tra vez el conducto parecía haber sido diseñado más para que las almas resbalaran por él que para ser recorrido a pie por los hombres. Bajamos por la empinada pendiente, medio resbalando y medio clavando los pies en ella. ¿Porqué no había escalones? ¿Habrían utilizado los antiguos egipcios alguna clase de vagonetas o trineos que ascendían y descendían por él? ¿Pensaban sus constructores que nunca tendrían que hacer ese trayecto? ¿O había sido construido para criaturas o medios de transporte que no podíamos imaginar? En los primeros cincuenta metros dejamos atrás tres vacíos en el techo del conducto. Cuando levanté mi antorcha pude ver bloques de oscuro granito, suspendidos en lo alto. ¿Para qué serían aquellos bolsillos en el techo?
Continuamos el descenso. Finalmente los bloques de arenisca dejaron paso a paredes de piedra caliza, siempre impecablemente encajadas en verticales perfectas. Pasamos bajo la pirámide propiamente dicha y entramos en el lecho rocoso de la meseta de piedra caliza sobre la que había sido construida. El descenso nos adentraba cada vez más en las entrañas de la tierra, hasta que estuvimos muy por debajo del pasaje descendente que yo había explorado con Jomard y Napoleón. Entonces el pasaje empezó a serpentear. Una suave corriente de aire dejaba una voluta de humo de antorcha tras nosotros. Todo olía a roca reseca.
De pronto el pasaje se niveló para desembocar en un túnel de techo tan bajo que tuvimos que arrastrarnos a cuatro patas. El túnel se abrió pasado un trecho. Cuando nos incorporamos, levantamos la antorcha y vimos que estábamos en una caverna de piedra caliza. Un canal desgastado por el roce mostraba dónde había corrido el agua en el pasado. Los muñones de estalactitas pendían en las alturas. Si bien el techo era obra de la naturaleza, las paredes habían sido pulidas a cincel y cubiertas de jeroglíficos y dibujos esculpidos. De nuevo, nos fue imposible leer aquello. Las tallas mostraban a unas criaturas deformes y con fauces erizadas de dientes que obstruían pasajes serpenteantes llenos de lenguas de fuego y lagunas llenas de ahogados.
—El averno —susurró Astiza.
Alzándose a lo largo de la pared como centinelas protectores que te reconfortaban con su presencia había estatuas de dioses y faraones, los rostros orgullosos, los ojos serenos, los labios gruesos, los músculos poderosos. Cobras talladas flanqueaban los umbrales. Una hilera de babuinos formaba una corona cerca del techo de piedra. Una estatua del dios Thoth con cabeza de ibis se alzaba junto a la entrada del fondo, su pico estaba listo para entrar en acción como la pluma de junco que empuñaba, y su mano izquierda sostenía una balanza para pesar el corazón humano.
—Dios mío, ¿qué es este sitio? —murmuré.
Astiza no se separaba de mí. Hacía frío dentro de la caverna, y la sentí estremecerse en sus diáfanos harapos.
—Me parece que esta es la auténtica tumba. No esa cámara de paredes desnudas en la pirámide que me describiste. Las leyendas de Herodoto, de que la verdadera cámara funeraria se encuentra debajo de la pirámide, podrían ser ciertas.
La rodeé con el brazo.
—¿Entonces, para qué construir una montaña entera encima de ella?
—Para esconderla, para indicar dónde estaba, para sellarla, para inducir a error —teorizó Astiza—. Era una forma de asegurar que la tumba siempre permanecería escondida, o de esconder algo más dentro de ella. Otra posibilidad es que tal vez los antiguos quisieran que la cueva siempre estuviera localizable, y por eso la marcaran con algo tan enorme que nunca llegaría a perderse: la Gran Pirámide.
—¿Porque la caverna era la verdadera última morada del faraón?
—O algo aún más importante.
Miré la estatua con cabeza de ibis.
—Te refieres al premio que buscan todos, ese mágico Libro de Thoth que contiene toda la sabiduría.
—Puede que este sea el lugar donde lo encontraremos, creo.
Reí.
—¡En ese caso, lo único que tenemos que hacer es encontrar la salida!
Astiza miró el techo.
—¿Crees que los antiguos ahuecaron este espacio?
—No. Nuestro geólogo Dolomieu dijo que la piedra caliza es erosionada por el agua que fluye, y sabemos que el Nilo no queda muy lejos de aquí. En algún momento del pasado, el río o un tributario suyo probablemente corría a través de esta meseta. Puede que tenga tantos agujeros como celdillas hay en un panal. Cuando los egipcios descubrieron esto, tuvieron un escondite ideal; pero sólo si podía ser preservado en secreto. Me parece que tienes razón. Construye una pirámide y todo el mundo mira la pirámide, no lo que hay debajo de ella.
Astiza me agarró del brazo.
—Los conductos de la pirámide que Napoleón exploró quizá sólo servían para convencer a los arquitectos y los trabajadores corrientes de que el faraón sería enterrado aquí arriba.
—Entonces algún otro grupo construyó el conducto por el que acabamos de pasar y talló esta escritura. Y bajaron aquí y regresaron, ¿no? —Intenté parecer muy seguro de mí mismo.
Astiza señaló con el dedo.
—No, no lo hicieron.
Y allá en la penumbra, justo detrás de los pies de Thoth, vi una alfombra de huesos y cráneos que llenaban la caverna de un extremo a otro. Sonrisas muertas y órbitas vacías. Un poco sobrecogidos, fuimos hacia allí para inspeccionarlas. Había centenares de cuerpos humanos, dispuestos en pulcras hileras. No vi ninguna marca dejada por las armas en sus restos.
—Esclavos y sacerdotes —dijo Astiza—, que fueron envenenados, o a los que se les cortó el cuello, para que no pudieran propagar los secretos. Esta tumba fue su última tarea.
Empujé una calavera con la punta del pie.
—Esperemos que no sea la nuestra. Ven. Huelo agua.
Fuimos a través del osario, andando cautelosamente entre un repiqueteo de muertos, y entramos en otra cámara subterránea con un pozo en el centro. Allí una cornisa circundaba el pozo; y cuando miramos cautelosamente hacia abajo, la luz de nuestra antorcha se reflejó en el agua. No cabía duda de que era un pozo. Surgiendo de él para desaparecer dentro de un estrecho agujero en el techo, había una vara dorada idéntica a la que yo había visto cuando entramos en la pirámide. ¿Era la misma? La caverna podía tener una serie de curvas que nos llevaran directamente bajo la puerta secreta, así que ese conducto era el que controlaba el peso del bloque que se había elevado para franquearnos la entrada.
Extendí la mano y toqué la vara. Esta se meció suavemente hacia arriba y hacia abajo como si flotara. Miré con más atención. Abajo en el pozo, la vara sobresalía de una bola dorada del diámetro de un hombre que flotaba en el agua. La vara subiría o bajaría dependiendo del nivel del agua. En uno de los lados del pozo había un medidor tallado. Puse la mano alrededor de la fría y resbaladiza envoltura de la vara y empujé. La bola osciló.
—El viejo Ben Franklin habría disfrutado de lo lindo deduciendo qué es esto.
—Las marcas son similares a las de los metros del Nilo usados para medir la subida del río —dijo Astiza—. Cuanto mayor es la crecida, más abundantes son las cosechas de ese año, y mayores serán los tributos que impondrá el faraón. Pero ¿por qué medirlo aquí abajo?
—Porque esto está conectado con una corriente subterránea del Nilo —supuse—. Cuando el río crece, este pozo subirá, y el conducto lo hará con él.
—Pero ¿por qué?
—Porque es una puerta estacional —razoné—. Una cerradura ajustada a determinado momento. ¿Recuerdas que el calendario señalaba Acuario y la fecha de hoy, 21 de octubre? Quienquiera que crease la puerta de piedra por la que hemos pasado la concibió de tal forma que sólo pudiera ser abierta cuando la crecida del Nilo llega a su nivel máximo, por alguien que entendiera el secreto del medallón. Cuando el río sube, levanta ese globo, y ese eje es empujado hacia arriba. Tiene que levantar un mecanismo instalado arriba que puede sostener el peso del bloque de piedra de tal forma que, con la llave del medallón, este puede ser abierto. Durante la estación seca esta caverna permanece cerrada a cal y canto.
—Pero ¿por qué tenemos que entrar sólo cuando el Nilo está alto?
Acaricié la vara nerviosamente.
—Buena pregunta.
Reanudamos la marcha. La caverna serpenteaba de tal manera que yo ya no sabía en qué dirección avanzábamos.
Nuestras primeras antorchas se habían consumido y encendimos las siguientes. No soy de los que temen los lugares cerrados, pero allí abajo me sentía enterrado. ¡El averno de Osiris, ciertamente! Y entonces llegamos a una gran sala que empequeñecía a todas las que habíamos visto hasta el momento, una cámara subterránea tan descomunal que nuestras antorchas no eran capaces de iluminar el otro extremo. Lo único que podían hacer era proyectar un sendero de claridad sobre una oscura masa de agua.
Nos detuvimos en la orilla de un lago subterráneo, oscuro e inmóvil, techado de piedra. En el centro del lago había una pequeña isla. Un pabellón de mármol, sólo cuatro pilares y un techo, ocupaba su centro. Esparcidas alrededor de su periferia había estatuas, arcones y pilas de objetos más pequeños que relucían y centelleaban incluso a esa distancia.
—Un tesoro. —Intenté hablar en un tono lo más calmado posible, pero me salió como un graznido.
—Es tal como lo describía Herodoto —murmuró Astiza, como si aún no acabara de creérselo—. El lago, la isla… Esta es la verdadera última morada del faraón. Nunca descubierta, jamás expoliada. ¡Verlo es una bendición del cielo!
—Somos ricos —añadí yo, mi estado de iluminación espiritual no muy convencido de si podría hacer frente a la codicia del sentido común. No me enorgullezco de mis instintos comerciales, pero por todos los cielos que había pasado por un auténtico infierno durante los últimos meses y un poco de dinero sólo sería una compensación. Me sentía tan cautivado por todos aquellos objetos valiosos como lo había estado por las riquezas en la bodega del Orient. Su valor para la historia ni siquiera se me pasó por la cabeza. Yo sólo quería llegar al botín, recogerlo y salir de aquel sepulcro para irme bien lejos sin ser capturado por el ejército francés.
Astiza me apretó la mano.
—Esto es lo que daban a entender las leyendas, Ethan. Conocimiento eterno, tan poderoso que debía permanecer oculto hasta que los hombres y las mujeres hubieran llegado a ser lo bastante sabios para usarlo. En ese pequeño templo, sospecho, lo encontraremos.
—¿Qué encontraremos? —Yo no podía apartar la mirada de los destellos de todo aquel oro.
—El Libro de Thoth. La gran verdad oculta de la existencia.
—Ah, sí. ¿Y estamos preparados para sus respuestas?
—Debemos mantenerlo a salvo de herejes como el Rito Egipcio hasta que lo estemos.
Toqué el agua con la punta de la bota.
—Lástima que no tengamos ningún hechizo para andar sobre el agua, porque se diría que está bastante fría.
—No, mira. Hay una embarcación para llevar al faraón hasta el cielo.
Dispuesta junto al lago sobre una cuna de piedra, hermosa como una goleta, había una pequeña embarcación blanca de esbeltas líneas, con la proa y la popa elevadas como las que yo había visto en las pinturas de las paredes del templo. Tenía las dimensiones justas para transportarnos a ambos, y disponía de un remo dorado con el que impulsarla. ¿Y por qué no se había podrido con el paso de los siglos? Porque no estaba hecha de madera, sino de alabastro ahuecado con nervaduras de oro. La piedra pulida era traslúcida, su textura suave como el terciopelo.
—¿Crees que flotará?
—Un cazo de latón flotaría —dijo Astiza. Despacio y con mucho cuidado, llevamos la pequeña embarcación hasta las opacas aguas. Las ondulaciones se propagaron lentamente a través de aquel lago liso como un espejo.
—¿Crees que habrá algo vivo en estas aguas? —pregunté nerviosamente.
Astiza subió a bordo.
—Te lo diré cuando hayamos llegado al otro lado.
Subí a bordo de aquella embarcación delicada como el cristal, y la alejé de la orilla con la vara de Bin Sadr. Luego fuimos hacia la isla, remando lentamente mientras mirábamos por encima de la borda en busca de monstruos.
No había demasiada distancia que recorrer, ya que el templo era aún más pequeño de lo que me había parecido en un primer momento. Atracamos en tierra firme y bajamos de la embarcación para quedarnos boquiabiertos ante el tesoro de un faraón. Había un carro de guerra hecho de oro provisto de lanzas de plata, muebles de madera pulimentada con incrustaciones de ébano y jade, arcones de cedro, armaduras enjoyadas, dioses con cabeza de perro y recipientes de aceite y especias. El montículo relucía con los destellos de piedras preciosas como las esmeraldas y los rubíes. Había turquesa, feldespato, jaspe, cornalina, malaquita, ámbar, coral y lapislázuli. También había un sarcófago de granito rojo, sólido como una casamata, con una tapa demasiado pesada para levantarla sin una docena de hombres. ¿Habría alguien dentro? Yo no estaba demasiado interesado en averiguarlo. La idea de rebuscar en la tumba de un faraón no me atraía en absoluto; la de echar mano a una buena porción del tesoro, sí.
Pero Astiza no tenía ojos para nada de todo aquello. Apenas miró la espectacular acumulación de joyas, túnicas deslumbrantes, vasijas canópicas o bandejas de oro. Lo que hizo, como sumida en un trance, fue seguir un sendero recubierto de plata hacia el pequeño templo, sus pilares esculpidos en forma de Thots con cabezas de babuino. Yo la seguí.
Había una mesa de mármol bajo el techo de mármol. Sobre ella había una caja de granito rojo, abierta en un lado, y en su interior un cubo dorado con puertas doradas. ¿Todo eso para un libro o, más exactamente, para unos cuantos rollos de pergamino? Puse la mano sobre la pequeña asa de la puerta. Se abrió como si estuviera engrasada.
Metí el brazo…
Y no encontré nada.
Tanteé con la mano en todas direcciones y sólo sentí el tacto resbaladizo del recubrimiento de oro. Solté un bufido.
—Despídete de la sabiduría.
—¿No está ahí?
—Los egipcios no tenían más respuestas que nosotros. Todo es un mito, Astiza.
Ella estaba atónita.
—Entonces, ¿por qué este templo? ¿Por qué esta caja? ¿Por qué esas leyendas?
Me encogí de hombros.
—La biblioteca quizás era la parte menos complicada. Fue el libro lo que nunca llegaron a escribir.
Astiza miró a su alrededor con suspicacia.
—No. Lo han robado.
—Me parece que nunca estuvo aquí.
Astiza negó con la cabeza.
—No. Jamás hubiesen construido esa bóveda de granito y oro para no guardar nada en ella. Alguien ha estado aquí antes. Alguien de alto rango, con el conocimiento de cómo entrar en este lugar y, sin embargo, lo bastante lleno de rabia y orgullo para no respetar la pirámide.
—¿Y no se llevó todo este oro?
—A ese profeta no le importaba el oro. Lo que le interesaba era el otro mundo, no este. Además, el oro es como paja comparado con el poder de ese libro.
—Un libro de magia.
—De poder, sabiduría, gracia, serenidad. Un libro de muerte y renacimiento. Un libro de felicidad. Un libro que inspiró a Egipto para llegar a ser la nación más grande del mundo, y que luego inspiró a otros pueblos para influenciar al mundo.
—¿Qué otros pueblos? ¿Quién se lo llevó?
Astiza señaló con el dedo.
—Dejó su identidad tras de sí.
Allí, olvidado en uno de los rincones del templo de mármol, había una vara de pastor, o cayado. Tenía esa curva en el extremo que tan práctica resulta a la hora de agarrar a una oveja por el cuello. Su madera parecía maravillosamente preservada, y a diferencia de un cayado normal era notable por lo mucho que brillaba y el cuidado con que se había tallado, con un ángel alado en el extremo curvo y la cabeza de una serpiente en el otro. Hacia la mitad del cayado había dos querubines con las alas extendidas el uno hacia el otro, y una abrazadera que servía para sujetarlos a la vara. Aun así, no dejaba de ser un objeto modesto entre todo el tesoro de un faraón.
—¿Qué diablos es eso?
—La vara del mago más famoso que ha existido en la historia —dijo Astiza.
—¿Mago?
—Un príncipe de Egipto que se convirtió en libertador.
Me la quedé mirando.
—¿Estás diciendo que Moisés estuvo aquí abajo?
—Es la única explicación que encaja con los hechos.
—No. Es imposible.
—¿Lo es? Un criminal fugitivo que ha oído la voz de Dios sale del desierto con la extraordinaria exigencia de que se le permita ponerse al frente de los esclavos hebreos para llevarlos a la libertad, y de pronto tiene el poder de obrar milagros. Una habilidad que nunca había exhibido antes, ¿recuerdas?
—Ese poder le fue otorgado por Dios.
—¿De veras? ¿O por los dioses, bajo la apariencia de un solo gran Dios?
—Luchó contra los dioses egipcios, los falsos ídolos.
—Ethan, eran hombres que luchaban con hombres.
Sonaba como una maldita revolucionaria francesa. O como Ben Franklin.
—El salvador de su pueblo hizo algo más que llevarse consigo a los hebreos esclavizados y aniquilar al ejército del faraón —prosiguió Astiza—. Se llevó el talismán más poderoso del mundo, tan poderoso que unos esclavos que habían huido de sus hogares tuvieron el poder de conquistar la Tierra Prometida.
—Un libro.
—Un almacén de sabiduría. Recetas de poder. Cuando los judíos llegaron a su Tierra Prometida, sus ejércitos lo barrieron todo ante ellos. Moisés encontraba comida, curaba a los enfermos y abatía a los blasfemos. Vivió mucho más tiempo de lo normal. Algo mantuvo con vida a los hebreos en el desierto durante cuarenta años. Fue ese libro.
Una vez más intenté recordar las viejas historias bíblicas. Moisés había sido un esclavo hebreo rescatado por una princesa, criado como un príncipe, que mató a un capataz de esclavos en un ataque de rabia. Huyó, volvió décadas después, y cuando el faraón se negó a dejar marchar a su pueblo, Moisés hizo caer diez plagas sobre Egipto. Cuando el faraón perdió a su primogénito en la décima y peor de las calamidades, se dio por vencido y liberó del cautiverio a los esclavos hebreos. Y eso debería haber sido el final de la historia si el faraón no hubiera vuelto a cambiar de parecer y perseguido a Moisés y los hebreos con seiscientos carros de guerra. ¿Por qué? Porque descubrió que Moisés se había llevado consigo algo más que los hebreos esclavizados. Se había llevado el núcleo del poder de Egipto, su mayor secreto, su posesión más temida. Se lo llevó y luego…
Separó las aguas del mar.
¿Habían llevado ese libro de poder al templo de Salomón, supuestamente edificado por los antepasados de mis francmasones?
—No puede ser. ¿Cómo pudo entrar aquí y salir de la pirámide después?
—Fue a hablar con el faraón poco antes de que la crecida del Nilo llegara a su apogeo —dijo Astiza—. ¿Es que no lo ves, Ethan? Moisés había sido un príncipe egipcio. Sabía secretos sagrados. Sabía cómo entrar aquí y salir, algo que nadie más se había atrevido a hacer. Ese año Egipto perdió no sólo una nación de esclavos, un faraón y un ejército. Perdió su corazón, su alma, su sabiduría. La esencia le fue arrebatada por una tribu nómada que después de cuarenta años de viaje la transportó a…
—A Israel. —Me senté en el pedestal vacío, sintiendo que todo me daba vueltas.
—Y Moisés, ladrón y profeta, nunca pudo entrar en la Tierra Prometida porque su Dios no se lo permitió. Quizá se sentía culpable por haberse apoderado de lo que tenía que permanecer oculto.
Clavé la mirada en el vacío. Aquel libro, o aquellos rollos de pergamino, habían estado desaparecidos durante los últimos tres mil años. Y ahora allí estábamos Silano y yo, a la procura de una bóveda vacía.
—Hemos estado buscando en el lugar equivocado.
—Puede que haya pasado a formar parte del Arca de la Alianza —dijo Astiza—, como las tablas de los Diez Mandamientos. ¡El mismo conocimiento y el mismo poder que levantaron las pirámides pasaron a los judíos, un oscuro pueblo ignorado por todos que se convirtió en unas tribus cuyas tradiciones dieron origen a tres grandes religiones! ¡Puede que haya ayudado a derribar las murallas de Jericó!
Todo me daba vueltas. ¡Herejía!
—Pero ¿qué razón podían tener los egipcios para enterrar un libro semejante?
—Lo enterraron porque sabían que el conocimiento siempre conlleva un riesgo, al igual que una recompensa. Puede usarse tanto para el mal como para el bien. Nuestras leyendas dicen que los secretos de Egipto procedían del otro lado del mar, de un pueblo que ya había sido olvidado cuando se construyeron las pirámides, y que Thoth se dio cuenta de que semejante conocimiento tenía que ser protegido a toda costa. Los humanos son criaturas que se dejan llevar fácilmente por la emoción, más inteligentes que sabias. Puede que los hebreos también se dieran cuenta de ello, dado que el libro ha desaparecido. Quizás aprendieron que usar el Libro de Thoth era una peligrosa temeridad.
Todo aquello me parecía increíble, claro está. Mezclar los dioses de la manera en que lo hacía Astiza era pura y simple blasfemia. Y yo soy un hombre moderno, un hombre de ciencia, un americano escéptico cortado por el mismo patrón que Franklin. Y, sin embargo, no podía evitar preguntarme si no existiría alguna fuerza divina que obraba a través de todas las maravillas del mundo. ¿Habría un capítulo de la historia de la humanidad que nuestra era revolucionaria había olvidado?
Y entonces oímos un retumbar lejano, un trueno prolongado que removió la atmósfera con un viento lejano. La caverna rocosa tembló y pareció gruñir. Una explosión.
Silano había encontrado su pólvora.
Me levanté del pedestal mientras los ecos del sonido reverberaban a través de la cámara subterránea.
—No has respondido a mi otra pregunta. ¿Cómo hizo Moisés para salir de aquí?
Astiza sonrió.
—Quizá nunca cerró la puerta por la que entramos y salió por el camino de entrada. O, lo que es más probable, existe más de una entrada. El medallón sugiere que hay más de un conducto, uno al oeste y otro al este, y que Moisés cerró la puerta del oeste tras haber entrado por ella para salir por la puerta del este. Sin duda, la buena noticia es que sabemos que salió. Hemos encontrado la manera de entrar, Ethan. También encontraremos la manera de salir. El primer paso es salir de esta isla.
—No hasta que me haya llenado los bolsillos.
—¡No tenemos tiempo para eso!
—Una mísera porción de este tesoro, y podemos comprar todo el tiempo del mundo.
Yo no tenía conmigo ninguna mochila o saco apropiados. ¿Cómo describir el rescate digno de un rey que intenté llevarme? Me cubrí el pecho con suficientes collares para darme un buen dolor de espalda y me llené las muñecas con más brazaletes que si fuese una cortesana de Babilonia. Me puse un cinturón de oro, me ceñí los pies con ajorcas, y hasta cogí los querubines de Moisés para metérmelos en los calzones. Aun así, apenas hice mella en el tesoro oculto bajo la Gran Pirámide. Astiza, en cambio, no tocó nada.
—Robar a los muertos no se distingue en nada de robar a los vivos —me advirtió.
—Con la pequeña diferencia de que a los muertos ya no les hace falta —razoné, dividido entre la repugnancia que me inspiraba mi codicia de occidental y ese instinto de obtener beneficios que no está dispuesto a dejar escapar la oportunidad que sólo se te presenta una vez en la vida—. Cuando estemos fuera necesitaremos dinero para acabar de encontrar ese libro —razoné—. Por el amor de Dios, al menos ponte unos cuantos anillos en los dedos.
—Trae mala suerte. La gente que roba una tumba suele morir.
—Sólo es una compensación por todas las penalidades que hemos tenido que soportar.
—Ethan, me preocupa que pueda haber una maldición.
—Los sabios no creen en las maldiciones, y un americano cree en la oportunidad cuando te está mirando a los ojos. No pienso dejarte hasta que no hayas cogido algo para ti.
Así que Astiza se puso un anillo con todo el placer de una esclava que se pone el grillete. Yo sabía que vería las cosas de otra manera en cuanto hubiésemos salido de aquella catacumba. Sólo ese anillo, con un rubí del tamaño de una cereza, equivalía a los ingresos de toda una vida. Subimos a la embarcación y remamos rápidamente hacia la orilla principal. Una vez en tierra firme sentimos temblores en la gran estructura que teníamos encima, y una serie de crujidos y chirridos correspondientes a los efectos secundarios de una explosión. Esperé que el imbécil de Silano no hubiera usado tanta pólvora para hacer caer el techo.
—Tenemos que suponer que Bin Sadr y sus asesinos seguirán el mismo camino que tomamos nosotros, si ese barril de pólvora ha hecho lo que se esperaba de él —dije—. Pero el medallón mostraba una V con dos brazos, así que la otra ruta de salida tiene que ser el brazo este. Con un poco de suerte podremos salir por allí, cerrar la puerta y estar muy lejos antes de que los villanos se den cuenta de que nos hemos ido.
—Ellos también se sentirán cautivados por el tesoro —predijo Astiza.
—Tanto mejor.
Los inquietantes chirridos continuaban, acompañados por un siseo, como una cascada de arena que cae. ¿Había activado la explosión alguna clase de mecanismo antiguo? El edificio parecía estar vivo, y desaprobar lo que se le había hecho. Pude oír gritos lejanos mientras los esbirros de Silano descendían hacia nosotros.
Con la vara de Bin Sadr aún empuñada, conduje a Astiza hacia un portal en el extremo este del lago. Tenía dos túneles, uno que bajaba y otro que subía. Tomamos el camino de subida. Como era de esperar, no tardó en llevarnos a un conducto ascendente situado enfrente del que habíamos usado para bajar. Este conducto subía en el mismo ángulo, enfilado hacia la cara este de la pirámide. Pero cuanto más arriba trepábamos, más ruidosos se volvían los crujidos y el siseo.
—El aire empieza a estar viciado —dije con preocupación.
No tardamos en ver por qué. Los vacíos en el techo que me habían llamado la atención mientras íbamos por el conducto oeste se repetían aquí, y ahora un tapón de granito descendía lentamente de la boca de cada uno como un oscuro molar brotado de una encía de piedra. Bajaban para sellar el pasaje y cualquier posible ruta de huida. Un segundo tapón descendía detrás del primero, y un tercero más allá de ese. La arena, en algún lugar de los mecanismos de la pirámide, tenía que haber operado como un contrapeso para mantener esas piedras inmóviles en su sitio. Ahora, con la interferencia de Silano, el mecanismo había sido activado para que dejase escapar la arena. Sin duda los portales también estarían cerrándose en el túnel por el que habíamos entrado. Podíamos quedar atrapados allí abajo junto con la cuadrilla de Bin Sadr.
—¡Deprisa! ¡Tal vez podamos deslizamos por debajo antes de que se cierren! —Empecé a arrastrarme hacia delante.
Astiza me agarró del brazo.
—¡No! ¡Quedarás aplastado!
Forcejeé para soltarme aunque sabía que ella tenía razón. Podía ser que consiguiese rebasar el tapón más próximo, e incluso el que había más allá. Pero el tercero seguramente me aplastaría, o más probablemente me dejaría atrapado para toda la eternidad entre él y su hermano detrás.
—Tiene que haber otra ruta —dije, con más esperanza que convicción.
—El medallón sólo mostraba dos conductos —dijo Astiza, al tiempo que me obligaba a retroceder tirando de mis collares como un perro que llevase la correa—. Ya te dije que nos traería mala suerte.
—No. Está ese túnel descendente que no hemos seguido. Los antiguos no se conformarían con taponar esto para toda la eternidad.
Descendimos a toda prisa por donde habíamos venido y volvimos a salir al lago subterráneo con su isla. Al ir hacia ella vimos un destello de luz que no tardó en confirmarnos lo peor. Varios árabes estaban en la isla de oro y plata, gritando con la misma alegría que había sentido yo mientras se peleaban entre ellos para hacerse con las mejores piezas. Entonces divisaron nuestras antorchas.
—¡El americano! —gritó Bin Sadr, y sus palabras crearon ecos a través del lago—. ¡El hombre que lo mate recibirá una porción doble! ¡Otra porción doble por traerme a la mujer!
¿Dónde estaba Silano?
No pude evitar agitar su vara ante el bastardo, como una capa ante un toro.
Bin Sadr y dos de sus hombres saltaron a la pequeña embarcación de alabastro, con lo que casi la hicieron volcar pero también la enviaron hacia nosotros propulsada por su inercia. Los otros tres se zambulleron en las frías aguas y empezaron a nadar.
A falta de otra elección, corrimos por el túnel descendente.
También parecía llevar vagamente hacia el este, pero adentrándose en la base de piedra caliza. Yo temía encontrarme con un callejón sin salida, como el corredor descendente que habíamos visto con Napoleón. Pero ahora otro sonido crecía poco a poco, el profundo rugido de un río subterráneo.
¡Quizás esa era la salida!
Llegamos a una escena sacada de Dante. El túnel terminaba en una repisa de piedra que daba a una nueva cámara subterránea, esta tenuemente iluminada por un leve resplandor rojizo. La fuente de la iluminación era un pozo tan profundo y lleno de neblina que no pude distinguir el fondo, pese a que un resplandor como el de un lecho de ascuas encendidas parecía emanar de sus profundidades. Era una luz ultraterrena, tenue pero palpitante, como un ombligo del Hades. Guijarros y arena resbalaban por los lados del pozo para ir hacia la luz. Algo misterioso se estaba moviendo allí abajo, enorme y pesado. Un puente de piedra agrietado, lleno de melladuras y sin barandillas, se arqueaba a través del pozo. Estaba recubierto de esmalte azul adornado con estrellas amarillas, como el techo de un templo puesto del revés. Si un resbalón te hacía caer del puente, nunca conseguirías salir de las profundidades del pozo.
Al final de la cámara el puente terminaba en una gran escalinata de granito mojado que brillaba tenuemente. Una cortina de agua corría por los escalones y caía dentro del pozo, posiblemente el origen de las nubes de vapor que se agitaban en su interior. En dirección a las escalinatas oí el rugir de un río. Si bien resultaba imposible verlo, supuse que había un desvío subterráneo del Nilo que corría dentro de un canal a través del otro extremo de la cámara como por una acequia de irrigación. El canal tenía que estar en lo alto de la escalinata mojada, más arriba que la plataforma en la que nos encontrábamos, y se encontraba tan lleno de agua que una parte de ella rebosaba.
—Esa es nuestra salida —dije—. Ahora lo único que tenemos que hacer es llegar allí primero. —Pude oír que los árabes se nos acercaban desde atrás mientras trotaba hacia el puente y entraba en él.
De pronto, un bloque en el que había tallada una estrella cedió y la pierna se me metió por el hueco, con lo que estuve a punto de caer del arco para precipitarme dentro del pozo. Fue pura suerte que pudiera agarrarme al borde del puente y recuperar el equilibrio. El bloque hizo bastante ruido cuando chocó con el fondo, muy por debajo de mí. Miré hacia abajo dentro de la neblina rojiza. ¿Qué sería eso que se retorcía en las profundidades?
—Por la madera de Ticonderoga, me parece que ahí abajo hay serpientes —dije con voz trémula, mientras me incorporaba para batirme en retirada. Al mismo tiempo pude oír los gritos de los árabes que se aproximaban.
—Es una prueba, Ethan, para castigar a aquellos que entran sin conocimiento. Hay algo erróneo en este puente.
—Obviamente.
—¿Por qué pintarían el cielo en la cubierta del puente? Porque aquí el mundo está del revés, porque… ¡El disco del medallón! ¿Dónde está?
Después de que Astiza lo hubiese recuperado de su caída por la cara de la pirámide, yo me lo había guardado en la túnica. Un recuerdo, después de todos aquellos apuros. Ahora lo saqué y se lo di.
—Mira —dijo—, la constelación de Draco. No es sólo la estrella polar, Ethan. Crea una pauta que tenemos que seguir. —Y antes de que yo pudiese sugerir que reflexionáramos un poco, Astiza pasó junto a mí para saltar a determinada piedra en el puente—. ¡Toca sólo las estrellas que están en la constelación!
—¡Espera! ¿Y si estás equivocada?
Hubo un retumbar de mosquete y una bala entró en la cámara para rebotar en las paredes de roca. Bin Sadr no se andaría con contemplaciones.
—¿Qué elección nos queda?
Seguí a Astiza, ayudándome con la vara de Bin Sadr para no perder el equilibrio.
Apenas habíamos empezado a caminar por el puente cuando los árabes salieron en tromba del túnel y se detuvieron al borde del pozo como habíamos hecho nosotros, sobrecogidos por la peculiar amenaza del lugar. Entonces uno de ellos avanzó a la carrera mientras gritaba «¡Tengo a la mujer!». Pero sólo había recorrido unos metros cuando otro bloque con estrella cedió y el árabe cayó, cogido por sorpresa y sin tanta suerte como yo. Su torso chocó con el puente, rebotó, gritó, arañó el borde del arco con los dedos y cayó: se estrelló contra el lado del pozo para resbalar hacia la penumbra entre una lluvia de rocas. Los árabes se asomaron al borde de la repisa para mirar. Algo se movió allí abajo, rápidamente esta vez, y el grito de la víctima quedó cortado en seco.
—¡Esperad! —dijo Bin Sadr—. ¡No les disparéis! ¿Veis? ¡Tenemos que pisar dónde lo hagan ellos! —Me estaba observando con tanta atención como yo observaba a Astiza. Entonces saltó, para caer donde lo había hecho yo. El puente se mantuvo firme—. ¡Seguidme!
Fue una danza extraña y bastante ridícula, en la que todos imitábamos los brincos de la mujer. Otro árabe puso el pie donde no debía y cayó aullando cuando otro bloque cedió, haciendo que todos quedáramos paralizados por un instante.
—¡No, no; ese de ahí! —chilló Bin Sadr, al tiempo que señalaba con el dedo. Entonces el juego mortal siguió su curso.
En el centro del puente no pude distinguir ningún fondo. ¿Qué clase de garganta volcánica era esa? ¿Era sellar aquel ombligo por lo que la pirámide había sido construida?
—Ethan, corre —rogó Astiza. Me esperaba para asegurarse de que yo pisaba las piedras estelares correctas, aunque eso también daba tiempo a Bin Sadr para localizarlas. Finalmente llegó a la escalinata mojada, se bamboleó un segundo a causa de la tensión y dio un último brinco, para aterrizar sobre la estrella polar. Llegué a la escalinata de granito con una zancada triunfal y me volví, la vara con cabeza de serpiente de Bin Sadr empuñada en mis manos para golpearlo. ¡Quizá lo vería cometer algún error!
Pero no, siguió avanzando con un brillo asesino en los ojos.
—Ya no tienes escapatoria, americano. Si me das mi vara, te dejaré para el final y así podrás mirar mientras tomamos a la mujer.
Estaba a sólo unos pasos de distancia de mí, sus tres supervivientes listos para lanzarse al ataque detrás de él. Si venían todos a la vez, yo no podría hacer nada.
El árabe se detuvo.
—¿Te rindes?
—Vete al infierno.
—Entonces disparadle —ordenó Bin Sadr—. Recuerdo cuáles son las últimas estrellas que hay que tocar. —Mosquetes y pistolas empezaron a ser alzados.
—Entonces toma —ofrecí.
Le arrojé la vara, lanzándola hacia arriba, pero de forma que Bin Sadr pudiese cogerla. Sus ojos se agrandaron por la sorpresa. Estiró el brazo instintivamente mientras se inclinaba hacia delante con la rapidez de un reptil y su mano se cerró sobre la vara; y, al hacerlo, movió el pie izquierdo sin darse cuenta para no perder el equilibrio.
Un bloque clave cedió al final del puente.
Inmóviles como estatuas, los árabes oyeron el estruendo que hizo el bloque al rebotar en el fondo del pozo.
Entonces hubo un crujido, un sonido de roca que se hace pedazos, y miramos abajo. El bloque caído acababa de iniciar una rápida desintegración. La conexión del puente con los escalones de granito se disolvió cuando los bloques se salieron del sitio, y el extremo que había quedado suelto empezó a inclinarse implacablemente dentro del pozo. Entonces Bin Sadr cometió un error fatal. Los esbirros del árabe gritaron y se batieron en retirada por donde habían venido. Mientras lo hacían, sin mirar dónde ponían los pies, otras piedras cedieron.
Bin Sadr saltó hacia los escalones de granito mojado.
Si hubiese soltado la vara, podría haberlo logrado, o al menos me habría agarrado y yo me hubiese visto arrastrado en su caída. Pero se aferró demasiado a su arma favorita. Su otro brazo aún no se había recuperado de la herida y estaba débil, su mano resbaló en la roca mojada y todo él empezó a resbalar hacia el abismo mientras intentaba sostenerse sin perder la vara. Finalmente la soltó a tiempo para agarrarse a una protuberancia de piedra que frenó su deslizamiento. La vara se perdió de vista en las profundidades. Ahora Bin Sadr pataleaba suspendido al borde del precipicio, con una cortina de agua fluyendo junto a él para disolverse en vapor. Mientras tanto, sus esbirros chillaron de terror cuando el puente rotó hacia abajo con un rugido y se desplomó hacia el infierno, llevándoselos consigo. Los árabes se precipitaron al vacío entre una frenética agitación de miembros. Los vi desaparecer en la niebla.
Agarrado a su asidero, Bin Sadr miró a Astiza con los ojos llenos de odio.
—Ojalá hubiera degollado a esta puta como hice con la de París —siseó.
Empuñé mi tomahawk y me arrastré lentamente hacia abajo en dirección a los dedos de Bin Sadr.
—Esto es por Talma, Enoc, Minette y todos los inocentes a los que conocerás en el otro barrio. —Alcé la pequeña hacha india.
Bin Sadr me escupió.
—Te esperaré allí. —Luego se soltó.
Se precipitó por el lado del pozo, chocó con una ladera de arena y se hundió, sin un solo sonido, en la tenue neblina roja de abajo. Pequeñas piedras arrastradas por su caída cayeron tras él. Luego hubo silencio.
—¿Está muerto? —susurró Astiza.
Todo estaba tan silencioso que temí que Bin Sadr hubiera encontrado alguna manera de trepar hacia arriba. Me asomé a mirar. Algo se movía allá abajo, pero durante un rato lo único que pudimos oír fue el rugido del agua en lo alto de la escalinata mojada. Entonces llegaron tenuemente al principio los sonidos de un hombre que empieza a gritar.
A esas alturas yo ya había oído muchísimos gritos, tanto en la batalla como entre los heridos. Sin embargo, había algo distinto en aquel sonido, un alarido ultraterreno de un terror tan absoluto que se me hizo un nudo en el estómago cuando pensé en la cosa o cosas invisibles que lo motivaban. Los gritos siguieron y siguieron, cada vez más agudos, y supe con terrible certeza que la voz que oía era la de Ahmed bin Sadr. Pese a que éramos enemigos jurados, me estremecí. Bin Sadr estaba experimentando el terror de los condenados.
—Apofis —dijo Astiza—. El dios serpiente del averno. Bin Sadr acaba de conocer aquello a lo que adoraba.
—Eso es un mito.
—¿Lo es?
Después de lo que pareció una eternidad los gritos se redujeron a un farfullar demencial. Luego cesaron. Nos habíamos quedado solos.
Yo temblaba de terror y frío. Nos abrazamos el uno al otro, toda retirada imposible, el rojo resplandor del pozo nuestra única luz. Finalmente subimos la escalinata mojada, su cascada impregnada por el olor del Nilo. Llegamos a un canal que corría a lo largo del último escalón. Las aguas del Nilo entraban a raudales por una abertura en forma de cañería en la pared de la caverna para llenar hasta los bordes el canal de piedra, y luego desaparecían dentro de otro túnel en el otro extremo de la escalinata. La corriente fluía con tal fuerza que no había ninguna posibilidad de ascender por ella. Nuestra única salida era ir en la dirección hacia la que corría el agua, dentro de un oscuro desagüe.
Vi que no había espacio suficiente para que pudiese haber aire.
—Me parece que Moisés no tomó este camino.