e quedé de mala gana tal como se me había ordenado para ayudar a Jomard y Monge a hacer más mediciones de las pirámides, compartiendo la tienda que habían sujetado con estacas a corta distancia de la Esfinge. Después de haber prometido un rápido regreso, me inquietaba estar tan lejos de Astiza y del medallón, sobre todo con Silano en El Cairo. Pero si hacía caso omiso de la muy pública orden de Napoleón me arriesgaba a que me arrestaran. Además, sentía que empezaba a aproximarme al secreto. El medallón tal vez fuese un mapa que guiaba a otro pasaje dentro del gran montón de piedra. Luego estaba el 21 de octubre, una fecha del antiguo calendario perdido que yo había deducido tanto que podía tener alguna precisión o significado como carecer completamente de ellos, y aún faltaban dos meses para que llegara esa fecha. Yo no sabía cómo encajaban entre sí todas aquellas piezas, pero los sabios quizá pudieran dar con alguna otra clave. Así que envié un mensaje a la casa de Enoc, explicándole el aprieto en que me hallaba y pidiéndole que notificase mi retraso al harén de Yusuf. Al menos sabía qué era lo que debería estar buscando, añadí. El único problema era que no acababa de entenderlo.
Mi exilio temporal de la ciudad no fue del todo negativo. La casa de Enoc era opresiva y El Cairo, ruidoso; mientras que el silencio vacío del desierto era un alivio. Una compañía de soldados vivaqueaba en la arena para protegernos de los merodeadores beduinos y mamelucos, y me dije que en realidad quedarme allí un par de noches quizá sería lo más seguro para Astiza y Enoc, ya que mi ausencia desviaría la atención de ellos dos. Esperaba que Silano hubiese aceptado mi historia de que el medallón estaba en el fondo de la bahía de Abukir. No había olvidado al pobre Talma, pero la prueba de la identidad de su asesino y la venganza tendrían que esperar. En resumidas cuentas, lo que hice fue fingir, como tienden a hacer los humanos, que no hay mal que por bien no venga.
Como he dicho, hay tres grandes pirámides en Gizeh, y las tres tienen pequeños pasajes y cámaras que están vacías. La pirámide de Kefrén aún tiene la punta cubierta por la clase de revestimiento de piedra caliza que antaño proporcionaba una superficie de blancura impecablemente pulida a las tres estructuras. ¡Cómo tenían que haber brillado entonces, igual que prismas de sal! Usando instrumentos de topografía, habíamos calculado que la Gran Pirámide, cuando terminaba en una punta precisa, había tenido una altura de 144 metros, con lo que superaba en más de treinta metros al pináculo de la catedral, de Amiens, la más alta de Francia. Los egipcios sólo utilizaron 203 hileras de mampostería para alcanzar esa prodigiosa altitud. Medimos la pendiente de su lado en cincuenta y un grados, precisamente lo que necesitaba para hacer que la altura y la mitad de su circunferencia igualaran tanto pi como la secuencia de Fibonacci a la que había recurrido Jomard.
Pese a esta inexplicable coincidencia, el propósito de las pirámides seguía eludiéndome. Como obras de arte, eran sublimes. En lo tocante a utilidad, parecían carecer de sentido. Allí había unos edificios tan lisos cuando fueron construidos que nadie podía permanecer de pie en ellos, llenos de corredores muy difíciles de recorrer para los humanos y conducentes a cámaras que nunca parecían haber sido ocupadas, y donde habían sido codificadas unas matemáticas que sólo un especialista en la materia podía entender.
Monge decía que probablemente todo había tenido algo que ver con la religión.
—Dentro de cinco mil años, ¿entenderá la gente el motivo que se esconde tras Notre Dame?
—Procurad que ningún sacerdote os oiga decir esas cosas.
—Los sacerdotes se han quedado anticuados; la ciencia es la nueva religión. Para, los antiguos egipcios, la religión era su ciencia; y la magia, un intento de manipular lo incomprensible. Con el paso de los siglos, la humanidad ha progresado desde un pasado en el que cada tribu y cada nación tenía su propio grupo de dioses hasta un tiempo en el que muchas naciones adoran a un solo dios. Con todo, existen muchos credos, y cada uno llama herejes a los demás. Ahora tenemos ciencia, basada no en la fe, sino en la razón y el experimento, y centrada no en una nación, o papa, o rey, sino en la ley universal. Da igual si eres chino o alemán, o hablas árabe o español: la ciencia es la misma. Por eso triunfará, y por eso la Iglesia temió a Galileo instintivamente. Pero esa estructura que hay detrás de nosotros fue construida por un pueblo determinado con unas creencias determinadas, y puede que nunca descubramos su razonamiento porque se basaba en un misticismo religioso que no podemos abarcar. Ayudaría que algún día pudiéramos descifrar los jeroglíficos.
Yo no podía estar en desacuerdo con esa predicción —después de todo, era un hombre de Franklin—, y aun así no pude evitar preguntarme por qué la ciencia, si tan universal era, no había barrido ya todo lo demás. ¿Por qué la gente aún era religiosa? La ciencia era inteligente pero fría, explicatoria y, sin embargo, silenciosa en las grandes cuestiones. Respondía al cómo pero no al por qué, y eso hacía que no colmara los anhelos de las personas. Yo sospechaba que la gente del futuro entendería Notre Dame, del mismo modo que nosotros entendemos un templo romano. Y, quizás, adoraría y temería de una forma muy parecida. Los revolucionarios en su fervor racionalista pasaban por alto algo, pensé, y lo que pasaban por alto era el corazón, o el alma. ¿Tenía cabida la ciencia para eso, o para las esperanzas de que existiera otra vida? Sin embargo, no dije nada de aquello y me limité a responder:
—¿Qué puede ser más simple que eso, doctor Monge? ¿Y si la pirámide no es más que una tumba?
—He estado pensando en eso y presenta una paradoja fascinante, Gage. Supongamos que se suponía que la pirámide iba a ser, al menos principalmente, una tumba. En sus dimensiones es donde radica el problema, ¿no? Cuanto más elaboradamente construyes una pirámide para resguardar una momia, más llamas la atención sobre el paradero de la momia. Tiene que haber sido un dilema para los faraones que buscaban preservar sus restos por siempre jamás.
—Yo he pensado en otro dilema aparte de ese —dije—. El faraón esperaba que así nadie perturbara su reposo en la eternidad. Pero el crimen perfecto es aquel en el que nadie llega a percatarse de que ha tenido lugar. Si quisieras robar la tumba de tu señor, ¿qué mejor manera de hacerlo que llevándote el tesoro justo antes de que la tumba sea sellada, porque una vez sellada, nadie podrá descubrir el robo? Si esto era una tumba, confiaba en la lealtad de los que tendrían que cerrarla. ¿En quién podía confiar el faraón?
—¡Otro caso de fe carente de pruebas! —rio Monge.
Mentalmente, repasé lo que sabía acerca del medallón. Un círculo bisectado: quizás un símbolo de pi. Un mapa de la constelación que contenía la antigua estrella polar en su mitad superior. Debajo, un símbolo del agua. Señales que formaban un delta como una pirámide. El agua tal vez fuese el Nilo, y las marcas representaban la Gran Pirámide, pero ¿por qué no grabar un simple triángulo? Enoc había dicho que el emblema parecía estar incompleto; ahora bien, ¿dónde encontrar el resto? ¿La vara de Min, en algún templo olvidado hacía siglos? Parecía un chiste. Intenté pensar como Franklin, pero yo no estaba a su altura. Él podía jugar con los rayos un día y fundar una nación al día siguiente. ¿Podían las pirámides haber atraído el rayo y convertirlo en energía? ¿Era la estructura de la pirámide alguna clase de botella de Leyden? Yo no había oído un trueno o visto caer una gota de lluvia desde que habíamos llegado a Egipto.
Monge fue a reunirse con Bonaparte para el bautizo oficial del nuevo Instituto de Egipto. Allí los sabios trabajaban en todo lo imaginable, desde maneras de fermentar el alcohol o cocer el pan (con tallos de girasol, dado que Egipto carecía de la leña apropiada) hasta catalogar la fauna de Egipto. Conté había establecido un taller para sustituir el equipo, como las imprentas, que se había perdido con la destrucción de la flota en Abukir. Era la clase de genio de la mecánica aplicada que podía fabricar cualquier cosa a partir de cualquier cosa. Jomard y yo dedicamos nuestro tiempo a los rosados y el oro del desierto, donde desenrollábamos laboriosamente las cintas de medir, apartábamos los escombros y medíamos ángulos con la ayuda de bastones de topógrafo. Pasamos allí tres días con sus noches, viendo girar las estrellas alrededor de las puntas de las pirámides y debatiendo para qué podían servir los monumentos.
A la mañana del cuarto día, aburrido con aquel trabajo tan minucioso y todas aquellas especulaciones que no conducían a nada, subí a un altozano desde el que se podía divisar El Cairo al otro lado del río. Allí fui testigo de un curioso espectáculo. Aparentemente, Conté había conseguido fabricar suficiente hidrógeno para hinchar un globo. La bolsa de seda reforzada parecía medir unos doce metros de diámetro, y su mitad superior estaba envuelta en una red de la que colgaban cuerdas extendidas hacia abajo para sostener una cesta de mimbre. El globo sujeto por su amarra flotaba a unos treinta metros del suelo, y ya había congregado a una pequeña multitud. Lo estudié a través del catalejo de Jomard. Todos los espectadores parecían europeos.
Hasta el momento los árabes habían mostrado muy poco interés por la tecnología occidental. Parecían considerarnos como una mera intrusión temporal obra de astutos infieles, obsesionados por los trucos mecánicos e incapaces de prestar atención a sus almas. Yo había recabado la ayuda de Conté para construir un generador de fricción accionado mediante una manivela con vistas a almacenar una reserva de electricidad en lo que Franklin llamaba una batería, y fui invitado por los sabios para darles una pequeña sacudida a algunos de los mulás de El Cairo. Los egipcios se cogieron de la mano obedientemente, le administré una descarga al primer mulá con la ayuda de mi botella de Leyden, y todos saltaron a su vez cuando la corriente pasó a través de ellos, provocando gran consternación y muchas risas. Pero después de la sorpresa inicial, parecieron más divertidos que sobrecogidos. La electricidad era magia barata, apropiada únicamente para los juegos de salón.
Fue mientras miraba el globo cuando vi que una larga columna de soldados franceses salía por la puerta sur de El Cairo. Su regularidad creaba un marcado contraste con las turbas de comerciantes y camelleros que se apelotonaban alrededor de las entradas de la ciudad. Los soldados marchaban en una línea de azul y blanco, los estandartes regimentales fláccidamente inmóviles en el aire caliente. Una fila siguió a otra en una reluciente hilera que ondulaba como un ciempiés, hasta que pareció haber una división entera. Una parte de la fuerza iba a caballo, y más monturas tiraban de dos pequeñas piezas de artillería de campaña.
Llamé a Jomard y este se reunió conmigo.
—Es el general Desaix —dijo después de haber ajustado el catalejo—, que parte en busca del escurridizo Murad Bey. Sus tropas van a explorar y conquistar una parte de Egipto que pocos europeos han visto nunca.
—Así que la guerra no ha terminado.
Jomard rio.
—¡Acordaos de que hablamos de Bonaparte! La guerra nunca terminará para él. —Continuó estudiando la columna, con la nube de polvo que precedía a los soldados como para anunciar su llegada. No necesité esforzarme demasiado para imaginar los juramentos bien humorados que estarían saliendo de sus bocas llenas de polvo—. Me parece que también veo a vuestro viejo amigo.
—¿Mi viejo amigo?
—Mirad, comprobadlo vos mismo.
Cerca de la cabeza de la columna había un hombre con turbante y túnica acompañado por una guardia personal de media docena de beduinos. Uno de sus esbirros le sostenía un parasol encima de la cabeza. Pude ver el delgado estoque que oscilaba sobre su cadera y el magnífico corcel negro que había adquirido en El Cairo. Alguien más pequeño cabalgaba a su lado, su figura oculta por la túnica.
Un siervo personal, tal vez.
—Adiós, y no tengáis ninguna prisa en volver.
—Lo envidio —dijo Jomard—. ¡La de descubrimientos que harán!
¿Había renunciado Silano a su búsqueda del medallón? ¿O se dirigía al templo meridional de Enoc en busca de la pieza que le faltaba? Vi a Bin Sadr también. Cabalgaba al frente de la guardia personal beduina, meciéndose tranquilamente sobre la grupa de un camello con su vara en la mano.
¿Había logrado eludirlos? ¿O huían de mí?
Volví a mirar la pequeña figura envuelta en la túnica y sentí una súbita inquietud. ¿Había sido demasiado obediente, me había quedado demasiado tiempo en las pirámides? ¿Quién era aquella persona que cabalgaba al lado de Silano?
«Sabía de él», me había confirmado Astiza.
Y nunca había llegado a explicarme qué había querido decir exactamente con eso.
Cerré el catalejo.
—He de volver a El Cairo.
—No podéis ir allí, según las órdenes de Napoleón. Antes necesitamos una hipótesis que se tenga en pie.
Pero yo temía que algo desastroso había sucedido en mi ausencia, y comprendí que al permanecer demasiado tiempo alejado de El Cairo no había hecho sino posponer inconscientemente la tarea de resolver el misterio del medallón y vengar a Talma. Mi negativa a actuar de inmediato podía haber sido fatal.
—Soy un sabio americano, no un soldado raso francés. Al diablo con sus órdenes.
—¡Podría haceros fusilar!
Pero yo corría ya ladera abajo, y pasaba junto a la Esfinge para encaminarme hacia El Cairo.
La ciudad parecía más ominosa a mi regreso. En el preciso instante en que la división de Desaix dejaba vacías de tropas francesas algunas casas, regresaban miles de habitantes que habían huido después de la Batalla de las Pirámides. El Cairo empezaba a emerger de la conmoción que había significado la invasión para volver a ser el centro de Egipto. Conforme la ciudad volvía a llenarse, los habitantes recuperaban su urbana seguridad en sí mismos. Se comportaban como si la ciudad aún les perteneciese a ellos, no a nosotros, y eran mucho más numerosos. Si bien los soldados franceses aún podían obligar a dispersarse a los viandantes cuando pasaban a la carrera montados en sus asnos o iban de patrulla, estos se mostraban mucho menos dispuestos a apartarse del camino de un extranjero solitario como yo. Mientras me apresuraba por las estrechas callejas, conocí por primera vez la experiencia de recibir codazos y empujones. Volví a rememorar las rarezas de la electricidad, ese extraño hormigueo en el aire después de los experimentos de salón que tan eróticos encontraban las mujeres. Ahora El Cairo parecía electrizado de tensión. La noticia de la derrota en la bahía de Abukir había llegado a oídos de todo el mundo, y los francos ya no parecían invencibles. Sí, no cabía duda de que pendíamos de una cuerda, y yo podía ver cómo empezaba a deshilacharse.
Comparada con el ajetreo de las vías adyacentes, la calle en la que estaba la casa de Enoc parecía demasiado tranquila. ¿Dónde se había metido todo el mundo? La fachada de la casa estaba tal como la había dejado yo, su rostro tan indescifrable como el de los egipcios. Pero al acercarme, enseguida percibí que algo iba mal. La puerta no estaba encajada en su marco, y entreví el intenso color amarillo de la madera astillada. Miré a mi alrededor. Sentía que unos ojos me observaban, aunque no pude ver a nadie.
Cuando llamé a la puerta, esta cedió ligeramente bajo mis puños. «Salaam». Un zumbido de moscas respondió al eco de mi saludo. Empujé la puerta, como si luchara contra la resistencia de alguien que la sujetaba desde el otro lado, y finalmente esta cedió lo suficiente para permitir que me escurriera por el hueco. Fue entonces cuando vi la obstrucción. Mustafá, el gigantesco sirviente negro de Enoc, yacía muerto contra la puerta, la cara destrozada por un disparo de pistola. La casa tenía el olor asquerosamente dulce de la muerte reciente.
Volví la mirada hacia una ventana. Unos intrusos habían hecho añicos la celosía de madera que la ocultaba.
Recorrí la casa, habitación por habitación. ¿Dónde estaban los otros siervos? Había manchas y rastros de sangre por todas partes, como si varios cuerpos hubieran sido arrastrados por el suelo tras la carnicería de la batalla. Las mesas habían sido volcadas; los tapices, rasgados; los cojines, arrojados al suelo y abiertos a cuchilladas. Los invasores buscaban algo, y yo sabía qué era. Mi ausencia no había salvado a nadie. ¿Por qué no había insistido en que Enoc se escondiera, en vez de quedarse con sus libros? ¿Por qué había creído que mi ausencia y la del medallón lo protegerían? Finalmente llegué a la sala de las antigüedades, parte de su estatuaria rota y algunos de sus féretros tirados al suelo, y luego a las escaleras que conducían a la biblioteca con su olor a viejo. La puerta había sido forzada. Más allá había oscuridad, pero la biblioteca apestaba a fuego. Muy afectado, encontré una vela y bajé.
El sótano era un caos que olía a humo. Las estanterías habían sido derribadas. Libros y pergaminos estaban esparcidos por el suelo como pilas de hojas otoñales, sus contenidos medio quemados aún tenuemente iluminados por el brillo de las ascuas. En un primer momento pensé que la habitación también estaba desprovista de vida; pero entonces alguien gimió. Hubo un susurro de papel y una mano emergió de entre los restos con los dedos penosamente agarrotados, como la víctima de una avalancha que intenta salir de la nieve. Le agarré la mano, sólo para causar un aullido de dolor. Dejé caer los dedos hinchados y aparté pilas de papeles ennegrecidos. Allí estaba el pobre Enoc, desplomado sobre un montón de libros que aún echaban humo. Lleno de quemaduras, tenía las ropas medio consumidas por el fuego; y las llamas le habían abrasado el pecho y los brazos. Se había arrojado a una hoguera de literatura.
—Thoth —gemía—. Thoth.
—Enoc, ¿qué ha pasado?
No podía oírme en su delirio. Subí a la fuente del piso de arriba y usé una antigua escudilla para llevarle un poco de agua, aunque la sangre derramada la había teñido de rosa. Le eché un poco de agua en la cara y luego le di a beber un sorbo. Enoc se atragantó, y a continuación chupó como un bebé. Finalmente sus ojos se enfocaron.
—Intentaron quemarlo todo. —Su voz era un gemido quejumbroso.
—¿Quiénes?
—Conseguí desasirme para correr hacia el fuego y no se atrevieron a seguirme. —Tosió.
—Dios mío, Enoc, ¿te arrojaste a las llamas?
—Estos libros son mi vida.
—¿Fue el francés?
—Los árabes de Bin Sadr. No dejaban de preguntarme dónde estaba, sin decir a qué se referían. Fingí que no lo sabía. Querían a la mujer, y dije que se había ido contigo. No me creyeron. Si no hubiera corrido hacia el fuego, me habrían obligado a decir más. Espero que la servidumbre no haya hablado.
—¿Dónde está todo el mundo?
—Los sirvientes fueron llevados a los almacenes. Oí gritos.
Me sentía completamente inútil: un jugador que no se enteraba de nada, un diletante que se las daba de soldado, un sabio fingido.
—Yo he sido la causa de que te ocurriese todo esto.
—No has causado nada que los dioses no quisieran que ocurriese. —Gimió—. Mi tiempo ha llegado a su fin. Los hombres son cada vez más codiciosos. Buscan la ciencia y la magia para tener poder. ¿Quién quiere vivir en una época semejante? Pero el saber no es lo mismo que la sabiduría. —Me apretó el brazo—. Tienes que detenerlos.
—¿Detenerlos para que no hagan qué?
—Estaba en mis libros después de todo.
—¿El qué? ¿Qué es lo que buscan?
—Es una llave. Tienes que introducirla. —Ya casi no le quedaban fuerzas.
Me incliné sobre él.
—Enoc, por favor: Astiza. ¿Corre peligro?
—No lo sé.
—¿Dónde está Ashraf?
—No lo sé.
—¿Averiguaste algo sobre el veintiuno de octubre?
Me apretó el brazo.
—Tienes que creer en algo, americano. Cree en ella.
Entonces murió.
Me senté sobre los talones, sintiéndome extrañamente vacío por dentro. Primero Talma, y ahora esto. Había llegado demasiado tarde para salvar a Enoc, y demasiado tarde para enterarme de qué era lo que había descubierto. Usé los dedos para cerrarle los ojos, temblando de rabia e impotencia. ¿Quedaba algo en aquella biblioteca para explicar el medallón? ¿Entre las cenizas, cómo lo iba a saber yo?
Apretado contra el pecho de Enoc había un volumen particularmente grueso, encuadernado en cuero y con los bordes ennegrecidos por las llamas. Estaba escrito en árabe. ¿Había sido de particular importancia en el desciframiento de nuestra empresa? Lo cogí y contemplé con ignorancia su delicada escritura. Bueno, quizás Astiza podría encontrarle algún sentido.
Si es que aún estaba en El Cairo. Ahora ya tenía una preocupante idea de quién era la pequeña figura oculta por la túnica a la que había visto cabalgar junto a Silano mientras las tropas de Desaix marchaban hacia el sur.
Nervioso y absorto en mis propias preocupaciones, volví a subir las escaleras y entré en la sala de antigüedades sin ninguna cautela. Eso casi me costó la vida.
Hubo un grito lleno de angustia y una lanza apareció como un rayo caído del cielo por detrás de una estatua de Anubis, el dios con cabeza de chacal. La lanza se estrelló contra mi pecho, el impacto me hizo retroceder y choqué con un sarcófago de piedra, el aire bruscamente expelido de mis pulmones. Mientras caía al suelo, aturdido, miré el asta de la lanza. Su punta había atravesado el libro de Enoc, y sólo las últimas páginas habían impedido que se me clavara en el corazón.
Ashraf estaba al final de la lanza. Abrió mucho los ojos.
—¡Tú!
Traté de hablar, pero sólo pude soltar un jadeo ahogado.
—¿Qué haces aquí? ¡Me dijeron que los franceses te tenían en las pirámides! ¡Pensé que eras uno de los asesinos, que había vuelto en busca de secretos!
Finalmente encontré aliento suficiente para hablar.
—Divisé a Silano cuando salía de la ciudad con el general Desaix, en dirección sur. No sabía qué significaba eso, así que volví lo más deprisa que pude.
—¡Casi te mato!
—Este libro me salvó. —Lo aparté a un lado, y la punta de la lanza con él—. Ni siquiera puedo leerlo, pero Enoc lo apretaba contra su pecho. ¿De qué trata, Ash?
Pisándolo con la bota para que no se moviera mientras le arrancaba la lanza, el mameluco se inclinó sobre el libro y lo abrió. Una nubecilla de fragmentos voló por el aire como esporas. Ashraf leyó un momento.
—Poesía —dijo, y lo arrojó a un lado.
¡Ah! Qué extrañas son las cosas con las que elegimos morir.
—Necesito ayuda, Ashraf.
—¿Ayuda? Tú eres el conquistador, ¿recuerdas? ¡El que trae la ciencia y la civilización al pobre Egipto! Y esto es lo que has traído a la casa de mi hermano: ¡una carnicería! ¡Todo el que te conoce muere!
—Fue un árabe, no un francés, el que hizo esto.
—Fue Francia, no Egipto, la que trastocó el orden de las cosas.
No había respuesta para eso, y yo no podía negar que me había convertido en parte de ello. Obramos impulsados por la más práctica de las razones, y volvemos el mundo del revés.
Tragué aire.
—He de encontrar a Astiza. Ayúdame, Ash. No como prisionero, no como dueño y esclavo, no como sirviente al que pago un sueldo. Como un amigo. Como un guerrero a otro guerrero. Astiza tiene el medallón. La matarán por él tan brutalmente como mataron a Talma, y no confío en el ejército para buscar ayuda. Napoleón también quiere el secreto. Se quedará el medallón para sí mismo.
—Y se verá maldecido como les ocurre a todos los que lo tocan.
—O descubrirá el poder para esclavizar el mundo.
La réplica de Ashraf fue silencio, y me di cuenta de lo que acababa de decir sin pensar acerca del general al que había seguido hasta ahora. ¿Qué era Bonaparte realmente, un salvador republicano o un tirano en potencia? Yo había visto indicios de ambas cosas en su carácter. ¿Cómo hacía uno para distinguirlas? Ambas requerían encanto. Ambas requerían ambición. Y quizás una pluma en las balanzas de Thoth inclinaría el corazón de un líder en un sentido o en otro. Pero naturalmente daba igual, ¿verdad? Yo tenía que decidir por mí mismo en qué creía. Ahora Enoc me había dado un ancla: creer en Astiza.
—Mi hermano te ofreció su ayuda y mira adonde lo ha llevado eso —dijo Ashraf amargamente—. No eres un amigo. Hice mal al conducirte hasta El Cairo. Habría preferido morir en Imbaba.
Yo estaba desesperado.
—Entonces, si no vas a ayudarme como un amigo, te ordeno que me ayudes como mi siervo y cautivo. ¡Pagué lo que costaba adquirirte!
—¿Te atreves a reclamar mis servicios después de esto? —Sacó una bolsa y me la arrojó. Hubo una explosión de monedas que rodaron por el suelo de piedra—. ¡Escupo sobre tu dinero! ¡Ve! ¡Encuentra a tu mujer tú mismo! ¡He de preparar el funeral de mi hermano!
Así que estaba solo. Al menos tuve la integridad de dejar mi dinero donde se había esparcido, pese a saber cuan pocas monedas me quedaban. Cogí lo que había escondido dentro de un ataúd vacío: mi rifle largo y mi tomahawk algonquino. Luego volví a pasar por encima del cuerpo de Mustafá y salí a las calles de El Cairo.
No volvería a poner los pies allí.
La casa de Yusuf al-Beni, donde Astiza había sido ocultada en un harén, era más imponente que la de Enoc, una fortaleza con torretas cuyos salientes proyectaban oscuras sombras sobre la estrecha calle. Sus ventanas quedaban arriba de todo de la fachada, donde brillaba el sol y revoloteaban los gorriones; pero un enorme arco grueso como la entrada a un castillo medieval ensombrecía su puerta. Me detuve ante ella ataviado con mi disfraz. Había envuelto mis armas en una alfombra barata que compré en el primer sitio que vi y me había vestido con ropas egipcias, por si los franceses me buscaban para llevarme de regreso a la pirámide con Jomard. Los anchos pantalones de montar y la galabiyya eran infinitamente más ligeros, anónimos y sensatos que la indumentaria europea, y llevar envuelta la cabeza proporcionaba una bienvenida protección contra el sol.
¿Llegaba demasiado tarde una vez más?
Llamé con los puños a la puerta de Yusuf y un portero de las dimensiones de Mustafá se encaró conmigo. Afeitado, enorme y tan pálido como oscuro había sido el sirviente de Enoc, llenaba el hueco de la entrada como una bala de algodón egipcio. ¿Tenían todas las casas de los ricos un trol humano?
—¿Qué quieres, comerciante de alfombras? —A esas alturas yo ya entendía el árabe.
—No soy ningún comerciante. Quiero ver a tu señor —repliqué en francés.
—¿Eres un franco? —preguntó el portero en la misma lengua.
—Soy americano.
—Aquí no —dijo el portero, y se dispuso a cerrar la puerta.
Intenté un farol.
—El sultán Bonaparte lo está buscando. —Bala de algodón se detuvo. Eso bastó para hacerme creer que Yusuf estaba en algún lugar de la casa—. El general tiene asuntos que tratar con la mujer que está aquí de invitada, la dama llamada Astiza.
—¿El general quiere una esclava? —El tono era de incredulidad.
—Astiza no es ninguna esclava, es una sabia. El sultán tiene necesidad de sus conocimientos. Si Yusuf se ha ido, entonces debes traer a la mujer para el general.
—Ella también se ha ido.
Era una respuesta que yo no quería creer.
—¿Tengo que traer un pelotón de soldados? El sultán Bonaparte no es hombre al que le guste que lo hagan esperar.
El portero sacudió la cabeza en un gesto de despedida.
—Vete, americano. Ha sido vendida.
—¡Vendida!
—A un mercader de esclavos beduino. —Se disponía a cerrarme la puerta en la cara, así que metí el extremo de la alfombra en el hueco para detenerlo.
—¡No podéis venderla, ella me pertenece!
El portero agarró el extremo de la alfombra con una mano que tenía el diámetro de una sartén de freír.
—Saca tu alfombra de mi puerta o la dejarás aquí —me advirtió—. Ya no tienes nada que ver con nosotros.
Roté la alfombra para que apuntara hacia su estómago y metí la mano por el otro extremo del cilindro de tela para agarrar mi rifle. El chasquido del percutor al ser amartillado fue claramente audible, y bastó para que el portero depusiese su arrogancia.
—Quiero saber quién la ha comprado.
Nos estudiamos en silencio, cada uno preguntándose si era lo bastante rápido para vencer al otro. Finalmente el portero gruñó.
—Espera.
Desapareció, dejándome solo para que me sintiera como un imbécil o un penitente. ¿Cómo se atrevía el egipcio a vender a Astiza?
—¡Yusuf, sal aquí ahora mismo, bastardo! —Los ecos de mi grito resonaron dentro de la casa. Esperé largos minutos, y tuve tiempo de preguntarme si simplemente me ignorarían. Si lo hacían, entraría a tiros.
Finalmente oí los pesados pasos del portero que regresaba. Su mole llenó la entrada.
—Es un mensaje del comprador de la mujer, y fácil de relatar. Dice que ya sabes lo que hace falta para volver a comprarla. —Luego la puerta se cerró de golpe.
Eso significaba que Silano y Bin Sadr la tenían en su poder. Y significaba que no tenían el medallón, y que no debían de saber que yo tampoco lo tenía.
Pero ¿no la mantendrían viva con la esperanza de que yo se lo llevaría? Astiza era una rehén, la víctima de un secuestro.
Me aparté de la entrada e intenté pensar qué podía hacer. ¿Dónde estaba el medallón? Acababa de preguntármelo, cuando algo diminuto silbó junto a mi oreja y cayó al polvo con un ruidito. Miré hacia arriba. Una mano femenina estaba cerrando la rejilla de una pequeña abertura en la celosía de una ventana muy por encima de mi cabeza. Recogí lo que habían dejado caer.
Era un paquetito de papel. Cuando lo desenrollé encontré el ojo dorado de Horus de Astiza y un mensaje escrito, esta vez en mi lengua y con la letra de Astiza. Leerlo bastó para levantarme el ánimo:
«El muro sur a medianoche —decía el mensaje—. Tráete una cuerda».