Primer día (tarde): El Bunder

Después de bajar por la carretera del Pozo de Agua Fresca, y dejar atrás Masjid Road, el visitante empezará a percibir un olor a salitre y advertirá la profusión de puestos de pescado al aire libre, rebosantes de gambas, mejillones, camarones y ostras. Está usted a un paso del mar de Arabia.

El Bunder, la zona alrededor del puerto, es ahora mayoritariamente musulmán. Su monumento principal es el Dargah, la tumba-santuario de Yusuf Ali, una cúpula blanca a la que cada año acuden en peregrinación miles de musulmanes del sur de la India. El viejo baniano que hay detrás de la tumba del santo está siempre engalanado con cintas verdes y doradas, pues se cree que posee el poder de curar a los inválidos.

Decenas de leprosos, mutilados, ancianos y víctimas de parálisis parcial se acuclillan en el exterior del santuario pidiendo limosna a los visitantes.

Si camina usted hacia el otro extremo del Bunder, encontrará una zona industrial con docenas de talleres textiles ubicados en lóbregos y viejos edificios. El Bunder presenta el índice de criminalidad más alto de Kittur y, con frecuencia, se producen reyertas a cuchillo, redados policiales y detenciones. En 1987 se desataron disturbios entre hindúes y musulmanes cerca del Dargah y la Policía clausuró la zona durante seis días. Desde entonces, los hindúes se han ido trasladando a Bajpe y a Salt Market Village.

Abbasi descorchó la botella —Johnnie Walker Etiqueta Roja, el segundo mejor whisky conocido en el cielo y la tierra— y sirvió una exigua medida en cada uno de los dos vasos, que llevaban el logo de Air India, clase maharajá. Abrió el frigorífico, sacó un cubo de hielo y puso tres cubitos en cada vaso. Añadió agua fría y removió las bebidas con una cuchara. Luego bajó la cabeza y se dispuso a escupir en uno de los vasos.

«Ah, demasiado simple, Abbasi. Demasiado simple».

Tragó la saliva. Se bajó la cremallera de sus pantalones de algodón y dejó que se le deslizaran por las piernas. Juntando el índice y el corazón de la mano derecha, se los metió bien adentro en el recto; luego los hundió en uno de los vasos y removió.

Volvió a subirse los pantalones y la cremallera. Miró frunciendo el ceño el whisky contaminado; ahora venía lo más difícil: ingeniárselas para que el vaso acabara en manos del hombre adecuado.

Salió de la despensa con una bandeja.

El funcionario del Consejo Estatal de Electricidad, sentado a la mesa de Abbasi, sonrió de oreja a oreja. Era un tipo gordo de tez oscura, con un traje de safari azul y un bolígrafo plateado en el bolsillo de la chaqueta. Abbasi colocó con cuidado la bandeja sobre la mesa, justo delante de su invitado.

—Por favor —le dijo, con edulcorada hospitalidad.

El funcionario ya se había llevado el vaso a los labios y estaban dándole sorbos y relamiéndose los labios. Se terminó el whisky poco a poco y dejó el vaso en la mesa.

—Bebida de hombres.

Abbasi sonrió con ironía.

El otro se llevó las manos a la barriga.

—Quinientas —dijo—. Quinientas rupias.

Abbasi era un hombre menudo, con una barba veteada de gris que no trataba de disimular con ningún tinte, como hacían muchos hombres de media edad en Kittur. A él le parecía que esos trazos blancos le daban un aire perspicaz, cosa que le hacía falta, pensaba, porque era consciente de la fama que tenía entre sus amigos de ser un tipo más bien ingenuo y propenso a sufrir accesos de idealismo.

Sus antepasados, que habían servido en los salones reales de Hyderabad, le habían legado un sofisticado sentido de la cortesía y de los buenos modales que él había adaptado a la realidad del siglo XX con toques de paródico sarcasmo.

Juntó las manos en un namasté hindú y le hizo una profunda reverencia al funcionario.

Sahib, ya sabe que acabamos de reabrir la fábrica. Ha habido muchos gastos. Si pudiera mostrar usted…

—Quinientas. Quinientas rupias.

El funcionario le dio la vuelta al vaso y observó el logo de Air India con el rabillo del ojo, como si una pequeña parte de él se avergonzara de lo que estaba haciendo. Se señaló la boca con los dedos.

—Uno tiene que comer, señor Abbasi. Los precios suben muy deprisa hoy en día. Desde que murió la señora Gandhi este país se está viniendo abajo.

Abbasi cerró los ojos. Se acercó a su escritorio, abrió un cajón, sacó un fajo de billetes, los contó y le puso el dinero delante al grueso funcionario. Éste, humedeciéndose el dedo a cada billete, los contó uno a uno; luego se sacó del bolsillo una goma elástica y la pasó dos veces alrededor del fajo.

Pero Abbasi sabía que el suplicio no había concluido.

Sahib, en esta fábrica tenemos una tradición. Nunca permitimos que un invitado se vaya sin un regalo.

Pulsó el timbre para llamar a Ummar, su administrador, que entró casi en el acto con una camisa en las manos. Había estado esperando fuera todo el rato.

El funcionario sacó la camisa blanca de la caja de cartón. Examinó el diseño: un dragón dorado cuya cola rodeaba toda la camisa hasta la espalda.

—Es preciosa.

—La enviamos a los Estados Unidos. La llevan los bailarines profesionales; la llaman «Baile de Salón». Se ponen esta camisa y giran bajo las luces rojas de la discoteca.

Abbasi alzó las manos por encima de la cabeza y dio un par de vueltas, meneando las caderas y las nalgas con aire sugerente; el funcionario lo miró con ojos lascivos.

—Baile un poco más para mí, Abbasi —dijo, aplaudiendo.

Luego se acercó la camisa a la nariz e inhaló tres veces.

—Este estampado —dijo, repasando el contorno del dragón con un dedo rechoncho— es una maravilla.

—Ese dragón es el motivo de que tuviera que cerrar —dijo Abbasi—. Para coserlo hace falta un bordado muy fino. Los ojos de las mujeres que lo hacen acaban dañándose. Un día, alguien me hizo reparar en ello. Y yo pensé: «No quiero tener que responder ante Alá del daño causado a los ojos de mis empleadas». Así que les dije: «Marchaos a casa», y cerré la fábrica.

El funcionario sonrió, irónico. Otro de esos musulmanes que beben whisky e invocan a Alá a cada frase.

Volvió a meter la camisa en la caja y se la puso bajo el brazo.

—¿Qué le ha hecho volver a abrir, entonces?

Abbasi juntó los dedos y se los llevó a la boca.

—Uno tiene que comer, sahib.

Bajaron juntos las escaleras; Ummar detrás, a una distancia prudencial. Cuando llegaron abajo, el funcionario vio a su derecha una lóbrega entrada. Dio un paso hacia la oscuridad. En la penumbra distinguió a las mujeres con camisas blancas en el regazo, bordando dragones aún a medio terminar. Quería ver más, pero Abbasi no se movió de su sitio.

—¿Por qué no entra, sahib? Lo espero afuera.

Se volvió de cara a la pared mientras Ummar se llevaba al funcionario para enseñarle el taller, presentarle a algunos trabajadores y acompañarlo hasta la salida. El funcionario le tendió la mano a Abbasi antes de marcharse.

«No tendría que haberlo tocado», se dijo cuando hubo cerrado la puerta.

A las seis, media hora después de que las mujeres hubieran abandonado la sala de bordado, Abbasi cerró la fábrica, subió a su Ambassador y condujo desde el Bunder hacia Kittur. Sólo podía pensar en una cosa.

La corrupción. No tiene freno en este país.

En los últimos cuatro meses, desde que había decidido volver a abrir la fábrica, había tenido que sobornar: al hombre de la compañía de electricidad; al del agua; a la mitad del Departamento del Impuesto sobre la Renta de Kittur; a la mitad del Departamento de Aduanas; a seis funcionarios de la compañía telefónica; a un funcionario de contribuciones territoriales del Ayuntamiento de Kittur; al inspector sanitario de la Junta de Salud del Estado de Karnataka; al inspector de la Junta de Salubridad del Estado de Karnataka; a la delegación del Sindicato de Trabajadores de la Pequeña y Mediana Empresa de la India; a las delegaciones respectivas en Kittur del Partido del Congreso, del Partido Popular Indio, del Partido Comunista y de la Liga Musulmana.

El Ambassador blanco ascendió por el sendero de acceso a una gran mansión encalada. Cuatro noches a la semana, Abbasi iba al club Canara y se encerraba en una salita con aire acondicionado y una mesa de billar para jugar al snooker y beber con sus amigos. Tenía buen ojo, pero su puntería se deterioraba después del segundo whisky, de manera que sus amigos procuraban jugar largas rondas con él.

—¿Qué te preocupa, Abbasi? —le dijo Sunil Shetty, dueño de otra fábrica de camisas en el Bunder—. Estás jugando al tuntún esta noche.

—Otra visita del Departamento de Electricidad. Un auténtico hijo de puta esta vez. Un tipo de tez oscura. De casta baja.

Sunil Shetty ronroneó con simpatía; Abbasi falló el tiro.

A media partida, los jugadores se apartaron de pronto de la mesa: un ratón correteaba por el suelo y recorrió las paredes hasta encontrar un agujero y desaparecer.

Abbasi dio un puñetazo en el borde de la mesa.

—¿Queréis decirme adónde va a parar el dinero de nuestras cuotas? ¡Ni siquiera son capaces de mantener limpio el suelo! ¿No veis lo corrupta que es la dirección de este club?

Dicho lo cual, se sentó con la espalda pegada a un cartel que decía: «Las reglas del juego deben respetarse siempre» y miró jugar a los demás, con la barbilla apoyada en la punta del taco de billar.

—Estás muy tenso, Abbasi —le dijo Ramanna Padiwal, que tenía una tienda de telas de seda y rayón en Umbrella Street y era el mejor jugador de snooker de la ciudad.

Para demostrar que no era así, Abbasi pidió whisky para todos. Dejaron de jugar, alzaron los vasos envueltos en servilletas de papel y empezaron a beber a pequeños sorbos. Como siempre, de lo primero que hablaron fue del propio whisky.

—¿Sabéis ese tipo que va de casa en casa ofreciendo veinte rupias a cambio de los cajas viejas de Johnnie Walker Etiqueta Roja? —dijo Abbasi—. ¿A quién se las venderá?

Los demás se echaron a reír.

—Para ser musulmán, eres ingenuo de verdad —dijo Padiwal, el vendedor de coches de segunda mano, tras soltar una carcajada—. Se las vende al contrabandista de licores, desde luego. Por eso el Johnnie Walker que compras en la tienda, aunque venga en una botella y una caja auténticas, es de contrabando.

Abbasi repuso lentamente, trazando círculos en el aire con un dedo:

—Entonces, ¿le he vendido la caja… a un tipo que se la venderá… al hombre que destila el mejunje y me lo vende a mí? O sea, ¿me he estafado a mí mismo?

Padiwal le lanzó una mirada alucinada a Sunil Shetty.

—Para ser musulmán —dijo— este tipo es un auténtico…

Ése era el sentimiento generalizado entre los empresarios desde que Abbasi había cerrado su fábrica porque el trabajo dañaba la vista de sus empleadas. La mayoría de los presentes poseían o habían invertido en fábricas que empleaban a las mujeres en idénticas condiciones, y a ninguno se le había pasado por la cabeza cerrarlas porque alguna se quedase ciega de vez en cuando.

—El otro día —dijo Sunil Shetty— leí en el Times of India que el jefe de Johnnie Walker ha dicho que en cualquier ciudad pequeña de la India se consume más Etiqueta Roja del que se produce en toda Escocia. En estas tres cosas —las fue contando con los dedos—: Mercado negro, falsificación y corrupción, somos los campeones mundiales. Si las incluyeran en los Juegos Olímpicos, la India se llevaría siempre el oro, la plata y el bronce en las tres modalidades.

Pasada la medianoche, Abbasi salió tambaleante del club y le dio una moneda al guardia que se había levantado de su silla para saludarle y ayudarlo a subirse al coche.

Del todo borracho a aquellas alturas, salió a toda velocidad de Kittur y llegó enseguida al Bunder, donde redujo la velocidad en cuanto sintió la caricia de la brisa marina.

Se detuvo en el arcén al divisar su casa y decidió que necesitaba otro trago. Siempre llevaba una botellita de whisky escondida bajo el asiento para que su mujer no la viera. Al agacharse y deslizar la mano por el suelo, se dio un golpe en la cabeza con el salpicadero, pero encontró la botella y un vaso.

Después de echar un trago, comprendió que no podía volver a casa; su mujer notaría el tufo a alcohol en cuanto cruzara el umbral y le montaría otra escenita. Ella no entendía por qué bebía tanto.

Condujo hasta el Bunder. Aparcó junto al vertedero y caminó hacia un salón de té. Más allá de la pequeña playa, se veía el mar. El aire estaba impregnado de olor a pescado frito.

En la fachada del salón de té, un cartel negro escrito con tiza decía: «Cambiamos moneda pakistaní». Las paredes del local estaban adornadas con fotografías de la Gran Mezquita de la Meca y con un póster de un chico y una chica que se inclinaban con aire reverente ante el Taj Mahal. Afuera había una terraza con cuatro bancos. A un lado, una cabra de manchas marrones atada a un poste masticaba hierba seca.

Había varios hombres sentados en uno de los bancos. Abbasi le tocó el hombro a uno de ellos, que se dio la vuelta.

—Abbasi.

—Mehmood, hermano. Hazme sitio.

Mehmood, un hombre grueso con barbita y sin bigote, se removió un poco y Abbasi se apretujó a su lado. Abbasi había oído decir que Mehmood robaba coches; que sus cuatro hijos los llevaban a un pueblo de la frontera de Tamil Nadu, dedicado exclusivamente a la compraventa de coches robados.

Junto a él, Abbasi reconoció a Kalam, que, según se decía, importaba hachís desde Bombay y lo enviaba a Sri Lanka; a Saif, que había apuñalado a un hombre en Trivandrum, y a un tipo menudo de pelo blanco al que llamaban el Profesor, que estaba considerado como el más turbio de todos.

Eran contrabandistas, ladrones de coches, matones y cosas peores; pero mientras permanecieran juntos tomando té, Abbasi no corría peligro. Era la ley del Bunder. Podían apuñalarte a la luz del día, pero nunca de noche mientras tomabas el té. En cualquier caso, el sentimiento de solidaridad entre musulmanes se había afianzado desde los disturbios.

El Profesor estaba terminando de contar una historia ocurrida en Kittur en el siglo XII. Trataba de un marinero árabe llamado Bin Saad que había avistado la ciudad cuando ya desesperaba de encontrar tierra. Entonces, con las manos alzadas hacia Alá, había prometido que si llegaba sano y salvo a la costa, no volvería a beber ni a jugar.

—¿Mantuvo su palabra?

El Profesor guiñó un ojo.

—Adivínalo.

El Profesor siempre era bien recibido en las tertulias nocturnas del salón de té, porque conocía muchas cosas fascinantes sobre el puerto. Por ejemplo, que su historia se remontaba a la Edad Media, o que el sultán Tipu había instalado allí un cañón de fabricación francesa para ahuyentar a los británicos.

Ahora señaló a Abbasi con un dedo.

—No pareces el de siempre. ¿Qué te atormenta?

—La corrupción —dijo Abbasi—. La corrupción. Es como un demonio que se me ha metido en el cerebro y que se lo está comiendo con tenedor y cuchillo.

Los demás se apiñaron para escuchar mejor. Abbasi era un hombre rico; debía de tener un conocimiento de la corrupción que superaba con creces el de todos ellos.

Cuando les contó lo sucedido aquella mañana, Kalam, el traficante de drogas, sonrió y le dijo:

—Eso no es nada, Abbasi. —Señaló el mar con un gesto—. Yo tengo un barco, la mitad cargado de cemento y la mitad de otra cosa, que lleva esperando un mes entero a doscientos metros mar adentro. ¿Por qué? Porque ese inspector del puerto me está exprimiendo. Le pago y él todavía quiere sacarme más, muchísimo más. Así que el barco sigue ahí a la deriva, con la mitad de cemento y la mitad de otra cosa.

—Yo creía que la situación mejoraría cuando ese joven Rajiv se hizo con las riendas del país —dijo Abbasi—. Pero nos ha decepcionado a todos. Es tan malo como los demás políticos.

—Necesitamos a un hombre que les haga frente —dijo el Profesor—. Un hombre honrado y valiente. Ese hombre haría más por este país de lo que hicieron Gandhi o Nehru.

El comentario fue recibido con asentimiento general.

—Sí —dijo Abbasi, acariciándose la barba—. Y a la mañana siguiente aparecería flotando en el río Kaliamma. Así.

Adoptó el aire de un cadáver.

Todos asintieron también. Pero incluso antes de pronunciar estas palabras, Abbasi había empezado a pensar: «¿De verdad es así? ¿No podemos hacer nada para combatirlos?».

En el bolsillo del Profesor entrevió el brillo de un cuchillo. El efecto del whisky se le estaba pasando, pero lo había arrastrado a un lugar extraño y la mente también se le empezaba a llenar de ideas extrañas.

El ladrón de coches pidió otra ronda de té, pero Abbasi, bostezando, entrelazó las manos y meneó la cabeza, rechazando la invitación.

Al otro día, se presentó al trabajo a las 10.40 con un tremendo dolor de cabeza.

Ummar le abrió la puerta. Abbasi saludó con un gesto y tomó la correspondencia. Con la cabeza gacha, se dirigió a las escaleras que conducían a su despacho, pero se detuvo. En el umbral del taller, una de las costureras lo miraba fijamente.

—No te pago para que pierdas el tiempo —le espetó.

Ella se dio la vuelta y desapareció. Abbasi subió a toda prisa.

Se puso las gafas, leyó las cartas, luego el periódico, bostezó, tomó té y abrió un libro de contabilidad con el logo del banco Karnataka. Repasó una lista de clientes donde figuraban los que habían pagado y los que no. Seguía pensando en la partida de snooker de la noche anterior.

Se abrió la puerta con un chirrido y Ummar asomó la cabeza.

—¿Qué hay?

—Están aquí.

—¿Quién?

—Los del Gobierno.

Dos hombres con camisa de poliéster y pantalones acampanados azules apartaron a Ummar y entraron en el despacho. Uno de ellos, un tipo fornido con una buena barriga y unos bigotes generosos, como los de un luchador de feria, dijo:

—Departamento del Impuesto sobre la Renta.

Abbasi se puso de pie en el acto.

—¡Ummar! ¡No te quedes ahí pasmado! ¡Que una de las mujeres corra a buscar té al salón de la playa! ¡Y que traiga esas galletas redondas de Bombay también!

El enorme funcionario se sentó ante la mesa sin aguardar a que lo invitaran. Su compañero, un tipo flaco que mantenía las manos enlazadas delante, titubeó nervioso hasta que el otro le indicó con un gesto que se sentara.

Abbasi sonrió. El funcionario de los bigotes empezó a hablar.

—Acabamos de recorrer el taller de la fábrica. Hemos visto a las mujeres que tiene empleadas y hemos comprobado la calidad de las camisas que confeccionan.

Abbasi aguardó sonriendo.

Esta vez la cosa no se hizo esperar.

—Creemos que está ganando mucho más dinero del que nos ha declarado.

A Abbasi le palpitaba el corazón. Pensó que debía calmarse. Siempre hay una solución.

—Mucho, muchísimo más.

Sahib, sahib —dijo Abbasi, peinando el aire con gestos conciliadores—, en esta fábrica tenemos una costumbre: todo el que viene aquí recibe antes de irse un regalo.

Ummar, que sabía de sobra lo que había de hacer, esperaba fuera con dos camisas. Con una sonrisa aduladora, entró y se las ofreció a los funcionarios, que aceptaron el soborno sin pronunciar palabra, aunque el flaco, antes de tomar la suya, miró al grandullón buscando su aprobación.

—¿Qué más puedo hacer por ustedes, sahibs? —dijo Abbasi.

El de los bigotes sonrió (su compañero lo imitó) y luego alzó tres dedos.

—Cada uno.

Trescientas por cabeza era demasiado poco. Si hubieran sido auténticos profesionales del Departamento de Impuestos no se habrían conformado con menos de quinientas. Abbasi dedujo que aquellos dos eran unos novatos. Al final, acabarían aceptando cien cada uno, además de las camisas.

—Permítanme que les ofrezca primero un pequeño estimulante. ¿Toman Etiqueta Roja los sahibs?

El flaco casi saltó de su asiento de la emoción, pero el grandullón le dirigió una mirada fulminante.

—Etiqueta Roja está bien.

Seguramente, advirtió Abbasi, nunca les habían ofrecido otra cosa que licor de garrafa.

Entró en la despensa, sacó la botella y sirvió tres vasos con el logo de Air India, clase maharajá. Abrió el frigorífico, puso dos cubitos en cada uno y añadió un chorrito de agua helada. Escupió en dos de los vasos y los situó cuidadosamente al otro lado de la bandeja.

La idea se le vino a la cabeza como un meteorito caído de un cielo más puro. No. Lentamente, se fue desplegando en el interior de su mente. No, no podía darles whisky a aquellos hombres. Quizá se trataba de licor adulterado, vendido en cajas adquiridas con pretextos engañosos. Pero aun así era cien veces demasiado puro para que lo tocaran sus labios.

Se bebió un whisky, y luego el segundo y el tercero.

Diez minutos después, regresó al despacho andando pesadamente. Cerró con llave y apoyó en la puerta todo su peso.

El grandullón se volvió bruscamente.

—¿Por qué cierra?

Sahibs, esto es el puerto del Bunder y tiene antiguas tradiciones y costumbres que se remontan muchos siglos atrás. Cualquiera es libre de venir aquí por su propia voluntad, pero sólo puede marcharse con el permiso de la gente del lugar.

Abbasi se acercó silbando al escritorio, levantó el teléfono y lo esgrimió como un arma ante las narices del grandullón.

—¿Llamo ahora mismo a la Oficina de Impuestos? ¿Averiguo si contaban con autorización para venir aquí? ¿Eh?

Los dos parecían incómodos. El flaco empezó a sudar. «Lo he adivinado —pensó Abbasi—. Es la primera vez que lo hacen».

—Mírense las manos. Han aceptado de mí unas camisas. Son un soborno. Ahí está la prueba.

—Oiga…

—¡No! ¡Oigan ustedes! —gritó Abbasi—. No saldrán vivos de aquí hasta que me firmen una confesión de lo que pretendían hacer. A ver cómo se las arreglan para huir. Esto es el puerto, tengo amigos por todas partes. Bastará con que chasquee los dedos para que acaben flotando en el río Kaliamma. ¿No me creen?

El grandullón miró al suelo; el otro sudaba copiosamente.

Abbasi abrió y sostuvo la puerta abierta.

—Fuera. —Y con una gran sonrisa, les hizo una profunda reverencia—. Sahibs.

Los dos hombres salieron a toda prisa sin decir palabra. Oyó sus pasos apresurados en la escalera y luego el grito de sorpresa de Ummar, que subía el té y las galletas en una bandeja.

Apoyó la cabeza en la fresca superficie de la mesa y se preguntó qué acababa de hacer. En cualquier momento le cortarían la luz; los funcionarios volverían con más hombres y una orden de detención.

Empezó a pasear de un lado para otro. «¿Qué me está pasando?». Ummar lo miraba en silencio.

Para su sorpresa, al cabo de una hora no había llamado nadie de la oficina de impuestos. Los ventiladores seguían funcionando. La luz no se había ido.

Abbasi empezó a albergar esperanzas. Esos tipos eran unos principiantes. Tal vez habían vuelto a la oficina y habían seguido trabajando. Incluso si se habían quejado, los funcionarios del Gobierno actuaban con cautela en el Bunder desde los disturbios; quizá no querían enemistarse ahora con un hombre de negocios musulmán. Contempló el Bunder por la ventana. Aquel puerto violento y podrido, lleno de basura, plagado de carteristas y matones armados con cuchillos… parecía el único lugar donde uno se hallaba a salvo de la corrupción de Kittur.

—¡Ummar! —gritó—. Me voy a ir más pronto al club. Llama a Sunil Shetty y dile que vaya cuanto antes. ¡Tengo una gran noticia que darle! ¡He derrotado a la oficina de impuestos!

• • •

Bajó las escaleras corriendo y se detuvo en el último peldaño. A su derecha se hallaba abierta la entrada del taller. En las últimas seis semanas, desde que había vuelto a abrir la fábrica, no había cruzado aquel umbral. Ummar se había ocupado de todo. Pero ahora aquella entrada oscura se le había vuelto ineludible.

Sintió que no le quedaba más remedio que entrar. Se daba cuenta ahora de que todo lo ocurrido esa mañana había sido, en cierto modo, una trampa para llevarlo hasta allí, para obligarle a hacer lo que había evitado desde la reapertura.

Las mujeres estaban sentadas en el suelo del taller, apenas iluminado por los fluorescentes que parpadeaban en el techo. Cada una ocupaba un puesto indicado con un número pintado en la pared con letras rojas. Sostenían las camisas blancas casi pegadas a los ojos y las iban cosiendo con hilo dorado. Se detuvieron al verlo. Abbasi les indicó que continuaran. No quería que fijaran sus ojos en él. Aquellos ojos que se iban dañando mientras confeccionaban las maravillosas camisas que él vendería a los bailarines americanos.

¿Dañando? No, ésa no era la palabra. No era la razón de que las hubiera arrinconado en aquel cuarto.

Todas las mujeres que había allí se estaban quedando ciegas.

Se sentó en una silla en el centro del taller.

El oculista se lo había dejado bien claro: aquel tipo de bordado tan fino que precisaban las camisas les destruía la retina. Incluso le había mostrado con los dedos el grosor de las cicatrices que les dejaba. Por mucho que mejorase la iluminación, el impacto en la retina no disminuiría. El ojo humano no estaba hecho para mirar durante horas unos dibujos tan intrincados. Ya se habían quedado ciegas dos mujeres; por eso había cerrado la fábrica. Cuando abrió de nuevo, todas sus antiguas empleadas volvieron de inmediato. No ignoraban su destino, pero no podían conseguir otro trabajo.

Abbasi cerró los ojos. Lo único que deseaba en ese momento era que Ummar le gritara que lo necesitaban arriba con urgencia.

Pero nadie acudió a rescatarlo y permaneció en aquella silla mientras las mujeres que lo rodeaban seguían cosiendo; mientras sus dedos no paraban de hablarle: «¡Nos estamos quedando ciegas! ¡Míranos!».

—¿Le duele la cabeza, sahib? —oyó que le decía una mujer—. ¿Quiere que vaya a buscarle una aspirina y un vaso de agua?

Incapaz de mirarla siquiera, Abbasi dijo:

—Haced el favor de marcharos a casa. Volved mañana. Pero hoy marchaos a casa, por favor. Cobraréis igual.

—¿Está descontento con nosotras, sahib?

—No. Por favor, marchaos a casa. Cobraréis por todo el día. Volved mañana.

Oyó el rumor de sus pasos. Ya debían de haber salido.

Habían dejado todas las camisas en sus puestos. Tomó una; el dragón estaba sólo bordado a medias. Frotó la tela entre los dedos. Notaba la delicada trama de la corrupción.

«La fábrica está cerrada. Ya está, ¿contento? La fábrica está cerrada», habría deseado gritarle al dragón.

¿Y después? ¿Quién enviaría a su hijo al colegio? ¿Acabaría también en el muelle con un cuchillo en el bolsillo y robaría coches como Mehmood? Las mujeres se irían a otra fábrica a hacer el mismo trabajo.

Se dio una palmada en el muslo.

Miles y miles de hombres, sentados en salones de té, en universidades y centros de trabajo, maldecían la corrupción día y noche. Pero ninguno había encontrado el modo de matar a ese demonio sin ceder su parte del botín. Así pues, ¿por qué él, precisamente él —un vulgar hombre de negocios aficionado al whisky y al snooker, y a los cotilleos de los matones—, tenía que aportar una respuesta?

Pero, al cabo de un momento, cayó en la cuenta de que ya tenía una respuesta.

Le ofreció un trato a Alá. Él iría a la cárcel, pero su fábrica seguiría funcionando. Cerró los ojos y le rezó a su dios para que aceptara aquel trato.

Pero pasó una hora y nadie había venido a detenerlo.

Abbasi abrió una ventana de su despacho. Sólo veía edificios, una carretera congestionada y viejos muros. Abrió todas las ventanas, pero sólo veía muros y más muros. Subió al tejado y se agachó por debajo del tendedero para salir a la terraza. Al llegar al borde, puso un pie en el tejadillo que sobresalía sobre la fachada de la fábrica.

Desde allí se divisaban los límites de Kittur. Junto a la costa se sucedían, uno tras otro, un minarete, la aguja de una iglesia y la torre de un templo, como si fueran los postes indicadores que identificaban las tres religiones de la ciudad a los viajeros que llegaban por mar.

Abbasi contempló el mar de Arabia, que se extendía más allá de Kittur. El sol brillaba en el cielo. Un barco salía del Bunder lentamente y se aproximaba a la zona donde las aguas azules cambiaban de color y adquirían un tono más intenso; estaba a punto de entrar en un tramo destellante de sol, en un oasis de pura luz.