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P

uando se seque el pozo —había escrito el viejo Franklin—, sabremos lo valiosa que es el agua». En efecto, la marcha del ejército francés hacia el Nilo fue un desastre mal planeado. Las compañías se daban de codazos y empujones al llegar a cada pozo utilizable y luego bebían ávidamente de él hasta dejarlo seco antes de que llegara el próximo regimiento. Los hombres discutían, se desplomaban, empezaban a delirar y se volaban los sesos de un disparo. No tardaron en verse seducidos y atormentados por un nuevo fenómeno al que los sabios llamaron «espejismo», en el que la lejanía del desierto parecía un lago de aguas cristalinas. La caballería cargaba al galope, sólo para encontrar arena seca y el «lago» una vez más en el horizonte, tan esquivo como el final de un arco iris. Era como si el desierto se mofase de los europeos. Cuando las tropas llegaron al Nilo hubo una estampida como la de un rebaño de reses, y los soldados se zambulleron en el río para beber hasta vomitar, mientras otros hombres intentaban beber alrededor de ellos. Su misterioso destino, el legendario Egipto, parecía tan cruel como el espejismo. La escasez de cantimploras y el no haber sabido asegurarse los pozos eran un descuido criminal del que los otros generales culparon a Napoleón, y el corso no era hombre que estuviese dispuesto a cargar con las culpas. «Los franceses siempre se quejan de todo», musitó. Pero la crítica le dolió porque sabía que era justa. En su campaña de la fértil Italia, la comida y el agua podían ser obtenidas con facilidad en el curso de la marcha y el ejército llevaba una indumentaria adecuada al clima. Aquí Napoleón estaba aprendiendo a traérselo todo consigo, pero las lecciones eran duras. El calor enseguida exaltaba los ánimos.

El ejército francés inició la marcha Nilo arriba en dirección a El Cairo; y los campesinos egipcios huían y volvían a reagruparse a su paso, como niebla desplazada por el viento. En cuanto una columna se aproximaba a una aldea, las mujeres y los niños iban al desierto con los animales de cría y se escondían entre las dunas, para atisbar sobre sus cimas como alimañas desde sus madrigueras. Los hombres de la aldea tardaban un poco más en irse, e intentaban esconder la comida y sus escasos aperos de aquellos invasores que se comportaban como langostas. Cuando la tricolor entraba en la aldea, los hombres corrían hacia el río para subirse a las gavillas de papiros atados entre sí que llevaban consigo y alejarse remando con las manos, sus cabezas meciéndose en la orilla como patos recelosos. Una división tras otra desfilaba junto a sus casas como una larga oruga de uniformes rojos, azules, blancos y verdes cubiertos de polvo. Las puertas eran derribadas a patadas y los establos eran explorados, y se cogía todo aquello que pudiera ser de alguna utilidad. Después el ejército reanudaba la marcha y los campesinos regresaban para reemprender sus vidas, y siempre iban a los lugares por donde habíamos pasado en busca de desechos militares que tuvieran alguna utilidad.

Nuestra flotilla seguía un curso paralelo a las fuerzas de tierra, cargada de suministros y sin perder de vista la orilla opuesta. Cada anochecer desembarcábamos cerca de la compañía del cuartel general de Napoleón para que Monge, Berthollet y Talma pudieran tomar notas sobre el país que atravesábamos. Alejarse de la protección de los soldados era peligroso, pero entrevistaban a oficiales acerca de lo que habían visto y añadían nuevas entradas a las listas de animales, pájaros y aldeas. La acogida que se nos daba a veces era un tanto hostil, porque nos envidiaban nuestros lugares en los navíos. El calor era enervante y las moscas, un tormento. La tensión entre los oficiales del ejército parecía empeorar cada vez que desembarcábamos, porque muchos suministros aún estaban a bordo de los navíos o en los muelles de Alejandría y ninguna división disponía de todo lo que necesitaba. Los disparos ocasionales de los merodeadores beduinos y las atroces historias de captura y torturas mantenían a las tropas sumidas en un continuo estado de inquietud.

La tensión alcanzó el punto de ebullición cuando un grupo particularmente insolente de guerreros enemigos logró aproximarse a la tienda de Napoleón un anochecer, gritando y disparando desde sus espléndidos caballos árabes y envueltos en desafiantes túnicas vistosas. Cuando el furioso general despachó a unos cuantos dragones mandados por un joven edecán llamado Croisier para que acabaran con ellos, los magníficos jinetes egipcios jugaron desdeñosamente con sus perseguidores y luego huyeron sin haber perdido un solo hombre. Los pequeños caballos del desierto parecían poder galopar el doble de rápido con la mitad de la ración de agua que las pesadas monturas europeas, que aún no se habían recuperado por completo después del largo viaje por mar. Nuestro comandante tuvo un ataque de rabia, y humilló hasta tales extremos al pobre edecán que Croisier juró morir valientemente en combate para redimir su vergüenza, promesa que cumpliría antes de transcurrido un año. Pero su promesa no calmó a Bonaparte.

—¡Traedme un guerrero de verdad! —gritó—. ¡Quiero a Bin Sadr! Eso enfureció a Dumas, quien sentía que el honor de su caballería estaba siendo impugnado. Tampoco ayudaba en nada la escasez de caballos, razón por la cual muchos de sus hombres permanecían sin montura.

—¿Honráis a ese salvaje e insultáis a mis hombres?

—¡Quiero flanqueadores para mantener alejados de mi cuartel general a los beduinos, no dandis aristocráticos que no son capaces de capturar a un bandido!

Dumas no se dejó amilanar.

—¡Entonces esperad a que lleguen buenos caballos en lugar de lanzaros al desierto sin agua! ¡La incompetencia es vuestra, no de Croisier!

—¿Osáis desafiarme? ¡Os haré fusilar!

—Te partiré en dos antes de que lo hagas, hombrecito…

La discusión se vio bruscamente interrumpida por la llegada al galope de Bin Sadr y media docena de sus secuaces enturbantados, que se detuvieron con un tirón de riendas entre los generales que se peleaban. Kléber aprovechó la ocasión para llevar consigo al temperamental Dumas, mientras Napoleón luchaba por no perder el control. Los mamelucos nos estaban poniendo en ridículo.

—¿De qué se trata, effendi? —Una vez más, la parte inferior del rostro árabe permanecía oculta.

—Te pago para que impidas que los beduinos y los mamelucos se acerquen a mis flancos —le espetó Bonaparte—. ¿Por qué no lo estás haciendo ya?

—Quizá porque no me estáis pagando como prometisteis que haríais. Tengo una vasija llena de orejas frescas, y ningún oro fresco que poder mostrar a cambio de ellas. Mis hombres son hombres comprados, effendi, y se irán con los mamelucos si el enemigo les promete monedas más rápidas.

—Bah. Le tienes miedo al enemigo.

—¡Los envidio! ¡Ellos tienen generales que pagan cuando prometen hacerlo!

Bonaparte frunció el ceño y se volvió hacia Berthier, el jefe de su plana mayor.

—¿Por qué no se le paga?

—Los hombres tienen dos orejas y dos manos —dijo Berthier sin levantar la voz—. No conseguimos ponernos de acuerdo sobre a cuántos ha matado realmente.

—¿Dudáis de mi honradez? —gritó el árabe—. ¡Os traeré la lengua y el pene!

—Por el amor de Dios —gimió Dumas—. ¿Por qué tratamos con bárbaros?

Napoleón y Berthier empezaron a hablar en susurros acerca del dinero.

Bin Sadr paseó una mirada impaciente por el resto de los allí presentes, y de pronto sus ojos se posaron en mí. Hubiese podido jurar que aquel demonio de árabe me miraba para ver si llevaba la cadena alrededor del cuello. Lo miré con el ceño fruncido, ahora que sospechaba que era él quien había dejado caer una serpiente en mi cama. La mirada de Bin Sadr también fue hacia Astiza, y el odio le oscureció los ojos. Ella permaneció impasible. ¿Podía realmente aquel árabe ser el farolero que había intentado traicionarme en París? ¿O estaba sucumbiendo yo al miedo y la fantasía, igual que el soldado raso? Recordé que no había tenido ocasión de ver demasiado bien al hombre en Francia.

—Muy bien —dijo finalmente nuestro comandante—. Te pagamos por las manos que has entregado hasta el momento. Habrá una paga doble para todos tus hombres cuando hayamos tomado El Cairo. Limítate a mantener alejados a los beduinos.

El árabe le hizo una reverencia.

—No volveréis a ser molestado por esos chacales, effendi. Les saco los ojos y los obligo a tragarse su propia vista. Los castro como a reses. Ato sus intestinos a la cola de su caballo y espoleo al animal por el desierto.

—Bien, bien. Que corra la voz. —Napoleón se dio la vuelta y dio por finalizada la conversación con el árabe, ahora que su frustración se había disipado. Parecía un poco avergonzado por el arrebato de ira de hacía unos instantes, y pude ver mentalmente cómo se reñía a sí mismo por no haber sabido mantener el control. Bonaparte cometía muchos errores, pero era raro que cometiese el mismo error más de una vez.

Sin embargo, Bin Sadr aún no había acabado:

—Nuestros caballos son veloces pero las armas son viejas, effendi. ¿Podríais proporcionarnos también algunas nuevas? —Señaló las carabinas de cañón corto que llevaba la caballería de Dumas.

—Ni lo sueñes —gruñó el general de caballería.

—¿Nuevas? —repitió Bonaparte—. No, tenemos las justas.

—¿Qué me decís del hombre del rifle largo? —Ahora me señalaba a mí—. Me acuerdo de él y del disparo que hizo ante los muros de Alejandría. Dádmelo, y juntos mandaremos al infierno a los diablos que os hostigan.

—¿El americano?

—Puede disparar a los que huyen.

La idea intrigó a Napoleón, que andaba en busca de una distracción.

—¿Qué os parece, Gage? ¿Queréis cabalgar con un jeque del desierto?

El hombre que había intentado asesinarme, pensé, pero no lo dije. No me acercaría a Bin Sadr salvo para estrangularlo, después de haberlo interrogado antes.

—Se me invitó en calidad de estudioso, mi general, no como francotirador. Mi sitio está en la embarcación.

—¿A salvo del peligro? —se burló Bin Sadr.

—Pero no lo bastante lejos de él para que no pueda acertarle. Baja a la orilla del río cuando quieras y veremos si fallo por mucho, farolero.

—¿Farolero? —preguntó Bonaparte.

—El americano ha tomado demasiado el sol —dijo el árabe—. Adelante, quédate en tu embarcación, convencido de que estás a salvo, y quizá pronto encuentres un nuevo uso para tu rifle. Quizá desearás haber ido con Ahmed Bin Sadr. —Y con esas palabras, cogió la bolsa de monedas que le tendía Berthier y volvió grupas para alejarse al galope.

La tela que le cubría la parte inferior del rostro resbaló por un instante mientras lo hacía, y pude entreverle la mejilla. Un emplasto cubría un forúnculo inflamado, en el mismo punto donde Astiza había clavado la astilla en su figurita de cera.

Habíamos recorrido la mitad de la distancia que nos separaba de El Cairo cuando nos llegó la noticia de que un gobernante mameluco llamado Murad Bey había reunido una fuerza para cortarnos el paso. Bonaparte decidió tomar la iniciativa. Las órdenes fueron dadas y el anochecer del 12 de julio las tropas partieron para una marcha nocturna por sorpresa hasta Shubra Khit, la siguiente gran ciudad del Nilo. Al amanecer la llegada de los franceses sorprendió a un ejército egipcio a medio organizar formado por unos diez mil hombres: un millar de ellos, espléndida caballería mameluca; y el resto, una muchedumbre informe de fellahin, campesinos armados con poco más que azadas. Los vi removerse nerviosamente mientras los franceses formaban en filas de batalla, y por un instante pensé que toda la masa de enemigos iba a retirarse sin combatir. Entonces algo pareció darles ánimos —pudimos ver cómo sus jefes señalaban Nilo arriba—, y también se prepararon para la batalla.

Yo tenía una magnífica butaca de primera fila a bordo del Cerf anclado. Mientras un sol dorado se elevaba por el este, vimos desde las aguas cómo una banda del ejército francés empezaba a tocar La Marsellesa y las notas flotaban a través del Nilo. Era una melodía que hacía estremecerse a los soldados, y bajo su inspiración los franceses estarían cerca de conquistar el mundo. Había una eficiencia sobrecogedora en la forma en que los soldados volvieron a disponerse en sus cuadrados de puercoespín, los estandartes de los regimientos tensados por la brisa matinal. No es una formación que resulte fácil de aprender; y resulta aún más difícil de mantener durante una carga enemiga, cuando cada hombre ve lo que hay fuera de su fila y debe confiar en que los que tiene detrás serán capaces de mantener su posición. Existe una tendencia natural a querer retroceder, con lo que la formación podría disgregarse, o a que los más propensos a volverle la espalda al deber dejen caer las armas y lleven a los heridos al interior del cuadrado. Los sargentos y los veteranos más curtidos forman las filas de atrás para que no flaqueen los que están delante. Pero un cuadrado que se mantenga firme es prácticamente inexpugnable. La caballería mameluca giró en círculos para encontrar un punto débil y no lo logró; las formaciones francesas eran claramente desconcertantes para el enemigo. Parecía que esta batalla iba a ser otra sesgada demostración de potencia de fuego europea contra bravura medieval árabe. Esperamos, bebiendo té de menta egipcio mientras la mañana pasaba del rosa al azul.

Entonces hubo gritos de advertencia y unas velas asomaron tras una curva del cauce río arriba. En la orilla, gritos de triunfo resonaron entre los mamelucos. Todos nos levantamos nerviosamente de nuestros asientos. El Nilo transportaba una armada de embarcaciones egipcias procedentes de El Cairo, y sus velas latinas llenaban el río como un patio en el que se ha tendido la colada. Estandartes mamelucos e islámicos ondeaban en la punta de cada mástil, y desde las embarcaciones abarrotadas de soldados y cañones llegó hasta nosotros un gran clamor de trompetas, tambores y clarines. ¿Era este el uso de mi rifle acerca del que me había advertido taimadamente Bin Sadr? ¿Cómo había podido saberlo él? La estrategia enemiga era obvia. Querían destruir nuestra pequeña flota y atacar al ejército de Bonaparte por el flanco desde el río.

Eché mi té por la borda y comprobé la carga de mi rifle, sintiéndome atrapado y expuesto en el agua. Después de todo, no iba a ser un espectador.

El capitán Perree dio órdenes de levar el ancla mientras los marineros de su pequeña flota corrían a sus cañones. Talma, que se había puesto pálido, sacó su cuaderno de notas. Monge y Berthollet treparon por las jarcias para mirar, como en una regata. Durante unos minutos las dos flotas se aproximaron la una a la otra con lenta y majestuosa gracia, grandes cisnes que se deslizaban sobre las aguas. Entonces hubo un estruendo, una flor de humo apareció en la proa de la embarcación insignia mameluca y algo silbó por el aire sobre nosotros, para levantar un géiser de agua verdosa detrás de nuestra popa.

—¿No vamos a parlamentar antes? —pregunté en tono jovial, la voz no tan firme como me hubiese gustado.

Como en contestación a mi pregunta, la primera fila de la flotilla egipcia atronó cuando sus cañones de proa abrieron fuego. El río pareció hervir, y los surtidores de agua que las balas de cañón levantaron alrededor de nosotros nos mojaron con espuma caliente. Una bala impactó directamente en una cañonera que había a nuestra derecha, y una lluvia de astillas cayó sobre el río. Los gritos resonaban a través de las aguas. Oímos el extraño redoble producido por un disparo que pasaba de largo, y unos cuantos agujeros se abrieron como expresiones de sorpresa en nuestra vela.

—Me parece que las negociaciones han terminado —dijo Talma con voz tensa, sentado junto al timón mientras garrapateaba notas con uno de los nuevos lápices de Conté—. Este boletín va a ser de lo más emocionante. —Aquellos dedos delataban temblor.

—Los marineros de esa flota parecen tener mucha más puntería que sus camaradas de Alejandría —observó Monge admirativamente, mientras saltaba de las jarcias. Se lo veía tan imperturbable como si asistiese a una demostración de tiro en una fundición de cañones.

—¡Los marineros otomanos son griegos! —exclamó Astiza, que había reconocido a sus compatriotas por el atuendo—. Sirven al bey en El Cairo. ¡Ahora sí que vais a tener una batalla de verdad!

Los hombres de Perree empezaron a devolver el fuego, pero no era fácil virar contra la corriente del río para lanzar una andanada como es debido, y estábamos claramente superados en potencia de fuego. Mientras orzábamos nuestras velas para no llegar al enemigo demasiado deprisa, las flotas rivales convergían inevitablemente. El inicio de este cañoneo naval parecía haber sido la señal para los mamelucos desplegados en tierra. Agitaron sus lanzas y cargaron contra la cerca de bayonetas francesas, en un galope que los llevó directamente hacia las cortinas sibilantes del fuego francés. Los caballos se estrellaron contra los cuadrados como el oleaje contra una costa rocosa.

De pronto hubo un gran estampido, y Astiza y yo perdimos pie para caer sobre cubierta en un enredo de miembros. Bajo circunstancias más ordinarias, yo hubiese podido encontrar muy agradable ese momento de inesperada intimidad, pero había sido causado por una bala de cañón que acababa de acertarnos en el casco. Cuando Astiza y yo logramos desenredarnos, sentí que se me revolvía el estómago. El proyectil había ido a lo largo de la cubierta principal, despedazando a dos de nuestros artilleros y rociando de sangre la mitad delantera de la embarcación. Las astillas habían herido a varios hombres más, Perree entre ellos, y nuestras andanadas se redujeron en tanto que las de los árabes parecían incrementarse.

—¡Periodista! —le gritó el capitán a Talma—. ¡Deja de tomar notas y coge el timón!

Talma se puso blanco.

—¿Yo?

—¡Necesito vendarme el brazo y cargar el cañón!

Nuestro escribidor se apresuró a obedecer, excitado y lleno de miedo.

—¿Qué rumbo?

—Hacia el enemigo.

—¡Vamos, Claude-Louis! —le gritó Monge a Berthollet, mientras el matemático se ponía en movimiento para ocuparse de otro cañón que se había quedado sin artillero—. ¡Ya es hora de que nuestra ciencia sirva para algo! ¡Gage, usad vuestro rifle, si queréis vivir! —¡Dios mío, aquel científico ya pasaba de los cincuenta y parecía resuelto a ganar la batalla por su cuenta! Él y Berthollet corrieron al cañón delantero. Mientras tanto yo disparé por fin, y un marinero enemigo cayó de los cordajes de su embarcación. Una niebla de humo de cañón flotó hacia nosotros, las embarcaciones enemigas tenues como gasas entre su opacidad. ¿Cuánto faltaba para que fuésemos abordados y las cimitarras nos cortasen en menudillos? Fui vagamente consciente de que Astiza también se había arrastrado hasta la proa para ayudar a los científicos a enfilar el cañón. Su admiración por la puntería de los griegos aparentemente se había inclinado por su instinto de conservación. Berthollet acabó de embutir una carga y Monge apuntó el cañón.

—¡Fuego!

El cañón eructó una cortina de llamas. Monge subió al bauprés y se puso de puntillas para determinar la puntería de su disparo, y luego saltó a cubierta con cara de decepción. El proyectil había fallado el blanco.

—Necesitamos puntos de referencia para calcular las distancias con precisión, Claude-Louis —musitó—, o no haremos más que desperdiciar la pólvora y el disparo. ¡Pasa la esponja y recarga el cañón! —le ordenó secamente a Astiza.

Volví a apuntar y apreté el gatillo de mi rifle con mucho cuidado. Esta vez el hombre al que perdí de vista cuando se desplomó era un capitán mameluco. Una lluvia de balas repiqueteó a mi alrededor en respuesta. Sudoroso, volví a cargar.

—¡Mantén el curso, Talma, maldito seas! —gritó Monge.

El escribiente aferraba el timón con pálida determinación. La flota otomana estaba cada vez más cerca y los marineros enemigos se apretujaban en las proas de sus embarcaciones, listos para el abordaje.

Vi que los científicos tomaban mediciones sobre puntos de la orilla y trazaban líneas que se intersectaban para obtener una estimación precisa de la distancia a la que se encontraba el navío insignia enemigo. Las aguas del Nilo se elevaban en súbitos surtidores a nuestro alrededor, partículas de madera zumbaban por los aires.

Preparé la cazoleta de mi rifle, le atravesé el cerebro a un artillero griego otomano y corrí a proa.

—¿Por qué no disparáis?

—¡Silencio! —gritó Berthollet—. ¡Dadnos tiempo para comprobar nuestra aritmética! —Los dos científicos elevaron el cañón hasta dejarlo apuntado con tanta exactitud como si de un instrumento de topógrafo se tratara.

—Un grado más —musitó Monge—. ¡Ahora!

El cañón volvió a ladrar y su proyectil surcó el aire con un aullido, mientras yo seguía la sombra de su trayectoria con la mirada; y entonces —prodigio de prodigios— le dio al navío insignia mameluco justo en el centro del casco para abrirle un enorme agujero en las entrañas. Por Thor, aquel par de sabios había logrado entender el funcionamiento de los cañones.

—¡Un hurra por las matemáticas!

Transcurrido un instante, todo el navío enemigo saltó por los aires.

Aparentemente los científicos habían dado justo en la santabárbara. Hubo un rugido expansivo del que irradió una nube de madera hecha pedazos, cañones rotos y partes de cuerpos humanos, que se hinchó y luego se desparramó sobre la superficie opaca del Nilo. El vendaval que la acompañaba nos arrojó al suelo, y penachos de humo se elevaron en una vasta seta negra hacia el intenso azul del cielo egipcio. Y luego ya sólo quedaron aguas agitadas donde había estado el navío insignia enemigo, como si se hubiera esfumado por arte de magia. Los cañones y mosquetes musulmanes enmudecieron inmediatamente en una aturdida consternación, y luego un gemido se elevó de la flotilla enemiga cuando las embarcaciones más pequeñas dieron una rápida bordada para huir río arriba. En el mismo instante la caballería mameluca, formada para una segunda carga después de que la primera hubiese fracasado, se dispersó súbitamente para batirse en retirada hacia el sur ante aquel aparente signo de omnipotencia francesa. En cuestión de minutos, lo que había sido una encarnizada batalla por tierra y agua se convirtió en una desbandada. Con ese único disparo bien colocado, la batalla de Shubra Khit fue ganada y el herido capitán Perree fue ascendido al grado de contraalmirante.

Y yo, por asociación, era un héroe.

Cuando Perree bajó a tierra para recibir las felicitaciones de Bonaparte invitó generosamente a los dos científicos, a Talma y a mí, y nos reconoció el mérito de haber efectuado el disparo decisivo. La precisión de Monge rayaba en lo milagroso. Pese a la pericia de los griegos, después el nuevo contraalmirante calcularía que las dos flotas habían intercambiado alrededor de quinientos disparos de cañón en media hora y que su flotilla sólo había tenido seis muertos y veinte heridos. Tal era el estado de la artillería egipcia, o de su armamento en general, a finales del siglo XVIII. El fuego de cañón y mosquete era tan impreciso que un hombre valiente podía ponerse al frente de una carga y tener una probabilidad realmente aceptable de sobrevivir y conocer la gloria. Los hombres disparaban demasiado pronto. Disparaban a ciegas entre el humo. Cargaban sus armas presas del pánico y se olvidaban de disparar, embutiendo una bala encima de otra sin llegar a efectuar ningún disparo, hasta que les estallaban los mosquetes. Les volaban las orejas y las manos a sus camaradas en la fila que había ante ellos, perforaban tímpanos y se herían los unos a los otros al calar las bayonetas. Bonaparte me contaría que al menos una de cada diez de las bajas que había en las batallas era causada por los propios camaradas, la razón por la que los uniformes tienen unos colores tan vivos, para evitar que los amigos se maten entre ellos.

Rifles caros como el mío harían que todo eso cambiase algún día, supongo, y entonces la guerra retrocedería en el tiempo para volver a ser hombres que intentaban ponerse a cubierto en el barro. ¿Qué gloria podía haber en el asesinato? De hecho, me pregunté cómo sería la guerra si fueran los sabios los que se encargaran de apuntar las armas y cada bomba y cada bala dieran en el blanco. Pero esto, naturalmente, es una idea fantasiosa que siempre será imposible.

Monge y Berthollet eran los que habían apuntado y disparado el cañón clave, pero yo fui muy aplaudido por haber luchado con fervor en el bando francés. «¡Tenéis el espíritu de Yorktown!», me felicitó Napoleón al tiempo que me daba una palmada en la espalda. Una vez más, la presencia de Astiza dio aún más brillo a mi nueva reputación. Como habría hecho cualquier buen soldado francés, yo había sabido buscarme la compañía de una mujer atractiva que, además, no vacilaba en ayudar a disparar un cañón. Me había convertido en uno de ellos, mientras que Astiza usaba su habilidad o su magia —en Egipto, ambas parecían ser la misma cosa— para ayudar a vendar a los heridos. Los varones fuimos a cenar con Napoleón en su tienda.

Nuestro general estaba contento por el resultado de la batalla, que había sido altamente satisfactorio tanto para él como para su ejército. Puede que Egipto fuera un país extranjero, pero Francia podía adueñarse de él. Ahora la mente de Bonaparte estaba repleta de planes para el futuro, pese a que aún estábamos a más de ciento cincuenta kilómetros de El Cairo.

—La mía no es una campaña de conquista, sino de matrimonio —proclamó mientras cenábamos parte de la volatería que sus edecanes habían liberado de Shubra Khit, para luego asarla en las baquetas de sus mosquetes—. Francia tiene un destino en Oriente, del mismo modo que vuestra joven nación, Gage, tiene un destino en Occidente. Mientras vuestros Estados Unidos civilizan al salvaje piel roja, nosotros reformaremos a los musulmanes con ideas occidentales. Traeremos molinos de viento, canales, factorías, diques, caminos y carruajes al somnoliento Egipto. Tanto vosotros como yo somos unos revolucionarios, sí, pero yo además soy un constructor. Quiero crear, no destruir.

Pienso que lo creía realmente, igual que creía en mil otras cosas referentes a sí mismo, muchas de ellas contradictorias. Bonaparte poseía el intelecto y la ambición de una docena de hombres, y era un camaleón que intentaba aglutinarlo todo en su persona.

—Esta gente es musulmana —señalé yo—. No cambiarán. Hace siglos que combaten a los cristianos.

—Yo también soy musulmán, Gage, si sólo existe un Dios y cada religión no es más que un aspecto de la gran verdad central. Eso es lo que tenemos que explicar a esta gente, que todos somos hermanos bajo Alá, Jehová, Yahvé o como quiera que se llame. Francia y Egipto se unirán en cuanto los mulás se hayan dado cuenta de que somos sus hermanos. ¿La religión? Es una herramienta, como las medallas o las bonificaciones en la paga. Nada inspira tanto a los hombres como la fe no demostrada.

Monge rio.

—¿Demostrada? Yo soy un científico, general y, sin embargo, la existencia de Dios pareció quedar ampliamente demostrada en cuanto esas balas de cañón empezaron a silbar por los aires.

—¿Quedó demostrada o simplemente era deseada, como un niño desea la presencia de su madre? ¿Quién sabe? La vida es corta, y ninguna de nuestras preguntas más profundas encuentra respuesta jamás. Así que yo vivo para la posteridad: la muerte no es nada, pero vivir sin gloria es morir cada día. Esto me recuerda la historia de un duelista italiano que se batió catorce veces para defender su aseveración de que Ariosto era mejor poeta que Tasso. En su lecho de muerte, el hombre confesó que no había leído a ninguno de los dos. —Bonaparte rio—. ¡Eso sí que es vida!

—No, general —respondió el aeróstata Conté, al tiempo que daba golpecitos con el dedo en su copa de vino—. Esto es vida.

—Ah, yo aprecio un buen vino, o un caballo de raza, o una mujer hermosa. Fijaos en nuestro amigo americano, que rescata a su bella macedonia, cena en la tienda del comandante y no tardará en ser partícipe de las riquezas de El Cairo. Él es un oportunista como yo. No penséis que no echo de menos a mi esposa, que es una pequeña bruja codiciosa con uno de los coñitos más hermosos que he visto nunca, una mujer tan seductora que en una ocasión fui a acostarme con ella sin reparar siquiera en que su perrito me estaba mordiendo el trasero. —El recuerdo lo hizo rugir de risa—: ¡El placer es exquisito! Pero es la historia la que perdura, y no hay lugar en el mundo que tenga más historia que Egipto. Tomaréis nota de ella para mí, ¿eh, Talma?

—Los escritores prosperan con sus temas, general.

—Daré a los autores un tema digno de sus talentos.

Talma alzó su copa.

—Los héroes venden libros.

—Y los libros crean héroes.

Todos brindamos, por qué exactamente, no hubiese sabido decirlo.

—Sois muy ambicioso, general —observé.

—El éxito es cuestión de voluntad. El primer paso hacia la grandeza es decidir ser grande. Entonces los hombres te seguirán.

—¿Seguiros adónde, general? —preguntó Kléber cordialmente.

—Hasta el final. —Nos miró uno por uno, sus ojos intensos y penetrantes—. Hasta el final.

Al acabar la cena me quedé unos momentos para decir adiós a Monge y Berthollet. Estaba un poco harto de las embarcaciones fluviales, después de haber visto estallar una de ellas, y Talma y Astiza también querían tener los pies en tierra firme. Así que nos despedimos temporalmente de los dos científicos, bajo un cielo desértico en el que ardían incontables estrellas.

—Bonaparte es cínico, pero seductor —observé—. No puedes escuchar sus sueños sin que se te contagien.

Monge asintió.

—Es un cometa, ese hombre. Si no lo matan, dejará su huella en el mundo. Y en nosotros.

—Admiradlo siempre, pero nunca confiéis en él —me previno Berthollet—. Todos colgamos de la cola de un tigre, monsieur Gage, con la esperanza de no ser devorados.

—Es indudable que no se comerá a los de su propia especie, mi químico amigo.

—Pero ¿cuál es su propia especie? Si no cree en Dios, tampoco cree del todo en nosotros, que somos reales. Para Napoleón nadie es real salvo el propio Napoleón.

—Eso parece demasiado cínico.

—¿Sí? En Italia envió a un grupo de soldados a una escaramuza con los austríacos que dejó varios muertos.

—La guerra es así, ¿verdad? —Recordé los comentarios de Napoleón en la playa.

—No cuando no había ninguna necesidad militar de la escaramuza, o de las muertes. Mademoiselle Thurreau, que era muy hermosa, había venido de París y Bonaparte quería acostarse con ella demostrándole su poder. Ordenó combatir solamente para impresionarla. —Berthollet me puso la mano en el brazo—. Me alegro de que os hayáis unido a nosotros, Gage, habéis demostrado ser valiente y de trato agradable. Marchad con nuestro joven general y llegaréis muy lejos, como él mismo prometió. Pero nunca olvidéis que los intereses de Napoleón son los de Napoleón, no los vuestros.

Me había hecho la esperanza de que el resto del camino hasta El Cairo sería un paseo por avenidas de palmeras datileras y a través del verdor irrigado de los melonares. En lugar de eso, para evitar las curvas en el río y los angostos senderos de muchas de las aldeas, el ejército francés dejó el Nilo unos cuantos kilómetros hacia el este y volvió a marchar por el desierto y las secas tierras de labor, a través de barrizales resecados por el sol y canales de riego vacíos que solían romper los ejes de las carretas. El valle aluvial, que el Nilo inundaba cada estación de lluvias, despedía una nube de polvo reseco y pegajoso que nos convirtió en una horda de hombres hechos de polvo marchando hacia el sur sobre pies llenos de ampollas. Allí era habitual que hiciese más de cuarenta grados a mediados de julio, y cuando soplaba viento caliente el brillante azul del cielo se volvía lechoso sobre el horizonte. La arena siseaba en las cimas de dunas esculpidas como una cortina ondulante. Los hombres empezaron a padecer oftalmía, una ceguera temporal debida al resplandor que los rodeaba por todas partes. El sol era tan intenso que teníamos que envolvernos las manos para coger una roca o tocar el metal de un cañón.

Tampoco ayudaba el que Bonaparte, aún temeroso de que se produjera un ataque británico por la retaguardia o más resistencia organizada ante nosotros, riñera a sus oficiales por cada pausa y retraso. Mientras que ellos se concentraban en la marcha del momento, él siempre tenía la mente fija en la meta final; y tachaba los días en el calendario al viajar estratégicamente desde el misterioso paradero de la flota británica hasta el aliado Tippoo, en la lejana India. Intentaba abarcar todo Egipto con la mirada. El encantador anfitrión que habíamos visto después del combate en el río había vuelto a convertirse en el tirano preocupado, que galopaba de un punto a otro para instarnos a ir más deprisa. «¡Cuanto más rápido es el paso, menos sangre hay!», discurseaba. Como resultado, todos los generales estaban sucios, sudorosos y solían decirse de todo. Los soldados se sentían deprimidos por las discusiones y la aridez del país que habían venido a conquistar. Muchos arrojaban el equipo antes que cargar con él. Hubo varios suicidios más. Astiza y yo pasamos al lado de dos de los cuerpos, abandonados junto a la ruta que seguíamos porque todos teníamos demasiada prisa para enterrarlos. Sólo los beduinos que nos seguían disuadieron a otros hombres de desertar.

Nuestro torrente de hombres, caballos, asnos, cañones, carros, camellos, seguidoras del campamento y mendigos fluía hacia El Cairo en una flecha de polvo. Cuando nos deteníamos a descansar en las tierras de cultivo, empapados de sudor, nuestra única diversión era lanzar rocas a las innumerables ratas. En el límite del desierto los hombres disparaban a las serpientes y jugaban con los escorpiones, atormentándolos en combates entre ellos. Descubrieron que la picadura del escorpión no era tan letal como se había temido inicialmente, y que aplastar al insecto contra el aguijón liberaba un fluido viscoso que obraba como un ungüento para aliviar el dolor y apresurar el proceso de curación.

No llovía, nunca, y rara vez se veía una nube. De noche, más que acampar nos tumbábamos, cada uno desplomándose en la secuencia que habíamos seguido durante la marcha; y todos nos veíamos atacados inmediatamente por pulgas y pequeños insectos voladores. Comíamos alimentos fríos tan a menudo como comida caliente, porque había poca leña que quemar. La noche refrescaba hacia el amanecer y despertábamos mojados de rocío, recuperados sólo a medias. Entonces el sol asomaba en el cielo despejado, implacable como un reloj, y no tardábamos en asarnos vivos. Reparé en que Astiza se acostaba cada vez un poco más cerca de mí a medida que la marcha proseguía; pero los dos estábamos tan cansados, sucios y expuestos en esa horda que no había nada de romántico en su decisión. Simplemente buscábamos el calor del otro durante la noche, y luego nos quejábamos del sol y las moscas al mediodía.

Finalmente al ejército se le permitió descansar dos días en Wardan. Los hombres se lavaron, durmieron, fueron a rebuscar y hacer trueques para conseguir algo de comida. Una vez más, Astiza demostró lo valiosa que era al ser capaz de conversar con los aldeanos y comerciar para nuestro sustento. Sabía hacerlo tan bien que gracias a ella pude abastecer de pan y fruta a algunos de los oficiales del cuartel general de Napoleón.

—Das sustento a los invasores como el maná caído del cielo dio sustento a los hebreos —intenté bromear con Astiza.

—No pienso hacer pasar hambre a los soldados corrientes por los delirios de grandeza de su comandante —replicó ella—. Además, alimentados o con hambre, no tardaréis en iros.

—¿Piensas que los franceses no pueden derrotar a los mamelucos?

—Pienso que no pueden derrotar al desierto. No hay más que veros, con vuestros pesados uniformes, esa piel tan sonrosada y las botas que os abrasan los pies. ¿Hay alguien aparte de ese loco al que llamáis general que no lamente haber venido aquí? Esos soldados no tardarán en irse de Egipto por decisión propia.

Las predicciones de Astiza estaban empezando a irritarme. Después de todo, era una cautiva, y decidí que ya era hora de que le diese una buena reprimenda.

—Astiza, podríamos haberte dado muerte como a una asesina en Alejandría. En vez de eso, te salvé. ¿Es que no podemos dejar de ser amo y sirvienta, o invasor y egipcia, y llegar a ser amigos?

—¿Amiga de quién? ¿De un hombre que se ha unido a un ejército extranjero? ¿Qué se ha aliado con un militar oportunista? ¿De un americano que no parece ni un verdadero científico ni un soldado?

—Viste mi medallón. Es la llave de algo que aún tengo que descifrar.

—Pero tú quieres esa llave sin entendimiento. Quieres llegar a saber sin estudiar. Monedas sin trabajo, eso es lo que quieres.

—A mí me parece que esto es un trabajo condenadamente duro.

—Eres un parásito que saquea otra cultura. Yo quiero un amigo que crea en algo. En él mismo, para empezar. Y en cosas más grandes que él.

¡Bueno, eso era pura presunción!

—¡Soy un americano que cree en toda clase de cosas! ¡Deberías leer nuestra Declaración de Independencia! Y yo no controlo el mundo. Sólo intento abrirme paso en él.

—No. Lo que hacen los individuos controla el mundo. La guerra nos ha juntado, monsieur Ethan Gage, y no eres del todo desagradable. Pero la camaradería no es verdadera amistad. Primero tienes que decidir por qué estás en Egipto, qué tienes intención de hacer con ese medallón tuyo, qué es lo que sientes como verdaderamente tuyo, y entonces seremos amigos.

«Bueno, ¡bastante insolente para ser la esclava de un comerciante!», pensé.

—¡Y seremos amigos cuando me reconozcas como dueño y aceptes tu nuevo destino!

—¿Qué labor no he hecho para ti? ¿A qué lugar no te he acompañado?

¡Mujeres! Yo no tenía respuesta para aquellas preguntas. Esa noche dormimos a un brazo de distancia el uno del otro y la agitación me impidió conciliar el sueño hasta pasada la medianoche. Lo que bien mirado fue una suerte, porque así escapé por los pelos de que un asno errante me pisara la cabeza.

Un día después del año nuevo egipcio, el 20 de julio en la aldea de Omm-Dinar, Napoleón por fin fue informado de las órdenes que habían dado los mamelucos para la defensa de El Cairo, ahora a sólo treinta kilómetros de distancia. Los defensores habían dividido sus fuerzas tontamente. Murad Bey había llevado el grueso del ejército mameluco a nuestro lado oeste del río, pero un celoso Ibrahim Bey había mantenido una buena parte de él en el este. Era la ocasión que nuestro general había estado esperando. La orden de iniciar la marcha llegó dos horas después de medianoche, y los gritos y patadas de los oficiales y los sargentos no admitían dilación alguna. Como una gran bestia que se despereza en su cueva, la fuerza expedicionaria francesa despertó, se levantó y marchó hacia el sur en la oscuridad, presa de una súbita expectación que traía a la mente la misma sensación de hormigueo que sentía yo al hacer demostraciones con la electricidad de Franklin. Iba a ser una gran batalla, y el día siguiente vería o la aniquilación del principal ejército mameluco o la derrota del nuestro. Pese al altanero discurso de Astiza sobre controlar el mundo, me sentía tan poco dueño de mi destino como una hoja arrastrada por la corriente.

El amanecer llegó rojo, con niebla sobre los juncos del Nilo. Bonaparte nos apremiaba a avanzar, impaciente por aplastar a los mamelucos antes de que agruparan sus fuerzas o, peor aún, se dispersaran por el desierto. Lo vi exhibir una hosca intensidad superior a ninguna de las que le había observado hasta el momento, no sólo concentrado en una batalla sino obsesionado con ella. Un capitán hizo algunas tímidas objeciones y Napoleón le respondió con el ladrido de un cañón. El malhumor de nuestro comandante llenó de aprensión a los soldados. ¿Estaba preocupado por la inminente batalla? En ese caso, todos nosotros nos preocuparíamos también. Ninguno había dormido lo suficiente. Pudimos ver otra gran cortina de humo en el horizonte allí donde habían empezado a concentrarse los mamelucos y sus soldados de a pie.

Fue durante un breve alto en el pozo enfangado de una aldea cuando conocí la razón del sombrío estado de ánimo del general. El azar quiso que uno de los edecanes de Bonaparte, un joven soldado llamado Jean-Andoche Junot cuya valentía rayaba en lo temerario, desmontara de su caballo para beber mientras lo hacía yo.

—El general parece estar muy impaciente por librar batalla —observé—. Yo ya sabía que este momento tenía que llegar, y que la velocidad es primordial en la guerra, pero levantarse en plena noche no me parece demasiado civilizado.

—No se os ocurra acercaros a él —me advirtió el teniente en voz baja—. Bonaparte es peligroso después de anoche.

—¿Estuvisteis bebiendo? ¿Jugasteis a las cartas? ¿Qué?

—Hace unas semanas me pidió que hiciera ciertas discretas averiguaciones a causa de unos persistentes rumores que corrían. Hace poco, recibí unas cuantas cartas robadas que prueban que Josefina está teniendo una aventura, cosa que no era un secreto para nadie salvo nuestro general. Anoche, poco después de que nos hubieran informado de las órdenes dadas por los mamelucos, Bonaparte se encaró conmigo y quiso saber qué había averiguado.

—¿Su esposa lo ha traicionado?

—Se ha enamorado de un petimetre llamado Hippolyte Charles, un edecán del general Leclerc que se encuentra destinado en Francia. La mujer no ha dejado de engañar a Bonaparte desde que se casaron, pero él siempre ha permanecido ciego a sus infidelidades porque está locamente enamorado de ella. Sus celos son increíbles, y anoche su furia fue volcánica. Temí que fuese a dispararme. Se golpeaba la cabeza con los puños como si hubiera enloquecido. ¿Sabéis lo que se siente al ser traicionado por la persona a la que más amáis? Me dijo que se le habían acabado las emociones, que su idealismo era agua pasada y que ahora lo único que le quedaba era la ambición.

—¿Todo eso por una aventura? ¿Un francés?

—Bonaparte la ama desesperadamente, y se detesta a sí mismo por ese amor. Es el más independiente y solitario de los hombres, lo que significa que está cautivo de la mujerzuela con la que se casó. Ordenó esta marcha de inmediato, y juró repetidamente que ya no volvería a conocer la felicidad y que, antes de que se ponga el sol, acabará con los ejércitos egipcios hasta el último hombre. Os lo aseguro, monsieur Gage, vamos a la batalla mandados por un general que está loco de rabia.

Aquello no sonaba nada bien. Si hay una cosa que una persona espera de un comandante, es que piense fríamente sin dejarse arrastrar por los impulsos. Tragué saliva.

—No supisteis escoger el momento más apropiado, Junot.

El teniente subió a su montura.

—No me quedó otra elección, y mi informe no debería haber supuesto ninguna sorpresa para Bonaparte. Sé cómo funciona la mente de nuestro general, y hará a un lado la distracción en cuanto se inicie la batalla. Ya lo veréis. —Asintió, como para tranquilizarse a sí mismo—. Me alegro de no estar en el otro bando.