Segundo día (noche):

El mercado y la plaza Nehru

La plaza Jawaharlal Nehru (antes plaza del Rey Jorge V) es una gran explanada situada en el centro de Kittur. Por las noches la gente acude en masa y juega al críquet, vuela cometas o enseña a sus hijos a montar en bicicleta. En el perímetro de la plaza, los vendedores de helados y caramelos ofrecen su mercancía. Todas las grandes concentraciones políticas de Kittur se celebran aquí. Hyder Ali Road discurre desde la plaza Nehru hasta el mercado Central, que es el mayor mercado de productos frescos de la ciudad. El ayuntamiento, la nueva sala de justicia y el hospital del distrito Henry Havelock, así como los mejores hoteles de Kittur —el hotel Premier Intercontinental y el Taj Mahal Internacional— se encuentran a un paso del mercado. En 1988 se abrió al culto en las inmediaciones de la plaza Nehru el primer templo destinado exclusivamente a la comunidad hoyka de Kittur.

Con un pelo como ése, y con aquellos ojos, podría haber pasado perfectamente por un hombre santo y haberse ganado la vida sentado con las piernas cruzadas sobre una tela azafrán en la entrada del templo. Eso decían al menos los tenderos del mercado. Y sin embargo, lo único que hacía el muy loco, mañana y tarde, era acuclillarse en la valla central de Hyder Ali Road y mirar pasar los coches y autobuses. Al ponerse el sol, el pelo —una cabeza de Gorgona llena de rizos castaños— le brillaba como si fuese de bronce y sus ojos oscuros destellaban. Mientras duraba la noche, era como un poeta sufí lleno de fuego místico. Algunos comerciantes del mercado contaban historias sobre él: una noche lo habían visto cruzar la avenida a lomos de un toro negro, agitando las manos y dando gritos, como si el Señor Shiva en persona hubiera llegado a la ciudad montado en su toro Nandi.

A veces se comportaba como un hombre racional; cruzaba la avenida con cuidado o se sentaba pacientemente en la entrada del templo Kittur-Devi con otros vagabundos, aguardando a que les dieran las sobras de los banquetes de boda o de la ceremonia del cordón sagrado. Otras veces se le veía hurgando entre los montones de mierda de perro.

Nadie sabía su nombre, su religión o su casta, así que nadie se decidía a hablar con él. Sólo un hombre, un lisiado con una pierna de madera que iba al templo una o dos noches al mes, se detenía a darle comida.

—¿Por qué fingís que no conocéis a este tipo? —gritaba el lisiado, señalándolo con una de sus muletas—. ¡Lo habéis visto muchas veces! ¡Era el rey del autobús número cinco!

Por un momento, todo el mercado observaba a aquel hombre salvaje de rizos castaños; pero él seguía mirando la pared en cuclillas, dándoles la espalda a ellos y a la ciudad.

Había llegado a Kittur dos años atrás, y entonces tenía nombre, casta y también un hermano.

—Soy Keshava, hijo de Lakshminarayana, el barbero de Gurupura —había repetido al menos seis veces, de camino a Kittur, a los conductores de autobús, a los empleados de los peajes y a los desconocidos que le preguntaban. Esa frase de presentación, más un petate bajo el brazo y la ligera presión de los dedos de su hermano en el codo cuando se encontraban entre una multitud, era todo lo que traía consigo.

Su hermano tenía diez rupias, un petate que llevaba también bajo del brazo y la dirección de un pariente, escrita en un trocito de papel arrugado que apretaba en el puño izquierdo.

Habían llegado los dos a Kittur en el autobús de las cinco de la tarde. Se habían bajado en la terminal de autobuses; era su primera visita a la ciudad. Justo en la mitad de la avenida que va de la plaza Nehru al mercado, en el centro de la calle más ancha de Kittur, el revisor les había dicho que sus seis rupias con veinte paisas no alcanzaban para ir más lejos.

Los autobuses se movían amenazadores a su alrededor, con hombres vestidos de caqui encaramados en las puertas, que tocaban sus silbatos estridentes y gritaban a los pasajeros:

—¡Dejad ya de mirar embobados a las chicas, hijos de perra! ¡Que vamos con retraso!

Keshava sujetaba el faldón de la camisa de su hermano. Dos bicicletas lo esquivaron bruscamente y no lo pisaron de milagro. Había coches, autorickshaws y bicicletas por todas partes, amenazando con aplastarle los dedos de los pies. Era como si estuviera en una playa y la calle se deslizara por debajo, como la arena bajo las olas.

Al rato, se armaron de valor y se acercaron a un peatón, un hombre que tenía los labios descoloridos por el vitíligo.

—¿Dónde está el mercado Central, hermano?

—Ah… Está allá abajo, al lado del Bunder.

—¿Queda muy lejos?

El hombre les señaló un conductor de autorickshaw, que se estaba masajeando las encías con un dedo.

—Tenemos que ir al mercado —le dijo Vittal.

El conductor los miró, todavía con el dedo en la boca y con sus grandes encías a la vista. Se examinó la punta humedecida del dedo.

—¿El mercado Lakshmi o el mercado Central?

—El mercado Central.

—¿Cuántos sois?

Y luego:

—¿Cuántas bolsas?

Y luego:

—¿De dónde venís?

Keshava dio por supuesto que eran preguntas normales en una gran ciudad como Kittur y que un conductor de autorickshaw tenía derecho a formularlas.

—¿Está muy lejos? —preguntó Vittal, con un tono desesperado.

El conductor escupió justo a los pies de los dos hermanos.

—Claro. Esto no es un pueblo; es una ciudad. Todo está lejos.

Inspiró hondo y trazó en el aire una serie de giros con el dedo mojado para mostrarles la ruta sinuosa que habrían de seguir. Acabó soltando un suspiro, dándoles a entender que el mercado quedaba a una distancia incalculable. A Keshava se le cayó el alma a los pies; el conductor del autobús los había timado. Había prometido que los dejaría a un paso del mercado Central.

—¿Cuánto, hermano, por llevarnos allí?

El tipo los miró de pies a cabeza lentamente, como si estuviera calculando su estatura, su peso e incluso su valor moral.

—Ocho rupias.

—¡Es demasiado, hermano! ¡Acepta cuatro!

—Siete con setenta y cinco —dijo el conductor, y les hizo señas para que subieran.

Luego los tuvo esperando en el rickshaw, con los petates en el regazo, sin darles ninguna explicación. Otros dos pasajeros negociaron con él un trayecto y una tarifa y se apretujaron en el vehículo; uno de ellos se le sentó a Keshava encima sin advertirle siquiera. El rickshaw seguía sin moverse. Sólo cuando se les sumó otro pasajero, que se sentó delante junto al conductor (o sea, con seis personas comprimidas en un vehículo donde no cabían más que tres), se decidió el tipo a darle al pedal para arrancar el motor.

Keshava apenas veía por dónde iban y, así, sus primeras impresiones de Kittur fueron más bien las del hombre que tenía sentado en su regazo: el aroma de aceite de castor que había usado para engrasarse el pelo y el tufillo a mierda que emitía cada vez que se removía. Después de dejar al pasajero que iba delante y luego a los dos hombres de detrás, el autorickshaw serpenteó un buen rato por una zona tranquila y oscura de la ciudad, para desembocar por fin en otra calle ruidosa, iluminada por la luz blanca de unas potentes farolas de parafina.

—¿Esto es el mercado Central? —le gritó Vittal al conductor. Éste le señaló un cartel:

MERCADO CENTRAL DEL MUNICIPIO DE KITTUR

TODA CLASE DE FRUTAS Y VERDURAS

EXCELENTE CALIDAD Y PRECIOS RAZONABLES

—Gracias, hermano —le dijo Vittal, abrumado de gratitud; Keshava le dio las gracias también.

Al bajarse, se encontraron otra vez en medio de un torbellino de luces y ruido; se quedaron inmóviles, aguardando a que sus ojos lograran ordenar aquel caos.

—Oye —dijo Keshava, excitado, porque había identificado un punto de referencia—. ¿No era de aquí de donde hemos salido?

Miraron alrededor y advirtieron que estaban a unos pasos de donde el autobús los había dejado. No habían visto el cartel del mercado, pero lo habían tenido todo el rato a su espalda.

—¡Nos ha engañado, hermano! —gritó Keshava—. ¡Ese conductor de autorickshaw nos ha engañado…!

—¡Cierra la boca! —Vittal le dio un cachete en el cogote—. ¡Toda la culpa es tuya! ¡Has sido tú el que ha querido tomar un autorickshaw!

En realidad, sólo llevaban como hermanos unos días.

Keshava era bajo y de tez oscura; Vittal, alto, delgado y blanco, y cinco años mayor. Su madre había muerto años atrás y su padre los había abandonado; se hizo cargo de ellos un tío y se habían criado con sus primos (a los que también llamaban «hermanos»). Cuando el tío murió, la tía llamó a Keshava y le dijo que acompañara a Vittal, al que iban a enviar a trabajar a la gran ciudad con un pariente que tenía una tienda de comestibles. Así fue como llegaron a darse cuenta de que había entre ellos un vínculo más profundo que con sus primos.

Sabían que su pariente estaba por el mercado Central de Kittur, nada más. Con paso tímido, se adentraron en la sombría zona del mercado donde vendían verduras y, por una puerta trasera, llegaron a un sector mucho mejor iluminado donde estaba la fruta. Allí pidieron indicaciones. Subieron al segundo piso por unas escaleras cubiertas de basura putrefacta y paja húmeda. Volvieron a preguntar:

—¿Sabes dónde está Janardhana? Tiene una tienda aquí. Es pariente nuestro.

—¿Qué Janardhana? ¿Shetty, Rai o Padiwal?

—No lo sé, hermano.

—¿Vuestro pariente es un bunt?

—No.

—¿No es bunt? ¿Un jainista, entonces?

—No.

—¿De qué casta es, entonces?

—Es un hoyka.

Una risotada.

—No hay hoykas en este mercado. Sólo musulmanes y bunts.

Aun así, como los dos chicos parecían tan perdidos, el hombre se apiadó, preguntó a alguien y averiguó que sí había algunos hoykas que habían abierto negocios por allí cerca.

Bajaron las escaleras y salieron del mercado. En la entrada de la tienda de Janardhana, les dijeron, había un gran póster de un hombre musculoso en camiseta. No tenía pérdida. Caminaron de tienda en tienda, hasta que Keshava gritó:

—¡Allí!

Bajo la imagen del tipo musculoso, se encontraba sentado un tendero flacucho y sin afeitar, revisando un cuaderno con las gafas en la punta de la nariz.

—Buscamos a Janardhana, de Gurupura —dijo Vittal.

—¿Para qué lo buscáis? —dijo el hombre, suspicaz.

—Tío, somos de tu pueblo. Somos parientes —le soltó Vittal.

El tendero se lo quedó mirando. Humedeciéndose el dedo, pasó una página de su cuaderno.

—¿Por qué crees que sois parientes míos?

—Nos lo dijeron, tío. Nos lo dijo nuestra tía. Kamala, la tuerta.

El hombre dejó su cuaderno.

—Kamala, la tuerta…, ya veo. ¿Y vuestros padres?

—Nuestra madre murió hace muchos años, cuando nació éste, mi hermano Keshava. Y nuestro padre se despreocupó de nosotros hace cuatro años y se marchó por ahí.

—¿Por ahí?

—Sí, tío —dijo Vittal—. Algunos dicen que fue a Varanasi, a practicar el yoga en la orilla del Ganges. Otros dicen que está en la ciudad santa de Rishikesh. No lo hemos visto desde entonces; nos ha criado nuestro tío Thimma.

—¿Y él?

—Murió el año pasado. Seguimos con ellos, pero al final nuestra tía ya no podía mantenernos. La sequía ha sido muy intensa este año.

Al tendero le asombraba que hubieran venido de tan lejos, sin mediar aviso y basándose en un parentesco tan remoto, con la esperanza de que se ocupase de ellos. Alargó el brazo bajo el mostrador, sacó una botella de aguardiente de caña y, quitando el tapón, se la llevó a los labios.

—Cada día llega gente de los pueblos, buscando trabajo. Todo el mundo se cree que aquí, en las ciudades, podemos mantenerlos gratis. Como si no tuviéramos ya bastante con alimentar nuestros propios estómagos.

Le dio otro trago a la botella; su humor pareció mejorar. Más bien le había gustado aquella ingenua manera de contar la historia del papá que se había ido a «la ciudad santa de Rishikesh a practicar yoga». El viejo granuja debía haberse juntado con una amante y había tenido que hacerse cargo de una prole de bastardos, pensó con una sonrisa admirada. Hay que ver cómo puede uno salirse con la suya en los pueblos… Bostezó, estiró los brazos y se dio una palmada en el estómago.

—¡Así que ahora sois huérfanos! Pobres muchachos. Uno ha de arrimarse siempre a su familia. ¿Qué otra cosa hay en esta vida? —Se dio unas friegas en el estómago. «Fíjate cómo me miran: como si fuera un rey», se dijo, sintiéndose de pronto importante. Un sentimiento que no había experimentado a menudo desde que había llegado a Kittur.

Se rascó las piernas.

—¿Y cómo van las cosas por el pueblo?

—Aparte de la sequía, todo sigue igual, tío.

—¿Habéis llegado en autobús? —preguntó. Y enseguida—: ¿Y habréis venido andando desde la estación, no? —Se levantó de golpe—. ¿Un autorickshaw? ¿Cuánto habéis pagado? Esos tipos son unos ladrones. ¡Siete rupias! —Se puso rojo de rabia—. ¡Imbéciles! ¡Sois unos cretinos!

Con la excusa de su indignación porque los habían timado, el tendero dejó de hacerles caso durante media hora.

Vittal se quedó en un rincón, cabizbajo y humillado. Keshava miró alrededor. Detrás del tendero había grandes pilas rojas y blancas de dentífrico Colgate y Palmolive y tarros de leche Horlicks; un montón de paquetes relucientes de polvo de malta colgaban del techo, como banderines nupciales; y en la entrada, amontonadas en pirámides, había botellas azules de queroseno y botellas rojas de aceite de cocina.

Keshava era un chico menudo y delgado de tez oscura, con unos ojos enormes de mirada persistente. Algunos de los que lo conocían decían que tenía la energía de un colibrí y que siempre andaba revoloteando por ahí y dando la lata. Otros lo consideraban perezoso y melancólico, capaz de quedarse sentado mirando el techo durante horas. Él sonreía y miraba para otro lado cuando lo reñían por su conducta, como si no tuviera una idea clara de sí mismo ni supiera muy bien qué decir.

El dueño de la tienda volvió a sacar la botella de aguardiente y dio otro trago, lo cual pareció mejorar su humor de nuevo.

—Aquí no bebemos como en los pueblos —dijo, sosteniéndole la mirada a Keshava—. Sólo un traguito de vez en cuando. Los clientes nunca me ven borracho. —Guiñó un ojo—. Así funcionan las cosas en la ciudad: puedes hacer lo que quieras, siempre que nadie se dé cuenta.

Después de bajar las persianas del local, guio a Vittal y a Keshava alrededor del mercado. Por todas partes había hombres durmiendo en el suelo, apenas cubiertos con sábanas livianas. Janardhana les hizo algunas preguntas por el camino y los llevó a un callejón, detrás del mercado, ocupado enteramente por una hilera de hombres, mujeres y niños que dormían tumbados en la calzada. Keshava y Vittal retrocedieron horrorizados al ver que empezaba a negociar con uno de ellos.

—Si duermen aquí, habrán de pagar al Jefe —dijo el tipo.

—¿Y qué hago yo con ellos? ¡En alguna parte han de dormir!

—Tú verás si quieres arriesgarte. Pero si has de dejarlos aquí, prueba al fondo.

El callejón terminaba en un muro que tenía un escape de agua permanente; las tuberías de desagüe, por lo visto, habían quedado mal ensambladas. En un rincón, un enorme cubo de basura desprendía un hedor espantoso.

—¿El tío no va a llevarnos a su casa, hermano? —susurró Keshava al ver que el dueño de la tienda desaparecía, después de darles algunos consejos sobre cómo dormir al aire libre.

Vittal le dio un pellizco.

—Tengo hambre —dijo Keshava, al cabo de unos minutos—. ¿No podemos llamar al tío y pedirle comida?

Los dos hermanos se hallaban el uno junto al otro, muy cerca del cubo de basura.

Vittal, por toda respuesta, se cubrió por completo con su sábana y se quedó inmóvil allí dentro, como un capullo.

Keshava no podía creer que alguien pensara que iba dormir allí; y con el estómago vacío, encima. Por mal que hubieran estado las cosas en casa, allí siempre había habido al menos algo que comer. Ahora todas las frustraciones de la noche se mezclaban con la fatiga y el desconcierto, y no se le ocurrió otra cosa que atizarle una patada a aquella figura amortajada que tenía al lado. Su hermano, como si hubiese estado esperando una provocación parecida, se arrancó la sábana de un tirón, le agarró la cabeza con las dos manos y se la aporreó dos veces contra el suelo.

—Si haces un ruido más, te juro que te dejo solo en esta ciudad. —Luego se cubrió otra vez y le dio la espalda.

Y aunque le había hecho daño, Keshava tenía aún más miedo de lo que le había dicho su hermano y cerró el pico.

Allí tendido, con la cabeza dolorida, Keshava se preguntaba vagamente cuándo se decidía que tal y tal tipo fuesen hermanos; y cómo llegaba la gente a la Tierra, y cómo la abandonaba. Una simple curiosidad desganada. Luego empezó a pensar en comida. Estaba metido en un túnel y ese túnel era el hambre que sentía, y al final del túnel, si seguía adelante —se prometió a sí mismo—, habría una gran pila de arroz cubierta de lentejas humeantes y de gruesos pedazos de pollo.

Abrió los ojos; había estrellas en el cielo. Las miró fijamente para abstraerse del hedor de la basura.

Cuando llegaron a la tienda a la mañana siguiente, el tendero estaba colgando bolsas de polvo de malta en los ganchos del techo con un palo muy largo.

—Tú —dijo, señalando a Vittal. Le enseñó cómo debía enganchar la bolsa de plástico en la punta del palo y cómo había de izarlas y colocarlas en los ganchos—. Hacen falta tres cuartos de hora para hacerlo; a veces, una hora. No quiero que te apresures demasiado. ¿No te importará trabajar, no?

Y con el tono redicho típico de los ricos, añadió:

—En este mundo, si un hombre no trabaja, no come.

Mientras Vittal colgaba bolsas de plástico en el techo, el tendero le dijo a Keshava que se sentara detrás del mostrador. Le dio seis hojas impresas en las que salían caras de actrices de cine y seis cajas de varillas de incienso. El chico tenía que recortar las fotos, ponerlas encima de las cajas y envolverlas enseguida con celofán y cinta adhesiva.

—Con chicas guapas en la caja, puedes cobrar diez paisas más —le dijo—. ¿Sabes quién es? —Señaló la foto que Keshava había recortado—. Es muy famosa en las películas hindi.

Keshava empezó a recortar la foto de la siguiente actriz. Justo delante, bajo el mostrador, veía el hueco donde el dueño de la tienda tenía escondida la botella de licor.

A mediodía apareció la esposa con el almuerzo. Examinó a Vittal, que rehuyó su mirada, y luego a Keshava, que la miró fijamente. Luego dijo:

—No hay comida para los dos. Envíale uno al barbero.

Keshava, siguiendo las instrucciones que se había aprendido de memoria, se abrió paso por una serie de calles desconocidas y llegó a una zona de la ciudad donde encontró a un barbero trabajando en la calle. Tenía su puesto junto a una pared y había colgado el espejo con un clavo entre un rótulo de planificación familiar y un póster contra la tuberculosis.

Frente al espejo, había un cliente en una silla envuelto en un trapo blanco. El barbero lo estaba afeitando. Keshava esperó hasta que el cliente se hubo marchado.

El barbero lo inspeccionó de arriba abajo, rascándose la cabeza.

—¿Qué clase de trabajo puedo ofrecerte, muchacho?

Al principio no se le ocurrió nada, salvo que les sostuviera el espejo a los clientes para que se mirasen bien una vez afeitados. Luego le pidió a Keshava que les cortara las uñas de los pies y los callos mientras él les hacía la barba. Luego le dijo que barriera el pelo de la acera.

—Ponle un poco de comida también, es un buen chico —le dijo a su esposa, cuando apareció a las cuatro con té y galletas.

—Es el chico del tendero; ya puede conseguir comida por su cuenta. Y es un hoyka, ¿no querrás que comamos con él?

—Es buen chico, dale algo de comer. Sólo un poquito.

Cuando el barbero vio cómo engullía Keshava las galletas, comprendió por qué se lo había enviado el tendero.

—¡Dios mío! ¿No has comido nada en todo el día?

A la mañana siguiente, cuando Keshava se presentó allí, el barbero le dio una palmadita en la espalda. Aún no sabía exactamente qué hacer con él, pero eso ya no parecía preocuparle; sabía que no podía dejar que el pobre muchacho, con aquella cara tan dulce, se muriera de hambre todo el día en el local del tendero. A mediodía, le dieron de almorzar. La esposa del barbero no paraba de gruñir, pero él le sirvió en el plato unos buenos cucharones de curry de pescado.

—Trabaja duro, se lo merece.

Aquella tarde, Keshava acompañó al barbero en la ruta que hacía a domicilio; iban de casa en casa y aguardaban en el patio trasero a que salieran los clientes. Keshava colocaba la silla de madera y el barbero le rodeaba el cuello al cliente con el trapo blanco y le preguntaba cómo quería que le cortase esta vez. Al terminar, el barbero sacudía con fuerza el trapo para quitar todos los pelos; luego, mientras salían y se dirigían a la siguiente cita, le hacía comentarios sobre el cliente.

—A éste no se le levanta —le dijo una de las veces—; se nota por lo flácido que tiene el bigote. —Al ver la expresión perpleja de Keshava, añadió—: Me parece que aún no sabes nada de esa parte de la vida, ¿eh, chico? —Y enseguida, arrepintiéndose de la confidencia, le susurró—. No lo repitas delante de mi mujer.

Cada vez que cruzaban la calle, lo agarraba de la muñeca.

—Esto es muy «peligroso» —decía, pronunciando la palabra clave en inglés e imprimiéndole una especie de temblor, que le confería todo su exótico dramatismo—. En esta ciudad, te descuidas un momento y adiós. «Peligroso».

Por la noche, Keshava regresó al callejón, detrás del mercado. Su hermano yacía boca abajo, dormido como un tronco y tan agotado, al parecer, que no había tenido fuerzas ni para taparse. Keshava le dio la vuelta, desenrolló la sábana y lo cubrió hasta la nariz.

Como Vittal ya estaba dormido, se pegó bien a él con su jergón, de modo que sus brazos se tocaban, y se durmió mirando las estrellas.

Un ruido horrible lo despertó en mitad de la noche: tres gatitos se perseguían alrededor de su cuerpo. Por la mañana, vio que su vecino les daba un cuenco de leche. Tenían el pelaje amarillo y las pupilas alargadas, como marcas de uñas.

—¿Ya tenéis preparado el dinero? —le dijo el vecino, cuando se acercó a acariciar a los gatitos.

Le explicó que los dos tenían que pagar una tarifa al «jefe» local, uno de los que cobraban a los vagabundos de Kittur a cambio de «protección»… de él mismo, sobre todo.

—Pero ¿dónde está el Jefe? Mi hermano y yo no lo hemos visto nunca.

—Esta noche lo verás. Es lo que nos han dicho. Tened preparado el dinero si no queréis que os dé una paliza.

Durante las semanas siguientes, Keshava adoptó una rutina diaria. Por las mañanas trabajaba con el barbero; cuando terminaba, podía hacer lo que quisiera. Solía vagar por el mercado, que a él le parecía rebosante de cosas relucientes y carísimas. Hasta las vacas que comían basuras le parecían mucho más grandes que las del pueblo. Se preguntaba qué habría en las basuras del mercado para que engordaran tanto. Una vaca negra, con unos cuernos enormes, se paseaba por allí dentro como un animal mágico de otra tierra. Él solía montarse en las vacas del pueblo y le habría gustado montar a aquel animal, pero allí, en la ciudad, le daba miedo hacerlo. En Kittur parecía haber comida por todas partes; ni siquiera los pobres se morían de hambre. Veía que los mendigos comían junto al templo jainista. Observaba a un tendero que trataba de dormir en medio del alboroto del mercado, tapándose la cabeza con un casco de moto. Miraba las tiendas que vendían pulseras de vidrio, camisas y camisetas envueltas en bolsas de celofán, mapas de la India con los nombres de todos los estados.

—¡Eh! ¡Quítate de en medio, pueblerino!

Era un hombre con un carro de bueyes lleno hasta los topes de cajas de cartón. Se preguntó qué habría dentro.

Le habría gustado tener una bicicleta para recorrer a toda velocidad la avenida y sacarles la lengua a aquellos carreteros arrogantes que lo trataban con grosería. Aunque lo que más le habría gustado era ser revisor de autobús. Se colgaban de un lado de la carrocería y le gritaban a la gente que se diera prisa o soltaban improperios cuando los adelantaba un autobús rival. Tenían un uniforme caqui y un silbato negro colgado del cuello con un cordón rojo.

Una noche, toda la gente en el mercado levantó la vista y se puso a mirar a un mono que había empezado a caminar por un cable del teléfono. Keshava lo observó, maravillado. El escroto rosado le colgaba entre las piernas y sus enormes pelotas rojas se bamboleaban a ambos lados del cable. Alcanzó de un salto un edificio que tenía pintado un sol azul con grandes rayos alrededor, y miró desde allí con indiferencia a la multitud.

De repente, un autorickshaw le dio un golpe a Keshava y lo derribó en mitad de la calle. Antes de que pudiera incorporarse, ya tenía delante al conductor, que le gritaba enfurecido.

—¡Levanta, hijo de mujer calva! ¡Levanta! ¡Levanta! —El tipo apretaba los puños, amenazante, y Keshava se cubrió la cara con las manos y empezó a suplicar.

—¡Deja en paz al chico!

Un hombre gordo con un sarong azul se había interpuesto entre ambos y apuntaba al conductor del autorickshaw con un palo. El tipo soltó un gruñido, pero se dio media vuelta y subió a su vehículo.

Keshava quería tomarle las manos al hombre del sarong azul y besárselas, pero ya había desaparecido entre la multitud.

Los gatos lo despertaron una vez más en mitad de la noche. Antes de que pudiera volver a dormirse, se oyó un silbido en el otro extremo del callejón.

—¡El Hermano! —gritó alguien.

Se oyó un murmullo de ropas; todos se apresuraban a levantarse. Un tipo barrigón con camiseta blanca y un sarong azul se alzaba en la boca de la calleja, con las manos en jarras.

—Así pues, queridos amiguitos, ¿os habíais creído que ibais a ahorraros la cuota de vuestro pobre y afligido hermano escondiéndoos aquí?

El tipo fue examinando, uno a uno, a todos los que se hacinaban en el callejón. Keshava descubrió con un sobresalto que era su salvador del mercado. El Hermano pinchaba con su palo a cada hombre y le preguntaba:

—¿Cuánto hace que no me pagas, eh?

Vittal estaba aterrorizado, pero un vecino le susurró:

—No te preocupes. Te hará ponerte en cuclillas y pedirle perdón, y se largará. Sabe que aquí no hay dinero.

Cuando llegó a la altura de Vittal, el barrigón se detuvo y lo miró atentamente.

—Y usted, caballero, mi maharajá de Mysore, si es que puedo molestarle un segundo… ¿Nombre?

—Vittal, hijo del barbero de Gurupura, señor.

—¿Hoyka?

—Sí, señor.

—¿Cuándo llegaste a este callejón?

—Hace cuatro meses —dijo Vittal, sin ocultar la verdad.

—¿Y cuántos pagos me has hecho en ese periodo?

Vittal dijo que ninguno.

El tipo le dio una bofetada y él retrocedió tambaleante, tropezó con sus sábanas y se dio un buen costalazo.

—¡No le pegues! ¡Pégame a mí!

El tipo del sarong azul se volvió hacia Keshava.

—¡Es mi hermano! ¡Mi único pariente en este mundo! ¡Pégame a mí, y no a él! ¡Por favor!

El barrigón bajó el palo y miró al chico, entornando los ojos.

—¿Un hoyka tan valiente? Esto es nuevo. Tu casta está llena de cobardes. O ésa es la experiencia del Hermano en Kittur.

Apuntó a Keshava con el palo y se dirigió a todo el callejón.

—Vosotros, mirad cómo defiende a su hermano. Joven, voy a perdonarle la cuota a tu hermano esta noche. Lo hago por ti.

Le tocó la cabeza a Keshava con el palo.

—Ven a verme el jueves. A la terminal de autobuses. Tengo trabajo para los valientes como tú.

Al día siguiente, el barbero se quedó pasmado cuando Keshava le contó la tremenda suerte que había tenido.

—¿Y quién va a sostener el espejo? —le dijo.

Agarró al chico de la muñeca.

—Es «peligroso» andar con esa gente de los autobuses. Quédate conmigo, Keshava. Puedes venir a dormir a mi casa; así ese Hermano no podrá molestarte; serás como un hijo para mí.

Pero él se había enamorado de los autobuses. Ahora cada día se iba directo a la terminal, al final del mercado Central, para fregar los autobuses con una bayeta y un cubo de agua. Era el más entusiasta de todos los encargados de la limpieza. Cuando estaba dentro del vehículo, se ponía al volante y simulaba conducir. Brum, brum.

—Una buena pieza, ya lo creo —les decía el Hermano a los revisores y conductores, y ellos se reían y asentían.

Mientras se encontraba jugando al volante, hablaba a gritos y con toda clase de palabrotas; pero si alguien lo interrumpía y le preguntaba: «¿Cómo te llamas, bocazas?», se quedaba desconcertado, ponía los ojos en blanco, se daba una palmada en la coronilla y respondía al fin: «Keshava… Sí, eso es. Keshava. Creo que ése es mi nombre». Y ellos se echaban a reír y decían: «¡Este chico está tocado del ala!».

A uno de los revisores le había caído bien y le dijo que se presentara a las cuatro de la tarde.

—Sólo una vuelta, ¿entendido? —le advirtió con aire severo—. Tendrás que bajarte a las cinco y cuarto.

Pero volvió a la estación con Keshava a las diez y media.

—Me da buena suerte —dijo, alborotándole el pelo—. Hoy hemos ganado a todos los autobuses cristianos. Hemos arrasado.

Muy pronto todos los revisores empezaron a invitarlo a sus autobuses. El Hermano, que era un hombre supersticioso, observó el fenómeno y proclamó que Keshava se había traído la buena suerte de su pueblo.

—¡Un joven como tú, con ambición! —dijo, dándole unos golpecitos en el trasero con el palo—. ¡Incluso podrías llegar a ser revisor algún día, bocazas!

—¿De verdad? —Keshava puso unos ojos como platos.

Se subía a los autobuses cuando salían rugiendo por la avenida a las cinco de la tarde, que era la hora punta, encabezados por el número 77.

Se sentaba delante, junto al asiento del conductor, y lo jaleaba como si él solo fuera un equipo de animadores entero.

—¿Vas a dejar que nos ganen? —le decía—. ¿Vas a permitir que los autobuses cristianos adelanten a los hindús?

El revisor se abría paso entre la gente apretujada, entregando billetes y recogiendo las monedas, sin sacarse el silbato de la boca. El autobús aceleraba y no se llevaba alguna vaca por delante de milagro. Avanzando a toda velocidad por la avenida, el número 5 se ponía a la altura del número 243 (un motorista aterrorizado tenía que virar bruscamente para salvar el pellejo) y finalmente adelantaba a su rival entre los vítores de los pasajeros. ¡El autobús hindú había ganado!

Por las noches, fregaba los autobuses y fijaba varillas de incienso en los retratos de los dioses Ganapati y Krishna que había junto al retrovisor.

Los domingos tenía la tarde libre. Exploraba el mercado Central entero, desde las verdulerías hasta las tiendas de ropa que estaban en la otra punta.

Empezó a reparar en los detalles que llamaban la atención de la gente. Aprendió a distinguir las camisas que estaban bien de precio y las que eran un robo; qué tipos de dosas eran buenas y cuáles no. Adquirió los conocimientos refinados del mercado. Aprendió a escupir; no como en el pasado, para aclararse la garganta o despejarse la nariz, sino con cierta arrogancia: con estilo. Cuando volvieron a escasear las lluvias y aparecieron más caras nuevas en el mercado procedentes de los pueblos, se mofaba de ellos: «¡Eh, pueblerinos!». Acabó dominando la vida del mercado. Aprendió a cruzar pese al tráfico incesante, alzando la mano como si fuese una señal de «stop» y moviéndose deprisa, sin hacer caso de los bocinazos irritados.

Cuando había un partido de críquet, todo el mercado hablaba de lo mismo. Keshava iba de puesto en puesto y cada tendero tenía un pequeño transistor negro que crepitaba con mil interferencias mientras emitía la retrasmisión. El mercado entero parecía zumbar como un enjambre y era como si cada celdilla secretara comentarios de críquet.

Por la noche, la gente comía junto a la calle. Cortaban leña, encendían las cocinas y se sentaban en torno a las hogueras, cuyas llamas parpadeantes les daban un aire demacrado, duro y bruñido. Preparaban caldo y, a veces, pescado frito. Él les hacía trabajillos, como llevar botellas vacías, pan, arroz o bloques de hielo a las tiendas cercanas; a cambio, lo invitaban a cenar.

Apenas veía a Vittal. Cuando llegaba al callejón, su hermano ya estaba envuelto en su sabana, roncando suavemente.

Una noche, se llevó una sorpresa. Al barbero le preocupaba que cayera bajo la influencia de los tipos «peligrosos» de la estación y se lo llevó a ver a una película. Lo tomó firmemente de la mano y no lo soltó durante todo el trayecto hasta el cine. Al salir, le dijo que esperase mientras él iba a charlar con un amigo que vendía hojas de paan en la entrada. Durante la espera, Keshava oyó gritos y un tambor y dobló la esquina para averiguar de dónde procedía el ruido. Delante de un parque infantil, había un tipo tocando un enorme tambor; a su lado, sobre una plancha metálica, se exhibían las imágenes de unos hombres fornidos luchando cuerpo a cuerpo en ropa interior.

El tipo del tambor no lo dejó pasar. La entrada valía dos rupias, dijo. Keshava suspiró y se volvió hacia el cine. Pero mientras regresaba vio a varios chicos que escalaban el muro lateral del parque y los siguió.

En la arena, en medio del parque, había dos luchadores; uno con shorts verdes, y el otro, amarillos. Junto al recinto, vio a otros seis o siete luchadores sacudiendo las piernas y los brazos. Nunca había visto hombres con una cintura tan esbelta y hombros tan musculosos; contemplar sus cuerpos ya resultaba emocionante.

—Govind Pehlwan combate con Shamsher Pehlwan —anunció un hombre con un megáfono.

Era el Hermano.

Los luchadores tocaron el suelo y se llevaron los dedos a la frente; luego se embistieron mutuamente como carneros. El de los shorts verdes tropezó y resbaló, y el de los shorts amarillos lo inmovilizó en el suelo; luego la situación se invirtió. La cosa continuó en esta tónica durante un rato, hasta que el Hermano los separó, diciendo: «¡Menuda pelea, ya lo creo!».

Los dos luchadores, cubiertos de polvo, se retiraron a un lado y empezaron a lavarse. Debajo de los shorts, para sorpresa de Keshava, llevaban otro par de shorts y se bañaban con ellos puestos. Uno de los luchadores alargó un brazo sin más ni más y le apretó al otro la nalga. Keshava se frotó los ojos, para asegurarse de que no veía visiones.

—Siguiente combate: Balram Pehlwan lucha con Rajesh Pehlwan —anunció el Hermano.

El pálido barro había adquirido un tono oscuro en el centro, donde la lucha había sido más intensa. Los espectadores estaban sentados en un terraplén cubierto de hierba. El Hermano daba vueltas alrededor de la arena, comentando las incidencias. «¡Uh, uh!», gritaba cuando un luchador inmovilizaba a otro en el suelo. Por encima, revoloteaba una gran nube de mosquitos, como si también a ellos les excitase la pelea.

Keshava se deslizó entre la muchedumbre de espectadores; vio a algunos chicos tomados de la mano, o apoyando la cabeza en el pecho del otro. Le daba envidia; le habría gustado estar allí con un amigo y estrechar su mano entre las suyas.

El Hermano se le acercó y, rodeándole los hombros con un brazo, le guiñó un ojo.

—¿Te has colado, verdad? Pues no es buena idea. El dinero de las entradas va directamente a mi bolsillo, ¡o sea, que me has estafado, granuja!

—He de irme —dijo Keshava, retorciéndose—. Me espera el barbero.

—¡Al diablo con el barbero! —rugió el Hermano.

Sentó a Keshava a su lado y reanudó sus comentarios con el megáfono.

—Yo también fui como tú —le dijo durante un intervalo—. Un chico sin nada. Llegué de mi pueblo con las manos vacías. Y mira en qué me he convertido…

Abrió los brazos, ante la mirada absorta de Keshava, abarcando a los luchadores, a los vendedores de cacahuetes, a los mosquitos, al tipo del tambor en la entrada. El Hermano parecía el dueño de todo lo que había de importante en este mundo.

Aquella noche, el barbero se presentó en el callejón y corrió a abrazar a Keshava, que ya se había echado a dormir.

—¡Eh!, ¿dónde te has metido después de la película? Creíamos que te habías perdido. —Le puso la mano en la cabeza y le alborotó el pelo—. Ahora eres como mi hijo, Keshava. Voy a decírselo a mi esposa, te acogeremos en nuestra casa. Hablaré con ella y luego vendrás conmigo. Ésta es tu última noche aquí.

Keshava miró a Vittal, que había levantado una esquina de la manta para escuchar, aunque volvió a taparse la cabeza enseguida y se dio la vuelta.

—Haz lo que quieras con él —masculló—. Bastante trabajo tengo ya cuidando de mí mismo.

Una noche, mientras Keshava restregaba el suelo del autobús, oyó a su lado los golpes de un bastón.

—¡Bocazas! —Era el Hermano, con su camiseta blanca—. Te necesitamos en el mitin.

Subieron al autobús número 5 a una pandilla de chicos de la terminal y se los llevaron a la plaza Nehru. Se había congregado allí una enorme multitud. Había postes por toda la plaza con banderas en miniatura del Partido del Congreso.

Habían levantado en medio un gran estrado y habían colgado por encima una imagen descomunal de un hombre con bigote y gruesas gafas negras que alzaba los brazos en una especie de bendición universal. Debajo, había seis hombres vestidos de blanco. Un locutor hablaba por un micrófono:

—¡Es un hoyka y se sienta al lado del primer ministro Rajiv Gandhi y le da consejos! ¡Así puede comprobar el mundo entero que los hoykas son dignos de confianza, por muchas falsedades que los bunts y las demás castas superiores hayan propagado sobre nosotros!

Al cabo de un rato, el miembro del Parlamento en persona, el hombre que aparecía en el cartel, se acercó al micrófono.

El Hermano siseó en el acto:

—¡Empezad a gritar!

Las docenas de chicos que estaban de pie en la última fila, inflaron los pulmones y aullaron:

—¡Viva el héroe del pueblo hoyka!

Lo gritaron seis veces y luego el Hermano les ordenó callar.

El gran hombre habló durante más de una hora.

—Habrá un templo hoyka. Digan lo que digan los brahmanes; digan lo que digan los ricos. Habrá un templo hoyka en esta ciudad. Con sacerdotes hoykas. Con dioses hoykas. Y con diosas hoykas. Con puertas hoykas y campanas hoykas, ¡y hasta con felpudos y pomos hoykas! ¿Por qué? ¡Porque somos el noventa por ciento de esta ciudad! ¡Porque tenemos derechos! ¡Somos el noventa por ciento! ¡El noventa por ciento!

El Hermano ordenó a los chicos que gritaran. Todos obedecieron; Keshava se le acercó y le dijo al oído:

—Pero no somos el noventa por ciento. No es cierto.

—Tú calla y sigue gritando.

Al concluir el acto, empezaron a distribuir botellas de licor desde unos camiones. La gente se daba empujones para llevarse una.

—Eh —le dijo el Hermano a Keshava—. Tómate un trago, venga, te lo mereces. —Le dio una palmada en la espalda y los demás lo forzaron a echar un trago, que le provocó un ataque de tos.

—¡Nuestro mejor vociferador de consignas!

Aquella noche, cuando Keshava volvió por fin al callejón, Vittal lo esperaba con los brazos cruzados.

—Estás borracho.

—¿Y qué? —replicó él, golpeándose el pecho—. ¿Quién te has creído que eres, mi padre?

Vittal miró al vecino, que jugaba con los gatos, y gritó:

—Este chico está perdiendo toda la decencia en esta ciudad. Ya no es capaz de distinguir el bien del mal. Anda por ahí con matones y borrachos.

—No digas esas cosas del Hermano, te lo advierto —murmuró Keshava con voz ronca.

Pero Vittal no se detuvo.

—¿Qué demonios haces, si no, vagando por la ciudad a estas horas? ¿Crees que no sé en qué clase de animal te has convertido?

Agitó el puño hacia él, pero Keshava le agarró la mano.

—No me toques.

Y sin saber muy bien lo que hacía, recogió su petate y echó a andar por el callejón.

—¿Adónde crees que vas? —gritó Vittal.

—Me marcho.

—¿Y dónde vas a dormir esta noche?

—Con el Hermano.

Ya casi había salido del callejón cuando oyó a Vittal llamándolo a gritos. Tenía la cara llena de lágrimas. Pero no bastaba con que lo llamara; quería que Vittal corriera a buscarlo, que lo tocara y abrazara, que le suplicara que volviera.

Notó una mano en el hombro; el corazón le dio un brinco. Pero no vio a Vittal al volverse, sino al vecino. Enseguida, llegaron también los gatos y se pusieron a lamerle los pies y a maullar enloquecidos.

—¡Vittal no hablaba en serio, ya lo sabes! Está preocupado por ti, simplemente. Te has juntado con gente peligrosa. Olvida lo que te ha dicho y vuelve.

Keshava se limitó a menear la cabeza.

Era las diez de la noche. Caminó hasta el taller de reparación de autobuses. En la oscuridad, había dos hombres con máscaras cortando metal con una llama azul; saltaban chispas, se oía un chirrido estridente y le llegaba el olor acre del humo.

Al rato, sin quitarse la máscara, uno de los hombres le señaló hacia delante; Keshava no entendió qué quería decir, pero siguió hacia el fondo. En la penumbra, distinguió al Hermano, repantigado en una silla de mimbre con el torso desnudo, y a una mujer que estaba en cuclillas masajeándole los pies.

—Hermano, déjame quedarme aquí. No tengo adónde ir, Vittal me ha echado.

—¡Pobre muchacho! —Miró la mujer que le frotaba los pies—. ¿Ves lo que sucede con la estructura familiar en este país? ¡Hermanos que echan a la calle a sus hermanos!

Se levantó de la silla y llevó a Keshava a un edificio cercano, que, según dijo, era un albergue que reservaba para los mejores trabajadores de la terminal. Abrió una puerta; había una fila de camastros ocupados. El Hermanó sacó de un tirón una colcha. Un chico yacía dormido con la cabeza entre las manos.

El Hermano lo despertó con unos cachetes.

—Levántate y sal de aquí.

Sin protestar siquiera, el chico empezó a recoger sus cosas. Se refugió en un rincón y se puso en cuclillas; estaba demasiado confuso para pensar adónde ir.

—¡Fuera de aquí! ¡Llevas tres semanas sin presentarte en el trabajo! —gritó el Hermano.

Keshava se apiadó de aquella figura acuclillada; quería gritar: «¡No lo eches, Hermano!». Pero comprendió enseguida la situación. O el chico o él. Uno de los dos ocuparía el camastro.

Unos instantes más tarde, el otro había desaparecido.

Había una cuerda de tender suspendida entre dos vigas y los chicos dejaban allí colgados los sarongs blancos de algodón, que se solapaban unos con otros como un ejército de fantasmas. Las paredes estaban cubiertas de carteles de actrices y del dios Ayappa, sentado sobre su pavo real. Los demás se habían apiñado a distancia, mirándolo y mofándose de él.

Sin hacerles caso, sacó sus cosas: su camisa de repuesto, un peine, media botella de aceite para el pelo, cinta adhesiva y seis fotos de actrices de cine, que había robado de la tienda de su pariente. Las pegó con la cinta junto a su camastro.

Los otros chicos se acercaron enseguida.

—¿Sabes cómo se llaman estas bellezas de Bombay?

—Ésta, Hema Malini —dijo—, y esa otra, Rekha, que está casada con Amitabh Bachhan.

Su afirmación provocó una oleada de risitas.

—No es su esposa, chico. Es su novia. Se la tira cada domingo en una casa de Bombay.

Se enfadó tanto al oírlo que se puso de pie y empezó a gritarles como un loco. Luego se tumbó boca abajo y se quedó así una hora.

—Qué tipo más lunático. Delicado y lunático como una dama.

Se tapó la cabeza con la almohada. Se puso a pensar en Vittal, a preguntarse dónde estaría y por qué no se habría quedado a su lado. Empezó a sollozar en la almohada.

Se le acercó otro chico.

—¿Tú eres hoyka?

Keshava asintió.

—Yo también —dijo el otro—. Todos éstos son bunts. Nos desprecian. Deberíamos mantenernos unidos tú y yo. —Y añadió, entre susurros—: Te advierto una cosa. Uno de los chicos se dedica a meneársela a los demás por las noches.

Keshava se sobresaltó.

—¿Cuál?

Se pasó la noche despierto. Cada vez que alguien se acercaba, se incorporaba en el camastro. Sólo por la mañana, al ver que todos se reían de un modo histérico mientras se cepillaban los dientes, comprendió que le habían tomado el pelo.

Al cabo de una semana, ya daba la impresión de que hubiera pasado toda su vida en el albergue.

Unas semanas más tarde, el Hermano fue a buscarlo.

—Ha llegado tu gran día, Keshava —le dijo—. Anoche hubo una fuerte riña en una taberna y mataron a uno de los revisores.

Le alzó un brazo, como si acabase de ganar un combate de lucha libre.

—¡El primer revisor hoyka de nuestra compañía! ¡Un orgullo para su gente!

Keshava fue nombrado revisor de uno de los veinticinco autobuses que hacían la ruta número 5. Le dieron un uniforme caqui nuevo, además del silbato negro con cordón rojo y de un taco de billetes de color granate, verde y gris, todos marcados con el número 5.

Mientras circulaban, se asomaba fuera del autobús con el silbato en los labios, sujetándose en un barrote de metal; tenía que tocarlo una vez para que el conductor parara y dos para que siguiera adelante. En cuanto se detenía, saltaba a la calzada y gritaba a los pasajeros: «¡Suban!, ¡suban!». Aguardaba a que el autobús empezara a moverse, trepaba de un salto a los peldaños que colgaban de la puerta y se agarraba de la barandilla. Entre gritos y empujones, se abría paso en el interior abarrotado, recogía el dinero y entregaba los billetes. En realidad no necesitaba los billetes para nada: conocía a cada pasajero de vista. Pero era la costumbre y él la seguía. Arrancaba el billete del taco y se lo entregada a cada pasajero, o se lo lanzaba por el aire si no llegaba.

Por la noche, los demás chicos de la limpieza, maravillados por su rápido ascenso, se apiñaron a su alrededor.

—¡Arreglad eso! —gritó, señalando la barra de la que se colgaba—. Está suelta y no soporto oír cómo traquetea todo el día.

—Tampoco es tan divertido —les explicó después, cuando terminaron el trabajo y se agazaparon a su lado, mirándolo con unos ojos como platos—. Claro que hay chicas en el autobús, pero no puedes atosigarlas: eres el revisor, al fin y al cabo. Y además, todo el rato tienes la preocupación de que esos cristianos hijos de puta nos adelanten y nos roben clientes. No, señor; no es nada divertido.

Al empezar las lluvias, tenía que bajar la lona de cuero de las ventanillas para que no se mojasen los pasajeros. Aun así, el agua se filtraba y el autobús acababa completamente húmedo; el parabrisas quedaba cubierto de riachuelos plateados que se pegaban al cristal como gruesas gotas de mercurio; el mundo exterior se volvía brumoso y él tenía que agarrarse de la barra y asomarse para que el conductor no se equivocara de camino.

Un día, a última hora, mientras se hallaba tendido en el camastro del albergue (después de que uno de los chicos le secara el pelo con una toalla blanca y otro le hiciera un masaje en los pies: sus nuevos privilegios), entró el Hermano en el dormitorio con una bicicleta oxidada.

—Ya no puedes ir a pie por la ciudad. Ahora eres un pez gordo. Y quiero que mis revisores se muevan por ahí a lo grande.

Keshava apoyó la bici en el camastro. Y más tarde, los demás observaron divertidos que se iba a dormir con la bicicleta pegada a su lado.

Una noche vio a un lisiado en la terminal, sentado con las piernas cruzadas (se le veía la punta de madera de su pierna artificial), con una taza de té humeante en las manos.

Uno de los chicos sofocó una risita.

—¿No reconoces a tu patrocinador?

—¿Qué quieres decir?

—¡La bicicleta que tienes ahora era de ese hombre!

El chico le explicó que el lisiado había sido revisor como él, pero que se había caído del autobús y un camión le había aplastado las piernas. Habían tenido que amputarle una.

—¡Gracias a eso tienes tu propia bicicleta! —dijo con una risotada, dándole una efusiva palmada en la espalda.

Cuando Keshava no estaba en el autobús, el Hermano lo enviaba a hacer repartos con la bici. Una vez tuvo que atar una barra de hielo en la parte trasera y hacer todo el trayecto hasta el centro para dejarla en casa de Mabroor Engineer, el hombre más rico de la ciudad, que se había quedado sin cubitos para el whisky. Pero por las noches podía usar la bicicleta a su antojo, lo cual, normalmente, significaba bajar a toda velocidad por la avenida principal junto al mercado Central. Las tiendas destellaban a ambos lados a la luz de las farolas de parafina, y todas aquellas luces y colores le excitaban hasta tal punto que soltaba el manillar y gritaba de alegría, y poco le faltaba a veces para chocar con algún autorickshaw.

Todo parecía irle bien. Una mañana, sin embargo, los chicos del dormitorio se lo encontraron tirado en la cama, mirando fijamente la foto de una actriz. Se negaba a moverse.

—Ya está otra vez enfurruñado —dijo uno de ellos—. Eh, ¿por qué no te haces una paja? Te sentirás mejor.

Al día siguiente se fue a ver al barbero. El viejo no estaba en casa. Su esposa aguardaba en la silla del barbero, peinándose.

—Espéralo aquí. Siempre está hablando de ti. Te echa mucho de menos, ¿sabes?

Keshava asintió. Hizo sonar sus nudillos y se paseó alrededor de la silla tres o cuatro veces.

Esa noche, en el dormitorio, los demás chicos lo agarraron entre todos mientras se cepillaba el pelo y lo arrastraron fuera.

—Este tipo lleva días enfurruñado. Ya es hora de que lo llevemos con una mujer.

—No —dijo—. Esta noche, no. Tengo que ir a casa del barbero. Prometí que iría…

—¡Nosotros sí que te vamos a llevar al barbero, ya verás! ¡Ésa te va a afeitar de lo lindo!

Lo metieron en un autorickshaw y se lo llevaron al Bunder. Había una prostituta que se «veía» con los hombres en una casa que quedaba al lado de la fábrica de camisas y, aunque él les gritaba que no quería, ellos le respondían que eso lo curaría de su malhumor y lo volvería normal, como todo el mundo.

Y sí: pareció más normal en los días siguientes. Una tarde, al acabar su turno, vio a un nuevo chico de la limpieza, una de las últimas adquisiciones del Hermano, escupiendo en el suelo mientras fregaba; Keshava lo llamó y le dio una bofetada.

—No se te ocurra escupir en el autobús, ¿entendido?

Era la primera vez en su vida que abofeteaba a alguien.

Le resultó agradable. A partir de entonces, empezó a pegar a los chicos de la limpieza, tal como los demás revisores.

Continuaba en el autobús número 5 y cada vez se le daba mejor su trabajo. No se le escapaba ni una. A los chicos que trataban de sacarse un viaje gratis desde el cine con sus pases escolares, les decía:

—Ni hablar. Los pases funcionan sólo si vais o volvéis del colegio. Si es una escapada, tenéis que pagar la tarifa completa.

Uno de aquellos chicos era un problema serio: un tipo alto y guapo, con una camisa confeccionada en Bombay, a quien sus compinches llamaban Shabbir. Keshava se dio cuenta de que la gente miraba su camisa con envidia. Se preguntaba por qué tomaría el autobús un tipo como aquél; la gente de su clase tenía su propio coche, con chófer y todo.

Una tarde, cuando el autobús se detuvo frente al colegio de chicas, el ricachón se acercó a los asientos reservados a las mujeres y se inclinó junto a una joven.

—Perdone, señorita Rita. Sólo quiero hablar con usted.

Ella se volvió hacia la ventanilla, apartándose de él.

—¿Por qué no habla conmigo? —Sonreía con aire depravado; sus compañeros silbaban y aplaudían desde el fondo.

Keshava se plantó a su lado de un salto.

—¡Ya basta! —Cogió del brazo al ricachón y lo apartó de la chica—. Nadie molesta a las mujeres en mi autobús.

El tal Shabbir le lanzó una mirada furiosa. Keshava se la devolvió.

—¿Me has oído? —Rompió un billete y se lo tiró a la cara para subrayar la advertencia—. ¿Me has oído?

El ricachón sonrió.

—Sí, señor —dijo, y le tendió la mano como si pretendiera estrechársela. Keshava se la dio, perplejo, mientras los de la última fila estallaban en carcajadas. Cuando retiró la mano, se encontró un billete de cinco rupias.

Sin dudarlo, tiró el billete a los pies del ricachón.

—Vuelve a intentarlo, hijo de mujer calva, y te sacaré volando del autobús.

Mientras se bajaba, la chica miró a Keshava con gratitud y él comprendió que había hecho lo que debía.

Uno de los pasajeros le susurró:

—¿No sabes quién es ese chico? Su padre es el dueño del videoclub y es amigo íntimo del miembro del Parlamento. ¿Ves esa insignia que reza «CD» en el bolsillo de su camisa? Su padre le compra esas camisas en una tienda de Bombay. Cada una cuesta cien rupias, según dicen, o quizá doscientas.

—En mi autobús —dijo Keshava—, será mejor que se comporte. Aquí no hay ricos ni pobres; todo el mundo compra el mismo billete. Y nadie molesta a las mujeres.

Aquella noche, cuando el Hermano se enteró del incidente, le dio un abrazo:

—¡Mi valeroso revisor! ¡Estoy orgulloso de ti!

Le alzó la mano a Keshava y los demás aplaudieron.

—¡Este chico de pueblo les ha enseñado a comportarse a los ricos de ciudad que suben al número 5!

A la mañana siguiente, mientras se asomaba fuera del autobús y tocaba el silbato para darle ánimos al conductor, la barra dio un chasquido y se desprendió. Keshava se cayó del vehículo, que iba a toda marcha, se estrelló contra el suelo, salió rodando y acabó golpeándose la cabeza con el bordillo.

Durante los días que siguieron, sus compañeros de albergue se lo encontraban acurrucado en la cama, siempre al borde de las lágrimas. Se le había caído la venda de la cabeza y ya no le salía sangre. Pero él permanecía en silencio. Cuando le daban un achuchón, Keshava movía la cabeza y sonreía, como diciendo: «Sí, estoy bien».

—Entonces, ¿por qué no sales y vuelves al trabajo?

Él no contestaba.

—Está de mal fario todo el día. Nunca lo habíamos visto así.

Pero luego, tras cuatro días sin presentarse en la terminal, volvieron a verlo asomado al autobús y gritando a los pasajeros, con el mismo aspecto de siempre.

Pasaron dos semanas. Una mañana, notó una mano poderosa en el hombro. El Hermano en persona había ido a verlo.

—Me he enterado de que en la última semana sólo has trabajado un día. Eso está muy mal, hijo. No puedes ponerte así. Tú habrías de estar lleno de vida —le dijo agitando un puño ante sus narices, como para demostrarle la intensidad de la vida.

El chico de al lado se llevó un dedo a la sien.

—No le afecta nada. Está chiflado. Ese golpe en la cabeza lo ha dejado convertido en un imbécil.

—Siempre ha sido un imbécil —dijo otro, que se estaba peinando ante el espejo—. Ahora lo único que quiere es dormir y comer gratis en este albergue.

—¡Silencio! —ordenó el Hermano, blandiendo su bastón hacia ellos—. ¡Nadie habla así de mi mejor vociferador de consignas!

Le tocó suavemente la cabeza a Keshava con el bastón.

—¿Has oído lo que dicen de ti, Keshava? Que estás fingiendo para robarle al Hermano comida y alojamiento. ¿Has oído las cosas insultantes que dicen de ti?

Keshava rompió a llorar. Pegó las rodillas al pecho, apoyó en ellas la cabeza y siguió sollozando.

—¡Mi pobre muchacho!

Hasta el Hermano estaba al borde de las lágrimas. Se acercó y abrazó al chico.

—Alguien tiene que avisar a la familia —dijo, mientras salía—. No podemos tenerlo aquí si no trabaja.

—Se lo hemos dicho a su hermano —dijeron los chicos.

—¿Y?

—No quiere saber nada de Keshava. Dice que ya no existe ningún vínculo entre ellos.

El Hermano dio un puñetazo en la pared.

—¡Mirad cómo se ha deteriorado la vida familiar en nuestros días! —Agitó el puño, que le había quedado dolorido del impacto—. Ese tipo ha de cuidar de su hermano. ¡No tiene alternativa! —bramó, azotando el aire con el bastón—. ¡Ya le enseñaré yo a ese pedazo de mierda! ¡Le obligaré a recordar sus deberes con su hermano menor!

Nadie llegó a echarlo, pero una noche, al regresar al albergue, Keshava se encontró a otro sentado en su camastro. El tipo estaba repasando con el dedo el contorno de las caras de las actrices y los demás se mofaban de él:

—Ah, o sea, ¿que es su esposa? ¡No lo es, idiota!

Era como si aquel chico hubiera ocupado siempre aquel sitio y como si los demás hubieran sido siempre sus compañeros.

Keshava se alejó sin más. No tenía ganas de pelearse para recuperar su camastro.

Aquella noche se sentó junto a las puertas cerradas del mercado Central y algunos de los vendedores callejeros lo reconocieron y le dieron de comer. Él no les dio las gracias; ni siquiera los saludó. La cosa se repitió unos cuantos días. Al final, uno de ellos le dijo:

—En este mundo, un tipo que no trabaja, no come. Aún no es demasiado tarde; vete a ver al Hermano, pídele perdón y suplícale que te vuelva a dar tu antiguo puesto. Ya sabes que él te considera como de la familia…

Durante varias noches, vagabundeó por los alrededores del mercado. Un día sus pasos lo llevaron al albergue. El Hermano estaba sentado en la sala mientras la mujer le daba un masaje en los pies.

—Ese vestido que llevaba Rekha en la película —estaba diciendo— era precioso, ¿no crees?

Entonces entró Keshava.

—¿Qué quieres? —dijo el Hermano, levantándose de golpe.

Keshava trató de ponerlo en palabras. Extendió los brazos hacia el hombre del sarong azul.

—¡Este hoyka idiota está loco! ¡Y apesta! ¡Sacadlo de aquí!

Lo arrastraron afuera entre varios y lo tiraron al suelo. Luego le patearon las costillas con sus zapatos de cuero.

Al rato, oyó pasos y alguien lo levantó. Unas muletas de madera golpearon el suelo y una voz de hombre murmuró:

—Así que el Hermano tampoco sabe qué hacer contigo, ¿no?

Tuvo la sensación de que le ofrecían algo de comer. Lo husmeó; apestaba a mierda y aceite de castor y lo rechazó. Notaba alrededor un olor a basura y volvió la cabeza hacia el cielo; tenía los ojos llenos de estrellas cuando los cerró.