Segundo día (tarde):

Colegio San Alfonso de enseñanza

secundaria y preuniversitaria para chicos

A poca distancia del parque se levanta una enorme torre gris de estilo gótico que luce en la fachada un escudo de armas y el eslogan: «Lucet et ardet». Es el colegio San Alfonso de enseñanza secundaria y preuniversitaria para chicos, fundado en 1858: una de las instituciones educativas más antiguas del estado de Karnataka. Esta escuela jesuita es la más famosa de Kittur y muchos de sus discípulos han acabado estudiando en el Instituto Indio de Tecnología, en el Colegio Regional de Ingeniería del estado de Karnataka y en otras prestigiosas universidades nacionales y extranjeras.

Habían pasado muchos segundos, quizás incluso un minuto, desde la explosión, pero Lasrado, el profesor de Química, no se había movido. Permanecía sentado ante su escritorio, con los brazos separados y la boca abierta. El humo procedía de un banco del fondo. Un polvo amarillo había inundado toda el aula y el aire olía a fuegos artificiales. Los alumnos ya habían salido todos y observaban a través del cristal de la puerta.

Gomati Das, el profesor de Cálculo, llegó desde el aula contigua, seguido por la mayor parte de su clase; luego apareció el profesor Noroña, el tipo de Inglés y de Historia Antigua, con su propio rebaño de curiosos. El padre Almeida, el director, se abrió paso a empujones entre la multitud y entró en el aula, con la boca y la nariz tapadas con la mano. Bajándola un poco para hablar, gritó:

—¿Qué significa este disparate?

Sólo quedaba Lasrado en el interior de la clase; seguía frente a su escritorio como el muchacho heroico que no se decide a abandonar la cubierta en llamas.

—Una bomba en clase, fadre —respondió en tono monocorde—. En el banco del fondo. Ha efplotado durante la lección. Como un minuto desfués de que empezara a hablar.

El padre Almeida escrutó entre el humo espeso, guiñando los ojos, y se volvió para mirar a los chicos.

—La juventud de este país se ha ido al diablo… ¡y acabará arruinando la reputación de sus padres y sus abuelos!

Cubriéndose la cara con el brazo, caminó con cautela hacia el banco, que se había volcado al producirse la detonación.

—La bomba sigue echando humo —gritó—. Cierre las puertas y llame a la Policía.

Tocó a Lasrado en el hombro.

—¿Me ha oído? Hemos de cerrar las puertas y…

Rojo de vergüenza y tembloroso de rabia, Lasrado se volvió bruscamente y, dirigiéndose al director, a los profesores y los alumnos, bramó:

—¡Hijos de futa! ¡Hijos de futa!

En cuestión de minutos, el colegio entero se vació; los chicos se agolparon en el jardín o en el pasillo del ala de Ciencia e Historia Natural, donde el esqueleto de un tiburón encontrado unas décadas atrás en la playa se hallaba colgado del techo a modo de curiosidad científica. Un grupito de alumnos se mantenía aparte bajo la sombra de un enorme baniano. Se los distinguía de los demás por los pantalones plisados que llevaban, con la etiqueta bien visible a un lado o en el bolsillo trasero, y por su aire engreído. Eran cinco: Shabbir Ali, hijo del propietario del único videoclub de la ciudad; los gemelos Bakht —Irfan y Rizvan—, hijos de un traficante del mercado negro; Shankara P. Kinni, cuyo padre trabajaba como cirujano plástico en el Golfo, y Pinto, el vástago de los dueños de una plantación de café.

Uno de ellos había puesto la bomba. Los cinco habían sufrido ya múltiples periodos de expulsión temporal por mal comportamiento; iban un año atrasados debido a sus malas calificaciones y se hallaban bajo amenaza de expulsión definitiva por insubordinación. Si alguien había puesto una bomba, tenía que ser uno de esa pandilla.

Y eso mismo parecían pensar ellos.

—¿Has sido tú? —le preguntó Shabbir Ali a Pinto, que meneó la cabeza.

Ali miró a los demás, uno a uno, repitiendo silenciosamente la pregunta.

—Pues yo tampoco —dijo por fin.

—Quizás haya sido Dios —dijo Pinto, y todos empezaron a reírse tontamente.

Pero eran conscientes de que todo el mundo sospechaba de ellos. Los gemelos Bakht dijeron que se iban al Bunder a comer cordero biryani y a mirar las olas; Shabbir Ali debió de irse al videoclub de su padre o a mirar una película pornográfica en su casa; Pinto debió de acompañarle, seguramente.

Sólo uno de ellos se quedó en la escuela.

No podía irse todavía; le gustaba demasiado todo aquello: el humo, la confusión. Mantuvo apretado el puño.

Se mezcló con los demás, escuchando la algarabía de voces, degustándola con delectación. Algunos chicos habían vuelto adentro; se asomaban por los balcones de las tres plantas del colegio y les hablaban a gritos a los del patio, lo cual contribuía a aumentar el zumbido general, como si la escuela fuese una colmena aporreada con un palo. Era muy consciente de que todo aquel jaleo era obra suya: los alumnos hablaban de él, los profesores lo maldecían. Él era el dios de la mañana.

Durante largos años aquella institución lo había tratado brutalmente: los profesores lo habían golpeado con la vara, los directores lo habían enviado a casa, lo habían amenazado con la expulsión definitiva. (Estaba seguro, además, de que la escuela se había burlado de él a sus espaldas por ser un hoyka, un miembro de las castas bajas).

Pues ahora había respondido. Seguía apretando el puño.

—¿Tú crees que habrán sido los terroristas? —dijo un chico—. ¿Los cachemires o los punyabíes…?

«¡No, idiotas! —habría deseado gritar—. ¡He sido yo! ¡Shankara! ¡El de baja casta!».

Observó al profesor Lasrado, todavía con el pelo desaliñado y rodeado de sus alumnos preferidos, los «buenos chicos», entre los cuales buscaba apoyo y ayuda.

Cosa extraña: sentía el impulso de aproximarse y darle una palmadita en el hombro, como diciendo: «Tío, me hago cargo de tu dolor, comprendo tu humillación, comparto tu rabia», y terminar así la larga lucha que mantenía con el profesor de Química. Sentía el deseo de ser uno de los alumnos en los que Lasrado confiaba en momentos como aquéllos: uno de los «buenos chicos». Pero se trataba de un deseo menor. El principal era regocijarse. Observó que Lasrado sufría y sonrió.

Miró a su izquierda; alguien acababa de decir: «Ya llega la Policía».

Corrió al patio trasero del colegio, abrió una verja y descendió por el largo tramo de peldaños de piedra que daban acceso a la escuela preuniversitaria. Desde que habían abierto un nuevo pasaje a través del campo de juegos, ya prácticamente nadie usaba ese camino.

Aquella calle se llamaba Old Court Road. La corte de justicia había sido trasladada hacía mucho y los abogados también se habían mudado; la calle misma había estado cerrada durante mucho tiempo, tras producirse allí el suicidio de un hombre de negocios. Shankara había bajado por esa calle desde su infancia, era su zona preferida de la ciudad. Aunque habría podido decirle a su chófer que lo recogiera en la puerta del colegio, el hombre tenía instrucciones de esperar en aquel lado.

La calle estaba flanqueada de banianos; pero aun caminando por la sombra, Shankara sudaba copiosamente. (Siempre le pasaba lo mismo: enseguida se ponía a sudar, como si un calor irreprimible bullera en su interior). A la mayoría de los chicos sus madres solían ponerles un pañuelo en el bolsillo, pero Shankara nunca llevaba uno encima y había adoptado un sistema salvaje: arrancó varias hojas grandes de un árbol cercano y se frotó los brazos y las piernas una y otra vez, hasta que la piel le quedó enrojecida e irritada.

Ahora ya se sentía seco.

A media pendiente, salió de la calle, cruzó un grupo de árboles y entró en un claro que quedaba completamente oculto salvo para quienes conocían aquel escondrijo. Bajo la enramada, había una estatua de Jesús de bronce oscuro. Shankara la conocía desde hacía mucho, desde que se había tropezado con ella de niño, jugando al escondite. Había algo raro en esa estatua; con su piel oscura, con la expresión torcida de sus labios y sus ojos brillantes, parecía más una imagen del demonio que del Salvador. Incluso las palabras que figuraban en la base, «Yo soy la resurrección y la vida», parecían mofarse de Dios.

Advirtió que todavía quedaba un poco de fertilizante al pie de la estatua: los restos del mismo polvo que había usado para hacer detonar la bomba. Cubrió rápidamente aquel polvo con hojas secas. Luego se inclinó ante la imagen de Jesús.

—Hijos de futa —dijo, con una risita.

Pero, al hacerlo, sintió como si su gran victoria hubiese quedado reducida a aquella risita.

Se sentó junto a la estatua y toda la tensión y la emoción se fueron aplacando poco a poco en su interior. Las imágenes de Jesús siempre lo serenaban. En una época había pensado en convertirse al cristianismo; entre los cristianos no había castas. Cada hombre era juzgado únicamente por lo que había hecho a lo largo de su vida. Pero después de cómo lo habían tratado los sacerdotes jesuitas —un lunes por la mañana, lo habían apaleado en el patio delante de todo el colegio—, se había jurado a sí mismo que nunca se haría cristiano. No había mejor institución para impedir que los hindúes se convirtieran al cristianismo que la escuela católica.

Le dijo adiós a Jesús con la mano y, después de comprobar que no se veía el fertilizante alrededor de la base de la estatua, echó a caminar otra vez cuesta abajo.

El chófer, un hombre de tez oscura con un desaliñado uniforme caqui, lo esperaba a media calle.

—¿Qué haces aquí? —le gritó el chico—. Te lo tengo dicho: espérame al pie de la cuesta. ¡Nunca subas por esta calle!

El hombre le hizo una reverencia con las palmas juntas.

—No se enfade…, señor. He oído… una bomba… Su madre me ha pedido que me asegurase…

Qué deprisa corrían las noticias. La explosión ya lo superaba a él mismo; había adquirido vida propia.

—Ah, la bomba… No ha sido nada serio —le dijo, mientras bajaban caminando. «¿No será un error?», se preguntó enseguida. ¿No debería haber exagerado?

Tampoco resultaba muy halagador que su madre hubiera mandado al chófer a buscarlo como si fuera un crío… ¡Él, que había puesto la bomba! Apretó los dientes. El chófer le abrió la puerta del Ambassador blanco, pero él en lugar de subirse, empezó a gritarle:

—¡Cabrón! ¡Hijo de mujer calva!

Hizo una pausa para recobrar el aliento y añadió:

—¡Hijo de futa! ¡Hijo de futa!

Riéndose histéricamente, subió al coche mientras el chófer no dejaba de mirarlo.

De camino a casa, pensó que cualquier otro señor podía contar con la lealtad de su chófer. En cambio, Shankara no esperaba nada del suyo; sospechaba que era un brahmán.

Mientras aguardaban ante un semáforo, oyó a dos damas en el Ambassador de al lado, hablando de la explosión:

—… la Policía ha precintado toda la escuela, eso dicen. Nadie puede salir hasta que encuentren al terrorista.

Se le ocurrió que había tenido suerte; si se hubiera quedado más rato, habría caído en la trampa de la Policía.

Cuando llegó a su mansión, entró corriendo por la puerta de atrás y subió a su habitación. Al principio, había pensado enviar un manifiesto al Dawn Herald: «Ese tal Lasrado es un idiota y la bomba ha estallado en su clase para demostrárselo al mundo entero». Ahora no podía creer que se hubiera dejado el papel encima de su escritorio; lo rompió en pedazos en el acto. Luego, pensando que quizá sería posible unir los trozos y reconstruir el mensaje, estuvo a punto de tragárselos todos, pero al final decidió tragarse sólo los que contenían las sílabas clave: «rado», «bo», «clase». Los demás los quemó con su mechero.

Además, pensó con una ligera sensación de náuseas mientras el papel se removía en su estómago, aquél no era el mensaje adecuado que había que enviar a la prensa, porque últimamente su ira no apuntaba sólo a Lasrado, sino que llegaba mucho más lejos. Si la Policía le exigía una declaración, lo que diría sería lo siguiente: «He hecho estallar una bomba para acabar con este sistema de castas de cinco mil años de antigüedad que todavía sigue vigente en nuestro país. He hecho estallar una bomba para demostrar que ningún hombre debe ser juzgado, como yo lo he sido, por una simple circunstancia de su nacimiento».

Esas frases tan nobles lograron que se sintiera mejor. Estaba seguro de que le darían un tratamiento especial en la cárcel, como a una especie de mártir. Los comités de autopromoción de los hoyka organizarían marchas en su defensa y la Policía no se atrevería a ponerle la mano encima. Quizá, cuando lo soltaran, habría multitudes que lo recibirían entre aclamaciones y que lo impulsarían a iniciar una carrera política.

Ahora pensaba que tenía que enviar al precio que fuera una carta anónima al periódico. Tomó una hoja nueva y empezó a escribir, aunque se le revolvía el estómago a causa del papel que se había tragado.

¡Ya la tenía! Volvió a leerla de cabo a rabo.

«Manifiesto de un hoyka agraviado. Por qué ha estallado hoy la bomba».

Pero entonces reconsideró la idea. Nadie ignoraba que él era un hoyka. Lo sabía todo el mundo. Murmuraban sobre ello, de hecho, y sus cuchicheos eran como el zumbido sin rostro que resonaba esa mañana en el exterior de las aulas. Todos en el colegio, e incluso en la ciudad entera, sabían que por muy rico que fuera Shankara Prasad, no pasaba de ser el hijo de una mujer hoyka. Si enviaba aquella carta, deducirían que había sido él quien había puesto la bomba.

De repente, dio un brinco. Pero no era nada; sólo el grito de un vendedor de verdura, que se había detenido con su carro detrás de la casa:

—¡Tomates, tomates! ¡Tomates rojos maduros! ¡Vengan a por sus tomates rojos maduros!

Le entraron ganas de bajar al Bunder y alojarse en un hotel barato bajo otro nombre. Allí nunca lo encontrarían.

Se paseó un rato por la habitación. Luego cerró de un portazo, se zambulló en la cama y se tapó con la sábana. Pero aun así, seguía escuchando al vendedor:

—¡Tomates! ¡Tomates rojos maduros! ¡Apresúrense antes de que se pudran!

Su madre estaba mirando una vieja película hindi en blanco y negro que había alquilado en el videoclub del padre de Shabbir Ali. Así era como pasaba ahora las mañanas, entregada a su adicción a los viejos melodramas.

—Shankara, me han dicho que se ha armado un alboroto en el colegio —dijo, volviéndose, cuando lo oyó bajar.

Él, sin hacerle caso, se sentó a la mesa. Ya no recordaba la última vez que le había dirigido una frase entera a su madre.

—Shankara —dijo su madre, poniéndole delante una tostada—, va a venir tu tía Urmila. Quédate en casa hoy.

Él le dio un mordisco a la tostada, sin responder a su madre. La encontraba posesiva, pesada, gritona. Pero era consciente de que ella temía a su hijo medio brahmán; se sentía inferior, porque era una hoyka por los cuatro costados.

—¡Shankara! Responde, por favor: ¿vas a quedarte? ¿Serás bueno conmigo al menos por hoy?

Él dejó la tostada en el plato, se levantó y caminó hacia las escaleras.

—¡Shankara! ¡Vuelve aquí!

Incluso mientras la maldecía, comprendía los temores que la asediaban. No quería enfrentarse sola a una mujer brahmán. Su único título para ser aceptada y volverse respetable era la producción de un hijo varón, un heredero… Y si él no estaba en casa, no le quedaba nada que mostrar. Era sólo una hoyka infiltrada en el hogar de un brahmán.

«Es culpa suya si se siente como una miserable en su presencia», pensó. Se lo había dicho una y otra vez: «Madre, ignora a nuestros parientes brahmanes. No te humilles ante ellos continuamente. Si ellos no nos quieren, entonces no los queramos nosotros tampoco».

Pero ella no podía hacerlo; aún quería que la aceptaran. Y su único billete para conseguirlo era Shankara. No es que él mismo fuera del todo aceptable para los brahmanes. Lo consideraban más bien como el producto de una arriesgada aventura de su padre y lo asociaban (estaba seguro) con toda una serie de prácticas corruptas. Mezclas una parte de sexo prematrimonial y una parte de transgresión de las castas en una olla tiznada, y ¿qué obtienes? Ese precioso diablillo: Shankara.

Su tía Urmila y otros parientes brahmanes lo habían visitado durante años, pero nunca daban la impresión de disfrutar acariciándole las mejillas, ni mandándole besos ni haciendo todas esas cosas repulsivas que las tías les hacen a sus sobrinos. Cuando estaban presentes, tenía la sensación de que simplemente lo soportaban.

Joder, a él no le hacía ninguna gracia que lo soportaran.

Le ordenó al chófer que lo llevara a Umbrella Street y miró abstraído por la ventanilla mientras pasaban ante las tiendas de muebles y los puestos de zumo de caña de azúcar. Se bajó en el cine White Stallion, de películas en inglés.

—No me esperes; te llamaré cuando acabe la película.

Mientras subía los peldaños, vio al dueño de una tienda cercana haciéndole señas. Un pariente, de la familia de su madre. El hombre le dirigía una sonrisa radiante y empezó a indicarle con gestos que fuera a sentarse un rato a su local. Sus parientes hoyka siempre lo trataban de un modo especial, puesto que él era medio brahmán y, por lo tanto, estaba muy por encima de ellos en el sistema de castas; o porque era rico y, por lo tanto, estaba muy por encima de ellos en el sistema de clases. Soltando maldiciones en voz baja continuó subiendo las escaleras. ¿Es que nunca iban a comprenderlo aquellos estúpidos hoyka? No había cosa que aborreciera más que la actitud rastrera que tenían con él, sólo porque fuera medio brahmán. Si lo hubieran tratado con desprecio, si hubiera tenido que entrar de rodillas en sus tiendas para expiar el pecado de ser medio brahmán, ¡entonces habría ido a verlos cada día!

Tenía otro motivo para no querer visitar a aquel pariente en particular. Había oído que su padre, el cirujano plástico Kinni, había mantenido a una amante —otra chica hoyka— en esa parte de la ciudad. Sospechaba que su pariente conocería a aquella mujer y que estaría pensando todo el rato: «Este Shankara, el pobre, no tiene ni idea de la infidelidad de su padre». Pero él lo sabía todo sobre las infidelidades de su padre, de aquel padre al que no había visto en seis años, que ya ni siquiera escribía o llamaba por teléfono, aunque sí enviaba paquetes de caramelos y chocolatinas hechas en el extranjero. Y sin embargo, intuía que su padre sabía vivir. Una amante hoyka cerca del cine y otra bella hoyka como esposa. Ahora llevaba una vida llena de lujos en el Golfo, mientras les arreglaba las narices y los labios a las árabes ricas. Tendría otra amante allí, desde luego. Los tipos como su padre no pertenecían a ninguna casta, religión o raza; vivían para sí mismos. Eran los únicos hombres de verdad de este mundo.

La taquilla estaba cerrada. «Próxima sesión, 8.30.» Bajó rápidamente las escaleras, evitando la mirada de su pariente, dobló un par esquinas a toda prisa y entró en la heladería Ideal Traders, donde pidió un batido de níspero.

Se lo bebió precipitadamente y, ya con el azúcar en su cerebro, se irguió, sofocó una risotada y dijo en voz baja:

—¡Hijo de futa!

Lo había conseguido: había humillado a Lasrado por haberlo humillado a él.

—¡Otro batido! —gritó—. ¡Con ración doble de helado!

Shankara siempre había sido una de las manzanas podridas del colegio. Desde los ocho o nueve años, se había metido en líos. Pero el mayor problema de todos lo había tenido con ese profesor de Química que padecía un defecto del habla. Una mañana, Lasrado lo había pescado fumando un cigarrillo en el puesto de zumos que había delante del colegio.

—Fumar aptes de los veinte años detendrá su desarrollo como un ser humano normal —le había gritado el señor Lasrado—. Si su fadre estuviera aquí, y no en el Golfo, haría exactamente lo que yo estoy haciendo…

Durante el resto del día, lo tuvo de rodillas fuera de clase. Shankara permaneció cabizbajo, pensando una y otra vez: «Me hace esto porque soy un hoyka. Si fuera cristiano o un bunt no se atrevería a humillarme así».

Esa noche, mientras yacía en la cama, se le ocurrió la idea: ya que él me ha hecho daño, yo le haré daño a él. Una idea clara y sucinta, como un rayo de sol, como un credo al que atenerse durante toda su vida. Su euforia inicial se transformó en un estado de agitación y empezó a dar vueltas en la cama, diciendo: «Mustafa, Mustafa». Tenía que encontrar a Mustafa.

El fabricante de bombas.

Había oído su nombre unas cuantas semanas atrás, en casa de Shabbir Ali.

Los cinco miembros de la «pandilla de chicos malos» acababan de ver esa noche otra película porno. A la mujer esta vez se la habían tirado por detrás; un negro enorme le había clavado la verga una vez tras otra. Shankara no tenía ni idea de que se pudiera hacer así; ni tampoco Pinto, que no paraba de dar grititos de placer. Shabbir Ali miraba con indiferencia cómo se divertían sus amigos; había visto muchas veces aquel video y ya no despertaba su lujuria. Tenía tal familiaridad con el mal que nada le excitaba: ni las escenas de fornicación, ni las de violación, ni las de bestialismo siquiera; una constante exposición al vicio lo había devuelto a un estado de inocencia.

Después de la película, los chicos se echaron sobre la cama de su anfitrión, amenazando con hacerse allí mismo una paja, mientras éste les advertía con aire amenazador que ni se les ocurriera hacer semejante cosa.

Para seguir divirtiéndolos, Shabbir Ali sacó un condón y todos se turnaron para meter los dedos dentro.

—¿Para quién es esto, Shabbir?

—Para mi novia.

—Venga ya, marica.

—¡Marica lo serás tú!

Los demás charlaban de sexo; Shankara, mirando el techo como si estuviera abstraído, los escuchaba. Le daba la sensación de que siempre lo dejaban de lado en esas conversaciones porque sabían que era virgen. En el colegio había una chica que «hablaba» con los hombres. Shabbir Ali había «hablado» con ella y daba a entender que había hecho mucho más que hablar. Shankara había fingido que también él había «hablado» con mujeres y que incluso se había follado a una puta en Old Court Road. Pero sabía que los demás lo habían calado.

Ali empezó a sacar otras cosas; después del condón, pasaron de mano en mano unas mancuernas que tenía debajo de la cama, varios ejemplares de Hustler y Playboy, y la revista oficial de la NBA.

—A ver si adivináis qué es esto —dijo.

Era un objeto pequeño de color negro, con un temporizador adosado.

—Es un detonador —dijo, cuando todos se rindieron.

—¿Para qué sirve? —preguntó Shankara, poniéndose de pie en la cama y sosteniéndolo a la luz.

—Para detonar, idiota. —Hubo una carcajada general—. Se utiliza para activar una bomba.

—Es lo más sencillo del mundo hacer una bomba —dijo Shabbir—. Coges una bolsa de fertilizante, metes el detonador dentro y ya está.

—¿Dónde lo consigues? —preguntó alguien, no Shankara.

—Me lo dio Mustafa —dijo Shabbir Ali, bajando la voz.

Mustafa, Mustafa. Shankara se aferró a aquel nombre.

—¿Dónde vive? —preguntó uno de los gemelos.

—En el Bunder. En el mercado de pimienta. ¿Por qué? —le dijo Shabbir, dándole un empujón al curioso—. ¿Estás pensando en fabricar una bomba?

—¿Por qué no?

Más risitas.

Shankara no había dicho nada más esa noche, mientras se repetía una y otra vez: «Mustafa, Mustafa». Le aterrorizaba la idea de que se le olvidara el nombre si decía una palabra más.

Mientras removía su tercer batido de níspero, llegaron dos hombres y se sentaron a su lado. Dos policías. Uno pidió un zumo de naranja; el otro preguntó cuántos tipos de té servían allí. Shankara se levantó, pero volvió a sentarse en el acto. Estaba seguro de que iban a hablar de él. Su corazón se aceleró.

—La bomba, en realidad, no era nada. Sólo que el detonador se ha disparado y ha esparcido el fertilizante por toda la clase. El idiota que la haya puesto se creía que fabricar una bomba consiste simplemente en meter un detonador en una bolsa de fertilizante. Menos mal, porque, si no, habrían muerto algunos de esos chicos.

—¿Adónde va ir a parar la juventud de este país?

—Hoy en día todo es sexo: sexo y violencia. El país entero está siguiendo el camino del Punjab.

Uno de los agentes lo pescó mirando y le devolvió la mirada. Shankara desvió la vista. «Quizá debería haberme quedado con la tía Urmila. Hoy no debería haberme movido de casa».

Pero ¿qué garantía tenía de que ella, aunque fuera su tía, no lo traicionaría? Nunca se sabe con los brahmanes. De niño, lo habían llevado a la boda de uno de aquellos parientes. Su madre nunca asistía a esas celebraciones, pero su padre lo había metido en un coche y luego le había dicho que jugara con sus primos. Los chicos brahmanes lo invitaron a participar en una competición. Había un helado de vainilla cubierto de una gruesa capa de sal; se trataba de ver quién se atrevía a comérselo. «Idiota —le gritó uno de sus primos cuando Shankara se metió en la boca una cucharada de vainilla salada—. ¡Era broma!».

Siempre había sido igual a lo largo de los años. Una vez, un chico brahmán del colegio lo había invitado a su casa. Decidió arriesgarse; el chico le caía bien y dijo que sí. Lo hicieron pasar a la sala de estar. Era una familia «moderna»: habían vivido en el extranjero. Vio una torre Eiffel en miniatura y figuras de porcelana, y se tranquilizó; allí no lo maltratarían.

Le sirvieron té con galletas y lograron que se sintiera completamente a sus anchas. Pero cuando ya se iba, se giró un momento y vio que la madre de su amigo tenía un trapo del polvo en la mano. Había empezado a limpiar la parte del sofá donde él se había sentado.

Incluso la gente que no tenía por qué saberlo parecía estar al corriente de su casta. Un día, cuando había ido a jugar al críquet a la plaza Nehru, un viejo se había quedado mirándolo junto al muro del campo de juegos. Al final, llamó a Shankara y le examinó el rostro, el cuello y las muñecas durante varios minutos. Él permaneció allí impotente, sin saber qué hacer. Se limitó a mirar las arrugas que rodeaban los ojos del viejo.

—Tú eres el hijo de Vasudev Kinni y de la mujer hoyka, ¿no es cierto?

El hombre se empeñó en que dieran un paseo.

—Tu padre siempre fue un hombre testarudo. Nunca quiso aceptar un matrimonio concertado. Un día encontró a tu madre y les dijo a todos los brahmanes: «Marchaos al infierno». Os guste o no, voy a casarme con esta preciosa criatura. Yo ya sabía lo que iba a pasar; que serías un bastardo. Ni brahmán ni hoyka. Se lo dije a tu padre. Él no quiso escucharme.

El viejo le dio unas palmaditas en el hombro. Lo hizo con tal naturalidad que no daba la impresión de ser un fanático ni un obseso de las castas, sino una persona que se limitaba a constatar las tristes verdades de la vida.

—Tú también perteneces a una casta —dijo el viejo—. Los brahmo-hoykas, que quedan entre una y otra. Aparecen mencionados en las Escrituras y sabemos que existen en alguna parte. Son gente totalmente separada del resto de los humanos. Deberías hablar con ellos y casarte con una de sus mujeres. Así todo volvería a la normalidad otra vez.

—Sí, señor —dijo Shankara, sin saber por qué lo decía.

—Hoy en día no existen propiamente las castas —dijo el viejo con pesar—. Los brahmanes comen carne. Los chatrias estudian y escriben libros. Y las castas bajas se convierten al cristianismo y al islam. ¿Sabes lo que pasó en Meenakshipuram, no? El coronel Gadafi pretende destruir el hinduismo y los sacerdotes católicos están conchabados con él.

Siguieron caminando un trecho hasta la parada del autobús.

—Debes encontrar tu propia casta —dijo el hombre—. A tu propia gente.

Le dio un ligero abrazo y subió al autobús, donde empezó a abrirse paso a empujones entre los jóvenes para hacerse con un asiento. A Shankara le dio pena el viejo brahmán. Él nunca había tenido que subirse a un autobús; siempre había contado con su chófer.

«Pertenece a una casta superior a la mía —pensó—, pero es pobre. ¿Qué significado tiene entonces una casta? ¿Es sólo un cuento para viejos como él? Si te dijeras: “Las castas son una ficción”, ¿se desvanecerían como si fueran humo? Si dijeras: “Soy libre”, ¿comprenderías que siempre lo has sido?».

Se había terminado su cuarto batido y tenía náuseas.

Al salir de la heladería, lo único que deseaba era pasarse por Old Court Road. Sentarse junto a la estatua del Jesús oscuro.

Miró alrededor para ver si le seguía la Policía. Obviamente, en un día como aquél no podría acercase a la estatua. Sería un suicidio. Todos los caminos que llevaban al colegio estarían vigilados.

Pensó en Daryl D’Souza. ¡Era a él a quien tenía que ir a ver! En doce años de colegio, el profesor Daryl D’Souza era el único que se había portado bien con Shankara.

Lo había conocido en un mitin político, el mitin del Día del Orgullo Hoyka, que se celebró en la plaza Nehru: el mayor acontecimiento político de la historia de Kittur, dijo el diario al día siguiente. Diez mil hoykas llenaban la plaza para exigir sus derechos integrales como comunidad, así como una compensación por los cinco milenios de injusticia que habían sufrido.

El primer orador habló de la cuestión de la lengua. Había que declarar como lengua oficial de la ciudad el tulu, el idioma de la gente corriente, y no el canarés, que era el idioma brahmán.

Estalló una gran ovación.

El profesor, aunque él mismo no era hoyka, había sido invitado como simpatizante y se hallaba sentado junto al invitado de honor: el miembro del Parlamento originario de Kittur, que era un hoyka y, por lo tanto, el orgullo de su comunidad. Había sido miembro del Parlamento tres veces y había formado parte asimismo del Consejo de Ministros de la India: un signo evidente de hasta dónde podía llegar la comunidad entera.

Finalmente, tras muchos discursos preliminares, el miembro del Parlamento se puso en pie y empezó a vociferar:

—Nosotros, hermanos y hermanas hoyka, no podíamos entrar en el templo en los viejos tiempos, ¿lo sabíais? El sacerdote se plantaba en la puerta y decía: «¡Tú, casta baja!».

Hizo una pausa para que el insulto reverberase entre todos sus oyentes.

—«¡Casta baja! ¡Atrás!». Pero desde que fui elegido para el Parlamento —por vosotros, por mi gente—, ¿se atreven los brahmanes a hablaros así? ¿Se atreven a llamaros «casta baja»? ¡Somos el noventa por ciento de esta ciudad! ¡Nosotros somos Kittur! ¡Si ellos nos golpean, nosotros devolveremos el golpe! ¡Si nos avergüenzan, nosotros…!

Más tarde, alguien reconoció a Shankara y lo llevó a la tienda donde descansaba el miembro del Parlamento después de su discurso. Lo presentaron como el hijo del cirujano plástico Kinni. El gran hombre, sentado en una silla y con una bebida en la mano, dejó bruscamente el vaso, derramando parte del líquido.

Tomó a Shankara de la mano y le indicó que se sentara a su lado, en el suelo.

—En vista de la posición de tu familia y de tu elevado estatus social, tú eres el futuro de la comunidad hoyka —dijo.

Hizo una pausa y eructó.

—Sí, señor.

—¿Entiendes lo que te he dicho? ¿No? —preguntó el gran hombre.

—Sí, señor.

—El futuro es nuestro. Somos el noventa por ciento de esta ciudad. Toda esa mierda brahmánica se ha acabado —dijo, con un gesto displicente.

—Sí, señor.

—Si ellos te pegan, tú les pegas a ellos. Si ellos…, si ellos…

El gran hombre movió la mano en círculo, como para completar aquella afirmación trompicada.

Shankara tenía ganas de gritar de alegría. «¡Mierda brahmánica!». Sí, él mismo lo habría expresado exactamente así; y allí estaba aquel miembro del Parlamento, un ministro del Gobierno de Rajiv Gandhi, hablando como lo habría hecho él.

Un ayudante lo acompañó fuera de la tienda.

—Señor Kinni —dijo, apretándole el brazo—, si pudiese hacer un pequeño donativo para costear el acto de esta noche. Sólo una pequeña cantidad…

Se vació los bolsillos. Cincuenta rupias. Se las dio al ayudante, que le hizo una profunda reverencia y le repitió que él era el futuro de la comunidad hoyka.

Shankara se quedó un rato observando. Cientos de hombres hacían cola frente al lugar donde distribuían cerveza y botellas de ron de cuarto de litro por haber asistido al mitin y vitoreado a los oradores. Meneó la cabeza con disgusto. No le gustaba la idea de formar parte del noventa por ciento de su ciudad. Ahora le pareció que los brahmanes estaban indefensos: una antigua elite de Kittur que vivía con el temor constante de que les arrebataran sus casas y su riqueza los hoykas, los bunts, los konkanis y todos los demás. La condición común y corriente que encarnaban los hoykas —cualquier cosa que hicieran constituía por definición el término medio— le inspiraba repugnancia.

A la mañana siguiente, leyó el periódico y pensó que había sido demasiado severo con los hoykas. Recordó al profesor que se hallaba en el escenario y el chófer le averiguó dónde vivía. Durante un rato, se paseó ante la entrada de la casa. Al fin, abrió la cancela, se acercó a la puerta principal y llamó.

Le abrió el profesor en persona.

—Señor —le dijo Shankara—, soy un hoyka. Usted es el único hombre de la ciudad en el que confío. Quiero hablar con usted.

—Sé quién eres —dijo el profesor D’Souza—. Pasa.

El profesor y Shankara se acomodaron en la sala de estar y mantuvieron una larga conversación.

—¿Quién es ese miembro del Parlamento? ¿De qué casta es? —preguntó el profesor.

Aquella pregunta desconcertó a Shankara.

—Es uno de los nuestros, señor. Un hoyka.

—No del todo —dijo el profesor—. Es un kollaba. ¿Habías oído este término? No existe ningún hoyka, hablando propiamente, mi querido amigo. La casta se subdivide en siete subcastas. ¿Lo has entendido? ¿Subcasta? Muy bien. El miembro del Parlamento es un kollaba, la subcasta más elevada de las siete. Los kollabas siempre han sido millonarios. Ya en el siglo XIX, los antropólogos británicos de Kittur repararon en ello con interés. Los kollabas han explotado a las otras seis castas hoykas durante años. Y ahora ese hombre está recurriendo de nuevo a la identidad hoyka para ser reelegido: para acomodarse en un despacho de Nueva Delhi y recibir gruesos sobres llenos de billetes de los hombres de negocios que quieran instalar fábricas de ropa en el Bunder.

¿Siete subcastas? ¿Los kollabas? Shankara nunca había oído nada de todo aquello y escuchaba boquiabierto.

—Ése es el gran problema con vosotros, los hindúes —dijo el profesor—. ¡Sois un misterio para vosotros mismos!

Shankara se sintió avergonzado de ser hindú. ¡Qué cosa tan repulsiva aquel sistema que habían concebido sus ancestros! Pero, al mismo tiempo, sentía irritación contra Daryl D’Souza. ¿Quién era ese hombre para darle lecciones sobre las castas? ¿Cómo se atrevían los cristianos a hacer algo así? Al fin y al cabo, ¿ellos no habían sido también hindúes en un momento dado? ¿No deberían haber derrotado a los brahmanes desde dentro, sin abandonar su condición de hindúes, en lugar de tomar el camino fácil y convertirse?

Acalló su irritación con una sonrisa.

—¿Y qué hacemos con el sistema de castas, señor? ¿Cómo podemos librarnos de él?

—Una solución es lo que han hecho los naxalitas, o sea, hacer saltar por los aires a las castas más elevadas —dijo el profesor.

Tenía la curiosa costumbre, más propia de mujeres, de mojar las grandes galletas redondas en la leche y de apresurarse a comérselas antes de que quedaran demasiado empapadas.

—Han hecho volar por los aires el sistema entero. Así se puede empezar otra vez de cero.

—¿De cero? —Aquella expresión foránea le comunicó a Shankara una excitación especial—. Yo también creo que deberíamos empezar de cero, señor. Creo que deberíamos destruir el sistema de castas y empezar de cero.

—Mi querido muchacho, tú eres un nihilista —dijo el profesor con una sonrisa de aprobación. Y le dio un rápido mordisco a su galleta empapada.

No habían vuelto a verse; el profesor había estado de viaje y Shankara era demasiado vergonzoso para atreverse a molestarlo por segunda vez. Pero no había olvidado la conversación. Ahora, vagando por la ciudad medio aturdido, con el azúcar de todos los batidos atormentándole en el estómago, pensó: «Es el único hombre capaz de comprender lo que he hecho. Se lo confesaré todo a él».

La casa del profesor estaba abarrotada de alumnos. Con un magnetofón, un periodista del Dawn Herald le hacía preguntas sobre terrorismo. Shankara, que había llegado en un autorickshaw, esperó con los estudiantes y lo observó todo.

—Se trata de un acto de absoluto nihilismo por parte de algún alumno —estaba diciendo el profesor, con los ojos fijos en el magnetofón—. Deberían atraparlo y encerrarlo en la prisión.

—Señor, ¿qué nos dice este episodio sobre la India?

—Es un ejemplo del nihilismo de nuestros jóvenes —dijo el profesor D’Souza—. Están totalmente perdidos y desorientados. Han… —una pausa— perdido los valores morales de nuestra nación. Nuestras tradiciones están cayendo en el olvido.

Shankara sintió que se ahogaba de rabia. Salió furioso.

Tomó un autorickshaw hasta la casa de Shabbir Ali y llamó al timbre. Le abrió un hombre barbudo con un kurta típico del norte de la India. Tenía el cuello entreabierto y le asomaba la pelambrera del pecho. A Shankara le costó unos instantes comprender que debía de ser el padre de Shabbir Ali, al que no había visto nunca.

—Tiene prohibido hablar con cualquiera de sus amigos —dijo—. Vosotros habéis corrompido a mi hijo. —Y sin más, le cerró la puerta en las narices.

Así que al gran Shabbir Ali, al tipo que «hablaba» con las mujeres y jugaba con condones, lo tenían encerrado a cal y canto en su casa. Su propio padre. Le entraron ganas de reírse.

Ya estaba cansado de desplazarse en autorickshaw; llamó desde un teléfono público para que fuesen a recogerlo.

De nuevo en casa, cerró con llave la puerta de su habitación y se tiró en la cama. Tomó el teléfono y colgó; contó hasta cinco y descolgó otra vez. Al final, funcionó. En Kittur bastaba con eso para entrometerse en la intimidad de otra persona.

Había un cruce y estaba escuchando otra llamada.

Primero se oyó una crepitación y luego las voces. Un hombre y una mujer —seguramente, el marido y la esposa— charlaban en una lengua que no entendía. Quizá malabar, pensó; debían de ser musulmanes. Se preguntaba de qué estarían hablando. ¿Se lamentaba él de su salud? ¿Le pedía ella más dinero para la casa? ¿Y por qué hablaban por teléfono? ¿Vivía el hombre fuera de Kittur tal vez? Fuese cual fuese su situación, dijeran lo que dijeran en aquella lengua extraña, percibía la intimidad de su conversación. Estaría bien tener una esposa o una novia, pensó. No estar solo todo el tiempo. O un amigo de verdad. Ya sólo eso le habría impedido poner la bomba y le habría evitado todos aquellos problemas.

El tono del hombre cambió de repente. Empezó a susurrar.

—Me parece que alguien nos está espiando —dijo, o eso imaginó Shankara.

—Sí, tienes razón. Algún pervertido —respondió la mujer, o así se lo imaginó Shankara.

Y entonces colgaron.

«Llevo en la sangre lo peor de las dos castas —pensó, tendido en la cama y todavía con el teléfono en la oreja—. Tengo toda la ansiedad y el temor de un brahmán, y también la tendencia a actuar sin pensar de un hoyka. Lo peor de ambos se ha fusionado en mí, y han creado esta personalidad monstruosa».

Se estaba volviendo loco. Sí, no tenía la menor duda. Sentía el impulso de salir otra vez de casa. Le preocupaba que el chófer percibiera su inquietud.

Salió por la puerta trasera y se alejó a hurtadillas sin que el hombre pudiera verlo.

«Pero seguramente no sospecha de mí —pensó—. Debe de tomarme por un mocoso rico e inútil, como Shabbir Ali».

Todos aquellos chicos ricos, se dijo con amargura, empleaban una especie de código peculiar. Hablaban de las cosas, pero no las hacían. Tenían condones en casa, pero no los usaban; manipulaban detonadores, pero no los hacían explotar. Bla, bla, bla. Así era su vida. Como la sal del helado de vainilla. Habían dejado el helado cubierto de sal y bien a la vista, ¡pero no para que nadie lo lamiera! ¡Era sólo una broma! Toda aquella cháchara sobre bombas era sólo por hablar. Si conocías el código, comprendías que se trataba únicamente de palabras. Sólo él se las había tomado en serio; había creído que se follaban a las mujeres y que hacían estallar bombas. Y no conocía el código porque no acababa de ser uno ellos: ni de los brahmanes ni de los hoykas; ni siquiera de aquella pandilla de mocosos consentidos.

Él pertenecía a una casta secreta, la de los brahmo-hoykas: una casta de la que no había encontrado hasta ahora más que un representante, él mismo, y que lo situaba al margen de todas las demás castas de la humanidad.

Tomó otro autorickshaw hasta las inmediaciones del colegio y, asegurándose de que nadie lo vigilaba, subió por Old Court Road con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos.

Se coló entre los árboles, se acercó a la estatua de Jesús y se sentó en el suelo. El olor a fertilizante era todavía muy fuerte. Cerrando los ojos, procuró calmarse. Pero lo que hizo, por el contrario, fue empezar a pensar en el suicidio que se había producido en esa calle muchos años atrás. Se lo había oído contar a Shabbir Ali. Habían encontrado a un hombre colgado de uno de los árboles, tal vez allí mismo. A sus pies, había un maletín abierto. La Policía encontró dentro tres monedas de oro y una nota: «En un mundo sin amor, el suicidio es la única transformación posible». También había una carta dirigida a una mujer de Bombay.

Shankara abrió los ojos. Era como si viese a aquel hombre de Bombay colgado justo delante, con sus pies balanceándose ante el oscuro Jesús de bronce.

¿Sería ése su destino?, se preguntó. ¿Acabaría condenado y colgado?

Volvió a recordar los hechos. Después de la conversación en casa de Shabbir Ali, había bajado al Bunder y había preguntado por Mustafa, diciendo que vendía fertilizantes. Le habían indicado que fuese al mercado. Encontró una larga fila de verduleros, preguntó por Mustafa y le dijeron: «Arriba». Subió las escaleras y se encontró en un espacio negro como una boca de lobo donde un millar de hombres parecían toser a la vez. También él se puso a toser. Cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad, comprendió que estaba en el mercado de pimienta. Había gigantescos sacos de arpillera apilados contra las paredes mugrientas y los mozos, tosiendo sin parar, los arrastraban de un lado para otro. Al fondo, se disipaban las tinieblas y se accedía a un patio descubierto.

—¿Dónde está Mustafa? —preguntó una vez más.

Un hombre tumbado en una carretilla de verduras pasadas le indicó una puerta abierta.

Entró y vio a tres hombres jugando a las cartas en una mesa.

—Mustafa no está —dijo uno de ellos, con los ojos entornados—. ¿Qué quieres?

—Una bolsa de fertilizante.

—¿Para qué?

—Estoy plantando lentejas —dijo.

El hombre se echó a reír.

—¿De qué clase?

—Habichuelas. Alubias. Frijoles verdes.

Riéndose otra vez y dejando las cartas, el hombre entró en un cuarto, arrastró un saco enorme y se lo puso delante.

—¿Qué más necesitas para cultivar tus habichuelas?

—Un detonador —dijo Shankara.

Los hombres de la mesa dejaron las cartas en el acto.

En una habitación más resguardada del edificio le vendieron un detonador. Le explicaron cómo debía girar el botón y programar el temporizador. Costaba más de lo que llevaba encima en aquel momento, así que a la semana siguiente regresó con el dinero, se llevó el saco y el detonador en un autorickshaw y se bajó al pie de Old Court Road. Lo había dejado todo escondido junto a la estatua de Jesús.

Un domingo, se dio una vuelta por el colegio. Había sido como en Papillon, una de sus películas favoritas: como en la escena en que el protagonista planea cómo escapar de la prisión; igual de emocionante. Era como si viera la escuela por primera vez, con los ojos atentos de un fugitivo. Por fin, aquel lunes funesto, llevó el saco de fertilizante al colegio, le adosó el detonador, lo programó para que se activara al cabo de una hora y lo dejó debajo de la última fila, donde sabía que no se sentaba nadie.

Luego esperó, contando uno a uno los minutos, como el protagonista de Papillon.

A medianoche, empezó a sonar el teléfono.

Era Shabbir Ali.

—¡Lasrado quieres vernos a todos en su despacho, tío! ¡Mañana a primera hora!

Tenían que presentarse en su despacho los cinco. La Policía estaría presente.

—Tendrá un detector de mentiras —dijo Shabbir. Tras una pausa, gritó—: ¡Ya sé que has sido tú! ¿Por qué no confiesas? ¿Por qué no lo confiesas de una vez?

A Shankara se le heló la sangre en las venas.

—¡Que te jodan! —le replicó gritando y colgó de un porrazo.

Pero luego pensó: «Dios mío, o sea, que Shabbir lo ha sabido todo el tiempo». ¡Claro! Todos lo sabían. Toda la pandilla de chicos malos debía de saberlo. Y ahora lo habrían contado ya por toda la ciudad. «Tengo que confesar ahora mismo. Será lo mejor», se dijo. Quizá la Policía le concedería ciertos eximentes por haberse entregado. Marcó el 100: el número de la Policía, creía.

—Quiero hablar con el inspector general, por favor.

—¿Ajá?

Sonó una interjección, como si no le entendieran.

Pensando que obtendría mejores resultados, habló en inglés:

—Quiero confesar. Yo puse la bomba.

—¿Ajá?

—La bomba. He sido yo.

—¿Ajá?

Otra pausa. Transfirieron la llamada.

Repitió las mismas palabras a otra persona.

Una pausa, de nuevo.

—¿Cómo, cómo, cómo?

Colgó, exasperado. ¡Maldita Policía india! Ni siquiera sabían atender una llamada. ¿Cómo demonios iban a atraparlo?

Sonó el teléfono otra vez; era Irfan, le llamaba en nombre propio y en el de su hermano gemelo.

—Shabbir acaba de llamar. Dice que hemos sido nosotros, tío. Pero yo no lo he hecho. Y Rizvan tampoco. ¡Shabbir miente!

Entonces lo comprendió: Shabbir los había llamado a todos, uno a uno, y los había acusado con la esperanza de obtener una confesión. Sentía alivio e indignación a la vez. ¡Por poco no lo había acorralado! Ahora le preocupaba que la Policía rastreara su llamada al 100 y localizara su número. Necesitaba un plan. Sí, ya lo tenía; si lo interrogaban, diría que había llamado para informar de que Shabbir Ali era el autor del delito. «Shabbir es musulmán —diría—. Quería hacerlo para castigar a la India por lo sucedido en Cachemira».

A la mañana siguiente, se presentaron en el despacho del director. El padre Almeida y Lasrado, sentados tras el escritorio, miraban fijamente a los cinco sospechosos.

—Tengo pruebas cieptíficas —dijo Lasrado—. Han quedado huellas dactilares en el fragmento de la bomba que no llegó a exflotar. —Como percibió la incredulidad de los acusados, añadió—: También han supsistido huellas dactilares en las hogazas de pan de la tumba del Faraón. Son indestructibles. Daremos con el hijo de futa que ha hecho esto, podéis estar seguros.

Señaló con un dedo.

—Y tú, Pinto, un chico cristiano, ¡qué vergüenza!

—¡Yo no he sido, señor! —dijo el chico.

Shankara se preguntaba si también tenía que proclamar su inocencia con aspavientos para permanecer a salvo.

Lasrado les dirigió una mirada penetrante, aguardando a que el culpable se entregara. Pasaron los minutos. Shankara comprendió al fin. «No tiene huellas dactilares; ni detector de mentiras. Está desesperado. Ha sufrido una humillación, se ha convertido en el hazmerreír de todo el colegio y quiere venganza».

—¡Hijos de futa! —gritó. Y añadió, con voz temblorosa—: ¿Os fitorreáis de mí? ¿Os fitorreáis porque tengo un defecto de fronunciación?

Los chicos a duras penas podían contenerse. Shankara advirtió que incluso el director había bajado la cabeza y miraba fijamente al suelo para reprimir la risa. Lasrado se daba cuenta; se le notaba en la cara. «Este hombre —pensó Shankara— ha soportado burlas toda su vida por ese defecto en el habla. Por eso se ha portado siempre como un cerdo. Y la explosión ha destruido definitivamente el trabajo de toda su vida. Ya nunca será capaz de contemplar su trayectoria con ese orgullo, por falso que sea, que exhiben los demás profesores; nunca podrá decir en su fiesta de despedida: “Mis alumnos me querían pese a mi severidad”. No, no podría decirlo porque siempre habría alguien cuchicheando a su espalda: “¡Sí, sí, te querían tanto que te pusieron una bomba en tu propia clase!”. Ojalá hubiera dejado en paz a este hombre. Ojalá no lo hubiera humillado, como nos han humillado tantos a mí y a mi madre».

—He sido yo, señor.

Todos se volvieron hacia él.

—He sido yo —dijo—. Deje tranquilos a los demás y castígueme.

Lasrado dio un puñetazo en el escritorio.

—¿Es una broma, hijo de futa?

—No, señor.

—¡Por sufuesto que es una broma! —gritó—. ¡Te estás burlando de mí! ¡Burlándote en público!

—No, señor…

—¡Cierra el pico! —dijo Lasrado—. ¡Cierra el pico!

Señaló a todos, enloquecido.

—¡Hijos de futa! ¡Hijos de futa! ¡Fuera de aquí!

Shankara salió con los cuatro inocentes. Se daba cuenta de que no habían creído su confesión: también pensaban que se había burlado del profesor en sus propias narices.

—Esta vez te has pasado de la raya —le dijo Shabbir Ali—. Realmente no sientes respeto por nada, tío.

Shankara aguardó en la calle, fumando. Esperaba a Lasrado. Cuando se abrió la puerta del personal docente y lo vio salir, tiró el cigarrillo al suelo y lo apagó con la suela del zapato. Observó a su profesor de Química. Habría deseado que hubiese algún modo de acercase a él y de pedirle perdón.