21

P

l Nilo estaba crecido, marrón y caudaloso. Era octubre, el momento álgido de la inundación anual, y nos aproximábamos a la fecha que el calendario circular parecía sugerir. Astiza y yo robamos una pequeña embarcación y zarpamos río abajo, en dirección a la Gran Pirámide que Monge había sugerido como la clave del acertijo. Decidí que haría un último intento de encontrar la respuesta; y si no lo lográbamos, seguiría mi camino hasta el Mediterráneo. En cuanto a si la extraña mujer que iba conmigo me seguiría, no tenía ni idea.

Cuando salió el sol, la corriente ya nos había alejado unos cuantos kilómetros del ejército de Desaix. Habría podido sentirme un poco más tranquilo de no haber sido porque entonces un correo francés que galopaba por la orilla se desvió tierra adentro para tomar un atajo en cuanto nos vio seguir las tortuosas curvas del cauce del Nilo. Sin duda, iría a comunicar que habíamos huido. Bajé la botavara para poner la vela latina, y la embarcación se inclinó con el viento y el siseo del agua mientras la subía. Pasamos junto a un cocodrilo que bostezaba, prehistórico y horrible. El agua relucía en sus escamas, y ojos velados por párpados amarillos nos observaron en una profunda contemplación de reptil. Después de Silano, parecía mejor compañía.

Formábamos una extraña pareja, yo vestido de árabe y Astiza con sus galas de tentadora, tumbada sobre las tablas sucias de barro de una pequeña falúa que apestaba a pescado. Apenas me había dirigido la palabra desde que habíamos huido del templo, y contemplaba el Nilo absorta mientras acariciaba el medallón que se había puesto al cuello con un aire de propietaria. Yo no le había pedido que me lo devolviera.

—He recorrido un largo camino para encontrarte —dije.

—Seguiste la estrella de Isis.

—Pero no estabas encadenada como fingías.

—No. Nada era como parecía. Le engañé, y también te engañé a ti.

—¿Conocías a Silano de antes?

Astiza suspiró.

—Había sido mi señor y mi amante, pero se volvió hacia las artes oscuras. Creía que la magia de Egipto era tan real como la química de Berthollet, y que si seguía los pasos de Cagliostro y Kolmer podría encontrar secretos ocultos aquí. Le daba igual el mundo y sólo pensaba en sí mismo, porque estaba amargado por todo lo que había perdido en la Revolución. Cuando me di cuenta de lo egoísta que era, tuvimos una terrible discusión. Huí a Alejandría y encontré refugio en la casa de un nuevo amo, el guardián. Los sueños de Silano eran superficiales. Alessandro quería los secretos de Egipto para que lo hicieran poderoso, incluso inmortal; así que jugué un doble juego.

—¿Te compró a Yusuf?

—Sí. Fue un soborno al viejo verde.

—¿Viejo verde?

—La hospitalidad de Yusuf no era enteramente altruista. —Vio el modo en que yo la miraba—. No te preocupes, no llegó a tocarme.

—Así que te fuiste con tu antiguo amante.

—Tú no habías vuelto de las pirámides. Silano me dijo que no te había encontrado en casa de Enoc. Ir con el conde era la única manera de hacer algún progreso en la resolución del misterio. Yo no sabía nada de Dendara, y tú tampoco. Ese lugar ha permanecido olvidado durante siglos. Le dije a Alessandro que tenías el medallón, y luego te dejé un mensaje para que lo encontraras en el harén. Ambos sabíamos que irías tras nosotros. Y entonces cabalgué libremente, porque los franceses habrían hecho demasiadas preguntas si hubiese estado atada.

¡Alessandro! No me agradó nada la familiaridad de que lo llamara por su nombre de pila.

—Y luego hiciste que un templo entero se le desplomase encima.

—Él cree en su propio encanto, como tú.

Como ella, que jugaba con ambos usándonos de medio para sus propios fines.

—Me preguntaste en qué creía, Astiza. ¿En qué crees tú?

—¿Qué quieres decir?

—Ayudaste a Silano porque también quieres el secreto.

—Claro. Pero para ponerlo a salvo, no para vendérselo a algún tirano ávido de poder como Bonaparte. ¿Te imaginas a ese hombre con un ejército de inmortales? En su época de máximo esplendor, Egipto era defendido por un ejército de sólo veinte mil hombres, y parecía inexpugnable. Entonces algo pareció suceder, algo se perdió y empezaron las invasiones.

—Ir con los hombres que asesinaron a Talma…

—Silano sabía cosas que yo ignoraba. Yo sabía cosas que él ignoraba. ¿Podrías haber encontrado el templo de Dendara del que hemos huido tú solo? Nosotros no sabíamos a cuál de los templos se referían los libros de Enoc, pero Silano lo sabía por sus estudios en Roma, Estambul y Jerusalén. Nunca habríamos encontrado los otros brazos del medallón, del mismo modo en que Silano no podía completarlo sin ti y Enoc. Tú tenías unas cuantas pistas y el conde tenía otras. Los dioses nos reunieron a todos.

—¿Los dioses, o el Rito Egipcio? No fueron los gitanos los que te dijeron que yo iba a venir a Egipto.

Astiza desvió la mirada.

—No entenderías la verdad ni aunque te la dijese. Alessandro mintió y envió un mensaje en el que decía que le habías robado el medallón. Yo fingí ayudarlo para poder utilizarlo. Sobreviviste a nuestro intento de asesinato. Entonces Enoc persuadió a Ashraf de que intentara encontrarnos en la batalla —tú, el hombre de la chaqueta verde, convenientemente subido a la cureña de un cañón— para que él pudiera ver ese medallón por el que todos mostraban tanto interés. Todo lo que ha ocurrido desde entonces estaba previsto, salvo la muerte del pobre Talma.

Me daba vueltas la cabeza. Quizá sí que era un ingenuo después de todo.

—¿Así que para ti todos somos meras herramientas a las que emplear, yo por el medallón y Silano por sus conocimientos ocultos? ¿Él y yo somos iguales, estamos aquí para ser usados?

—No me enamoré de Silano.

—Yo no he dicho que estuvieras enamorada de él, he dicho… —Me callé. Astiza mantenía la mirada apartada de mí, rígida, temblorosa, sus finos cabellos ondeando al cálido viento que levantaba olitas en el río. ¿No estaba enamorada? De él. ¿Significaba eso que se había dado cuenta de que yo le iba detrás, que mi encanto no había pasado del todo inapreciado, que mis buenas intenciones no habían sido malinterpretadas? Pero entonces, ¿hasta dónde llegaban mis sentimientos hacia ella ahora? Quería que Astiza fuese mía, sí, pero ¿amarla? Ni siquiera la conocía, aparentemente. Y el amor era terreno verdaderamente peligroso para un hombre como yo, una perspectiva más sobrecogedora que una carga mameluca o la andanada de un navío de guerra. Significaba creer en algo, comprometerse a más que un instante. ¿Qué sentía yo realmente por aquella mujer que parecía haberme traicionado y quizá no lo había hecho?

—Lo que quiero decir es que yo tampoco he amado a nadie más —balbuceé. No era la más elocuente de las réplicas, desde luego—. Es decir, ni siquiera estoy seguro de que el amor exista.

—¿Cómo sabes que existe la electricidad, Ethan? —me preguntó ella, visiblemente exasperada.

—Bien. —Muy buena pregunta, ya que el ser invisible parecía formar parte de la naturaleza de la electricidad—. Por las chispas, supongo. Puedes sentirla. O un relámpago.

—Exacto. —Ahora me miraba con una sonrisa de esfinge, enigmática e inaccesible; salvo que esta vez la puerta por fin se había abierto y lo único que tenía que hacer yo era entrar por ella. ¿Qué había dado a entender Berthollet acerca de mi carácter? ¿Qué yo no era consciente de mi propio potencial? Ahora se me ofrecía una oportunidad de crecer, de comprometerme no con una idea, sino con una persona.

—Ni siquiera sé de qué lado estás —dije para ganar tiempo.

—Del tuyo.

¿Qué lado era ese? Y entonces, antes de que nuestra conversación pudiera llegar a alguna clase de conclusión aceptable para ambos, los ecos de un disparo resonaron a través de las aguas.

Miramos río abajo. Una falúa venía hacia nosotros, las jarcias tensas y la cubierta llena de hombres. Incluso a una distancia de trescientos metros, pude reconocer el brazo vendado de Ahmed bin Sadr. Por todo el té de China, ¿es que no había manera de librarse de ese hombre? No me había sentido tan harto de la compañía de alguien desde que Franklin invitó a cenar a John Adams y tuve que escuchar sus irascibles opiniones sobre la mitad de los políticos de Estados Unidos.

No teníamos ningún arma aparte de mi tomahawk, y ninguna posibilidad, así que cogí el timón y puse rumbo hacia la orilla. Quizás encontraríamos una tumba en algún risco dentro de la que pudiéramos escondernos. Pero no, ahora un escuadrón de húsares de chaqueta azul y roja bajaba al galope por la ladera de una colina para venir a nuestro encuentro. ¡Caballería francesa! ¿Había logrado recorrer yo aunque sólo fuesen treinta kilómetros?

Bueno, mejor ellos que Bin Sadr. Me llevarían ante Bonaparte mientras que los árabes nos harían cosas en las que no quería ni pensar. Cuando viéramos a Napoleón, Astiza podía limitarse a decir que la había secuestrado, y yo lo confirmaría. Consideré coger el medallón de su hermoso cuello y arrojarlo al Nilo, pero no podía decidirme a hacerlo. Había invertido demasiado en él. Además, tenía tanta curiosidad como cualquiera por saber hasta qué podía conducirte. Era nuestro único mapa para el Libro de Thoth.

—Más vale que escondas eso —le dije.

Astiza se lo deslizó entre los pechos.

Encallamos en un banco de arena y fuimos hasta la orilla entre chapoteos. La falúa de Bin Sadr aún navegaba contra la corriente hacia nuestra posición, mientras los árabes gritaban y disparaban al aire. La docena de jinetes franceses se había desplegado en un semicírculo para que no tuviéramos posibilidad de escapar, y levanté las manos en señal de rendición. No tardamos en vernos rodeados de caballos cubiertos de polvo.

—¿Ethan Gage?

—Para serviros, teniente.

—¿Por qué vais vestido como un pagano?

—Se está más fresco.

Los ojos se le iban continuamente hacia Astiza, pero no se atrevía a preguntar por qué iba vestida de fulana. En 1798, aún no se habían perdido del todo los modales.

—Soy el teniente Henri de Bonneville. Quedáis arrestado por robo de propiedad estatal y destrucción de antigüedades, por asesinato, entrada ilegal y desorden público en El Cairo, y por intento de fuga, suplantación, espionaje y traición.

—¿Nada de asesinato en Dendara? Matamos a Silano, espero.

El teniente se puso rígido.

—El conde se recupera de sus lesiones y va a organizar una partida para unirse a nuestra persecución.

—Habéis olvidado el secuestro —dije, al tiempo que señalaba a Astiza con la cabeza.

—No lo he olvidado. La mujer, una vez rescatada, cooperará con la acusación o será interrogada.

—Es el cargo de traición el que me parece injusto —dije—. Soy americano. ¿No tendría que ser francés para traicionar a vuestro país?

—Sargento, atadlos.

La falúa perseguidora atracó en la orilla y Bin Sadr y los supervivientes de su banda de asesinos llegaron a la carrera, abriéndose paso a empujones entre las monturas francesas como mercaderes en un bazar de camellos.

—¡Este hombre es mío! —rugió el árabe con un agitar de su vara terminada en una cabeza de serpiente.

Vi con cierta satisfacción que llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo. Bueno, si no podía enviar al cementerio a aquel par de canallas, entonces quizá podría mantenerlos alejados a picotazos, como estaban haciendo los franceses con Nelson.

—Veo que te has hecho marinero, Ahmed —lo saludé—. ¿Te caíste del camello?

—¡Irá en mi embarcación!

—Me temo que debo disentir, monsieur —dijo el teniente—. El fugitivo Gage se rindió a mi caballería, que lo buscaba para ser interrogado por las autoridades francesas. Ahora está bajo la jurisdicción del ejército.

—¡El americano mató a algunos de mis hombres!

—Esa es una cuestión que podréis discutir con él cuando nosotros hayamos terminado, siempre que quede algo a lo que dirigirse.

Bueno, eso era como para animar a cualquiera.

Bin Sadr frunció el ceño. Ahora tenía un forúnculo en la otra mejilla, y me pregunté si simplemente sería un problema de piel o si Astiza había vuelto a hacer otra de sus travesuras. ¿Podía ser que le hubiera hecho contraer la lepra, o tal vez la plaga?

—Entonces nos llevamos a la mujer —dijo, y sus hombres se apresuraron a asentir malévolamente.

—Me parece que no, monsieur. —El teniente dirigió una rápida mirada a su sargento, quien a su vez miró a sus hombres. Las carabinas que me habían estado apuntando se volvieron hacia la cuadrilla de Bin Sadr. Sus mosquetes, a su vez, se inclinaron hacia la caballería francesa. No tener a nadie apuntándome fue un considerable alivio, e intenté pensar cómo podía sacar provecho de ello.

—No os conviene tenerme por enemigo, francés —gruñó Bin Sadr.

—Sois un mercenario pagado que carece de autoridad —replicó el teniente en un tono muy seco—. Si no volvéis a vuestra embarcación ahora mismo, os arrestaré por insubordinación y luego pensaré si ahorcaros. —Miró imperiosamente a su alrededor—. Es decir, si puedo encontrar un árbol.

Hubo un largo momento de incómodo silencio, y el sol era tan intenso que parecía freírlo todo a nuestro alrededor. Entonces uno de los húsares tosió, y mientras caía al suelo con un estremecimiento oímos el estampido del disparo lejano que lo había matado, seguido por los ecos en las colinas del Nilo. Luego hubo más disparos, y uno de los hombres de Bin Sadr se desplomó con un gruñido.

Todas las armas de fuego se volvieron hacia el risco encima del río. Una hilera de hombres había aparecido en lo alto y bajaba por él entre un ondular de túnicas y destellos de lanzas. ¡Era una compañía de mamelucos! Habíamos sido divisados por una unidad del escurridizo Murad Bey, y parecía que nos superaban en número, cinco a uno.

—¡Desmontad! —gritó el teniente—. ¡Formad una línea de escaramuza! —Se volvió hacia los árabes—. ¡Formad con nosotros!

Pero los árabes ya corrían hacia su falúa, y un instante después habían subido a bordo y apartaban la embarcación de la orilla.

—¡Bin Sadr, maldito cobarde! —rugió De Bonneville.

El gesto del árabe fue obsceno.

Así que ahora los franceses se dispusieron a hacer frente al ataque mameluco sin más efectivos que los suyos. «¡Fuego!». El grito del teniente provocó una descarga de balas salidas de las carabinas de caballería, pero no fue la clase de salva disciplinada que se espera de un cuadro de infantería francesa. Unos cuantos mamelucos cayeron, y un instante después los teníamos encima. Esperé sentir la acometida de una lanza, mientras me preguntaba qué probabilidades de salir con vida podía tener haciendo frente a tres enemigos al mismo tiempo en un estrecho tramo de orilla: el infortunado reverso de un trío de cartas en una partida de brelan con las apuestas al máximo, supongo. Entonces el mameluco que creía que iba a matarme se inclinó desde su silla de montar con el brazo extendido y me arrancó del suelo como a una uva. Grité, pero su brazo era un torno de acero alrededor de mi pecho. El mameluco galopó a través de las filas francesas directamente hacia la embarcación árabe, un grito de guerra en los labios conmigo colgado de su brazo, la espada enarbolada en la otra mano mientras guiaba su montura con las rodillas.

—¡Ahora vengo a mi hermano! ¡No huyas y lucha, víbora!

¡Era Ashraf!

Entramos en los bajíos, un círculo de salpicaduras en torno a nosotros, y Bin Sadr se volvió para hacernos frente desde la proa de su embarcación, él también con un solo brazo armado. Ash atacó y la vara de cabeza de serpiente fue a su encuentro. Hubo un ruido como de acero sobre acero, y comprendí que la vara tenía alguna clase de núcleo metálico. La furia de la carga del mameluco hizo que el árabe retrocediese con un gruñido; pero mientras caía entre sus secuaces, estos abrieron fuego y Ash se vio obligado a volver grupas. La embarcación entró en aguas más profundas. Un instante después nos alejábamos al galope, entre los gritos, alaridos y disparos de la batalla que se libraba tras nosotros. Fui depositado sobre la silla como un saco de trigo, aturdido y sin aliento, sin que pudiera ver gran cosa entre la nube de polvo que levantábamos. El oficial que nos había salvado ya estaba en el suelo, entreví, y un mameluco se inclinaba sobre él con un cuchillo en la mano. Otro húsar se arrastraba por el suelo con una lanza clavada en la espalda, resuelto a cortarle el cuello a un enemigo antes de morir. La captura era peor que la muerte, y los soldados estaban vendiendo sus vidas lo más caras posible. Los árabes de Bin Sadr se alejaban por el cauce del río, sin siquiera molestarse en hacer un fuego de apoyo.

Galopamos por la ladera de una larga duna y nos detuvimos en su cima, desde la que podías dominar el Nilo. Ash me soltó y me encontré con los pies en el suelo. Mientras me tambaleaba para no caer, vi que la sonrisa del mameluco contenía una sombra de dolor.

—Siempre estoy teniendo que rescatarte, amigo mío. Llegará el día en que mi deuda de la Batalla de las Pirámides habrá quedado pagada.

—Ya ha sido pagada de sobra —jadeé yo, y vi cómo otro caballo galopaba duna arriba y Astiza, acostada sobre la silla como acababa de hacer Ashraf conmigo, era bajada al suelo sin ninguna ceremonia por otro guerrero. Miré el río. La pequeña escaramuza había llegado a su fin, los franceses inmóviles en el suelo. Bin Sadr había izado la vela e iba río arriba hacia Desaix y Dendara, probablemente para comunicar mi probable masacre. Tuve la corazonada de que el muy bastardo se atribuiría mi supuesta muerte. Silano, no obstante, querría cerciorarse.

—Así que te has unido al bey —dije.

—Murad vencerá tarde o temprano.

—Acabáis de matar a una docena de hombres buenos.

—Del mismo modo que los franceses dieron muerte a mis buenos amigos en la Batalla de las Pirámides. En la guerra es donde mueren los hombres buenos.

—¿Cómo nos encontraste?

—Me uní a mi gente y os seguimos, pensando que Bin Sadr haría lo mismo. Tienes un talento natural para meterte en líos, americano.

—Y tú para sacarme de ellos, gracias. —Entonces vi una mancha de sangre en su túnica—. ¡Te han herido!

—¡Bah! Otro rasguño de un nido de serpientes, suficiente para impedirme acabar con ese cobarde, sí, pero no para matarme. —Pero vi que se inclinaba hacia delante, y supe que tenía que dolerle bastante—. Algún día caeré sobre Bin Sadr cuando se encuentre solo, y entonces veremos quién se lleva los rasguños. O quizás el destino le tiene reservada otra clase de miseria. Siempre me queda esa esperanza.

—¡Necesitas que te venden esa herida!

—Deja que le eche un vistazo —dijo Astiza.

Ashraf desmontó envaradamente y, con la respiración entrecortada y cara de sentirse bastante incómodo, dejó que la mujer le rasgara el torso de la túnica para inspeccionarle la herida.

—La bala te ha atravesado el costado como a un fantasma; pero estás perdiendo sangre. Espera, usaremos tu turbante para vendarla. La herida es seria, Ashraf. No volverás a cabalgar durante una temporada, a menos que estés impaciente por llegar al paraíso.

—¿Y dejar que dos incautos como vosotros anden solos por el mundo?

—Si esa es la voluntad de los dioses, que así sea. Ethan y yo tenemos que terminar lo que hemos empezado.

—¡Basta con que lo deje solo un instante para que se meta en algún peligro!

—Ahora yo cuidaré de él.

Ashraf pareció pensárselo.

—Estoy seguro. —Luego silbó. Dos magníficos corceles árabes subieron al trote por la ladera, ensillados y con las crines y las colas ondeando al viento. Yo nunca había tenido unas monturas tan soberbias—. Lleváoslos, entonces, y rezad una oración por los hombres que los montaron recientemente. Aquí tienes una espada de Murad Bey, Gage. Si algún mameluco intenta capturaros, enséñasela y os dejarán en paz. —Miró a Astiza—. ¿Vais a volver a las pirámides?

—Ahí es donde empieza y termina Egipto —dijo ella.

—Cabalgad lo más rápido que podáis, porque los franceses y sus árabes no tardarán en seguiros. Defiende la magia que lleváis con vosotros o destrúyela, pero no permitas que caiga en manos de vuestros enemigos. Ten, ponte esto para que te proteja del sol. —Le dio una capa, y luego se volvió hacia mí—. ¿Dónde está tu famoso rifle?

—Silano le clavó la espada. —Ashraf pareció perplejo—. Fue algo rarísimo. Silano metió la punta de su estoque en el cañón, y yo estaba tan fuera de mí que apreté el gatillo y mi viejo y querido amigo estalló. Le estuvo bien empleado a Silano cuando Astiza hizo que el techo se le desplomara encima, pero el muy bastardo sobrevivió.

Ashraf sacudió la cabeza.

—Silano sirve a Ras al-Ghul, y el dios demonio siempre cuida de los suyos. ¡Y algún día, amigo mío, cuando los franceses se hayan ido, tú y yo nos sentaremos y veremos si podemos encontrarle algún sentido a lo que me acabas de contar! —Subió a su montura con una mueca de dolor y bajó lentamente por la duna para reunirse con los demás, que lo esperaban entre los restos y los cadáveres de la guerra.

Galopamos hacia el norte tal como nos había dicho Ashraf, siguiendo el curso del río. Tendríamos que recorrer casi cuatrocientos kilómetros para volver a las pirámides. Había alforjas con pan, dátiles y agua en los caballos; pero a la puesta de sol ya estábamos exhaustos a causa de la galopada y la tensión, ya que no habíamos dormido la noche anterior. Nos detuvimos en una pequeña aldea junto al Nilo y sus habitantes nos dieron cobijo con la sencilla hospitalidad que muestran los egipcios habitualmente, después de lo cual nos dormimos antes de que hubiéramos podido terminarnos la cena. La caridad con que fuimos tratados era asombrosa, teniendo en cuenta que aquella gente había sido acosada a impuestos por los mamelucos y ahora se veía saqueada por los franceses. Pero aquellos campesinos tan pobres habían compartido con nosotros lo poco que tenían, y en cuanto nos quedamos dormidos nos cubrieron con sus delgadas mantas, después de haber curado los cortes y arañazos que habíamos recibido. Tal como les habíamos dicho, nos despertaron dos horas antes de los primeros albores del día y volvimos a ponernos en camino hacia el norte.

La segunda noche nos encontró doloridos aunque un poco más recuperados, y buscamos nuestro propio cobijo en un palmeral al lado del río alejado de casas, humanos o perros. Necesitábamos pasar tiempo a solas. Desde el ataque de los mamelucos no habíamos visto fuerzas de ninguno de los dos bandos, sólo aldeas que vivían fuera del tiempo en su propio ciclo inmutable. Los habitantes salían a trabajar en sus balsas de juncos porque la crecida del Nilo ya había inundado sus campos, trayendo consigo limo fresco del misterioso centro del continente africano.

Usé un poco de pedernal y la espada de Ash para encender un fuego.

Cuando hubo anochecido del todo, la proximidad del Nilo pareció tranquilizadora, una promesa de que la vida seguiría su curso. Astiza y yo estábamos conmocionados por los acontecimientos de los últimos días y semanas, y éramos conscientes de que aquel interludio de tranquilidad no iba a durar mucho. En algún lugar al sur, Bin Sadr y Silano sin duda estaban descubriendo que no habíamos muerto e iniciaban su persecución. Así que agradecimos el silencio de las estrellas, el mullido abrazo de la arena y el cordero y la fruta que nos habían dado los habitantes de la última aldea.

Astiza había vuelto a sacar el medallón para llevarlo al descubierto, y tuve que admitir que le quedaba bastante mejor que a mí. Había decidido que confiaba en ella, porque hubiese podido advertir a Silano de mi tomahawk, o huido de mí con el talismán después de que se desplomaran las columnas del templo, o dejarme junto al río después del combate. No lo había hecho, y me acordé de lo que había dicho a bordo de la embarcación: que no había amado a Silano. Yo no había dejado de darle vueltas a la frase desde entonces, pero aún no estaba seguro de qué hacer con ella.

—¿No estás del todo segura de cuál es la puerta secreta que andamos buscando? —le pregunté, en vez de abordar el tema.

Astiza sonrió con tristeza.

—Ni siquiera estoy segura de que deba, o pueda, ser encontrada. Pero ¿por qué iba a permitir Isis que llegáramos tan lejos si no tuviese una buena razón?

La experiencia me había enseñado que a Dios no le importan mucho las razones, pero no dije eso. Lo que hice fue armarme de valor.

—Ya he descubierto mi secreto —dije.

—¿Qué?

—Tú.

El fuego no daba mucha luz, pero aun así pude ver cómo Astiza se ruborizaba antes de volver la cabeza. Así que le puse la mano en la mejilla y la volví nuevamente hacia mí.

—Escucha, Astiza, he tenido muchos kilómetros de duro desierto para pensar. El sol tenía el aliento de un león y la arena me quemaba a través de las botas. Hubo días en los que Ashraf y yo vivíamos de barro y langostas fritas. Pero yo no pensaba en eso. Pensaba en ti. Si ese Libro de Thoth es un libro de sabiduría, quizá simplemente diga que encuentres lo que ya tienes, y que disfrutes de este día en lugar de preocuparte por el siguiente.

—Me sorprende que mi americano errante sea capaz de decir esas cosas.

—La verdad es que me enamoré de ti —confesé—. Casi desde el primer momento, cuando aparté los escombros que te cubrían y vi que eras una mujer. Sólo que me costaba admitirlo. —Y la besé, extranjero como era, y que me aspen si ella no me devolvió el beso, con mucho más entusiasmo de lo esperado. No hay nada como sobrevivir a un par de rasguños para unir a un hombre y una mujer.

Al parecer, Isis no es tan pacata como algunas de las divinidades modernas, y Astiza parecía tener tan claro como yo lo que quería. El medallón ya había combinado muy bien con sus ropas de harén hechas jirones; pero era una visión realmente espléndida sobre su cuerpo desnudo, así que dejamos que la luna se encargara de vestirnos, hicimos una pequeña cama con nuestras escasas posesiones y vivimos para aquella noche como si fuera la última.

La baratija pinchaba cuando se interpuso entre nosotros, así que Astiza se la quitó y la dejó por un tiempo en la arena. Su piel era perfecta como el desierto esculpido; su olor, delicioso como el del loto sagrado. Hay más misterio sagrado en el alma y la presencia de una mujer que en cualquier pirámide llena de polvo. La adoré como a un santuario y la exploré como a un templo, y ella me susurró al oído:

—Esto, por una noche, es la inmortalidad.

Luego, acostada boca arriba, se pasó la cadena del medallón en torno a los dedos y me señaló el cielo y su cuarto de luna.

—Mira —dijo—. El cuchillo de Thoth.