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o había abismo más grande entre el ejército invasor francés y los egipcios que el tema de las mujeres. Para los musulmanes, los arrogantes francos estaban dominados por groseras hembras europeas que combinaban el exhibirse vulgarmente con imperiosas exigencias para poner en ridículo a todo hombre que entraba en contacto con ellas. Los franceses, a su vez, pensaban que el Islam encerraba a su mayor fuente de placer en suntuosas pero tristes prisiones, con lo que se privaba a sí mismo del titilante ingenio de la compañía femenina. Si los musulmanes pensaban que los franceses eran esclavos de sus mujeres, los franceses pensaban que los musulmanes tenían miedo de las suyas. La situación se tornó aún más tensa por la decisión de algunas mujeres egipcias de iniciar relaciones con los conquistadores y ser exhibidas, sin velo, con los brazos y el cuello al descubierto, en los carruajes de los oficiales. Esas nuevas amantes, aturdidas por las libertades que les habían otorgado los franceses, saludaban alegremente a las ventanas ocultas por separaciones ante las que trotaban sus carruajes. «¡Mirad nuestra libertad!», gritaban. Los imanes pensaban que éramos una influencia corruptora, los sabios pensaban que los egipcios eran medievales y los soldados simplemente querían los placeres de la cama. Aunque estaban bajo órdenes estrictas de no molestar a las mujeres musulmanas, no había ninguna prohibición similar contra pagar por ellas, y algunas estaban más que dispuestas a ser compradas. Otras damiselas egipcias defendían su virtud como vírgenes vestales y se negaban a conceder sus favores, a menos que un oficial prometiera matrimonio y vida en Europa. El resultado era una gran cantidad de fricciones y malentendidos.

La vestimenta como de saco de trigo que llevaban las mujeres musulmanas, pensada para controlar el deseo masculino, hacía objeto a cada hembra que pasaba, su edad y su silueta desconocidas, de una intensa especulación entre los soldados franceses. Yo no era inmune a tales discusiones, y en mi imaginación las glorias de la población femenina que moraba en la casa de Yusuf eran alimentadas por historias de Sherezade y Las mil y una noches. ¿Quién no había oído hablar del célebre serrallo del sultán en Estambul? ¿O de las hábiles concubinas y los eunucos castrados de aquella extraña sociedad, en la que el hijo de un esclavo podía crecer para llegar a ser un señor? Era un mundo que me esforzaba por entender. La esclavitud había llegado a ser una forma que los otomanos tenían de inyectar lealtad y sangre nueva en una sociedad traicionera y anquilosada; la poligamia había llegado a ser una recompensa a la lealtad política; la religión había llegado a ser un sustituto del esforzarse por intentar mejorar tus condiciones materiales. Y la lejanía de las mujeres islámicas las volvía aún más deseadas.

¿Seguía el medallón entre las paredes de un harén, aunque Astiza ya no lo estuviese? Esa era mi esperanza. Astiza había persuadido a sus captores de que yo aún tenía el medallón, y luego había dejado un mensaje para que me fuese entregado en cuanto llegara. Qué mujer más inteligente. Encontré un hueco en un callejón donde esconder temporalmente mi rifle, que cubrí con mi alfombra, y fui a comprar una cuerda y provisiones. Si Astiza estaba prisionera de Silano, quería recuperarla. Ella y yo no habíamos llegado a tener una auténtica relación, pero aun así sentí una mezcla de celos, deseo de protección y soledad que me sorprendió. Astiza era lo más aproximado a una verdadera amistad que tenía yo. Ya había perdido a Talma, Enoc y Ashraf. No quería ni pensar en lo que iba a ser de mí si la perdía a ella también.

Mi tez europea bajo vestimenta árabe sólo atraía fugaces miradas distraídas, dado que el Imperio otomano era un arco iris de colores. Entré en el oscuro dédalo de corredores del bazar de Khan al-Khalili, el aire impregnado por los olores del hachís y el carbón de leña, las especias distribuidas en pilas que formaban brillantes pirámides de verde, amarillo y naranja. Después de comprar comida, una cuerda y una manta para las noches del desierto, llevé esos suministros a mi depósito improvisado y volví a partir para conseguir un caballo o un camello con el último dinero que me quedaba. Nunca había montado en este último, pero sabía que tenían más aguante para una persecución larga. La mente me hervía de preguntas. ¿Sabía Bonaparte que Silano se había llevado a Astiza? ¿Andaba el conde tras las mismas claves que yo? Si el medallón era una llave, ¿dónde estaba la cerradura? En mi premura y preocupación, me tropecé con una patrulla francesa antes de recordar que debía ocultarme entre las sombras.

Los sudorosos soldados ya casi me habían dejado atrás cuando su teniente se sacó súbitamente un papel de debajo del cinturón, me miró y dio la orden de alto.

—¿Ethan Gage?

Fingí no entender.

Media docena de cañones de mosquete se elevaron, en un movimiento que no necesitaba traducción.

—¿Gage? Sé que sois vos. No intentéis huir, o seréis abatido de un disparo.

Tan pronto me puse bien recto, me descubrí la cabeza e intenté un farol.

—Os ruego que no delatéis mi identidad, teniente. Estoy en una misión para Bonaparte.

—Al contrarío, estáis arrestado.

—Sin duda cometéis un error.

El teniente miró la imagen en su papel.

—Denon hizo un rápido esbozo vuestro y el parecido es bastante bueno. Ese hombre tiene talento.

—Me dispongo a volver a la pirámide para proseguir mis estudios…

—Se os busca para investigación en el asesinato del erudito e imán Qelab Almani, quien también se hace llamar con el nombre de Enoc, o Hermes Trismegisto. Os vieron salir corriendo de su casa con un rifle y una pequeña hacha.

—¿Enoc? ¿Estáis loco? Estoy intentando resolver su asesinato.

El teniente volvió a leer.

—También estáis arrestado por ausentaros de las pirámides sin permiso, insubordinación, y por no llevar el uniforme.

—¡Soy un sabio! ¡No tengo uniforme!

—¡Manos arriba! —Sacudió la cabeza—. Vuestros crímenes os han superado, americano.

Me llevaron a un cuartel mameluco reconvertido en prisión militar. Allí las autoridades francesas intentaban clasificar a los insurgentes, pequeños criminales, desertores, estraperlistas y prisioneros de guerra que había traído la invasión. Pese a mis protestas fui arrojado a una celda con un muestrario políglota de ladrones, charlatanes y bribones de toda clase. Me sentí como si volviera a estar en un salón de juego en París.

—¡Exijo saber qué cargos se me imputan! —grité.

—Ser un inútil que no sirve para nada —gruñó el sargento que cerró la puerta.

El absurdo de encarcelarme por la muerte de Enoc sólo se veía superado por la calamidad de faltar a mi cita nocturna en el muro sur de la casa de Yusuf. Quienquiera que había dejado caer el ojo de Horus probablemente no tenía muchas ocasiones de ayudar a un extranjero del sexo masculino a acceder al harén. ¿Qué pasaría si se daba por vencido, y el medallón se perdía o era vendido? Mientras tanto, si Astiza estaba en manos de Silano y era llevada hacia el sur por la expedición de Desaix hasta el Alto Egipto, se alejaba un poco más de mí a cada hora que pasaba. En el único momento de mi vida en que no tenía un segundo que perder, me veía inmovilizado. Era para volverse loco.

Un teniente apareció al fin para introducir mi nombre en los libros de registro de la prisión.

—Al menos conseguidme una entrevista con Bonaparte —supliqué.

—Más vale que os mantengáis lejos de su vista, a no ser que queráis ser fusilado de inmediato. Se os considera sospechoso de asesinato debido a comunicados anteriores que hablan de la muerte de una cortesana en París. Algo sobre deudas impagadas, también… —Estudió sus papeles—. ¿Una casera llamada madame Durrell?

Gemí para mis adentros.

—¡Yo no maté a Enoc! ¡Descubrí su cuerpo!

—¿Y comunicasteis la muerte sin más dilación? —Su tono era tan cínico como mis acreedores.

—Escuchad, toda la expedición podría verse amenazada si no completo mi trabajo. El conde Silano intenta monopolizar importantes secretos.

—No intentéis difamar a Silano. Fue él quien suministró las declaraciones juradas de madame Durrell y un farolero sobre la clase de hombre que sois. Predijo vuestra predilección por la conducta desviada. —Volvió a leer—. Tenéis todas las características de un sádico.

Bien. Mientras yo sostenía una cinta métrica en las pirámides, Silano había puesto manos a la obra en El Cairo para dar realce a mi reputación.

—Tengo derecho a una representación legal, ¿no?

—Un abogado del ejército debería venir a veros dentro de una semana.

¿Me habrían echado una maldición? ¡Menuda ayuda para mis enemigos que me hallara entre rejas, incapaz de seguir al conde, rebatir los cargos o asistir a mi cita nocturna en el harén de Yusuf! El sol entraba en un ángulo muy bajo por la diminuta ventana de la celda, y la cena parecía consistir en un mísero puré de guisantes y lentejas. Nuestra bebida era agua de barril pasada; nuestro retrete, un cubo.

—¡Necesito una audiencia ahora mismo!

—Es posible que se os devuelva a París para que afrontéis los cargos allí.

—¡Esto es de locos!

—Mejor la guillotina allí que un pelotón de fusilamiento aquí, ¿no? —El teniente se encogió de hombros y se fue.

—¿Mejor en qué sentido? —le grité a su espalda que se alejaba, y me dejé caer al suelo.

—Toma un poco de puré —dijo un soldado, un aspirante a empresario al que habían pillado cuando intentaba vender un cañón a una chatarrería—. El desayuno es peor.

Bueno, yo había jugado y perdido, ¿no? Si no podía perder en París, no conseguía hacerme con una sola carta buena aquí. Claro que si hubiera hecho caso de las homilías de Franklin, ahora tendría una profesión honesta, pero su «acostarse temprano, levantarse temprano» parecía completamente contrario a mi naturaleza. Una de las cosas que me gustaban de Franklin era que no siempre seguía sus propios consejos. Incluso cuando ya estaba a punto de cumplir los ochenta, siempre optaba por pasarlo bien si había una hermosa dama a la vista.

No tardó en oscurecer. A cada momento, Astiza estaba más lejos.

Fue mientras me hundía un poco más en el pozo de la desesperación, con un pequeño conducto lateral de autocompasión y una verdadera mina de lamentaciones —al tiempo que intentaba ignorar el hedor de mis compañeros de celda—, cuando oí un siseo procedente de la ventana de la celda.

—¡Ethan!

¿Y ahora qué?

—¿Ethan? —La voz hablaba bajo y sonaba muy preocupada—. ¿El americano? ¿Está ahí?

Me abrí paso a través de mis compañeros de infortunio y pegué la cara a la pequeña abertura.

—¿Quién es?

—Soy Ashraf.

—¡Ash! ¡Creía que me habías abandonado!

—Recapacité. Sé que mi hermano querría que te ayudara. Tú y la sacerdotisa sois la única esperanza de mantener a salvo los secretos que él dedicó su vida a proteger. ¡Y entonces oí decir que te habían arrestado! ¿Cómo has conseguido meterte en tantos líos tan rápidamente?

—Es un talento que tengo.

—Ahora tengo que sacarte de ahí.

—Pero ¿cómo?

—Aléjate todo lo que puedas de la ventana, por favor. Y tápate los oídos.

—¿Qué?

—Echarse al suelo también podría ser una buena idea. —Ashraf desapareció.

Bueno, eso era ominoso. Los mamelucos tenían una manera muy directa de hacer las cosas. Me abrí paso a empujones hasta el rincón opuesto de la celda y me dirigí a los otros en la penumbra.

—Me parece que está a punto de suceder algo realmente espectacular. Haced el favor de venir a este lado de nuestro apartamento.

Nadie se movió.

Así que lo volví a intentar.

—Tengo un poco de hachís, y si sois tan amables de venir aquí…

Mis compañeros de celda formaron un magnífico escudo justo antes de que se oyera una terrible detonación. La pared de la celda debajo de la ventana salió despedida hacia dentro con una lluvia de piedras, y una bala de cañón voló sobre nuestras cabezas para estrellarse contra la puerta de madera y hierro. La puerta se flexionó, tembló y se desprendió limpiamente del marco para caer al suelo del pasillo con un estruendo metálico. La bala de cañón estaba incrustada en la madera como una pasa en un bollo. Los ocupantes de la celda yacíamos en un confuso montón conmigo arriba de todo, los oídos zumbándome y el aire lleno de polvo. Pero yo sabía reconocer la ocasión cuando la veía.

—¡Ahora! ¡Antes de que venga el alguacil! —grité.

Mientras los demás se levantaban del suelo y salían en tromba al pasillo, me arrastré en sentido contrario y salí de la celda por el agujero que Ash acababa de abrir en la pared. El mameluco me esperaba agazapado en las sombras. Llevaba un mosquete colgado del hombro, dos pistolas metidas en el fajín y una espada a la cintura. Reconocí las armas que le había confiscado cuando fue capturado. Bueno, adiós a mis trofeos.

—¿De dónde diablos has sacado un cañón?

—Estaba en el patio de aquí atrás, requisado como evidencia.

—¿Evidencia? Ah, sí, el soldado que intentó vendérselo a un chatarrero. ¿Lo dejaron cargado?

—Para usarlo contra los prisioneros, si trataban de escapar.

Hubo disparos de mosquete, y corrimos.

Corrimos por las oscuras calles como un par de ladrones, y recuperamos mis armas, cuerda y provisiones de donde las había escondido. Luego nos dedicamos a seguir con la mirada a la luna por el cielo, a la espera de que llegase la hora fijada. Mientras íbamos sigilosamente hacia el muro sur de la casa de Yusuf yo no estaba muy seguro de qué podía esperar. La gran puerta de madera que cerraba la entrada separada al harén de las mujeres en la parte de atrás era muy gruesa y tenía un gran cerrojo de hierro. No había manera de entrar por ahí. Así que lo único que pude hacer fue aguardar en silencio bajo una ventana del muro sur, con la esperanza de que ninguna de las patrullas francesas que recorrían la ciudad se tropezara con nosotros.

—Ahora también te he convertido a ti en fugitivo —susurré.

—Los dioses no te permitirían vengar la muerte de mi hermano por tu cuenta.

La noche se alargaba, y yo no veía ni oía nada desde las ventanas protegidas con separaciones que había arriba. ¿Llegaba demasiado tarde para la cita? ¿Había sido descubierta mi informante? Impulsivo e impaciente, al final me saqué del bolsillo el ojo dorado de Horus y lo arrojé hacia arriba en dirección a la abertura. Para mi sorpresa, no volvió a caer.

Lo que hizo fue bajar poco a poco sujeto a una hebra sedosa que descendió lentamente. Até mi cuerda a la hebra y vi cómo era izada hacia lo alto. Esperé un momento para que fuese atada, tiré de ella a modo de comprobación y planté los pies en la pared.

—Espera aquí —le dije a Ashraf.

—¿Piensas que mis ojos no son tan curiosos como los tuyos?

—El experto en mujeres soy yo. Tú sostén el rifle.

La ventana del harén quedaba a unos quince metros del suelo, y la portilla en su separación era justo lo bastante grande para que yo pudiera meter la cabeza y los hombros. Jadeando a causa de la expectación y el ejercicio, me escurrí por ella, con mi tomahawk en el cinturón. Después de todos los disgustos que me había deparado el día, estaba más que listo para usarlo.

Afortunadamente, unos brazos jóvenes y esbeltos me ayudaron a acabar de entrar en la habitación, y me pusieron de bastante mejor humor. Por lo que vi, mi anónima ayudante era bonita y joven, y estaba decepcionantemente vestida, incluso velada. Pero sus ojos almendrados habrían bastado para hacer que un hombre se enamorase de ella, así que quizás hubiera algo de método en la locura musulmana después de todo. El dedo de la joven fue al lugar donde estarían sus labios, en un gesto que me pedía silencio. Me entregó un segundo trozo de papel y susurró:

—Astiza.

¿Fayn? —pregunté—. ¿Dónde?

Ella sacudió la cabeza y señaló el papel. Lo abrí.

«Está oculto para ser visto», decía en mi lengua, escrito con la letra de Astiza.

¡Así que no se había llevado el medallón! Miré a mi alrededor y reparé en media docena de ojos que no dejaban de mirarme, como animales desde un bosque. Algunas de las mujeres del harén estaban silenciosamente despiertas, pero al igual que mi joven guía iban vestidas para la calle, y eran tímidas como ciervas. Todas se llevaron los dedos a sus labios velados. El gesto no podía estar más claro.

Mis fantasías sobre estanques de límpidas aguas, desfiles de damiselas y diáfanas vestimentas se vieron decepcionadas. Las estancias del harén parecían más sencillas y abarrotadas que las salas públicas que yo había visto, y ninguna de sus ocupantes parecía acicalarse para la próxima visita nocturna de Yusuf. Era, comprendí, simplemente un ala segregada en la que las mujeres podían cocinar, coser y cotillear sin ninguna intrusión en el territorio masculino.

Me miraban con miedo y fascinación.

Recorrí la penumbra de sus alojamientos en busca del medallón. ¿Oculto para ser visto? ¿Se referiría a una ventana? Todas estaban protegidas con separaciones mashrabiyya. El harén tenía una gran sala central y un dédalo de estancias más pequeñas, cada una de ellas con una cama por hacer, un arcón en el que guardar la ropa y clavijas de las que colgaban prendas, algunas reveladoras y otras ocultadoras. Era un mundo del revés: todo el color vuelto hacia dentro, todo pensamiento confinado, todo placer encerrado.

¿Dónde lo habría escondido Astiza? Dentro de un zapato, un cañón, un orinal. Ninguno de esos sitios era «oculto para ser visto», me parecía a mí. Me incliné para levantar la colcha de una cama, pero la joven que me hacía de guía detuvo mi mano. Esperaban que fuese yo el que diera con él, comprendí, como demostración de que sabía lo que buscaba. Y entonces la obviedad de mi tarea me quedó clara. Me incorporé y paseé la mirada a mi alrededor con mayor osadía. Oculto a la vista de todos, había querido decir Astiza. Alrededor de un cuello, encima de una mesa, en…

Un estante para dejar las joyas.

Si existe una cosa universal en la cultura humana, es el amor al oro. Lo que aquellas mujeres jamás exhibirían en la calle se lo pondrían sobre la piel para Yusuf y las unas para las otras: anillos, monedas, brazaletes y abalorios, pendientes y ajorcas, tiaras y cadenitas para ceñirse la cintura. Sobre una mesita de tocador había una cascada de oro, un delta amarillo, un tesoro como un pequeño eco del Orient. Y, en el centro, arrojado allí tan tranquilamente como una monedita en una taberna, estaba el medallón, su forma oculta por los collares que tenía encima. Bin Sadr y Silano nunca habían llegado a poner los pies allí, naturalmente, y nadie más se había molestado en mirar.

Lo desenredé de entre los collares. Al hacerlo, un enorme y aparatoso pendiente resbaló de la mesa y cayó al suelo y sonó como un gong.

Me quedé helado. De pronto otras cabezas se elevaron de las camas, sus caras con más años encima. La propietaria de una de ellas se llevó semejante sobresalto al verme que brincó de la cama y se apresuró a envolverse en ropas de calle.

Habló secamente. La joven contestó llena de impaciencia. Fue el inicio de una conversación siseada en árabe hablado muy deprisa. Me dispuse a escabullirme hacia la ventana. La mujer mayor me hizo un gesto de que volviera a dejar el medallón en la mesa, pero lo que hice fue pasármelo por el cuello y hacerlo desaparecer dentro de mi camisa. ¿No era eso lo que esperaban que hiciese? Al parecer no. La mujer mayor soltó un alarido, y unas cuantas mujeres se pusieron a gemir y gritar. Un instante después oí el grito de un eunuco al otro lado de la puerta, y gritos masculinos procedentes de abajo. ¿Eso había sido el tintineo del acero al ser desenvainado? Era hora de marcharse.

Mientras corría hacia la ventana la mujer mayor intentó cortarme el paso, con un agitar de brazos y un revoloteo de anchas mangas que la hacían parecer un enorme murciélago negro. La empujé a un lado cuando sus dedos ya me arañaban débilmente el cuello. La mujer retrocedió entre chillidos. Una campana empezó a repicar, y hubo un disparo de alarma. ¡Habían despertado a toda la ciudad! Agarré el marco de la ventana y di una patada que hizo saltar la mitad de la separación de madera. Los trozos llovieron sobre el callejón con un ruidoso repiqueteo. Salí por la ventana y empecé a descender a lo largo de la cuerda. Vi cómo la puerta trasera se abría de golpe abajo y los sirvientes, armados con porras y azadones, salían en tromba por ella. Otros hombres irrumpieron en el harén detrás de mí. Mientras descendía, alguien empezó a tirar de la cuerda intentando subirla.

—¡Salta! —gritó Ashraf—. ¡Te cogerán!

¿Sabía Ashraf lo que pesaba yo? Y además no quería dejarme caer, porque se me acababa de ocurrir que la cuerda que había comprado aquella misma tarde podría sernos de utilidad. Me saqué el tomahawk del cinturón y corté por encima de mi cabeza. La cuerda se partió limpiamente y caí los últimos nueve metros, para aterrizar con un golpe sordo sobre algo blando y maloliente. Estaba dentro de un carro que Ash había hecho rodar hasta ahí para amortiguar mi caída. Me encaramé por el lado del carro, los restos de la cuerda apretados en mi mano, y me dispuse a luchar.

Hubo un estampido, la detonación del mosquete de Ashraf, y uno de los siervos lanzados a la carga desde la puerta trasera cayó de espaldas. Mi rifle fue depositado en mis manos y le disparé a un segundo hombre, y luego solté un grito de guerra indio y le aticé en la cabeza a un tercero con mi tomahawk. Los demás retrocedieron en confusión. Ashraf y yo huimos en dirección opuesta, saltamos un murete y echamos a correr por las callejuelas serpenteantes.

Los hombres de Yusuf vinieron en tropel tras nosotros, pero disparaban a ciegas. Me detuve a recargar mi rifle. Ash había desenvainado su espada. Ahora ya sólo teníamos que escapar de la ciudad…

—¡Allí están!

Era una patrulla militar francesa. Soltamos unos cuantos juramentos, dimos media vuelta y huimos por donde habíamos venido. Oí las órdenes francesas de apuntar y disparar, así que agarré del brazo a Ash para lanzarnos de bruces sobre el polvo de la calle. Hubo un rugido, y unas cuantas balas silbaron sobre nuestras cabezas. Luego se oyeron gritos y alaridos delante de nosotros. Los soldados les habían dado a los hombres de Yusuf.

Nos arrastramos al amparo del humo hasta una calleja lateral. Ahora podíamos oír gritos de alarma y disparos en todas direcciones.

—¿Qué era esa excrecencia en la que caí? —le jadeé a Ash.

—Heces de burro. Has caído en los que los francos llaman merde, amigo mío.

Otra bala rebotó en un poste de piedra.

—No puedo discrepar.

Finalmente nos levantamos del suelo y corrimos agazapados hasta doblar una esquina. Luego trotamos hasta entrar en una avenida más ancha que discurría más o menos en dirección a la puerta sur. Parecía que habíamos logrado despistar a nuestros perseguidores más inmediatos.

—También hemos perdido mis provisiones. ¡Maldita vieja!

—Moisés encontró maná en el desierto.

—Y el rey Jorge encontrará migajas de bollo en su mesa del té; pero yo no soy él, ¿verdad?

—Empiezas a enfadarte por todo.

—Ya iba siendo hora.

Casi habíamos llegado al muro de El Cairo cuando un escuadrón de caballería francesa entró en nuestra calle. Iban en una patrulla de rutina y aún no nos habían visto, pero nos cortaban el paso.

—Escondámonos en ese hueco —sugirió Ashraf.

—No. Necesitamos caballos, ¿verdad? Ata nuestra cuerda a ese pilar de ahí, a la altura del hombro de un oficial montado. —Agarré el otro extremo e hice lo mismo en el lado opuesto de la calle—. Cuando yo dispare, prepárate para robar un caballo.

Fui al centro de la calle, me detuve ante la caballería que se aproximaba y agité mi rifle como si tal cosa para que pudieran verme en la oscuridad.

—¿Quién va? —gritó un oficial—. ¡Identificaos!

Le arranqué la gorra de la cabeza de un disparo.

Cargaron.

Corrí hacia un charco de sombra con el rifle colgado del hombro, salté para agarrarme a un poste y usé la inercia para encaramarme a un toldo y un alféizar. La patrulla de caballería lanzada al galope chocó con la cuerda. Los que iban delante fueron arrancados de sus sillas como marionetas, y colisionaron con la hilera de jinetes que los seguía. Los caballos se encabritaron, los hombres cayeron. Salté, derribando a un soldado de su asustada montura. Ashraf ya se había subido a otro caballo. Las pistolas abrieron fuego en la oscuridad, pero las balas zumbaron por el aire sin causar daño alguno. Nos apresuramos a alejarnos de la confusión.

—Los franceses empezarán a preguntarse del lado de quién estás —jadeó Ash mientras iniciábamos nuestro galope, sin dejar de volver la cabeza para mirar a los soldados que gritaban.

—Yo también.

Cabalgamos en dirección a la pared y la puerta.

—¡Abridla de par en par! ¡Mensajeros para Bonaparte! —grité en francés. Los centinelas vieron las monturas y los arreos de caballería antes de que pudieran distinguirnos, inclinados sobre la grupa en nuestros atuendos árabes. Para entonces ya era demasiado tarde. Pasamos entre ellos como una exhalación rumbo al desierto que había más allá, y las balas zumbaron sobre nuestras cabezas mientras galopábamos para perdernos en la noche.

¡Estaba fuera de la ciudad, con el medallón en mi poder, libre para rescatar a Astiza, encontrar el Libro de Thoth y convertirme en dueño del mundo o, al menos, en su salvador!

Y ahora cada beduino, mameluco y soldado de la caballería francesa en Egipto me perseguiría.