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oisés era un príncipe egipcio que sabía cómo había sido construida esta cámara —dijo Astiza—. No puso en marcha los tapones de granito como el idiota de Silano. Salió por uno de esos conductos.

—Y cuando el nivel de las aguas está bajo, ese desagüe es una posible ruta de escape —dije yo—. Pero cuando llega la crecida de las aguas, el único momento en que esa puerta a la pirámide se abriría, el desagüe se llena a rebosar. No hay aire. Si entras, tienes que usar después la salida correcta o caes en la trampa.

—Pero entonces ¿a qué viene un puente que pone a prueba tu conocimiento de la constelación? —preguntó Astiza—. Tiene que ser posible salir por esta ruta, aunque sólo para hombres que conozcan sus peligros. Puede que esto fuese un último recurso para los arquitectos, por si un error los dejaba atrapados. Quizás es una prueba de fe que podamos salir de aquí.

—No puedes estar pensando en viajar por esa alcantarilla hasta el Nilo.

—¿Será peor que esperar una muerte lenta aquí dentro?

Astiza siempre sabía ir directa al corazón de las cosas. Podíamos pasar una eternidad sentados en aquellos escalones mojados mientras contemplábamos el puente roto y los tapones de granito en lo alto, o arriesgarnos con el desagüe. Pensé que quizá Thoth tenía sentido del humor. Allí estaba yo, fugitivo, con el medallón usado y roto, vencido en la carrera para hacerse con un libro legendario por un profeta del desierto de tres mil años antes, cansado, dolorido, enamorado y —si alguna vez podía llegar a usar el metal que llevaba colgado del cuerpo— fabulosamente rico. Es prodigioso lo bien que le sienta a uno viajar.

—Ahogarse es una muerte mucho más rápida que morir por inanición —confirmé.

—Te ahogarás si no te libras de la mayor parte de ese tesoro.

—¿Estás de broma? Si se supone que tenemos que saltar a ese desagüe, puede que el techo se abra más adelante. La salida al Nilo tal vez no quede muy lejos. No he llegado tan lejos para acabar con nada.

—¿Y a qué le llamas tú nada? —me preguntó Astiza con una sonrisa maliciosa.

—Bueno, aparte de ti. —Parecía que éramos pareja, ya que de otro modo ella nunca habría podido usar mis propias palabras para tenderme una trampa—. Sólo quería decir que siempre está bien disponer de una pequeña reserva financiera.

—Primero tenemos que salvar el mundo.

—Empecemos por salvarnos a nosotros mismos. —Contemplé la oscura y rápida corriente—. Antes de que lo intentemos, supongo que vale más que te bese. Sólo por si fuera la última vez.

—Una sensata precaución.

Así que lo hice.

Astiza me devolvió el favor con un entusiasmo que me dio toda clase de ideas.

—No —dijo ella, al tiempo que me apartaba las manos—. Esa será tu recompensa al otro lado. Cree en mí, Ethan. —Y con esas palabras, saltó por encima del murete, se zambulló en las aguas con un ruidoso chapoteo y se soltó. En un abrir y cerrar de ojos ya estaba donde el techo tocaba el agua. Se llenó los pulmones por última vez, agachó la cabeza y desapareció.

¡Por las espuelas de Paul Reveré, aquella mujer tenía agallas! Y que me colgaran del árbol más próximo si estaba dispuesto a quedarme solo dentro de aquella tumba. Así que antes de que se me ocurriese filosofar un poco más sobre el asunto me zambullí; pero en lugar de flotar como un corcho, me hundí como un plomo hasta el fondo del desagüe.

Era el tesoro.

Me hallaba indefenso como una rata atrapada en una cañería, o una bala en un barril. Mi mano subió para arañar un techo mojado, en busca de aire, y no pude tocarlo. Mi cuerpo rebotaba a lo largo del fondo como un ancla. Maldiciendo mi suerte, o mi estupidez, empecé a arrancarme pendientes de oro, me vacié los bolsillos de piedras preciosas y liberé los brazos de los brazaletes que los cubrían. Dije adiós a un cinturón que valía el rescate de un rey, una ajorca con la que hubiese podido comprar una finca en el campo. Dejé caer los anillos como si fueran migajas de pan. Apenas me quitaba uno se perdía para siempre, o al menos desaparecía en el barro del Nilo o dentro del estómago de algún cocodrilo. Pero mi cuerpo recuperaba un poco de flotabilidad con cada frenético desechamiento. No tardé en verme libre del fondo para subir hacia lo alto de aquella insidiosa alcantarilla, esperando contra toda esperanza que encontraría una bolsa de aire mientras mis pulmones empezaban a arder. «¡No respires!», me grité silenciosamente a mí mismo. Sólo un instante más. Y un instante más…

Y más.

Y aún más, mientras me debatía para librarme de la riqueza.

El último tesoro cayó de mi cuerpo. Los pulmones me ardían, notaba los oídos a punto de reventar y no podía ver nada en la oscuridad.

Una cosa que temía especialmente era chocar con el cuerpo sin vida de Astiza, lo cual me habría causado una desesperación tal que hubiese aspirado el Nilo al interior de mis pulmones. A la inversa, era el pensar en ella aguardándome más adelante lo que mantenía mi resolución de salir con vida de allí. «¡Cree!».

Levanté el brazo desesperadamente una última vez, esperando tocar roca mojada, y encontré…

¡Nada!

Mi cabeza emergió a la superficie en el preciso instante en que el aliento emergía de mi boca. ¡Aire! La negrura aún era total, pero me llené los pulmones ávidamente. Entonces volví a chocar con el techo en una dolorosa colisión y volví a ser aspirado hacia abajo dentro del aparentemente interminable e implacable conducto subterráneo. Aire, aire, sólo otra bocanada, Dios, cómo lo necesitaba, no podría aguantar mucho más… y de pronto mi cuerpo no pesó nada y cayó en el vacío cuando el agua se precipitó fuera del conducto por debajo de mí. Dejé escapar un grito de sorpresa y terror mientras caía, el estómago desaparecido, para acabar sumergido en un oscuro estanque. Emergí entre toses y balbuceos, parpadeé y vi que volvía a hallarme en una caverna de piedra caliza. ¡Podía respirar! Aún más asombroso, podía ver tenuemente. Pero ¿cómo? ¡Sí! ¡Había un poco de luz procedente del agua allá al fondo de la caverna, un atisbo del exterior! Me sumergí y nadé con todas mis fuerzas.

Y salí a la superficie en la orilla del Nilo.

Allí estaba Astiza, flotando boca arriba, con sus oscuros cabellos extendidos en un abanico, su ropa mojada traslúcida y su cuerpo pálido, en un bajío de cañas de papiro y flores de loto. ¿Estaba muerta, ahogada?

Entonces se dio la vuelta en el agua y me miró con una sonrisa en los labios.

—Te desprendiste de tu codicia y los dioses te dieron aire —se burló.

Cambiar la riqueza de Creso por un poco de aire que poder respirar.

Thoth tenía sentido del humor.

Nadamos hasta un bajío lleno de juncos, descansamos un rato en el fondo fangoso con sólo las cabezas por encima del agua y empezamos a pensar, en lo que haríamos a continuación. La noche había transcurrido sin que supiéramos muy bien cómo y acababa de amanecer, el primer calor del sol en nuestras caras y un palio de humo sobre El Cairo. Podíamos oír las detonaciones de las escaramuzas. La ciudad aún estaba en plena revuelta declarada y Bonaparte aún estaba resuelto a aplastarla.

—Me parece que ya no soy bienvenido en Egipto, Astiza —jadeé.

—La pirámide está cerrada y el Libro de Thoth ha desaparecido. Aquí ya no podemos hacer más. Pero lo que está perdido todavía es un arma potente. Creo que necesitamos averiguar cuál fue su destino.

—¿No se lo vio por última vez en manos de un hebreo fugitivo llamado Moisés hace tres mil años? ¿Sin que se haya vuelto a hablar de él desde entonces?

—¿Sin que se haya vuelto a hablar de él? Y, sin embargo, Moisés levantó el brazo para separar las aguas del mar Rojo, curó a los enfermos con una serpiente de bronce, encontró comida procedente del cielo y habló con Dios. Todos sabían que era un mago. ¿Cómo aprendió semejantes poderes? ¿Y fueron únicamente los Diez Mandamientos que los hebreos llevaban consigo en el Arca de la Alianza los que les proporcionaron sus victorias, o contaban con otra ayuda también? ¿Por qué pasaron cuarenta años en el desierto antes de invadir su Tierra Prometida? Quizás estaban aprendiendo a usar algo.

—O quizá no tenían ninguna magia y tuvieron que hacer las cosas al viejo estilo, organizando un ejército.

—No. ¿Qué es el libro, sino otra fuente del mismo conocimiento que tú y los otros científicos intentáis sacar a la luz ahora mismo? Ese libro podría dar a los sabios de cualquier nación el conocimiento para dominar el mundo. ¿Piensas que Silano y Bonaparte no se han dado cuenta de eso? ¿Piensas que no sueñan con tener los poderes de un hechicero o la inmortalidad de un ángel?

—¿Así que quieres que pasemos cuarenta años en el desierto buscando ese libro?

—En el desierto, no. Tú ya sabes dónde tiene que estar, igual que lo sabían los turcos y los romanos y los árabes y los cruzados y los templarios, que por eso miraban siempre en esa dirección: Jerusalén. Ahí es donde Salomón edificó su templo, y donde se guardaba el Arca.

—¿Y se supone que hemos de encontrar lo que ellos no pudieron? El templo fue destruido por los babilonios y los romanos tres o cuatro veces. El Arca, si no quedó destruida, huyó nadie sabe adonde. Es tan mítica como el Santo Grial.

—Pero nosotros sabemos qué andamos buscando. No es un grial, ni un tesoro, ni un arca.

Ya sabéis cómo son las mujeres. Hacen presa en una idea como un terrier y no la sueltan hasta que se te ocurre alguna manera de distraerlas. No entienden las dificultades, o piensan que siempre te tendrán a ti para encargarte del trabajo pesado si os encontráis con algún obstáculo.

—Una idea magnífica. Busquémoslo, después de que yo haya puesto en orden mis asuntos en América.

Nuestra discusión filosófica llegó a su fin cuando el estampido de un disparo de mosquete levantó un pequeño géiser de agua a cosa de medio metro de nuestras cabezas. Luego hubo otro disparo, y otro más.

Miré orilla arriba. En la cresta de una duna acababa de aparecer una patrulla de soldados franceses y, animado como un ciervo en celo, el conde Alessandro Silano. Mientras sus secuaces corrían al interior de la pirámide de la muerte, él había decidido prudentemente permanecer fuera.

—¡Los magos! —gritó—. ¡Cogedlos!

Bueno, diablos. El bastardo parecía indestructible; claro que probablemente él pensaría lo mismo de nosotros. Y naturalmente no tenía ni idea de lo que teníamos, o mejor dicho no teníamos. Astiza aún tenía el disco del medallón, y caí en la cuenta de que yo aún tenía los querubines de la vara de Moisés, incómodamente embutidos en mis calzones. Quizás aún conseguiría sacar unos cuantos dólares de todo aquello. Nos sumergimos en el río y empezamos a nadar hacia la orilla de El Cairo, con la corriente a nuestro favor para que hiciese crecer la distancia. Cuando los soldados llegaron a la orilla donde podrían apuntar mejor, nosotros ya estábamos fuera del alcance de sus mosquetes.

«¡A los botes, idiotas!», oímos que gritaba Silano.

El cauce del Nilo tiene unos ochocientos metros de anchura junto a las pirámides, pero en el estado en que nos hallábamos parecía medio océano. La misma corriente que nos alejaba de Silano nos acercaba a los combates en el centro de El Cairo. Mientras recorríamos penosamente los últimos metros a través de la anchura del río, pude ver que una batería de artillería empezaba a desplegar sus piezas fuera de los muros de la ciudad, y que uno de los globos de Conté estaba suspendido en el aire a metro y medio del suelo. Lo estaban inflando para volver a usarlo como un puesto de observación. Era bonito de ver, de un patriótico rojo, blanco y azul, con piedras metidas en bolsas colgando de la barquilla para que sirvieran de lastre. El globo me dio una idea, y dado que andaba tan falto de aliento como un congresista de Virginia cuando se lo invita a hacer unas cuantas observaciones, tal vez fuese nuestra única posibilidad.

—¿Nunca has querido volar lejos de tus problemas?

—Nunca más que ahora. —Parecía una gatita medio ahogada.

—Entonces vamos a coger ese globo.

Astiza parpadeó para quitarse el agua de los ojos.

—¿Sabes cómo manejarlo?

—Los primeros aeronautas franceses fueron un gallo, un pato y una oveja.

Salimos de las aguas del Nilo y recorrimos sigilosamente su orilla, río abajo hacia Conté. Miré atrás. Los soldados de Silano nos pisaban los talones a bordo de sus botes. El conde gritaba y nos señalaba con el dedo para atraer la atención hacia nosotros, pero todas las miradas permanecían fijas en los combates de la ciudad. Saqué mi tomahawk, el otro trozo de metal que había logrado salvar en mi largo recorrido por el desagüe. Empezaba a parecer un poco desgastado por el uso.

—¡Ahora!

Cargamos. Si alguien se hubiera molestado en mirar en nuestra dirección, habríamos parecido dos lunáticos medio desnudos: empapados, embadurnados de arena, con la mirada extraviada y desesperados. Pero el combate nos proporcionó el instante que necesitábamos para cruzar el borde e interrumpir a Conté precisamente cuando su bolsa de gas quedaba hinchada del todo. Un artillero se disponía a subir a la barquilla de mimbre.

Astiza distrajo al célebre científico entrando en su campo de visión como una fulana que no ha tenido tiempo de ponerse presentable, en un salto que reveló sus encantos bastante más de lo que ambos hubiésemos querido. Conté era un sabio, pero también era un hombre, y se quedó tan estupefacto como si la mismísima Venus hubiera emergido de la media concha. Mientras tanto, yo corrí hacia el globo, me abalancé sobre el artillero y lo arranqué de la barquilla.

—¡Lo siento! ¡Cambio de destino!

El artillero se levantó del suelo para discutírmelo, obviamente confuso por mis restos de indumentaria egipcia. Para zanjar la cuestión, le di en la frente con la empuñadura de mi tomahawk y subí a la barquilla en su lugar. Unos cuantos soldados franceses habían desembarcado de su bote y se alineaban para dispararme una salva, pero un Silano lanzado a la carga se interpuso en su línea de tiro.

—Lo siento, Nicolás, tenemos que coger prestado tu navío aéreo —le dijo Astiza a Conté mientras arrancaba del suelo la clavija que mantenía atada la cuerda de su ancla al suelo—. Son órdenes de Bonaparte.

—¿Qué órdenes?

—¡Salvar el mundo!

El globo empezó a ascender mientras la cuerda resbalaba por el suelo, y un instante después ya me encontraba demasiado arriba para que pudiese llegar hasta Astiza. Así que ella saltó y se agarró a la cuerda, con lo que quedó suspendida debajo de la barquilla cuando nos elevamos del suelo. Conté, que corría detrás de nosotros agitando los brazos, fue empujado a un lado por el conde que venía a la carrera. La cuerda que se retorcía como una serpiente acababa de levantar un último zarcillo de polvo cuando el conde saltó para agarrarla él también. El súbito incremento de peso nos hizo descender bruscamente, y la barquilla quedó a cinco metros del suelo. Silano empezó a trepar por la cuerda a pura fuerza de brazos, tenaz como un bulldog.

—¡Astiza! ¡Deprisa, vamos!

El suelo se escurría bajo nosotros a una velocidad vertiginosa.

La ascensión de Astiza fue penosamente lenta, debido a lo cansada que estaba. Silano redujo rápidamente la distancia, los dientes apretados y los ojos dos ranuras de odio. Justo cuando la mano de Astiza se aproximaba a la mía, la agarró por el tobillo.

—¡Me ha cogido! —Lo pateó y Silano maldijo y se bamboleó, sin soltarse de la cuerda, y luego volvió a agarrarla por el tobillo—. ¡Es como una sanguijuela!

Me incliné sobre el borde de la barquilla para izarla.

—¡Te meteré dentro y cortaré la cuerda!

—¡Ahora tengo su otro brazo encima! ¡Está tan agarrado de mí como de la cuerda!

—¡Dale de patadas, Astiza! ¡Lucha!

—No puedo —gritó ella—. Me tiene rodeada con los brazos.

Miré abajo. Aquel demonio de hombre le apretaba las piernas como una serpiente constrictora, el rostro oscurecido por la determinación. Tiré, pero no pude levantarlos a ambos. Juntos, pesaban ciento cuarenta kilos.

—¡Contadme lo que habéis descubierto, Gage! —gritó—. ¡Dejadme entrar en la barquilla, o caeremos todos!

El globo volaba a unos treinta metros del suelo. Pasamos la orilla del Nilo y seguimos adelante sobre los bajíos. Conté corría por la orilla en pos de nosotros. Vi que una compañía de soldados franceses se volvía y contemplaba la escena con asombro. Habíamos pasado tan cerca de ellos que de haber querido hubiesen podido matarnos a todos con una sola salva.

—¡Es el anillo! —gritó Astiza—. ¡El anillo que me hiciste llevar! ¡Olvidé quitármelo! ¡Es la maldición, Ethan, la maldición!

—¡No existe ninguna maldición!

—¡Quítamelo!

Pero sus manos estaban rígidamente apretadas alrededor de la cuerda y fuera de mi alcance, y quitarle aquel estúpido anillo me era tan imposible como cortarle la mano. Mientras tanto Silano, agarrado a sus piernas, se encontraba aún más alejado de mí.

Eso me dio una idea.

—¡Coge mi tomahawk! —grité—. ¡Pártele la cabeza como a una nuez!

Astiza liberó desesperadamente la mano derecha, la que no llevaba el anillo, cogió al vuelo mi arma cuando la dejé caer y le lanzó un hachazo a Silano. Pero el conde nos había oído y, cuando Astiza intentó golpearlo, se dejó caer hasta que sus brazos se cerraron como un torno alrededor de sus tobillos, la cabeza fuera del alcance del arma. La hoja silbó junto a sus cabellos. Sostenida únicamente por un brazo Astiza resbaló casi un metro, la palma abrasada por la cuerda, hasta quedar fuera de mi alcance. Tiré de la cuerda con todas mis fuerzas, pero no pude izarla.

—¡Astiza! —gritó Silano—. ¡No lo hagas! ¡Tú sabes que aún me amas!

Fue como si las palabras la paralizaran por un instante, y también me dejaron conmocionado. La sombra de un recuerdo cruzó por los ojos de Astiza, y mil preguntas rugieron en mi extremo de la escena.

¿Silano la había amado? Astiza había dicho que no lo amaba, pero…

—¡No creas lo que te dice! —grité.

Astiza agitó el tomahawk con expresión desesperada.

—¡Ethan! ¡No podré seguir agarrada mucho más tiempo! ¡Sube la cuerda!

—¡Pesáis demasiado! ¡Tienes que hacerlo caer! ¡Los soldados están tomando puntería! ¡Nos matarán a todos a menos que podamos ascender!

Si me las ingeniaba de alguna manera para bajar hasta ella e intentaba librarla del peso de Silano, lo más probable era que los tres nos precipitásemos al vacío.

Astiza agitó las piernas, pero el conde se pegaba a ella como un percebe al casco de un navío. La vi resbalar otro palmo.

—¡Astiza, en cualquier momento dispararán!

Ella me miró con desesperación.

—No sé qué hacer. —Era un sollozo.

Seguimos nuestro torpe curso, demasiado pesados para ascender, mientras el Nilo brillaba abajo.

—Astiza, por favor —suplicó el conde—. No es demasiado tarde…

—¡Hazlo! ¡Nos van a matar!

—No puedo. —Respiraba entrecortadamente.

Astiza me miró con lágrimas en los ojos.

—Encuéntralo —susurró.

—¡Vamos!

Entonces, con una fuerza nacida de la desesperación, volvió el tomahawk hacia la amarra. La cuerda se partió con un chasquido.

Y en un instante, ella y Silano habían desaparecido.

Una vez libre del peso de sus cuerpos el globo salió disparado hacia arriba como el tapón de una botella de champán, elevándose tan deprisa que perdí pie y me desplomé sobre el fondo de la barquilla.

—¡Astiza!

Pero no hubo ninguna réplica, sólo gritos mientras la pareja se precipitaba al vacío.

Me incorporé justo a tiempo de presenciar una titánica zambullida en el río. Su caída había distraído a los soldados por un instante, pero ahora los mosquetes se volvieron al unísono hacia mí. Yo me alejaba rápidamente. Hubo una seca orden, un fogonazo de disparos y una enorme nube de humo se elevó del suelo.

Oí el zumbar de las balas, pero ninguna llegó a subir lo bastante para dar en el blanco.

Desesperado, estudié la superficie del río que se alejaba. El sol naciente me daba en los ojos y el Nilo era una deslumbrante bandeja de luz, cada olita un espejo. Allí, ¿había una cabeza, o tal vez dos? ¿Había sobrevivido alguno de ellos a la caída? ¿O sólo era un engaño de la luz?

Cuanto más forzaba los ojos, menos seguro estaba de lo que veía. Los soldados gritaban nerviosamente y corrían hacia la orilla. Entonces todo se volvió imposiblemente borroso, mi esperanza se esfumó, mis ambiciones quedaron reducidas a polvo y mi corazón, profundamente solo.

Por primera vez en muchos años, lloré.

El Nilo era plata fundida, y yo estaba ciego.

Seguí ascendiendo. Vi a Conté muy abajo, la mirada alzada con estupefacción hacia su tesoro perdido. Yo estaba tan alto como un minarete, con vistas panorámicas de los tejados humeantes de El Cairo. El mundo menguó hasta quedar reducido a juguetes, y los sonidos de la batalla se alejaron. El viento me impulsaba hacia el norte, río abajo.

El globo subió más alto que las pirámides, y luego tan alto como una montaña. Empecé a preguntarme si dejaría de subir alguna vez y si yo, como Ícaro, sería abrasado por el sol. A través de la calima matinal vi Egipto en toda su gloria serpentina. Una serpiente de verdor se prolongaba hacia el sur hasta perderse en la lejanía, como la estela de un navío en un océano de desierto marrón. Al norte, la dirección en la que me llevaba el viento, el verde se abría como un abanico hacia el delta del Nilo, donde las aguas marrones de la crecida creaban un vasto lago repleto de pájaros y puntuado por palmeras datileras. Más allá destellaba el mar Mediterráneo.

Todo estaba en silencio, como si lo que acabábamos de experimentar no hubiera sido más que un oscuro sueño lleno de estrépito. El mimbre de la barquilla crujía. Oí gritar a un pájaro. Por lo demás, estaba solo.

¿Por qué le había hecho llevar el anillo? Me había quedado sin tesoro, y también sin Astiza.

¿Por qué no la había escuchado?

Porque necesitaba el dichoso Libro de Thoth para que metiera un poco de sentido común en mi dura mollera, pensé. Porque era el peor sabio del mundo.

Me dejé caer al suelo de la barquilla de mimbre, confuso y aturdido. Habían ocurrido demasiadas cosas. La pirámide estaba cerrada; Bin Sadr, muerto; el Rito Egipcio, derrotado. Había podido cobrarme cierta medida de venganza por las muertes de Talma y Enoc. Incluso Ash había ido a reunirse con su gente en un combate por Egipto. Y yo no había resuelto nada, salvo aprender en qué creía. En la mujer a la que acababa de perder.

«La búsqueda de la felicidad», pensé amargamente. Cualquier posibilidad de llegar a conocerla acababa de caer al Nilo. Yo estaba furioso, apenado, confuso. Quería volver a El Cairo y averiguar qué había sido de Astiza, costara lo que costara. Quería dormir durante mil años.

El globo no permitía ninguna de las dos cosas. La bolsa de gas había sido cosida a conciencia. A aquella altura hacía frío, mis ropas aún estaban mojadas, y tenía vértigo. Tarde o temprano aquel artefacto tendría que bajar, ¿y entonces qué?

Abajo el delta era un país de las hadas. Las palmeras datileras formaban majestuosas hileras; los campos, colchas de mil dibujos distintos. Los burros marchaban lentamente por antiguos caminos de tierra. Desde el aire todo parecía limpio, ordenado y tranquilo. La gente me señalaba con el dedo y corría en pos de mi avance, pero yo no tardaba en dejarlos atrás. El azul del cielo parecía más intenso. Estaba teniendo, pensé, un atisbo del cielo.

Seguí avanzando en dirección noroeste, al menos a un kilómetro y medio por encima del suelo. Pasadas unas horas divisé Rosetta en la boca del Nilo, y la bahía de Abukir donde la flota francesa había sido destruida. Alejandría estaba más allá. Crucé la costa, cuyo oleaje era un festón de nata, y floté sobre el Mediterráneo. Bien, así que después de todo iba a ahogarme.

¿Por qué no habría renunciado yo al medallón una vida antes?

Y entonces vi un navío.

Mediterráneo adelante había una fragata que seguía un curso a lo largo de la costa, cerca de Rosetta, donde el Nilo desembocaba con su larga lengua de chocolate. El diminuto navío brillaba al sol y dejaba una estela de espuma tras de sí. El mar estaba puntuado de crestas blancas. Las banderas chasqueaban al viento.

—Lleva una enseña inglesa —susurré.

¿No le había prometido yo a Nelson que volvería con información? Muy a mi pesar, tenues pensamientos de supervivencia empezaron a resonar en mi cerebro.

Pero ¿cómo bajar? Me agarré a las cuerdas que sostenían la barquilla y trepé hasta la bolsa. Ya no tenía un rifle o un tomahawk con el que perforar la bolsa. Miré hacia abajo. La fragata había cambiado de curso para interceptar el mío, y marineros del tamaño de insectos me señalaban con el dedo. Pero no me costaría nada dejarla atrás si no descendía al mar. Entonces recordé que aún tenía un cabo de vela y un trozo de pedernal. Debajo de la bolsa de gas había un collar de acero que servía para mantener unidas las cuerdas. Arranqué unas cuantas tiras de cáñamo y golpeé el collar con mi pedernal, hasta producir suficiente chispa para prender fuego a unos zarcillos de cuerda que a su vez inflamaron las tiras de cáñamo, lo que me dio llama para mi pábilo. Protegiendo la vela con la mano, levanté el brazo hacia la bolsa de gas.

Conté me había contado que el hidrógeno era inflamable.

Pegué la llama a la seda, la vi empezar a arder, hubo un guiño de luz…

Luego hubo como un alarido y un súbito golpe de aire caliente me dejó tendido en el suelo de la barquilla, chamuscado y aterrorizado.

¡La bolsa de gas se había incendiado!

Las llamas treparon por una costura con la rapidez de un reguero de pólvora que hirviese hacia el cielo. El globo no estalló, porque la erupción no era lo bastante violenta; pero ardía como una piña seca. Inicié un vertiginoso descenso, mucho más rápido de lo deseado. Las llamas cobraron fuerza y arrojé todo el lastre de piedras para que mi caída no fuese tan rápida. Apenas ayudó. La barquilla se bamboleaba violentamente mientras caíamos en espiral, seguidos por un reguero de fuego y humo. ¡Demasiado rápido! Las crestas de las olas se convirtieron en olas individuales, una gaviota pasó junto al globo, la bolsa en llamas empezaba a caer sobre mí, y yo podía ver la espuma en las crestas de las olas.

Me preparé para el impacto, y la barquilla se estrelló contra las olas con una violenta sacudida. Una enorme fuente de agua se elevó hacia el cielo y la bolsa acabó de caer justo detrás de mi cabeza, para ponerse a sisear ruidosamente cuando su calor entró en contacto con el Mediterráneo.

Afortunadamente, el fuego había consumido la mayor parte de lo que de otro modo hubiese sido un ancla empapada. La barquilla de mimbre empezó a llenarse de agua, pero muy despacio, y yo le había proporcionado a la fragata un faro que difícilmente podía pasar por alto. Ahora venía en línea recta hacia mí.

La barquilla se hundió cuando habían empezado a bajar una chalupa.

No tuve que mantenerme a flote más de cinco minutos antes de ser recogido.

Una vez más fui depositado, empapado y sin aliento, sobre las tablas de la cubierta ante unos cuantos tripulantes boquiabiertos y un joven contramaestre que me miró como si yo fuese el hombre de la Luna.

—¿Y quién diablos sois vos?

—Un espía inglés.

—Sí, me acuerdo de él —dijo uno de los tripulantes—. Lo subimos a bordo cuando estuvimos en la bahía de Abukir. Siempre aparece donde menos te lo esperas.

—Por favor —tosí—, soy amigo de sir Sidney Smith.

—Sidney Smith, ¿eh? ¡Eso habrá que verlo!

—Ya sé que a la armada no le cae muy bien Smith, pero si me ponéis en contacto…

—Podéis contarle vuestras mentiras ahora mismo.

Poco después estaba plantado en el alcázar, tan dolorido, chamuscado, hambriento, sediento y consumido por la pena que pensé iba a desmayarme en cualquier momento mientras las gotas caían de mi cuerpo para mojar el suelo.

El ponche de ron que me dieron ardía como una bofetada en la cara. Supe que era invitado de Josiah Lawrence, capitán del HMS Dangerous.

Aquel nombre no era muy de mi agrado.

Y naturalmente, Smith se materializó. Vestido con el uniforme de un almirante turco, corrió al alcázar desde algún camarote inferior en cuanto se le comunicó la noticia de mi rescate. No sé cuál de los dos estaba más ridículo: si yo, la rata ahogada, o él, engalanado como un potentado oriental.

—¡Por Dios, pero si es Gage! —exclamó el hombre al que había visto por última vez en un campamento gitano.

—Este hombre asegura ser espía vuestro —anunció Lawrence con una mueca de disgusto.

—En realidad, prefiero considerarme un observador —dije yo.

—¡Corazón de roble! —gritó Smith—. Nelson me informó de que había contactado con vos después del Nilo, pero creíamos que no se os volvería a ver el pelo. —Me palmeó la espalda—. ¡Bravo, hombre, bravo! Supongo que lo lleváis en la sangre, ¿eh?

Tosí.

—Confieso que yo tampoco esperaba volver a veros.

—El mundo es un pañuelo, ¿verdad? Bien, espero que os habréis librado de ese dichoso medallón.

—Sí, señor.

—Enseguida supe que sólo os traería problemas. Nada más que problemas. ¿Y qué se sabe de Bonaparte?

—Ha estallado una revuelta en El Cairo. Y hay resistencia mameluca en el sur.

—¡Espléndido!

—No creo que los egipcios puedan vencerlo, no obstante.

—Les prestaremos ayuda. ¿Y habéis volado del nido de Boney igual que un pájaro?

—Tuve que tomar prestado uno de sus globos de observación.

Smith sacudió la cabeza con admiración.

—¡Así se hace, Gage! ¡Bien hecho, sí señor! Decidisteis que ya estaba bien de tanto radicalismo francés, supongo. Listo para volver con el rey y la patria, ¿eh? No, un momento, vos sois un colonial. Pero ahora veis las cosas desde la misma perspectiva que los ingleses, ¿verdad?

—Prefiero pensar que veo las cosas desde la perspectiva americana, sir Sidney.

—Bien. Desde luego, desde luego. Pero no podéis capitular ante la indecisión en momentos desesperados, ¿verdad? Hay que creer en algo, ¿eh?

—Bonaparte habla de marchar sobre Siria.

—¡Lo sabía! ¡Ese bastardo no descansará hasta que haya ocupado el palacio del sultán en Estambul! Siria, ¿eh? Entonces más vale que pongamos rumbo hacia allí y les avisemos. Hay un pacha, ¿cómo se llama? —Se volvió hacia el capitán.

—Djezzar —contestó Lawrence—. El nombre significa «carnicero». Bosnio de nacimiento y encumbrado desde la esclavitud, se supone que es insólitamente cruel incluso para una región famosa por su crueldad. No hay bastardo peor en mil kilómetros a la redonda.

—¡Justo el hombre que necesitamos para pararles los pies a los franceses! —gritó Smith.

—No quiero tener más tratos con Napoleón —lo interrumpí—. Necesito saber si una mujer con la que estaba en Egipto sobrevivió a una terrible caída, y reunirme con ella si lo hizo. Después de eso, esperaba poder hacerme con un pasaje rumbo a Nueva York.

—¡Perfectamente comprensible! ¡Ya habéis cumplido con vuestra parte! Y, sin embargo, un hombre con vuestros recursos y vuestra capacidad para la diplomacia sería inestimable a la hora de prevenir a esos sucios extranjeros de que no tardarán en tener que plantarle cara a Bonaparte, ¿verdad? Quiero decir que, bueno, vos habéis tenido ocasión de ver muy de cerca su tiranía. Vamos, Gage, ¿no queréis ver el Levante? ¡Apenas a un tiro de piedra de El Cairo! ¡Ahí es dónde podréis averiguar qué ha sido de esa mujer vuestra! Podemos hacer correr la voz mediante todos esos espías que tenemos a sueldo.

—Quizás una indagación a través de Alejandría…

—¡Poned los pies en esa costa y os pegarán un tiro nada más veros! ¡O peor aún, os ahorcarán por espía y ladrón de globos! ¡Ah, los franceses ya estarán afilando su guillotina para vos! No, no; esa opción queda descartada. Ya sé que tenéis alma de lobo solitario, pero dejad que la armada del rey os ayude un poco para variar. Si la mujer aún vive, podemos enviar un mensaje a través de nuestros contactos en Palestina y organizar una incursión con una auténtica posibilidad de traerla de regreso. Admiro vuestro coraje, amigo mío, pero ahora lo que tenemos que hacer es pensar con la cabeza.

En eso tenía razón. Supongo que yo había quemado mis naves con Napoleón, y volver a Egipto sólo podía ser más suicida que valiente. Mi viaje en globo había dejado a Astiza al menos ciento cincuenta kilómetros hacia el sur, en El Cairo. Pensé que quizá podría seguirle la corriente a sir Sidney hasta que averiguara lo ocurrido. Una vez que hubiera puesto los pies en un puerto cercano como El Arish o Gaza, empeñaría los querubines que llevaba en la ingle para hacerme con un poco de dinero. Luego una partida de cartas, un rifle nuevo…

Smith no paraba de hablar.

—Acre, Haifa, Jafa; todas ellas ciudades históricas. Sarracenos, cruzados, romanos, judíos… ¡Eh, sé de un sitio en el que podríais echarnos una mano!

—¿Una mano? —Era yo el que necesitaba su ayuda, no al revés.

—Alguien con vuestras habilidades podría entrar allí sin ser visto y echar una ojeada mientras hacemos indagaciones acerca de esa mujer. El sitio es ideal, tanto para vuestros propósitos como para los míos.

—¿Propósitos?

Smith asintió, la sonrisa tan ancha como la boca de un cañón mientras los planes crecían en su mente como un nubarrón de tormenta. Me agarró de los brazos como si yo hubiera caído del cielo en respuesta a todas sus plegarias.

—¡Jerusalén! —exclamó.

Y mientras yo meditaba en la voluntad de los dioses y la suerte de las cartas, la proa de nuestro navío empezó a virar.