apoleón estaba de buen humor cuando le pedí permiso para volver al navío insignia, y exhibía la jovial confianza en sí mismo de un hombre que sentía que sus planes de gloria oriental empezaban a realizarse. Antes sólo era uno de los muchos generales que intentaban hacer carrera en el puente de mando europeo; pero aquí era omnipotente, un nuevo faraón. Ahora disfrutaba del botín ganado con la guerra, y podía incrementar su fortuna personal con la confiscación de los tesoros mamelucos. Hasta llegó a probarse los ropajes de un potentado otomano, aunque sólo una vez; sus generales se rieron de él.
La nube negra que lo envolvió en cuanto supo de las infidelidades de Josefina aún no se había disipado del todo, pero mitigó su pena tomando una concubina. De acuerdo con la costumbre local, los franceses inspeccionaron el desfile de cortesanas egipcias ofrecido por los beys de la ciudad, pero cuando los oficiales rechazaron a la mayoría de aquellas supuestas bellezas porque estaban demasiado gordas y se les notaba que trabajaban demasiado —a los europeos les gustaba que sus mujeres fueran jóvenes y estuviesen delgadas—, Bonaparte se consoló con la esbelta hija del jeque el-Bekri, una joven de dieciséis años llamada Zenab. Su padre ofreció los servicios de su hija al general a cambio de que lo ayudara en una disputa con otro noble por un muchacho del que ambos jeques se habían encaprichado. El muchacho fue adjudicado al padre y Napoleón obtuvo a Zenab.
La damisela, que se sometió dócilmente al arreglo, no tardó en ser conocida como «la egipcia del general». Bonaparte estaba impaciente por engañar a su esposa tal como ella lo engañaba a él, y Zenab pareció sentirse halagada de que el «sultán Kebir» la hubiera preferido a mujeres más experimentadas. Unos meses después, el general ya se había cansado de la joven e inició una aventura con la belleza francesa Pauline Foures, y no tardó en ponerle los cuernos al infortunado teniente con el que estaba casada tras ordenarle que llevase unos despachos a Francia. Los británicos, que habían sabido del asunto por los rumores en ciertas cartas capturadas, hicieron prisionero al teniente de navío y, con un malicioso sentido del humor, volvieron a depositarlo en Egipto para complicar la vida amorosa de Napoleón. Así empezó a librarse una guerra en la que los cotillees se utilizaban como arma política. Vivíamos una era en que la pasión era política, y la demasiado humana mezcla de sueños globales y pequeñas lujurias de Bonaparte nos fascinaba a todos. El general era Prometeo y el Hombre Corriente, un tirano y un republicano, un idealista y un cínico.
Al mismo tiempo, Bonaparte empezó a rehacer Egipto. Pese a los celos de los otros generales, nosotros los sabios teníamos muy claro que el pequeño corso era mucho más brillante que ninguno de ellos. Yo juzgo la inteligencia no tanto por lo que sabes sino por cuánto quieres llegar a saber, y Napoleón quería saberlo todo.
Devoraba la información como un glotón devora la comida y sus intereses eran tan amplios que ningún otro oficial del ejército, ni siquiera Jomard, podía medirse con él en eso. Al mismo tiempo era capaz de mantener a raya su curiosidad, como si la guardara en un armario cerrado con llave para sacarla después, mientras se concentraba furiosamente en la tarea militar del momento. Esa combinación es rara. Bonaparte soñaba con rehacer Egipto como Alejandro había rehecho el Imperio persa, y no dejaba de enviar a Francia memorandos en los que solicitaba de todo, desde semillas hasta cirujanos. Si el macedonio había fundado Alejandría, Napoleón estaba determinado a fundar la colonia francesa más rica de la historia. Los beys locales fueron reunidos en un consejo del diván para ayudar con la administración y las tasas, mientras científicos e ingenieros eran acribillados a preguntas sobre perforación de pozos, construcción de molinos, mejoras en los caminos y prospecciones mineras. El Cairo sería reformado. La ciencia sucedería a la superstición. ¡La Revolución había llegado a Oriente Próximo!
Así que cuando fui a ver a Bonaparte para que me autorizase a volver al navío insignia, me preguntó en tono afable:
—¿Qué os dirá ese calendario antiguo, exactamente?
—Puede ayudar a que le encontremos sentido a mi medallón y mi misión dándonos un año o una fecha clave. El cómo es incierto, pero el calendario no sirve de nada en la bodega de un navío.
—La bodega impide que lo roben.
—Tengo intención de examinarlo; no de venderlo, general.
—Por supuesto. Y no descubriréis ningún secreto sin compartirlo conmigo, el hombre que os mantuvo a salvo de los cargos de asesinato en Francia, ¿verdad, monsieur Gage?
—En estos momentos trabajo conjuntamente con vuestros sabios.
—Bien. Puede que pronto recibáis más ayuda.
—¿Ayuda?
—Ya veréis. Mientras tanto, espero que no consideréis abandonar nuestra expedición con ningún intento de embarcaros rumbo a América. Entended que si os doy permiso para volver al Orient a causa de ese calendario, vuestra joven esclava y el cautivo mameluco permanecerán aquí en El Cairo. —Me miró con los ojos entornados.
—Pues claro. —Me di cuenta de que el general le había asignado a Astiza una importancia emocional que yo mismo aún tenía que admitir. ¿Me importaba que ella fuera a ser rehén de mi leal conducta? ¿Era Astiza realmente una garantía de que yo volvería? Yo no había pensado en ella en aquellos términos; sin embargo, me tenía muy intrigado y admiré la percepción del interés de que había dado muestra Napoleón—. Volveré a reunirme con ellos lo más pronto que pueda. Deseo, sin embargo, llevar conmigo a mi amigo, el periodista Talma.
—¿Ese escribidor? Lo necesito aquí, para que deje constancia de mi administración.
Pero Talma estaba inquieto. Me había pedido que le dejara ir conmigo para poder visitar Alejandría, y a mí me agradaba su maliciosa compañía.
—Está impaciente por remitir sus despachos en el navío más rápido. También quiere ver más de Egipto e interesar a Francia en el futuro de este país.
Napoleón reflexionó unos instantes.
—Traedlo de vuelta aquí en una semana.
—Serán diez días, como máximo.
—Os daré despachos para entregar al almirante Brueys, y monsieur Talma puede llevar unos cuantos a Alejandría. Ambos me daréis vuestras impresiones a vuestro regreso.
Pese a los malos augurios de Talma, decidí después de cuidadosas consideraciones dejar el medallón en manos de Enoc. Compartía el razonamiento de Astiza de que estaría más seguro en el sótano de un viejo erudito que pululando por Egipto. Cuando descendí por el Nilo, me llenó de alivio no tener el colgante alrededor de mi vulnerable cuello y que estuviera a buen recaudo en un sitio donde no lo robarían. Si bien separarme del colgante suponía un claro riesgo tras haberlo llevado con tanto cuidado desde París hasta El Cairo, su posesión carecía de sentido si no sabíamos para qué servía, y yo aún tenía muy pocas pistas al respecto. Enoc parecía ser mi mejor esperanza de obtener una respuesta; y yo soy, después de todo, un jugador. Con mi admitida debilidad por las mujeres, apostaba que Astiza sentía cierta lealtad hacia mi empresa, y que Enoc estaba más interesado en descifrar el acertijo que en desprenderse de la baratija a cambio de dinero. Que se entretuviera en pasar las páginas de sus libros; mientras tanto, yo examinaría el calendario en la bodega del Orient con la esperanza de que pudiera arrojar alguna luz sobre el propósito del medallón, y juntos tal vez resolveríamos el misterio. Le insistí a Astiza para que se quedara en casa, donde estaría a salvo, y le dije a Ashraf que permaneciera alerta para que no les ocurriese nada.
—¿No debería guiarte hasta la costa?
—Bonaparte dice que tu presencia aquí asegura que querré regresar. Y lo haré. —Le di una palmada en el hombro—. Somos socios, todos los que vivimos en esta casa, ciudadano Ash. No me traicionarás, ¿verdad?
El mameluco se puso recto.
—Ashraf protegerá esta casa con su vida.
Yo no quería llevarme conmigo mi pesado rifle para un breve viaje por un país conquistado, pero tampoco quería que nadie jugara con él. Después de pensármelo un poco, recordé las observaciones de Ash sobre la superstición y el temor a las maldiciones, y guardé el rifle y mi tomahawk en uno de los sarcófagos de momias de Enoc. Allí deberían estar a salvo.
Cosa rara en él, Talma no hizo ningún comentario sobre mi decisión de confiar el medallón a los egipcios, y sólo le preguntó afablemente a Astiza si tenía algún mensaje que quisiera que llevase a Alejandría. Astiza dijo que no.
Pagamos al propietario de una falúa nativa para que nos llevara Nilo abajo. Esas capaces embarcaciones, que suben y bajan por el ancho y lento Nilo bajo sus velas triangulares, eran los taxis del río en una función similar a la de los burros que prestaban ese servicio en las calles de El Cairo. Hicieron falta unos cuantos minutos de pesado regateo, pero al final subimos a bordo y pusimos rumbo hacia Abukir, pilotados por un timonel que no hablaba ni la lengua de Talma ni la mía. Cuando volvimos a entrar en el fértil delta río abajo desde El Cairo, volvió a impresionarme la serena intemporalidad de las aldeas a lo largo de las orillas del Nilo, como si los franceses nunca hubieran pasado por allí. Los burros tiraban de carros cargados con monumentales montones de paja. Niños pequeños saltaban y jugaban en los bajíos, indiferentes a los cocodrilos que yacían como troncos en las tranquilas aguas de los canales laterales. Nubes de garcetas blancas alzaban el vuelo con un ruidoso aleteo desde islas de juncos verdes. Peces plateados se deslizaban entre tallos de papiro. Masas de vegetación procedentes de las mesetas africanas en las que había lirios y flores de loto flotaban Nilo abajo. Muchachas vestidas de vivos colores estaban sentadas en los tejados planos de las casas, clasificando dátiles rojos al sol.
—No tenía ni idea de que conquistar un país fuese tan fácil —observó Talma, mientras la corriente nos llevaba río abajo—. Unos cuantos centenares de muertos y somos dueños del lugar donde nació la civilización. ¿Cómo lo supo Bonaparte?
—Adueñarse de un país es más fácil que gobernarlo —dije.
—Exacto. —Se apoyó en la borda y contempló distraídamente el paisaje que desfilaba junto a nosotros—. Henos aquí, señores del calor, las moscas, el estiércol, los perros rabiosos y los campesinos analfabetos. Gobernantes de la paja, la arena y las verdes aguas. Esta es la sustancia de la que se hacen las leyendas, te lo digo yo.
—Lo cual es tu especialidad, en tanto que periodista.
—Bajo mi pluma, Napoleón se convierte en un visionario. Me autoriza a acompañarte porque accedí a escribir su biografía. No tengo nada que objetar. Me dijo que los periódicos hostiles son más de temer que un millar de bayonetas, pero que puedo ascender con él; nada que yo no supiera, claro. Cuanto más heroico haga parecer a Napoleón, menos tardará en ver satisfechas sus ambiciones y todos nos podremos ir a casa.
Sonreí ante ese hastío de la vida que caracteriza a los franceses después de tantos siglos de guerras, reyes y terrores. Nosotros los americanos somos más inocentes, más honrados, más fervientes, y nos decepcionamos con más facilidad.
—Sin embargo, es un país hermoso, ¿verdad? —pregunté—. Me sorprende lo intensos que son los verdes. La llanura aluvial del Nilo es un vergel, y entonces cambias al desierto tan abruptamente que podrías trazar el límite con la hoja de una espada. Astiza me contó que los egipcios llaman a la parte fértil «la tierra negra» por el color de su suelo; y al desierto, «la tierra roja» por su arena.
—Y yo llamo a todo eso «la tierra marrón», por los ladrillos de adobe, los camellos cascarrabias y los burros escandalosos. Ashraf me contó la historia de un egipcio naufragado que regresa a su pueblo años después de que lo hubieran dado por muerto. Estuvo ausente tanto tiempo como Odiseo. Su fiel esposa e hijos corren a su encuentro para darle la bienvenida. ¿Y cuáles son las primeras palabras que él pronuncia? «¡Ah, aquí está mi burro!».
Sonreí.
—¿A qué dedicarás tus horas en Alejandría?
—Ambos recordamos lo que es un paraíso. Quiero tomar unas cuantas notas y hacer algunas preguntas. Allí hay libros que escribir, más interesantes que una simple hagiografía de Bonaparte.
—Me pregunto si podrías indagar acerca de Ahmed bin Sadr.
—¿Estás seguro de que lo viste en París?
—No estoy seguro. Estaba muy oscuro, pero la voz es la misma. Mi guía tenía una vara, o uno de esos palos que sirven para llevar un farol, tallada en forma de serpiente. No olvidemos que Astiza me salvó de una serpiente en Alejandría, y que Bin Sadr mostró demasiado interés por mí.
—Napoleón parece confiar en él.
—Pero ¿y si ese Bin Sadr en realidad trabaja no para Bonaparte, sino para el Rito Egipcio? ¿Y si es una herramienta del conde Alessandro Silano, que tan interesado estaba en hacerse con el medallón? ¿Y si tuvo algo que ver con el asesinato de la pobre Minette? Siempre que me ha mirado he tenido la sensación de que buscaba el medallón. Así que me pregunto quién es, realmente.
—¿Quieres que sea tu investigador?
—Una indagación discreta. Estoy harto de sorpresas.
—Voy adonde lleva la verdad. Desde lo alto hasta el fondo, y desde la cabeza… —le lanzó una elocuente mirada a mis botas— hasta los pies.
Su confesión fue instantáneamente obvia.
—¡Conque fuiste tú el que se llevó mis botas en el Orient!
—No me las llevé, Ethan. Las tomé prestadas, para una inspección.
—Y fingiste no haberlo hecho.
—Te lo oculté igual que tú me ocultabas el medallón. Me preocupaba que lo hubieras perdido durante el ataque a nuestra diligencia y que te avergonzara demasiado admitirlo. Le vendí tu presencia en esta expedición a Berthollet en parte con el medallón como motivo; pero cuando nos reunimos en Tolón declinaste mostrármelo. ¿Qué iba a pensar yo? Era mi responsabilidad para con los sabios intentar averiguar a qué clase de juego estabas jugando.
—No había ningún juego. Simplemente cada vez que enseñaba el medallón o hablaba de él, parecía encontrarme metido en líos.
—De los que te saqué en París. Podrías haber confiado un poco en mí. —Talma había arriesgado la vida para ayudarme a llegar allí, y yo no lo había tratado como un socio de pleno derecho. No era de extrañar que estuviese celoso.
—Y tú podrías haber dejado mis botas en paz —repliqué, no obstante.
—Mantenerlo escondido no te protegió de que te arrojasen una serpiente en la cama, ¿verdad? ¿Qué es todo eso de las serpientes, por cierto? No aguanto a las serpientes.
—Astiza dijo que existe un dios serpiente —le expliqué, accediendo a cambiar de tema—. Sus seguidores tienen un culto moderno, creo, y nuestros enemigos tal vez formen parte de él. Verás, la curiosa vara con cabeza de serpiente de Bin Sadr me recuerda una historia de la Biblia. Moisés arrojó su vara a los pies del faraón y esta se convirtió en una serpiente.
—¿Ahora pasamos a Moisés?
—Estoy tan confuso como tú, Antoine.
—Considerablemente más. Al menos Moisés fue lo bastante sensato para sacar a su gente de este país de locos.
—Es una historia muy extraña, ¿verdad?
—¿Cuál?
—La de las diez plagas que tiene que provocar Moisés. Cada vez que ocurre uno de los desastres, el faraón transige y dice que dejará marchar a los hebreos. Luego se echa atrás una y otra vez hasta que Moisés causa la siguiente plaga. Realmente tenía que necesitar a esos esclavos.
—Hasta la última plaga, cuando murieron los primogénitos. Entonces el faraón los dejó marchar.
—Y, sin embargo, incluso entonces cambió de parecer y persiguió a Moisés con su ejército. De no haberlo hecho, él y sus huestes nunca se habrían ahogado cuando el mar Rojo volvió a cerrarse. ¿Por qué no se dio por vencido? ¿Por qué no dejar que Moisés se fuera de Egipto?
—El faraón era tozudo, como nuestro pequeño general. Puede que esa sea la lección de la Biblia, que a veces tienes que dejarlo correr. De todas formas, preguntaré por tu amigo de la serpiente, pero me sorprende que no me hayas pedido que pregunte por otra persona.
—¿Quién?
—Astiza, naturalmente.
—Parece muy reservada. Como caballeros, debemos respetar la intimidad de una mujer.
Talma soltó un bufido.
—Y ahora Astiza tiene el medallón; ¡el mismo medallón que no se me permitió ver, y al que el temible Bin Sadr no ha podido echar mano!
—¿Aún no confías en ella?
—¿Confiar en una esclava, una francotiradora, una bruja? No. Y eso que incluso me gusta.
—Astiza no es ninguna bruja.
—Es una sacerdotisa que sabe hacer hechizos, me contaste. Que obviamente te ha echado uno, y que ha usurpado aquello con lo que vinimos aquí.
—Es alguien que me ayuda en mi empresa. Una aliada.
—Ojalá te la hubieras llevado a la cama, como un señor tiene todo el derecho de hacer con su sierva, y así dejarías de tener la cabeza llena de nieblas y la verías por lo que es.
—Si la obligo a acostarse conmigo, eso no cuenta.
Talma sacudió la cabeza y me miró con lástima.
—Bueno, haré unas cuantas preguntas acerca de Astiza aunque tú no te las hagas, porque ya he descubierto una cosa que tú no sabes.
—¿Cuál?
—Que, cuando vivía en El Cairo, mantuvo alguna clase de relación con un erudito europeo del que se decía que estudiaba los antiguos secretos.
—¿Qué erudito?
—Un noble francoitaliano llamado Alessandro Silano.
En la bahía de Abukir, el poder de los franceses era manifiesto. El almirante François-Paul Brueys d’Aigalliers, que había presenciado el desembarco de Napoleón y sus tropas desde sus navíos de guerra con el alivio de un director de escuela que expulsa a un alumno indisciplinado, había creado un muro defensivo de hierro y madera. Sus barcos de guerra aún estaban anclados en una larga línea, las portillas de los cañones abiertas y quinientas bocas negras resueltamente apuntadas hacia el mar. Una fresca brisa del noroeste empujaba las aguas contra las naves, y las mecía como cunas gigantescas.
Sólo cuando nos pusimos a sotavento de ellos comprendí que el aparente zafarrancho de combate de aquellos navíos no era del todo real. Los franceses habían echado el ancla a sus buenos dos kilómetros de la playa en las poco profundas aguas de la bahía, y la parte de los cascos enfilada hacia tierra firme era objeto de reparaciones. Los marineros habían montado andamios para pintar. Las chalupas permanecían ocupadas en el transporte de suministros o marineros. Largas tiras de colada se secaban al sol. Los cañones eran echados a un lado para dejar sitio a los trabajos de carpintería. Toldos improvisados protegían las cubiertas del sol. Cientos de marineros habían bajado a tierra para cavar pozos y organizar recuas de camellos y burros que llevarían provisiones a Alejandría. Lo que en un lado era una fortaleza, en el otro era un mercado.
Aun así, el Orient era uno de los navíos de guerra más grandes del mundo. Se elevaba sobre las aguas como un castillo, y subir su escalerilla era como trepar por un gigante. Grité mi nombre para anunciarme, y mientras la falúa empezaba a alejarse para llevar a Talma a Alejandría subí a bordo. Eran las doce del decimocuarto día de termidor, año VI; el sol, una llama en el cielo; la costa, dorada; el mar, un brillante vacío azul. En otras palabras, el 1 agosto de 1798.
Fui acompañado hasta el gran camarote del almirante, que había recuperado de manos de Napoleón. Sentado a una mesa llena de papeles, Brueys llevaba una camisa de algodón blanco abierta en el cuello. Aún sudaba pese a la brisa marina, y mostraba una palidez nada habitual en él. Físicamente, era todo lo contrario del general: de mediana edad a sus cuarenta y cinco años, el pelo largo y pálido, una boca grande y generosa, ojos afables y constitución robusta. Si la apariencia de Bonaparte infundía vigor, la de Brueys tranquilizaba: un hombre en paz consigo mismo y con su rango. Recibió los despachos de nuestro general con una pequeña mueca, hizo una observación cortés sobre la pasada amistad entre nuestros dos países y me preguntó cuál era el propósito de mi visita.
—Los sabios han iniciado su investigación de las antiguas ruinas. Sospecho que cierto mecanismo calendario relacionado con Cagliostro podría ser útil para entender la mente de los egipcios. Bonaparte me ha dado permiso para examinarlo. —Le entregué una orden.
—¿La mente de los egipcios? ¿Qué utilidad se le puede dar a eso?
—Las pirámides son tan notables que no entendemos cómo fueron construidas. Ese instrumento es una de muchas claves.
—Una clave si queremos construir pirámides —dijo él, al tiempo que me observaba con escepticismo.
—Mi visita a vuestro navío será breve, almirante. Tengo papeles que me otorgan permiso para llevar la antigüedad a El Cairo.
Brueys asintió cansinamente.
—Os pido disculpas por mi descortesía, monsieur Gage. No es fácil trabajar con Bonaparte, y la disentería no ha dejado de cebarse en mí desde que llegamos a este país dejado de la mano de Dios. Me duele el estómago, mis navíos andan escasos de suministros y mis reducidas tripulaciones están formadas mayormente por hombres que no eran aptos para servir en el ejército.
La enfermedad explicaba su palidez.
—Entonces no os molestaré más de lo imprescindible. Si pudierais proporcionarme una escolta para que me acompañara a la bodega…
—Por supuesto. —Suspiró—. Cenaría con vos si pudiera comer. ¿Qué interrupción vais a ser cuando estamos anclados aquí, a la espera de que nos encuentre Nelson? Mantener a la flota en Egipto es una locura y, sin embargo, Napoleón se aferra a mis navíos como un niño pequeño a una manta.
—Vuestros navíos son vitales para sus planes.
—Eso me lo ha dicho para halagarme. Bueno, os enviaré al hijo del capitán, un chico que promete mucho. Si podéis seguir su ritmo, es que estáis más en forma que yo.
El guardiamarina Giocante, que tenía diez años, era hijo de Luce Casabianca, el capitán del navío. Aquel chico de ojos brillantes y pelo oscuro que había explorado hasta el último recoveco del Orient, me condujo hasta el tesoro con la agilidad de un mono. Nuestro descenso estuvo más iluminado que cuando recorrí aquel mismo camino con Monge, ya que ahora el sol entraba a raudales por las portillas abiertas de los cañones. Un intenso olor a trementina y serrín flotaba en el aire. Vi latas de pintura y leños de roble.
La claridad no se atenuó hasta que descendimos a la sentina por debajo de la línea de flotación. Pude oler el agua de las bombas de achique y el olor a queso pasado de los almacenes cuyo contenido empezaba a verse afectado por el clima. Allí abajo hacía menos calor, y todo parecía oscuro y hermético.
Giocante se volvió y me guiñó el ojo.
—No vayáis a llenaros los bolsillos con piezas de oro, ¿eh? —bromeó, con el descaro propio del hijo de un capitán de navío.
—Difícilmente podría hacerlo con vos vigilándome, ¿no? —Bajé la voz hasta un susurro conspiratorio—. ¡A menos que queráis que nos las repartamos a partes iguales, jovencito, y huyamos a la costa, ricos como príncipes!
—No hay por qué llegar a semejantes extremos. Mi padre dice que uno de estos días capturaremos un navío inglés cargado de tesoros.
—Ah. Tenéis el futuro resuelto, pues.
—Mi futuro es este navío. Somos más grandes que todo lo que tienen los ingleses, y cuando llegue el momento, les daremos una buena lección. —Lanzó unas cuantas órdenes a los infantes de marina que custodiaban el almacén, y estos empezaron a descorrer los cerrojos del cuarto del tesoro.
—Parecéis tan seguro de la victoria como Bonaparte.
—Confío en mi padre.
—Aun así, la vida en alta mar tiene que ser muy dura para un muchacho, ¿verdad? —pregunté.
—Es la mejor clase de vida que puede haber, porque nuestros deberes están muy claros. Las cosas son fáciles si sabes lo que tienes que hacer. —Y antes de que yo pudiese considerar su filosofía o replicarle, Giocante me saludó marcialmente y corrió escalerilla arriba.
Un almirante en ciernes, pensé.
El cuarto del tesoro tenía una puerta de madera y una reja de hierro. Ambas fueron cerradas con llave para dejarme dentro encerrado. Tuve que buscar un rato a la tenue luz de la linterna entre las cajas de monedas y joyas para encontrar el artilugio que me habían mostrado Monge y Jomard. Sí, allí estaba, relegado a un rincón como el tesoro de menor valor. Era, como he descrito, del tamaño de una bandeja; pero su centro estaba vacío. El anillo lo formaban tres círculos planos cubiertos de jeroglíficos, signos del zodíaco y motivos abstractos, cada uno de los cuales rotaba dentro del otro. Una clave, tal vez, ¿pero de qué? Me senté en aquel lugar agradablemente fresco y húmedo, e hice girar los círculos primero en un sentido y luego en el otro. Cada rotación alineaba símbolos distintos.
Primero estudié el anillo interior, que era el más sencillo, con sólo cuatro motivos. Había una esfera inscrita suspendida sobre una línea y, en el otro lado del círculo, una segunda esfera debajo de una línea. Dispuestas a noventa grados de cada esfera, dividiendo el calendario en cuartos, había semiesferas como medias lunas: una vuelta hacia arriba y la otra, hacia abajo. La pauta me recordó las cuatro marcas cardinales en una brújula o reloj, pero los egipcios no conocían ninguna de las dos cosas, que yo supiese. Me puse a cavilar. La semiesfera de arriba parecía un sol naciente. Así que finalmente supuse que aquella banda interior tenía que ser una rueda del año. Los solsticios de invierno y verano habían sido representados con el sol encima y debajo de las líneas, u horizonte. Las medias lunas eran los equinoccios de marzo y septiembre, cuando el día y la noche son aproximadamente iguales. Nada complicado, si yo estaba en lo cierto.
Y no me decía absolutamente nada.
Vi que una rueda fuera del primer círculo hacía girar un zodíaco. Paseé la mirada por los doce signos, que cuando se hizo aquel mecanismo no eran muy distintos de como son hoy. Un tercer anillo, el que circundaba a los demás, contenía extraños símbolos de animales, ojos, estrellas, rayos de sol, una pirámide y el símbolo de Horus. En determinados lugares, líneas esculpidas dividían cada rueda en secciones.
Supuse que aquel calendario, si realmente se trataba de eso, servía para alinear la posición de las constelaciones con respecto al sol naciente mediante el año solar. Pero ¿qué utilidad podía tener para mi medallón? ¿Qué había visto Cagliostro en él, si realmente le había pertenecido? Empecé a jugar con los anillos y probé distintas combinaciones, con la esperanza de que se me ocurriera algo. No se me ocurrió nada, claro está; siempre he odiado los rompecabezas, aunque me encanta calcular las probabilidades con las cartas. Quizás el astrónomo, Nouet, lograra encontrar la solución si pudiera llevarme el mecanismo.
Finalmente decidí colocar el solsticio de verano, si eso es lo que correspondía, arriba de todo; y luego puse encima del mismo la estrella de cinco puntas del tercer anillo —bastante parecida a la de nuestra bandera americana, o a la del simbolismo masónico—. ¡Cómo la estrella polar! ¿Por qué no jugar con los símbolos que conocía? E hice girar el anillo del zodíaco hasta que Tauro, el toro, quedó entre los otros dos anillos: la era, había dicho Monge, en que se suponía que habían construido la pirámide. Estaban la era del toro, la era del carnero, la era del pez, Piscis, que ahora ocupábamos y, a continuación, la era de Acuario. Examiné los otros signos. No parecía haber ninguna pauta particular.
Salvo… Miré, y sentí que el corazón se me aceleraba. Cuando dispuse los anillos de forma que el verano, el toro y la estrella quedaran el uno encima del otro, los extremos de las líneas inclinadas pasaron a quedar unidos para formar dos líneas diagonales más largas. Salían en ángulo del círculo interior como las patas extendidas del medallón; o la ladera de la pirámide. El parecido era lo bastante grande para hacerme sentir como si estuviese contemplando un eco de lo que había dejado en manos de Astiza y Enoc.
Pero ¿qué significaba? Al principio no vi nada. Cangrejos, leones y balanzas de Libra daban pautas carentes de sentido. ¡Pero un momento! En el anillo exterior había una pirámide y ahora quedaba justo debajo del signo para el equinoccio de otoño, directamente adyacente a esa línea inclinada. Y en el segundo anillo había un símbolo para Acuario, y este, también, ahora quedaba al lado de una fecha que, si no malinterpretaba el mecanismo, ocupaba la posición de las cuatro del reloj en el anillo, justo debajo de la posición de las tres que representaba el equinoccio de otoño, 21 de septiembre.
La posición de las cuatro del reloj debería corresponder a un mes después, es decir, 21 de octubre.
Si mis suposiciones eran correctas, el 21 de octubre, Acuario, y la pirámide guardaban alguna clase de relación. Acuario, había dicho Nouet, era un signo creado por los egipcios para celebrar la crecida del Nilo, que llegaría a su máximo nivel en algún momento del otoño.
¿Podía el 21 de octubre ser un día sagrado? ¿El punto álgido de la inundación del Nilo? ¿Un momento para visitar la pirámide? El medallón tenía su símbolo en forma de ola para el agua. ¿Había alguna conexión? ¿Revelaba algo sobre ese día en particular?
Me quedé sentado, sin saber qué pensar. Era consciente de que no hacía sino dar palos de ciego… y, a pesar de todo, ahora había algo, una fecha extraída de lo que sólo eran disparates. Pura conjetura, desde luego, pero quizás Enoc y Astiza pudieran encontrarle algún sentido. Cansado del acertijo, empecé a pensar en aquella extraña mujer que parecía tener secretos ocultos superpuestos unos encima de otros que yo jamás hubiera sospechado. ¿Sacerdotisa? ¿Cuál era la misión de Astiza en todo eso? ¿Estaban justificadas las sospechas de Talma? ¿Realmente había conocido ella a Silano? Parecía imposible y, sin embargo, todas las personas a las que iba conociendo parecían estar extrañamente relacionadas con el conde. Pero yo no temía a Astiza; la echaba de menos. Me acordé de un instante en el patio de Enoc cuando empezaba a refrescar con la llegada del anochecer: las sombras eran azules; el cielo, una cúpula; y el olor a especias y humo procedente de la cocina de la casa se mezclaba con el del polvo y el agua de la fuente. Sentada en un banco, Astiza meditaba sin decir nada; y yo estaba de pie junto a un pilar sin decir nada. Simplemente contemplaba su pelo y su mejilla, y ella me daba tiempo para mirarla. Entonces no éramos señor y sierva, ni occidental y egipcia, sino hombre y mujer. Tocarla hubiese roto el hechizo.
Así que simplemente miré, sabiendo que llevaría conmigo aquel momento durante el resto de mi vida.
Unos ruidos en el navío me sacaron de mis ensoñaciones. Había gritos, pies que corrían y el redoblar de los tambores. Miré las vigas que había sobre mi cabeza. ¿Y ahora qué? ¿Algún simulacro para la flota? Intenté concentrarme, pero el estrépito tan sólo pareció incrementarse.
Así que aporreé la puerta con los puños para que me dejaran salir. Cuando la puerta se abrió, le hablé al infante de marina.
—¿Qué ocurre?
El infante de marina tenía la cabeza inclinada hacia atrás, escuchando con atención.
—¡Inglés!
—¿Aquí? ¿Ahora?
Me miró, el rostro sombrío a la débil luz de la linterna.
—Nelson.