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ejé el calendario y me uní a la marea de hombres que subían hacia las cubiertas artilleras, marineros que maldecían la falta de preparación del Orient. Nuestro navío insignia era mitad almacén, sin tiempo ahora para estibarlo todo adecuadamente. Los hombres corrían a colocar los cañones en sus emplazamientos, amarrar vergas y desmontar andamios.

Subí al aire fresco y la luz de la cubierta principal.

—¡Bajad esos toldos! —aullaba el capitán Casabianca—. ¡Haced señales a los hombres de la costa para que regresen! —Se volvió hacia su hijo, Giocante—. Ve a organizar a los monos de la pólvora. —El chico, que mostraba más expectación que miedo, desapareció bajo cubierta para supervisar la transferencia de munición a los hambrientos cañones.

Me dirigí al alcázar para hablar con el almirante Brueys, que estudiaba el mar con su catalejo. El horizonte estaba blanco de velas, y el viento empujaba rápidamente los problemas hacia nosotros. El escuadrón de Nelson tenía hasta el último centímetro de lona desplegado y en tensión, y no tuve que esperar mucho para poder contar los catorce navíos de la línea. Los franceses tenían trece, más cuatro fragatas —lo bastante igualados en número—, pero con el ancla echada y a medio preparar. Seis de ellos estaban en línea delante del Orient, seis detrás. Empezaba a caer la tarde, ya no eran horas de entablar combate y Brueys podía hacerse a la mar por la noche. Pero los británicos no daban señales de aflojar el velamen. Lo que hacían era correr hacia nosotros como una jauría de sabuesos impacientes, la espuma volando de sus proas. Tenían intención de iniciar el combate.

Brueys oteaba la lejanía.

—¿Almirante? —me atreví a decir.

—Centenares de hombres en la costa, nuestros suministros por asegurar, nuestras velas y vergas bajas, la mitad de nuestras tripulaciones enferma —musitó para sí mismo—. Se lo advertí. Ahora tendremos que combatir sin movernos del sitio.

—¿Almirante? —volví a intentar—. Creo que mi investigación ha concluido. ¿Debería desembarcar?

Me miró por un instante con los ojos vacíos de toda expresión y luego se acordó de mi misión.

—Ah, sí, Gage. Demasiado tarde, americano. Todos nuestros botes están ocupados trayendo marineros.

Fui a sotavento y miré. Como era de esperar, los botes de la flota iban hacia la playa para recoger a los hombres que habían desembarcado. Me pareció que no tenían ninguna prisa por volver.

—Para cuando regresen los botes, ya tendremos encima a los ingleses —dijo Brueys—. Me temo que seréis nuestro invitado para la batalla.

Tragué saliva y volví a mirar los navíos ingleses, grandes castillos de tensa lona inclinados bajo el viento, con hombres que se arrastraban como hormigas por los penoles, cada cañón asomado a su portilla y el rojo de los estandartes de combate ondeando al viento. Que me aspen si no parecían estar impacientes por entrar en combate.

—El sol se está poniendo —dije, nervioso—. No creo que los británicos ataquen en la oscuridad.

El almirante contempló el escuadrón que se aproximaba con los labios apretados en una mueca de resignación. Llegué a la conclusión de que la disentería lo había enflaquecido hasta el punto de darle un aspecto cadavérico, y que parecía estar tan en condiciones de librar una dura batalla como un hombre que acaba de correr cuarenta kilómetros.

—Nadie que estuviera en su sano juicio lo haría —respondió—. Pero hablamos de Nelson. —Cerró el catalejo con un seco chasquido—. Os sugiero que bajéis al cuarto del tesoro. Queda por debajo de la línea de flotación y es más seguro.

Yo no quería luchar con los ingleses, pero parecía cobarde no hacerlo.

—Si os sobra algún rifle…

—No, es mejor que no estorbéis. Este combate es cosa de la armada. Vos sois un sabio, y vuestra misión es volver a Napoleón con esa información. —Me dio una palmadita en el hombro, se volvió y empezó a impartir nuevas órdenes.

Demasiado curioso para escabullirme abajo ya, fui hacia la barandilla, sintiéndome perfectamente inútil y maldiciendo en silencio al impaciente Nelson. Cualquier almirante normal hubiese plegado el velamen al ver que el cielo se ponía anaranjado, maniobrado a su flota en una pulcra línea de batalla y dado a sus hombres una cena caliente y una buena noche de sueño antes de iniciar una confrontación. Pero se trataba de Nelson, famoso por abordar no sólo un navío francés sino también el siguiente, saltando de uno a otro y capturándolos a ambos. Una vez más, no mostraba señales de aflojar. Cuando más cerca estaba, más gritos de consternación se oían entre los marineros franceses. ¡Aquello era una locura! Y, sin embargo, cada vez era más obvio que la batalla iba a iniciarse al final del día.

Los marineros desembarcados seguían subiendo a los botes, en un intento de regresar a sus navíos.

Unos cuantos cañones abrieron fuego, sin ningún efecto. Vi cómo los navíos ingleses que encabezaban la formación ponían rumbo al extremo oeste de la línea francesa, cerca de la isla de Abukir, donde los franceses habían apostado una batería de tierra. Aquel extremo de la bahía se hallaba repleto de escollos, y Brueys había confiado en que la flota inglesa no lo atravesaría. Pero nadie había informado a Nelson de aquello y dos navíos de guerra ingleses, apropiadamente llamados Zealous y Goliath, libraban una disputada carrera por el privilegio de encallar. ¡Era una locura! El sol rojo sangre flotaba sobre el horizonte, y los obuses de costa franceses abrieron fuego sin importarles que el arco descrito por sus proyectiles no alcanzara los navíos ingleses. El Goliath se adelantó en su pequeña carrera, bellamente silueteado sobre el orbe poniente; y en vez de chocar con una roca se escurrió limpiamente entre Le Guerrier y la costa. ¡Después viró con elegancia y ascendió por la línea francesa en el lado de sotavento, entre Brueys y la playa! Orzó velas cuando llegó a la altura del segundo navío de la formación, Le Conquérant, dejó caer el ancla con tanta tranquilidad como si acabara de llegar a puerto y, acto seguido, descargó una gran andanada sobre el flanco no preparado del navío francés. Hubo como un retumbar de truenos, y una inmensa humareda se elevó hacia el cielo para envolver a los dos navíos. Le Conquérant se bamboleó como golpeado por un puño. Pude ver grandes surtidores de astillas que describían un arco hacia el cielo mientras el navío francés era cañoneado. Entonces los gritos empezaron a flotar a lo largo de la línea. Anclados como estábamos y con el viento en contra, no podíamos hacer más que esperar nuestro turno.

El Zealous ancló junto a Le Guerrier, y los navíos británicos Orion, Audacious y Theseus siguieron hacia el interior de la bahía de Abukir, con lo que también cogieron a los franceses por su flanco desprotegido. El formidable muro defensivo erigido por Brueys pareció quedar condenado a la desventura. El humo de los cañonazos subía hacia el cielo para formar nubarrones de tormenta; y lo que al principio sólo había sido un lejano retumbar de cañones sonó cada vez más próximo, aumentando de volumen hasta convertirse en un rugido. El sol se había puesto, el viento amainaba, el cielo se oscurecía. El resto de la flota inglesa redujo el ritmo de su avance hasta marchar muy despacio y bajó amenazadoramente por el lado de sotavento, lo cual significaba que cada navío francés situado al frente de la línea anclada de Brueys era cañoneado desde ambos lados, superado en número por dos a uno. Mientras los seis primeros navíos franceses eran bombardeados, los que estaban en la retaguardia de la formación no tenían ninguna forma de entrar en la batalla. Permanecieron anclados, sus tripulaciones mirando impotentes. Fue un asesinato puro y simple. Pude oír los roncos vítores ingleses en el anochecer, mientras que los gritos franceses eran de horror y odio ante la creciente carnicería. Napoleón ya se habría puesto a soltar juramentos si hubiese estado allí para verlo.

Existe cierta horrible majestuosidad en una batalla naval, un lánguido ballet que incrementa la tensión antes de cada andanada. Las embarcaciones se materializan en la humareda como gigantes al acecho. Los cañones rugen. Luego transcurren largos segundos mientras las baterías son recargadas, los heridos, arrastrados a un lado, y los cubos, vaciados sobre los incendios que empiezan a crepitar. Allí en el Nilo, algunos de los navíos se cañoneaban mutuamente desde sus posiciones ancladas. El humo creaba una vasta niebla, apenas penetrada por la claridad de una luna llena que empezaba a subir en el cielo. Los navíos que aún conservaban la movilidad maniobraban medio ciegos. Vi cómo un navío inglés emergía cerca del nuestro —Bellerophon, ponía en su casco— y oí gritos ingleses de apuntar los cañones. El Bellerophon flotó hacia nosotros con la pesada lentitud de un iceberg.

—¡Abajo! —me gritó Brueys. En la cubierta de abajo pude oír que el capitán Casabianca gritaba: «¡Abrid fuego! ¡Abrid fuego!». Me pegué al suelo del alcázar, y el mundo se disolvió en un rugido. El Orient se bamboleó, tanto a causa de la descarga de sus propios cañones como por el peso de la andanada de respuesta inglesa cuando esta dio en el blanco. El navío tembló bajo mis pies y pude oír ruidos de madera astillada cuando fue destripado. Pero la táctica francesa de apuntar a los cordajes también sembró el caos en el otro bando. Como una cascada de árboles talados por el hacha, los mástiles del Bellerophon crujieron para desplomarse en un enorme amasijo que se precipitó con un estruendo aterrador sobre la cubierta principal. El navío de guerra británico empezó a alejarse de nosotros en una lenta deriva. Ahora eran los marineros franceses los que lanzaban vítores. Me incorporé, avergonzado de que nadie más hubiese recurrido al cuerpo a tierra en la cubierta. Pero al menos una veintena de hombres yacían muertos o heridos, y Brueys sangraba por la cabeza y la mano. Se negó a que le vendasen las heridas, como si le diera igual que su sangre gotease sobre la cubierta.

—Me refería a que bajarais a la segunda cubierta, monsieur Gage —enmendó.

—Quizá doy buena suerte —dije con voz trémula, mientras veía desaparecer al Bellerophon en el banco de humo de los cañones.

Pero apenas había dicho yo eso cuando el destello anaranjado de uno de los cañones británicos rasgó la oscuridad, y una bola de cañón vino silbando hacia nosotros para atravesar la barandilla y cortar limpiamente al almirante por el muslo. La parte inferior de la pierna le fue arrancada como un diente extraído con un cordel y se perdió en la noche entre una fina neblina de sangre, un objeto blanco que giraba en el aire. Brueys se sostuvo por un instante sobre una sola pierna mientras contemplaba con incredulidad el vacío dejado por su miembro ausente y luego, despacio como un taburete al que se le ha roto una pata, se desplomó para caer ruidosamente sobre cubierta. Sus oficiales gritaron e hicieron corro a su alrededor. La sangre manaba como salsa derramada.

—¡Llevadlo a la enfermería! —rugió el capitán Casabianca.

—No —jadeó Brueys—. Quiero morir donde pueda ver.

Todo era caótico. Un marinero se tambaleaba con la mitad del cuero cabelludo arrancado. Un guardiamarina yacía sobre un cañón como un trozo de basura que alguien hubiera tirado allí, el pecho atravesado por un palmo de astilla. La cubierta principal se había convertido en un infierno de astillas voladoras, jarcias que caían, evisceracíón y restos ensangrentados. Los chicos de la pólvora resbalaban sobre láminas de sangre, manada más deprisa de lo que la arena arrojada sobre ella podía absorber. Los cañones ladraban, los mosquetes crujían, los proyectiles gritaban en el aire, y la misma concentración del caos parecía mucho peor que una batalla en tierra. La noche palpitaba con los fogonazos de los disparos, de forma que uno veía la batalla en un parpadear de fugaces vislumbres. Yo apenas oía, y lo único que podía oler y paladear era humo. Dos navíos británicos más habían echado el ancla cerca de nosotros, comprendí, y empezaban a bombardearnos con nuevas andanadas. El Orient se estremecía bajo el impacto de los proyectiles como un perro castigado, y nuestros ladridos se volvían cada vez más lentos a medida que los cañones franceses iban quedando incapacitados.

—Ha muerto —anunció Casabianca, al tiempo que se incorporaba. Bajé la mirada hacia el almirante. Parecía blanco y vacío, como deshinchado por la sangre que había perdido, pero nuevamente sereno. Al menos no tendría que responder ante Napoleón.

Entonces hubo otra andanada británica y otra explosión de astillas. Esta vez fue Casabianca el que gruñó y cayó al suelo. La cabeza de otro oficial simplemente había desaparecido, disuelta en lluvia roja a la altura de los hombros; y un teniente recibió una bala de cañón en el estómago y fue arrojado por la borda como catapultado. Yo estaba demasiado aterrado para moverme.

—¡Padre! —El guardiamarina que me había guiado antes apareció de repente y corrió a inclinarse sobre Casabianca, los ojos desorbitados por el miedo. El capitán contestó con un juramento mientras se levantaba del suelo. Estaba cubierto de pequeñas heridas causadas por las astillas, más furioso que seriamente herido.

—Ve abajo como te dije —gruñó.

—¡No te abandonaré!

—No abandonarás tu deber. —Cerró la mano sobre el hombro de su hijo—. ¡Somos ejemplos para nuestros hombres y para Francia!

—Yo me lo llevaré —dije, y tiré del chico para que me acompañara. Yo también quería salir de aquella cubierta convertida en matadero—. Vamos, Giocante, serás más útil trayendo pólvora que muerto aquí arriba.

—¡Soltadme!

—¡Haz lo que se te ha ordenado! —gritó su padre.

El chico dudaba.

—Temo que te maten.

—Si lo hacen, tu responsabilidad es ayudar a los hombres a cumplir con su deber. —Luego suavizó el tono—. Saldremos de esta.

El chico y yo descendimos a la penumbra infernal. Las tres cubiertas artilleras se habían llenado de un humo que apenas dejaba respirar, y vibraban con una cacofonía de ruidos: el estruendo de los cañones, el impacto de los proyectiles enemigos y los gritos de los heridos. Las detonaciones hacían que a muchos de los artilleros les sangrasen los oídos. El guardiamarina divisó algún deber en el que podía ser de utilidad y echó a correr en tanto que yo, con nada que ofrecer, seguí descendiendo hasta volver a encontrarme por debajo de la línea de flotación. Si el Orient se hundía, al menos podría llevar el calendario conmigo. Allí en la sentina los cirujanos aserraban miembros entre gritos que sólo mi relativa sordera hacía soportables, y sus faroles se balanceaban con cada retumbar de los cañones. Los marineros se pasaban cubos de agua para limpiar la sangre.

Una cadena de chicos formada como una fila de monos ante la santabárbara sacaba de ella cartuchos metidos en paquetes que parecían salchichas y los pasaba arriba. Corrí al cuarto del tesoro, donde se había apagado la luz.

—¡Necesito un farol! —le grité al centinela.

—¡No cerca de la pólvora, idiota!

Solté un juramento y busqué a tientas en la oscuridad para dar con el calendario. Mis manos hurgaban en el rescate de un rey, y la única forma de sacar algún provecho de él era a través de un huracán de fuego. ¿Y si nos hundíamos? Millones de francos de tesoro irían al fondo del mar. ¿Podía meterme un poco en la bota? Sentía bambolearse Orient cuando cada nueva andanada británica empujaba al navío de guerra como si quisiera tumbarlo. La cubierta temblaba y las cuadernas se estremecían. Me acurruqué como un niño asustado, y empecé a gemir mientras buscaba. El cañoneo era como un ariete que embiste una puerta, y no cabía duda de que terminaría por derribarnos.

Entonces oí la palabra más temida por un marinero: «¡Fuego!».

Miré fuera. La puerta de la santabárbara acababa de ser cerrada de golpe y los monos de la pólvora corrían escalerilla arriba. Eso significaba que nuestros cañones no tardarían en guardar silencio. Arriba todo se había vuelto anaranjado. «¡Abrid las válvulas para inundar la santabárbara!», gritó alguien, y empecé a oír el estruendo del agua al manar. Puse la mano sobre la cubierta que había sobre mi cabeza y me encogí. Ya estaba amenazadoramente caliente. Los heridos gritaban de terror.

Una cabeza apareció en la escotilla de arriba.

—¡Sal de ahí, americano chiflado! ¿No sabes que el navío está ardiendo?

¡Ahí! ¡El calendario! Sentí su forma, lo cogí y corrí escalerilla arriba impulsado por el miedo, dejando atrás una fortuna. Había llamas por todas partes y se extendían más deprisa de lo que nunca se me hubiese ocurrido pensar que podía llegar a propagarse un incendio. Alquitrán, cáñamo, pintura, madera seca y lona: combatíamos sobre un montón de virutas para encender el fuego.

Un infante de marina francés se alzó ante mí, con la bayoneta calada y ojos de fiera.

—¿Qué es eso? —Miraba aquella cosa tan rara que llevaba conmigo.

—Un calendario para Bonaparte.

—¡Lo has robado del tesoro!

—Tengo órdenes de salvarlo.

—¡Enséñamelas!

—Mis órdenes están con Brueys. —O, pensé, ya han empezado a arder.

—¡Ladrón! ¡Al calabozo contigo!

El infante de marina había enloquecido. Miré a mi alrededor con desesperación. Los hombres saltaban por las portillas de los cañones como ratas despavoridas.

Sólo tenía un segundo para decidirme. Podía pelear con aquel lunático por un anillo de metal o cambiarlo por mi vida.

—¡Toma! —Le arrojé el calendario. El infante de marina dejó que el cañón de su mosquete descendiera hacia el suelo para cogerlo al vuelo torpemente, y yo aproveché el momento para apartarlo de un empujón y correr a la cubierta siguiente.

—¡Tú, vuelve aquí!

Arriba, el fuego y el humo eran aún peores. Era un osario del horror, un festín de carnicero hecho de cuerpos destrozados que empezaban a asarse en el calor. Ojos incapaces de ver me miraban fijamente, dedos engarbados por el dolor se me aferraban en busca de auxilio. Muchos de los muertos estaban envueltos en llamas, y los tejidos de sus cuerpos siseaban al ser consumidos por el fuego.

Seguí subiendo y finalmente volví a encontrarme en el alcázar, tosiendo y casi sin aire. Todas las jarcias ardían, una gran pirámide de fuego, y mientras la humareda subía hacia el cielo para ocultar la luna, fragmentos inflamados llovían de las alturas como brea salida del infierno. La capa de ceniza crujía bajo mis pies. Las cureñas de los cañones estaban hechas pedazos, los infantes de marina yacían como bolos derribados y las rejillas habían quedado trituradas. Fui hacia popa dando traspiés. En cada macarrón, formas oscuras se arrojaban al mar.

Tropecé literalmente con el capitán Casabianca. Ahora yacía boca abajo con una nueva gran herida en el pecho; y su hijo una vez más a su lado, con una de las piernas torcida allí donde había quedado rota. Yo sabía que casi había pisado a un padre que era hombre muerto, pero aún había una posibilidad para su hijo. Me agaché junto a ellos.

—Tenemos que sacarte de aquí, Giocante, el navío puede volar por los aires en cualquier momento. —Tosí—. Te ayudaré a nadar.

Giocante sacudió la cabeza.

—No abandonaré a mi padre.

—Ahora no puedes ayudarlo.

—No abandonaré mi barco.

Hubo un nuevo estruendo cuando el brazo de una jarcia, envuelto en llamas, se desprendió del palo y rebotó sobre la cubierta. Los británicos dispararon otra andanada y el navío insignia francés tembló, crujió y pareció gemir.

—¡Ya no tienes barco!

—Dejadnos, américain —dijo el capitán con un hilo de voz.

—Pero vuestro hijo…

—Se acabó.

El chico me tocó la cara en una triste despedida.

—El deber —dijo.

—¡Ya has cumplido con tu deber! ¡Tienes toda una vida por delante!

—Esto es mi vida. —Le tembló la voz, pero su rostro estaba tan lleno de calma como el de un ángel en una gruta del infierno. Así que esto es lo que significa decidir en qué creer, pensé. Así que esto es el deber. Sentí horror, admiración, inferioridad, furia. ¡Se perdía una vida tan joven! ¿O ya estaba perdida? La fe ciega había sido causa de la mitad de las miserias en la historia. Y, sin embargo, ¿no era también aquello de lo que estaban hechos los santos y los héroes? Los ojos de Giocante tenían la oscura dureza del esquisto, y si yo hubiese tenido tiempo para mirar en ellos, quizás hubiera conocido todos los secretos del mundo.

—¡Abandonad la nave! ¡Abandonad la nave! —El grito era repetido una y otra vez por los escasos oficiales que seguían con vida.

—¡Maldita sea, no voy a dejarte morir! —Lo agarré.

El chico me empujó tan fuerte que acabé en el suelo.

—¡Tú no eres Francia! ¡Vete!

Y entonces oí otra voz.

—¡Tú!

Era el infante de marina enloquecido, que acababa de subir a la cubierta dando traspiés. Tenía la cara quemada, sus ropas humeaban. La mitad de su chaqueta estaba empapada en sangre. ¡Y, sin embargo, me apuntaba con su mosquete!

Corrí hacia la barandilla de popa, velada por el humo, y miré atrás. Padre e hijo quedaban ocultos por el humo y el calor que hacía temblar sus siluetas. Era demencial lo unidos que estaban ambos a su navío, su deber, su destino. Era glorioso, monstruoso, envidiable. ¿Tenía yo algo que me importara aunque sólo fuese la mitad? ¿Y debía considerarme afortunado por no tenerlo? Recé para que su muerte fuese rápida. El infante de marina estaba cegado por el humo y la sangre y no podía tomar puntería porque apenas era capaz de seguir en pie, rodeado como estaba de llamas que se alzaban hacia él para reclamarlo.

Así que, incapaz de ser otra cosa que el hombre que era, salté. Fue jugárselo todo a una sola carta para precipitarse en la negrura absoluta; no podía ver nada, pero sabía que el agua estaría llena de hombres que se debatían y restos caídos del navío. El azar hizo que no chocase con nada de eso y me zambullí en el Mediterráneo, la nariz súbitamente llena de agua salada. El frescor del mar fue una sacudida de alivio, un bálsamo para mis ampollas. Me hundí en un útero de negrura y luego me impulsé hacia arriba con una patada. Cuando llegué a la superficie, me aparté lo más deprisa que pude del navío de guerra en llamas, porque sabía que ahora era un mortífero barril de pólvora si la santabárbara no se inundaba a tiempo. Podía sentir su calor en la coronilla mientras daba brazadas. Si pudiera agarrarme a algún trozo de madera a la deriva para llegar a la costa…

Y apenas había acabado de pensar eso cuando el Orient saltó por los aires.

Nadie había oído jamás un sonido semejante. Fue un trueno en Alejandría a unos cincuenta kilómetros de distancia, e iluminó la ciudad como si fuera de día. La onda expansiva llegó hasta los beduinos que observaban la confrontación desde la playa y los arrancó de las grupas de sus caballos encabritados. Me abofeteó y me ensordeció. Los mástiles salieron disparados como cohetes hacia el cielo. Los cañones fueron arrojados al mar como guijarros. Hubo una penumbra explosiva de astillas de madera y espuma de mar impulsada hacia arriba y hacia fuera, una corona de restos; y luego los fragmentos del navío empezaron a llover por centenares de metros en todas direcciones, aún capaces de matar a los hombres que eran alcanzados por ellos. Tenedores doblados caían del cielo para quedar clavados. Zapatos que sólo contenían pies humeantes herían cabezas. El propio mar se flexionó con un súbito impulso que me alejó de allí, y entonces el casco del Orient se agrietó por debajo de la línea de flotación y empezó a hundirse, aspirándonos a todos hacia el remolino de sus fauces. Me debatí desesperadamente y logré asir un trozo de madera antes de que fuera precipitado a la oscuridad. Me aferré a él como un enamorado a su amada, y los oídos no tardaron en dolerme mientras la espiral me arrastraba hacia las profundidades. ¡Dios, era como estar atrapado en las garras de un monstruo! Al menos la succión me salvaba del bombardeo de restos que llovían como clavos sobre la superficie del mar. Cuando alcé la mirada hacia las aguas anaranjadas que me cubrían, vi que la superficie se hacía añicos como un rosetón que se rompe. Lo que parecía mi última visión en este mundo poseía una extraña belleza.

No sé hasta qué profundidad fui arrastrado. La cabeza me palpitaba, los pulmones me ardían. Entonces, justo cuando pensaba que ya no podría contener la respiración por más tiempo, el navío que se hundía pareció aflojar su presa y el trozo de madera al que me agarraba por fin empezó a llevarme hacia arriba. Rompí la superficie con el último aliento que me quedaba, y grité de miedo y dolor mientras rodaba sobre las olas junto con el trozo de jarcia que me había salvado la vida. Y por los pinchazos de dolor que sentía en el cuerpo, supe que había sobrevivido una vez más, para bien o para mal. Floté boca arriba y parpadeé hasta que pude vislumbrar las estrellas. El humo se disipaba. Empecé a ser vagamente consciente de lo que me rodeaba. El mar estaba alfombrado de madera y cuerpos destrozados. Había un silenció atónito roto únicamente por unos cuantos gritos de socorro. La explosión del Orient fue tan portentosa que había causado un alto el fuego.

La tripulación de un navío británico intentó prorrumpir en vítores, pero se les atragantaron.

Floté a la deriva. El calendario había desaparecido, al igual que todos los demás tesoros guardados en la bodega del Orient. La luna iluminaba un cuadro de navíos hechos añicos y en llamas. La mayoría de ellos estaban medio paralizados por los mástiles perdidos. Pensé que la batalla tenía que haber llegado a su fin. Pero no, las tripulaciones despertaron gradualmente de su horrorizada perplejidad como de un sueño, y pasado un cuarto de hora los cañones volvieron a abrir fuego y sus estampidos resonaron a través de las aguas.

Así que la batalla siguió. ¿Cómo puedo explicar semejante locura? Los ecos de las feroces descargas resonaban en la noche como el martilleo de la fundición del diablo. Hora tras hora floté sumido en el estupor, cada vez más aterido de frío, hasta que los cañones callaron por fin en mutuo agotamiento y el mar se iluminó unos cuantos miles de años más tarde. Con el amanecer los hombres durmieron, tumbados sobre su artillería recalentada por los disparos.

La salida del sol reveló toda la extensión del desastre francés. La fragata La Sérieuse había sido la primera en hundirse, oculta entre las sombras; pero no mostró sus colores hasta las cinco de la madrugada. Le Spartiate dejó de disparar a las once de la mañana. Franklin, que había recibido su nombre de mi mentor, se rindió a los británicos a las once y media. El capitán herido de muerte de Le Tonnant se voló los sesos antes de la rendición. La fragata L’Artemise saltó por los aires después de que su capitán le prendiera fuego, y Le Timoléon fue llevada tierra para ser incendiada por su tripulación al día siguiente. Aquilón, Le Guerrier, Le Conquérant y Peuple Souverain simplemente se rindieron. Para los franceses, la batalla del Nilo no fue sólo una pérdida sino una aniquilación. Sólo dos navíos de guerra y dos fragatas lograron escapar. Tres mil franceses murieron o fueron heridos en la batalla. En un solo combate, Nelson había destruido el poderío naval francés en el Mediterráneo. Sólo un mes después de haber desembarcado en Egipto, Napoleón quedó aislado del mundo exterior.

Centenares de supervivientes, algunos quemados y sangrando de sus heridas, empezaron a ser recogidos del mar por los botes británicos. Los observé con aturdida fascinación, y entonces comprendí que yo también podía ser rescatado.

—¡Aquí! —grité, al tiempo que agitaba la mano.

Me subieron a bordo como un pez arponeado.

—¿Con qué navío estás, marinero? ¿Cómo demonios fuiste a parar al agua?

—El Orient —respondí.

Me miraron como si hubieran visto un fantasma.

—¿Eres un gabacho? ¿O un maldito traidor?

—Soy americano. —Intenté parpadear para limpiarme la sal de los ojos, mientras levantaba el dedo que lucía el anillo con el unicornio—. Un agente de sir Sidney Smith.

Imaginad a un pugilista después de un combate de boxeo duramente ganado, y tendréis mi primera impresión de Horatio Nelson. El león de Inglaterra iba vendado y aún estaba un poco conmocionado por una fea herida que llevaba en la cabeza sobre su ojo ciego, un impacto al que había faltado muy poco para ser mortal. Hablaba con dificultad porque le dolía un diente y, a sus cuarenta años, tenía el pelo blanco y el rostro surcado por líneas de tensión. Eso es lo que haber perdido un brazo y un ojo en combates anteriores, y perseguir a Bonaparte, harán en ti. Nelson apenas le sacaba un par de centímetros a Napoleón y era de constitución aún menos robusta; tenía las mejillas hundidas y una voz nasal. Pero su deleite ante la ocasión de dar un buen escarmiento no tenía nada que envidiar al del general francés, y ese día había alcanzado una victoria tan decisiva como para que careciese de precedentes. No sólo había vencido al enemigo, sino que lo había borrado del mapa.

El ojo que le quedaba ardía como iluminado por una luz divina, y ciertamente Nelson se veía a sí mismo en una misión encomendada por Dios: una carrera en pos de la gloria, la muerte y la inmortalidad. Poned su ambición y la de Bonaparte en la misma habitación y entrarán en combustión espontánea. Accionadlas con una manivela y saltarán chispas. Nelson y Bonaparte eran dos botellas de Leyden cargadas de electricidad, puestas entre los barriles de pólvora que éramos el resto de los mortales.

Como Napoleón, el almirante británico podía dejar extasiada a una habitación de subordinados con su mera presencia; pero Nelson comandaba no sólo mediante la energía y el impulso, sino mediante el encanto, y hasta el afecto. Tenía más carisma que un cortesano real, y algunos de sus capitanes lo miraban con ojos de cachorrito extasiado. Ahora estaban reunidos alrededor de él en su gran camarote y contemplaban a su almirante con franca adoración, y a mí con profunda sospecha.

—¿Cómo demonios conocisteis a Smith? —me preguntó mientras yo permanecía parado ante él, empapado y exhausto, sintiendo que me zumbaban los oídos.

El ron y el agua potable habían lavado parte de la suciedad de la garganta.

—Tras fugarse de la Prisión del Temple, sir Sidney me siguió por los rumores de que yo acompañaría a Bonaparte a Egipto —grazné—. Me ayudó a salir con vida de una escaramuza en el camino a Tolón. Luego me preguntó si estaría dispuesto a no perder de vista a Napoleón. Así que volví a la flota francesa, pensando que tarde o temprano vos daríais con ella. No sabía cómo acabaría todo, pero si salíais vencedor…

—Miente —dijo uno de los capitanes. Hardy, me parece que se llamaba.

Nelson sonrió levemente.

—Smith no nos es de mucha utilidad aquí, ¿sabéis?

Miré a la congregación de capitanes que me observaba con abierta hostilidad.

—No lo sabía.

—Ese hombre es tan vanidoso como yo. —Se hizo un silencio sepulcral. Luego el almirante se echó a reír, y los demás celebraron el chiste—. ¡Vanidoso como yo! ¡Ambos vivimos para la gloria! —Rugieron de hilaridad. Estaban agotados, pero tenían la expresión saciada de los hombres que han salido con vida de una dura batalla. Sus navíos eran poco más que pecios a la deriva, el mar estaba lleno de restos humanos, y ellos habían soportado horrores suficientes para una vida entera de pesadillas. Pero también estaban orgullosos.

Hice lo que pude por sonreír.

—Pero es un buen combatiente —admitió Nelson—, si no tienes que estar en la misma habitación que él. Su fuga hizo que toda Inglaterra no hablara de otra cosa.

—Entonces regresó.

—Sí. Y no os mencionó, que yo recuerde.

—Nuestro encuentro no llevó a ninguna conclusión —admití—. No juré ser su espía. Pero él previo vuestro escepticismo y me dejó esto. —Alcé la mano derecha—. Es un anillo de sello, inscrito con su símbolo. Dijo que serviría como prueba de mi historia.

Me quité el anillo y lo entregué para que pasara de mano en mano, acompañado por los gruñidos de reconocimiento de los oficiales.

Nelson lo sostuvo ante su ojo bueno.

—Es del bastardo de Smith, no cabe duda. Aquí está su cuerno, ¿o debería decir su polla? —Una vez más, todos los oficiales rieron—. ¿Os alistasteis con ese diablo de Napoleón?

—Formo parte del equipo de sabios que se ha traído consigo para estudiar Egipto. Hice mi aprendizaje con Benjamin Franklin. Intentaba cerrar algunos acuerdos comerciales, hubo problemas legales en París, una oportunidad de vivir grandes aventuras…

—Sí, sí. —Agitó la mano—. ¿Cuál es la situación del ejército de Napoleón?

—Ha derrotado a los mamelucos y está en posesión de El Cairo.

Hubo un murmullo de decepción en el camarote.

—Pero ahora no tiene flota —dijo Nelson, tanto a sus oficiales como a mí—. Lo cual significa que si bien no podemos llegar hasta Boney, aún no, Boney no puede llegar a la India. No habrá ninguna alianza con Tippoo Sahib, y ninguna amenaza para el ejército que tenemos allí. Está atrapado en una isla desierta.

Asentí.

—Eso parece, almirante.

—¿Y la moral de sus tropas?

Reflexioné unos instantes antes de responder.

—Se quejan, como todos los soldados. Pero también han conquistado Egipto. Supongo que se sienten como los marineros que han vencido a Brueys.

Nelson asintió.

—Desde luego. Tierra y mar. Mar y tierra. ¿Sus efectivos?

Me encogí de hombros.

—No soy un soldado. Sé que sus bajas han sido escasas.

—Humm. ¿Y los suministros?

—Se reabastece del propio Egipto.

—¡Maldición! —exclamó Nelson, al tiempo que golpeaba la mesa con la mano—. ¡Será como echar a una ostra de su concha! —Me miró con su único ojo bueno—. Bien, ¿qué queréis hacer ahora?

¿Qué podía hacer? Había sido pura suerte que no me hubieran matado ya. Bonaparte esperaba que resolviese un misterio que aún me tenía perplejo, mi amigo Talma sospechaba de mi amiga Astiza, sin duda un árabe asesino quería dejar caer más serpientes en mi cama, y había un desconcertante montón de piedras en forma de pirámide construido para representar un mundo, o a Dios, o quién sabe qué. Ahora se me ofrecía la ocasión de olvidarme de todo y echar a correr.

Pero yo aún no me había dado por vencido en lo tocante a descifrar el medallón. Tal vez pudiese echar mano al tesoro, o a una porción de poder misterioso; o impedir que los lunáticos del Rito Egipcio y el culto a la serpiente Apofis pudieran hacerse con él. Y una mujer me esperaba, ¿verdad?

—No soy ningún estratega, almirante, pero puede que esta batalla lo haya cambiado todo —dije—. No sabremos cómo reaccionará Bonaparte hasta que la noticia llegue a él. Pero eso a mí me trae sin cuidado. Los franceses no conocen mi relación con Smith. —¿Volver? Bueno, la batalla y el chico que iba a morir me habían tocado la fibra. Yo también tenía un deber que cumplir, y era volver con Astiza y el medallón. Era terminar, por fin, algo que había empezado—. Le explicaré la situación a Bonaparte y, si eso no lo conmueve, entonces averiguaré lo que pueda en los meses venideros y os lo comunicaré. —Un plan se había formulado a sí mismo en mi mente—. Un encuentro en la costa hacia finales de octubre, tal vez. Justo después del veintiuno.

—Smith tiene planeado estar en la región para entonces —observó Nelson.

—¿Y en qué os beneficiará a vos hacer esto? —me preguntó Hardy.

—Tengo ciertas cuentas pendientes que saldar en El Cairo. Luego me gustaría obtener pasaje a un puerto neutral. Después del Orient, no quiero saber nada más de la guerra.

—¿Tendremos que esperar tres meses hasta que nos comuniquéis lo que hayáis averiguado? —objetó Nelson.

—Puede que eso sea lo que tarde Bonaparte en reaccionar y dar forma a los nuevos planes franceses.

—Por Dios —objetó Hardy—, este hombre ha servido en el navío insignia enemigo, ¿y ahora quiere que lo llevemos a la costa? No me creo ni una palabra de lo que ha dicho, con anillo o sin él.

—Servido, no. Observado. No efectué ningún disparo.

Nelson reflexionó mientras acariciaba mi anillo. Luego me lo tendió.

—De acuerdo. Hemos destruido tantos navíos que vuestra intervención difícilmente cambiará las cosas. Decidle a Boney exactamente lo que habéis observado: quiero que sepa que está perdido. No obstante, tardaremos meses en reunir un ejército que pueda expulsar al corso de Egipto. Mientras tanto, quiero que hagáis un recuento de sus fuerzas y evaluéis su estado de ánimo. Si existe alguna posibilidad de rendición, quiero saberlo de inmediato.

«Napoleón está tan poco dispuesto a darse por vencido como lo estáis vos, almirante», pensé; pero no lo dije.

—Si me lleváis a la costa…

—Haremos que un egipcio os deposite en la playa mañana para borrar cualquier sospecha de que habéis estado hablando con nosotros.

—¿Mañana? Pero si queréis que notifique a Bonaparte…

—Dormid y comed primero. No hay por qué apresurarse, Gage, pues sospecho que la primicia os lleva una cierta delantera. Perseguimos una corbeta que consiguió atracar en Alejandría justo antes de que se iniciara la batalla, y estoy seguro de que el diplomático que iba a bordo presenció nuestra victoria desde lo alto de algún tejado. Es la clase de hombre que ya se habrá puesto en camino. ¿Cuál era su nombre, Hardy?

—Silano, decía el informe.

—Sí, eso es —dijo Nelson—. Un esbirro de Talleyrand llamado Alessandro Silano.