l desierto egipcio al oeste del Nilo es un océano inexplorado de roca y arena, interrumpido por sólo unas cuantas islas de oasis. El desierto al este del Nilo y el sur de El Cairo —una meseta estéril separada del mar Rojo por montañas lunares— está aún más vacío, una sartén de freír aparentemente inmutable desde el nacimiento del mundo. El cielo azul palidece hasta una opaca calima en el horizonte que riela, y la sequedad amenaza con momificar a un intruso cada implacable atardecer. No hay agua, sombra, llamadas de pájaros, plantas, insectos y, aparentemente, tampoco final. Durante milenios, monjes y conjuradores se han retirado aquí para encontrar a Dios. Cuando huí sentí que lo había dejado muy atrás, en las aguas del Nilo y los grandes bosques verdes de mi patria.
Ashraf y yo cabalgamos en esa dirección porque ningún hombre en su sano juicio lo haría. Primero atravesamos la Ciudad de los Muertos de El Cairo, la colmena musulmana de tumbas blancas como espectros en la noche. Luego trotamos rápidamente a través de una cinta de verdes tierras de cultivo que seguía el Nilo, donde los perros ladraban a nuestro paso. Mucho antes de la salida del sol éramos puntos sobre una árida llanura. El sol subió por el cielo, cegador cuando nos desviamos hacia el este, y su arco fue tan lento que se convirtió en un reloj implacable. Las sillas de nuestras monturas capturadas tenían cantimploras que hicimos durar hasta mediodía, y entonces la sed pasó a ser el hecho central de la existencia. Hacía tanto calor que dolía respirar, y mis ojos se entornaban contra la blancura del desierto brillante como la nieve. Un polvo impalpable resecaba labios, orejas, ropas y caballos, y el cielo era un peso que llevábamos sobre nuestros hombros y las coronillas de nuestras cabezas. La cadena del medallón me ardía en el cuello. El espejismo de un lago, la cruel ilusión ya excesivamente familiar a esas alturas, temblaba justo fuera de nuestro alcance.
«Así que esto es el Hades —pensé—. Así que esto es lo que les ocurre a los hombres que no saben ir por el buen camino, que beben, fornican y juegan a las cartas para ganarse el pan cotidiano». Anhelaba encontrar un trocito de sombra al que arrastrarme para dormir eternamente.
—Tenemos que ir más deprisa —dijo Ashraf—. Los franceses nos persiguen.
Miré atrás. Una larga estela de polvo blanco había sido atrapada por el viento y giraba en un lánguido embudo. En algún lugar debajo de ella había un pelotón de húsares que seguían las huellas de los cascos de nuestras monturas.
—¿Cómo podemos ir más deprisa? Nuestros caballos no tienen agua.
—Entonces tenemos que encontrarles algo de agua. —Señaló las jorobas ondulantes de colinas que parecían hogazas resquebrajadas.
—¿En un lecho de carbones encendidos?
—Incluso en un lecho de carbones encendidos puede esconderse un diamante. Perderemos a los franceses en los cañones y los uadis.
Instamos a nuestros cansados caballos a que apretaran el paso, nos envolvimos en las capas para protegernos del polvo y seguimos adelante. Entramos en los altiplanos, donde seguimos un laberinto de uadis arenosos como un hilo escapado del ovillo. La única vegetación era espino de camello reseco. Sin embargo, Ashraf buscaba algo y no tardó en hallarlo: una cornisa de roca desnuda calcinada por el sol a nuestra izquierda que conducía a una elección entre tres desfiladeros.
—Aquí podemos confundir nuestro rastro —me dijo.
Volvimos grupas entre un repiqueteo de cascos y fuimos a través de la mesa de piedra. Tomamos por el desfiladero de caliza del medio porque parecía más estrecho y menos hospitalario, y así los franceses quizá pensarían que habíamos ido en otra dirección. Hacía tanto calor que aquello era como cabalgar dentro de un horno. No tardamos en oír los gritos de frustración de nuestros perseguidores en el seco aire del desierto, mientras discutían sobre qué camino habíamos tomado.
Perdí todo sentido de la dirección y seguí dócilmente al mameluco. Los promontorios subían cada vez más arriba y pude empezar a distinguir los escarpados perfiles de auténticas montañas, cuya roca negra y roja contrastaba con el azul del cielo. Allí estaba la cordillera que separaba el valle del Nilo del mar Rojo. No había ni un solo punto de verdor o destello de agua. El silencio era inquietante, roto únicamente por los crujidos del cuero y los cascos de nuestras monturas. ¿Era este desierto —el hecho de que los antiguos egipcios pudieran ir andando desde el fértil Nilo hasta la nada absoluta— la razón por la que parecía haberles preocupado tanto la muerte? ¿Era el contraste entre sus campos y la arena que los rodeaba por todas partes el origen de la idea de una expulsión del Edén? ¿Era el erial un recordatorio de la brevedad de la vida y un aliciente para los sueños de inmortalidad? Ciertamente aquel calor seco momificaría los cadáveres de manera natural, mucho antes de que los egipcios lo hicieran como una práctica religiosa. Imaginé que alguien encontraba mi cascarón reseco dentro de unos cuantos siglos, mi expresión paralizada en una mueca de vasta pena.
Finalmente las sombras parecieron hacerse más largas; los sonidos de persecución, más tenues. Los franceses tenían que estar tan sedientos como nosotros. Yo estaba mareado, me dolía todo, sentía la lengua pastosa.
Nos detuvimos en lo que parecía una trampa hecha de roca. Grandes riscos se elevaban por todas partes alrededor de nosotros, la única salida era el estrecho desfiladero por el que acabábamos de cabalgar. Los imponentes muros finalmente eran tan altos, y el sol estaba tan avanzado, que proyectaban una sombra muy bienvenida.
—¿Y ahora que?
Ashraf desmontó envaradamente.
—Ahora tienes que ayudarme a cavar. —Se arrodilló sobre la arena junto a la base de un risco, en una hendidura donde podría haberse acumulado una cascada si semejante absurdo pudiera existir allí. Pero quizás existía: la roca de encima estaba llena de manchas oscuras, como si el agua fluyera hacia abajo ocasionalmente. Ashraf empezó a abrir un agujero en la arena con las manos.
—¿Cavar?
—¿Habría enloquecido a causa del sol?
—¡Ven, si no quieres morir! Fluye un torrente una vez al año, o quizás una vez en una década. Siempre queda un poco de agua, como ese diamante en los carbones encendidos.
Me uní a él. Al principio el ejercicio parecía carecer de sentido, como si sólo sirviese para que la tierra caliente me quemara las manos. Pero poco a poco la arena empezó a volverse agradablemente fresca y entonces, asombrosamente, húmeda. Finalmente llegamos a un nivel en el que había verdadero líquido. El agua rezumó, tan impregnada de sedimento que era como sangre coagulándose.
—¡No puedo beber barro! —Extendí la mano para volver a cavar.
Ashraf me agarró del brazo y volvió a dejarnos sentados sobre los talones.
—El desierto pide paciencia. Esta agua puede haber venido de hace un siglo. Podemos esperar unos instantes más.
Ante mis ojos llenos de impaciencia, un líquido delicioso empezó a acumularse en la depresión que habíamos cavado. Los caballos piafaron y arañaron el suelo con los cascos.
—Todavía no, compañeros míos, todavía no —los calmó Ash.
Era el cuenco más estrecho que yo había visto nunca, y tan bienvenido como un río. Después de una eternidad nos inclinamos para besar nuestro charquito, como musulmanes que se prosternan con el rostro vuelto hacia La Meca. Mientras lamía y tragaba la sucia filtración sentí un estremecimiento y fue como si algo brillara dentro de mí. ¡Qué bolsas de agua éramos los humanos, tan impotentes si no se las rellenaba constantemente! Sorbimos hasta que hubimos apurado el agua haciendo que volviera a ser fango, nos sentamos en el suelo para mirarnos el uno al otro, y reímos. Nuestro ávido beber había creado un círculo de humedad limpia alrededor de nuestros labios, en tanto que el resto de nuestra cara estaba pintado de polvo. Parecíamos un par de payasos. Hubo una impaciente espera para que nuestro magro pozo volviera a llenarse y entonces llevamos a los caballos un poco de agua en las palmas de las manos, asegurándonos de que no bebieran más de la cuenta. Mientras caía la noche eso se convirtió en nuestro trabajo, llevar agua dentro de una alforja a las sedientas monturas, beber sorbos nosotros mismos y limpiarnos lentamente el resto del polvo de las manos y las cabezas. Empecé a sentirme levemente humano de nuevo. Las primeras estrellas asomaron en el cielo, y entonces caí en la cuenta de que llevaba un rato sin oír ningún sonido de persecución francesa. Entonces la panoplia completa de los cielos floreció en lo alto, y las rocas relucieron con destellos plateados.
—Bienvenido al desierto —dijo Ashraf.
—Tengo hambre.
Ashraf sonrió.
—Eso significa que estás vivo.
Empezaba a hacer frío, pero aunque hubiéramos tenido madera, no nos habríamos atrevido a encender una hoguera. Lo que hicimos fue pegarnos el uno al otro y hablar, ofreciéndonos mutuamente el pequeño consuelo que podía darnos compartir nuestra pena por Talma y Enoc, y una pequeña esperanza cuando hablamos de vagos futuros: con Astiza para mí, y con Egipto como un todo para Ash.
—Los mamelucos son unos explotadores, cierto —admitió él—. Podríamos aprender cosas de vuestros sabios franceses, como ellos aprenden de nosotros. Pero Egipto tiene que ser gobernado por gente que viva aquí, Ethan, no por francos de piel sonrosada.
—¿No puede haber una colaboración entre ambos pueblos?
—No lo creo. ¿Querría París un árabe en su consejo municipal, incluso si el imán tuviese la sabiduría de Thoth? No. Eso no forma parte de la naturaleza humana. Supón que un dios bajara del cielo con respuestas para todas las preguntas. ¿Lo escucharíamos, o lo clavaríamos a una cruz?
—Todos sabemos cuál es la respuesta a esa pregunta. ¿Así que cada hombre en su sitio, Ash?
—Y la sabiduría en el suyo. Creo que esto es lo que intentaba hacer Enoc, mantener la sabiduría de Egipto a buen recaudo en el lugar al que pertenece, como decidieron los ancianos.
—¿Incluso si ellos podían levitar rocas y hacer que la gente viviera eternamente?
—Las cosas pierden valor si es demasiado fácil hacerlas. Si cualquier hombre o nación pudieran edificar una pirámide con la magia, entonces la pirámide no es más notable que una colina. ¿Y vivir eternamente? Cualquiera que tenga ojos puede ver que eso va contra natura. Imagínate un mundo lleno de ancianos, un mundo con pocos niños, un mundo en el que no hubiese esperanza de progresar en la vida porque cada cargo estaba ocupado por patriarcas que habían llegado allí siglos antes que tú. Eso no sería un paraíso, sería un infierno de cautela y conservadurismo, de ideas rancias y dichos de tendero, de viejos agravios y desaires recordados. ¿Tememos a la muerte? Por supuesto. Pero es la muerte la que crea espacio para el nacimiento, y el ciclo de la vida es tan natural como el subir y bajar de nivel de las aguas del Nilo. La muerte es nuestro último y más grande deber.
Esperamos un día para estar seguros de que los franceses no se habían quedado a esperarnos. Entonces, suponiendo que la falta de agua los había obligado a regresar a El Cairo, nos pusimos en marcha hacia el sur, viajando de noche para evitar lo peor del calor. Seguimos una ruta paralela al Nilo, pero nos mantuvimos muchos kilómetros hacia el este para evitar ser descubiertos; aunque costaba mucho subir a lo alto de aquellas colinas serpentinas. Nuestro plan era alcanzar a la columna principal de tropas de Desaix, donde cabalgaban Silano y Astiza. Yo perseguiría al conde como los franceses perseguían a los insurgentes mamelucos río arriba. Tarde o temprano rescataría a Astiza, y Ashraf podría vengarse de quienquiera que hubiese matado al pobre Enoc. Encontraríamos la vara de Min, descifraríamos el camino que llevaba al interior de la Gran Pirámide, y encontraríamos el largamente perdido Libro de Thoth, que pondríamos a salvo del oculto Rito Egipcio. Y entonces… ¿lo guardaríamos en un lugar secreto, lo destruiríamos o nos lo quedaríamos para nosotros? Ya cruzaría ese puente cuando llegara a él, como habría dicho el viejo Ben.
A lo largo de nuestro camino encontramos nidos de vida en el desierto, pese a todo. Un monasterio copto cuyos edificios rematados por cúpulas marrones brotaban como setas en un bosque de roca, un jardín de palmeras que prometía la presencia de un pozo. La costumbre mameluca de llevarse sus riquezas a la batalla reveló tener un propósito práctico: Ashraf había recuperado la bolsa que me arrojó y tenía monedas suficientes para comprar comida. Bebimos hasta la saciedad, compramos grandes odres de agua, y encontramos más pozos mientras seguíamos camino hacia el sur, espaciados como posadas en una calzada real invisible. Los frutos secos y el pan sin levadura eran simples pero te daban sustento, y mi compañero me enseñó a recubrirme los labios resecos con grasa de cordero para evitar que se me llenaran de ampollas. Empezaba a sentirme más cómodo en el desierto. La arena se convirtió en una cama, y mis holgadas vestimentas —lavadas del hedor a asno— atrapaban cada refrescante ráfaga de brisa. Allí donde antes yo sólo había visto desolación, ahora empezaba a ver belleza: había mil sutiles colores en las rocas sinuosas, todo un juego de luces y sombras contra la blancura de la caliza desmoronada por la erosión, y un magnífico vacío que parecía llenar el alma. La sencillez y la serenidad del desierto me recordaban a las pirámides.
De vez en cuando zigzagueábamos más cerca del Nilo, y Ashraf bajaba de noche a una aldea para hacer trueques como un mameluco por comida y agua. Yo me quedaba en lo alto de las colinas desérticas, desde donde podía divisar el sereno cinturón verde de las tierras de cultivo y el azul del río. A veces el viento me traía el sonido de un camello o el rebuzno de un burro, risas de niños o la llamada a la oración. Me sentaba en el límite, una presencia ajena que atisbaba dentro. Hacia el amanecer Ashraf regresaba conmigo, recorríamos unos cuantos kilómetros más y luego, cuando el sol asomaba sobre los riscos, quitábamos la arena a paletadas en lugares que conocía Ashraf y nos metíamos en viejas cuevas excavadas dentro de los riscos.
—Estas cuevas son tumbas de los antiguos —me explicaba Ash, mientras nos arriesgábamos a encender un pequeño fuego para cocinar lo que él nos había conseguido con sus trueques, usando carbón de leña comprado y haciendo bajar la comida con té—. Estas cavernas fueron abiertas hace miles de años. —Estaban medio llenas de la arena traída por el viento, pero aún eran magníficas. Columnas talladas como haces de papiros sostenían el techo de piedra. Murales de vivos colores decoraban las paredes. A diferencia del granito desnudo de la Gran Pirámide, allí había una representación de la vida en un lugar de muerte, pintada en un centenar de colores. Jóvenes que practicaban la lucha libre; muchachas que bailaban y jugaban; redes que traían bancos enteros de peces; viejos reyes envueltos en árboles de la vida, cada una de cuyas hojas representaba un año; animales que vagaban por bosques imaginarios; embarcaciones que flotaban sobre ríos pintados donde los hipopótamos emergían de las aguas y nadaban los cocodrilos. El aire estaba lleno de pájaros. No había calaveras o cuervos tenebrosos como en Europa o América, sino pinturas que evocaban un Egipto más rico, libre y feliz que el que yo estaba atravesando ahora.
—Parece como un paraíso en aquellos días —dije—. Verde, sin demasiada gente, rico y predecible. No percibes un miedo a la invasión, o un temor a los tiranos. Es como dijo Astiza, mejor entonces que en ningún tiempo posterior.
—En las mejores épocas toda la tierra estaba unida río arriba hasta la tercera o la cuarta catarata —estuvo de acuerdo Ashraf—. Navíos egipcios zarpaban desde el Mediterráneo hasta Asuán, y las caravanas traían riquezas desde Nubia y tierras como Saba y lo que ahora los francos llamáis Somalia. Las montañas daban oro y gemas. Monarcas negros traían marfil y especias. Los reyes cazaban al león en la franja del desierto. Y cada año las aguas del Nilo subían de nivel para regar el valle y renovarlo con limo, tal como está haciendo ahora. La crecida llegará a su apogeo aproximadamente en la fecha que dijiste indicaba tu calendario, el 21 de octubre. Cada año los sacerdotes observaban las estrellas y el zodíaco para saber cuáles serían los momentos óptimos en que sembrar y recoger la cosecha y medían el nivel del Nilo. —Señaló algunas de las pinturas—. Aquí la gente, incluso los más nobles, llevan ofrendas al templo para asegurar la continuidad del ciclo. Por todo el cauce del Nilo había hermosos templos.
—Y los sacerdotes aceptaban esas ofrendas.
—Sí.
—Por una inundación que tenía lugar cada año de todas formas.
Ashraf sonrió.
—Sí.
—Esa es la profesión que quiero tener. Predecir que las estaciones llegarán, que el sol saldrá en el cielo y recoger la gratitud del pueblo llano.
—Con la salvedad de que aquello no era predecible. Algunos años no había inundación, y entonces llegaba la hambruna. Probablemente entonces no querrías ser un sacerdote.
—Apuesto a que tenían preparada alguna buena excusa para la sequía y le pedían a la gente que doblara el tributo. —Siempre he tenido buen ojo para el trabajo fácil y podría imaginar su ordenado sistema. Miré a mi alrededor—. ¿Y qué es esta escritura? —pregunté señalando las inscripciones que había sobre algunas imágenes—. No reconozco la lengua. ¿Es griego?
—Copto —dijo Ashraf—. La leyenda cuenta que los primeros cristianos se escondieron de la persecución de los romanos en estas cavernas. Somos los últimos en una larga cadena de fugitivos.
Otra pared atrajo mi mirada. Se diría que era una cuenta de algo, una serie de marcas hechas en la antigua lengua que ninguno de nosotros podía leer. Algunas parecían bastante sencillas: una marca para indicar 1, tres para 3, y así sucesivamente. Había algo familiar en esas marcas y cavilé en ello mientras estábamos acostados sobre la arena traída por el viento a través de la entrada, que llenaba la mitad de la cueva. Entonces se me ocurrió. Saqué el medallón.
—Ash, mira esto. Este pequeño triángulo de muescas en mi medallón… ¡se parecen mucho a las marcas que hay en esa pared!
La mirada de Ash fue del medallón a la pared.
—Cierto. ¿Y qué?
¿Y qué? Esto podía cambiarlo todo. ¡Si mi intuición era acertada, el extremo inferior del medallón no pretendía representar una pirámide, sino que representaba números! ¡Yo llevaba conmigo algo que contenía alguna clase de suma! Los sabios podían ser unos lunáticos que sólo tenían ojos para las matemáticas, pero mis semanas de aguantarlos empezaban a dar su recompensa: había visto un patrón que de otra manera hubiese podido pasar por alto. Cierto, yo no les encontraba mucho sentido a los números; parecían ser una agrupación aleatoria de unos, doses y treses.
Pero cada vez estaba más cerca de resolver el misterio.
Después de muchos días y kilómetros, llegamos a lo alto de un risco de piedra caliza cerca de Nag Hammadi, donde el Nilo se curvaba alrededor del promontorio y los verdes campos en la otra orilla. Allí, al otro lado del río, vimos lo que buscábamos. La división de soldados franceses de Desaix, tres mil hombres y dos cañones, formaba una columna de más de un kilómetro y medio de largo que marchaba lentamente junto al Nilo. Desde nuestro punto de observación eran insectos en un lienzo intemporal, que reptaban a ciegas sobre un relucir de óleos. Fue en ese momento cuando comprendí la imposibilidad de la tarea que se habían impuesto los franceses. Entonces percibí finalmente la vastedad no sólo de Egipto, sino del África más allá, una interminable sucesión de paisajes que hacía que la división francesa pareciese tan insignificante como una pulga en un elefante. ¿Cómo podía aquel pequeño charco de hombres someter realmente a ese imperio del desierto, erizado de ruinas y lleno de tribeños montados a caballo? Era tan audaz como Cortés en México; sólo que Cortés tenía el corazón de un imperio al que apuntar, mientras que el pobre Desaix ya había capturado el corazón y ahora perseguía los brazos convulsos pero desafiantes, en un erial de arena. Su dificultad no era vencer al enemigo, sino encontrarlo.
Mi problema no era encontrar al enemigo, que tenía que estar en algún lugar de esa columna de soldados, sino cómo hacerle frente ahora que los franceses me consideraban un fuera de la ley. Astiza también estaba allí abajo, esperaba yo, pero ¿cómo podía hacerle llegar un mensaje? Mi único aliado era un mameluco; mi única vestimenta, túnicas árabes. Ni siquiera sabía por dónde empezar, ahora que teníamos la división a la vista. ¿Debería cruzar el río a nado y entrar al galope, exigiendo justicia? ¿O intentar asesinar a Silano desde detrás de una roca? ¿Y qué prueba tenía yo de que el conde realmente era mi enemigo? Si lo lograba, me ahorcarían.
—Ash, se me ocurre que soy como un perro que sigue un carro de bueyes, inseguro de qué voy a hacer con lo que persigo si logro alcanzarlo.
—Pues no seas un perro —dijo el mameluco—. ¿Detrás de qué andas realmente?
—La solución a mi acertijo, una mujer, venganza. Pero aún no tengo ninguna prueba de que Silano sea responsable de nada. Tampoco sé exactamente qué hacer con él. No temo encararme con el conde. Es sólo que no estoy seguro de cuál debería ser su merecido. Cabalgar a través del desierto ha sido más simple. El desierto está vacío. Carece de complicaciones.
—Y sin embargo, en última instancia a un hombre le es tan imposible ser uno con el desierto como a una embarcación ser una con el mar; ambos pasan sobre la superficie. El desierto es un lugar por el que atraviesas, no un destino, amigo mío.
—Y ahora nos acercamos al final del viaje. ¿Contará Silano con la protección del ejército? ¿Se me considerará como un fugitivo? ¿Y dónde estará acechando Ahmed bin Sadr?
—Sí, Bin Sadr. No veo a su banda allí abajo con los soldados.
A modo de respuesta, hubo un chasquido metálico sobre una roca cercana y el eco tardío del disparo de un arma de fuego. Una esquirla de roca voló por los aires y luego cayó al suelo.
—¿Ves como los dioses responden a todo? —observó Ashraf.
Me volví sobre mi silla. Al norte detrás de nosotros, desde las colinas de las que veníamos, había una docena de hombres. Vestidos con indumentaria árabe, montaban camellos y sus imágenes temblaban en el calor mientras se mecían con el trote de sus cabalgaduras. Su líder blandía algo demasiado largo para tratarse de un mosquete; una vara de madera, supuse.
—Bin Sadr, el diablo en persona —murmuré—. Mantiene alejados a los incursores para que no hostiguen a los franceses. Ahora nos ha visto.
Ashraf sonrió.
—¿Viene a mí tan tranquilamente, habiendo matado a mi hermano?
—La caballería tiene que haberle pedido que nos siguiera el rastro.
—Mala suerte para él, entonces. —El mameluco parecía estar listo para cargar.
—¡Ash, quieto! ¡Piensa! ¡No podemos atacar a una docena de hombres a la vez!
Me miró con desdén.
—¿Tienes miedo de unas cuantas balas?
Más nubecillas de humo se elevaron de los árabes que se aproximaban, y más surtidores de polvo brotaron de las rocas alrededor de nosotros.
—¡Sí!
Mi compañero alzó lentamente una de las mangas de su túnica, para revelar la tela limpiamente agujereada por una bala que casi había dado en el blanco. Sonrió.
—Sentí el viento de esta. Bien, en tal caso sugiero que huyamos.
Picamos espuelas y partimos al galope, para descender por la parte de atrás del risco y alejarnos del Nilo en un desesperado esfuerzo por interponer la mayor distancia posible y ponernos a cubierto. Nuestros caballos podían ir más deprisa que un camello en una galopada, pero los dromedarios tenían más resistencia. Podían pasar una semana sin agua, y luego beber un volumen de ella que mataría a cualquier otro animal. A la caballería francesa la habíamos dejado atrás sin problemas. Aquellos guerreros del desierto tal vez se mostrarían más persistentes.
Entramos al galope en un valle lateral, donde nuestros caballos se las vieron y se las desearon para no perder el equilibrio mientras los guijarros volaban en torno a sus cascos, y luego llaneamos en una frenética galopada, mientras intentábamos ignorar el nervioso ulular y los disparos ocasionales de nuestros perseguidores. Los beduinos no nos perdían de vista y la estela del polvo que levantaban flotaba tras ellos, suspendida en el aire inmóvil.
Durante una hora los mantuvimos a una buena distancia de nosotros, pero con el calor y la falta de agua nuestras monturas empezaron a cansarse. Llevaban días con poco que beber y sin que les diéramos de pastar, y lo acusaban. Subimos a lo alto de un risco calcinado por el sol y luego bajamos por el otro lado, con la esperanza de que eso confundiría a nuestros perseguidores; pero el polvo que levantábamos marcaba nuestra posición como un faro.
—¿Puedes frenarlos un poco? —me preguntó Ash finalmente.
—Estoy seguro de que puedo darles. Pero a la velocidad que vienen sólo podré hacer un buen disparo. Se tarda casi un minuto en recargar.
Nos detuvimos en una elevación del terreno y empuñé el rifle largo que llevaba colgado a través de la espalda. Su correa no había dejado de morderme el hombro durante quinientos kilómetros, pero ni por un solo instante sentí la tentación de librarme de aquel peso reconfortante. Mi rifle no se quejaba nunca y era mortífero. Así que ahora tomé puntería a través de mi silla de montar, la mira centrada en Bin Sadr porque sabía que matarlo pondría fin a la persecución. Estaba a sus buenos cuatrocientos pasos de distancia. No había viento, el aire era muy seco, un blanco que cargaba hacia mí…, y suficiente calor para que su imagen se estremeciese como una bandera que ondea. Maldición, ¿dónde estaba Bin Sadr exactamente? Apunté alto para compensar la caída de la bala, apreté el gatillo y disparé, con una detonación que hizo estremecer a mi caballo.
La bala tardó un buen rato en llegar. Entonces el camello rodó por el suelo.
¿Le había dado a Bin Sadr? Los beduinos que nos perseguían habían detenido sus monturas para formar un ansioso círculo, y los oímos gritar de consternación mientras hacían unos cuantos disparos pese a que estábamos fuera del alcance de los mosquetes. Salté a la grupa de mi montura y galopamos tan deprisa como pudimos, con la esperanza de que haber comprado al menos un poco de tiempo. Ash miró atrás.
—Tu amigo ha empujado a uno de sus compañeros fuera de su camello y lo está montando. El guerrero que se ha quedado sin camello cabalgará con otro. Ahora serán más cautelosos.
—Pero Bin Sadr ha sobrevivido. —Nos detuvimos y volví a cargar mi rifle, aunque eso nos costó la mayor parte de la pequeña ventaja que habíamos conseguido. No quería verme enzarzado en un tiroteo, porque enseguida los tendríamos encima mientras yo recargaba—. Y siguen viniendo.
—Eso parece.
—Ash, no podemos hacerles frente a todos.
—Parece que no.
—¿Qué harán si nos capturan?
—Antes, sólo violarnos y matarnos. Pero ahora que has matado al camello de Bin Sadr, sospecho que nos violarán, nos atarán desnudos a unas cuantas estacas clavadas en el suelo del desierto y usarán escorpiones para atormentarnos mientras la sed y el sol nos matan poco a poco. Si tenemos suerte, una cobra nos encontrará primero.
—No me dijiste que nos harían todo eso antes de que disparara.
—No me dijiste que le darías al camello, no al hombre.
Entramos en un tortuoso desfiladero, con la esperanza de que no terminaría en un callejón sin salida como aquel en el que habíamos cavado buscando agua. Un arroyo seco o uadi le daba un suelo arenoso, y el cauce serpenteaba como una culebra. Pero el rastro que dejábamos no podía ser más obvio, y nuestros caballos tenían los flancos cubiertos de espuma.
—No voy a darle el medallón, ¿sabes? No, después de Talma y Enoc. Lo enterraré, me lo comeré o lo tiraré por un agujero.
—No cabalgaría contigo si pensara que fueras a dárselo.
El desfiladero terminaba en una empinada ladera de cascotes que subía hasta el borde del promontorio. Desmontamos y tiramos de las riendas, obligando a subir a nuestras exhaustas monturas. Estas avanzaron de mala gana unos cuantos metros sin dejar de sacudir la cabeza, y cuando ya no pudieron más se encabritaron y empezaron a dar coces. Nosotros estábamos tan exhaustos y trastornados como ellas. Resbalamos por la ladera, las riendas cada vez más tensas en nuestras manos. Por muy fuerte que tirásemos de ellas, nuestras monturas nos arrastraban hacia atrás.
—¡Tenemos que ir por otro camino! —grité.
—Es demasiado tarde. Si volvemos atrás nos toparemos con Bin Sadr. Dejémoslas marchar. —Las riendas volaron de nuestras manos y nuestros caballos bajaron al galope por la ladera, huyendo en la dirección por la que se aproximaban los árabes.
Quedarse sin montura en el desierto equivalía a la muerte segura.
—Estamos perdidos, Ashraf.
—¿Los dioses no te dieron dos piernas y los sesos para usarlas? Ven, que el destino no nos ha llevado hasta tan lejos para librarse de nosotros ahora. —Empezó a subir por la ladera en el preciso instante en que los árabes doblaban el último recodo del camino detrás de nosotros, gritaban de triunfo y empezaban a hacer nuevos disparos. Fragmentos de roca hicieron explosión detrás de nosotros allí donde daba cada bala, y eso me dio una energía de la que no me sabía poseedor. Afortunadamente, nuestros perseguidores tenían que detenerse a recargar mientras nosotros subíamos pendiente arriba, y lo empinado de la ladera también sería un reto para los camellos. Escalamos el repecho final de la última colina y miramos alrededor, agotados y sin aliento. Era un paisaje de desolación, sin un solo ser vivo a la vista. Troté hasta el borde del siguiente desfiladero…
Y me detuve asombrado.
Allí, en una pequeña hondonada del terreno, había una masa de gente.
Agazapados, los blancos de sus ojos como un campo de ágatas, había al menos cincuenta negros; o habrían sido negros si no estuvieran cubiertos por el mismo fino polvo egipcio que nos recubría a nosotros. Estaban desnudos, llenos de llagas y moscas, y los habían unido con cadenas, tanto a los hombres como a las mujeres. Sus grandes ojos me miraban fijamente como desde máscaras de maquillaje escénico, tan atónitos de vernos como nosotros de verlos a ellos. A su lado había media docena de árabes con látigos y armas de fuego. ¡Negreros!
Los traficantes de esclavos permanecían agazapados con sus víctimas, sin duda perplejos por todo aquel tiroteo. Ashraf gritó algo en árabe y ellos respondieron, un excitado parloteo de voces. Pasado un instante, Ashraf asintió.
—Bajaban por el Nilo y vieron a los franceses. Bonaparte ha estado confiscando las caravanas y liberando a los esclavos. Así que subieron aquí para esperar a que hubieran pasado Desaix y su ejército. Entonces oyeron disparos. Están confusos.
—¿Qué deberíamos hacer?
Como réplica, Ash alzó su mosquete y disparó tranquilamente. La bala se incrustó en el pecho del líder de la caravana de esclavos y el hombre cayó de espaldas sin una palabra, con los ojos desorbitados por la conmoción; su cuerpo aún no había tocado el suelo cuando el mameluco ya disparaba las dos pistolas que acababa de empuñar, dándole en la cara a uno de los traficantes de esclavos y a otro en el hombro.
—¡Lucha! —gritó mi compañero.
Un cuarto esclavista se disponía a empuñar su pistola cuando lo maté sin pararme a pensar. Mientras tanto, Ash ya había desenvainado su espada y se lanzaba a la carga. En cuestión de segundos el hombre herido y un quinto esclavista estaban muertos, y el sexto corría por su vida para huir por donde había venido.
El súbito estallido de ferocidad de mi amigo me dejó estupefacto.
El mameluco fue hacia el líder, limpió su espada en las ropas del muerto y lo registró. Se incorporó con un aro de llaves.
—Estos esclavistas son unas alimañas —dijo—. No capturan a sus esclavos en la batalla, sino que los compran por unas cuantas baratijas y se enriquecen con la miseria. Merecen morir. Recarga nuestras armas mientras yo les quito los grilletes.
Los negros se pusieron a gritar, y hubo tal agitación de empujones y codazos entre ellos que acabaron enredados en sus propias cadenas. Ash encontró a un par que hablaban árabe y dio unas cuantas órdenes. Los dos esclavos asintieron y les gritaron algo en su lengua a los demás. El grupo se calmó lo suficiente para permitir que los liberáramos, y luego a la indicación de Ash recogieron obedientemente las armas de los árabes, que yo recargué, y piedras.
Ashraf me sonrió.
—Ahora tenemos nuestro propio pequeño ejército. Te dije que los caminos de los dioses son inescrutables, ¿verdad? —Con una seña, llevó a nuestros nuevos aliados hasta lo alto del risco. Nuestra cuadrilla de perseguidores árabes tenía que haberse detenido en cuanto oyó los sonidos de combate al otro lado de la colina; pero ahora ya subían hacia nosotros, seguidos de bastante mala gana por los camellos que llevaban cogidos de las riendas. Ash y yo emergimos de entre las rocas y los secuaces de Bin Sadr gritaron tan triunfalmente como si acabaran de divisar un ciervo herido. Debíamos de parecer muy solos ante el pálido azul de la línea del cielo.
—¡Entrega el medallón y prometo que no os haré ningún daño! —gritó Bin Sadr en francés.
—Como si fuera a creerme tus promesas —musité.
—¡Pide clemencia o arderás como hiciste arder a mi hermano! —gritó Ashraf.
Y entonces cincuenta negros recién liberados aparecieron en lo alto del risco para formar una línea a cada lado de nosotros. Los árabes se detuvieron, perplejos, sin entender que habían entrado en una trampa. Ash ladró una seca orden y los negros soltaron un gran grito. El aire se llenó de piedras y trozos de cadena. Mientras tanto, nosotros dos disparamos, y Bin Sadr y otro hombre se desplomaron. Los negros nos pasaron las armas de fuego de los esclavistas muertos para que las disparáramos también. Beduinos y camellos, acribillados de rocas y metal, se pegaron al suelo entre gritos y gemidos de indignación y terror. Nuestros perseguidores bajaron a toda prisa por la empinada ladera entre una pequeña avalancha de cascotes, la puntería irremediablemente echada a perder por lo precario de su posición. Las piedras que les arrojaban los negros fueron tras ellos, una lluvia de meteoritos de frustración súbitamente liberada. Matamos o herimos a varios en su confusa desbandada, y cuando los supervivientes se agruparon en un pequeño corro junto a la base del cañón, alzaron la mirada hacia nosotros como perros que acaban de padecer un severo castigo.
Bin Sadr se agarraba un brazo.
—El diablo siempre sabe cuidar de los que le sirven —gruñí—. Sólo lo he herido.
—Recemos porque se le infecte la herida —dijo Ashraf.
—¡Gage! —gritó Bin Sadr en francés—. ¡Dame el medallón! ¡Ni siquiera sabes para qué sirve!
—¡Dile a Silano que se vaya al infierno! —grité yo a modo de respuesta. Los ecos de nuestras palabras resonaban a lo largo del desfiladero.
—¡Te daremos a la mujer!
—¡Dile a Silano que voy a ir por ella!
Los ecos se desvanecieron. Los árabes aún tenían más armas de fuego que nosotros, y a mí no me seducía nada la idea de encabezar a los esclavos liberados para librar una encarnizada batalla ahí abajo. Bin Sadr sin duda también estaba sopesando las posibilidades. Reflexionó en silencio, y luego montó trabajosamente. Sus seguidores también subieron a sus camellos.
Bin Sadr empezó a alejarse sin ninguna prisa, y de pronto hizo volver grupas a su camello y levantó la vista hacia mí.
—¡Quiero que sepas que tu amigo Talma gritó antes de morir! —dijo. La palabra «morir» reverberó en el desierto, con un sinfín de ecos que rebotaban contra las rocas.
Bin Sadr ya estaba fuera del alcance de mi rifle, pero aún podía centrarlo en mi mira. Disparé impulsado por la frustración, y la bala levantó una nubecilla de polvo treinta metros detrás de él. Bin Sadr rio, el sonido amplificado en el desfiladero, y luego se alejó al trote con los compañeros que le quedaban por el camino que habían seguido al venir.
—Tú también lo harás —murmuré.
Con nuestros caballos perdidos de vista, cogimos dos de los camellos de los traficantes de esclavos y dimos los otros cuatro a los negros liberados. Había suficientes provisiones para que el grupo pudiera iniciar el largo camino de regreso a su tierra natal, y también les dimos las armas de fuego capturadas para que pudieran cazar y mantener a raya a los esclavistas que sin duda intentarían volver a capturarlos. Les enseñamos cómo cargar y disparar, tarea que aprendieron con celeridad. Luego se agarraron a nuestras rodillas para darnos las gracias tan fervientemente que al final tuvimos que apartarles las manos. Los habíamos rescatado, cierto, pero ellos también nos habían rescatado a nosotros. Ashraf les dibujó una ruta a través de las colinas del desierto que los mantendría alejados del Nilo hasta que hubieran rebasado la primera catarata. Luego ellos siguieron su camino y nosotros seguimos el nuestro.
Era mi primera vez a lomos de un camello, una bestia ruidosa, malhumorada y más bien fea provista de su propia comunidad de pulgas y piojillos. Pero lo habían adiestrado bien y era razonablemente dócil, y llevaba un hermoso arnés de vivos colores. Siguiendo las instrucciones de Ash, me encaramé a su grupa cuando el camello se sentó en el suelo, y luego me agarré al pomo de la silla cuando se levantó con una lenta oscilación. Unos cuantos gritos de «¡Hut, hut!» y se puso en movimiento, para seguir a la bestia de Ash. Había un rítmico bamboleo al que tardabas un tiempo en acostumbrarte, pero no era del todo desagradable. Sentías como si fueras en un bote mecido por las olas. Ciertamente serviría hasta que volviese a encontrar un caballo, y tenía que alcanzar a la fuerza expedicionaria francesa antes de que lo hiciera Bin Sadr. Seguimos la cresta del risco hasta un punto desde el que se divisaba uno de los transbordadores del Nilo, y a continuación descendimos para pasar al lado del río por el que avanzaba Desaix.
En la otra orilla cruzamos el rastro que dejaba el ejército, fuimos a través de un bosquecillo de plataneros y finalmente volvimos a entrar en el desierto por el oeste y fuimos hacia unas pequeñas colinas, describiendo un círculo alrededor de ellas en dirección al flanco del ejército. La tarde llegaba a su fin cuando volvimos a divisar la columna, acampada a lo largo del oscuro curso del Nilo. Las sombras de las palmeras datileras peinaban el suelo.
—Si seguimos adelante ahora, podremos entrar en sus líneas antes del ocaso —dije.
—Un buen plan. Adelante con él, amigo mío.
—¿Qué? —Yo estaba perplejo.
—He hecho lo que tenía que hacer. Te he librado de la cárcel y te he traído hasta aquí, ¿no?
—Más de lo que deberías. Estoy en deuda contigo.
—Como yo lo estoy contigo por haberme dado mi libertad, tu confianza y tu compañía. Hice mal en culparte de la muerte de mi hermano. El mal llega, ¿y quién sabe por qué? Existen fuerzas duales en el mundo, eternamente en tensión. El bien debe combatir al mal, eso es una constante. Y nosotros lo combatiremos, pero cada uno a su propia manera, porque ahora he de ir con mi gente.
—¿Tu gente?
—Bin Sadr tiene demasiados hombres para que pueda enfrentarme a él solo. Aún soy un mameluco, Ethan Gage, y en algún lugar del desierto está el ejército fugitivo de Murad Bey. Mi hermano Enoc se mantuvo con vida hasta que llegaron los franceses; y temo que muchos más morirán hasta que esta presencia extranjera sea expulsada de mi país.
—Pero Ashraf, yo formo parte de ese ejército.
—No. Tú tienes tan poco de franco como un mameluco. Eres algo extraño y fuera de lugar, americano, enviado aquí para servir al propósito de los dioses. No estoy seguro de cuál es el papel que has elegido interpretar, pero siento que debo dejarte solo para que lo hagas, y algo me dice que el futuro de Egipto depende de tu coraje. Así que ve a reunirte con tu mujer y haz lo que sus dioses te piden que hagas.
—¡No! ¡Éramos algo más que meros aliados, hemos llegado a ser amigos! ¿Verdad que hemos llegado a serlo? ¡Y ya he perdido a demasiados amigos! Necesito tu ayuda, Ashraf. ¡Venga a Enoc conmigo!
—La venganza llegará cuando los dioses lo quieran. Si no, Bin Sadr hubiese muerto hoy, porque tú rara vez fallas el blanco. Sospecho que él tiene otro destino, quizá más terrible. Mientras tanto, lo que necesitas es lo que ese conde Silano ha venido aquí a encontrar, y cumplir tu destino. Lo que suceda en los futuros campos de batalla no podrá alterar el vínculo que hemos creado a lo largo de todos estos días. La paz sea contigo, amigo, hasta que encuentres lo que quiera que andas buscando.
Y con esas palabras él y su camello desaparecieron hacia el sol poniente; y yo me puse en camino, más solo que nunca, para encontrar a Astiza.