Segundo día (noche):

La colina del Faro

(el pie de la colina)

Se halla usted en una calle flanqueada de viejos banianos. El aire está impregnado del olor a margosas; un águila se desliza en lo alto. Old Court Road: una calle larga y desolada, con fama de ser frecuentada por proxenetas y prostitutas, que desciende desde la cima de la colina hasta el colegio San Alfonso de enseñanza secundaria y preuniversitaria.

Junto a la escuela encontrará una mezquita enjalbegada que se remonta a los tiempos del sultán Tipu. Según una leyenda local, aquí fueron torturados unos cristianos del barrio de Valencia, porque se sospechaba que eran simpatizantes de los británicos. La mezquita es objeto de un conflicto legal entre las autoridades del colegio y una organización islámica; ambas reclaman la propiedad de las tierras en las que se halla enclavada. A los alumnos musulmanes del colegio se les permite abandonar las clases todos los viernes durante una hora para que puedan orar en esta mezquita, siempre que traigan una nota firmada por sus padres o, si éstos trabajan en el Golfo, por un tutor varón.

Enfrente de la mezquita hay una parada de donde salen autobuses directos a Salt Market Village. En la acera hay al menos cuatro puestos callejeros que venden zumo de caña de azúcar, bhelpuri al estilo de Bombay y charmuri a los pasajeros que esperan en la parada.

Una ráfaga de timbres de alarma se disparó a las nueve menos diez, anunciando que aquélla no era una mañana ordinaria. Era una Mañana de Mártires, el trigésimo séptimo aniversario del día en que Mahatma Gandhi había sacrificado su vida para que pudiese vivir la India.

A miles de kilómetros, en el corazón del país, en la fría Nueva Delhi, el presidente estaba a punto de inclinar la cabeza ante la antorcha sagrada. Reverberando por el enorme edificio gótico de la escuela San Alfonso —a través de sus treinta y seis aulas de techo abovedado, de sus dos baños exteriores, de su laboratorio de Química y Biología y del refectorio donde algunos sacerdotes estaban terminando de desayunar—, los timbres de alarma anunciaban que ya había llegado la hora de que la escuela hiciera otro tanto.

En la sala de profesores, el señor D’Mello, el subdirector, dobló el periódico ruidosamente, como un pelícano plegando sus alas. Tras arrojarlo sobre la mesa de madera de sándalo, forcejeó con su oronda panza para ponerse de pie. Fue el último en abandonar la sala.

Seiscientos veintitrés chicos salieron de las aulas a borbotones y, fundiéndose en una larga fila, se dirigieron al patio principal. Al cabo de diez minutos, habían formado un dibujo geométrico: una ceñida cuadrícula alrededor del mástil que había en el centro del patio.

Junto al mástil, se levantaba una vieja plataforma de madera. Y al lado de la plataforma, se hallaba el señor D’Mello, que se llenó los pulmones de aire matinal y gritó: «¡Firmes!».

Los alumnos se irguieron todos al mismo tiempo. ¡Bruuum! Todos los murmullos se acallaron en el acto. Ahora ya reinaba el ambiente adecuado para iniciar la sombría ceremonia.

El invitado de honor se había quedado dormido. La bandera nacional tricolor colgaba en lo alto del mástil, flácida y medio arrugada, indiferente a todas luces a los actos organizados en su honor. Álvarez, el viejo fámulo del colegio, tiró de un cordón azul para sacar de su sopor a aquel recalcitrante trozo de tela y conferirle una tensión más respetable.

El señor D’Mello suspiró y la dejó por imposible. Infló otra vez los pulmones: «¡Saluden!».

La plataforma de madera empezó a crujir ruidosamente: el padre Mendonza, director del colegio, estaba subiendo los peldaños. Cuando el señor D’Mello le hizo una señal, se aclaró la garganta ante un micrófono retumbante y se embarcó en un largo discurso sobre las glorias de los jóvenes muertos por el bien de su país.

Un par de altavoces negros amplificaban su voz nerviosa por todo el patio. Los chicos escuchaban embelesados a su director. El jesuita les decía que la sangre de Bhagat Singh y de Indira Gandhi había fertilizado la tierra que pisaban, y ellos rebosaban de orgullo.

El señor D’Mello guiñaba los ojos con fuerza, pero no perdía de vista a aquellos pequeños patriotas. Sabía que toda esa farsa concluiría de un momento a otro. Después de treinta y tres años en una escuela sólo para chicos, no le quedaba por descubrir ningún secreto de la naturaleza humana.

El director avanzó pesadamente hacia el momento crucial de su discurso.

—Es una vieja costumbre, claro está, que el Día de los Mártires el Gobierno entregue a cada colegio del estado entradas para la Jornada de Cine Gratuito del domingo siguiente —dijo.

Fue como si una corriente eléctrica hubiera sacudido todo el patio. Los chicos aguardaron conteniendo el aliento.

—Pero este año —la voz del director tembló— lamento anunciar que no habrá Jornada de Cine Gratuito.

Durante un momento no se oyó ningún sonido. Luego el patio entero dejó escapar un enorme y doliente gruñido de incredulidad.

—El Gobierno ha cometido un terrible error —dijo el director, tratando de explicarse—. Un error terrible, terrible… Os ha pedido que vayáis a una Casa de Pecado…

D’Mello se preguntó de qué demonios hablaba el director. Ya era hora de poner punto final al discurso y de enviar a los mocosos de vuelta a clase.

—Ni siquiera soy capaz de encontrar las palabras para decíroslo…, ha sido una confusión terrible. Lo siento…, yo…

El señor D’Mello estaba buscando con la vista a Girish cuando un movimiento al fondo del patio captó su atención. Ya empezaban los problemas. Entorpecido por su enorme barriga, descendió trabajosamente del pódium, pero luego se deslizó con sorprendente agilidad entre las filas y se dirigió a la zona conflictiva. Los alumnos se volvían de puntillas para mirarlo mientras se abría paso hacia el fondo. La mano derecha le temblaba.

Un perro marrón había trepado desde el campo de juegos que quedaba por debajo del patio y correteaba por detrás de la última fila. Algunos alborotadores trataban de atraerlo silbando por lo bajini y chasqueando la lengua.

—¡Basta!

El señor D’Mello, que ya estaba jadeando, dio una patada en el suelo hacia el animal. Éste, un perro consentido, se tomó aquel gesto como una zalamería más. El orondo profesor embistió hacia él y lo hizo retroceder, pero cuando se detuvo para tomar aliento, el perro dio la vuelta y corrió a su encuentro.

Los chicos se reían abiertamente. Una oleada de confusión se propagó por el patio. A través de los altavoces, la voz del director parecía tambalearse y tenía un matiz desesperado.

—… vosotros no tenéis derecho a insubordinaros… La Jornada de Cine Gratuito es un privilegio, no un derecho…

—¡Una pedrada! ¡Una pedrada! —le gritó alguien a D’Mello.

En un acceso de pánico, el profesor obedeció. ¡Paf! La piedra le dio en el vientre y el animal, con un gañido de dolor (D’Mello creyó ver un brillo resentido en sus ojos), abandonó el patio de un salto y bajó al campo de juegos.

Una sensación de náuseas le atenazó las entrañas. El pobre bicho había quedado malherido. Al darse la vuelta, vio un mar de caras sonrientes. Uno de ellos lo había incitado a apedrearlo. Se revolvió, agarró a un chico al azar —vacilando sólo una fracción de segundo para asegurarse de que no era Girish— y le dio dos bofetadas con saña.

Cuando D’Mello entró en la sala de profesores, encontró a todos sus colegas reunidos alrededor de la mesa de madera de sándalo. Los hombres iban todos iguales, con camisas de manga corta de colores claros y pantalones marrones o azules acampanados; las contadas mujeres llevaban saris de color amarillo o melocotón de una mezcla de poliéster y algodón.

El señor Rogers, el profesor de Biología y Geología, estaba leyendo en voz alta el programa de la Jornada de Cine Gratuito en un periódico publicado en canarés.

Primera película: Salvad al tigre.

Segunda película: La importancia del ejercicio físico.

Cortometraje: Las ventajas de los deportes nativos.

(con especial atención al kabbadi y al kho-kho).

Después de esta lista inofensiva venía el bombazo:

Dónde enviar a su hijo o a su hija durante

la Jornada de Cine Gratuito (1985):

1. Escuela secundaria masculina Santa Milagres.

Apellidos de la A a la N, cine White Stallion;

de la O a la Z, cine Belmore.

2. Escuela secundaria masculina San Alfonso.

Apellidos de la A a la N, cine Belmore;

de la O a la Z, cine Angel.

—¡La mitad del colegio! —Al señor Rogers la voz le silbaba de pura excitación—. ¡La mitad de nuestro colegio al cine Angel!

El señor Gopalkrishna Bhatt, un joven que había salido hacía sólo un año de la Universidad de Magisterio de Belgaum, solía asumir el papel de coro en aquellas ocasiones. Ahora alzó los brazos con aire fatalista.

—¡Menuda confusión! ¡Mira que enviar ahí a nuestros críos!

El señor Pundit, el profesor de Canarés más veterano, se mofó de la ingenuidad de sus colegas. Era un hombre de pelo plateado y opiniones sorprendentes.

—¡No es ninguna confusión! ¡Lo han hecho a propósito! El cine Angel ha sobornado a esos malditos políticos de Bangalore para que manden a nuestros chicos a una Casa de Pecado.

Ahora los profesores se habían dividido entre aquellos que creían que era una confusión y los que pensaban que se trataba de un truco deliberado para corromper a la juventud.

—¿Usted que cree, señor D’Mello? —dijo el joven señor Bhatt.

En lugar de responder, D’Mello arrastró una silla de mimbre desde la mesa hasta la ventana abierta que había al fondo de la sala. Hacía una mañana soleada y tenía ante él el cielo azul, las colinas ondulantes y una vista del mar de Arabia.

El cielo estaba deslumbrante, lo que invitaba a la meditación. Unas pocas nubes perfectamente formadas, como deseos perfilados y concedidos, flotaban por el azul. El arco del cielo adquiría un tono más intenso a medida que se extendía hacia el horizonte para unirse al límpido trazo del mar de Arabia. El señor D’Mello abrió su mente agitada a la belleza de la mañana.

—Menuda confusión, ¿no?

Gopalkrishna Bhatt se sentó en el alféizar de la ventana, tapándole la vista. Balanceando las piernas alegremente, el joven le dirigió una radiante y desdentada sonrisa a su colega.

—La única confusión, señor Bhatt —repuso el subdirector—, fue la del 15 de agosto de 1947, cuando creímos que este país podía ser gobernado por una democracia del pueblo y no por una dictadura militar.

El joven profesor asintió.

—Sí, cuánta razón tiene. ¿Y qué me dice del Periodo de Emergencia? ¿Acaso no estuvo bien?

—Desperdiciamos la oportunidad —dijo el señor D’Mello—. Y ahora han matado a tiros al único político que hemos tenido que sabía darle al país la medicina que necesita.

Cerró los ojos y se concentró en la imagen de una playa vacía, tratando de evadirse de la presencia de su colega.

—El nombre de su alumno preferido —dijo el señor Bhatt— sale esta mañana en el periódico. En la página cuatro, casi arriba de todo. Debe sentirse orgulloso.

Antes de que pudiera detenerlo, el joven profesor había empezado a leer:

El club Rotary anuncia los nombres de los ganadores

de su Cuarto Concurso Anual Interescolar

de Dicción Inglesa.

Tema: La ciencia, ¿una gran ayuda

o una maldición para la raza humana?

Primer premio: Harish Pai,

escuela secundaria Santa Milagres.

(La ciencia como gran ayuda para la humanidad).

Segundo Premio: Girish Rai,

escuela secundaria San Alfonso.

(La ciencia como maldición).

El subdirector le arrancó de las manos el periódico a su joven colega.

—Señor Bhatt —gruñó—, lo he dicho públicamente a menudo: no tengo favoritos entre mis alumnos.

Volvió a cerrar los ojos, pero su paz se había disipado.

«Segundo premio…». Esas palabras le escocían una vez más. Se había pasado la noche antes del concurso trabajando con Girish: el contenido del discurso, el modo de pronunciarlo, la posición ante el micrófono…, ¡todo! ¿Y sólo un segundo premio? Los ojos se le llenaron de lágrimas. El chico últimamente se estaba acostumbrando a perder.

En la sala se produjo ahora cierta conmoción y, sin abrir los ojos, D’Mello supo que había llegado el director y que todos los profesores se apresuraban a rodearlo con adulación. Él permaneció sentado, aunque no ignoraba que su tranquilidad no iba a durar mucho.

—Señor D’Mello —oyó que decía, con voz nerviosa—. Es una terrible confusión… La mitad de los chicos no podrán ver una película gratis este año.

El profesor apretó los dientes; dobló el periódico brutalmente y se tomó su tiempo para ponerse de pie y darse la vuelta. El padre Mendonza esperaba junto a la mesa, secándose la frente. Era un hombre alto y calvo, con mechones de pelo aceitoso peinados sobre su testa desnuda. Sus grandes ojos miraban a través de unos gruesos cristales y tenía su enorme frente perlada de sudor, como una hoja cubierta de rocío después de un chaparrón.

—¿Puedo hacer una sugerencia, padre?

La mano del director se detuvo con el pañuelo a la altura de las cejas.

—Si no llevamos a los chicos al cine Angel, lo verán como un signo de debilidad. Sólo conseguiremos tener más problemas con ellos.

El director se mordió los labios.

—Pero… los peligros…, uno oye hablar de unos carteles horribles…, de cosas malignas que ni siquiera pueden decirse en voz alta…

—Yo me ocuparé de todo —dijo el señor D’Mello gravemente—. Mantendré la disciplina, le doy mi palabra.

El jesuita asintió, esperanzado. Cuando ya salía de la sala de profesores, se volvió hacia Gopalkrishna Bhatt y, con una voz que denotaba una gratitud inequívoca, le dijo:

—Usted también debería acompañar al subdirector cuando lleve a los chicos al cine Angel…

Las palabras del padre Mendonza reverberaban todavía en su mente mientras se dirigía a su clase de las 11, la primera que daba por la mañana. «Subdirector». Sabía muy bien que él no había sido la primera elección del jesuita. Aquel insulto aún le escocía después de tanto tiempo. El puesto le correspondía con todo derecho por antigüedad. Durante treinta años había enseñado hindi y aritmética y había mantenido el orden en el colegio San Alfonso. Pero el padre Mendonza, que acababa de llegar de Bangalore con su peinado aceitoso y seis baúles de ideas «modernas», manifestó sus preferencias por alguien de aspecto más «elegante». D’Mello tenía ojos y también un espejo en casa. Entendía el significado del comentario.

Él era un hombre obeso que entraba ya en la última fase de la media edad; respiraba jadeando y le salía un matojo de pelos por los orificios de la nariz. La parte principal de su cuerpo era su enorme barriga: una masa de carne que encerraba en sí la amenaza de una docena de paros cardíacos. Para caminar, arqueaba la zona lumbar, ladeaba la cabeza y fruncía la frente y la nariz en lo que parecía una mueca de asco.

—¡Ogro! —coreaban los chicos a su paso—. ¡Ogro! ¡Ogro!

A mediodía, comía junto a su ventana favorita de la sala de profesores un plato de pescado rojo al curry que traía en una fiambrera de acero inoxidable. El olor del curry desagradaba a sus colegas, así que comía solo. Al terminar, llevaba lentamente la fiambrera al grifo público que había fuera. Los chicos interrumpían sus juegos. Como le era imposible inclinarse (por su panza, claro), tenía que llenar de agua la fiambrera y llevársela a los labios. Haciendo gargarismos ruidosamente, escupía un torrente azafranado varias veces. Los chicos gritaban cada vez de placer. Cuando regresaba a la sala de profesores, se apiñaban todos alrededor del grifo: las pequeñas espinas del pescado yacían en la base, como si fueran los primeros depósitos de un arrecife de coral naciente. El asombro y el asco se mezclaba en sus voces, y entonces se ponían a corear todos al mismo tiempo, cada vez con más fuerza: «¡Ogro, ogro, ogro!».

«El principal inconveniente de escoger al señor D’Mello como subdirector es que tiene una excesiva inclinación a los métodos violentos más anticuados», le escribió el entonces joven director al Consejo Jesuita. El señor D’Mello usaba la vara demasiado a menudo y con excesiva violencia. A veces, incluso mientras escribía en la pizarra, tomaba el borrador con la mano izquierda, se daba media vuelta y lo lanzaba por los aires hasta la última fila. Enseguida se oían gritos y el banco se volcaba bajo el peso de los chicos, que se habían tirado al suelo para ponerse a cubierto.

Había hecho cosas peores. El padre Mendonza relató con detalle en su informe una chocante historia que había llegado a sus oídos. Una vez, muchos años atrás, un niño pequeño estaba hablando en la primera fila, justo delante de D’Mello. Él no dijo nada. Permaneció inmóvil en su asiento, dejando que la cólera se fuera caldeando en su interior. Repentinamente, según decían, sufrió un momento de ofuscación. Arrancó al chico de la silla, lo levantó por los aires y, llevándolo al fondo de la clase, lo encerró en un armario. El niño se pasó el resto de la clase dando puñetazos a las paredes. «¡No puedo respirar!», gritaba. Los golpes se volvieron más y más violentos; luego, poco a poco, cada vez más débiles. Cuando abrieron el armario, unos diez minutos después, salía del interior un fuerte olor a orina y el chico, hecho un guiñapo, yacía desmayado.

Estaba además el pequeño detalle de su pasado. El señor D’Mello había pasado en el Seminario de Valencia seis años, estudiando para sacerdote, pero lo abandonó repentinamente, enfrentado a sus superiores. Según decían los rumores, se había atrevido a desafiar el dogma católico, declarando que la política del Vaticano sobre planificación familiar era ilógica en un país como la India. Así pues, lo dejó todo y tiró por la borda seis años de su vida. Otros rumores insinuaban que era un librepensador y que no iba a misa con regularidad.

Pasaron las semanas. El Consejo Jesuita le escribió al padre Mendonza para preguntarle si había tomado ya una decisión. El joven director confesó que aún no había tenido tiempo. Cada día descubría que su deber más acuciante era imponer disciplina a una larga serie de alumnos recalcitrantes. Las mismas caras surgían una mañana tras otra. Hablando en clase. Estropeando las instalaciones del colegio. Atosigando a los chicos más estudiosos.

Un día, una extranjera, una mujer cristiana de Gran Bretaña, que era una generosa benefactora de muchas organizaciones humanitarias de la India, hizo una visita a la escuela. Aquella mañana el padre Mendonza untó de aceite los mechones que le quedaban con especial cuidado. Le pidió al señor Pundit que le ayudara a guiar a la dama británica por el colegio. El profesor de Canarés le habló a la extranjera con toda cortesía de la gloriosa historia de San Alfonso, de sus discípulos más eminentes, de su importante papel en la civilización de aquella región de la India, en tiempos una tierra salvaje infestada de elefantes. El padre Mendonza empezó a tener la sensación de que el señor Pundit era el tipo más inteligente que iba a encontrar en aquel rincón del mundo. Y entonces, súbitamente, la extranjera empezó a dar gritos y a hacer aspavientos de horror. Julian D’Essa, el vástago de los dueños de la plantación de café, se hallaba de pie en el último banco de una clase mostrando sus partes pudendas, mientras sus compañeros se mondaban de risa. El señor Pundit corrió hacia el muy insensato. Pero el daño ya estaba hecho. La benefactora británica se apartó del jesuita y retrocedió mirándolo con ojos horrorizados. ¡Como si él fuese un exhibicionista!

Esa noche, un veterano miembro del consejo llamó al padre Mendonza desde Bangalore para consolarlo. ¿No había acabado vislumbrando la verdad el joven «reformista»? Las modernas ideas educativas estaban muy bien en Bangalore. Ahora, ¿en un paraje atrasado como Kittur, a kilómetros y kilómetros de la civilización…?

—Para dirigir un colegio con seiscientos pequeños salvajes —le dijo el miembro del consejo al joven director, que aún gimoteaba— te hace falta un ogro de vez en cuando.

Dos meses después de su llegada a San Alfonso, el padre Mendonza citó una mañana al señor D’Mello en su despacho. Le dijo que no tenía más remedio que pedirle que prestara sus servicios como subdirector. Para manejar una escuela semejante, declaró el jesuita, necesitaba un hombre como él.

«Detente un momento y recobra el aliento», se dijo D’Mello. Estaba a punto de entrar en clase. A punto de declarar la guerra. El plan había funcionado bien hasta ahora; había entrado por la puerta trasera: un ataque por sorpresa. Suponía que la noticia de que Mendonza había cambiado de opinión sobre el cine Angel ya debería ser de dominio público. Los chicos, naturalmente, la habrían interpretado como una muestra de cobardía por parte de las autoridades del colegio. El peligro era máximo ahora, pero también contaba con una oportunidad única para darles una buena lección.

La clase se hallaba en silencio. Demasiado.

D’Mello entró de puntillas. La última fila, donde se agrupaban los chicos más altos y desarrollados, era una piña silenciosa en torno a una revista. D’Mello se irguió junto a ellos. La revista era la habitual en estos casos.

—Julian —dijo en voz baja.

Todos se volvieron de golpe y la revista cayó al suelo. Julian se puso de pie con una sonrisa. Era el más alto, el más desarrollado de todos los chicos con desarrollo precoz. Un triángulo invertido de vello asomaba ya por su camisa entreabierta y, cuando se arremangaba y alardeaba de musculatura, D’Mello veía que se le hinchaba un grueso y pálido bíceps. Siendo como era el hijo de una dinastía de plantadores de café, Julian D’Essa no podía ser expulsado del colegio. Pero sí se le podía castigar. El pequeño demonio lo miró con una sonrisa lasciva pintada en la cara. D’Mello oía en su interior la voz de D’Essa, incitándolo a emplearse a fondo: «¡Ogro! ¡Ogro! ¡Ogro!».

Alzó al chico por el cuello de la camisa. ¡Ras!, se lo desgarró. El codo le temblaba; lo extendió y le dio un sopapo.

—Fuera de clase, animal…, de rodillas…

Después de sacarlo de un empellón, se puso las manos en las rodillas y procuró recobrar el aliento. Recogió la revista y fue pasando páginas para que las vieran todos.

—Así que ésta es la clase de material que queréis leer, ¿no? ¿Y ahora pretendéis ir al cine Angel? ¿Os creéis que vais a ver los carteles de las paredes, esos murales del pecado?

Recorrió la clase, con el codo aún tembloroso, tronando con voz iracunda. Incluso a los hombres más lujuriosos les daba vergüenza ir al cine Angel. Se tapaban con una capa y deslizaban temerosamente unos billetes en la taquilla. Dentro, las paredes del cine estaban cubiertas de carteles de películas X, que exhibían todas las depravaciones conocidas. Ver una película en aquella sala era corromper a la vez el cuerpo y el alma.

Arrojó la revista contra la pared. ¿Acaso se creían que le daba miedo darles una tunda? ¡No! ¡Él no era uno de esos profesores de la «nueva ola», formados en Bangalore o en Bombay! La violencia era su plato principal y también su postre. La letra con sangre entra.

Se desmoronó en su silla. Le faltaba el aliento. Un dolor sordo extendió sus raíces por todo su pecho. Observó satisfecho que su discurso había surtido efecto. Los chicos permanecían en su sitio sin decir ni pío. La imagen de Julian, de rodillas en el pasillo y con el cuello de la camisa desgarrado, los había aplacado. Pero el señor D’Mello sabía que era sólo cuestión de tiempo, nada más. A los cincuenta y siete años ya no se hacía ilusiones sobre la naturaleza humana. La lujuria inflamaría otra vez de rebeldía sus corazones.

Les ordenó que abrieran el libro de Hindi por la página 168.

—¿Quién va a leer el poema?

La clase permaneció en silencio alrededor de un único brazo alzado.

—Girish Rai, lee.

Un chico con unas gafas tan enormes que resultaban cómicas se puso de pie en el primer banco. Tenía el pelo tupido, peinado con raya en medio, y un rostro pequeño cubierto de granos. No le hacía falta el libro, porque se sabía de memoria el poema.

No, dijo la flor:

«No me arrojes,

ni en el lecho de la virgen

ni en el carro nupcial

ni en la plaza de la Ciudad Alegre».

No, dijo la flor:

«No me arrojes

sino en esa senda solitaria

que recorren los héroes

para morir por su patria».

El chico volvió a sentarse. La clase entera había enmudecido, momentáneamente humillada ante la pureza de su dicción en hindi, aquella lengua extraña.

—Si todos fuerais como este chico —murmuró el señor D’Mello.

Pero no había olvidado que su discípulo favorito le había fallado en el concurso del club Rotary. Les ordenó a todos que copiaran seis veces el poema en sus cuadernos y aguardó dos o tres minutos sin prestar atención a Girish. Luego le hizo una seña para que se acercara.

—Girish. —La voz le falló—. Girish…, ¿por qué no sacaste el primer premio en el concurso del Rotary? ¿Cómo vamos a llegar a Delhi si no ganas más primeros premios?

—Perdón, señor… —El chico bajó la cabeza, avergonzado.

—Girish… Últimamente no ganas tantos primeros premios como antes… ¿Hay algún problema?

Había en él una expresión preocupada. El señor D’Mello sintió pánico.

—¿No te estará molestando alguien? ¿Alguno de los chicos? ¿D’Essa te ha amenazado?

—No, señor.

El profesor miró a los grandullones de la última fila. Se volvió hacia la derecha y le echó un vistazo a D’Essa, que seguía de rodillas, aunque con una sonrisa de oreja a oreja. El subdirector tomó una rápida decisión.

—Girish…, mañana… no quiero que vayas al cine Angel. Quiero que vayas al cine Belmore.

—¿Por qué, señor?

Él retrocedió.

—¿Cómo que por qué? ¡Porque lo digo yo, por eso! —gritó.

Toda la clase los miraba ahora. ¿El señor D’Mello le había levantado la voz a su favorito?

Girish Rai se puso como la grana. Parecía al borde de las lágrimas y el corazón del señor D’Mello se ablandó. Sonrió y le dio al chico una palmadita en la espalda.

—Bueno, bueno, Girish, no llores… No me importan los demás. Ellos ya han estado muchas veces en esos cines y han visto revistas. Ya no queda nada que corromper en esos chicos. Pero a ti, no; no voy a dejarte que vayas. Ve al Belmore.

Girish asintió y volvió a su asiento. Aún estaba a punto de llorar. D’Mello sintió una oleada de compasión. Había sido demasiado duro con el pobre chico.

Cuando acabó la clase, se acercó a la primera fila y dio unos golpecitos en el pupitre.

—Girish…, ¿tienes planes para esta noche?

Qué día más horrible, qué día más horrible. El señor D’Mello avanzaba por el camino de barro que iba de la escuela a su casa, en la colonia de profesores. El ruido espantoso de la piedra seguía dándole vueltas en la cabeza… Y aquella mirada del pobre animal…

Caminaba con sus libros de poesía bajo el brazo. Tenía la camisa salpicada de curry rojo y las puntas del cuello dobladas hacia dentro, como hojas abrasadas por el sol. Cada pocos minutos, se detenía para enderezar su dolorida espalda y recobrar el aliento.

—¿Se encuentra mal, señor?

D’Mello se volvió. Girish Rai, con una cartera caqui enorme a la espalda, venía detrás.

El profesor y el alumno avanzaron juntos unos metros. Luego el señor D’Mello se detuvo.

—¿Ves eso, chico? —dijo, señalando.

A medio camino entre el colegio y la casa del profesor había un muro de ladrillo con un ancho boquete en medio. El muro y el boquete llevaban años allí, en esa calle en la que no había cambiado ningún detalle desde que D’Mello se había mudado a aquel barrio, treinta años atrás, para ocupar el alojamiento que le habían asignado. A través del boquete se veían tres farolas de la calle adyacente y, durante casi veinte años, el señor D’Mello se había detenido cada noche para mirarlas guiñando los ojos. Durante veinte años había examinado las tres farolas, buscando la explicación de un misterio.

Una mañana, dos décadas atrás, había visto al pasar por allí una frase escrita con tiza en las tres farolas: «Nathan X debe morir».

Se había apretujado para cruzar el boquete y llegar a las farolas y había repasado las palabras con la punta del paraguas, mientras trataba de descifrar el misterio. ¿Qué sentido tenían aquellos tres rótulos? Se acercó un viejo empujando un carro de verduras. Le preguntó si sabía quién era Nathan X, pero el verdulero se limitó a encogerse de hombros. Ernest D’Mello se quedó parado bajo la niebla que se retorcía entre los árboles, preguntándose qué sentido tendría aquello.

A la mañana siguiente, los rótulos habían desaparecido. Los habían borrado expresamente. Cuando llegó al colegio, se puso a repasar la columna de necrológicas del periódico y no pudo dar crédito a sus ojos: ¡un hombre llamado Nathan Xavier había sido asesinado la noche anterior en el Bunder! Al principio creyó que se había tropezado con una sociedad secreta que estaba planeando un crimen. Una inquietud más sombría lo asaltó muy pronto. ¿Acaso habían sido espías chinos los que habían escrito aquellas palabras? Habían pasado los años, pero el misterio seguía en pie y él pensaba en ello cada vez que pasaba junto al muro.

—¿Usted cree que fueron espías pakistaníes los que lo hicieron, señor? —dijo Girish—. ¿Ellos mataron a Nathan X?

El profesor soltó un gruñido. Le daba la impresión de que no debía habérselo contado; de que se había puesto en peligro al hacerlo, en cierto sentido. Siguieron adelante.

D’Mello contempló los rayos del sol poniente que se filtraban entre las hojas de los banianos y manchaban el suelo a trechos, como los charcos dejados por un niño después del baño. Miró el cielo y, sin pensarlo, recitó un verso hindi.

—«La mano dorada del sol cuando roza las nubes…».

—Conozco ese poema, señor —susurró Girish Rai, y repitió el resto del pareado—: «… es como la mano del amante que acaricia a su ser amado».

Siguieron caminando.

—¿Así que te interesa la poesía? —preguntó D’Mello.

Antes de que el chico pudiera responder, le confesó otro secreto. En su juventud, él había querido ser poeta: un escritor nacionalista, nada menos, un nuevo Bharati o un Tagore.

—¿Y por qué no se convirtió en poeta, señor?

Se echó a reír.

—En este agujero de Kittur, mi instruido amigo, ¿cómo podría un hombre vivir de la poesía?

Las farolas se encendieron, una a una. Ya casi era de noche. A lo lejos, el señor D’Mello vio la puerta iluminada de su casa. Al aproximarse, dejó de hablar. Oía a las mocosas desde allí. Se preguntó qué habrían destrozado hoy.

Girish Rai observaba.

El señor D’Mello se quitó la camisa y la dejó en un gancho de la pared. El chico miró al subdirector, ahora en camiseta, mientras se aposentaba lentamente en una mecedora de la sala de estar. Dos niñas con vestidos rojos idénticos corrían en círculo por la habitación, dando alaridos. El viejo profesor no les prestaba la menor atención. Miró fijamente al chico, preguntándose de nuevo por qué había invitado a un alumno a su casa por primera vez en toda su carrera.

—¿Por qué dejamos que los pakistaníes se salieran con la suya, señor? —le soltó Girish de repente.

—¿Qué quieres decir, muchacho? —dijo el señor D’Mello arrugando la nariz y guiñando los ojos.

—¿Por qué les dejamos salirse con la suya en 1965, cuando los teníamos en nuestras garras? Usted lo dijo un día en clase, pero no lo explicó.

—¡Ah, eso!

El señor D’Mello se dio una palmada en el muslo con entusiasmo. Otro de sus temas favoritos: la gran cagada de la guerra del 65. «Los tanques indios habían entrado ya en las afueras de Lahore cuando nuestro propio Gobierno les segó la hierba bajo los pies». Algún burócrata había sido sobornado y los tanques dieron media vuelta.

—Desde la muerte de Sardar Patel este país se ha ido al cuerno —dijo. El chico asintió—. Vivimos en medio del caos y la corrupción. Hemos de limitarnos a hacer nuestro trabajo y volver a casa —dijo, y el chico asintió.

El profesor suspiró con satisfacción. Se sentía profundamente halagado. En todos los años que llevaba en la escuela ningún alumno había compartido la indignación que sentía ante la colosal metedura de pata del 65. Tras levantarse de la mecedora, tomó un volumen de poesía hindi de la estantería.

—Quiero que me lo devuelvas, ¿eh? Y en perfecto estado. Sin manchas ni rasguños, ¿estamos?

El chico asintió. Miró a su alrededor a hurtadillas. La pobreza de la casa del profesor le había sorprendido. No había nada en las paredes de la sala de estar, sólo una imagen iluminada del Sagrado Corazón de Jesús. La pintura se veía desconchada y había lagartos deslizándose con todo descaro por las paredes.

Mientras Girish hojeaba el libro, las dos niñas se turnaban en gritarle a los oídos; luego salían corriendo y dando alaridos.

Se le acercó una mujer vestida con un holgado vestido verde, que tenía un estampado de flores blancas, y le ofreció un vaso de zumo de frutas. El chico se quedó desconcertado al ver su rostro y no acertó a responder a sus preguntas. Parecía muy joven. El señor D’Mello debía de haberse casado muy tarde, se dijo. Quizás había sido demasiado tímido, de joven, para acercarse a las mujeres.

D’Mello arrugó el ceño y se acercó a Girish.

—¿Por qué te ríes? ¿Hay algo gracioso?

Meneó la cabeza.

El profesor siguió hablándole de otras cosas que hacían que le hirviera la sangre. La India había sido gobernada en su momento por tres potencias extranjeras: Inglaterra, Francia y Portugal. Ahora habían ocupado su lugar tres potencias nativas: la Traición, la Chapucería y la Puñalada por la Espalda.

—El problema está aquí —dijo dándose golpecitos en las costillas—. Tenemos una bestia dentro.

Empezó a contarle cosas que nunca le había contado a nadie, ni siquiera a su esposa. Su inocencia respecto a la verdadera naturaleza de los alumnos le había durado solamente tres meses. En aquellos primeros días de su carrera, le confesó a Girish, se quedaba en la biblioteca después de clase para leer la poesía de Tagore. Leía cada página con atención, y a veces se detenía para cerrar los ojos e imaginar que vivía durante las luchas por la libertad: en aquellos años sagrados en los que uno podía asistir a un mitin y ver a Gandhi haciendo girar su rueca y al Nehru dirigiéndose a la multitud.

Cuando salía de la biblioteca, la cabeza le bullía de imágenes de Tagore. A esa hora, el muro de ladrillo que rodeaba el colegio, encendido por el sol poniente, parecía convertirse en una extensa lámina de oro. Había una hilera de banianos a lo largo del muro y, en sus copas frondosas y oscuras, las hojitas relucían en largas sartas plateadas, como rosarios sujetos por un árbol pensativo. El señor D’Mello pasaba a su lado. El universo entero parecía cantar los versos de Tagore. Entonces cruzaba el campo de juegos, situado en una hondonada por debajo del colegio. Los gritos depravados que resonaban allí lo arrancaban de sus ensoñaciones.

—¿Qué son esos gritos por las noches? —le preguntó con candor a un colega.

El veterano profesor tomó un pellizco de rapé. Mientras inhalaba aquel polvo abominable del borde de un pañuelo manchado, sonrió de oreja a oreja.

—Revolcones. Eso es lo que pasa.

—¿Revolcones?

El otro profesor le guiñó un ojo.

—¿No me digas que no te pasó cuando ibas al colegio?

Por la expresión de D’Mello, dedujo que no era ése el caso.

—Es el juego más antiguo que existe entre chicos —dijo—. Baja y compruébalo con tus propios ojos. Me faltan las palabras adecuadas para describirlo.

Bajó a la noche siguiente. Los ruidos se volvían más fuertes a medida que bajaba las escaleras del campo de juegos.

A la mañana siguiente, citó en su despacho a todos los implicados: incluidas las víctimas. Trató de hablar con calma.

—¿Qué os habéis creído que es esto? ¿Un colegio católico decente o un burdel?

Aquel día los golpeó con tremenda violencia.

Cuando terminó, notó que le temblaba aún el codo derecho.

A la noche siguiente, no se oía ningún ruido en el campo de juegos. Él recitó a Tagore en voz alta para protegerse del mal: «Allí donde mantiene uno la cabeza bien alta y la mente libre de temor…».

Unos días más tarde, volvió a pasar por el campo de juegos y notó que su codo derecho empezaba a temblar. El oscuro y conocido rumor se elevaba otra vez desde la hondonada.

—Fue entonces cuando se me cayó la venda de los ojos —dijo el señor D’Mello—. Ya no volví a hacerme ilusiones sobre la naturaleza humana.

Miró preocupado a Girish. El chico contemplaba el vaso de zumo con una sonrisa.

—¿No te lo habrán hecho a ti, verdad, cuando juegas a críquet con ellos por la noche? ¿Esos achuchones?

(El señor D’Mello ya se lo había advertido a D’Essa y a su pandilla de chicos hiperdesarrollados: si lo intentaban con Girish, los despellejaría vivos. Verían qué clase de ogro era).

Miró inquieto a Girish. El chico seguía callado. De repente, dejó el vaso, se puso de pie y se le acercó con una hoja doblada. El subdirector la abrió, preparándose para lo peor.

Era un regalo: un poema, en casto hindi.

Monzón

Esta es la húmeda y ardiente estación,

cuando resuena el trueno y luce el relámpago.

Cada noche me digo mientras el cielo se agita,

¿cuál podrá ser la razón de Dios

para darnos esta húmeda y ardiente estación?

—¿Lo has escrito tú solo? ¿Por eso te ruborizabas?

El chico asintió, contento.

«¡Santo Dios!», pensó. En treinta años de profesor nadie había tenido con él un gesto parecido.

—¿Y por qué es irregular la rima? —dijo D’Mello, frunciendo el ceño—. Deberías ser más cuidadoso con estas cosas…

Le fue señalando los defectos, uno a uno. El chico asentía y escuchaba con atención.

—¿Le traigo otro mañana? —preguntó.

—La poesía está bien, Girish, pero… ¿no estarás perdiendo interés en los concursos?

El chico asintió.

—Ya no quiero continuar, señor. Prefiero jugar al críquet después de clase. Nunca tengo tiempo de jugar…

—¡Has de presentarte a los concursos! —dijo el señor D’Mello, que se levantó de la mecedora.

Debía aferrarse, añadió, a cualquier oportunidad que se le presentara de ganar fama en aquella ciudad. ¿Es que no lo entendía?

—Primero vas a los concursos y te haces famoso, después consigues un buen puesto y luego ya puedes escribir poesía. ¿De qué te va a servir el críquet? ¿Acaso puedes hacerte famoso? Si no sales de aquí, nunca podrás escribir poesía, ¿es que no lo entiendes?

Girish asintió y se terminó el zumo.

—Y mañana, Girish… Irás al Belmore. No quiero volver a discutirlo.

El chico asintió.

Cuando se hubo ido, D’Mello se sentó otra vez en su mecedora y reflexionó largo rato. No venía mal, pensaba, aquel nuevo interés del chico por la poesía. Quizá podría buscar un concurso de poesía y hacer que participara. Seguro que ganaría. Volvería cubierto de oro y plata. El Dawn Herald publicaría quizá su foto en la contraportada. Y él mismo aparecería rodeándole a Girish los hombros con orgullo. «El maestro que ha nutrido al genio en ciernes». Luego conquistarían Bangalore: el mismo equipo de profesor y alumno que ya habría ganado todos los concursos de poesía del estado de Karnataka. ¿Y después? ¡Nueva Delhi! El presidente en persona les pondría una medalla a ambos. Entonces se tomarían la tarde libre, subirían al autobús de Agra y visitarían juntos el Taj Mahal. Cualquier cosa era posible con un chico como Girish. El corazón del señor D’Mello brincaba de contento, como no lo había hecho durante años, desde sus días de joven profesor. Antes de dormirse en la mecedora, cerró los ojos y rogó con fervor: «Señor, mantén puro a ese muchacho».

A la mañana siguiente, a las diez y diez, por orden expresa del Gobierno del estado de Karnataka, una multitud de inocentes alumnos del colegio San Alfonso, con apellidos comprendidos entre la O y la Z, se echaron en los brazos acogedores de un cine pornográfico. Un ángel de estuco, acurrucado en el dintel, parecía arrojar su dudosa bendición a la marabunta de jóvenes.

Una vez dentro, descubrieron que los habían engañado.

Las paredes del cine Angel —aquellos infames murales de depravación— estaban cubiertas con una tela negra. No quedaba a la vista ni una sola imagen. El señor D’Mello había cerrado un trato con la dirección del local. Los niños quedarían protegidos de los murales del pecado.

—¡No os acerquéis a la tela negra! —gritó el señor D’Mello—. ¡No la toquéis siquiera!

Lo tenía todo planeado. El señor Álvarez, el señor Rogers y el señor Bhatt se mezclaron entre los alumnos para mantenerlos alejados de los carteles. Dos empleados del cine (presumiblemente los que vendían las entradas a los hombres cubiertos con capa) echaron también una mano. Dividieron a los chicos en dos grupos. Uno fue conducido en fila a la sala de arriba, y el otro a la de abajo. Antes de que pudieran reaccionar, se encontrarían encerrados cada uno en una sala. Y así se hizo. El plan funcionó a la perfección. Los chicos estaban en el cine Angel, pero no iban a ver otra cosa que las películas del Gobierno; el señor D’Mello había vencido.

Cuando se apagaron las luces en la sala de arriba, un murmullo de excitación recorrió las filas. La pantalla se iluminó.

Una cinta desvaída y llena de rayas parpadeó y cobró vida.

¡SALVAD AL TIGRE!

El señor D’Mello permanecía con los otros profesores detrás de la última fila. Se secó el sudor con alivio. Parecía que todo iba a salir bien, a fin de cuentas. Tras unos minutos de tranquilidad, el joven señor Bhatt se le acercó para darle conversación. Él, sin hacerle caso, mantuvo los ojos fijos en la pantalla. Aparecían fotos de cachorros de tigre retozando juntos y luego un cartel que decía: «Si no protegéis ahora a estos cachorros, ¿cómo va a haber tigres el día de mañana?».

Dio un bostezo. Los ángeles de estuco lo miraban fijamente desde las cuatro esquinas de la sala; tenían en la nariz y las orejas grandes desconchones de pintura, como si les hubieran salido ampollas. Él ya raramente iba al cine. Demasiado caro; tenía que sacar entradas también para su mujer y para las dos mocosas. De joven, en cambio, las películas habían llegado a ser su vida. Aquella misma sala, el cine Angel, era entonces uno de sus lugares predilectos. Se saltaba la clase, se iba allí solo y se sentaba a mirar películas y a soñar. «Y ahora, mira cómo está todo», pensó. Aun en la oscuridad, el deterioro era evidente. Las paredes se veían mugrientas y con grandes manchas de humedad. Los asientos estaban agujereados. El progreso de la putrefacción y la decadencia: la historia de aquel cine era la historia del país entero.

La pantalla quedó a oscuras. Se oyó un coro de risitas.

—¡Silencio! —gritó el señor D’Mello.

Apareció el título del cortometraje.

LA IMPORTANCIA DEL BIENESTAR FÍSICO

EN EL DESARROLLO DE LOS NIÑOS

Empezaron a aparecer imágenes de chicos duchándose, bañándose, corriendo y comiendo, cada una con un rótulo apropiado. El señor Bhatt se acercó de nuevo al subdirector y esta vez le susurró con deliberación:

—Ahora le toca a usted, si quiere.

D’Mello entendió las palabras, pero no el secretismo con que las había pronunciado. Él mismo había propuesto que los profesores patrullaran por turnos por el pasillo cubierto de tela negra para asegurarse de que ningún chico, sobre todo los más desarrollados, se deslizara fuera de la sala y echara un vistazo a los carteles pornográficos. Precisamente Gopalkrishna Bhatt acababa de terminar su turno de vigilancia. Se quedó perplejo un instante. Y de pronto, lo comprendió. Por la manera de sonreír del joven profesor, el señor D’Mello se dio cuenta de que él mismo había mirado a hurtadillas los murales del pecado. Echó un vistazo a su alrededor: todos los profesores trataban de reprimir una risita.

D’Mello salió de sala sintiendo un profundo desprecio por sus colegas.

Cruzó el pasillo, entre las paredes tapadas, con absoluta indiferencia. ¿Cómo podían haber caído tan bajo el señor Bhatt y el señor Pundit? Dejó atrás la larga tela negra sin haber sentido la más mínima tentación de levantarla.

Una luz parpadeaba en la escalera que conducía a una galería superior. También allí las paredes estaban cubiertas. El señor D’Mello guiñó los ojos y escrutó la galería boquiabierto. No, no soñaba. Allá arriba divisó a un chico que se acercaba de puntillas a la tela. Julian D’Essa, pensó. Cómo no. Y entonces, cuando ya alzaba la punta y atisbaba detrás, le vio la cara.

—¡Girish! ¿Qué haces?

Al oír la voz del señor D’Mello el chico se volvió, petrificado. Maestro y alumno se miraron fijamente.

—Perdón, señor… Perdón…, ellos…, ellos…

Se oían risitas detrás de él. Y de repente, como si alguien lo hubiera arrastrado, desapareció.

El señor D’Mello se apresuró a subir las escaleras de la galería. Sólo subió dos peldaños. El pecho le ardía. Sentía arcadas. Se aferró a la balaustrada y descansó un momento. La bombilla de la escalera continuó parpadeando. El subdirector sintió vértigo. Su corazón latía cada vez más débilmente, como si se estuviera disolviendo poco a poco. Trató de pedirle ayuda a Girish, pero las palabras no le salían. Dio un manotazo desesperado y atrapó una esquina de la tela negra, que se desgarró y abrió bruscamente. Hordas enteras de criaturas fornicantes, congeladas en posturas de violación, de placeres ilícitos y actos de bestialismo, empezaron a agitarse ante sus ojos en una burlona cabalgata; un mundo de delicias angélicas que había despreciado hasta ahora destellaba ante él. Lo vio todo, y lo comprendió todo. Por fin.

El joven Bhatt lo encontró así, tirado sobre la escalera.