureola. Había olvidado ya lo hermoso que podía ser un paseo nocturno. La luz era intensa y límpida, y le daba una pátina a todas las cosas, perfilándolas y recortando sus sombras con nitidez. Pensó que debía de ser el día después de la luna llena.
Incluso a aquella hora de la noche, el trabajo proseguía. Le llegaba un ruido apagado y continuo, como la respiración audible del mundo nocturno. Estaban recogiendo barro en un camión de caja descubierta, seguramente para alguna obra en construcción. El conductor se había quedado dormido al volante; le asomaba un brazo por una ventanilla y los pies por la otra. Como si hubiera fantasmas trabajando detrás, veía grumos de barro volando hacia la caja del camión. A Gururaj se le había humedecido la espalda de la camisa. «Voy a pillar un resfriado, pensó; debería volver». Pero la idea misma le hizo sentirse viejo y decidió seguir adelante. Dio unos pasos hacia la izquierda y empezó a bajar por Umbrella Street. Una de sus fantasías infantiles había sido caminar por en medio de una avenida, pero nunca había logrado zafarse de la atenta vigilancia de su padre el tiempo suficiente para realizarla.
Hizo un alto justo en mitad de la avenida. Luego se metió por un callejón.
Había dos perros apareándose. Se agazapó e intentó observar lo que sucedía exactamente.
Terminado el acto, los perros se separaron. Uno se alejó callejón abajo y el otro se dirigió hacia él. Corría con un renovado vigor tras el coito y casi le rozó los pantalones al pasar por su lado. Gururaj lo siguió.
El perro llegó a la avenida principal y husmeó un periódico. Lo tomó entre los dientes y regresó corriendo hacia el callejón, siempre seguido de Gururaj. Se fue internando cada vez más entre las callejuelas. Finalmente, se detuvo; se volvió, le soltó un gruñido y empezó a desgarrar y hacer jirones el periódico.
—¡Muy bien, perrito! ¡Muy bien!
Al mirar a su derecha para ver quién había hablado, Gururaj se encontró cara a cara con una aparición: un hombre de caqui con un rifle de la época de la Segunda Guerra Mundial y con el rostro amarillento y curtido cubierto de cicatrices. Tenía ojos achinados. Al acercarse un poco más, Gururaj pensó: «Claro. Es un gurkha».
El tipo estaba sentado en una silla de madera colocada en la acera, justo delante de la persiana bajada de un banco.
—¿Por qué dice eso? —preguntó Gururaj—. ¿Por qué felicita al perro por destrozar un periódico?
—El perro hace bien porque ni una sola palabra del periódico es cierta.
El gurkha (Gururaj supuso que sería el guardia nocturno del banco) se levantó de la silla y dio un paso hacia el perro, que soltó el periódico de inmediato y salió corriendo. Tomando con cuidado aquel amasijo desgarrado y lleno de babas, empezó a pasar las páginas.
Gururaj hizo una mueca.
—Dígame qué busca. Sé todo lo que hay en esas páginas.
El gurkha dejó caer el periódico.
—Hace unas noches hubo un accidente cerca de Flower Market Street. Un conductor atropelló a alguien y se dio a la fuga.
—Conozco el caso —dijo Gururaj. No había escrito él la noticia, pero se leía cada día las pruebas de todo el periódico—. Estaba implicado un empleado del señor Engineer.
—Eso decía el diario. Pero no fue el empleado el que lo hizo.
—¿Ah, no? —Gururaj sonrió—. ¿Quién fue entonces?
El gurkha lo miró a los ojos. Sonrió y lo apuntó con el cañón de su antiquísimo rifle.
—Se lo puedo contar, pero luego tendré que dispararle.
«Estoy hablando con un loco», pensó sin quitarle ojo al cañón.
Al día siguiente, Gururaj llegó a su despacho a las seis de la mañana. El primero de todos, como de costumbre. Empezó revisando la máquina de teletipos: aquellos rollos medio borrosos que iba imprimiendo sin parar con noticias de Delhi, de Colombo y de otras muchas ciudades que no visitaría en su vida. A las siete, encendió la radio y empezó a garabatear los puntos principales de su columna.
A las ocho, apareció la señorita D’Mello y el traqueteo de su máquina de escribir desbarató la paz de la redacción.
Sin duda estaba escribiendo su columna habitual, «Destellos y reflejos», una sección diaria de belleza patrocinada por el dueño de una peluquería de señoras. La señorita D’Mello respondía a las preguntas de las lectoras sobre el cuidado del pelo, les daba consejos y las incitaba con delicadeza a consumir los productos de su patrocinador.
Gururaj nunca hablaba con la señorita D’Mello. Le molestaba que su periódico publicara una columna pagada, una práctica que no consideraba ética. Pero tenía otro motivo para tratar con frialdad a la señorita D’Mello: era soltera y no quería que nadie pensara que tenía el menor interés en ella.
Los parientes y amigos de su padre llevaban años diciéndole a Guru que debía abandonar el YMCA y casarse, y él a punto había estado de ceder, pensando que haría falta una mujer para cuidar de su padre, cada vez más senil a medida que pasaba el tiempo, cuando el motivo de esa necesidad desapareció bruscamente. Ahora estaba decidido a no sacrificar su independencia por nadie.
Hacia las once, cuando Gururaj salió otra vez de su despacho, la redacción estaba llena de humo: lo único que le desagradaba de su lugar de trabajo. Los periodistas estaban ante sus escritorios, tomando té y fumando. El teletipo, colocado en un lado, seguía vomitando rollos de papel mal impreso con noticias mal redactadas procedentes de Delhi.
Después del almuerzo, mandó al conserje a buscar a Menon, un joven periodista que empezaba a convertirse en una estrella del periódico. Menon se presentó en su despacho con los dos botones superiores de la camisa desabrochados y un reluciente collar de oro en el cuello.
—Siéntate —le dijo Gururaj.
Le mostró dos artículos sobre el accidente de Flower Market Street, que había sacado del archivo aquella misma mañana. El primero (se lo señaló) había aparecido antes del juicio; el segundo, después del veredicto.
—¿Tú escribiste los dos artículos, verdad?
Menon asintió.
—En el primero, el coche que atropelló al fallecido es un Maruti Suzuki rojo. En el segundo, un Fiat blanco. ¿Cuál fue, en realidad?
Menon examinó los dos artículos.
—Yo lo redacté de acuerdo con los informes de la Policía.
—O sea, ¿que no te molestaste en examinar el vehículo personalmente?
Esa noche se tomó la cena que le subía la asistenta a su habitación del YMCA. La mujer hablaba por los codos, pero él se temía que pretendía casarlo con su hija y le contestaba lo más escuetamente posible.
Al acostarse, puso el despertador a las dos de la mañana.
Se despertó con el corazón acelerado; encendió la luz y miró el reloj, guiñando los ojos. Eran las dos menos veinte. Se puso los pantalones, se arregló el pelo con las manos, bajó a toda prisa las escaleras y salió corriendo del YMCA en dirección al banco.
El gurkha estaba en la silla, con su rifle de museo.
—Escuche, ¿usted vio el accidente con sus propios ojos?
—Claro que no. Yo estaba aquí. Éste es mi trabajo.
—Entonces, ¿cómo demonios sabía que habían cambiado el coche en comisaría?
—El tamtan.
El gurkha bajó la voz. Le explicó que había una red de vigilantes nocturnos que se pasaban información alrededor de Kittur; un vigilante se acercaba al vecino para echar un cigarrillo y le contaba algo; éste a su vez se lo transmitía al siguiente mientras fumaba con él. Así corría la voz, se difundían los secretos y la verdad —lo que había sucedido realmente durante el día— quedaba preservada.
Mientras se secaba el sudor de la frente, Gururaj pensó que aquello era imposible, una auténtica locura.
—Entonces, ¿lo que pasó en realidad fue que Engineer atropelló al hombre cuando volvía a casa?
—Lo dejó allí, dándolo por muerto.
—No puede ser.
Los ojos del gurkha relampaguearon.
—Usted ha vivido aquí el tiempo suficiente, señor, y sabe muy bien que sí puede ser. Engineer estaba borracho; volvía de la casa de su amante; atropelló al tipo como si fuera un perro callejero y siguió adelante; lo dejó allí, con las tripas fuera. El chico del periódico lo encontró así de madrugada. La Policía sabe perfectamente quién circula borracho de noche por esa calle. Así que a la mañana siguiente se presentan dos agentes en su casa. Él ni siquiera ha limpiado la sangre de las ruedas delanteras del coche…
—Y entonces ¿por qué…?
—Es el hombre más rico de la ciudad. Dueño del edificio más alto de Kittur. No pueden detenerlo. Hace que uno de los empleados de su fábrica declare que era él quien conducía el coche. El tipo le entrega a la Policía una declaración jurada. Estaba conduciendo bajo los efectos del alcohol en la noche del 12 de mayo cuando atropellé a la infortunada víctima. Luego el señor Engineer le da al juez seis mil rupias y un poco menos a la Policía, quizá cuatro o cinco mil (porque los jueces son más honrados que la Policía, claro) para que mantengan la boca cerrada. Y luego quiere recuperar su Maruti Suzuki porque es un coche nuevo, porque le da prestigio y le gusta conducirlo, así que le entrega a la Policía otras mil rupias para cambiar la «identidad» del coche asesino por la de un Fiat, y ahora ya tiene otra vez su coche y anda con él por la ciudad.
—Dios mío.
—Al empleado le caen cuatro años. El juez podría haberle aplicado una sentencia más dura, pero le da pena el muy pringado. Tampoco podía soltarlo sin más, claro está. Así pues —el vigilante bajó de golpe un martillo imaginario—, cuatro años.
—No puedo creerlo —dijo Gururaj—. Kittur no es una ciudad de esa clase.
El extranjero entornó sus ojos astutos y sonrió. Miró un rato la punta encendida de su beedi y luego se lo ofreció.
Por la mañana, Gururaj abrió la única ventana de su habitación, que daba a Umbrella Street, en el corazón mismo de la ciudad donde había nacido, donde había alcanzado la madurez y donde casi con toda seguridad moriría. A veces tenía la sensación de conocer cada árbol, cada puerta y cada teja de las casas y edificios de Kittur. Resplandeciendo a la luz de la mañana, Umbrella Street parecía decir: «No, la historia del gurkha no puede ser cierta». Las nítidas líneas de un anuncio pintado con plantilla, los radios relucientes de una bicicleta montada por un repartidor de periódicos decían: «No, el gurkha miente». Pero mientras caminaba hacia la redacción, vio la espesa sombra de un baniano atravesando la calzada, como una mancha nocturna que la mañana se hubiera olvidado de barrer, y su alma volvió a sumirse en la confusión.
Empezó a trabajar. Retomó cierta rutina. Se serenó. Evitó a la señorita D’Mello.
Aquella tarde, el director del periódico lo llamó a su despacho. Era un viejo rechoncho, con los carrillos colgando, con unas espesas cejas blancas que parecían de escarcha y unas manos que le temblaban mientras se tomaba su té. Los tendones del cuello se le marcaban bajo la piel y cada parte de su cuerpo parecía pedir a gritos la jubilación.
Si se retiraba, Gururaj heredaría su puesto.
—Respecto a esa historia que le has dicho a Menon que vuelva a investigar… —dijo el director, dando sorbos a su taza—, olvídala.
—Había una incongruencia entre los coches…
El hombre meneó la cabeza.
—La Policía cometió un error en el primer informe, simplemente. —Su voz había adoptado el tono tranquilo e informal que Gururaj había aprendido a reconocer como definitivo. Dio un sorbo a su té y luego otro.
El ruido que hacía al sorberlo, la brusquedad de los modales del viejo y la fatiga de tantas noches en vela lograron que Gururaj se pusiera nervioso.
—Un hombre ha sido encarcelado sin ningún motivo —dijo—. El culpable ha quedado libre. Y lo único que puede uno decir es: «Olvidémonos del asunto».
El viejo siguió dando sorbos. A Gururaj le parecía que movía la cabeza, como afirmando.
Volvió al YMCA y subió a su habitación. Se quedó tumbado en la cama con los ojos abiertos. Seguía despierto a las dos de la madrugada, cuando sonó el despertador. Al salir, oyó una especie de silbido; el policía pasó por su lado y lo saludó calurosamente con la mano, como si fuese un viejo amigo.
La luna estaba menguando muy deprisa; dentro de unos pocos días, las noches serían del todo oscuras. Siguió a pie el mismo trayecto de siempre, como si ya fuera un ritual; primero lentamente, después cruzando al centro de la calle y luego metiéndose a toda prisa en el callejón hasta llegar al banco. El gurkha estaba en su silla, con el rifle al hombro y un beedi encendido entre los dedos.
—¿Qué dice el tamtan esta noche?
—Esta noche nada.
—Entonces cuénteme algo de noches anteriores. O dígame qué otras cosas ha publicado el periódico que no son ciertas.
—Los disturbios. El periódico lo explicó todo mal.
Gururaj sintió que el corazón le daba un brinco.
—¿Y eso?
—El periódico decía que eran los hindúes contra los musulmanes, ¿se da cuenta?
—Eran los hindúes contra los musulmanes. Todo el mundo lo sabe.
—Ja.
A la mañana siguiente, Gururaj no se presentó en su despacho. Se fue directamente al Bunder. No había vuelto allí desde que había entrevistado a los dueños de las tiendas afectadas por los disturbios. Recorrió de nuevo cada uno de los restaurantes y puestos de pescado que habían sido incendiados.
Volvió a la redacción, entró precipitadamente en el despacho del director y le dijo:
—Anoche oí una historia absolutamente increíble sobre los disturbios entre hindúes y musulmanes. ¿Te la explico?
El viejo dio un sorbo a su té.
—Me han contado que los instigadores fueron el miembro del Parlamento y la mafia del Bunder. Me han contado que esos matones y el miembro del Parlamento han puesto todos los negocios quemados y destruidos en manos de sus propios hombres, bajo el nombre de una compañía ficticia llamada New Kittur Port Development Trust. Los actos de violencia estaban planeados. Los gorilas musulmanes quemaban tiendas musulmanas y los gorilas hindúes quemaban tiendas hindúes. Fue una operación inmobiliaria presentada como una ola de disturbios religiosos.
El director dejó la taza.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Un amigo. ¿Es cierto?
—No.
Gururaj sonrió y dijo.
—Yo tampoco lo creía. Gracias.
Mientras salía, el director lo miró preocupado.
A la mañana siguiente, llegó otra vez tarde a la redacción. El conserje se plantó ante su escritorio y le dijo a voces:
—El director quiere verle.
—¿Por qué no te has presentado hoy en la oficina del ayuntamiento? —le preguntó el viejo, con su eterna taza de té—. El alcalde había pedido que asistieras; ha emitido una declaración de unidad hindú-musulmana, atacando al Partido Popular Indio, algo que quería que escucharas. Ya sabes el respeto que siente por tu trabajo.
Gururaj se aplastó el pelo con las manos; no se había puesto aceite aquella mañana y lo tenía un poco rebelde.
—¿A quién le importa?
—¿Cómo dices, Gururaj?
—¿Crees que hay alguien en esta redacción que no sepa que todas estas luchas políticas son pura comedia? ¿Que, en realidad, el Partido Popular y el Partido del Congreso pactan entre ellos y comparten los sobornos que sacan de los proyectos de construcción de Bajpe? Tú y yo lo sabemos desde hace años, pero disimulamos y reflejamos las cosas como si fueran distintas. ¿No te parece raro? Escucha, hagamos una cosa. Escribamos hoy toda la verdad y nada más que la verdad. Sólo por hoy. Un día en el que sólo salga la verdad. Es lo único que quiero. Quizá ni siquiera se dé cuenta nadie. Mañana volveremos a las mentiras habituales. Pero durante un día al menos quiero reflejar, escribir y publicar la verdad. Un día en toda mi vida quiero ser un auténtico periodista. ¿Qué me dices?
El director frunció el ceño, como si estuviera reflexionando.
—Ven a mi casa esta noche después de cenar —dijo.
A las nueve, Gururaj caminó por Rose Lane hasta una casa con un gran jardín y una estatua azul de Krishna con su flauta, en un nicho de la fachada, y llamó al timbre.
El director lo hizo pasar al salón y cerró la puerta. Le indicó que se sentara en un sofá marrón.
—Será mejor que me expliques qué te preocupa.
Gururaj se lo contó.
—Vamos a suponer que tienes pruebas y que escribes sobre ello. No sólo estás diciendo que la Policía está corrompida, sino también la judicatura. El juez te citará por desacato. Te detendrán incluso si lo que dices es cierto. Tú y yo y mucha gente de nuestro periódico simula que hay libertad de prensa en este país, pero nosotros conocemos la verdad.
—¿Qué me dices de los disturbios entre hindúes y musulmanes? ¿Tampoco podemos decir la verdad sobre eso?
—¿Cuál es la verdad, Gururaj?
Volvió a explicarle la versión extraoficial y el director empezó a reírse. Se tapó la cara y soltó una carcajada que le salía de las entrañas y que pareció sacudir la noche entera.
—Aunque fuera cierto lo que afirmas —le dijo el viejo, dominándose—, y observa que ni lo admito ni lo discuto, nos sería del todo imposible publicarlo.
—¿Por qué?
El director sonrió.
—¿De quién crees que es este periódico?
—De Ramdas Pai. —Así se llamaba el hombre de negocios de Umbrella Street que figuraba como propietario en la portada.
El director meneó la cabeza.
—No es suyo. O no del todo.
—¿De quién más?
—Usa tu cerebro.
Gururaj miró al director con una mirada nueva. Era como si el viejo tuviera un aura alrededor con todas las cosas que había llegado a saber a lo largo de su carrera y que no había podido publicar. Aquel conocimiento secreto parecía resplandecer en torno a su cabeza como el halo que rodea a la luna casi llena. «Éste es el destino de cada periodista de esta ciudad, de este estado, de este país y quizá del mundo entero», pensó.
—¿No habías adivinado nada, Gururaj? Quizá sea porque aún no te has casado. Al no tener una mujer, no has comprendido cómo funciona el mundo.
—Y tú lo has comprendido demasiado bien.
Se miraron a los ojos, cada uno compadeciendo inmensamente al otro.
A la mañana siguiente, mientras entraba en la redacción, Gururaj pensó: «Estoy pisando un mundo falso. Un inocente está entre rejas y el culpable sale libre. Todo el mundo lo sabe y nadie tiene valor suficiente para cambiarlo».
Desde entonces, Gururaj bajaba cada noche la sucia escalera del YMCA, mirando con aire inexpresivo las blasfemias y los grafitis de las paredes, y echaba a andar por Umbrella Street sin hacer caso de los perros callejeros que ladraban y copulaban, hasta que llegaba a la calleja del gurkha, que alzaba el rifle a modo de saludo y sonreía. Se habían hecho amigos.
El gurkha le hablaba de toda la corrupción que llegaba a albergar una ciudad pequeña como aquélla; le contaba quién había matado a quién en los últimos años, y cuánto habían exigido los jueces de Kittur como soborno, y cuánto los jefes de Policía. Hablaban casi hasta el amanecer, hasta que Gururaj tenía que marcharse para dormir un rato antes del trabajo.
—Todavía no sé tu nombre —le dijo un día, titubeando.
—Gaurishankar.
Gururaj esperaba que le preguntase el suyo; quería decirle: «Ahora que mi padre ha muerto, eres mi único amigo».
Pero el gurkha permaneció sentado con los ojos cerrados.
A las cuatro de la mañana, mientras volvía al YMCA, se preguntaba quién sería en realidad aquel hombre, aquel gurkha. Había mencionado alguna vez que había trabajado como criado de un general retirado, y Gururaj deducía de ello que había estado en el ejército, en el regimiento gurkha. Ahora bien, cómo había acabado en Kittur y por qué no había regresado a Nepal, eso seguía siendo un misterio. «Mañana —pensó—, se lo preguntaré; y luego puedo hablarle de mí».
Cerca de la entrada del YMCA había un árbol asoka. Gururaj se detuvo a examinarlo. La luna lo iluminaba de lleno aquella noche y parecía distinto de otras veces. Como si estuviera a punto de transformarse en otra cosa.
• • •
«Ya no los considero mis compañeros; son más rastreros que animales».
Gururaj no podía ni ver a sus colegas; desviaba la mirada al llegar a la redacción, entraba a toda prisa en su despacho y cerraba de un portazo. Aunque seguía revisando las pruebas que le entregaban, ya no soportaba mirar el periódico. Lo que más le horrorizaba era tropezar con su propio nombre impreso; por ello, pidió que lo relevaran de lo que había sido su mayor placer, redactar su columna diaria, y se empeñó en revisar sólo las pruebas. Aunque en los viejos tiempos solía quedarse hasta medianoche, ahora salía cada tarde a las cinco y se apresuraba a regresar a su habitación para derrumbarse en la cama.
A las dos en punto se despertaba. Para ahorrarse el problema de buscar los pantalones en la oscuridad, se había acostumbrado a dormir vestido. Bajaba deprisa las escaleras, abría de golpe la puerta del YMCA y corría a reunirse con el gurkha.
Hasta que, una noche, sucedió por fin: el gurkha no estaba sentado delante del banco; había otro ocupando su silla.
—¿Qué voy a saber yo, señor? —le dijo el nuevo vigilante—. Me dieron este puesto anoche; no me contaron qué había pasado con el anterior.
Gururaj corrió de tienda en tienda y de casa en casa, preguntando a cada vigilante qué había sucedido con el gurkha.
—Se ha ido a Nepal —le dijo uno finalmente—. Ha vuelto con su familia. Se ha pasado todos estos años ahorrando y ahora se ha marchado por fin.
La noticia le sentó como un puñetazo. Sólo había un hombre que supiera lo que ocurría en la ciudad, y ese hombre se había esfumado. Al verlo jadeante y sin aliento, varios vigilantes se agolparon a su alrededor, hicieron que se sentara y le trajeron agua fresca en una botella de plástico. Él trató de explicarles la relación que había establecido con el gurkha durante aquellas semanas, y lo que había perdido.
—¿Ese gurkha, señor? —dijo uno de los vigilantes meneando la cabeza—. ¿Seguro que habló de esas cosas con él? Era un idiota integral. Lo habían herido en el cerebro cuando estaba en el ejército.
—¿Y el tamtan? ¿Todavía funciona? —dijo Gururaj—. ¿Alguno de ustedes querrá contarme ahora lo que llegue a sus oídos?
Los vigilantes lo miraron. Vio en sus ojos que la duda se convertía en una especie de temor. «Me toman por loco», pensó.
Vagó por las calles. Pasó junto a grandes edificios sumidos aún en la oscuridad, cada uno de ellos repleto de cuerpos aletargados, de una multitud de durmientes. «Ahora soy el único hombre despierto», se dijo. En una colina, a su izquierda, vio luz en un bloque de apartamentos. Había siete ventanas iluminadas y el edificio resplandecía. Le pareció una criatura viviente, una especie de monstruo luminoso que relucía desde sus mismísimas entrañas.
Gururaj comprendió al fin: el gurkha no lo había abandonado. No había hecho con él como todos los demás. Le había dejado algo: un don. Ahora él oiría el tamtan por sí mismo. Alzó los brazos hacia el bloque reluciente; sentía un poder oculto.
Un día, al llegar al trabajo —tarde, otra vez—, oyó un cuchicheo a su espalda: «También le pasó al padre, en sus últimos días…».
Pensó: «He de ir con cuidado para que los demás no noten el cambio que se está produciendo en mi interior».
Cuando llegó a su despacho, vio que el mozo estaba quitando la placa de la puerta. «Estoy perdiendo todo lo que me he esforzado tantos años en conseguir», se dijo. Pero no sentía pesar ni emoción; era como si aquello le estuviera pasando a otro. Vio la nueva placa:
KRISHNA MENON
SUBDIRECTOR
DAWN HERALD
EL ÚNICO Y EL MEJOR PERIÓDICO DE KITTUR
—¡Gururaj! Yo no quería, yo…
—No has de darme explicaciones. Yo habría hecho lo mismo en tu lugar.
—¿Quieres que me encargue de hablar con alguien? Podríamos arreglártelo.
—¿De qué estás hablando?
—Ya sé que has perdido a tu padre… Pero podemos concertarte una boda con alguna chica de buena familia.
—¿Qué estás diciendo?
—Creemos que estás enfermo. Ya debes saber que muchos de nosotros lo pensamos desde hace tiempo. Insisto en que te tomes una semana libre. O dos. Vete de vacaciones a alguna parte, a las Ghats Occidentales, por ejemplo, y contempla las nubes desde las cumbres.
—Muy bien. Me tomaré tres semanas.
Se pasó tres semanas durmiendo todo el día y paseando por las noches. El policía de la bicicleta ya no lo saludaba como antes —«Adiós, señor director»—, y Gururaj notaba que volvía la cabeza al pasar y se lo quedaba mirando. Los vigilantes también lo miraban de un modo raro; él les sonreía de oreja a oreja. «Incluso aquí —pensaba—, incluso en este Hades en mitad de la noche, me he convertido en un marginado, en un hombre que asusta a los demás. La idea le excitaba».
Un día compró una pizarra cuadrada y un trozo de tiza. Por la noche, escribió en la parte de arriba:
LA VERDAD ACABARÁ PREVALECIENDO
PERIÓDICO NOCTURNO
ÚNICO CORRESPONSAL, DIRECTOR,
ANUNCIANTE Y SUSCRIPTOR:
SR. GURURAJ MANJESHWAR KAMATH
Después de copiar el titular del periódico de aquella mañana: «El concejal del Partido Popular Indio despelleja al miembro del Parlamento», lo tachó y escribió a continuación:
2 de octubre de 1989
El concejal del Partido Popular, que necesita dinero con urgencia para construir una nueva mansión en Rose Lane, despelleja al miembro del Parlamento. Mañana recibirá un sobre marrón lleno de dinero del Partido del Congreso y dejará de meterse con el miembro del Parlamento.
Luego se tumbó en la cama y cerró los ojos, deseoso de que llegaran las sombras y transformaran otra vez su ciudad en un sitio decente.
Una madrugada advirtió que aquélla era su última noche de vacaciones. Estaba a punto de romper el alba y se apresuró a volver al YMCA. De pronto, se detuvo. No había duda: lo que veía en el exterior del edificio era un elefante. ¿Estaría soñando? ¿Qué hacía un elefante a esas horas en medio de la ciudad? Aquello rebasaba los límites de la razón. Y no obstante, le parecía real y tangible. Sólo una cosa le hizo pensar que no era un elefante de verdad: estaba completamente inmóvil. Los elefantes, se dijo, no paran de moverse y de hacer ruido; por lo tanto, no estás viendo un elefante realmente. Cerró los ojos y caminó hasta la entrada del YMCA; al volver a abrirlos, lo que tenía ante sus ojos era un árbol. Tocó la corteza y pensó: «Ésta ha sido la primera alucinación que he tenido en mi vida».
Cuando regresó al periódico al día siguiente, todo el mundo comentó que Gururaj volvía a ser el de siempre. Había echado de menos la redacción; le habían entrado ganas de volver.
—Gracias por la propuesta de concertarme una boda —le dijo al director, mientras tomaban té en su despacho—, pero yo ya estoy casado con mi trabajo.
Sentado en la redacción con los jóvenes que acababan de salir de la universidad, revisaba artículos con el buen humor de los viejos tiempos. Cuando todos se habían ido, él se quedaba todavía, hurgando en los archivos. Había vuelto con un propósito definido: iba a escribir una historia de Kittur, una historia infernal de Kittur en la cual cada acontecimiento de los últimos veinte años aparecería reinterpretado. Sacaba periódicos antiguos y leía atentamente la portada. Luego, con un bolígrafo rojo, tachaba algunas palabras y añadía otras, lo cual cumplía dos objetivos: uno, los viejos periódicos quedaban pintarrajeados; y dos, el proceso le permitía entender la verdadera relación entre las palabras y los personajes que aparecían en las noticias. Al principio, designó el hindi (la lengua del gurkha) como la lengua de la verdad y la utilizó para reescribir los titulares en canarés del periódico; luego cambió al inglés; y finalmente, adoptó un código de acuerdo con el cual cada letra del alfabeto latino era sustituida por la siguiente (según había leído, Julio César había inventado ese código para su ejército); y para complicar todavía más las cosas, inventó símbolos especiales para ciertas palabras. Por ejemplo, un triángulo con un punto dentro representaba la palabra «banco». Otros símbolos tenían una inspiración irónica: una esvástica nazi, por ejemplo, representaba al Partido del Congreso; el símbolo del desarme nuclear, al Partido Popular Indio, y así sucesivamente.
Un día, repasando las notas que había ido tomando en las últimas semanas, descubrió que se le habían olvidado la mitad de los símbolos y que ya no comprendía lo que había escrito. «Está bien —pensó—; así tiene que ser. Incluso el redactor de la verdad no debe conocer la verdad completa. Cada palabra verdadera, una vez escrita, es como la luna llena; empieza a menguar día a día y luego entra por completo en la oscuridad. Así son todas las cosas».
Cuando terminaba de reinterpretar cada número del periódico, borraba el rótulo, The Dawn Herald, que figuraba arriba, y escribía en su lugar: «LA VERDAD ACABARÁ PREVALECIENDO».
—¿Qué demonios estás haciendo con nuestros periódicos? —le espetó una tarde el director, que había entrado a hurtadillas en el archivo en compañía de Menon.
Empezó a pasar las páginas de los periódicos pintarrajeados; Menon atisbaba por encima de su hombro. Ante los ojos de ambos desfilaron los garabatos, las marcas en rojo, las tachaduras y triángulos, los dibujos de chicas con cola de caballo y dientes ensangrentados, las imágenes de perros copulando. El viejo cerró el archivador de golpe.
—Te dije que te casaras.
Gururaj sonrió.
—Escucha, viejo amigo. Son símbolos. Puedo interpretar…
El director meneó la cabeza.
—Sal de aquí. Ahora mismo. Lo siento, Gururaj.
Él sonrió, como si no hiciese falta explicación. El director tenía los ojos húmedos y los tendones de su cuello subían y bajaban mientras tragaba saliva una y otra vez. Los ojos de Guru se llenaron también de lágrimas. «Qué duro debe de haber sido todo esto para este viejo —pensó—. Cómo debe de haberse esforzado para protegerme». Se imaginó una reunión a puerta cerrada en la que todos sus colegas habrían exigido su cabeza y sólo aquel hombre honrado habría defendido su continuidad hasta el último momento. «Perdóname, viejo amigo, por haberte decepcionado», habría deseado decirle.
Esa noche, Gururaj caminó por las calles pensando que nunca en su vida había sido tan feliz. Ahora era un hombre libre. Cuando regresó al YMCA justo antes del alba, vio otra vez al elefante. Esta vez no se fundió con el árbol asoka, ni siquiera cuando se acercó. Llegó a su lado, observó sus orejas inquietas, que tenían el color, la forma y el movimiento de las alas de un pterodáctilo; dio la vuelta a su alrededor y vio desde detrás que cada una de las orejas tenía un reborde rosado y estaba surcada de venas. ¿Cómo iba a ser irreal toda esa riqueza de detalles?, pensó. Aquella criatura era real, y si los demás no podían verla, tanto peor para ellos.
«¡Haz algún ruido! —le suplicó al elefante—. Así sabré que no sufro una mera ilusión, que eres de verdad». El elefante comprendió; alzó la trompa y soltó un bramido tan tremendo que Gururaj pensó que se había quedado sordo.
—Ahora eres libre —le dijo el elefante, con palabras tan atronadoras que le parecieron titulares de periódico—. Ve y escribe la verdadera historia de Kittur.
Unos meses más tarde, llegaron noticias de Gururaj. Cuatro jóvenes periodistas fueron a investigar.
Mientras empujaban la puerta de la sala de lectura del Faro, contuvieron la risa. El bibliotecario los estaba esperando y los hizo pasar, llevándose un dedo a los labios.
Encontraron a Gururaj sentado en un banco, leyendo un periódico que le tapaba en parte la cara. El antiguo subdirector llevaba una camisa hecha jirones, pero parecía haber ganado peso, como si la ociosidad le hubiera sentado bien.
—Ya no dice ni una palabra —explicó el bibliotecario—. Se sienta ahí, con un periódico pegado a la cara, hasta que se pone el sol. La única vez que reaccionó fue cuando le dije que sentía una gran admiración por sus artículos sobre los disturbios. Se me puso a gritar sin más ni más.
Uno de los jóvenes puso un dedo en lo alto del periódico y lo apartó poco a poco; Gururaj no ofreció resistencia. El periodista dio un grito y retrocedió.
Había un agujero húmedo y oscuro en el centro de la página. Gururaj tenía trocitos de papel impreso en las comisuras de los labios. Y movía lentamente la mandíbula.