ran las dos de la tarde, la hora más calurosa del día, cuando el ejército francés empezó a formar cuadros para la Batalla de las Pirámides. Se trataba más exactamente de la Batalla de Imbaba, la población más próxima; pero las pirámides en el horizonte le daban un nombre más romántico en los despachos de Talma. Los melonares de Imbaba no tardaron en ser invadidos por soldados que buscaban apagar su sed antes del combate. Uno de mis recuerdos es la mancha de jugo en sus pecheras cuando los regimientos y las brigadas formaban filas.
Las pirámides aún estaban a unos veinte caliginosos kilómetros de nosotros, pero impresionaban por su perfecta geometría. Desde esa distancia, parecían los remates de prismas descomunales enterrados hasta el cuello en las arenas. Todos nos emocionamos al verlas, tan legendarias y tan imponentes, las estructuras más altas jamás construidas. Vivant Denon dibujaba furiosamente, intentando hacer caber todo un panorama en un cuaderno de notas y capturar el rielar de la bóveda de aire.
Imaginad la esplendorosa panoplia de la escena. Por nuestro flanco izquierdo corría el Nilo, su caudal encogido antes de las inundaciones que no tardarían en iniciarse pero aun así de un majestuoso azul que reflejaba el resplandor del cielo. Junto a él estaba el frondoso verdor de los campos irrigados y las palmeras datileras que lo bordeaban, una cinta de Edén. A nuestra derecha estaban las dunas, como las olas detenidas de un océano. Y finalmente en la lejanía estaban las pirámides, esas estructuras místicas que parecían pertenecer a otro mundo, erigidas por una civilización que apenas podíamos imaginar, elevándose hacia sus cimas perfectas. ¡Las pirámides! Yo había visto representaciones masónicas, angulosas y abruptas, coronadas por un ojo resplandeciente que todo lo veía. Ahora eran reales, más cuadradas de lo que me las había imaginado, y temblaban ante mí como un espejismo.
Añádase a esto las decenas de miles de hombres uniformados en apretadas formaciones, el arremolinarse de la caballería mameluca, los camellos que avanzaban pesadamente, los burros que no paraban de rebuznar, y los oficiales franceses que galopaban arriba y abajo —ya roncos de tanto gritar órdenes—; y todo lo que me rodeaba era tan exótico que me parecía haber sido transportado a un sueño. Talma llenaba una hoja tras otra escribiendo furiosamente, en un intento de registrarlo todo. Denon musitaba para sí que todos teníamos que posar antes de que se pudiera entablar batalla. «Esperen. ¡Esperen!».
Desplegada contra el ejército de Bonaparte había una hueste resplandeciente que parecía contar con de dos a tres veces nuestros veinticinco mil hombres, rematada por un nubarrón de polvo. Si los mamelucos hubieran sido mejores generales, es posible que nos hubieran barrido del campo de batalla. Pero el ejército árabe se hallaba neciamente dividido por el caudaloso río. Su infantería, esta vez soldados de a pie otomanos procedentes de Albania, había sido situada demasiado lejos para que pudiera ser de utilidad inmediata. Una flaqueza fatal de los mamelucos era que no sólo no confiaban los unos en los otros; no confiaban en ninguna demarcación que no fuese la suya. Su artillería estaba mal ubicada en nuestro lejano flanco izquierdo. Debido a tal incompetencia, los soldados franceses confiaban en el resultado de la batalla. «¡Fijaos en lo idiotas que son! —tranquilizaban los veteranos a sus camaradas—. ¡No entienden la guerra!».
En la otra orilla, un lejano rielar en el horizonte, estaba El Cairo, una ciudad de un cuarto de millón de habitantes taladrada por sus minaretes increíblemente esbeltos. ¿Encontraríamos todos fortuna allí? Yo notaba la boca seca y la mente aturdida por las sensaciones.
Una vez más el corazón del ejército árabe lo formaban los mamelucos, caballería montada que ahora ascendía a diez mil hombres. Sus caballos eran soberbios ejemplares árabes enjaezados con magníficos arneses; los jinetes, un caleidoscopio de túnicas y sedas con los turbantes rematados por plumas de garceta y pavo real y los cascos ribeteados de oro. Iban armados con un arsenal de hermosas armas antiguas dignas de museo. Viejos mosquetes relucían con sus incrustaciones de joyas y madreperla. Cimitarras, lanzas, hachas de guerra, mazas y dagas brillaban al sol. Más mosquetes y pistolas colgaban de las fundas de sus sillas de montar o habían sido deslizados en sus fajines, y cada mameluco iba acompañado por dos o tres sirvientes a pie cargados con munición y armas de fuego adicionales. Esos esclavos correrían ante los mamelucos para pasarles las armas, de modo que sus dueños no tuvieran que detenerse a recargar. Los caballos de los guerreros piafaban y arañaban el suelo con los cascos como corceles de circo, las cabezas erguidas de impaciencia porque se iniciase la inminente carga. Ningún ejército había podido hacer frente a su acometida en los últimos quinientos años.
En continuo movimiento alrededor de las formaciones egipcias estaban los beduinos de blancas túnicas montados en sus camellos, enmascarados como bandidos y moviéndose en círculos como lobos. Aguardaban la ocasión de caer sobre nuestras filas para matar y saquear cuando nos desmoronásemos bajo la penúltima carga mameluca. Nuestro propio lobo, Bin Sadr, los cazaba mientras ellos nos cazaban a nosotros. Vestidos de negro, sus asesinos acechaban en el borde de las dunas con la esperanza no sólo de emboscar a los beduinos, sino también de poder echar mano al botín de los mamelucos muertos antes de que los soldados franceses tuviesen tiempo de llegar hasta ellos.
Los egipcios habían atado pequeños cañones a las espaldas de algunos camellos. Los animales gruñían, resoplaban y trotaban de aquí para allá bajo las órdenes que les gritaban sus nerviosos adiestradores, con unos andares tan bamboleantes que no habría forma de apuntar los cañones que portaban. El río había vuelto a llenarse de falúas con velas latinas de la flota musulmana, repletas de marineros que se mofaban de nosotros. Oíamos una vez más el clamor de tambores, panderetas, clarines y trompetas; y un bosque de enseñas, banderas y estandartes aleteaba sobre la hueste como en un vasto carnaval. Las bandas de música francesas también empezaron a tocar, mientras la infantería europea desfilaba hacia sus posiciones con la estólida eficiencia fruto de un largo y metódico entrenamiento, preparaba sus armas y calaba las bayonetas. El sol arrancaba destellos a cada punta mortífera. Los estandartes de los regimientos lucían las cintas de victorias pasadas. Los tambores atronaban para comunicar órdenes.
El aire era un horno que nos abrasaba los pulmones. El agua parecía evaporarse antes de pasar de los labios a la garganta. Un viento caliente soplaba del desierto por el oeste, y el cielo era ominosamente marrón en esa dirección.
Por aquel entonces la mayoría de los científicos e ingenieros ya se habían reunido con el ejército —hasta Monge y Berthollet habían desembarcado—, pero nadie nos había especificado cuál iba a ser nuestro papel en la inminente confrontación. De pronto el general Dumas, que parecía aún más descomunal sobre su enorme corcel marrón, pasó al galope junto a nosotros para rugir una nueva orden.
—¡Burros, estudiosos y mujeres a los cuadros! ¡Ocupad vuestros lugares dentro de ellos, asnos inútiles!
Rara vez he oído palabras más reconfortantes.
Astiza, Talma y yo seguimos a un rebaño de científicos, francesas y reses al interior de un cuadro de infantería comandado por el general Louis-Antoine Desaix. Era el soldado más capaz del ejército, con la misma edad que Napoleón a sus veintinueve años, e incluso un par de centímetros más bajo que nuestro pequeño cabo. A diferencia de los otros generales, Desaix vivía tan pendiente de su comandante como un sabueso fiel. Poco agraciado, desfigurado por una herida de sable y tímido con las mujeres, nunca se lo veía más feliz que cuando dormía entre las ruedas de un cañón de campaña. Ahora había formado a sus tropas en un cuadro tan robusto, con diez soldados de fondo encarados hacia los cuatro puntos cardinales, que entrar en él era como refugiarse en un pequeño fuerte hecho enteramente de seres humanos. Volví a cargar mi rifle y contemplé Egipto desde detrás de aquella formidable barrera de anchos hombros, grandes sombreros con escarapela y mosquetes listos para ser disparados. Oficiales a caballo, científicos desmontados y mujeres que no paraban de parlotear entre ellas se apelotonaban en el espacio interior, todos nosotros nerviosos y con mucho calor. Piezas de campaña habían sido emplazadas en cada una de las esquinas exteriores del cuadro, donde los artilleros confiarían en el apoyo de la infantería para que el enemigo no llegase a tomar sus posiciones.
—Por Júpiter y Moisés, nunca había visto un esplendor semejante —murmuré—. No me extraña que a Bonaparte le guste la guerra.
—Imagínate si Egipto fuese tu hogar y estuvieras viendo estas divisiones francesas —contestó Astiza en voz baja—. Imagínate ante la invasión.
—Traerá tiempos mejores, espero. —Impulsivamente, le apreté la mano—. Egipto es desesperadamente pobre, Astiza.
Sorprendentemente, ella no se apartó.
—Sí, lo es.
Los músicos del ejército tocaron La Marsellesa una vez más, y la música ayudó a calmar los nervios de todos. Luego Napoleón cabalgó junto a nuestro cuadro acompañado por su plana mayor, su corcel negro, su sombrero adornado con una pluma y sus ojos grises como dos témpanos de hielo. Me subí a una de las cureñas de campaña —un carro de dos ruedas que transportaba munición— para oírlo. La noticia de las infidelidades de su esposa no había dejado ninguna marca visible en él, aparte de la furiosa concentración. Ahora señaló dramáticamente las pirámides, cuya pureza geométrica ondulaba en el calor como bajo el agua.
—¡Soldados de Francia! —gritó—. ¡Cuarenta siglos os contemplan desde lo alto!
Los vítores sonaron como la erupción de un volcán. Por mucho que los soldados de a pie se quejaran de Bonaparte entre las batallas, estaban unidos a él como enamorados en una pelea. Bonaparte los conocía, sabía cómo pensaban, respiraban y se sentían cuando les dolía el estómago, y sabía cómo pedirles lo imposible a cambio de un trocito de cinta, una mención en un despacho o un ascenso a una unidad de élite.
El general se inclinó hacia Desaix para decirle en un tono más bajo dos palabras que algunos de nosotros pudimos oír, pero que no pretendían ser ninguna alocución al ejército.
—Sin cuartel.
Sentí un súbito escalofrío.
Murad Bey, una vez más comandante del ejército árabe que había ante nosotros, vio que Napoleón tenía intención de hacer avanzar sus cuadros para abrirse paso a través del centro árabe y disgregar a las fuerzas mamelucas para que pudieran ser aniquiladas una por una. El gobernante egipcio no sabía nada acerca de las tácticas europeas, pero tenía suficiente sentido común para intentar anticiparse a lo que quiera que pretendiesen conseguir los franceses atacando primero. Murad Bey blandió su lanza, y la caballería mameluca se lanzó a la carga con su fantasmagórico grito ululante. Aquellos guerreros esclavos llevaban siglos siendo invencibles, y la casta gobernante simplemente no creía que la tecnología fuese a poner fin a su reinado. Estábamos ante un ataque mucho más grande que ninguno de aquellos a los que habíamos tenido que hacer frente hasta ahora, y fueron tantos los caballos que avanzaron con un galope atronador que literalmente pude sentir temblar el suelo bajo las ruedas de la cureña a la que me había encaramado.
La infantería aguardó con nerviosa confianza, sabiendo a esas alturas que los mamelucos no disponían ni de la artillería ni de la disciplina en el uso de los mosquetes necesarias para imponerse a las formaciones francesas. Con todo, el avance enemigo descargó toda la furia de una avalancha. Todos nos tensamos al verlos venir. El suelo vibraba, surtidores de polvo y arena brotaban ante la línea enemiga como un oleaje que se aproxima, y las lanzas y los cañones de los rifles eran enarbolados como trigales mecidos por el viento. Yo me sentía un poco temerario y algo mareado sobre mi percha mientras contemplaba las cabezas de las filas desplegadas ante mi mirada, los ojos de Talma y Astiza se clavaban en mí desde abajo como si pensaran que me había vuelto loco; pero aún no había visto ningún arma mameluca que pareciera tener muchas probabilidades de acertarme a esa distancia. Alcé mi rifle y esperé, mientras veía ondear los estandartes enemigos.
Los teníamos cada vez más cerca y el rumor de su avance crecía en volumen. Los mamelucos lanzaban su trémulo grito de guerra, y los franceses no murmuraban palabra. El trecho de terreno que se interponía entre nosotros estaba siendo devorado. ¿Dispararíamos alguna vez? Juro que pude distinguir los intensos colores de los ojos inesperadamente caucásicos del enemigo, la mueca de sus dientes, las venas de sus manos, y empecé a impacientarme. Finalmente, sin ninguna decisión consciente por mi parte, apreté el gatillo, mi rifle disparó y uno de los guerreros enemigos cayó de espaldas para desaparecer en la estampida.
Fue como si mi disparo hubiera dado la señal para el inicio del combate. Desaix gritó, y el frente de la formación francesa floreció en la familiar cortina de llamas. Quedé sordo en un instante y la caballería atacante se desplomó en una ola que rompe hecha de cuerpos desgarrados, caballos que relinchaban y patas que se agitaban en el aire. Nubes de humo y polvo rodaron sobre nosotros. Entonces hubo otra salva de la fila que había detrás, y otra, y luego otra más. Los cañones retumbaron en algún lugar del campo de batalla y guadañas de metralla salieron despedidas de sus bocas. Fue una auténtica tempestad de hierro y plomo. Hasta los mamelucos que no habían sido alcanzados se estrellaban contra ella y eran catapultados sobre las monturas de sus camaradas. Una furiosa carga de caballería había quedado reducida al caos en un instante, a escasos metros de las primeras bayonetas francesas. El enemigo se nos había acercado tanto que algunos de los caídos fueron alcanzados por los restos de papel quemado que escupían los cañones de los mosquetes europeos. Incendios minúsculos prendieron en las ropas de muertos y heridos. Cargué mi rifle y volví a abrir fuego yo también, sin llegar a saber cuál fue el efecto de mi disparo. Una espesa humareda nos envolvió.
Los supervivientes volvieron grupas para recomponer sus filas mientras los soldados de Napoleón cargaban rápida y mecánicamente, cada movimiento practicado centenares de veces. Unos cuantos franceses habían caído bajo el fuego mameluco, y fueron arrastrados hacia atrás hasta el centro de nuestro cuadro mientras la fila volvía a recomponerse y los sargentos golpeaban a los soldados remisos para obligarlos a cumplir con su deber. El cuadro de infantería era como una criatura marina que se hace crecer otro apéndice, invulnerable a una lesión fatal.
Los mamelucos cargaron de nuevo, y esta vez intentaron penetrar las filas que formaban los otros tres lados de nuestro cuadro de infantería.
El resultado fue el mismo que antes. Los caballos llegaron en ángulo y unos pocos lograron aproximarse más que en la carga anterior, pero incluso los corceles que no fueron alcanzados se detuvieron ante el seto de bayonetas, a veces tan abruptamente que sus jinetes cayeron al suelo con un alarido. Delicadas sedas y linos se cubrieron de flores rojas cuando los árabes fueron alcanzados por las gruesas balas de plomo, ahora procedentes de dos cuadros que abrieron fuego sobre cada flanco cuando los mamelucos pasaban al galope entre ellos. Una vez más, la carga quedó sumida en la confusión. Los atacantes empezaban a parecer presa de un creciente desespero. Algunos se pusieron en pie y abrieron fuego contra nosotros con mosquete y pistola, pero los disparos eran demasiado esporádicos y faltos de puntería para que pudiesen llegar a hacer mella en las filas francesas. Algunos de nuestros infantes soltaban un gruñido o gritaban antes de caer desplomados. Entonces retumbaba otra salva europea, y esos atacantes también eran arrancados de sus monturas. No tardamos en vernos rodeados por un anillo de muertos y heridos, una pila de la aristocracia militar de Egipto. Aquella carnicería empequeñecía la de otras batallas.
Aunque las balas árabes zumbaban regularmente por encima de mi cabeza, yo me sentía curiosamente inmune a la confusión. Una sensación de irrealidad impregnaba toda la escena: las colosales moles de las pirámides en la lejanía, el aire vidrioso, el calor asfixiante, las palmeras que el viento del desierto mecía suavemente mientras la ocasional bala perdida recortaba unas cuantas hojas de sus copas. Los fragmentos de verde flotaban hacia el suelo como plumas. Grandes nubes de polvo giraban sobre la blancura del cielo mientras la caballería enemiga galopaba de aquí para allá sin ningún propósito aparente, en busca de un punto débil en los cuadros de Bonaparte que no lograban encontrar. La infantería egipcia parecía hallarse atrapada por la indecisión en la retaguardia, como si aguardase fatalmente su perdición. Los mamelucos, temerosos de la revuelta, habían dejado que las armas menos poderosas del ejército de su nación se atrofiasen poco a poco hasta quedar sumidas en una parálisis de incompetencia.
Miré hacia el oeste. Allí todo el cielo empezaba a oscurecerse, y el sol se había convertido en una esfera anaranjada. ¿Lluvia? No, comprendí, aquellas eran otra clase de nubes: nubes de arena. El horizonte había quedado oculto por la tempestad que se aproximaba.
Nadie más parecía haber reparado en el tiempo. Con una innegable bravura, los mamelucos volvieron a formar, recibieron nuevos rifles y pistolas de manos de sus sirvientes y cargaron de nuevo. Esta vez parecían decididos a concentrar toda su furia únicamente sobre nuestro cuadro. Disparamos y las primeras filas de su carga cayeron como antes; pero era tal el grosor de su columna que los que iban detrás sobrevivieron para pasar al galope sobre sus camaradas caídos antes de que pudiéramos recargar. Con una desesperada energía, lanzaron sus caballos contra las bayonetas francesas.
Fue como si hubiéramos sido embestidos por un navío. El cuadro se dobló bajo la acometida, los caballos murieron mientras aplastaban con su peso la infantería de Bonaparte. Algunos de los hombres retrocedieron, presa del pánico. Otros franceses vinieron a la carrera desde los lados interiores del cuadrado para reforzar su frente antes de que pudiera ceder. Hubo una súbita y desesperada refriega de espada, lanza y pistola mamelucas contra bayonetas y mosquetes franceses disparados a quemarropa. Aún encaramado a mi cureña, disparé sobre un mar revuelto de cuerpos. No tenía ni idea de a quién o a qué le estaba dando.
De pronto, como disparados desde un cañón, un caballo y un guerrero gigantesco se abrieron paso a través del amasijo de guerreros. La montura árabe estaba cubierta de sangre y su mameluco enturbantado sangraba por mil heridas, pero aun así luchaba con un frenesí incontenible. La infantería corrió a interceptarlo y la cimitarra del jinete atravesó los cañones de sus mosquetes como si fueran paja. El animal enloquecido se encabritaba y daba coces mientras giraba en círculos como un derviche, su jinete inexpugnable a las balas. Los científicos se dispersaron ante los cascos al tiempo que los hombres caían y gritaban. Y, lo más inquietante de todo, el atacante parecía tener la mirada fija en mí, encaramado como estaba sobre la cureña de suministro artillero con mi llamativa chaqueta no militar.
Apunté, pero el corcel embistió mi cureña antes de que yo pudiera disparar y me catapultó por los aires. Me estrellé contra el suelo, los pulmones vaciados de aire por el impacto, y el corcel de mirada enloquecida vino bailando hacia mí con las pupilas desorbitadas y sus patas un batir de cascos en el aire. Su dueño sólo parecía tener ojos para mí de entre todos los centenares de personas que lo rodeaban, como si hubiera decidido escoger un enemigo personal.
Entonces se oyó un grito, y el caballo se encabritó y cayó. Vi que Talma acababa de empuñar una lanza y la había hincado en los cuartos traseros del animal. El jinete resbaló de la silla y chocó con el suelo tan violentamente como lo había hecho yo, momentáneamente aturdido. Antes de que pudiera incorporarse, Astiza soltó un alarido y con ayuda de Talma empujó la cureña hacia él. Las ruedas se clavaron en el caballo herido, y el fanático jinete quedó atrapado entre su silla de montar y las tiras de hierro. El mameluco tenía los hombros de un buey; se debatía como un animal, pero había quedado repentinamente impotente. Me arrastré hacia él y me arrojé sobre el caballo y su jinete, mi tomahawk en su garganta. Astiza añadió su peso al mío sin dejar de gritar en árabe, y o sus palabras o su sexo parecieron dejar helado al mameluco. Entonces el agotamiento pudo más que su frenesí guerrero y quedó inmóvil, como aturdido.
—¡Dile que se rinda! —le grité a Astiza.
Ella gritó algo y el mameluco asintió con expresión derrotada, mientras dejaba caer la cabeza sobre la arena. ¡Acababa de hacer mi primer prisionero! La sensación era inesperadamente embriagadora, aún más satisfactoria que la de recibir una mano de cartas particularmente afortunada en una partida de whist. Por Júpiter, estaba empezando a entender las emociones de los soldados. Seguir vivo después de haber sentido la vaharada de la muerte es algo que se te sube a la cabeza.
Desarmé rápidamente al árabe y le cogí prestada la pistola a un oficial para acabar con el caballo que sufría. Vi que otros jinetes también habían logrado abrirse paso, pero finalmente cada uno de ellos quedó inmóvil bajo los culatazos y golpes de bayoneta de la infantería francesa. La excepción fue un atrevido que acabó con dos hombres, recibió una bala y luego hizo saltar a su caballo sobre la caótica primera fila para alejarse al galope mientras gritaba con desesperación, herido pero triunfal. Esa era la clase de coraje que tenían aquellos demonios, y llevó a Napoleón a observar que con un puñado de ellos hubiese domado al mundo. Con el tiempo reclutaría a los mamelucos que sobrevivieron para añadirlos a su guardia personal.
Con todo, la huida de aquel guerrero fue una rareza, y la mayoría de los enemigos simplemente no pudieron abrirse paso a través de nuestro seto de hombres. Sus caballos fueron destripados por las hileras de bayonetas. Finalmente los supervivientes volvieron grupas, presa de la desesperación, y la metralla francesa persiguió su retirada para hacer que algunos más cayeran de sus sillas. Pese a la bravura egipcia, había sido una carnicería. Los europeos tuvieron docenas de bajas, pero los mamelucos tuvieron miles. La arena quedó cubierta de sus muertos.
—Regístrale la ropa —dijo Astiza mientras nos sentábamos sobre nuestro cautivo—. Llevan consigo sus riquezas a la batalla, para que se pierdan si ellos pierden la vida.
Ciertamente, mi prisionero resultó ser un cofre del tesoro. Su turbante era de cachemir, y lo hice a un lado para revelar un casquete cosido con piezas de oro como un casco amarillo. Había más oro en el fajín que le rodeaba la cintura, sus pistolas estaban adornadas con madreperla y gemas incrustadas, y su cimitarra tenía una negra hoja de Damasco y una empuñadura de cuerno de rinoceronte con incrustaciones de oro. En unos cuantos segundos me había vuelto rico, y a una gran parte del ejército le había ocurrido lo mismo. Posteriormente los franceses estimarían que a cada mameluco se le podía robar, en promedio, un botín por valor de quince mil francos. Los hombres saltaban de alegría sobre los muertos.
—Dios mío, ¿quién es? —dije.
Astiza le agarró la mano, miró sus anillos y no dijo nada.
—Un hijo de Horus —murmuró finalmente. En el dedo del mameluco había el mismo símbolo que yo llevaba como amuleto. No era un signo islámico.
El guerrero apartó la mano.
—Eso no es para ti —gruñó súbitamente en mi idioma.
—¿Hablas nuestra lengua? —pregunté, nuevamente perplejo.
—He cerrado tratos con comerciantes europeos. Y he oído hablar de ti, el británico de la chaqueta verde. ¿Qué hace un británico con los francos?
—Soy americano. Antoine es francés, Astiza egipcia y griega.
Mi prisionero se quedó absorto un instante.
—Y yo soy un mameluco. —Tendido de espaldas, miraba el cielo—. Así que la guerra y el destino han hecho que nos conociéramos.
—¿Cómo te llamas?
—Soy Ashraf el-Din, teniente de Murad Bey.
—¿Y qué es un hijo de Horus? —le pregunté a Astiza.
—Un seguidor de los antiguos. Este hombre no es el típico mameluco del Cáucaso. Es de las antiguas familias de aquí, ¿verdad?
—El Nilo corre por mis venas. Soy descendiente de los Tolomeos. Pero Murad Bey en persona me tomó juramento cuando entré en las filas de los mamelucos.
—¿Los Tolomeos? ¿Te refieres al clan de Cleopatra? —pregunté.
—Y los generales de Alejandro y César —dijo con orgullo.
—Los mamelucos desprecian a sus súbditos egipcios —explicó Astiza—, pero de vez en cuando reclutan a alguien de las grandes familias antiguas.
Todo aquello parecía una curiosa coincidencia. ¿Había sido atacado por un raro ejemplar de mameluco que juraba por un dios pagano y hablaba mi idioma?
—¿Puedo confiar en ti si dejamos que te levantes del suelo?
—Soy tu prisionero, hecho cautivo en la batalla —dijo Ashraf—. Me someto a tu clemencia.
Dejé que se pusiera en pie. Se bamboleó por un instante.
—Tu nombre es un trabalenguas —dije—. Me parece que te llamaré Ash.
—Responderé.
Y toda esa buena fortuna se evaporaría si no pudiera satisfacer a mis colegas interpretando el medallón. Astiza, con su pendiente de Horus, había aportado una buena hipótesis al respecto, y quizás este demonio también pudiese hacerlo. Con la división lanzando vítores y los ojos de todos fijos en la batalla, me saqué el medallón de la camisa y lo hice oscilar ante él. Talma puso ojos como platos.
—Soy algo más que un guerrero, hijo de Horus —dije—. He venido a Egipto para entender esto. ¿Lo reconoces?
Ash parpadeó con asombro.
—No. Pero otro tal vez podría reconocerlo.
—¿Quién en El Cairo sabe lo que significa esto? ¿Quién conoce a los antiguos dioses egipcios y la historia de vuestra nación?
Ash miró a Astiza. Ella asintió y hablaron rápidamente en árabe. Finalmente, Astiza se volvió hacia mí.
—Dioses de los que no sabes nada caminan a tu sombra, Ethan Gage. Has capturado a un guerrero que afirma conocer a un hombre del que yo sólo he oído rumorear, y que usa como nombre el de alguien que nos abandonó hace mucho.
—¿Quién?
—Enoc el sabio, también conocido como Hermes Trismegisto, Hermes el tres veces grande, escriba de los dioses, señor de las artes y las ciencias.
—Vaya, vaya. —Enoc también era el nombre del padre de Matusalén según el Antiguo Testamento. Mis recuerdos masónicos incluían asimismo un supuesto Libro de Enoc, fuente de antigua sabiduría, que llevaba varios milenios perdido. Miré a mi cautivo ensangrentado—. ¿Él conoce a ese sabio?
Astiza asintió, mientras nuestro prisionero contemplaba el medallón con ojos llenos de asombro.
—Enoc —dijo— es su hermano.
De pronto nos encontramos avanzando. El cuadro volvió a agruparse en columnas y marchamos hacia la fortificación egipcia de Imbaba, para lo que literalmente tuvimos que trepar sobre una hilera de muertos. Le até las manos a la espalda a Ash con un cordón de oro que llevaba en la cintura y le dejé la cabeza al descubierto. La llevaba afeitada salvo por el habitual pequeño mechón en la coronilla por el que se decía que el profeta Mahoma, cuando les llegaba el momento de exhalar su último aliento, agarraba a los mamelucos para llevarlos al paraíso. Su casquete de monedas estaba metido en mi cinturón, y Astiza llevaba su fabulosa espada. Si me sentí culpable por exponer a mi enemigo derrotado al cielo abrasador, el sentimiento se vio mitigado por el hecho de que el polvo oscurecía cada vez más la atmósfera. Aunque sólo eran las cuatro de la tarde, el día de mediados de verano empezaba a ponerse oscuro.
A medida que atravesábamos los despojos del campo de batalla, iba viendo con claridad lo ocurrido. Mientras nuestro cuadro y el de Jean-Louis Raynier cargaban con la peor parte de los ataques de la caballería mameluca, otras divisiones habían avanzado hacia delante. Una de ellas se abrió paso a través de las líneas enemigas, cerca de la orilla del Nilo, y empezó a castigar la retaguardia de la infantería egipcia con fuego de cañón. Dos más atacaron Imbaba directamente para eliminar las baterías egipcias allí estacionadas. La caballería mameluca superviviente había quedado dividida, y algunos buscaron refugio dentro de la ciudad fortificada mientras que otros se alejaron en dirección oeste por el desierto con Murad Bey. Ahora, este último grupo se dispersaba. La batalla se convirtió en una desbandada, y la desbandada en una matanza.
Los franceses habían arrasado los baluartes de Imbaba en su primera carga emocional, y la caballería albana se desintegró. Cuando volvieron grupas para huir, los soldados otomanos fueron abatidos u obligados a entrar en el Nilo. Siempre que los franceses hacían alguna pausa, el comandante jefe en persona les daba la orden de seguir disparando. Era la hosca furia de Napoleón. Al menos un millar de mamelucos quedaron atrapados en este pánico y se vieron empujados al río junto con su infantería, para hundirse rápidamente bajo el peso de sus fortunas personales. Los que intentaron resistir fueron muertos. Era la guerra en su aspecto más primigenio. Algunos de los franceses a los que vi emerger de la carnicería estaban tan cubiertos de sangre que parecían haberse zambullido en una cuba de vino.
Nuestro general pasó al galope, los ojos brillantes.
—¡Ahora! ¡Aplastadlos ahora, o lo pagaremos más caro después!
Dejamos atrás Imbaba y recorrimos los últimos kilómetros en una rápida marcha hasta que estuvimos entre las pirámides y El Cairo, un país de las hadas hecho de minaretes y cúpulas al otro lado del Nilo. La mitad del ejército mameluco que aún estaba a salvo allí nos siguió por la orilla opuesta, gritándoles a nuestras formaciones como si las palabras fueran a conseguir lo que no habían podido hacer las balas. Estábamos fuera de su alcance y ellos lo estaban del nuestro. Entonces, cuando tuvimos a la vista la flota de falúas atracada en los muelles de El Cairo, los más bravos mamelucos subieron a bordo de ellas para cruzar el río e intentar atacarnos.
Era demasiado tarde. Imbaba se había convertido en un osario. Murad Bey huía ya hacia el desierto. La improvisada armada de embarcaciones mamelucas navegó hacía una orilla cubierta por las líneas de la infantería francesa, en una carga por vía fluvial todavía más condenada al fracaso que la de la caballería musulmana. Encallaron en una tormenta de balas. Peor aún, el campo de batalla entero empezaba a ser engullido por el muro de arena y polvo que se aproximaba, como si Dios, Elorus o Alá se hubieran decidido por una intervención final. Las embarcaciones se dirigían hacia los dientes del viento.
La tormenta era un muro que ocultaba el oeste. La luz se atenuaba rápidamente como bajo los efectos de un eclipse de sol. La tormenta ya había ennegrecido el cielo por el oeste y las poderosas pirámides, anonadadoras en su tamaño y simplicidad, estaban envueltas en una espesa niebla marrón. Hacia esta tempestad remaban ahora Ibrahim Bey y los más valientes de sus seguidores, sus embarcaciones sobrecargadas avanzando contra el viento que no cesaba de arreciar mientras el Nilo quedaba salpicado por la blanca espuma de las olas. Largas líneas de infantería francesa cubierta de polvo permanecían desplegadas a lo largo de la orilla, con las espaldas azotadas por la furia de la tormenta de arena. Los franceses dispararon una y otra vez en una disciplinada serie de salvas. Los egipcios gritaron, gimieron y cayeron de sus embarcaciones.
La tormenta de polvo crecía cada vez más, un acantilado infinito que ocultaba el cielo. Ahora yo ya no podía ver ni rastro de los árabes que huían en la orilla oeste, o de las pirámides, o ni siquiera de Napoleón y su plana mayor. Era como el fin del mundo.
—¡Al suelo! —gritó Ashraf. Él, Astiza, Talma y yo nos agazapamos, la ropa subida hasta las caras para taparnos las bocas y las narices.
El ulular del viento alcanzó su punto álgido para golpearnos con la fuerza de un puñetazo, y luego llegó la arena como los aguijones de un enjambre de abejas. Ya fue bastante duro para los franceses, que estaban acurrucados con la espalda vuelta hacia la tempestad; pero a los mamelucos les venía de frente y ellos iban en pequeñas e inestables embarcaciones. El viento consumió cualquier otro ruido. La batalla se detuvo. Nosotros cuatro nos agarramos los unos a los otros y le rezamos a todo un surtido de dioses, estremecidos por aquel súbito recordatorio de que existen poderes superiores a los nuestros. Entonces, casi tan deprisa como había llegado, la tormenta se extinguió y el estrépito murió. El polvo empezó a caer del aire desde las alturas.
Lenta y temblorosamente, miles de soldados franceses se levantaron de sus estrechas tumbas de arena, aparentemente resucitados pero completamente marrones. Todos estaban sin habla, abrumados, horrorizados. En lo alto, el cielo empezaba a aclararse. Hacia el oeste, el sol estaba rojo como un corazón arrancado del pecho.
Miramos El Cairo y el río. Las aguas habían sido vaciadas de embarcaciones. Todos los mamelucos que intentaban atacarnos por vía fluvial se habían ahogado o habían embarrancado en la orilla este. Todas las falúas habían volcado. Podíamos oír los gemidos de los supervivientes, y Astiza tradujo: «¡Ahora somos esclavos de los franceses!». Los árabes huyeron a la ciudad y fueron recogiendo esposas y objetos de valor, para desaparecer en la creciente oscuridad. La extraña tormenta, sobrenatural por naturaleza, había parecido borrar un grupo de conquistadores e instalar otro. El vendaval había extinguido el pasado e introducido un extraño futuro europeo.
Pequeños incendios aparecieron en la parte de la ciudad que daba al río cuando las falúas todavía atracadas allí empezaron a arder. Alguien había prendido fuego a las embarcaciones en un intento de retrasar a los franceses cuando fueran a cruzar el río, una esperanza vana habida cuenta de la cantidad de otros medios de transporte fluviales disponibles a lo largo del cauce. Las falúas ardían en la noche como lámparas en un teatro, y sus llamas iluminaban la ciudad que nos disponíamos a ocupar, la fantástica arquitectura morisca transformada en una danza de parpadeos por la luz de la conflagración.
Los soldados franceses, habiendo sobrevivido tanto a la batalla como a la tormenta, estaban victoriosos, exhaustos y sucios. Corrieron al Nilo para lavarse y luego se sentaron en los melonares para comer y limpiar sus mosquetes. Pilas de cadáveres árabes desnudos yacían por doquier, saqueados para hacerse con el botín.
Los franceses habían sufrido unas cuantas veintenas de muertos y doscientos heridos; los árabes, incontables miles. Ahora me hallaba rodeado de soldados franceses corrientes recién enriquecidos por el botín. La victoria de Napoleón había sido absoluta; su autoridad sobre el ejército, confirmada; su apuesta, recompensada.
Nuestro comandante cabalgó entre sus tropas como un león triunfante, recibiendo aclamaciones y repartiendo felicitaciones a su vez. Todo el disgusto y la acrimonia de las semanas anteriores habían desaparecido en el alborozo de la victoria. La intensa furia de Napoleón parecía haber quedado saciada por la intensidad del día, y la matanza había apaciguado su orgullo herido por la traición de su esposa. La batalla no había podido ser más encarnizada, y todas las emociones habían quedado disipadas en ella. Josephine nunca sabría la carnicería que habían provocado sus juegos.
El general dio conmigo en algún momento de ese anochecer. No sé cuándo —la enormidad del combate y la tormenta me habían afectado hasta tal punto que había perdido el sentido del tiempo— ni cómo. Sin embargo, sus edecanes me habían estado buscando expresamente, y yo sabía con cierto horror qué era lo que Bonaparte quería de mí. El nunca se permitía rumiar sobre el pasado; siempre estaba pensando en el próximo paso.
—Bien, monsieur Gage —me dijo en la oscuridad—, tengo entendido que os habéis hecho con un mameluco.
¿Cómo sabía tanto tan deprisa?
—Eso parece, mi general, por accidente tanto como por intención.
—Tenéis el don de contribuir a la acción, parece.
Me encogí de hombros modestamente.
—Aun así, sigo siendo un sabio, no un soldado.
—Que es precisamente la razón por la cual os buscaba. He liberado Egipto, Gage, y mañana ocuparé El Cairo. El primer paso en mi conquista de Oriente se ha completado. El segundo depende de vos.
—¿De mí, general?
—Ahora aclararéis las claves y descubriréis los secretos que encierran templos y pirámides. Si hay misterios, los descubriréis; si hay poderes, me los daréis. Y como resultado, nuestros ejércitos se harán invencibles. Marcharemos para unirnos con Tippoo, expulsar a los británicos de la India y sellar la destrucción de Inglaterra. Nuestras dos revoluciones, la francesa y la americana, reharán el mundo.
Es difícil exagerar el efecto emocional que semejante convocatoria puede tener sobre un ser humano corriente. No porque a mí me importasen un comino Inglaterra, Francia, Egipto, la India o crear un nuevo mundo. Sino porque aquel hombre menudo y carismático, lleno de fuego emocional y cegadora visión, me había reclutado para que tomara parte en algo más grande que mi propia persona. Yo llevaba años esperando que el futuro empezara de una vez, y de pronto ya lo tenía aquí. En la carnicería y el augurio sobrenatural del tiempo que había hecho hoy tenía la prueba, pensé, de futuras grandezas: de un hombre que transformaba todo lo que le rodeaba para bien y para mal, como si se tratase de un pequeño dios. Sin pararme a pensar en las consecuencias, me sentí halagado. Me incliné ligeramente, en un gesto de saludo.
Entonces, con el corazón en la garganta, vi alejarse a Bonaparte y me acordé de la oscura descripción de la Revolución francesa hecha por Sidney Smith. Pensé en los montones de muertos que yacían sobre el campo de batalla, en los gemidos de los egipcios y la decepción de los soldados que echaban de menos el hogar cuando bromeaban acerca de sus tres hectáreas de tierra. Pensé en las concienzudas investigaciones de los estudiosos, los planes europeos para la reforma y la esperanza de Bonaparte de iniciar una marcha inacabable hasta las fronteras de la India, como lo había hecho Alejandro antes de él.
Pensé en el medallón que colgaba de mi cuello y en cómo el deseo siempre parece derrotar a la sencilla felicidad.
Fue después de que Bonaparte hubiese desaparecido cuando Astiza se me acercó.
—Ahora tendrás que decidir en qué crees realmente —susurró.