l hogar del tan extrañamente llamado hermano de Ashraf se hallaba en uno de los sectores de mejor reputación de El Cairo, lo cual quiere decir que estaba ubicado en un barrio infinitesimalmente menos polvoriento, infestado de ratas y enfermedades, hediondo y atestado de lo que era norma en la ciudad. Al igual que en Alejandría, las glorias de Oriente parecían haber eludido la capital de Egipto, que apenas tenía recursos con los que hacer frente a cuestiones como la salubridad, la recogida de la basura, la iluminación de las calles, la organización del tráfico, o mantener a raya las manadas de perros salvajes que vagabundeaban por sus callejas. Claro que he dicho prácticamente lo mismo de París. Con todo, si los egipcios hubieran reunido a sus perros en vez de a su caballería, nuestra conquista quizá no hubiera sido tan fácil. Veintenas de chuchos morían de un balazo o un golpe de bayoneta cada día por haber hecho enfadar a un soldado. Las ejecuciones no tenían mayor impacto sobre la población canina que los manotazos sobre las incesantes moscas.
Y, sin embargo, como en Alejandría o en París, había opulencia entre la miseria. Los mamelucos no tenían rival a la hora de arrancar tributos del campesinado oprimido y gastarlos en monumentos erigidos a sí mismos, y sus palacios exhibían una gracia árabe ausente en las más pesadas estructuras de Europa o América. Si bien sencillas por fuera, las moradas mucho más suntuosas que albergaban en su interior contaban con patios a los que daban sombra naranjos, palmeras, granados e higueras, arcos moriscos elegantemente puntiagudos, fuentes embaldosadas y frescas habitaciones repletas de alfombras, cojines, estanterías talladas, techos en forma de cúpula y mesas de cobre y estaño. Algunas tenían balconadas de intrincado diseño y ventanas con celosías llamadas mashrabiyya que daban a la calle, esculpidas con tanto cuidado como un chalet suizo y tan capaces de ocultar como un velo. Bonaparte reclamó para sí el recientemente construido hogar en mármol y granito de Mohamed Bey el-Elfi, que podía alardear de tener baños en cada piso, una sauna y ventanas de cristal. Los académicos de Napoleón fueron alojados en el palacio de otro bey llamado Quassim que había huido al Alto Egipto. Su harén pasó a ser el taller de inventos del siempre industrioso Conté; y sus jardines, la sala de seminarios para los sabios. Las mezquitas musulmanas eran aún más elegantes, sus majestuosas cúpulas y minaretes moriscos rivalizaban en gracia y grandeza con las mejores iglesias góticas de Europa. En los mercados los toldos brillaban como el arco iris, y las alfombras orientales cubrían las balaustradas como un jardín de flores. Los contrastes de Egipto —calor y sombra, riqueza y pobreza, estiércol e incienso, arcilla y color, ladrillos de adobe y reluciente piedra caliza— rayaban en lo abrumador.
Los soldados se vieron alojados en sitios considerablemente menos lujosos que sus oficiales: oscuras casas medievales desprovistas de comodidades. La mayoría no tardó en proclamar que la ciudad era decepcionante; sus habitantes, horrendos; el calor, exasperante; y que la comida daba retortijones. Francia había conquistado un país, gemían, que carecía de vino, pan como era debido o mujeres disponibles. Dicha opinión se moderaría conforme el verano se volvía menos caluroso y algunas hembras empezaban a establecer relaciones con los nuevos gobernantes. Con el tiempo los soldados incluso admitieron de mala gana que el aish, o torta cocida, era realmente un sustituto bastante agradable del pan francés. No obstante, la disentería que no había dejado de cebarse en la fuerza invasora desde el desembarco se incrementó, y el ejército francés empezó a padecer más bajas por enfermedad que debido a las balas. La ausencia de alcohol ya había causado tantas protestas que Bonaparte ordenó a los destiladores que preparasen una libación a partir del dátil, la fruta más abundante. Y mientras los oficiales planeaban la plantación de viñedos, sus tropas descubrieron rápidamente la droga que los musulmanes llamaban hachís, a veces enrollada en bolas endulzadas con miel y aderezada con opio. Beber su brebaje o fumar sus semillas se convirtió en un hábito muy extendido, y durante la ocupación de Egipto, el ejército nunca pudo llegar a controlar la droga.
El general entró en su anhelada ciudad por una de las puertas principales a la cabeza de un regimiento, las bandas de música tocando y las banderas al viento. Por indicación de Ashraf, Astiza, Talma y yo entramos a través de una puerta más pequeña y fuimos por callejas serpenteantes junto a bazares que, dos días después de la gran batalla, estaban medio abandonados, sus imperfecciones reveladas por el intenso sol de mediodía. Unos cuantos muchachos tiraban agua para evitar que se levantara polvo. Burros con cestas colgadas a cada lado nos obligaban a batirnos en retirada hacia las entradas de las casas cuando se apretujaban por los callejones. Incluso en el corazón de El Cairo había sonidos aldeanos de perros que ladraban, camellos que roncaban, gallos que cacareaban y la llamada de los muecines a la plegaria, que a mis oídos les sonaba como gatos apareándose. Los comercios parecían establos y las casas, pobres cuevas sin iluminar; sus hombres permanecían impasiblemente acuclillados y envueltos en sus galabiyyas de un azul desteñido mientras fumaban las pipas de agua a las que llamaban sheesha. Sus hijos, ictéricos y cubiertos de pústulas, nos miraban con ojos como platos; sus mujeres se escondían. Era obvio que la mayoría de la nación vivía sumida en una abyecta pobreza.
—Quizá los barrios más elegantes quedan en otra parte de la ciudad —dijo Talma con preocupación.
—No, vosotros sois los responsables de esto —dijo Ashraf.
La noción de responsabilidad no había dejado de rondarme por la cabeza, y le dije al mameluco que le devolvería la libertad si su hermano consentía en recibirnos. En realidad no quería tener que cargar con otra persona que dependiera de mí además de Astiza; de hecho, siempre me había incomodado la idea de que hubiese sirvientes y esclavos. Franklin había tenido un par de negros, y encontraba su presencia tan turbadora que los liberó. Los esclavos eran una mala inversión, había concluido: costosos de comprar, caros de mantener y carentes de incentivos para hacer bien el trabajo.
Ashraf no pareció nada complacido por mi clemencia.
—¿Cómo voy a comer si me echas a la calle como un expósito?
—Ash, no soy un hombre rico. No dispongo de medios para pagarte.
—¡Pero sí que eres rico, gracias al oro que acabas de quitarme!
—¿Se supone que tengo que devolver lo que acabo de ganar en la batalla?
—¿Acaso no es lo justo? Te diré lo que haremos. Me convertiré en tu guía, el ciudadano Ash. Conozco todo Egipto. A cambio de esto, me pagarás con lo que robaste. Al final, cada uno tendrá aquello con lo que empezó.
—¡Eso es una fortuna que ningún guía o sirviente ganaría jamás!
Ashraf reflexionó en silencio.
—Cierto. Así que también contratarás a mi hermano con el dinero, para que investigue tu misterio. Y pagarás por alojarte en su casa, un millar de veces mejor que las cochiqueras ante las que pasamos. Sí, tu victoria y tu generosidad te comprarán muchos amigos en El Cairo. Los dioses nos han sonreído a todos este día, amigo mío.
Eso me enseñaría a ser generoso. Intenté encontrar consuelo en Franklin, quien aconsejaba que «el que multiplica las riquezas multiplica los cuidados». Eso ciertamente parecía ser verdad de mis ganancias en el juego. Pero Ben se obsesionaba por un dólar tanto como muchos de nosotros, y era muy buen negociador. Nunca conseguí arrancarle un aumento de sueldo.
—No —le dije a Ash—. Te pagaré un salario con el que puedas vivir, y también se lo pagaré a tu hermano. Pero sólo te devolveré el resto cuando hayamos descubierto el significado del medallón.
—Eso es justo —dijo Astiza.
—¡Y demuestra que tienes la sabiduría de los antiguos! —dijo Ashraf—. ¡Trato hecho! ¡Que Alá, Jesús y Horus estén contigo!
Yo estaba razonablemente seguro de que semejante inclusión era blasfema en al menos tres religiones, pero daba igual: mi mameluco hubiese sido un buen francmasón.
—Háblame de tu hermano.
—Es un hombre muy raro, igual que tú; le gustarás. A Enoc le da igual la política, pero hará lo que sea por el conocimiento. Él y yo no nos parecemos en nada, porque yo soy de este mundo y él es de otro. Pero lo quiero y lo respeto. Conoce ocho lenguas, incluida la tuya. Tiene más libros que esposas el sultán en Estambul.
—¿Y eso es mucho?
—Oh, sí.
Y así llegamos a la casa de Enoc. Como todas las moradas de El Cairo, su exterior era sencillo, un edificio de tres pisos con ventanas minúsculas en forma de rendija y una enorme puerta de madera con una pequeña rejilla de hierro. Al principio, las ruidosas llamadas de Ashraf no obtuvieron respuesta. ¿Habría huido Enoc con los beys mamelucos? Pero finalmente se abrió una mirilla tras la rejilla, Ash gritó unas cuantas imprecaciones en árabe, y la puerta se abrió con un crujido. Un gigantesco mayordomo negro llamado Mustafá nos llevó al interior.
El alivio del calor fue inmediato. Pasamos por un pequeño atrio abierto a un patio con una fuente que murmuraba y naranjos que daban sombra. La arquitectura de la casa parecía crear una suave brisa. Una elaborada escalera de madera subía por un lado del patio hacia las habitaciones ocultas a la vista que había arriba. Más allá estaba la sala de estar principal, con un suelo de intrincadas baldosas moriscas cubierto en un extremo por alfombras y cojines orientales, donde los invitados podían recostarse. En el otro extremo había un balcón resguardado donde las mujeres podían escuchar la conversación de los hombres abajo. Un elaborado diseño cubría las vigas del techo, los arcos eran agradablemente puntiagudos y las estanterías talladas se hallaban repletas de volúmenes. Los cortinajes ondeaban suavemente bajo el viento del desierto. Talma se secó la cara.
—Esto es con lo que yo soñaba.
Sin embargo, no nos detuvimos allí. Mustafá nos condujo a través de un patio más pequeño que había después, desnudo salvo por un pedestal de alabastro tallado con signos misteriosos. Encima había un cuadrado de cielo intensamente azul en lo alto de imponentes paredes blancas. El sol iluminaba un lado haciendo que pareciese nieve, y cubría de sombra el lado opuesto.
—Es un pozo de luz —murmuró Astiza.
—¿Un qué?
—Dentro de las pirámides se usaban pozos similares para medir el tiempo. En el solsticio de verano, el sol se encontraría directamente encima de ellos y no proyectaría ninguna sombra. De esa manera, los sacerdotes podían precisar con exactitud cuál era el día más largo del año.
—¡Sí, así es! —confirmó Ashraf—. Indicaban las estaciones y predecían la subida del Nilo.
—¿Para qué necesitaban saber eso los sacerdotes?
—Cuando el Nilo subía, las granjas quedaban inundadas y la mano de obra quedaba libre para otros proyectos, como construir pirámides —dijo Astiza—. El ciclo del Nilo era el ciclo de Egipto. La medición del tiempo fue el inicio de la civilización. Hubo que encontrar gente que llevara la cuenta, y esas personas se convirtieron en sacerdotes y pensaron en toda clase de cosas útiles que podían hacer los demás.
Más allá había una gran estancia tan oscura como brillante era el patio. Estaba repleta de estatuaria polvorienta, vasijas de piedra rotas y trozos de pared cubiertos de abigarradas pinturas egipcias. Hombres de piel roja y mujeres de piel amarilla posaban en las posturas envaradas pero llenas de gracia que yo había visto en la tablilla de la bodega del Orient. Había dioses con cabeza de chacal, la diosa gato Bastet, faraones envaradamente serenos, relucientes halcones negros y grandes recipientes cuadrados hechos de madera en cuyo exterior se habían pintado representaciones de seres humanos a tamaño natural. Talma ya me había descrito esos elaborados ataúdes. Contenían momias.
El escribidor se detuvo ante uno.
—¿Son de verdad? —exclamó muy emocionado—. Una fuente como esta podría curar todas mis enfermedades…
Le tiré del brazo.
—Ven, antes de que mueras asfixiado.
—Son recipientes de los que se han extraído las momias —le dijo Ashraf—. Los ladrones no se llevaban los ataúdes, pero Enoc ha hecho saber que pagará para coleccionarlos. Piensa que su decoración es otra clave para el pasado.
Vi que algunos de ellos estaban cubiertos de jeroglíficos, así como de dibujos.
—¿Por qué escribir en algo que sería enterrado? —pregunté.
—Puede que lo hiciesen para guiar a los muertos a través de los peligros del averno subterráneo, según mi hermano. Para nosotros los vivos, resultan muy útiles si quieres guardar cosas dentro porque la mayoría de la gente es demasiado supersticiosa para mirar en su interior. Temen una maldición.
Una estrecha escalera de piedra al fondo de la habitación descendía hacia un gran sótano abovedado iluminado por lámparas. Invitados por Ashraf, bajamos a una gran biblioteca. Estaba techada con bóvedas de barril, y el suelo de piedra era seco y fresco. Los estantes de madera estaban abarrotados de arriba abajo con libros, publicaciones, rollos y hojas de pergamino. Algunas de las encuadernaciones eran de cuero, y la luz relucía sobre las letras doradas. Las páginas de otros tomos, a menudo escritos en lenguas extrañas, parecían estar unidas entre sí por zarcillos de vieja tela, su olor tan mohoso como el de la tumba. Un anciano estaba sentado a una mesa central que debía de medir lo que la mitad de la puerta de un granero.
—Saludos, hermano mío —dijo Ashraf en mi lengua.
Enoc levantó la vista de lo que estaba escribiendo. Era mucho más viejo que Ashraf, calvo, con un fleco de largos rizos grises y una espesa barba, y la gravedad de Newton parecía haber atraído todo su pelo hacia las sandalias que calzaba. Iba vestido con una túnica gris, tenía los ojos brillantes y una nariz de halcón, y su piel era del color del pergamino sobre el que había estado inclinado. Irradiaba una serenidad que muy pocas personas llegan a alcanzar, y una chispa de malicia relucía en sus ojos.
—¿Así que los franceses han decidido ocupar incluso mi biblioteca? —El tono era sarcástico.
—No, vienen como amigos, y el alto es americano. Su amigo es un escriba francés…
—Que está muy interesado en mi compañero deshidratado —dijo Enoc, divertido. Talma contemplaba, fascinado, la momia puesta en pie dentro de un ataúd abierto en uno de los rincones. Una escritura indescifrable hecha de finos trazos cubría, también, aquel féretro. La momia había sido despojada de sus antiguos vendajes de lino, una parte de los cuales yacían enredados a sus pies; y se le habían practicado incisiones en la cavidad torácica. No había nada de tranquilizador en aquel cuerpo de un oscuro marrón grisáceo que parecía haber sido consumido por la sequedad del sepulcro, los ojos cerrados, la nariz respingona, la boca abierta en un rictus que revelaba unos dientes muy pequeños y blancos. La encontré inquietante.
Talma, sin embargo, estaba más contento que un cordero en un campo de tréboles.
—¿Es verdaderamente antigua? —jadeó—. ¿Un intento de alcanzar la vida eterna?
—Antoine, me parece que fracasaron —observé secamente.
—No necesariamente —dijo Enoc—. Para los egipcios, la preservación del cuerpo físico muerto era un requisito previo a la vida eterna. Según los relatos que han llegado hasta nosotros, los antiguos creían que el individuo consistía en tres partes: su cuerpo físico, su ba —lo que podríamos llamar carácter— y su ka, o fuerza vital. Estos dos últimos combinados son el equivalente de nuestra alma moderna. Ba y ka tenían que encontrarse el uno al otro y unirse en un peligroso averno subterráneo mientras el sol, Ra, viajaba cada noche a través de él, para formar un akh inmortal que viviría entre los dioses. La momia era su hogar diurno hasta que esa tarea hubiera sido completada. En vez de separar lo material y lo espiritual, la religión egipcia los combinaba.
—¿Ba, ka y Ra? Suena como un bufete de abogados —bromeé yo, que siempre me sentía un poco incómodo ante lo espiritual.
Enoc hizo como si no me hubiera oído.
—He decidido que este ya debería haber concluido su viaje. Lo he desenvuelto y le he hecho unas cuantas incisiones para investigar las antiguas técnicas de embalsamamiento.
—Dicen que estos tejidos podrían tener cualidades medicinales —murmuró Talma.
—Lo cual distorsiona todo aquello en lo que creían los egipcios —respondió Enoc—. El cuerpo era un hogar al que animar, no la esencia de la vida. Del mismo modo que tú eres más que tus achaques, escriba. Sabes, tu profesión de escriba era la del sabio Thoth.
—En realidad soy un periodista. He venido a dejar constancia de la liberación de Egipto —dijo Talma.
—Qué forma más elegante de expresarlo. —Enoc miró a Astiza—. ¿Y tenemos una invitada, también?
—Es una… —empezó a decir Ashraf.
—Sierva —terminó Enoc. La miró con curiosidad—. Así que has vuelto.
Caray, ¿aquellos dos también se conocían?
—Los dioses así parecen haberlo querido. —Astiza bajó los ojos—. Mi dueño ha muerto, asesinado por Napoleón en persona, y mi nuevo dueño es el americano.
—Un interesante giro del destino.
Ashraf fue a abrazar a su hermano.
—¡Igualmente ha sido por la gracia de todos los dioses y la clemencia de estos tres que yo he vuelto a verte, hermano! Ya estaba en paz con el mundo y listo para ir al paraíso, ¡cuando fui capturado!
—¿Ahora eres su esclavo?
—El americano ya me ha liberado. Me ha contratado en calidad de guardaespaldas y guía con el dinero que me quitó. También quiere contratarte a ti. Pronto volveré a tener todo lo que perdí. Eso también es obra del destino, ¿verdad?
—¿Para qué quiere contratarme?
—Ha venido a Egipto con un artefacto antiguo. Le dije que tú quizá podrías reconocerlo.
—Ashraf es el guerrero más valiente que he visto jamás —tercié yo—. Entró en un cuadro de la infantería francesa y sólo entre todos conseguimos hacerlo caer.
—¡Bah! Fui capturado por una mujer que empujó la rueda de un carro.
—Siempre ha sido valiente —dijo Enoc—. Demasiado. Y vulnerable a las mujeres.
—Soy un hombre de este mundo, no del otro, hermano mío. Pero estas personas han venido en busca de tu conocimiento. Tienen un antiguo medallón y quieren saber cuál es su significado. En cuanto lo vi supe que tenía que traerlos hasta ti. ¿Quién sabe más del pasado que el sabio Enoc?
—¿Un medallón?
—El americano lo obtuvo en París, pero piensa que es egipcio —dijo Astiza—. Varios hombres han intentado matarlo para hacerse con ese medallón. El bandido Bin Sadr quiere hacerse con él. Los sabios franceses sienten mucha curiosidad por él. Bonaparte favorece al americano por él.
—¿Bin Sadr, el Serpiente? Hemos oído decir que cabalga con los invasores.
—Bin Sadr cabalga con cualquiera que le pague lo suficiente —dijo Ashraf desdeñosamente.
—¿Y quién le paga? —preguntó Enoc a Astiza.
Una vez más, ella bajó los ojos.
—Otro estudioso. —¿Sabía más de lo que me había contado?
—Hace de espía para ese Bonaparte —teorizó Ashraf— y de agente, quizá, para el que más dispuesto esté a hacerse con ese medallón.
—Entonces el americano debería ir con cuidado.
—Desde luego.
—Y el americano amenaza la paz de cualquier hogar en el que entre.
—Como de costumbre, eres rápido con la verdad, hermano mío.
—Y sin embargo me lo traes.
—¡Porque tal vez tenga aquello sobre lo que se ha rumoreado durante tanto tiempo!
Aquella conversación no me gustaba nada. Yo acababa de sobrevivir a una gran batalla ¿y, a pesar de todo, aún corría peligro?
—¿Quién es ese Bin Sadr? —pregunté.
—Era un ladrón de tumbas tan despiadado que se convirtió en un paria —dijo Enoc—. No tenía ningún sentido de la propiedad o el respeto. Los hombres instruidos lo despreciaban, así que se unió a unos europeos que investigaban las artes oscuras. Llegó a ser un mercenario y se rumoreaba que un asesino, y empezó a recorrer el mundo en compañía de hombres poderosos. Desapareció durante un tiempo. Ahora ha regresado, y por lo visto trabaja para Bonaparte.
O para el conde Alessandro Silano, pensé yo.
—Suena como una historia periodística de lo más interesante —dijo Talma.
—Bin Sadr te mataría si la publicaras.
—Pero tal vez demasiado complicada para mis lectores —matizó el periodista.
Quizá debería darle el medallón a Enoc, pensé. Después de todo, como el botín que obtuve de Ash, no me había costado nada. Que se las viera él con las serpientes y los salteadores de caminos. Pero no, ¿y si realmente conducía hasta un tesoro? Berthollet podía pensar que los mejores placeres de la vida no cuestan dinero, pero yo sabía por experiencia propia que las personas que dicen eso son las que ya tienen dinero.
—¿Así que buscas respuestas? —preguntó Enoc.
—Busco alguien en quien confiar. Alguien que lo estudie, no que me lo robe.
—Si tu adorno es la clase de letrero indicador que pienso que es, no lo quiero para mí. Es una carga, no un regalo. Pero tal vez pueda ayudarte a descifrarlo. ¿Puedo verlo?
Me lo quité, dejé que se balanceara de la cadena y todos lo miraron con curiosidad. Después Enoc lo sometió a la misma inspección que habían llevado a cabo todos los demás, ya que le dio la vuelta, desplegó los brazos y usó una lámpara para hacer brillar la luz a través de sus perforaciones.
—¿Cómo te hiciste con él?
—Se lo gané a las cartas a un soldado que, aseguraba, perteneció a Cleopatra. Dijo que lo había llevado un alquimista llamado Cagliostro.
—¡Cagliostro!
—¿Has oído hablar de él?
—Estuvo en Egipto una vez. —Enoc sacudió la cabeza—. Buscó secretos que ningún hombre debería llegar a conocer, entró en lugares en los que ningún hombre debería entrar y pronunció nombres que ningún hombre debería decir.
—¿Por qué no debería haber dicho un nombre?
—Conocer el nombre de un dios es saber cómo llamarlo para que cumpla tu voluntad —dijo Ashraf—. Decir el nombre de los muertos es invocarlos. Los antiguos creían que las palabras, en especial las escritas, eran mágicas.
El anciano apartó la mirada de mí para posarla en Astiza.
—¿Cuál es tu papel aquí, sacerdotisa?
Astiza le hizo una pequeña reverencia.
—Sirvo a la diosa. Ella hizo que conociera al americano de la manera en que ahora te lo ha hecho conocer a ti, para sus propios propósitos.
¿Sacerdotisa? ¿Qué diablos significaba eso?
—Que quizá sean arrojar este adorno al Nilo —dijo Enoc.
—Cierto. Y, sin embargo, los ancianos lo forjaron para que pudiese ser encontrado, ¿verdad, sabio Hermes? Y ha llegado a nosotros de esta forma tan inesperada. ¿Por qué? ¿Cuánto es azar y cuánto es destino?
—Una pregunta a la que no he podido responder en toda una vida de estudio. —Enoc suspiró, perplejo—. Bien, veamos. —Volvió a estudiar el medallón, y señaló las perforaciones en el disco—. ¿Reconoces la pauta?
—Son estrellas —ofreció Astiza.
—Sí, pero ¿cuáles?
Todos sacudimos la cabeza.
—¡Pero si es facilísimo! Es Draconis, o Draco. El dragón. —Trazó una línea a lo largo de las estrellas que parecía una serpiente retorcida o un dragón muy flaco—. Es una constelación estelar, y sospecho que sirve para guiar al propietario de este medallón.
—¿Guiarlo cómo? —pregunté yo.
—¿Quién sabe? Las estrellas giran en el cielo nocturno y cambian de posición con las estaciones. Una constelación significa poco, a menos que se la correlacione con un calendario. Así que lo que debemos preguntarnos es para qué sirve esto.
Aguardamos una respuesta a lo que esperábamos era una pregunta retórica.
—No lo sé —admitió Enoc—. Con todo, los ancianos estaban obsesionados por el tiempo. Algunos templos fueron construidos sólo para que quedaran iluminados en el solsticio de invierno o el equinoccio de otoño. El camino del sol era como el camino de la vida. ¿No venía acompañado por ningún artilugio para medir el tiempo?
—No —dije yo. Pero la pregunta de Enoc hizo que me acordara del calendario que Monge me había enseñado en la bodega del Orient, el que se llevaron de la misma fortaleza en la que estuvo prisionero Cagliostro. Quizás el viejo conjurador había llevado los dos objetos. ¿Podía ser que el calendario fuese una clave?
—Sin saber cuándo debería ser usado, puede que este medallón no valga nada. Bien, y esta línea que atraviesa el círculo, ¿qué significa?
—No lo sé —dije.
—Estas líneas en zigzag que hay aquí son casi sin lugar a dudas el antiguo símbolo para el agua. —Me sorprendí. Yo había pensado que quizá fuesen montañas, pero Enoc insistió en que eran el símbolo egipcio para las olas—. Ahora bien, esta pequeña pirámide hecha con arañazos me deja perplejo. Y estos brazos… Ah, mirad aquí. —Señaló con el dedo y nos inclinamos sobre el medallón. Hacia la mitad de cada brazo había una muesca o melladura en la que nunca me había fijado antes, como si una parte del brazo hubiera sido limada.
—¿Es una regla? —probé—. Esa muesca podría ser para marcar una medida.
—Cabe la posibilidad —dijo Enoc—. Pero también podría ser el lugar que sirve para encajar otra pieza en esta. Quizá la razón por la que este medallón es tan misterioso, americano, sea que aún no está completo.
Fue Astiza quien sugirió que le dejara el medallón al anciano para que este lo estudiara, porque de esa manera podría buscar ornamentos similares en sus libros. Al principio dudé. Me había acostumbrado al peso del medallón y a la seguridad que me daba saber dónde se hallaba en todo momento. ¿Ahora iba a entregárselo a un perfecto desconocido?
—No nos será de ninguna utilidad hasta que no sepamos qué es y lo que hace —razonó Astiza—. Llévalo encima, y te lo robarán en las calles de El Cairo. Déjalo en el sótano de un estudioso que vive recluido en su casa, y ahí estará seguro.
—¿Puedo confiar en él?
—¿Qué elección te queda? ¿Cuántas respuestas has obtenido en las semanas que hace que lo posees? Dale uno o dos días a Enoc para hacer algún progreso.
—¿Qué se supone que he de hacer yo mientras tanto?
—Empezar a formular preguntas a tus propios sabios. ¿Por qué iba a estar la constelación de Draco en este adorno? La solución no se hará esperar si trabajamos todos juntos.
—Ethan, es un riesgo demasiado grande —dijo Talma, al tiempo que miraba a Astiza con recelo.
Desde luego, ¿quién era esa mujer a la que se había llamado sacerdotisa? Pero el corazón me decía que los miedos de Talma eran exagerados, que yo había estado solo en esta empresa y ahora, sin haberlo pedido, contaba con algunos aliados para que me ayudaran a desentrañar el misterio.
—No, Astiza tiene razón —dije—. Necesitamos ayuda o no haremos ningún progreso. Y si Enoc huye con mi medallón, tendrá a todo el ejército francés tras él.
—¿Huir? Nos ha invitado a alojarnos en esta casa con él.
Mi dormitorio era el mejor que había disfrutado en años. Era fresco y resguardado del sol, la cama se hallaba a una buena distancia del suelo y rodeada por cortinas de gasa. Las baldosas estaban cubiertas de alfombras, y la jofaina y el aguamanil eran de plata y estaño. ¡Qué diferencia con la mugre y el calor de la campaña! Sin embargo, me sentía arrastrado a una historia que no entendía, y me encontré repasando los acontecimientos. ¿Era casualidad que hubiese conocido a una mujer griego-egipcia que hablaba mi idioma? ¿Que el hermano de este extraño Enoc hubiera cargado directamente sobre mí después de irrumpir en el centro del cuadro en la Batalla de las Pirámides? ¿Que Bonaparte no sólo hubiese permitido, sino aprobado, esta adición a mi séquito? Era casi como si el medallón se sirviese de la magia como un extraño imán, atrayendo a las personas hacia él.
Ciertamente era hora de hacerle más preguntas a mi supuesta sirvienta. Después de habernos dado un baño y descansado encontré a Astiza en el patio principal, ahora fresco y sombreado. Estaba sentada junto a la fuente a la espera de mi interrogatorio. Pliegues de lino le envolvían los pechos con las puntas turbadoramente cubiertas, y sus esbeltos pies calzaban sandalias, los tobillos recatadamente cruzados. Lavada, cambiada de ropa y peinada, sus cabellos brillaban como la obsidiana.
Llevaba brazaletes, ajorcas en los tobillos y un ankh colgado del cuello; era una visión tan impactante que costaba pensar con claridad. Sin embargo, tenía que hacerlo.
—¿Por qué te llamó sacerdotisa? —dije sin mayores preámbulos, mientras me sentaba a su lado.
—Supongo que no pensarás que mis intereses se limitan a hacerte la comida y lavarte la ropa —dijo ella en voz baja.
—Sabía que eras algo más que una sierva. Pero ¿sacerdotisa de qué?
Astiza tenía los ojos muy abiertos, la mirada solemne.
—De la creencia que ha estado presente en todas las religiones durante diez mil años: que existen mundos más allá del que vemos, Ethan, y misterios más allá de lo que pensamos que entendemos. Isis es una puerta a esos mundos.
—Eres una maldita pagana.
—¿Y qué es un pagano? Si examinas el origen de la palabra, ves que significa morador del campo, una persona de la naturaleza que vive según el ritmo de las estaciones y el sol. Si eso es paganismo, entonces soy una fervorosa creyente.
—¿Y en qué más crees, exactamente?
—En que las vidas tienen un propósito, en que cierto conocimiento es mejor que permanezca oculto y cierto poder, envainado y sin usar. O, de ser liberado, que se use para el bien.
—¿Te traje yo a esta casa o me trajiste tú?
Astiza sonrió con dulzura.
—¿Piensas que nos conocimos por accidente?
Solté un bufido.
—Mis recuerdos incluyen unos cuantos cañonazos.
—Tomaste el camino más corto al muelle de Alejandría. Se nos dijo que estuviéramos alerta por si veíamos llegar a un civil con una chaqueta verde, posiblemente acompañado por Bonaparte.
—¿Quiénes teníais que estar alerta?
—Mi señor y yo. El que mataste.
—¿Y dio la casualidad de que vuestra casa se encontraba en nuestra ruta?
—No, pero la casa de un mameluco que había huido sí. Mi señor y yo la requisamos y nuestros acólitos nos trajeron mosquetes.
—¡Casi matáis a Napoleón!
—En realidad, no. El Guardián te apuntaba a ti, no a él.
—¡Qué!
—Mi sacerdocio creyó mejor simplemente matarte antes de que llegaras a saber demasiado. Pero al parecer los dioses tenían otros planes. El Guardián le dio a casi todo el mundo menos a ti. Entonces la habitación estalló y cuando volví en mí, allí estabas tú. Supe que tenías un propósito, por muy ciego que pudieras estar a él.
—¿Qué propósito?
—Estoy de acuerdo en que cuesta imaginarlo. Pero se supone que has de ayudar, de algún modo, a custodiar lo que debería ser custodiado o a usar lo que debería ser usado.
—¿Custodiar el qué? ¿Usar el qué?
Astiza sacudió la cabeza.
—No lo sabemos.
Por el relámpago de Franklin, en mi vida había oído mayores disparates. ¿Se suponía que yo debía creer que mi cautiva me había encontrado a mí en lugar de lo contrario?
—¿A qué te refieres cuando hablas del Guardián?
—Simplemente a uno que aún sigue las viejas costumbres que hicieron de esta tierra la más rica y hermosa del mundo, hace cinco mil años. Nosotros también hemos oído rumores acerca del colgante —Cagliostro se emocionó tanto al encontrarlo que no pudo mantener la boca cerrada—, y de hombres sin escrúpulos que venían a excavar y robar. ¡Pero tú! ¡Tan ignorante! ¿Por qué lo pondría en tus manos la diosa? Sin embargo, primero te conducen hasta mí. Luego nosotros te conducimos hasta Ashraf, y de Ashraf a Enoc. Secretos que han dormitado durante milenios están siendo despertados por la marcha de los franceses. Las pirámides tiemblan. Los dioses están inquietos y guían nuestra mano.
Yo no hubiese sabido decir si Astiza estaba como una cabra o era vidente.
—¿Hacia qué?
—No lo sé. Todos estamos medio ciegos, y vemos algunas cosas aunque otras se nos escapan. Esos sabios franceses de los que tanto presumes, ¿son realmente sabios o no? ¿Son conjuradores?
—¿Conjuradores?
—O como los llamamos en Egipto, magos.
—Me parece que los hombres de ciencia harían una distinción entre sí mismos y los magos, Astiza.
—En el antiguo Egipto, no existía tal distinción. Los sabios conocían la magia y hacían muchos hechizos. Ahora, tú y yo debemos tender un puente entre vuestros sabios y hombres como Enoc, y resolver este acertijo antes de que lo hagan hombres sin escrúpulos. Competimos con el culto de la serpiente, el dios serpiente Apofis, y su Rito Egipcio. Ellos quieren descubrir el secreto primero y usarlo para sus oscuros designios.
—¿Qué designios?
—No lo sabemos, porque ninguno de nosotros está completamente seguro de qué es lo que buscamos. —Titubeó—. Existen leyendas de grandes tesoros y, lo que es aún más importante, grandes poderes, la clase de poderes que hacen temblar los imperios. Qué, exactamente, es demasiado pronto para decirlo. Deja que Enoc investigue un poco más. Pero ten presente que muchos hombres han oído estas historias a lo largo de los siglos y se han interrogado acerca de la verdad oculta tras ellas.
—¿Te refieres a Napoleón?
—Sospecho que él es quien menos lo entiende de todos, pero espera que alguien encuentre el secreto para así poder hacerse con él. Por qué, no está seguro, pero conoce las leyendas de Alejandro. Todos nos movemos envueltos en una niebla de mito y leyenda, excepto quizá Bin Sadr…, y quienquiera que sea el verdadero señor de Bin Sadr.