Tras degustar un curry de gambas y arroz en el Bunder, quizá desee visitar la colina del Faro y sus alrededores. El famoso faro, construido por los portugueses y renovado por los británicos, ya no se utiliza. Un viejo guardia con uniforme azul se halla sentado al pie del monumento. Si los visitantes van mal vestidos o le hablan en tulu o canarés, dirá: «¿No ven que está cerrado?». Si los visitantes van bien vestidos o hablan inglés, dirá: «Bienvenidos». Les hará entrar y subir por la escalera de caracol hasta arriba, donde hay una vista espectacular del mar de Arabia.
El Ayuntamiento ha montado hace poco una sala de lectura en el interior del faro. La colección incluye La historia de Kittur, del padre Basil d’Essa, S. J. El parque Deshpremi Hemachandra Rao, que se extiende alrededor, fue bautizado así en honor del defensor de la libertad que colgó en el faro una bandera tricolor durante el dominio británico.
Ocurre al menos dos veces al año. El preso, con las muñecas esposadas, camina a grandes zancadas hacia la comisaría de la colina del Faro con la cabeza bien alta y una expresión de insolente aburrimiento en la cara; detrás, siguiéndole y casi correteando para mantenerse a su altura, dos agentes de Policía sostienen la cadena adosada a las esposas. Lo raro es que parece como si el de las esposas arrastrara a los policías, igual que un tipo que sacase a un par de monos de paseo.
En los últimos nueve años, este hombre, conocido como Xerox Ramakrishna, ha sido detenido veintiuna veces en la acera de granito que hay frente al parque Deshpremi Hemachandra Rao por la venta —a precio rebajado— de libros fotocopiados o impresos ilegalmente a los alumnos del colegio San Alfonso. Un policía se presenta por la mañana, cuando Ramakrishna está sentado con todos sus libros desparramados en una sábana azul; pone su bastón sobre la mercancía y dice:
—Vamos, Xerox.
El vendedor de libros se vuelve hacia su hija de once años, Ritu, que le ayuda en el negocio, y le dice:
—Vete a casa y pórtate bien, cariño.
Y dicho esto, muestra las muñecas para que lo esposen.
Ya en la cárcel, le quitan la cadena y lo meten en una celda. Él, aferrado a los barrotes, entretiene a los policías con historias destinadas a congraciarse con ellos. Les cuenta un cuento verde sobre una chica del colegio a la que ha visto esa mañana con unos vaqueros de estilo norteamericano; o los informa de una nueva palabrota en tulu que ha oído en el autobús cuando iba a Salt Market Village; o quizá, si les apetece una diversión más prolongada, les relata —tal como ha hecho ya muchas veces— la historia de lo que hizo su padre toda la vida para ganarse el sustento, es decir, limpiar la mierda de las casas de los señores ricos: la ocupación tradicional de la gente de su casta. Durante el día entero, el viejo deambulaba junto al muro trasero de la casa, esperando percibir el olor a mierda humana; en cuanto lo notaba, se acercaba y aguardaba con las rodillas dobladas, igual que un bateador de críquet esperando la pelota. (Xerox doblaba las rodillas para mostrarlo). Entonces, en cuanto oía el ruido de la cisterna, tenía que sacar el orinal por un agujero de la pared, vaciarlo en los rosales, limpiarlo bien con su taparrabos e introducirlo otra vez antes de que la siguiente persona usara el retrete.
—Ése era el trabajo que hizo toda su vida, ¿pueden creerlo?
Los carceleros se ríen.
Le traen samosas envueltas en papel de periódico y le ofrecen un chai. Lo consideran un tipo decente. Lo sueltan a mediodía; él les hace una reverencia y les da las gracias. Entonces Miguel D’Souza, el abogado de los editores y los libreros de Umbrella Street, llama a la comisaría y les grita:
—Pero… ¿cómo? ¿Lo han soltado otra vez? ¿Es que las leyes no significan nada para ustedes?
El inspector de la comisaría, Ramesh, mantiene el teléfono a cierta distancia y ojea el periódico, buscando la información de la bolsa de Bombay. Es lo único que quiere hacer en esta vida: repasar las cotizaciones de bolsa.
A media tarde, Xerox ya está de vuelta. Los ejemplares fotocopiados o chapuceramente impresos de Karl Marx, de Mein Kampf y de otros títulos, así como de películas y discos, están esparcidos sobre la sábana azul tendida en la acera de la colina del Faro. La pequeña Ritu, sentada con la espalda muy recta, vigila a los clientes que manosean los libros y les echan un vistazo.
—Ponlo otra vez en su sitio —les dice, cuando no se deciden a comprarlos—. Ponlo exactamente donde estaba.
—¿Contabilidad para Exámenes de Ingreso? —le pregunta uno a Xerox.
—¿Obstetricia Avanzada? —grita otro.
—¿La alegría del sexo?
—¿Mein Kampf?
—¿Lee Iacocca?
—¿A cuánto me lo dejas? —dice un joven, hojeando un libro.
—Setenta y cinco rupias.
—Venga ya, ¿quieres matarme? Es demasiado.
El joven se aleja unos pasos, da media vuelta y dice:
—Dime el precio mínimo, no quiero perder más tiempo.
—Setenta y dos rupias. Lo tomas o lo dejas. Tengo otros clientes.
Los libros se fotocopian, o se imprimen a veces, en una vieja imprenta de Salt Market Village. A Xerox le encanta toda aquella maquinaria. No para de acariciar la fotocopiadora; adora ese modo que tiene de destellar como un relámpago a medida que trabaja; sus zumbidos, el runrún que hace. No entiende el inglés, pero sí sabe que las palabras inglesas poseen un poder y que los libros ingleses tienen un aura. Observa la imagen de Adolf Hitler en la portada de Mein Kampf y siente su poder. Mira el rostro de Kahlil Gibran, ese rostro poético y misterioso, y percibe el misterio y la poesía. Mira la pose relajada de Lee Iacocca, sentado con las manos detrás de la cabeza, y se siente relajado. Por eso le dijo una vez al inspector Ramesh:
—No pretendo crearle ningún problema a usted ni a los editores, señor; yo, simplemente, amo los libros: me encanta fabricarlos, tocarlos, venderlos. Mi padre limpiaba mierda para ganarse la vida. Ni siquiera sabía leer o escribir. Se sentiría orgulloso si viera que yo me gano la vida con los libros.
Sólo una vez ha tenido Xerox problemas de verdad con la Policía. Fue cuando alguien llamó a la comisaría y dijo que estaba vendiendo copias pirateadas de Los versos satánicos, de Salman Rushdie, lo que constituía una violación de las leyes de la República de la India. En aquella ocasión, cuando lo llevaron esposado a comisaría, no hubo cortesías ni tazas de chai.
Ramesh lo abofeteó.
—¿No sabes que ese libro está prohibido, hijo de mujer calva? ¿Qué pretendes? ¿Provocar una revuelta entre los musulmanes? ¿Que a mí y a todos los demás agentes nos destinen a Salt Market Village?
—Perdón —suplicaba Xerox—. No tenía ni idea de que fuera un libro prohibido, de veras… Sólo soy el hijo de un hombre que limpiaba mierda, señor. Se pasaba el día esperando a que sonara la cisterna. Sé cuál es mi sitio, señor. Ni en sueños se me pasaría por la cabeza desafiarlo. Ha sido un error, señor. Discúlpeme.
D’Souza, el abogado de los libreros, un hombre bajito con el pelo negro y aceitoso y un pulcro bigote, se enteró de lo sucedido y se presentó en la comisaría. Examinó el libro prohibido, un abultadísimo ejemplar en rústica con la imagen de un ángel en la portada, y meneó la cabeza con aire incrédulo.
—Este maldito hijo de intocable… se ha creído que puede fotocopiar Los versos satánicos. Menudas pelotas.
Se sentó ante el escritorio del inspector y le gritó:
—¡Ya le dije que acabaría sucediendo algo así si no lo castigaba! ¡Usted es el responsable!
Ramesh le lanzó una mirada feroz a Xerox, que estaba tendido con aire contrito en la celda.
—No creo que nadie lo haya visto. No pasará nada.
Para calmar un poco al abogado, le pidió a un agente que fuese a buscar una botella de ron Old Monk. Los dos se pusieron a charlar un rato.
Ramesh leyó en voz alta algunos pasajes del libro.
—No entiendo a qué viene tanto alboroto —dijo.
—Cosas de musulmanes —dijo D’Souza, meneando la cabeza—. Gente violenta. Violenta.
Llegó la botella de Old Monk. Se la bebieron en media hora y el agente fue a buscar otra. En su celda, Xerox seguía inmóvil en el camastro mirando el techo. El policía y el abogado continuaron bebiendo. D’Souza le habló a Ramesh de sus frustraciones y el inspector le habló al abogado de las suyas. Uno habría deseado ser piloto, elevarse entre las nubes y perseguir a las azafatas… El otro se habría conformado con estudiar el mercado de valores. Con eso le habría bastado.
A medianoche, Ramesh le preguntó al abogado:
—¿Quiere que le cuente un secreto? —Con sigilo, acompañó al abogado hasta la celda y se lo mostró. Uno de los barrotes podía quitarse. El inspector lo desplazó, lo sacó y luego volvió a ponerlo en su sitio—. Así es como se ocultan las pruebas —le dijo—. No es que suceda a menudo en esta comisaría. Pero se hace así, cuando se hace.
El abogado soltó una risita. Sacó el barrote, se lo puso en el hombro, como un cetro, y dijo:
—¿A que parezco el dios Hanuman?
—Igualito que en la televisión —dijo el policía.
El abogado le pidió que abriera la puerta, y así lo hizo.
Miraron al prisionero, que dormía en el catre tapándose la cara con un brazo para protegerse de la luz agresiva de la bombilla que tenía encima de la cabeza. Por debajo de la camisa barata de poliéster, se veía un tramo de piel desnuda y asomaba un matojo de pelo oscuro y tupido, que a los dos les pareció que debía proceder de la ingle.
—Este intocable hijo de puta… Mira cómo ronca.
—Su padre limpiaba mierda… ¡Y el tipo se cree que nos va a cubrir de mierda a nosotros!
—Vendiendo Los versos satánicos. Sería capaz de hacerlo delante de mis narices, el tío.
—Esta gente se ha creído ahora que la India es suya, ¿no es cierto? Quieren todos los trabajos, todos los títulos universitarios y todos…
Ramesh le bajó los pantalones al hombre, que aún roncaba, y alzó el barrote bien arriba mientras el abogado decía:
—¡Hazlo como Hanuman en la tele!
Xerox se despertó dando gritos. Ramesh le pasó el barrote a D’Souza. Ahora el abogado y el policía empezaron a turnarse: uno le machacaba las piernas a Xerox, justo a la altura de la rodilla, como hacía el dios mono en la tele, y el otro le machacaba las piernas por debajo de la rodilla, igual que el dios mono en la tele, y luego el otro le machacaba las piernas por encima de las rodillas… Al final, riéndose y dándose besos, salieron los dos tambaleantes, ordenando a voces que alguien cerrara la comisaría.
A lo largo de la noche, cada vez que se despertaba, Xerox reanudaba sus gritos y lamentos.
Por la mañana, nada más entrar, Ramesh se tropezó con un agente que le contó lo de Xerox.
—Mierda, no ha sido un sueño —dijo.
Ordenó que lo trasladaran al hospital del distrito Havelock Henry y pidió que le trajeran el periódico para revisar las cotizaciones de bolsa.
A la semana siguiente, Xerox apareció en la comisaría con mucho estrépito, porque iba con muletas, seguido de su hija.
—Podrá romperme las piernas, pero yo no voy a dejar de vender libros. Es mi destino, señor —dijo con una gran sonrisa.
Ramesh también sonrió, pero rehuyó su mirada.
—Me voy a la colina, señor —dijo Xerox, levantando una muleta—. Voy a vender el libro.
Ramesh y los demás policías lo rodearon a él y a su hija y le suplicaron. Xerox quería que llamaran a D’Souza, y así lo hicieron. El abogado se presentó con su grasienta peluca, acompañado de dos ayudantes, que también iban con toga negra y peluca. Cuando supo por qué lo había llamado la Policía, D’Souza estalló en carcajadas.
—Este tipo les está tomando el pelo —le dijo a Ramesh—. Es imposible que suba a la colina con las piernas así.
D’Souza apuntó a Xerox con un dedo en el bajo vientre.
—Y si se te ocurre venderlo de verdad, no serán sólo las piernas lo que te rompamos la próxima vez.
Un agente se rio.
Xerox miró a Ramesh con su sonrisa aduladora de siempre. Hizo una profunda reverencia, uniendo las palmas, y dijo:
—Que así sea.
D’Souza se sentó a beber ron Old Monk con el policía y empezaron una partida de cartas. Ramesh le dijo que había perdido dinero en la bolsa la semana anterior; el abogado se sorbió los dientes, meneó la cabeza y dijo que en una gran ciudad como Bombay todos son tramposos, mentirosos o matones.
Xerox se dio media vuelta y salió con sus muletas de la comisaría, seguido de su hija. Se encaminaron a la colina del Faro. Les costó dos horas y media subir la cuesta, y tuvieron que parar seis veces para que Xerox se tomara un té o un vaso de zumo de caña de azúcar. Al llegar, su hija extendió la sábana azul frente al parque Deshpremi Hemachandra Rao. Xerox se deslizó hacia el suelo, se sentó sobre la sábana, extendió las piernas poco a poco y luego puso delante un abultado libro en rústica. Su hija se sentó también, sin quitarle ojo al libro, con la espalda muy recta. Era una obra prohibida en toda la República de la India y era lo único que Xerox pretendía vender aquel día: Los versos satánicos, de Salman Rushdie.