Los arcos de la estación enmarcan el primer atisbo de Kittur que tiene el turista al llegar en el Correo de Madrás (a primera hora de la mañana) o en el Expreso de la Costa Oeste (a mediodía). La estación, apenas iluminada, está sucia y llena de envoltorios de comida que husmean con desgana los perros callejeros; de noche, aparecen las ratas.
Las paredes se encuentran cubiertas con la imagen de un alegre y rollizo barrigón totalmente desnudo, con los genitales estratégicamente tapados por sus piernas cruzadas, que flota sobre un rótulo escrito en canarés: «Una palabra de este hombre puede cambiar tu vida». Es el líder espiritual de la secta jainista local, que administra un comedor y un hospital gratuito.
El famoso templo Kittamma Devi, una estructura moderna de estilo tamil, se levanta en el mismo lugar donde se cree que existía un antiguo santuario de la diosa. Se puede llegar andando desde la estación y suele ser la primera escala de los visitantes de la ciudad.
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Ninguno de los demás tenderos de la zona de la estación le habría dado trabajo a un musulmán, pero Ramanna Shetty, dueño del Ideal Store, un salón de té y samosas, le había dicho a Ziauddin que podía quedarse. Siempre, eso sí, que prometiese trabajar duro y no se metiera en líos ni hiciera el sinvergüenza.
La esmirriada criatura, cubierta de polvo, dejó caer su bolsa al suelo y se llevó la mano al corazón.
—Yo soy musulmán, señor. Nosotros no hacemos el sinvergüenza.
Ziauddin era menudo y renegrido, con unos mofletes de bebé y una gran sonrisa de duende que dejaba al descubierto sus dientes de conejo. Calentaba el té para los clientes en un voluminoso hervidor de acero inoxidable que parecía picado de viruelas, y lo observaba con furiosa concentración mientras el agua burbujeaba y rebosaba por los bordes, haciendo chisporrotear la llama de gas. Luego hundía la mano en una de las magulladas cajas de hojalata que tenía al lado para añadir polvo de té negro, un puñado de azúcar o un trozo de jengibre molido. Entonces se mordía los labios, contenía el aliento e inclinaba el hervidor con el brazo izquierdo sobre un colador, y el té hirviente se derramaba a través de sus poros medio obturados en los vasitos colocados en una caja de huevos de cartón.
Los llevaba de uno en uno a las mesas y dejaba maravillados a los toscos tipos que frecuentaban el local interrumpiendo sus conversaciones al grito de: «¡Y uno! ¡Y dos! ¡Y tres!», mientras los plantaba ante ellos con un golpe. Luego lo veían acuclillado en un rincón, lavando platos en una artesa llena de agua turbia, o envolviendo grasientas samosas en páginas arrancadas de libros de trigonometría para enviarlas a domicilio; o bien sacando la mugre acumulada en los orificios del colador; o bien ajustando con un destornillador oxidado un clavo suelto del respaldo de una silla. Cuando alguien pronunciaba una palabra en inglés, paraba en seco, se daba la vuelta y la repetía a voz en cuello («Sunday-Monday! Goodbye, Sexy!») y el salón entero estallaba en carcajadas.
A última hora, cuando Ramanna Shetty iba a cerrar, Thimma, el borracho del barrio, que compraba tres cigarrillos cada noche, se partía de risa mientras contemplaba a Ziauddin empujando trabajosamente el gigantesco frigorífico hacia el interior del local, con el trasero y los muslos pegados al armatoste.
—¡Mira el mequetrefe! —decía Thimma, aplaudiendo—. El frigorífico es más grande que él, ¡pero menudo luchador está hecho!
Le pedía al mequetrefe que se acercara y le ponía en la mano una moneda de veinticinco paisas. El chico miraba al dueño, como solicitando su aprobación. Y cuando Ramanna Shetty asentía, cerraba el puño y gritaba en inglés.
—Thanks you, sir!
Una noche, tras ponerle una mano en la cabeza al chico, Ramanna Shetty lo arrastró hacia el borracho y le preguntó:
—¿Cuántos años crees que tiene? Adivínalo.
Thimma se enteró entonces de que el mequetrefe tenía casi doce. Era el sexto de los once hijos de una familia campesina del norte del estado. Acabadas las lluvias, su padre lo había subido a un autobús y le había dicho que se bajara en Kittur y se paseara por el mercado hasta que alguien le diese trabajo.
—Lo mandaron sin una sola paisa —dijo Ramanna—. Para que se las ingeniara por su propia cuenta.
Volvió a ponerle la mano en la cabeza.
—Y de ingenio anda más bien escaso, te lo aseguro, incluso para lo que es un musulmán.
Ziauddin se había hecho amigo de los otros seis chicos que lavaban platos y atendían el salón de Ramanna. Dormían todos juntos en una tienda que habían montado detrás del local. El domingo a mediodía Ramanna bajó la persiana y, tras subir a su vespa de color crema y azul, se dirigió al templo Kittamma Devi lentamente, y dejó que los chicos lo siguieran a pie. Mientras entraba a ofrecerle un coco a la diosa, ellos se sentaron en el asiento verde de la vespa y empezaron a discutir sobre las palabras escritas en canarés en la cornisa del templo con gruesas letras rojas:
HONRA A TU VECINO, A TU DIOS
—Quiere decir que la persona de la casa de al lado es tu dios —teorizó uno de los chicos.
—No, significa que Dios está cerca de ti si de verdad crees en Él —replicó otro.
—No, significa…, significa… —trató de explicar Ziauddin.
Pero no lo dejaron acabar.
—¡Si ni siquiera sabes leer y escribir, paleto!
Cuando Ramanna gritó que entraran en el templo, dio unos pasos con los demás, vaciló y regresó corriendo a la vespa.
—Yo no puedo entrar, soy musulmán.
Había pronunciado la palabra en inglés y con tal solemnidad que los otros chicos se quedaron un momento en silencio; luego sonrieron.
Una semana antes del comienzo de las lluvias, el chico preparó su hatillo y dijo:
—Me voy a casa.
Iba a cumplir con sus deberes familiares, o sea, a trabajar con su padre, su madre y sus hermanos limpiando, sembrando o segando los campos de algún propietario rico por unas pocas rupias al mes. Ramanna le dio un «extra» de cinco rupias (descontando diez paisas por cada una de las dos botellas de Thums Up que había roto) para asegurarse de que volviera de su pueblo.
Cuando regresó, cuatro meses después, había contraído vitíligo y una piel rosada le veteaba los labios y le salpicaba de manchas los dedos y los lóbulos de las orejas. Sus mofletes de bebé se habían evaporado durante el verano; había vuelto flaco y requemado, y con una expresión salvaje en los ojos.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Ramanna, después de darle un abrazo—. Se suponía que tenías que volver hace un mes y medio.
—No ha pasado nada —dijo el chico, que se frotó los labios descoloridos con un dedo.
Ramanna pidió un plato de comida inmediatamente; Ziauddin lo tomó y metió toda la cara como un animalito, y el dueño no tuvo más remedio que decirle:
—¿Es que no te daban de comer en casa?
Exhibieron al «mequetrefe» ante todos los clientes, muchos de los cuales llevaban meses preguntando por él. Algunos de los que se habían pasado a los otros salones de té, bastante más limpios, que estaban abriendo alrededor de la estación, volvieron al local de Ramanna sólo para verlo. Por la noche, Thimma lo abrazó varias veces y le deslizó dos monedas de veinticinco paisas, que Ziauddin aceptó en silencio y se metió en el bolsillo. Ramanna le gritó al borracho:
—¡No le des propinas! ¡Se ha vuelto un ladrón!
Lo habían pillado in fraganti robando samosas, según dijo Ramanna. Thimma preguntó si hablaba en serio.
—Yo tampoco me lo habría creído —masculló Ramanna—. Pero lo he visto con mis propios ojos. Estaba sacando una bandeja de la cocina y… —Ramanna mordió una samosa imaginaria.
Apretando los dientes, Ziauddin había empezado a empujar el frigorífico hacia el interior del local.
—Pero si era un muchachito muy honrado… —recordó el borracho.
—Quizás haya robado siempre y no nos habíamos dado cuenta. No puedes fiarte de nadie hoy en día.
Las botellas del frigorífico tintinearon. Ziauddin se había detenido en seco.
—¡Yo soy un pathan! —dijo, golpeándose el pecho—. ¡De la tierra de los pathanes del norte, donde hay montañas llenas de nieve! ¡No soy hindú! ¡No hago el sinvergüenza!
Y se marchó a la trastienda.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó el borracho.
El dueño le explicó que Ziauddin ahora se pasaba el día farfullando en su jerga pathan; suponía que la había aprendido de algún mulá del norte.
Thimma estalló en carcajadas. Puso las manos en jarras y gritó hacia la trastienda:
—¡Ziauddin, los pathanes son blancos como Imran Khan, y tú eres tan negro como un africano!
A la mañana siguiente se armó una bronca en el Ideal Store. Habían pillado a Ziauddin con las manos en la masa. Tras agarrarlo del cuello de la camisa y arrastrándolo ante toda la clientela, Ramanna Shetty le gritó:
—¡Dime la verdad, hijo de mujer calva! ¿La has robado? Dime la verdad esta vez y quizá te dé otra oportunidad.
—He dicho la verdad —replicó Ziauddin, que se tocó con un dedo los labios marcados de vitíligo—. No he tocado ni una samosa.
Ramanna lo agarró del hombro, lo tiró al suelo y lo sacó del salón a patadas, mientras los demás chicos, impasibles, se apiñaban alrededor y miraban la escena, como las ovejas cuando esquilan a alguna de su rebaño. Entonces Ramanna soltó un alarido y alzó un dedo ensangrentado.
—¡Me ha mordido, el muy animal!
—¡Soy un pathan! —le gritó Ziauddin, incorporándose—. Vinimos aquí y construimos el Taj Mahal y el Fuerte Rojo de Delhi. ¡No te atrevas a tratarme así, hijo de mujer calva!
Ramanna se volvió hacia el círculo de clientes apretujados alrededor; los miraban alternativamente a los dos tratando de averiguar quién tenían razón.
—Aquí no hay trabajo para un musulmán, ¡y él va y se pelea con el único que ha querido tomarlo como empleado!
Unos días más tarde, Ziauddin pasó por delante del salón de té, conduciendo una bicicleta con un carrito adosado donde tintineaban grandes jarras de leche.
—Mírame —le dijo, burlón, a su antiguo jefe—. ¡Los lecheros sí se fían de mí!
Pero aquel puesto tampoco le duró mucho; volvieron a acusarlo de robar. Él juró que no trabajaría nunca más para un hindú.
Los inmigrantes musulmanes se estaban instalando en la otra punta de la estación y habían empezado a abrir sus propios restaurantes. Ziauddin encontró trabajo en uno de ellos. Preparaba tortillas y tostadas en una parrilla al aire libre y gritaba en urdu y en malabar:
—Hermanos musulmanes, de dondequiera que vengáis, de Yemen, de Kerala, de Arabia o de Bengala, ¡venid a comer a un establecimiento genuinamente musulmán!
Pero ni siquiera ese empleo le duró. Una vez más, su jefe lo acusó de robar y lo abofeteó cuando se atrevió a replicarle. A continuación lo vieron con un uniforme rojo en la estación de trenes, cargando en la cabeza montones de maletas y discutiendo acaloradamente con los pasajeros.
—¡Soy hijo de un pathan! ¡Tengo sangre pathan! ¿Me oye? ¡No soy ningún timador!
Cuando los miraba airado, parecía que se le salían los ojos y se le marcaban los tendones en el cuello. Se había convertido en uno de esos tipos demacrados y solitarios de ojos brillantes que rondan por las estaciones de la India, que fuman beedis por los rincones y parecen capaces de golpear o matar a alguien sin previo aviso. Y no obstante, cuando los antiguos clientes del salón de Ramanna lo reconocían y lo llamaban por su nombre, sonreía de oreja a oreja, y aún veían en él algo de aquel chico sonriente que plantaba de golpe los vasitos de té en sus mesas y que imitaba torpemente sus frases en inglés. Se preguntaban qué demonios le habría pasado.
Al final, Ziauddin empezó a provocar riñas con los demás mozos y también lo expulsaron de la estación. Durante varios días vagó de aquí para allá, maldiciendo por igual a hindúes y a musulmanes. Luego apareció otra vez en la estación, cargando maletas sobre la cabeza. Era trabajador, eso todo el mundo lo reconocía. Y ahora había trabajo de sobra para todos. Habían llegado a Kittur varios trenes llenos de soldados (en el mercado se rumoreaba que iban a construir una base del ejército en la carretera de Cochín) y, una vez que hubieron partido, siguieron llegando trenes de carga durante días, con cajones enormes que había que descargar. Ziauddin mantuvo la boca cerrada y se dedicó a bajar cajones y a sacarlos de la estación, donde aguardaban los camiones del ejército para llevárselos.
Un domingo, a las diez de la mañana, yacía medio dormido en el andén, exhausto por el trabajo de toda la semana, cuando lo despertó un ligero picor en la nariz: un olor a jabón que impregnaba el aire. Corrían por su lado regueros burbujeantes de espuma. Al borde del andén, había una hilera de cuerpos renegridos y macilentos desfilando bajo una manguera.
La fragancia de la espuma lo hizo estornudar.
—¡Eh, bañaos en otra parte! ¡Dejadme en paz!
Los hombres se reían a carcajadas, daban gritos y lo señalaban con los dedos cubiertos de espuma.
—¡Nosotros no somos sucios animales, Zia! ¡Algunos somos hindúes!
—¡Y yo soy un pathan! —aulló—. ¡A mí no me habléis así!
Había empezado a increparlos cuando sucedió algo extraño; todos los que estaban bañándose se alejaron de golpe:
—¿Necesita un culi, señor? —gritaban—. ¿Necesita un culi?
Aunque no había llegado ningún tren, se había materializado en el andén un forastero: un hombre alto de tez clara, con una bolsa negra pequeña. Llevaba una impecable camisa blanca y pantalones de algodón, y todo en él olía a dinero, lo cual enloqueció a los mozos, que se apretujaron a su alrededor, todavía cubiertos de espuma, como si estuvieran aquejados de una espantosa enfermedad y él fuera el médico que acaso podría curarlos. Pero el forastero los rechazó a todos y se acercó al único mozo desprovisto de espuma.
—¿Qué hotel? —dijo Ziauddin, poniéndose de pie con esfuerzo.
El hombre se encogió de hombros, como diciendo: «Elígelo tú», y miró con desagrado a los demás, que seguían rondándolo casi desnudos y con el cuerpo enjabonado.
Zia les enseñó a todos la lengua y se alejó con él.
Se dirigieron a los hoteles baratos de las inmediaciones de la estación. Tras detenerse frente a un edificio cubierto de rótulos —electricistas, perfumerías, farmacias, fontaneros—, Ziauddin señaló un cartel rojo del segundo piso.
HOTEL DECOROSO
ALOJAMIENTO Y COMIDA
TODOS LOS SERVICIOS Y COCINAS
DEL NORTE Y DEL SUR DE LA INDIA
PLATOS CHINOS Y TIBETANOS
TAXI, PASAPORTE, VISA, FOTOCOPIAS
CONFERENCIAS CON TODOS LOS PAÍSES DEL MUNDO
—¿Qué le parece éste, señor? Es el mejor de la ciudad. —Se llevó la mano al pecho—. Le doy mi palabra.
El hotel Decoroso tenía un acuerdo con los mozos: una tajada de dos rupias y media por cada cliente que llevaran.
El forastero bajó la voz, con aire de complicidad.
—Pero ¿es un «buen» sitio, amigo? —preguntó, diciendo la palabra clave en inglés, como para subrayarla.
—Muy bueno —respondió Zia con un guiño—. Muy, muy bueno.
El hombre le indicó con el dedo índice que se acercara y le dijo al oído:
—Mi querido amigo, yo soy musulmán.
—Lo sé, señor. Yo también.
—No un musulmán cualquiera. Soy un pathan.
Ziauddin, como si hubiese oído un conjuro mágico, lo miró boquiabierto.
—Perdón, señor… Yo…, yo no… ¡Alá lo ha puesto exactamente en las manos más indicadas! Y éste no es un hotel para usted, señor. Es muy mal hotel, de hecho. Y no es el lugar…
Se cambió de mano la bolsa del forastero y le hizo rodear la estación hasta el otro extremo. Allí los hoteles eran de propietarios musulmanes y no les ofrecían tajada a los mozos. Se detuvo ante uno de ellos:
—¿Qué le parece éste?
HOTEL DARUL-ISLAM
ALOJAMIENTO Y COMIDA
El hombre examinó el rótulo, el arco verde de la entrada, la imagen de la Gran Mezquita de la Meca sobre el dintel; entonces se metió la mano en el bolsillo de sus pantalones grises y sacó un billete de cinco rupias.
—Es demasiado, señor, por una bolsa. Deme dos rupias. —Se mordió el labio—. No, incluso eso es demasiado.
El forastero sonrió.
—Eres un hombre recto, por lo que veo.
Le dio unos golpecitos en el hombro con dos dedos de la mano izquierda.
—Tengo un brazo malo, amigo. No habría podido llevar la bolsa sin sentir un gran dolor. —Le apretó el billete en las manos—. Merecerías incluso más.
Ziauddin tomó el dinero y lo miró a la cara.
—¿De verdad es usted un pathan, señor?
El chico se estremeció al oír su respuesta.
—¡Yo también! —aulló, y echó a correr como un loco y repitió una y otra vez—: ¡Yo también! ¡Yo también!
Aquella noche, Ziauddin soñó con montañas llenas de nieve y con una raza de hombres de tez blanca y exquisita educación que daban majestuosas propinas. Por la mañana, regresó a la pensión y se encontró al forastero sentado en uno de los bancos que había fuera, dándole sorbos a una taza amarilla.
—¿Quieres tomar el té conmigo, pequeño pathan?
Ziauddin meneó la cabeza, desconcertado, pero el hombre ya estaba chasqueando los dedos. El dueño, un tipo grueso con el labio superior afeitado y una esponjosa barba blanca, como una gran luna creciente, miró huraño al mozo harapiento y le indicó con un gruñido que por esta vez podía sentarse.
—Entonces —le dijo el forastero—, ¿tú también eres un pathan, mi pequeño amigo?
Ziauddin asintió y le dijo cómo se llamaba el hombre que así se lo había asegurado.
—Era un hombre instruido, señor. Había pasado un año en Arabia Saudita.
—Ah —dijo el forastero, moviendo la cabeza—. Ya veo, ya veo.
Pasaron unos minutos en silencio.
—Espero —dijo Ziauddin— que no vaya a quedarse mucho tiempo, señor. Ésta es una ciudad mala.
El pathan enarcó las cejas.
—Para musulmanes como nosotros, es mala. Los hindúes no nos dan trabajo ni nos respetan. Hablo por experiencia propia, señor.
El forastero sacó un cuaderno y empezó a escribir. Zia lo observaba. Contempló otra vez su hermoso rostro, sus ropas caras; aspiró la fragancia de su piel. «Este hombre es un compatriota tuyo, Zia —se dijo—. Un compatriota».
El pathan terminó su té y bostezó. Como si se hubiera olvidado de él, entró en la pensión y cerró la puerta.
En cuanto desapareció su huésped, el dueño miró a Ziauddin a los ojos y le hizo un gesto seco, y el culi comprendió que su té no iba a llegar. Volvió a la estación, donde se apostó en su rincón habitual y aguardó a que se le acercase algún pasajero cargado con baúles de acero o bolsas de cuero para que se los subiera al tren. Pero su alma resplandecía de orgullo y aquel día no se peleó con nadie.
A la mañana siguiente, lo despertó un olor a ropa recién lavada.
—Un pathan se levanta siempre al alba, amigo mío.
Bostezando y estirándose, Ziauddin despegó los párpados; un par de hermosos ojos azul pálido lo miraban desde arriba (unos ojos de un color que sólo puede adquirir un hombre que ha mirado mucho tiempo la nieve). Ziauddin se incorporó, dando un traspié, y se disculpó ante el forastero; luego le estrechó la mano y a punto estuvo de besarlo en la cara.
—¿Has comido algo? —preguntó el pathan.
Zia negó con la cabeza; nunca comía antes de mediodía.
El pathan se lo llevó a uno de los puestos de los alrededores de la estación en donde servían té y samosas. Era un sitio en el que Zia había trabajado tiempo atrás, y los empleados lo miraron atónitos al ver que se sentaba y gritaba:
—¡Un plato de lo mejor! ¡Aquí hay dos pathanes que necesitan alimentarse!
El forastero se inclinó hacia él.
—No lo digas en voz alta. No han de saber nada de nosotros. Es un secreto.
Se apresuró a ponerle un billete en las manos. El chico lo desarrugó y vio un tractor y un sol naciente rojo. ¡Cinco rupias!
—¿Quiere que le lleve la bolsa hasta Bombay? Así de lejos puede llegar este billete en Kittur.
Se irguió en su silla cuando un criado depositó ante ellos dos vasos de té y un plato con una samosa grande, cortada en dos pedazos y cubierta de kétchup aguado. Se pusieron a masticar cada uno su pedazo. Luego, quitándose un trocito de comida de los dientes, el hombre le dijo lo que esperaba a cambio de sus cinco rupias.
Media hora más tarde, Zia se sentó en un rincón de la estación, junto a la puerta de la sala de espera. Cuando la gente le pedía que cargase su equipaje, meneaba la cabeza:
—Hoy tengo otro trabajo —les decía.
Fue contando los trenes que llegaban. Como no era fácil recordar el total, se alejó un poco más y se sentó a la sombra de un árbol que crecía dentro de la estación; cada vez que una locomotora pasaba silbando, hacía una marca en el lodo con el dedo gordo del pie; cada grupo de cinco lo tachaba con un trazo. Algunos trenes iban abarrotados; otros tenían vagones enteros de soldados armados con rifles; y otros estaban casi vacíos. Se preguntaba adónde se dirigirían aquellos trenes, toda aquella gente… Cerró los ojos y empezó a dormitar. Lo sobresaltó el ruido de una locomotora y se apresuró a hacer otra marca con el dedo gordo. Cuando se puso de pie para ir a comer, se dio cuenta de que se había sentado sobre una parte de las marcas y que las había emborronado. Tuvo que ponerse a descifrarlas desesperadamente.
Por la noche, encontró al pathan en uno de los bancos frente a la pensión, tomando té. El hombre sonrió al verlo y dio tres palmadas en el espacio libre que quedaba a su lado.
—Ayer no me trajeron té —se quejó el chico, y le explicó lo que había pasado.
El rostro del pathan se ensombreció; Ziauddin vio que era un hombre recto. También poderoso: sin decir una palabra, se volvió hacia el dueño y lo miró con el ceño fruncido. No pasó un minuto antes de que saliera corriendo un chico con una taza amarilla y se la pusiera a Zia delante. Él aspiró la fragancia del cardamomo y de la leche humeante.
—Han llegado a Kittur diecisiete trenes —dijo—. Y han salido dieciséis. Los he contado todos, como me pidió.
—Bien —dijo el pathan—. Y ahora dime: ¿cuántos de esos trenes llevaban soldados indios?
Ziauddin se lo quedó mirando.
—Repito: ¿cuántos-de-esos-trenes-llevaban-soldados-indios?
—Todos llevaban soldados… No sé…
—Había seis trenes con soldados indios —dijo el pathan—. Cuatro iban a Cochín, dos volvían.
Al otro día, Ziauddin se sentó bajo el árbol media hora antes de que llegara el primer tren. Hizo una marca con el dedo gordo; en un intervalo, fue a la cafetería de la estación.
—¡Tú no puedes entrar! —le gritó el dueño—. ¡No queremos más líos!
—No voy a armar líos. Esta vez tengo dinero —dijo, poniendo un billete de una rupia en el mostrador—. Mete ese billete en la caja y dame una samosa de pollo.
Aquella noche, Zia informó al pathan de que habían llegado once trenes con soldados.
—Buen trabajo.
El hombre, tras alargar el brazo malo, le dio un ligero apretón en cada mejilla. Luego sacó otro billete de cinco rupias, que el chico tomó sin vacilar.
—Mañana quiero que mires cuántos trenes tienen una cruz roja en los lados de los vagones.
Ziauddin cerró los ojos y repitió:
—Cruz roja en los lados. —Se levantó de un salto, hizo un saludo militar y añadió—: ¡Gracias, señor!
El hombre se echó a reír con una risa cálida y cordial, propia de un extranjero.
Al día siguiente, Ziauddin se sentó una vez más a la sombra del árbol y fue haciendo marcas con el dedo gordo en tres columnas distintas. En la primera, el número de trenes. En la segunda, el número de trenes con soldados. En la tercera, el número de trenes con una cruz roja en los vagones.
Dieciséis, once, ocho.
Pasó otro tren; Zia levantó la vista, guiñando los ojos, y luego situó el dedo sobre la primera columna.
Mantuvo el dedo así, suspendido un instante en el aire, y lo depositó en el suelo, procurando no emborronar ninguna marca. El tren salió de la estación y, casi de inmediato, apareció otro lleno de soldados. Pero él no lo añadió a la cuenta. Se había quedado mirando las marcas, como si acabase de descubrir algo en ellas.
El pathan estaba en la pensión cuando Ziauddin llegó a las cuatro. Llevaba rato paseándose entre los bancos con las manos detrás. Se acercó rápidamente al chico.
—¿Tienes el número?
Ziauddin asintió, pero en cuanto se sentaron, le dijo:
—¿Por qué quiere que haga todo esto?
Él se inclinó sobre la mesa y trató de acariciarle el pelo con su brazo débil.
—Por fin lo preguntas —dijo con una sonrisa.
El dueño de la pensión, con aquella barba parecida a una luna creciente, apareció sin que lo llamasen; puso dos tazas de té en la mesa y retrocedió frotándose las manos y sonriendo. El pathan lo despidió con un gesto de la barbilla y dio un sorbo de té. Ziauddin no tocó el suyo.
—¿Sabes adónde van esos trenes llenos de soldados y marcados con cruces rojas?
Meneó la cabeza.
—A Calicut.
El forastero acercó más su rostro. El chico advirtió en él algunos detalles en los que no había reparado: varias cicatrices en la nariz y las mejillas, y una marca en la oreja izquierda.
—El ejército indio está edificando una base entre Kittur y Calicut. Por una sola y única razón… —alzó un dedo—: Para hacer con los musulmanes del sur de la India lo que ya están haciendo con los musulmanes de Cachemira.
Ziauddin contempló su taza de té. Se estaba formando una rizada capa de nata en la superficie.
—Yo soy musulmán —dijo—. Hijo de musulmán también.
—Exacto, exacto. —Sus gruesos dedos tapaban ahora toda la taza—. Escucha: cada vez que vigiles los trenes, te ganarás una pequeña recompensa. Bueno, no siempre cinco rupias, pero algo ganarás. Un pathan cuidando de los demás pathanes. Es una tarea sencilla. Yo me encargaré del trabajo más duro. Tú…
—No me siento bien —dijo Ziauddin—. No podré hacerlo mañana.
El forastero reflexionó un momento.
—Me estás mintiendo. ¿Puedo preguntar por qué?
El chico se pasó un dedo por los labios descoloridos.
—Soy musulmán. Hijo de musulmán también.
—Hay cincuenta mil musulmanes en esta ciudad. —La voz del forastero se había llenado de irritación—. Cada uno de ellos hirviendo de rabia. Dispuesto a la acción. Si te he ofrecido el trabajo ha sido sólo por compasión. Porque me doy cuenta de lo que te han hecho los indios. Si no, se lo habría ofrecido a cualquier otro de esos cincuenta mil hermanos.
Ziauddin apartó su silla de golpe y se puso de pie.
—Pues busque a uno de esos cincuenta mil para que lo haga.
Cuando cruzó la cerca de la pensión, se dio media vuelta. El pathan lo miraba fijamente y le dijo en voz baja:
—¿Es así como me pagas, pequeño pathan?
Ziauddin no dijo nada. Bajó la vista. Lentamente, trazó con el dedo gordo una figura en el suelo: un círculo grande. Inspiró hondo y soltó un ronco silbido.
Luego echó a correr. Se alejó a toda velocidad del hotel, rodeó la estación hacia el lado hindú, corrió hasta el salón de té de Ramanna Shetty, dio la vuelta al local y entró en la tienda azul de la parte trasera donde vivían los empleados. Se sentó dentro, con sus labios descoloridos muy apretados y los dedos entrelazados firmemente sobre las rodillas.
—¿Qué mosca te ha picado? —le dijeron los otros chicos—. No puedes quedarte aquí, ya lo sabes. Shetty te echará.
Lo ocultaron aquella noche, en honor a los viejos tiempos. Cuando despertaron ya se había ido. Ese mismo día fue visto de nuevo en la estación peleándose con los clientes y gritando:
—¡… yo no hago el sinvergüenza!