16

P

a visita de Napoleón a las pirámides fue una excursión mucho más aparatosa que la visita que yo había hecho antes con Talma y Jomard.

Más de cien oficiales, soldados de escolta, guías, sirvientes y científicos cruzaron el Nilo y subieron hasta la meseta de Gizeh. Era como una gran merienda al aire libre, con una recua de burros cargados de esposas y amantes francesas acompañadas por una cornucopia de frutas, vino, dulces y viandas. Los parasoles fueron sostenidos bajo el sol; las alfombras, extendidas sobre la arena. Cenaríamos junto a la eternidad. Una ausencia notable fue la de Silano, que según me dijeron estaba ocupado con sus propias investigaciones en El Cairo. Me alegré de haber tenido la precaución de esconder a Astiza en un lugar donde estaría a salvo.

Mientras subíamos por la ladera le notifiqué la horrible muerte de Talma a Napoleón, para ver cómo reaccionaba y plantar en su mente la semilla de la duda acerca de mi rival. Desgraciadamente, mis noticias parecieron irritar a nuestro comandante más que conmocionarlo.

—¡El periodista apenas había empezado a trabajar en mi biografía! No debería haberse alejado tanto hasta que el país estuviera pacificado.

—Mi amigo desapareció cuando llegó Silano, general. ¿Es una coincidencia? Temo que el conde pueda haber tenido algo que ver. O Bin Sadr, ese merodeador beduino.

—Ese merodeador es nuestro aliado, monsieur Gage. Al igual que el conde, un agente del mismísimo Talleyrand. Silano me asegura que no sabe nada acerca de Talma, y en cualquier caso no tiene ningún motivo. ¿O sí que lo tiene?

—Dijo que quería el medallón.

—Que vos dijisteis haber perdido. En una nación de un millón de nativos descontentos, ¿por qué sólo sospecháis de las personas que están de nuestra parte?

—Pero ¿están de nuestra parte?

—¡Están de mi parte! ¡Cómo lo estaréis vos, en cuanto empecéis a resolver los misterios para los que os hemos traído aquí! ¡Primero perdéis el calendario y vuestro medallón, y ahora hacéis acusaciones contra nuestros colegas! ¡Talma murió! ¡Los hombres mueren en la guerra!

—Pero sus cabezas no son entregadas metidas en una vasija.

—He visto entregar partes del cuerpo mucho peores que una cabeza. Escuchad. Vos presenciasteis la derrota de nuestra flota. Nuestro éxito peligra. Hemos quedado aislados de Francia. Los rebeldes mamelucos han empezado a agruparse en el sur. La población todavía no se ha resignado a su nueva situación. Los insurgentes cometen atrocidades precisamente para sembrar la clase de terror y confusión que ahora veo en vos. ¡Manteneos firme, Gage! Se os trajo para resolver misterios, no para crearlos.

—General, hago lo que puedo, pero está claro que la cabeza de Talma era un mensaje…

—Un mensaje de que el tiempo es vital. No puedo permitirme mostrar simpatía, porque la simpatía es una debilidad, y cualquier debilidad por mi parte invita a nuestra destrucción. Gage, he tolerado la presencia de un americano porque se me dijo que podríais sernos de utilidad para investigar a los antiguos egipcios. ¿Podéis verle algún sentido a las pirámides, sí o no?

—Lo estoy intentando, general.

—Conseguidlo. Porque en cuanto dejéis de serme útil, puedo hacer que os metan en un calabozo. —Miró más allá de mí, una vez hecha la admonición—. Ah. Son grandes, ¿verdad?

El mismo sobrecogimiento que yo había sentido en mi primera visita fue experimentado por otros cuando divisaron la Esfinge y las pirámides que se alzaban tras ella. La cháchara habitual cesó súbitamente cuando nos apiñamos en la arena como hormigas, la profundidad del tiempo súbitamente palpable. Las sombras que proyectaban sobre la arena parecían estar tan presentes como las mismas pirámides. Lo que yo experimentaba ahora no era la presencia de los fantasmas de los trabajadores y los faraones muertos hacía tantos siglos, sino más bien el sereno espíritu de las mismas estructuras.

Napoleón, sin embargo, escrutó los monumentos como un maestro de obras.

—Tan simples como si las hubiera construido un niño; pero no cabe duda de que tienen tamaño. ¡Fijaos en todo ese volumen de piedra, Monge! Construir la grande de aquí tuvo que ser como reunir un ejército. ¿Cuáles son las dimensiones, Jomard?

—Necesitamos encontrar la base y las esquinas, y aún no hemos terminado de cavar —respondió el oficial—. Cada lado de la Gran Pirámide mide por lo menos doscientos veinticinco metros y tiene más de ciento treinta y cinco metros de altura. La base cubre cinco hectáreas, y aunque las piedras usadas en la construcción son enormes, calculo que hay al menos dos millones y medio de ellas. El volumen es lo bastante grande para contener holgadamente cualquiera de las catedrales de Europa. Es la estructura más grande del mundo.

—Tanta piedra —murmuró Napoleón. Preguntó cuáles eran las dimensiones de las otras dos pirámides y se puso a hacer sus propios cálculos con uno de los lápices de Conté. Jugaba con las matemáticas como otros hombres habrían podido hacer garabatos—. ¿De dónde creéis que sacaron la piedra, Dolomieu? —preguntó mientras trabajaba.

—De algún lugar cercano —contestó el geólogo—. Esos bloques son de caliza, la piedra que forma el lecho rocoso de la meseta. Por eso parecen estar erosionados. La piedra caliza no es muy dura, y el agua la desgasta fácilmente. De hecho, las formaciones de piedra caliza suelen estar perforadas por cuevas. Aquí podríamos esperar cavernas, pero he de presuponer que esta meseta es sólida, dada la aridez. Cuentan que dentro de la pirámide también hay granito, y tuvieron que traerlo de algún lugar situado a muchos kilómetros de aquí. Sospecho que la piedra caliza del exterior también vino de otra cantera en la que había roca de mayor calidad.

Napoleón nos mostró sus cálculos.

—Mirad, es absurdo. Con la piedra que hay en estas pirámides podrías construir un muro de dos metros de alto y un metro de grueso alrededor de toda Francia.

—Espero que no querréis que hagamos tal cosa, general —bromeó Monge—. Serían millones de toneladas que llevar a casa.

—Desde luego —rio Bonaparte—. ¡Al fin he encontrado un gobernante que eclipsa mis propias ambiciones! ¡Khufu, comparado contigo soy un enano! Pero ¿por qué no se conformó con abrir un túnel en la montaña? ¿Es verdad que los ladrones de tumbas árabes no encontraron ningún cuerpo dentro?

—No hay ningún indicio de que nadie llegara a ser enterrado dentro de la pirámide —dijo Jomard—. El pasaje principal estaba bloqueado por enormes tapones de granito que parecen haber custodiado… nada.

—Así que nos hallamos ante otro misterio.

—Quizá. O quizá fueron construidas con vistas a otros propósitos, que es mi teoría. Por ejemplo, la ubicación de la pirámide, tan próxima al decimotercer paralelo, da que pensar. Eso es casi exactamente una tercera parte de la distancia que separa el ecuador del Polo Norte. Como le estaba explicando aquí al amigo Gage, los antiguos insinúan que los egipcios podrían haber entendido la naturaleza y las dimensiones del planeta.

—En ese caso, le llevan ventaja a la mitad de los oficiales de mi ejército —dijo Bonaparte.

—Igualmente impresionante es el hecho de que la Gran Pirámide y sus compañeras estén orientadas hacia las direcciones cardinales norte, sur, este y oeste con una precisión bastante superior a la que obtienen habitualmente los topógrafos modernos. Si trazas una línea desde el centro de la pirámide hasta el Mediterráneo, atraviesa el delta del Nilo exactamente por la mitad. Si trazas líneas diagonales desde la esquina de una pirámide hasta la que se alza ante ella y las prolongas, una en dirección noreste y la otra en dirección noroeste, forman un triángulo que circunda el delta. El que las pirámides fueran construidas precisamente aquí no obedeció a ningún accidente, general.

—Interesante. Una ubicación simbólica para unir el Bajo y el Alto Egipto, quizá. ¿Se os ha ocurrido pensar que la pirámide podría ser una declaración política?

Jomard encontró muy alentadora aquella atención a sus teorías, de las que se habían burlado otros oficiales.

—También es interesante considerar el apotema de las pirámides —dijo con entusiasmo.

—¿Qué es un apotema? —pregunté yo.

—Si trazas una línea hacia abajo que pase por el centro de una de las caras de la pirámide —explicó el matemático Monge—, desde la punta hasta la base, de modo que dividas su triángulo en dos, esa línea es el apotema.

—Ah.

—El apotema —prosiguió Jomard— parece medir exactamente ciento ochenta metros, o la longitud del estadio griego. El estadio era una medida de uso muy extendido que encontramos en todo el mundo antiguo. ¿Podría la pirámide ser un patrón de medida, o haber sido construida de acuerdo con un patrón de medida muy anterior al de los griegos?

—Posiblemente —dijo Bonaparte—. Pero usar esto como un palo de medir parece una excusa aún más absurda que una tumba para semejante monumento.

—Como sabéis, general, hay sesenta minutos en cada grado de una latitud o una longitud. Da la casualidad de que ese apotema también es una décima parte de un minuto de un grado. ¿Mera coincidencia? Y lo que es aún más extraño, el perímetro de la base de la pirámide es igual a medio minuto, y dos recorridos de la base a un minuto entero. Además, el perímetro de la base de la pirámide parece ser igual a la circunferencia de un círculo cuyo radio es la altura de la pirámide. Es como si los egipcios hubieran calculado las medidas de la pirámide para que contuvieran las dimensiones de nuestro planeta.

—Pero dividir la esfera terrestre en trescientos sesenta grados es una convención moderna, ¿no?

—Al contrario, ese número se originó en Babilonia y Egipto. Los antiguos eligieron trescientos sesenta porque significa los días del año.

—Pero el año tiene trescientos sesenta y cinco días —objeté yo—. Y un cuarto.

—Los egipcios añadieron cinco días sagrados cuando repararon en ello —dijo Jomard—, al igual que nosotros los revolucionarios hemos añadido festividades a nuestras treinta y seis semanas de diez días. Mi teoría es que los que construyeron esta estructura conocían la forma y las dimensiones de nuestro planeta e incorporaron esas dimensiones a la estructura para que no se perdieran, en caso de que el futuro trajese consigo un declive en el conocimiento humano. Preveían, quizá, las Edades Oscuras.

Napoleón parecía impaciente.

—Pero ¿por qué?

Jomard se encogió de hombros.

—Quizá para reeducar a la humanidad. Quizá simplemente para demostrar que lo sabían. Nosotros construimos monumentos en honor a Dios y la victoria militar. Puede que ellos construyeran monumentos en honor a las matemáticas y la ciencia.

A mí me parecía improbable que la gente de hacía tanto tiempo pudiera saber tanto y, sin embargo, había algo fundamentalmente correcto en la pirámide, como si sus constructores hubieran intentado transmitir verdades eternas. Franklin había mencionado una cualidad similar en las dimensiones de los templos griegos, y me acordé de que Jomard lo había relacionado todo con esa extraña secuencia de números de Fibonacci. Volví a preguntarme si aquellos juegos aritméticos tendrían algo que ver con el secreto de mi medallón. Las matemáticas hacían que se me nublara la mente.

Bonaparte se volvió hacia mí.

—¿Y qué opina nuestro amigo americano? ¿Cuál es la perspectiva desde el Nuevo Mundo?

—Los americanos creen que las cosas deberían hacerse con un propósito —dije, intentando sonar más sabio de lo que era— somos prácticos, como dijisteis. ¿Cuál es el uso práctico de este monumento? Puede que Jomard esté en lo cierto cuando dice que todo esto apunta a que la pirámide es algo más que una tumba.

Napoleón no se dejó engañar por mis divagaciones.

—Bueno, la pirámide tiene una punta, de eso no cabe duda. —Reímos obedientemente—. Venid. Quiero echar una mirada dentro.

Mientras la mayoría de los integrantes de nuestra excursión se conformaban con una merienda al aire libre, un puñado de nosotros entramos por el oscuro agujero en la cara norte de la pirámide. Un portal de caliza marcaba el emplazamiento de la entrada original construida por los antiguos egipcios. Dicha entrada, nos explicó Jomard, sólo quedó revelada cuando los musulmanes se llevaron el recubrimiento de la pirámide para construir El Cairo; en tiempos antiguos estaba disfrazada por una puerta de piedra astutamente montada sobre bisagras. Nadie había sabido exactamente dónde se hallaba. Así que antes de que quedara revelada, los árabes medievales intentaron saquear la pirámide abriendo su propia entrada. En el año 820, el califa Abdulah al-Mamun, sabedor de que los historiadores mencionaban la existencia de una entrada en el lado norte, hizo que un grupo de ingenieros y canteros abrieran su propio túnel al interior de la pirámide con la esperanza de encontrar los pozos y corredores de la estructura. El azar quiso que empezaran por debajo de la puerta anterior. Fue esta excavación la que utilizamos para entrar.

Aunque sus conjeturas sobre la ubicación de la entrada estaban equivocadas, los árabes que excavaban el túnel no tardaron en dar con un estrecho pozo en el interior de la pirámide que había sido construido por los egipcios. De unos ochenta centímetros de altura, este pozo descendía desde la entrada original siguiendo un ángulo que Jomard había calculado tendría veintitrés grados. Los árabes se arrastraron hacia arriba, y encontraron la entrada original y un segundo pozo que ascendía dentro de la pirámide en la misma ladera por la que descendía el primero. La existencia de ese pozo ascendente nunca había sido mencionada en las antiguas crónicas, y se hallaba bloqueado por tapones de un granito demasiado duro para que los cinceles pudieran abrirse paso a través de ellos. Convencido de que había encontrado un camino secreto al tesoro, el califa ordenó a sus hombres que abrieran un túnel alrededor de los tapones a través de los bloques de piedra caliza más blanda que los circundaban. El trabajo fue duro, asfixiante y ruidoso. El primer tapón de granito era sucedido por otro, y luego por un tercero. Tras considerables esfuerzos llegaron al pozo ascendente, pero descubrieron que ahora estaba obstruido por masas de piedra caliza. Resueltos a no darse por vencidos, excavaron incluso a través de eso. Finalmente, consiguieron pasar y encontraron…

—Nada —dijo Jomard—. Y sin embargo algo, que hoy mismo veréis.

Bajo la dirección del geógrafo, llevamos a cabo un reconocimiento de aquella confusión arquitectónica de entradas y pasillos que se cruzaban, y luego fuimos encorvados hasta llegar al pozo descendente que habían descubierto los árabes. La negrura al final de aquel pozo era total.

—¿Por qué una pendiente y no escalones? —preguntó Napoleón.

—Para hacer resbalar cosas por ella, tal vez —dijo Jomard—. O puede que esto no sea ninguna entrada sino que cumpla alguna otra función, como una cañería, o un telescopio apuntado hacia determinada estrella.

—El mayor monumento del mundo —dijo Bonaparte—, y no tiene ningún sentido. Aquí hay algo que se nos escapa.

Con la ayuda de antorchas llevadas por guías locales descendimos cautelosamente un centenar de metros, desplazándonos de lado para encontrar asideros. Los bloques tallados dieron paso a un pozo de lisas paredes que atravesaba el lecho rocoso de piedra caliza, y entonces el pozo terminó en una estancia a modo de caverna con un pequeño conducto y un suelo desigual. Parecía inacabada.

—Como podéis ver, este conducto no parece llevar a ninguna parte —dijo Jomard—. No hemos encontrado nada de interés.

—¿Entonces qué hacemos aquí? —preguntó Bonaparte.

—La falta de un propósito obvio da que pensar, ¿no os parece? ¿Por qué excavaron aquí? Y esperad, que la cosa no acaba aquí. Volvamos arriba.

Así lo hicimos, sudorosos y jadeantes. El polvo y el guano de los murciélagos nos mancharon la ropa. El aire dentro de la pirámide era caliente, húmedo y con olor a cerrado.

De nuevo en la unión de túneles y pozos, ascendimos por encima de nuestro punto de entrada original y entramos en el pozo ascendente tan laboriosamente excavado por los hombres de al-Mamun. Este subía en el mismo ángulo por el que descendía el pozo inicial y, una vez más, el techo era demasiado bajo para que uno pudiera ir erguido. No había escalones y la subida fue bastante penosa. Tras haber recorrido sesenta metros, emergimos acalorados y jadeantes en otro cruce de conductos. Ante nosotros, sin ninguna inclinación, había un pequeño pasadizo que desembocaba en una gran estancia de paredes desnudas y techo abovedado a la que los árabes habían puesto por nombre la Cámara de la Reina, pese a que nuestros guías nos dijeron que nada indicaba que ninguna reina hubiera sido enterrada allí. Nos arrastramos hasta ella y nos incorporamos. En uno de los extremos había una alcoba, posiblemente para una estatua o un ataúd puesto en posición vertical; pero estaba vacía. La estancia era notable únicamente en su desnudez. Sus bloques de granito eran completamente lisos, cada uno pesaba buenas toneladas, y las junturas eran tan perfectas que no se podía deslizar ni un trozo de papel entre ellas.

—El techo abovedado quizá desvíe una parte del peso de la pirámide hacia las paredes de la cámara —dijo Jomard.

Napoleón, impaciente ante todas las sucias indignidades que estábamos soportando, nos ordenó en un tono muy seco que volviéramos al cruce donde el pozo proseguía su ascenso. Quería ver la Cámara del Rey que había encima.

El pasadizo hecho para enanos en el que había que arrastrarte se convirtió en uno para gigantes. El pozo ascendente se ensanchaba y subía para formar una galería inclinada que terminaba en un techo acanalado situado a casi diez metros por encima de nuestras cabezas. Nuevamente no había escalones; era como trepar por un tobogán. Afortunadamente, los guías habían atado una cuerda. Una vez más, la construcción era tan perfecta como simple. La altura de aquella sección parecía tan inexplicable como el pasadizo de antes hecho para enanos.

No pude evitar preguntarme si aquella estructura realmente había sido construida por seres humanos.

Un guía árabe alzó su antorcha y señaló el techo. Pude ver en él unas cuantas masas oscuras que interferían en la perfecta simetría del lugar, pero no se me ocurrió qué podían ser.

—Murciélagos —susurró Jomard.

Las alas temblaron y susurraron en las sombras.

—Démonos prisa —ordenó Napoleón—. Tengo calor y estoy medio asfixiado. —El humo de la antorcha apestaba.

La galería medía cuarenta y siete metros de largo, anunció Jomard después de haber desenrollado una cinta de medir; y, una vez más, no tenía ningún propósito obvio. Entonces terminó la ascensión y tuvimos que agacharnos para volver a avanzar horizontalmente. Finalmente entramos en la estancia más grande de la pirámide, construida al final, del primer tercio de la subida por la masa de la estructura.

La Cámara del Rey era un rectángulo carente de rasgos construido con enormes bloques de granito rojo, Una vez más, la simplicidad era extraña. El techo era plano y el suelo y las paredes carecían de adornos. No había ningún libro sagrado o dios con cabeza de pájaro. El único objeto era un sarcófago de granito negro sin tapa puesto de pie al fondo de todo, tan vacío como la misma cámara. Con sus dos metros de alto, casi un metro de ancho y ochenta centímetros de grueso, era demasiado grande para que pudiera haber cabido por la estrecha entrada por la que acabábamos de arrastrarnos, y tenían que haberlo puesto allí mientras se construía la pirámide. Pero Napoleón pareció intrigado por primera vez, y se dirigió hacia el féretro de roca para examinarlo atentamente.

—¿Cómo pudieron arreglárselas para ahuecar esto? —preguntó.

—Las dimensiones de la cámara también son interesantes, general —dijo Jomard—. Mide diez metros de longitud por cinco metros de anchura. El suelo de la cámara representa un doble cuadrado.

—Vaya por Dios —dije yo, en un tono más burlón de lo que había pretendido.

—Jomard quiere decir que su longitud es el doble de su anchura —explicó Monge—. Pitágoras y los griegos estaban muy interesados en la armonía de esos rectángulos perfectos.

—La altura de la cámara es la mitad de la longitud de la diagonal de la estancia —añadió Jomard—, o cinco metros con setenta centímetros. Gage, echadme una mano aquí y os mostraré algo más. Sostened este extremo de la cinta en esa esquina.

Así lo hice, Jomard extendió su cinta en diagonal desde la pared de enfrente, exactamente hasta la mitad de su longitud. Entonces, mientras yo sostenía el otro extremo de la cinta en mi esquina, Jomard atravesó la cámara con el suyo hasta que lo que había sido una diagonal quedó extendido a lo largo de la pared que yo ocupaba.

Voila! —exclamó Jomard, y los ecos de su voz resonaron por toda la sala de piedra.

Una vez más no mostré la emoción que se esperaba de mí.

—¿No lo reconocéis? ¡Es aquello de lo que hablamos en la cima de la pirámide! ¡El número áureo, o significado áureo!

Ahora lo vi. Si dividías esta sala rectangular en dos cuadrados, medías la diagonal de uno de esos cuadrados y ponías esa línea encima del lado largo de la cámara, el coeficiente entre esa longitud y lo que quedaba era el supuestamente mágico 1,618.

—Estáis diciendo que esta sala incorpora números de Fibonacci del mismo modo que lo hace la pirámide propiamente dicha —dije, en un tono que esperaba sonase lo más tranquilo posible.

Monge enarcó las cejas.

—¿Números de Fibonacci? Gage, nunca se me hubiese ocurrido imaginar que entendíais tanto de matemáticas.

—Oh, he acumulado unos cuantos datos aquí y allá.

—¿Y cuál es el uso práctico de esas dimensiones? —preguntó Napoleón.

—Representan la naturaleza —aventuré yo.

—Y contienen las unidades básicas de medida del reino egipcio —dijo Jomard—. En su longitud y proporciones, creo que la cámara establece un sistema de cubitos, del mismo modo en que nosotros podríamos diseñar el sistema métrico dentro de las proporciones de un museo.

—Interesante —dijo el general—. Aun así, construir algo tan enorme… Es un acertijo. O una lente, quizá, como una lente para enfocar la luz.

—Esa es la impresión que tengo yo —dijo Jomard—. Cualquier idea que tengas, cualquier plegaria que hagas, parece ser amplificada por las dimensiones de esta pirámide. Escuchad esto. —Inició un suave tarareo, que luego convirtió en un vigoroso cántico. El sonido creó extraños ecos que parecieron vibrar a través de nuestros cuerpos. Era como tocar una nota musical que luego quedaba suspendida en el aire.

Nuestro general sacudió la cabeza.

—Salvo que esto enfoca… ¿qué? ¿Electricidad? —Se volvió hacia mí.

Si le hubiera respondido que sí con expresión majestuosa, probablemente me habría dado una recompensa. En lugar de eso, me quedé callado y lo miré con cara de idiota.

—El cofre de granito también es interesante —dijo Jomard, para llenar el incómodo silencio—. Su volumen interior es exactamente la mitad de su volumen exterior. Si bien parece haber sido hecho para acoger a un hombre o un féretro, sospecho que esas dimensiones tan precisas no son debidas a la casualidad.

—Cajas dentro de cajas —dijo Monge—. Primero esta cámara, luego el exterior de este sarcófago, luego el interior… ¿para qué? Tenemos un sinfín de teorías, pero ninguna respuesta que me parezca concluyente.

Miré hacia arriba. Sentía como si millones de toneladas pesaran sobre nosotros, amenazando con poner fin a nuestra existencia en cualquier instante. ¡Por una fracción de segundo tuve la ilusión de que el techo empezaba a descender! Pero no, parpadeé y la cámara estaba igual que antes.

—Dejadme —ordenó Bonaparte súbitamente.

—¿Qué?

—Jomard tiene razón. Siento poder aquí. ¿No lo sentís?

—Siento la pirámide opresiva y viva al mismo tiempo —ofrecí—. Como una tumba y, sin embargo, te sientes ligero, insustancial.

—Quiero estar a solas un rato aquí —nos dijo el general—. Quiero ver si puedo sentir el espíritu de este faraón muerto. Quizá su cuerpo se haya ido, pero su alma permanece. Quizá Silano y su magia son reales. Quizá pueda sentir la electricidad de Gage. Dejadme en la oscuridad con una antorcha apagada. Bajaré cuando esté listo.

Monge parecía preocupado.

—Quizá si uno de nosotros se quedara montando guardia…

—No. —Napoleón se encaramó al borde del sarcófago negro y se acostó en él, con la mirada fija en el techo. Nosotros lo miramos y él sonrió levemente—. Es más cómodo de lo que pensáis. La piedra no está ni demasiado fría ni demasiado caliente. Tampoco soy demasiado alto, ¿estáis sorprendidos? —Sonrió ante su pequeño chiste—. Y tampoco pienso quedarme aquí eternamente.

Jomard estaba nervioso.

—Ha habido casos de pánico…

—Nunca pongáis en duda mi coraje.

Jomard le hizo una reverencia.

—Al contrario, os saludo, mi general.

Así que nos retiramos obedientemente, y una antorcha tras otra desapareció a través de la baja entrada hasta que nuestro comandante se quedó solo en la oscuridad. Bajamos hasta la Gran Galería, siempre agarrados a la cuerda que nos servía de guía. Un murciélago echó a volar y descendió hacia nosotros con un ruidoso aleteo; pero un árabe agitó una antorcha y la criatura ciega se apartó del calor, aleteó hacia arriba y volvió a quedarse inmóvil en el techo. Cuando llegamos al pozo más pequeño que descendía hasta la entrada de la pirámide, yo estaba empapado de sudor.

—Lo esperaré aquí —dijo Jomard—. Los demás id fuera.

No me hice de rogar. El día parecía iluminado con un millar de soles cuando salimos de la pirámide a la pendiente exterior cubierta de arena y escombros, entre nubes de polvo que brotaban de nuestras ahora muy sucias ropas. Sentía reseca la garganta y me dolía la cabeza. Encontramos un poco de sombra en el lado este de la estructura y nos sentamos a esperar mientras bebíamos sorbos de agua. Los miembros de la excursión que se habían quedado fuera estaban dispersos por las ruinas. Algunos hacían un circuito alrededor de las otras dos pirámides. Algunos habían levantado pequeños toldos y almorzaban bajo ellos. Unos cuantos habían escalado la estructura por encima de donde estábamos sentados, y otros competían para ver quién arrojaba una piedra más lejos.

Me enjugué la frente, agudamente consciente de que no me hallaba más cerca que antes de resolver el misterio del medallón.

—¿Toda esta mole de piedra para tres pequeñas estancias?

—No tiene sentido, ¿verdad? —dijo Monge.

—Siento como si hubiera algo obvio que no vemos.

—Pues yo tengo la impresión de que vamos a ver números, como dijo Jomard. Puede que la pirámide sea un acertijo pensado para mantener ocupada a la humanidad durante siglos. —El matemático sacó papel y empezó a hacer sus propios cálculos.

Bonaparte estuvo ausente una hora entera. Finalmente hubo un grito y nos apresuramos a ir a su encuentro. Al igual que nosotros, el general emergió lleno de polvo y parpadeó bajo el sol como si no pudiera ver antes de descender por los escombros hasta la arena de abajo. Pero cuando corrimos hacia él vimos que también estaba muy pálido, y tenía la mirada extraviada de un hombre que acaba de despertar de un sueño muy vivido.

—¿Qué os ha entretenido tanto rato? —preguntó Monge.

—¿He tardado mucho?

—Al menos una hora.

—¿De veras? El tiempo se desvaneció.

—¿Y?

—Me crucé de brazos dentro del sarcófago, como esas momias que hemos visto.

Mon Dieu, general.

—Oí y vi… —Sacudió la cabeza como para despejársela—. ¿O no? —Se bamboleó.

El matemático lo agarró del brazo para sostenerlo.

—¿Oísteis y visteis qué?

Bonaparte parpadeó.

—Tuve una imagen de mi vida, o creo que era mi vida. Ni siquiera estoy seguro de si era el futuro o el pasado. —Miró a su alrededor, no sé si a modo de evasiva o para hacernos padecer un poco antes de hablar.

—¿Qué clase de imagen?

—Yo… era muy extraña. Me parece que no voy a hablar de esto. No voy a… —Entonces sus ojos se posaron en mí—: ¿Dónde está el medallón? —preguntó abruptamente.

Me cogió por sorpresa.

—Lo perdí, ¿recordáis?

—No. Os equivocáis. —Sus ojos grises parecían taladrarme con la mirada.

—Se hundió con el Orient, general.

—No. —Lo dijo con tal convicción que nos miramos sin saber qué decir.

—¿Queréis un poco de agua? —preguntó Monge, preocupado.

Napoleón volvió a sacudir la cabeza como si quisiera despejársela.

—No volveré a entrar ahí.

—Pero, general, ¿qué fue lo que visteis? —insistió el matemático.

—No volveremos a hablar de esto.

Todos nos sentíamos incómodos. Ahora que lo había visto aturdido, comprendí hasta qué punto dependía la expedición de la precisión y la energía de Bonaparte. El corso era imperfecto como hombre y como líder; pero tenía una presencia tan imperiosa, tan dominante en propósito e intelecto, que todos nos habíamos inclinado inconscientemente ante él. Nuestro comandante era la chispa de la expedición y su brújula. Sin él, nada de todo aquello estaría ocurriendo.

La pirámide parecía contemplarnos burlonamente desde lo alto, la cumbre perfecta.

—Necesito descansar —dijo Napoleón—. Vino, no agua. —Chasqueó los dedos y un edecán corrió a traerle una botella. Luego se volvió hacia mí—. ¿Qué habéis venido a hacer aquí?

¿Habría perdido el juicio?

—¿Qué? —La confusión de Bonaparte me había dejado confuso.

—Vinisteis con un medallón y una promesa de encontrarle sentido a todo esto. Aseguráis haber perdido el medallón y no habéis cumplido vuestra promesa. Sentí algo ahí dentro, y quiero saber qué es. ¿Es electricidad?

—Posiblemente, general; pero no dispongo de instrumentos que me permitan decirlo con certeza. Estoy tan perplejo como todos.

—¡Y a mí me tenéis perplejo vos, un sospechoso de asesinato y un americano, que forma parte de nuestra expedición y parece no servir de nada y sin embargo está en todas partes! Empiezo a desconfiar, Gage, y os aseguro que no es nada cómodo ser un hombre en el que no confío.

—¡General Bonaparte, he hecho cuanto he podido por ganarme vuestra confianza, en el campo de batalla y aquí! Ponerse a hacer conjeturas sin fundamento no sirve de nada. Dadme tiempo para trabajar en esas teorías. Las ideas de Jomard son interesantes, pero no he tenido tiempo de evaluarlas.

—Entonces quedaos sentado aquí en la arena hasta que lo hayáis hecho. —Cogió la botella de vino y bebió.

—¿Qué? ¡No! ¡Tengo estudios que llevar a cabo en El Cairo!

—No volveréis a poner los pies en El Cairo hasta que podáis regresar y decirme algo útil acerca de esta pirámide. No viejas historias, sino para qué es y cómo se la puede controlar. Hay poder aquí, y quiero saber cómo acceder a él.

—¡Yo también! Pero ¿cómo voy a hacerlo?

—Se supone que sois un sabio, ¿verdad? Descubridlo. Usad ese medallón que fingís haber perdido. —Luego se fue.

Nuestro pequeño grupo lo vio marchar con estupefacción.

—¿Qué diablos le ha ocurrido ahí dentro? —dijo Jomard.

—Me parece que ha tenido alucinaciones en la oscuridad —dijo Monge—. Sabe Dios que yo no me quedaría solo ahí dentro. Nuestro corso tiene redaños.

—¿Por qué me ha tratado como si yo tuviera la culpa de todo? —El antagonismo de Bonaparte me había dejado muy afectado.

—Porque estuvisteis en Abukir —dijo el matemático—. Creo que la derrota lo reconcome por dentro mucho más de lo que está dispuesto a admitir. Nuestro futuro estratégico no es nada bueno.

—¿Y ahora he de acampar aquí sin apartar la mirada de esta estructura hasta que se haya calmado?

—Dentro de un par de días se habrá olvidado de vos.

—No hasta que su curiosidad haya sido satisfecha —nos dijo Jomard—. Necesito volver a leer las fuentes antiguas. Cuanto más sé sobre esta estructura, más fascinante me parece.

—Y más carente de sentido —gruñí yo.

—¿Estáis seguro, Gage? —dijo Monge—. Aquí hay demasiada precisión para algo carente de sentido, pienso yo. No sólo demasiado trabajo, sino demasiada reflexión. Al hacer más cálculos hace unos momentos, se me ha ocurrido otra correlación. Esta pirámide es un auténtico juguete matemático.

—¿Qué queréis decir?

—Necesitaré cotejar mis hipótesis con las cifras de Jomard, pero si extrapolamos la ladera de la pirámide hasta su cima original, cuando era un poco más alta de lo que es actualmente, y comparamos su altura con la longitud de dos de los lados, creo que llegamos a uno de los números fundamentales de las matemáticas: pi.

—¿Pi?

—La razón del diámetro de un círculo a su circunferencia, Gage, es considerada por muchas culturas como sagrada. Equivale aproximadamente a veintidós partes divididas por siete, o 3,1415. El número nunca ha llegado a ser computado por completo, pero cada cultura ha intentado aproximarse lo máximo posible. Los antiguos egipcios lo calcularon en 3,160. La razón de la altura de la pirámide a dos de sus lados parece aproximarse mucho a ese número.

—¿La pirámide representa pi?

—Fue construida, quizá, para que se ajustara al valor egipcio de ese número.

—Pero, una vez más, ¿por qué?

—Una vez más nos topamos con antiguos misterios. ¿Verdad que es interesante que vuestro medallón incluya un diámetro dentro de un círculo? Lástima que lo perdierais. ¿O no lo perdisteis?

¿Interesante? Era una revelación. Durante semanas yo había viajado a ciegas. De pronto sentí como si por fin supiera con toda certeza hacia dónde apuntaba el medallón: la pirámide que tenía detrás.