uestra cabalgada en dirección norte hacia El Cairo fue un viaje a través de las capas del tiempo. Montículos llenos de hierba se alzaban sobre los restos de antiguas ciudades, nos dijeron los campesinos. A veces las dunas revelaban la punta de un templo o santuario enterrado. Cerca de Minia pasamos ante dos colosales babuinos de piedra, gruesos y relucientes, su serena mirada alzada hacia el sol naciente. Altos como dos hombres y envueltos en lo que parecían capas hechas de plumas, se elevaban ante nosotros majestuosos como nobles e intemporales como la Esfinge. Los monos gigantes eran manifestaciones, naturalmente, del misterioso Thoth.
Nos ahorramos tener que atravesar centenares de aldeas de adobe yendo por el confín del desierto junto a filas de palmeras datileras, como si la franja verde fuese un mar que lamía la playa. Dejamos atrás una docena de pirámides que no había visto antes, algunas que se habían desmoronado hasta ser poco más que colinas y otras que aún mostraban su geometría original. Fragmentos de templos cubrían la arena alrededor de ellas. Calzadas en ruinas descendían hacia el verdor de las tierras que circundaban el Nilo. Pilares que ya no sostenían nada se elevaban hacia el cielo. Astiza y yo íbamos dentro de nuestra pequeña burbuja, conscientes de nuestra misión y de que podía ser que nos persiguieran, pero extrañamente felices. Nuestra alianza nos ofrecía un refugio en el que resguardarnos de la preocupación y el peso de la responsabilidad. Dos se habían convertido en uno, la ambigüedad había sido reemplazada por el compromiso, y la carencia de objetivos había encontrado un propósito. Como sugirió Enoc, yo había encontrado algo en lo que creer. No en los imperios, los medallones o la magia, y no en la electricidad, sino en la asociación con la mujer que cabalgaba junto a mí. Todo lo demás podía empezar a partir de eso.
El trío de pirámides que era nuestra meta asomó finalmente del borde del desierto como islas que sobresalen del mar. Habíamos cabalgado sin parar con los descansos reducidos al mínimo para llegar allí el 21 de octubre, la fecha que yo pensaba tenía algún misterioso significado. El tiempo había refrescado. El cielo era una perfecta cúpula azul; y el sol, un carro guiado por un dios que nunca se olvidaba de llevar a cabo su diaria travesía del cielo. El Nilo crecido podía ser entrevisto a través de su cinturón de árboles. Pasaban las horas sin que los monumentos parecieran estar más cerca que antes. Entonces, cuando las sombras de la tarde habían empezado a alargarse, parecieron inflarse como uno de los globos de Conté, enormes, imponentes y sobrecogedores. Ahora se alzaban del suelo, como si su punta hubiese emergido del averno en una súbita erupción.
Esa imagen me dio una idea.
—Déjame ver el medallón —le pedí a Astiza.
Ella se lo quitó, el metal amarillo un fulgor de fuego bajo el sol. Miré las uves superpuestas de sus brazos, uno dirigido hacia arriba y el otro vuelto hacia abajo.
—Parecen dos pirámides, ¿verdad? Con las bases unidas y las cimas enfiladas en direcciones opuestas.
—O el reflejo de una sola en un espejo de agua.
—Como si debajo de la superficie hubiera tanto como encima de ella, igual que las raíces de un árbol.
—¿Piensas que hay algo debajo de la pirámide?
—Lo había bajo ese templo de Isis. ¿Y si el medallón representa no lo que hay fuera, sino lo que se oculta dentro? Cuando exploramos el interior con Bonaparte, los conductos seguían una pendiente como los lados de la pirámide. Los ángulos eran distintos, pero sus formas reflejaban los lados de la pirámide. ¿Y si esto no es un símbolo de la pirámide, sino un mapa de los conductos que alberga en su interior?
—¿Te refieres a los corredores ascendentes y descendentes?
—Sí. En el barco que me trajo a Egipto había una tablilla. —Acababa de acordarme de la tablilla del cardenal Bembo que Monge me había mostrado en la bodega del tesoro del Orient—. Estaba llena de niveles y figuras, como si se tratara de un mapa o un diagrama de algún lugar subterráneo con distintos niveles.
—Cuentan que los antiguos tenían libros en los que se explicaba a los muertos cómo burlar los peligros y los monstruos del averno subterráneo —dijo Astiza—. Thoth pesaría sus corazones, y su libro los guiaría entre las cobras y los cocodrilos. Si su libro estaba en lo cierto, emergerían al otro lado para entrar en el paraíso. Puede que haya algo de verdad en eso. ¿Y si los cuerpos enterrados en la pirámide realmente emprendían de alguna forma un viaje físico a través del subsuelo en el que debían pasar por una serie de pruebas?
—Eso podría explicar la ausencia de momias —reflexioné yo—. Pero cuando exploramos la pirámide confirmamos que su corredor descendente terminaba en un callejón sin salida. No vuelve a elevarse en dirección opuesta como este medallón.
—Eso es cierto en los corredores que conocemos —dijo Astiza, que había empezado a entusiasmarse con la idea—. Pero ¿en qué lado de la pirámide está la entrada?
—En el lado norte.
—¿Y qué constelación muestra el medallón?
—Alfa Draconis, que era la estrella polar cuando fueron construidas las pirámides. ¿Por?
—Sostén el medallón como si la constelación estuviera en el cielo.
Así lo hice. El disco circular quedó sostenido contra el cielo septentrional, y la luz que brillaba a través de las diminutas perforaciones creó la forma de Draconis, el dragón. Hecho esto, los brazos del medallón quedaron perpendiculares al norte.
—Si este medallón fuese un mapa, ¿en qué lados de la pirámide estarían los conductos? —preguntó Astiza.
—¡En el este y en el oeste!
—Lo cual quiere decir que en los flancos este u oeste de la pirámide quizás existan entradas que aún no han sido descubiertas —razonó Astiza.
—Pero ¿por qué no han sido encontradas? La gente ha trepado por todas las pirámides.
Astiza frunció el ceño.
—No lo sé.
—¿Y por qué todas esas referencias al signo de Acuario, al Nilo durante la crecida de sus aguas y a este momento del año?
—Eso tampoco lo sé.
Entonces vimos un retazo de blancura, como nieve, en el desierto.
Era un cuadro de lo más curioso. Oficiales franceses, ayudantes de campo y siervos estaban dispuestos en un semicírculo para una merienda al aire libre en el desierto, sus caballos y sus burros atados detrás de ellos. La comitiva estaba vuelta de cara hacia la pirámide. Una larga hilera de mesas de campaña había sido cubierta con blancos manteles de lino. Las velas de unas cuantas falúas hacían de toldos, con lanzas capturadas a los mamelucos como palos de tienda y sables de la caballería francesa clavados en la arena a modo de estacas. Copas de cristal francés y oro egipcio habían sido puestas sobre las mesas junto a la vajilla y la pesada cubertería de plata europea. Las botellas de vino fueron abiertas y empezaron a ser vaciadas. Había grandes fuentes llenas de fruta, pan, queso y viandas frías. Las velas estaban listas para ser encendidas. Sentados en taburetes plegables estaban Bonaparte y algunos de sus generales y científicos, absortos en una educada conversación. También vi a mi amigo Monge, el matemático.
Vestidos como íbamos con ropas árabes, un edecán vino a echarnos de allí como hubiese hecho con cualquier otro beduino curioso. Entonces reparó en el color de mi piel y en la hermosura de Astiza, sólo parcialmente cubierta bajo la capa hecha jirones con la que se había envuelto lo mejor que pudo. Le dedicó muchas más miradas a ella que a mí, claro está, y me dirigí a él en francés mientras lo hacía.
—Soy Ethan Gage, el sabio americano. Vengo a comunicar que mis investigaciones están a punto de concluir.
—¿Investigaciones?
—Sobre los secretos de la pirámide.
El edecán fue a murmurar mi mensaje, y Bonaparte se levantó de su taburete para mirarnos como un leopardo que acaba de divisar una presa.
—Es Gage, salido de la nada como un muñeco de resorte que asoma de su caja —les susurró a los demás—. Y su mujer.
Nos hizo señas de que fuéramos hacia allí y los soldados se comieron con los ojos a Astiza, quien mantuvo la mirada por encima de sus cabezas mientras caminaba con todo el decoro que permitían nuestras vestimentas. Los hombres se abstuvieron de hacer comentarios groseros porque ahora había algo distinto en nosotros, diría yo, ciertas sutiles señales de asociación y respeto de las normas sociales indicadoras de que éramos una pareja, y Astiza debía ser respetada y dejada en paz. Así que apartaron de mala gana sus miradas de ella para volverlas hacia mí.
—¿Cómo es que vais vestido así? —preguntó Bonaparte—. ¿Y no desobedecisteis la orden que os di? —Se volvió hacia Kléber—. Creía que había desertado.
—El bribón se fugó de la cárcel y despistó a la patrulla que lo perseguía, si mal no recuerdo —dijo el general—. Desapareció en el desierto.
Afortunadamente, no parecían estar al corriente de lo acontecido en Dendara.
—Al contrario, he corrido grandes riesgos a vuestro servicio —dije alegremente—. Mi compañera estuvo prisionera de Silano y del árabe, Ahmed bin Sadr, que planeaban pedir un rescate por ella: su vida a cambio del medallón del que estuvimos hablando. Fueron el coraje de ella y mi propia determinación los que nos liberaron para que pudiéramos proseguir nuestros estudios. Vengo a hablar con el doctor Monge para consultarle sobre una cuestión matemática que espero arroje una nueva luz sobre las pirámides.
Bonaparte me miró, incrédulo.
—¿Me tomáis por idiota? Dijisteis que el medallón se había perdido.
—Lo dije únicamente para evitar que cayera en manos del conde Silano, porque a ese hombre le da igual lo que pueda ser de vos o de Francia.
—Así que mentisteis.
—Recurrí a esa argucia para proteger la verdad de aquellos que no sabrían usarla como es debido. Os ruego que me escuchéis, general. No estoy encerrado en una celda, no he sido capturado y tampoco estoy huyendo. He venido a veros porque creo que estoy muy cerca de hacer un gran descubrimiento. Ahora, lo único que necesito es la ayuda de los otros sabios.
La mirada medio divertida y medio furiosa de Bonaparte fue de mí a Astiza. La presencia de mi egipcia me proporcionaba una curiosa inmunidad.
—No sé si recompensaros o mandar que os fusilen, Ethan Gage. Hay algo en vos que me tiene perplejo, algo que va más allá de vuestros toscos modales americanos y esa educación de pueblerino que habéis recibido.
—Sólo intento hacer las cosas lo mejor que puedo, señor.
—¡Lo mejor que podéis! —Miró a los demás, porque yo acababa de darle un tema sobre el que pontificar—. No basta con hacer las cosas lo mejor que uno pueda, Ethan Gage. Uno siempre tiene que ser el mejor. ¡Yo hago lo que es preciso hacer para que se cumpla mi voluntad!
Le hice una reverencia.
—Y yo soy un jugador, general. Mi voluntad es irrelevante si las cartas no me son favorables. ¿Quién no pasa por toda una serie de mudanzas en su fortuna? ¿O acaso no es cierto que vos fuisteis un héroe en Tolón, que luego pasasteis un breve período de tiempo en la cárcel después de la caída de Robespierre, y que acto seguido volvisteis a ser un héroe cuando vuestro cañón salvó al Directorio?
Bonaparte frunció el ceño un instante, luego se encogió de hombros como si admitiese que en eso yo tenía razón, y finalmente sonrió. No aguantaba a los idiotas, pero le encantaba el estímulo de una buena discusión.
—Cierto, americano. Muy cierto. Voluntad y suerte. En un día pasé de alojarme en un hotel barato de París y andar tan escaso de dinero que aún debía mi uniforme, a tener mi propia casa, carruaje y equipo. —Se dirigió a los demás—. ¿Sabéis lo que le ocurrió a Josefina? También acabó en la cárcel, destinada a la guillotina. ¡Por la mañana el carcelero se llevó su almohada, diciéndole que no la necesitaría porque al anochecer ya no tendría una cabeza que apoyar en ella! Pero unas horas después supimos que Robespierre había muerto, asesinado, que el Terror había terminado; y en lugar de ser ejecutada, Josefina quedó libre. Elección y destino: ¡a qué juego jugamos!
—El destino parece haber decidido atraparnos en Egipto —dijo un Kléber medio borracho—. Y la guerra no es ningún juego.
—Al contrario, Kléber, es el no va más de los juegos, con la muerte o la gloria como apuestas. Negaos a jugar, y sólo garantizaréis la derrota. ¿No es así, Gage?
—No todos los juegos tienen que ser jugados, general. —Qué raro era aquel hombre, que mezclaba la claridad política con la agitación emocional, y los sueños más inmensos con el más mezquino cinismo, para luego retarnos a observar las mismas reglas. ¿Un juego? ¿Era eso lo que les decía a los muertos?
—¿No? La vida misma es guerra, y todos nosotros somos vencidos al final, por la muerte. Así que hacemos lo que podemos para volvernos inmortales. El faraón eligió esa pirámide. Yo elijo… la fama.
—Y algunos hombres eligen el hogar y la familia —dijo Astiza suavemente—. Viven a través de sus hijos.
—Sí, ellos no piden más. Pero ni a mí ni a los que me siguen nos basta con eso. Nosotros queremos la inmortalidad de la historia. —Bonaparte bebió un sorbo de vino—. ¡Habéis hecho de mí todo un filósofo durante esta cena! Fijaos en vuestra mujer, Gage. La fortuna es una mujer. Tomadla hoy, o mañana ya no la tendréis. —Sonrió peligrosamente, y una chispa de diversión bailó en el gris de sus ojos—. Una mujer muy hermosa —les dijo a sus compañeros—, que intentó dispararme.
—En realidad, general, era a mí a quien intentaba dar.
Bonaparte rio.
—¡Y ahora sois pareja! ¡Por supuesto que sí! ¡La fortuna también convierte a los enemigos en aliados, y a los desconocidos en confidentes! —Entonces se puso serio—. Pero no permitiré que vayáis por el desierto vestido de egipcio hasta que este asunto con Silano haya quedado aclarado. No entiendo qué clase de juego os traéis entre manos vos y el conde, pero no me gusta. Es importante que todos sigamos en el mismo bando. Estábamos hablando de la próxima fase de nuestra invasión, la conquista de Siria.
—¿Siria? Pero Desaix aún está persiguiendo a Murad Bey en el Alto Egipto.
—Meras escaramuzas. Tenemos los medios para avanzar también hacia el norte y hacia el este. El mundo me aguarda, por mucho que los egipcios parezcan incapaces de entender cómo podría rehacer sus vidas. —Su sonrisa era tensa, su decepción evidente. Su promesa de tecnología y gobierno occidentales no había conseguido ganarse a la población. El reformador que yo había tenido ocasión de entrever en el gran camarote del Orient estaba cambiando, sus sueños de ilustración frustrados por la aparente cortedad de la gente que había venido a salvar. Los últimos vestigios de inocencia que le quedaban a Napoleón se habían evaporado en el calor del desierto. Ahuyentó a una mosca—. Mientras tanto, quiero que este misterio de la pirámide quede resuelto.
—Cosa que haré mucho más fácilmente sin la interferencia del conde, general.
—Cosa que haréis con la cooperación del conde. ¿No es así, Monge?
El matemático parecía perplejo.
—Supongo que eso depende de lo que monsieur Gage crea haber descubierto.
Y entonces hubo un rumor, como el de un trueno lejano.
Nos volvimos hacia El Cairo, sus minaretes un delicado encaje extendido al otro lado del Nilo. Entonces hubo otro eco, y luego otro. Era el estampido del cañón.
—¿Qué es eso? —preguntó Napoleón sin dirigirse a nadie en particular.
Una columna de humo empezó a elevarse en el azul del cielo. Siguieron cañonazos, un murmullo lejano, y luego apareció más humo.
—Algo pasa en la ciudad —dijo Kléber.
—Obviamente. —Bonaparte se volvió hacia sus edecanes—. Recoged todo este desorden. ¿Dónde está mi caballo?
—Me parece que podría tratarse de un levantamiento —añadió Kléber nerviosamente—. Han corrido rumores por las calles, y los mulás han llamado a la gente desde sus torres. No nos lo tomamos en serio.
—No. Son los egipcios los que no me han tomado en serio.
El pequeño grupo había dejado de prestarme atención. Los camellos se levantaron del suelo con un movimiento bamboleante, los caballos piafaron nerviosamente y los hombres corrieron a sus monturas. Los toldos empezaron a caer cuando los sables fueron sacados de la arena. Los egipcios se estaban sublevando en El Cairo.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó el edecán, al tiempo que me señalaba con el dedo.
—Dejadlo por ahora —dijo Bonaparte—. ¡Monge! Vos y los sabios llevaos a Gage y la chica. Volved al instituto, cerrad las puertas y no dejéis entrar a nadie. Enviaré a una compañía de infantería para protegeros. ¡Los demás, seguidme! —Y partió al galope por las arenas en dirección a las embarcaciones que habían empleado para cruzar el río.
Mientras los soldados y los siervos recogían a toda prisa los últimos toldos y mesas, Astiza se hizo con una vela. Luego se fueron sin decirnos nada, siguiendo la estela de los oficiales. En cuestión de minutos nos habíamos quedado solos con Monge, acompañados únicamente por las pisadas de los asistentes a aquel banquete tan súbitamente esfumado. Era como si un torbellino acabara de pasar por allí y nos hubiera dejado sin aliento.
—Mi querido Ethan —dijo Monge al fin, mientras contemplábamos el éxodo hacia el Nilo—, no sé cómo os las arregláis para que los problemas siempre os sigan a todas partes.
—Os aseguro que no he dejado de intentar mantenerme alejado de ellos desde que salí de París, doctor Monge, con escaso éxito. —El sonido de la revuelta era un repiqueteo discordante cuyos ecos cruzaban el río.
—Venid, entonces. Nosotros los científicos mantendremos agachada la cabeza durante esta nueva emergencia.
—No puedo volver a la ciudad con vos, Gaspard. Mi sitio está aquí con esta pirámide. Mirad, tengo el medallón y estoy a punto de entenderlo, creo. —A un gesto mío, Astiza sacó el colgante. Monge se quedó muy sorprendido ante el nuevo diseño y su aparente simbolismo masónico.
»Como podéis ver —proseguí—, hemos encontrado otra pieza. Esta baratija es una especie de mapa, creo, de lugares ocultos escondidos en la Gran Pirámide, la que vos dijisteis que encarnaba a pi. La clave es este triángulo de incisiones en el disco central. En una tumba que hay al sur me di cuenta de que tenían que representar números egipcios. Creo que son una clave matemática, pero ¿de qué?
—¿Incisiones? Dejadme verlo. —Cogió el colgante que le tendía Astiza y lo estudió bajo una lupa de mano.
—Imaginad cada grupo de arañazos como un dígito —dije.
Los labios de Monge se movieron mientras contaba en silencio, y luego pareció sorprendido.
—¡Pues claro! ¿Por qué no lo he visto antes? La pauta es realmente extraña; pero resulta de lo más apropiada, habida cuenta del lugar en que nos encontramos. Oh cielos, qué decepción. —Me miró con compasión, y sentí que se me empezaba a caer el alma a los pies—. Gage, ¿habéis oído hablar alguna vez del triángulo de Pascal?
—No, señor.
—Se le llama así por Blaise Pascal, quien escribió un tratado sobre esta progresión de números ahora hace justo ciento cincuenta años. Pascal dijo muchas cosas sabias que siempre deberíamos tener presentes, como que cuanto más conocía a los hombres, más le agradaba su perro. Veréis, se trata de una progresión piramidal. —Cogió prestado el sable de un dragón y empezó a dibujar con él en la arena hasta obtener una pauta numérica que tenía este aspecto:
1
1 1
1 2 1
1 3 3 1
1 4 6 4 1
—¡Ahí lo tenéis! ¿Veis la pauta?
Debí de parecer una cabra intentando leer a Tucídides. Gimiendo para mis adentros, me acordé de Jomard y sus números de Fibonacci.
—Salvo por los unos —dijo Monge pacientemente—, os daréis cuenta de que cada número es la suma de los dos números que lo flanquean por encima. ¿Veis ese primer 2? Encima de él hay dos unos. Y el 3: encima hay un 1 y un 2. Eso es el triángulo de Pascal. Es sólo el inicio de las pautas que podéis detectar; aunque lo que de verdad importa es que el triángulo puede ser extendido hacia abajo indefinidamente. Ahora, mirad los arañazos en vuestro medallón.
I
I I
I II I
I III III I
—¡Es el inicio del mismo triángulo! —exclamé yo—. Pero ¿qué significa eso?
Monge me devolvió el medallón.
—Significa que el colgante no puede ser una antigüedad egipcia. Lo siento, Ethan, pero si esto es un triángulo de Pascal, entonces toda vuestra búsqueda ha sido inútil.
—¿Qué?
—Ningún matemático de la antigüedad conocía esta pauta. No cabe duda de que tiene que ser un fraude moderno.
Sentí como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. ¿Un fraude? ¿Era ese uno de los trucos del viejo conjurador Cagliostro? Empecé a temer que todo aquel largo viaje hubiera sido en vano, y que Talma y Enoc hubieran muerto para nada.
—¡Pero parece una pirámide!
—O una pirámide parece un triángulo. ¿Qué mejor manera de hacer que una tosca joya antigua pueda pasar por un tesoro misterioso que relacionándola con las pirámides de Egipto? Sin embargo, probablemente fue el juguete o el amuleto de la buena suerte de algún estudioso, con pi y las patas de un compás. Quizá lo usaron para gastarle una broma pesada a alguien. ¿Quién sabe? Pero sospecho, amigo mío, que habéis sido víctima de algún charlatán. El soldado al que se lo ganasteis en esa partida de cartas, tal vez. —Me puso la mano en el hombro—. No tenéis por qué avergonzaros. Todos nosotros sabemos que en realidad no sois ningún sabio.
Yo notaba que todo me daba vueltas.
—Estaba seguro de que ya casi lo teníamos…
—Os aprecio, Ethan, y no quiero que os ocurra nada malo. Así que dejadme que os dé un consejo. No volváis a El Cairo. Sabe Dios qué estará ocurriendo allí. —El estruendo de los disparos se volvía cada vez más intenso—. Bonaparte sospecha que no le sois de ninguna utilidad, y la frustración está haciendo que se impaciente. Subid con Astiza a alguna embarcación que os lleve hasta Alejandría y embarcaos rumbo a América. Los británicos os dejarán pasar si les explicáis el motivo de vuestras acciones, cosa que vos sabéis hacer muy bien. Volved a casa, Ethan Gage. —Me estrechó la mano—. Volved a casa.
Yo estaba conmocionado, y me resistía a creer que todos mis esfuerzos hubieran sido en vano. Había estado tan seguro de que el medallón indicaba un camino al interior de la pirámide, y ahora el mayor matemático de Francia acababa de decirme que me habían timado. Monge me sonrió con tristeza. Entonces recogió sus escasas pertenencias, se subió al burro que lo había traído hasta allí y se alejó lentamente en dirección a la capital y su instituto, mientras los cañones rugían en la lejanía. Se volvió.
—¡Ojalá yo pudiera hacer lo mismo!
Astiza siguió a Monge con la mirada, y una mueca a medio camino entre la frustración y el desprecio asomó a su hermoso rostro. Cuando el matemático estuvo lo bastante lejos para que no pudiera oírnos, estalló.
—¡Ese hombre es un idiota!
Me quedé asombrado.
—Astiza, Monge tiene una de las mejores mentes de toda Francia.
—Que aparentemente está convencida de que la sabiduría empieza y termina en sus pomposas opiniones y las de sus propios antepasados europeos. ¿Podría él construir esta pirámide? Claro que no. Y, sin embargo, insiste en que quienes la construyeron entendían mucho menos de números que él, o ese Pascal.
—Monge no lo expresó de esa manera.
—¡Mira esos dibujos que hay en la arena! ¿Se parecen sí o no a la pirámide que tienes delante?
—Sí.
—¿Y sin embargo no tienen nada que ver con el motivo por el que estamos aquí? No me lo creo.
—Pero ¿cuál es la relación?
La mirada de Astiza fue de la arena a la pirámide, de la pirámide a la arena.
—Es obvia, me parece a mí. Esos números corresponden a los bloques de la pirámide. Un solo bloque en la punta, ahora desaparecido. Luego dos en su cara, luego tres, y así sucesivamente. Hilera tras hilera, bloque tras bloque. Si sigues esa pauta, cada bloque tendrá un número. Ese Monge está ciego.
¿Podía ser que Astiza estuviese en lo cierto? Sentí una creciente excitación.
—Completemos unas cuantas hileras más.
La pauta no tardó en volverse más evidente. Los números no sólo crecían rápidamente cerca del apotema de la pirámide, la línea imaginaria que bisectaba la cara de la pirámide, sino que además se emparejaban hacia fuera a cada lado de ese punto central. La línea siguiente, por ejemplo, decía 1, 5, 10, 10, 5, 1. Luego 1, 6, 15, 20, 15, 6, 1. Y así sucesivamente, con cada hilera más grande que la anterior sin que los números dejaran de crecer. En la decimotercera hilera a partir de la punta, el número del centro era 924.
—¿Qué número estamos buscando? —pregunté.
—No lo sé.
—Entonces, ¿de qué sirve esto?
—Cobrará sentido en cuanto lo veamos.
Seguimos con nuestros cálculos. El sol descendía hacia el horizonte en el oeste y las sombras de la pirámide se volvían cada vez más largas. Astiza me tocó el brazo y señaló hacia el sur. Una pequeña columna de polvo subía del suelo por allí, en una clara indicación de que se aproximaba un grupo bastante numeroso. Me puse un poco nervioso. Si Bin Sadr y Silano habían sobrevivido, esa era la dirección por la que vendrían. Hacia el noreste se empezaba a ver el resplandor de incendios en El Cairo y oír el ahora rítmico rugir de la artillería francesa. Una batalla a gran escala estaba siendo librada en la supuestamente pacificada capital. Al parecer, Napoleón no tenía la situación tan controlada como quería creer. Vi que una gran bolsa redonda empezaba a ascender por el aire. Era el globo de Conté, sin duda llevando a bordo unos cuantos observadores que lo usaban para dirigir el combate.
—Será mejor que nos demos prisa —murmuré.
Empecé a hacer números más rápido, pero cada hilera añadida a la secuencia era dos números más larga que la anterior, y más complicada. ¿Y si cometíamos algún error? Astiza me ayudaba a añadir los números con la aritmética necesaria, sin dejar de murmurar en voz baja mientras calculaba con su ágil mente. Nuestra pirámide creció, número a número, bloque a bloque, como si estuviéramos duplicando su construcción sobre la arena. La espalda no tardó en dolerme, empecé a ver borroso. Números, números, números. ¿Era todo un fraude, como había dado a entender Monge? ¿Habían conocido los antiguos egipcios semejantes rompecabezas? ¿Por qué iban a inventar algo tan oscuro y dejar una pista para descubrirlo? Finalmente, unas ciento cincuenta hileras de bloques desde la punta, llegamos a una piedra que tenía los mismos dígitos que según el matemático eran el valor egipcio para pi: 3,160.
Me detuve, perplejo. ¡Pues claro! ¡El medallón era un mapa que indicaba cierto punto sobre la pirámide! La cara norte. Imagina un pozo y una puerta en las caras oeste o este. Recuerda pi. Busca un bloque con el valor de pi bajo ese antiguo juego de números. Sincronízalo con Acuario tal como los egipcios usaban el signo, para la crecida del Nilo, y… entra.
Si no me había equivocado.
La cara oeste de la pirámide brillaba con destellos rosados cuando empezamos a subir por ella. La tarde tocaba a su fin, el sol bajo y grueso, como el globo de Conté. Nuestros caballos estaban atados abajo, y el estruendo de las detonaciones en El Cairo quedaba ahogado por la mole del monumento entre nosotros y la ciudad. Como antes, nuestro ascenso fue un duro trepar de hilera en hilera por aquellos bloques tan altos, empinados y desgastados por la erosión. Fui contando mientras trepábamos, con la esperanza de encontrar la hilera y el bloque que correspondían a pi, el número eterno codificado en las dimensiones de la pirámide.
—¿Y si los números remiten a las piedras que formaban la cara, ahora desaparecidas? —le dije a Astiza.
—Aun así se corresponderían con las del interior, espero. O las seguirían de cerca. Este medallón nos dirigiría a una piedra que lleva hasta el núcleo.
Acabábamos de llegar a la hilera número cincuenta y tres, y nos habíamos detenido a recuperar el aliento cuando Astiza señaló con el dedo.
—¡Ethan, mira!
Unos jinetes lanzados al galope acababan de doblar la esquina de la pirámide adyacente. Uno de ellos nos vio y se puso a gritar. Incluso a la tenue luz del ocaso me fue fácil distinguir las figuras vendadas de Bin Sadr y Silano mientras espoleaban con las riendas a sus monturas cubiertas de espuma. Si aquello no daba resultado, ya podíamos darnos por muertos; o por algo peor, si Bin Sadr convencía al conde de que le dejase hacer las cosas a su manera.
—Será mejor que encontremos esa piedra.
Contamos. Naturalmente, había miles de bloques en aquella cara oeste, y cuando llegamos al supuesto candidato, no nos pareció que se diferenciase en nada de sus congéneres. Allí había una roca erosionada por milenios de tiempo, de unas cuantas toneladas de peso y firmemente incrustada en la cara de la pirámide por el peso colosal que tenía encima. La empujé, tiré de ella y le di de patadas, sin efecto alguno.
Una bala rebotó en la pirámide.
—¡Para! ¡Piensa! —me apremió Astiza—. Tiene que haber una manera especial de hacerlo o cualquier idiota podría haberse tropezado con esta entrada por casualidad. —Alzó el medallón—. Tiene que guardar relación con esto.
Más balas llovieron alrededor de nosotros.
—Aquí arriba somos como blancos en una pared —murmuré.
Astiza miró fuera.
—No. El conde nos necesita con vida para que le contemos lo que hemos descubierto. Bin Sadr se lo pasará en grande haciéndonos hablar.
Cierto, porque ahora Silano les gritaba furiosamente a los que habían disparado y les bajaba los mosquetes de un manotazo, para luego empujarlos hacia la base de la pirámide.
—Estupendo. —Empecé a manipular el medallón sin tener ni idea de lo que hacía. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que la segunda pirámide proyectaba sombra sobre la nuestra, su largo triángulo extendido a través de las arenas para subir por las capas de piedra hasta donde estábamos de pie y señalarnos con su punta. La piedra que la remataba estaba intacta, su punta más perfecta, y su ápice parecía cubrir de sombra un bloque situado unos cuantos lugares hacia la derecha y a unas cuantas hileras por debajo de aquella en la que estábamos. Cada día, a medida que el sol desfilaba a lo largo del horizonte, la sombra tocaría una piedra distinta, y hoy era la fecha que yo había deducido del calendario. ¿Nos habríamos dejado algún bloque cuando los contamos? Corrí pirámide abajo hasta el lugar donde terminaba la sombra y alcé el medallón hacia el sol. La luz brilló a través de los diminutos agujeros perforados, y la pauta estelar de Draconis apareció sobre la piedra cubierta de arena.
—¡Ahí! —Astiza señaló con el dedo. Una serie de minúsculos agujeros, o más bien señales hechas con la punta de un escoplo, cerca de la base de la piedra, reproducía la forma de la constelación en el medallón. Y debajo de ellos, la juntura entre nuestra piedra y la de abajo era ligeramente más ancha de lo habitual. Me incliné sobre ella y soplé para apartar el polvo que cubría aquella grieta casi imperceptible. También había ahí el más sutil de los símbolos masónicos esculpido en la piedra.
Pude oír cómo los árabes se hablaban a gritos mientras empezaban a trepar por la cara de la pirámide.
—¡Ríndete de una vez, Gage! —gritó Silano—. ¡Llegas demasiado tarde!
Yo podía sentir un leve hálito de brisa, aire que salía de alguna oquedad al otro lado.
—Está aquí —murmuré. Golpeé la piedra con la palma de la mano—. ¡Muévete, maldita seas!
Entonces me acordé de cómo otros habían llamado al medallón desde que lo gané. Una llave. Intenté deslizar el disco en la grieta, pero era ligeramente convexo y la parte más gruesa no entraba.
Miré hacia abajo. Ahora Silano y Bin Sadr también subían por la pirámide.
Así que invertí el colgante, en un giro que hizo oscilar los brazos conectados. Se quedaron pegados, yo agité el colgante, los brazos avanzaron un poco más hacia dentro…
De pronto hubo un chasquido. Como si un hilo tirase de ellos, los brazos del medallón se incrustaron más profundamente en la piedra, y el disco se partió para caer de bloque en bloque hacia Silano. Hubo un chirriar de piedra sobre piedra. Los hombres de abajo gritaban.
La piedra pareció perder todo su peso, y la vi elevarse una fracción de centímetro de la roca que había debajo. Empujé, y esta vez la piedra rotó y se desplazó hacia arriba como si estuviera hecha de plumón, para revelar un oscuro conducto que avanzaba hacia abajo en el mismo precario ángulo del corredor descendente que yo había explorado con Napoleón. Un bloque de piedra de cuatro mil quinientos kilos de peso acababa de convertirse en una pluma. La llave había desaparecido dentro de la roca como tragada por esta.
Habíamos encontrado el secreto. ¿Dónde estaba Astiza?
Me volví en redondo. Astiza había ido pendiente abajo para recuperar el disco. La mano de Silano se cerró sobre su capa. Astiza logró soltarse de un brusco tirón que dejó al conde con un jirón de tela en la mano, y se apresuró a trepar pendiente arriba. Desenvainé la espada de Ash y corrí hacia ella para ayudarla. Silano sacó un nuevo estoque, con un brillo avieso en la mirada.
—¡Disparadle! —gritó Bin Sadr.
—No. Esta vez no puede hacer ningún truco con su rifle. Es mío.
Decidí reemplazar la delicadeza por la fuerza bruta nacida de la desesperación. Mientras el estoque de Silano silbaba a través del aire en dirección a mi torso, grité como un vikingo y dejé caer mi espada en un feroz mandoble dirigido hacia abajo como si fuese a cortar madera con ella. Yo estaba una hilera por encima de Silano, lo que me proporcionaba medio metro largo de ventaja, y fui tan rápido que el conde se vio obligado a trocar la estocada que iba a asestarme en una parada. El acero resonó contra el acero y la hoja del estoque de Silano se dobló bajo la fuerza de mi golpe, sin llegar a romperse pero curvándose contra su muñeca. Yo contaba con que aún la tendría dolorida de cuando había estallado mi rifle. Silano se volvió para que el estoque no se le escapara de la mano, pero el movimiento le costó perder el equilibrio. Con una maldición, el conde se bamboleó y chocó con algunos de los bandidos que habían subido a reunirse con él. Todos rodaron pirámide abajo e intentaron agarrarse a la roca para detener su accidentada caída. Yo lancé la espada como si fuese una jabalina, con la esperanza de atravesar a Bin Sadr, pero este se agachó y otro de los villanos, al que oímos gritar mientras caía, recibió la punta en su lugar.
Bin Sadr cargó pirámide arriba, y me atacó con la punta mortífera que sobresalía del extremo de su vara rematada por la cabeza de serpiente. Yo esquivé la acometida, pero no lo bastante deprisa. La hoja, afilada como una navaja, me hizo un corte en el hombro. Antes de que el beduino pudiera hacer girar la vara para hincarme la punta, una piedra le dio en la cara. Astiza, con la cabellera en desorden como la de una Medusa, se había puesto a arrojar fragmentos de pirámide.
Bin Sadr también estaba dolorido, ya que empuñaba la vara con un solo brazo debido a su herida de bala; y vi una ocasión de tomar la ofensiva. Agarré la vara y tiré hacia arriba, mientras Bin Sadr tiraba desesperadamente en dirección contraria al tiempo que parpadeaba bajo el bombardeo de rocas de Astiza. Entonces aflojé mi presa por un instante y Bin Sadr se inclinó peligrosamente hacia atrás, desequilibrado por mi treta. Volví a tirar, la vara se le escapó de la mano y Bin Sadr cayó varias hileras de bloques. Tenía el rostro ensangrentado, y su preciosa vara era mía. Por primera vez vi un destello de miedo en los ojos del beduino.
—¡Devuélvemela!
—Es leña para el fuego, bastardo.
Astiza y yo nos retiramos al agujero que habíamos creado, nuestro único refugio, y nos arrastramos hacia dentro. Apoyándonos en las paredes del conducto para no resbalar, estiramos los brazos y tiramos de la piedra de la entrada. Bin Sadr aullaba de rabia mientras trepaba frenéticamente hacia nosotros. El bloque bajó con tanta facilidad como había subido, pero al girar recuperó su peso al tiempo que adquiría inercia, y se cerró en las narices del villano con un estruendo como el de un gran peñasco. En un instante quedamos sumergidos en la oscuridad.
Pudimos oír tenues aullidos de frustración, mientras los árabes golpeaban la puerta de piedra con los puños desde el exterior. Y luego oímos gritar a Silano, furioso y lleno de determinación:
—¡Pólvora!
Quizá no nos quedase mucho tiempo.
La negrura fue absoluta hasta que Astiza deslizó algo por uno de los lados del conducto, y vi brillar las chispas mientras encendía la vela que había cogido de la mesa de Napoleón. Todo estaba tan oscuro que el pozo pareció inflamarse con su tenue luz. Parpadeé y respiré profundamente mientras intentaba armarme de valor para el próximo paso. Vi que junto a la entrada había un nicho, y dentro de él, inclinada hacia arriba y conectada por un brazo provisto de una bisagra a la puerta de piedra por la que acabábamos de pasar, había una vara de oro. Era un objeto impresionante, de al menos cinco centímetros de grosor, y el oro probablemente le servía de revestimiento a algún material menos noble para protegerlo de la corrosión o la podredumbre. Parecía ser un mecanismo concebido para desplazar el peso de la puerta de piedra, concebido de tal manera que subiese y bajase como un pistón. Había un hueco donde se conectaba, y un largo pozo que descendía a través de él. Yo no tenía ni idea de cómo funcionaba.
Probé a tirar de la puerta. Estaba incrustada como un corcho, una vez más imposiblemente pesada. La retirada parecía imposible. Estábamos a salvo temporalmente y atrapados permanentemente. Entonces reparé en un detalle que no había observado antes. Alineadas a lo largo de la pared del conducto, como en una exposición de armas, había antorchas de broza bien seca, momificadas por el resecamiento.
Alguien quería que encontráramos nuestro camino hasta el fondo.