o primero que tenía que hacer, después de que se me hubiera comunicado aquella noticia tan preocupante, era reunirme con Talma, quien probablemente me habría dado por muerto nada más llegar a Alejandría nuevas de la explosión del Orient. ¿Silano en Egipto? ¿Era esa la «ayuda» a la que había aludido Bonaparte?
La maltrecha flota británica no intentó forzar los fuertes reparados en el puerto de Alejandría. Lo que hizo fue empezar a patrullar la zona para imponer un bloqueo. En cuanto a mí, una pequeña embarcación árabe me depositó en la playa de la bahía de Abukir. Nadie prestó especial atención a mi desembarco, con las aguas llenas como estaban de dhows y falúas que recorrían la bahía para recuperar restos y robar a los muertos. Chalupas francesas y británicas también recuperaban cuerpos en una tregua no declarada, y en la costa, los heridos gemían bajo toscos refugios improvisados con lonas. Subí por la playa con un aspecto tan lamentable como los demás, ayudé a llevar unos cuantos heridos a la sombra de una vela agujereada por los proyectiles, y luego me uní a una desganada procesión de marineros franceses que se encaminaban hacia Alejandría. Aturdidos por la derrota, juraban en voz baja vengarse de los ingleses sin que eso bastara para borrar de sus miradas la desesperanza de quienes no saben adonde ir. Fue una caminata muy larga bajo el calor y un pilar de polvo y, cuando me detuve y miré atrás, pude ver columnas de humo allí donde algunos de los navíos franceses todavía ardían junto a la playa. Nuestra marcha nos hizo pasar junto a los escombros de civilizaciones desaparecidas hacía mucho tiempo. Una cabeza esculpida yacía volcada en el suelo. Un pie real tan grande como una mesa, con dedos del tamaño de calabazas, asomaba de entre los restos. Éramos una ruina que desfilaba cansinamente junto a otras ruinas. No llegué a la ciudad hasta medianoche.
Alejandría zumbaba como una colmena cuya paz se ha visto alterada. Fue yendo de casa en casa preguntando si sabían algo de un francés bajito y con gafas interesado en las curas milagrosas como finalmente descubrí que Talma se había alojado en la mansión de un mameluco muerto, que había sido convertida en fonda por un comerciante oportunista.
—¿El que tenía tantos males? —respondió el propietario—. Desapareció sin llevarse su maleta o su medicina.
Aquello no sonaba nada bien.
—¿No dejó ningún mensaje para mí, Ethan Gage?
—¿Sois amigo suyo?
—Sí.
—Me debe cien francos.
Pagué la deuda de Talma y reclamé su equipaje para llevármelo conmigo, con la esperanza de que el periodista hubiera vuelto corriendo a El Cairo. Sólo para asegurarme de que no se había embarcado, fui a los muelles.
—No es propio de mi amigo Talma irse sin avisar —le dije con expresión preocupada a un supervisor francés del puerto—. Realmente no es nada aventurero.
—¿Qué ha venido a hacer a Egipto, entonces?
—Busca curas para sus dolencias.
—Idiota. Debería haber ido a tomar las aguas en Alemania.
El supervisor me confirmó que el conde Silano había llegado a Egipto, pero no procedente de Francia. En vez de eso, había zarpado desde la costa siria. Al parecer había desembarcado con dos enormes baúles de pertenencias, un mono que llevaba una cadena dorada, una amante rubia, una cobra en una cesta, un cerdo en una jaula y un gigantesco guardaespaldas negro. Como si eso no bastara para llamar la atención, llevaba una gran túnica árabe a la que había añadido un fajín amarillo, botas de la caballería austríaca y un estoque francés. «¡Vengo aquí para descifrar los misterios de Egipto!», había proclamado. Con los últimos cañonazos aún gruñendo en la lejanía mientras el sol subía por el cielo sobre las ruinas de la flota, Silano había hecho traer una caravana de camellos y partido hacia El Cairo. ¿Podía Talma haber ido con él? Parecía improbable. ¿O había seguido Antoine al conde para espiarlo?
Me uní a una patrulla de caballería que se dirigía a Rosetta y luego subí a una embarcación para El Cairo. Vista desde lejos parecía como si la capital no hubiera cambiado en nada después del apocalipsis en Abukir; pero no tardé en saber que las nuevas del desastre me habían precedido.
—Es como si nos agarráramos a una cuerda —dijo el sargento que me escoltó hasta el cuartel general de Napoleón—. Aquí están el Nilo y esta estrecha banda de verdor que sigue su curso, y sólo desierto vacío a ambos lados. Entra en las arenas y te matarán para hacerse con tus botones. Forma parte de la guarnición de una aldea, y puede que te despierte el filo del cuchillo que te sierra la tráquea. Acuéstate con una mujer, y puede que te encuentres sin pelotas o con una bebida envenenada en la mano. Acaricia a un perro, y te arriesgas a coger la rabia. Sólo podemos marchar en dos dimensiones, no en tres. ¿Es la cuerda para colgarnos?
—Los franceses han progresado hasta la guillotina —bromeé como un estúpido.
—Y Nelson ya nos ha cortado la cabeza. El cuerpo está aquí, retorciéndose en El Cairo.
Pensé que la analogía no habría sido del agrado de Bonaparte, quien seguramente habría preferido la de que almirante británico nos había cortado los pies en tanto que él, los sesos, mantenía su actitud desafiante. Cuando me presenté ante él en el cuartel general, alternó el echarle toda la culpa a Brueys —«¿Por qué no puso rumbo hacia Corfú?»— con el insistir en que la situación estratégica esencial no había variado. Francia aún era dueña de Egipto y tenía todo el Levante dentro de su radio de ataque. Si la India ahora parecía más remota, Siria no había dejado de ser un blanco tentador. La riqueza y la mano de obra de Egipto no tardarían en estar bajo control. Cristianos coptos y mamelucos renegados ya habían empezado a ser reclutados dentro de las fuerzas francesas. Un cuerpo de camellos convertiría el desierto en un mar navegable. La conquista continuaría, con Napoleón como el nuevo Alejandro.
Pero después de haber repetido todo eso como para convencerse a sí mismo, Bonaparte no pudo ocultar que estaba bastante abatido.
—¿Brueys demostró coraje? —me preguntó.
—Una bala de cañón se le llevó la pierna, pero el almirante insistió en no abandonar su puesto. Murió como un héroe.
—Bien. Eso ya es algo, al menos.
—Igual que hicieron el capitán Casabianca y su joven hijo. La cubierta estaba en llamas y se negaron a abandonar la nave. Murieron por Francia y por el deber, general. La victoria podría haber sonreído a cualquiera de los dos bandos. Pero cuando el Orient saltó por los aires…
—Todo el tesoro maltés se perdió. ¡Maldición! ¿Y el almirante Villeneuve huyó?
—No había forma de que sus navíos pudieran tomar parte en el combate. Tenían el viento en contra.
—Y vos salisteis con vida, también. —La observación pareció un poco amarga.
—Soy un buen nadador.
—Eso parece. Eso parece. Tenéis madera de superviviente, ¿verdad, Gage? —Cogió unos calibradores y me miró de soslayo—. He tenido una visita que ha preguntado por vos. Un tal conde Silano, que dice conoceros de París. Comparte vuestro interés por las antigüedades y ha estado llevando a cabo su propia investigación. Le dije que habíais ido a traer algo del navío y expresó interés en examinarlo también.
Yo tenía muy claro que no iba a compartir ninguna información con Silano.
—Me temo que el calendario se perdió en la batalla.
—Mon Dieu. ¿Es que nada bueno ha salido de esto?
—También le he perdido la pista a Antoine Talma, quien desapareció en Alejandría. ¿Lo habéis visto, general?
—¿El periodista?
—Ha trabajado mucho para dar el mayor énfasis posible a vuestras victorias.
—Igual que yo he trabajado mucho para obtenerlas. Cuento con que ese periodista escriba mi autobiografía para distribuirla en Francia. La gente necesita saber qué es lo que está ocurriendo aquí realmente. Pero no, os diré que no intento mantenerme al corriente de las idas y venidas de treinta y cinco mil hombres. Vuestro amigo aparecerá si no ha huido. —La idea de que alguien intentara escabullirse de la expedición egipcia parecía atormentar a Bonaparte—. ¿Habéis hecho algún progreso en lo que respecta a descifrar el misterio de la pirámide y de ese colgante vuestro?
—Examiné el calendario. Puede que sirviese para sugerir fechas propicias.
—¿Fechas propicias para qué?
—No lo sé.
Bonaparte cerró los calibradores con un chasquido.
—Empiezo a dudar de vuestra utilidad, americano. Y, sin embargo, Silano me dice que podría haber lecciones significativas, lecciones militares, en lo que estáis investigando.
—¿Lecciones militares?
—Antiguos poderes. Egipto fue preeminente durante miles de años, construyendo obras maestras mientras el resto del mundo vivía en cabañas. ¿Cómo? ¿Por qué?
—Esa es justo la pregunta en la que han empezado a centrarse los sabios —dije yo—. Tengo curiosidad por averiguar si existe alguna referencia antigua a los fenómenos de la electricidad, Jomard ha especulado con que los egipcios podrían haberla utilizado para desplazar sus descomunales bloques de piedra. Pero no podemos leer sus jeroglíficos, todo está medio enterrado en la arena, y aún no hemos podido dedicar suficiente tiempo a las pirámides.
—Cosa que estamos a punto de remediar. Voy a investigarlas personalmente. Pero primero vendréis a mi banquete esta noche. Va siendo hora de que habléis con Alessandro Silano.
Me sorprendió la profundidad de mi alivio al ver a Astiza. Quizá fuese el haber sobrevivido a otra terrible batalla, o mi preocupación por Talma, o el pesimismo con que el sargento francés había evaluado nuestra posición en Egipto, o la aparición de Silano en El Cairo, o la impaciencia de Bonaparte con mis progresos: en cualquier caso, me sentía solo. ¿Quién era yo sino un americano exiliado, enviado con un ejército extranjero a una tierra aún más extranjera? Lo único que tenía era a esa mujer que —si bien rechazaba cualquier clase de intimidades— se había convertido en mi compañera y, secreta estimación que no correría el riesgo de compartir con ella, en una amiga. Pero el pasado de Astiza era tan vago que me veía obligado a preguntarme si realmente la conocía. La observé en busca de alguna señal de sentimientos ocultos cuando me saludó, pero simplemente parecía alegrarse de que yo hubiera vuelto ileso. Ella y Enoc tenían muchas ganas de oír mi relato de primera mano, porque El Cairo era un hervidero de rumores. Si aún me quedaba alguna duda acerca de lo inteligente que era Astiza, quedó disipada en cuanto oí cuan rápidamente había mejorado su francés.
Enoc y Ashraf no habían tenido noticias de Talma, pero habían oído muchas historias sobre Silano. El conde había llegado a El Cairo con su séquito, establecido contacto con algunos francmasones en el cuerpo de oficiales francés y hablado con místicos y magos egipcios. Bonaparte le había proporcionado unos alojamientos excelentes en la casa de otro bey mameluco, y toda clase de personajes habían sido vistos entrando y saliendo de allí a todas las horas del día y de la noche. Decían que Silano le había preguntado al general Desaix acerca de los planes inminentes para enviar tropas francesas Nilo arriba.
—Dirige a hombres que están ávidos de los secretos del pasado —añadió Astiza—. Ha reunido su propia guardia personal de asesinos beduinos, ha sido visitado por Bin Sadr y exhibe por todas partes a su fulana de cabellos amarillos en un magnífico carruaje.
—Y dicen que preguntó por ti —añadió Enoc—. Todos se han preguntado si fuiste capturado en Abukir. ¿Trajiste el calendario?
—Lo perdí, pero no sin antes haber tenido ocasión de examinarlo. Aunque sólo es una conjetura, cuando alineé los anillos de una forma que me recordaba al medallón y las pirámides, caí en la cuenta de que señalaba una fecha un mes después del equinoccio de otoño, el 21 de octubre. ¿Es significativo de algo ese día aquí en Egipto?
Enoc se puso a pensar.
—La verdad es que no. El solsticio, el equinoccio, o el Año Nuevo cuando el Nilo empieza a subir de nivel todos tienen significado, pero no sé de nada que tenga que ver con esa fecha. Puede que en la antigüedad fuese un día sagrado, pero si lo era el significado se ha perdido. Consultaré mis libros, no obstante, y le mencionaré la fecha a algunos de los imanes más sabios.
—¿Y qué hay del medallón? —pregunté. Me ponía nervioso estar tan separado de él, pero al mismo tiempo agradecía no haberlo arriesgado en la bahía de Abukir.
Enoc lo sacó, su brillo dorado familiar y reconfortante.
—Cuanto más lo estudio, más antiguo creo que es; más, me parece, que la mayoría de Egipto. Los símbolos podrían remontarse a ese tiempo profundo en que fueron construidas las pirámides. Te hablo de una época tan antigua que no sobrevive ningún libro de ese período; tu mención de Cleopatra me intrigó. Ella era una Tolomeo que vivió tres mil años después de las pirámides, y tan griega por sangre como egipcia. Cuando se hizo consorte de César y Antonio, se convirtió en el último gran eslabón entre el mundo romano y el antiguo Egipto. La leyenda dice que existe un templo, cuyo paradero se ha perdido, consagrado a Hathor e Isis, las diosas de la crianza, el amor, y la sabiduría. Cleopatra iba a rendir culto allí.
Me mostró imágenes de las diosas. Isis parecía una mujer convencionalmente hermosa con un gran tocado; en cambio Hathor era rara, con la cara alargada y las orejas que le sobresalían del cráneo como las de una vaca. Fea, pero agradable.
—El templo probablemente fue reconstruido en tiempos tolemaicos —dijo Enoc—, pero su origen es mucho más antiguo que eso, quizá tan antiguo como las pirámides. La leyenda afirma que fue orientado hacia la estrella Draco cuando esa estrella indicaba el norte. De ser así, ciertos secretos podrían haber sido compartidos entre ambos lugares. He estado buscando algo que haga referencia a un acertijo, o un santuario, o una puerta —algo a lo que podría señalar este medallón—, así que he repasado los textos tolemaicos.
—¿Y? —Vi que se lo estaba pasando en grande con el acertijo.
—Y tengo una antigua referencia griega a un pequeño templo de Isis muy visitado por Cleopatra que dice: «La vara de Min es la llave de la vida».
—¿La vara de Min? Bin Sadr tiene una vara adornada con una cabeza de serpiente. ¿Quién es Min?
Astiza sonrió.
—Min es un dios que se convirtió en la palabra raíz de vuestro término inglés man, hombre; igual que la diosa Ma’at o Mut llegó a ser la palabra raíz de vuestro término inglés mother, madre. Su vara no es como la de Bin Sadr.
—He aquí otra imagen. —Enoc la deslizó sobre la mesa. Era el dibujo de un tipo calvo en una postura envarada y con una característica particularmente fascinante: un miembro masculino rígidamente erecto en toda su prodigiosa longitud.
—Por las almas de Saratoga. ¿Ponen esto en sus iglesias?
—Es sólo naturaleza —dijo Astiza.
—Una naturaleza muy bien dotada, diría yo. —No pude contener la envidia de mi voz.
Ashraf sonrió maliciosamente.
—Típico para los egipcios, mi amigo americano.
Lo miré con dureza y él se echó a reír.
—Me estáis tomando el pelo —gruñí.
—No, no; Min es un dios real y esto es un representación real —me aseguró Enoc—, aunque mi hermano exagera la anatomía de nuestros compatriotas. Normalmente yo leería «La vara de Min es la llave de la vida» como una mera referencia sexual y mítica. En nuestras historias de la creación, el primer dios se traga su propia semilla y escupe y caga a los primeros hijos.
—¡No me digas!
—Y está el ankh, el predecesor de vuestra cruz cristiana, que habitualmente es descrito como una llave de la vida eterna. Pero ¿por qué Min en un templo de Isis? ¿Frecuentado por Cleopatra? ¿Por qué «llave» como opuesto a «esencia» o alguna otra palabra? ¿Y por qué esto a continuación: «La cripta llevará al cielo»?
—¿Por qué, ciertamente?
—No lo sabemos. Pero tu medallón podría ser una llave incompleta. Las pirámides apuntan al cielo. ¿Qué hay en esa cripta? Sabemos, como he dicho, que Silano ha estado haciendo indagaciones sobre ir al sur, Nilo arriba, con Desaix.
—¿Para adentrarse en territorio enemigo?
—El templo de Hathor e Isis se encuentra en algún lugar del sur.
Reflexioné.
—Silano ha estado llevando a cabo ciertos estudios por su cuenta en antiguas capitales. Quizá cuenta con las mismas claves que tú has descubierto. Pero apuesto a que aún necesita el medallón. Mantenlo aquí, escondido. Esta noche veré al hechicero en un banquete, y si sale el tema le diré que lo perdí en la bahía de Abukir. Podría ser nuestra única ventaja si competimos por esta llave de la vida.
—No vayas al banquete —dijo Astiza—. La diosa me dice que debemos mantenernos alejados de ese hombre.
—Y mi pequeño dios, Bonaparte, me dice que he de cenar con él.
Astiza parecía preocupada.
—Entonces no le digas nada.
—¿De mis investigaciones? —He aquí el asunto del que había hablado el periodista, pensé—. ¿O de ti?
Un leve rubor cubrió las mejillas de Astiza.
—Silano no tiene ningún interés en tus sirvientes.
—¿No? Talma me contó que había oído decir que conociste a Silano en El Cairo. Antoine fue a Alejandría no para preguntar acerca de Bin Sadr, sino acerca de ti. ¿Cuánto sabes exactamente sobre Alessandro Silano?
Astiza tardó demasiado en responder.
—Sabía de él —dijo finalmente—. Vino a estudiar a los antiguos, como yo. Pero Silano quería explotar el pasado, no protegerlo.
—¿Sabías de él? —Por Hades, yo sabía que existían los chinos, pero nunca había tenido nada que ver con ninguno de ellos. Eso no era lo que había dado a entender Talma—. ¿O lo conociste de formas que no quieres admitir, y que me has ocultado durante todos estos días?
—El problema con los hombres modernos —interrumpió Enoc— es que preguntan demasiado. No respetan ningún misterio. Eso causa un sinfín de problemas.
—Quiero saber si ella conoció…
—Los antiguos entendían que algunos secretos es mejor no investigarlos, y algunas historias es mejor olvidarlas. No dejes que tus enemigos te hagan perder a tus amigos, Ethan.
Yo estaba que echaba chispas mientras ellos me miraban.
—Pero no creo que sea ninguna coincidencia que él esté aquí ahora —insistí.
—Por supuesto que no. Tú estás aquí, Ethan Gage. Y el medallón.
—Quiero olvidarme de Silano —añadió Astiza—. Y lo que recuerdo de él es que es más peligroso de lo que parece.
Yo estaba desconcertado, pero era evidente que ellos no iban a suministrar detalles íntimos. Y quizá me estaba imaginando más de lo que había sucedido realmente.
—Bueno, Silano no puede hacernos ningún daño estando en el ejército francés, ¿verdad? —dije finalmente, por decir algo.
—No estamos en el ejército francés, estamos en una calleja de El Cairo. —Parecía preocupada—. Pasé mucho miedo por ti cuando oí hablar de la batalla. Entonces supe que el conde Silano había llegado.
Era hora de responder de la misma guisa, pero yo estaba demasiado confuso.
—Y ahora he vuelto, con rifle y tomahawk —dije, más que nada por decir algo—. Silano no me da ningún miedo.
Astiza suspiró, su aroma a jazmín era embriagador. Después de los rigores de la marcha se había transformado a sí misma con la ayuda de Enoc en una belleza egipcia, vestida de lino y seda, sus miembros y su cuello adornados con joyas de oro diseñadas a la manera antigua, sus ojos grandes, luminosos y realzados con kohl. Ojos de Cleopatra. Su figura me recordaba las curvas de las vasijas de alabastro para guardar los ungüentos y el perfume que había visto en mis paseos por el mercado. Astiza me recordaba el tiempo transcurrido desde la última vez que estuve con una mujer, y lo mucho que me gustaría que ella fuese mía ahora. Porque yo era un sabio, me había parecido lógico esperar que mi mente se mantuviera ocupada con asuntos más elevados, pero al parecer la cosa no funcionaba así. ¿Hasta qué punto podía confiar en ello?
—Las armas de fuego no siempre son efectivas contra la magia —dijo ella—. Creo que será mejor que vuelva a compartir tu dormitorio, para ayudar a cuidar de ti. Enoc lo entiende. Necesitas la protección de la diosa.
Eso sí que era un progreso.
—Si insistes…
—Me ha preparado una cama extra.
Mi sonrisa estaba tan apretada como mis pantalones de montar.
—Muy considerado por tu parte.
—Es importante que nos concentremos en el misterio. —¿Lo dijo con simpatía, o fue con intención de torturar? Puede que en las mujeres ambas cosas sean lo mismo.
Intenté fingir despreocupación.
—Tú asegúrate de estar lo bastante cerca para matar a la próxima serpiente.
Con la mente reducida a un amasijo de esperanza y frustración —el peligro habitual de involucrarse emocionalmente con una hembra—, acudí al banquete de Bonaparte. Tenía como propósito recordar a los oficiales de alto rango que su posición en Egipto aún era sólida, y que ellos debían transmitir esa solidez a sus tropas. También era importante hacer ver a los egipcios que pese al reciente desastre naval, los franceses se comportaban con ecuanimidad, y no pensaban privarse de sus cenas de gala. Había en curso planes para impresionar a la población celebrando el nuevo año de la Revolución, el equinoccio de otoño del 21 de septiembre, un mes antes de la fecha que yo creía haber adivinado en el calendario. Habría una banda de música, carreras de caballos y el vuelo de uno de los globos de gas de Conté.
El banquete fue todo lo europeo posible. Se había hecho acopio de sillas para que nadie tuviera que sentarse en el suelo al estilo musulmán. Los platos de porcelana, las copas del vino y el agua y la cubertería de plata habían sido envueltos y traídos a través del desierto con tanto cuidado como los cartuchos y los cañones. A pesar del calor, el menú incluía las habituales sopa, carne, verduras y ensalada al estilo patrio.
Silano, en cambio, era nuestro orientalista. Había venido con túnica y turbante, y lucía abiertamente el símbolo masónico del compás y la escuadra con la letra G en el centro. Talma se habría puesto furioso ante aquella apropiación. Cuatro de sus dedos lucían anillos, un arete adornaba su oreja, y la funda de su estoque era una filigrana de oro sobre esmalte rojo. Cuando entré, el conde se levantó de su asiento y me hizo una reverencia.
—¡Monsieur Gage, el americano! ¡Me dijeron que estabais en Egipto, y ahora queda confirmado! La última vez que disfrutamos de nuestra mutua compañía fue durante una partida de cartas, como supongo que no habréis olvidado.
—En todo caso, yo disfruté de ella. Gané, si no me engaña la memoria.
—¡Por supuesto, alguien tiene que perder! Y, sin embargo, el placer radica en la misma partida, ¿verdad? Ciertamente fue una diversión que podíais permitiros. —Sonrió—. Y tengo entendido que ganasteis el medallón que os ha traído a esta expedición.
—Eso, y una muerte prematura en París.
—¿Alguna amiga?
—Una fulana.
No pude desconcertarlo.
—Oh, cielos. No voy a fingir que he entendido eso. Pero naturalmente vos sois el sabio, el experto en electricidad y las pirámides, y yo soy un mero historiador.
Ocupé mi sitio en la mesa.
—Tengo un modesto conocimiento de ambas cosas, me temo. Me honra que llegara a incluírseme en la expedición. Y también sois un mago, me han dicho, señor de lo oculto y del Rito Egipcio de Cagliostro.
—Exageráis mis capacidades del mismo modo en que yo, tal vez, exagero las vuestras. Soy un mero estudiante del pasado que espera pueda proporcionarnos respuestas para el futuro. ¿Qué sabían los sacerdotes egipcios que ha permanecido perdido hasta ahora? Nuestra liberación ha abierto el camino para fusionar la tecnología de Occidente con la sabiduría de Oriente.
—¿La sabiduría de qué, conde? —gruñó el general Dumas con la boca llena de comida. Dumas comía igual que cabalgaba, al galope—. No la veo en las calles de El Cairo. Y los eruditos, ya sean científicos o hechiceros, no han logrado gran cosa. Comen, hablan y escriben.
Los oficiales rieron. Los académicos eran vistos con escepticismo, y a los soldados les parecía que su persecución de metas inútiles mantenía atrapado al ejército en Egipto.
—Eso es injusto para nuestros sabios, general —lo corrigió Bonaparte—. Monge y Berthollet apuntaron el cañón que hizo el disparo crucial en la batalla del río. Gage ha demostrado su puntería con su rifle largo. Los científicos estuvieron junto a la infantería en los cuadros. Hay en curso planes para molinos, canales, fábricas y fundiciones. ¡Conté planea hinchar uno de sus globos! Nosotros los soldados iniciamos la liberación, pero son los estudiosos quienes la harán realidad. Nosotros ganamos una batalla, pero ellos conquistan la mente.
—Entonces dejad que se encarguen de conquistarla y vayámonos a casa —dijo Dumas mientras volvía a concentrarse en un muslo de pollo.
—Los antiguos sacerdotes fueron igualmente útiles —dijo Silano suavemente—. Curaban a la gente y daban leyes. Los egipcios tenían hechizos para sanar a los enfermos, ganarse el corazón de la persona amada, alejar el mal y adquirir riquezas. En el Rito Egipcio tenemos hechizos para influir sobre el tiempo, proporcionar invulnerabilidad contra todo daño y curar a los que agonizan. Y podría llegar a descubrirse todavía más, espero, ahora que controlamos la cuna de la civilización.
—Estáis promoviendo la hechicería —le advirtió Dumas—. Tened cuidado con vuestra alma.
—Descubrir no es hechicería. Pone herramientas en las manos de los soldados.
—El sable y las pistolas nos han bastado hasta ahora.
—¿Y de dónde salió la pólvora, sino de experimentos con la alquimia?
Dumas eructó a modo de réplica. El general era enorme, estaba ligeramente borracho y se exaltaba con facilidad. Quizá se libraría de Silano por mí.
—Estoy promoviendo la utilización de poderes invisibles, como la electricidad —prosiguió Silano sin inmutarse, con una inclinación de cabeza dirigida a mí—. ¿Qué es esa fuerza misteriosa que podemos observar con sólo frotar dos trozos de ámbar? ¿Existen energías que animan el mundo? ¿Podemos transformar los elementos más bajos en otros más valiosos? Mentores como Cagliostro, Kolmer y Saint-Germain nos mostraron el camino. Monsieur Gage puede aplicar las perspicaces observaciones del gran Franklin…
—¡Ja! —lo interrumpió Dumas—. Cagliostro quedó en evidencia como el falsario que era en media docena de países. ¿Invulnerable al daño? —Puso la mano sobre la empuñadura de su pesado sable de caballería y empezó a tirar de él—. Probad a lanzar un hechizo contra esto.
Pero antes de que pudiera desenvainarlo hubo un fogonazo de movimiento y la punta del estoque de Silano quedó apoyada en el puño del general. Fue como el parpadeo del ala de un ruiseñor, y el aire vibró con el veloz arco de su espada desenvainada.
—No necesito magia para ganar un mero duelo —dijo el conde con suave advertencia.
La habitación había quedado en silencio, aturdida por su celeridad.
—Guardad vuestras espadas, los dos —ordenó Napoleón finalmente.
—Por supuesto. —Silano envainó su esbelta hoja casi tan deprisa como la había desenvainado.
Dumas torció el gesto, pero dejó que su sable volviera a caer dentro de la funda.
—Así que confiáis en vuestro acero como el resto de nosotros —musitó.
—¿Retáis también a mis otros poderes?
—Me gustaría verlos.
—El alma de la ciencia es la prueba escéptica —estuvo de acuerdo el químico Berthollet—. Una cosa es asegurar que podéis hacer magia y otra hacerla, conde Silano. Admiro vuestro espíritu indagador, pero las afirmaciones extraordinarias requieren una prueba extraordinaria.
—Quizá debería levitar las pirámides.
—Eso nos impresionaría a todos, estoy seguro.
—Y, sin embargo, el descubrimiento científico es un proceso gradual de experimentaciones y evidencia —prosiguió Silano—. Con la magia y los poderes antiguos ocurre exactamente lo mismo. Espero levitar pirámides, volverme invulnerable a las balas o alcanzar la inmortalidad; pero por el momento soy un mero investigador, como vuestros sabios. Por eso he hecho el largo viaje hasta Egipto después de haber llevado a cabo indagaciones en Roma, Estambul y Jerusalén. Aquí el americano tiene un medallón que podría ser útil para mi investigación, si me permite estudiarlo.
Las cabezas se volvieron hacia mí. Yo sacudí la mía.
—Es arqueología, no magia; y no debe servir para el experimento alquímico.
—Para estudiarlo, he dicho.
—Los verdaderos sabios ya se encargan de proporcionarnos resultados con sus estudios. Sus métodos son creíbles. El Rito Egipcio no lo es.
El conde me miró como un maestro decepcionado con uno de sus discípulos.
—¿Me estáis llamando mentiroso, monsieur?
—No, soy yo quien os lo llama —volvió a interrumpir Dumas, al tiempo que dejaba caer su hueso de pollo en el plato—. Sois un fraude, un hipócrita y un charlatán. Siempre evito relacionarme con magos, alquimistas, sabios, gitanos o sacerdotes. Venís aquí vestido con túnica y turbante como un payaso de Marsella y habláis de magia, pero os veo cortar vuestra carne con el cuchillo como hacemos el resto de nosotros. Agitad todo lo que queráis esa agujita vuestra, pero pongámosla a prueba en una batalla de verdad contra sables de verdad. Respeto a los hombres que luchan o construyen, no a aquellos que hablan y fantasean.
Los ojos de Silano brillaron con un peligroso disgusto.
—Habéis impugnado mi honor y mi dignidad, general. Quizá debería retaros.
Un estremecimiento de expectación recorrió la habitación. Silano tenía la reputación de ser mortífero en los duelos, y al menos ya había dado muerte a dos enemigos en París. Pero Dumas era un Goliat.
—Y yo quizá debería aceptar vuestro reto —gruñó el general.
—Batirse en duelo está prohibido —le espetó Napoleón—. Ambos lo sabéis. Si cualquiera de los dos lo intenta, os haré fusilar.
—Así que estáis a salvo por ahora —le dijo Dumas al conde—. Pero más vale que encontréis vuestros hechizos mágicos, porque cuando volvamos a Francia…
—¿Por qué esperar? —dijo Silano—. ¿Se me permite sugerir otra clase de contienda? Nuestro estimado químico ha solicitado una prueba escéptica, así que dejadme proponer una. Para la cena de mañana, permitidme traer un cochinillo que me he traído conmigo de Francia. Como sabéis, los musulmanes se niegan a tener ninguna clase de contacto con el animal; su único cuidador soy yo. Dais a entender que carezco de poderes. Permitidme entonces, dos horas antes de la cena, que os entregue el cerdo para prepararlo de la manera que queráis: asado, hervido, al horno o frito. No me acercaré a él hasta que haya sido servido. Cortaréis la carne en cuatro partes iguales y me serviréis el cuarto que prefiráis. Vos mismo comeréis otra porción.
—¿Qué pretendéis demostrar con ese disparate? —preguntó Dumas.
—El día después de esta cena, ocurrirá una de cuatro cosas: o ambos estaremos muertos o ninguno de los dos estará muerto; o yo estaré muerto y vos no; o vos estaréis muerto y yo no. De estas cuatro posibilidades os doy tres y apuesto cinco mil francos a que, el día después de la cena, vos estaréis muerto y yo estaré bien.
Hubo silencio en la mesa. Dumas parecía un poco nervioso.
—Esa es una de las viejas apuestas de Cagliostro.
—Que ninguno de sus enemigos aceptó jamás. He aquí vuestra ocasión de ser el primero, general. ¿Dudáis lo bastante de mis poderes para cenar conmigo mañana?
—¡Intentaréis recurrir a alguna clase de treta o magia!
—Que vos dijisteis que no puedo hacer. Demostradlo.
Dumas nos miró. En un combate se sentía muy seguro de sí mismo, pero ¿eso?
—Batirse en duelo está prohibido, pero esta apuesta me gustaría verla —dijo Bonaparte, quien disfrutaba con el tormento de un general que lo había desafiado durante la marcha.
—Me envenenaría con uno de sus juegos de manos, lo sé.
Silano extendió los brazos, sintiendo que tenía la victoria al alcance de la mano.
—Podéis registrarme de pies a cabeza antes de que nos sentemos a comer, general.
Dumas se dio por vencido.
—Bah. No cenaría con vos ni aunque fueseis Jesucristo, el diablo o el último hombre en la tierra. —Empujó su asiento hacia atrás y se puso en pie—. Mimad sus investigaciones si tenéis que hacerlo —se dirigió a la habitación—, pero os juro que en este maldito desierto no hay nada aparte de un montón de rocas viejas. Lamentaréis haber escuchado a estos parásitos, sea este charlatán o la sanguijuela americana. —Y con esas palabras salió de la habitación hecho una furia.
Silano se volvió hacia nosotros.
—Es más sabio de lo que se diría por su reputación, al haber rechazado mi desafío. Eso significa que vivirá para tener un hijo que hará grandes cosas, predigo. En cuanto a mí, sólo pido permiso para hacer indagaciones. No deseo ir a la caza de templos cuando el ejército marche río arriba. Os doy todo mi respeto, valientes soldados, y a cambio sólo pido una pequeña porción. —Me miró—. Tenía la esperanza de que podríamos trabajar juntos como colegas, pero al parecer somos rivales.
—Simplemente no siento ninguna necesidad de compartir vuestras metas, o mis pertenencias —repliqué.
—Entonces vendedme el medallón, Gage. Decid vuestro precio.
—Cuanto más lo queráis, menos inclinado me siento a permitir que lo tengáis.
—¡Maldito seáis! ¡Sois un obstáculo para el conocimiento! —Esto último lo gritó al tiempo que dejaba caer la mano sobre la mesa, y fue como si una máscara hubiera caído de sus facciones. Lo que había tras ella era rabia, rabia y desesperación, mientras me miraba con ojos de implacable enemistad—. ¡Ayudadme o preparaos a soportar lo peor!
Monge se levantó de un salto, la viva imagen de la adusta admonición de lo establecido.
—¡Cómo os atrevéis, monsieur! Vuestra impertinencia no dice nada bueno de vos. ¡Me siento tentado de aceptar la apuesta que hicisteis!
Napoleón se puso en pie, claramente disgustado por el cariz que empezaba a tomar la discusión.
—Nadie va a comer cerdo envenenado. Quiero que el animal sea atravesado a bayonetazos y arrojado al Nilo esta misma noche. Gage, estáis aquí en vez de ocupar una celda en París por indulgencia mía. Os ordeno que ayudéis al conde Silano de todas las maneras que podáis.
Yo también me puse en pie.
—Entonces he de comunicar lo que no me decidía a admitir. El medallón ha desaparecido, perdido cuando caí por la borda en la batalla de Abukir.
Un zumbido de conversaciones se propagó por la mesa cuando todos se pusieron a cruzar apuestas sobre si yo estaba diciendo la verdad. Confieso que casi encontré agradable aquella repentina notoriedad, pese a saber que sólo podía traerme más problemas. Bonaparte frunció el ceño.
—No dijisteis nada de esto antes —dijo Silano escépticamente.
—No me enorgullezco de mi contratiempo —contesté—. Y quería que los oficiales aquí reunidos vieran el codicioso perdedor que sois realmente. —Me volví hacia los demás—. Este noble no es un estudioso serio. Sólo es un jugador frustrado que intenta obtener por la amenaza lo que perdió por las cartas. Yo también soy francmasón, y el Rito Egipcio del conde Silano es una corrupción de los preceptos de nuestra orden.
—Miente. —Silano estaba furioso—. No hubiese vuelto a El Cairo si no tuviera el medallón.
—Claro que hubiese vuelto. Soy uno de los sabios de esta expedición, no menos que Monge o Berthollet. Quien no ha vuelto es mi amigo, el escritor Talma, que desapareció en Alejandría cuando vos llegasteis.
Silano se volvió hacia los demás.
—Magia, otra vez.
Todos rieron.
—No bromeo, monsieur —dije—. ¿Sabéis dónde está Antoine?
—Si encontráis vuestro medallón, quizá pueda ayudaros a encontrar a Talma.
—¡Os he dicho que el medallón se ha perdido!
—Y yo he dicho que no os creo. Mi querido general Bonaparte, ¿cómo sabemos de parte de qué bando está este americano, este hombre que habla inglés?
—¡Esto es indignante! —grité, mientras me preguntaba secretamente de parte de qué bando debería estar y tomaba la firme resolución de estar de parte de mi bando, cualquiera que fuese este. Como había dicho Astiza, ¿en qué creía yo realmente? En los tesoros, las mujeres hermosas y George Washington—. ¡Batíos en duelo conmigo! —lo reté.
—¡No habrá duelos! —ordenó Napoleón una vez más—. ¡Basta! ¡Os comportáis como niños! Gage, tenéis permiso para dejar mi mesa.
Me puse en pie y le hice una reverencia.
—Quizá sea lo mejor. —Retrocedí hacia la puerta y salí de la habitación.
—¡Estáis a punto de ver lo serio que soy como estudioso! —me gritó Silano. Y luego oí que le decía a Napoleón—: Ese americano, no deberíais confiar en él. Ese hombre podría hacer que todos nuestros planes fracasaran.
Al día siguiente ya era más de mediodía cuando Ash, Enoc, Astiza y yo nos tomábamos un descanso junto a la fuente de Enoc mientras hablábamos de la cena y el propósito de Silano. Enoc había armado a sus sirvientes con garrotes. Por ninguna razón obvia, nos sentíamos asediados. ¿Por qué había recorrido toda aquella distancia Silano? ¿Cuál era el interés de Bonaparte? ¿Deseaba el general poderes ocultos también? ¿O magnificábamos lo que sólo era inocente curiosidad hasta convertirlo en una amenaza?
Nuestra respuesta llegó cuando hubo una breve llamada a la puerta de Enoc y Mustafá fue a abrir. Volvió no con un visitante, sino con una vasija.
—Alguien ha dejado esto.
El recipiente de color arcilla de unos sesenta centímetros de altura era grueso, y lo bastante pesado para que yo pudiera ver flexionarse los bíceps en los brazos del sirviente cuando lo llevó a una mesita baja y lo puso en ella.
—No había nadie y la calle estaba vacía.
—¿Qué es? —pregunté.
—Una vasija para el aceite —dijo Enoc—. No es costumbre entregar un regalo de esta manera. —Parecía un poco receloso, pero se levantó para abrirla.
—Espera —dije—. ¿Y si es una bomba?
—¿Una bomba?
—O un caballo de Troya —dijo Astiza, que se sabía sus leyendas griegas tan bien como las egipcias—. Un enemigo deja esto, nosotros lo llevamos dentro…
—¿Y unos soldaditos minúsculos saltan de la vasija? —preguntó Ashraf, divertido por la idea.
—No. Serpientes. —Astiza no había olvidado el incidente en Alejandría.
Ahora Enoc titubeó.
Ash se levantó.
—No te acerques a esa vasija. Ya la abriré yo.
—Usa un palo —dijo su hermano.
—Usaré una espada, y seré rápido.
Retrocedimos unos cuantos pasos. Usando la punta de una cimitarra, Ashraf rompió el sello de cera en el borde y levantó la tapa. Ningún sonido salió del interior. Así que, con la punta de su arma, Ash levantó la tapa muy despacio y la hizo caer al suelo. Una vez más, nada. Ash se inclinó hacia delante cautelosamente, hurgó en la vasija con la punta de la cimitarra… y saltó hacia atrás.
—¡Serpiente! —confirmó.
Maldición. Ya estaba harto de reptiles.
—Pero no puede ser —dijo el mameluco—. La vasija está llena de aceite. Puedo olerlo. —Volvió a acercarse cautelosamente y hurgó con la punta de la cimitarra—. No… esperad. La serpiente está muerta. —Parecía preocupado—. Que los dioses se apiaden de nosotros.
—¿Qué diablos pasa aquí?
El mameluco torció el gesto, metió la mano en la vasija y sacó de ella un puñado de cabellos mojados de aceite enredados con las escamas de un reptil. Cuando extendió el brazo, vimos un objeto redondo envuelto por los anillos de una serpiente muerta: una cabeza humana que chorreaba aceite.
Gemí. Era Talma, los ojos muy abiertos y la mirada perdida en la nada.