6

P

asi me ahogué en el oleaje de Alejandría debido al miedo que Bonaparte le tenía al almirante Nelson. La flota inglesa acechaba como un lobo en algún lugar sobre el horizonte, y Napoleón tenía tanta prisa por llegar a tierra firme que ordenó un desembarco anfibio. No sería la última vez que me mojaría en el país más seco que he visto nunca.

Avistamos la ciudad egipcia el 1 de julio de 1798, y contemplamos con asombro el rielar de los minaretes como juncos y las cúpulas de mezquita como promontorios nevados que se alzaban bajo el brutal sol del verano. Quinientos expedicionarios nos apretujábamos en la cubierta principal del navío insignia, soldados, marineros y científicos, y durante largos minutos hubo un silencio tal que se podía oír cada crujido de los cordajes y cada siseo de las olas. ¡Egipto! Ondeaba en distorsión como un reflejo en un espejo curvo. La ciudad era marrón polvoriento y blanco sucio, y parecía cualquier cosa salvo opulenta; casi como si hubiéramos arribado al sitio equivocado. Los navíos franceses avanzaron lentamente bajo un viento que empezaba a arreciar desde el norte, cada ola mediterránea una joya de topacio. Procedentes de tierra firme oíamos el sonido de cuernos, el retumbar de salvas de cañón y los gimoteos de pánico. ¿Cómo sería ver llegar nuestra armada de cuatrocientos navíos europeos que parecían llenar el mar? Viviendas enteras se apretujaron sobre carros tirados por burros. Toldos de mercado se desinflaron cuando los artículos de valor a los que daban sombra fueron ocultados dentro de pozos. Los soldados árabes volvieron a enfundarse la armadura medieval y subieron a parapetos resquebrajados armados con picas y antiguos mosquetes. El artista de nuestra expedición, el barón Dominique Vivant Denon, se puso a dibujar furiosamente: las paredes, las embarcaciones, el épico vacío del norte de África.

—Intento capturar la forma de los edificios sólidos sobre el peculiar volumen de luz del desierto —me explicó.

La fragata Junon apareció junto a nuestro navío para presentar un informe. Había llegado a la ciudad un día antes y hablado con el cónsul francés, y las noticias que traía hicieron que los oficiales de Napoleón entraran en un frenesí de actividad. ¡La flota de Nelson ya había estado siguiéndonos los pasos en Alejandría, y sólo hacía dos días que se había ido! No nos sorprendieron mientras desembarcábamos los cargamentos por pura casualidad. ¿Cuánto tardarían los ingleses en volver? En lugar de arriesgarse a soportar el castigo que nos infligirían los fuertes ubicados en la entrada al puerto de la ciudad, Bonaparte ordenó un inmediato desembarco anfibio con botes en la playa de Marabut, doce kilómetros al oeste. Desde allí, las tropas francesas podrían avanzar a lo largo de la playa para hacerse con el puerto.

El almirante Brueys protestó vehementemente, quejándose de que la costa no estaba cartografiada y el arreciar del viento anunciaba la inminencia de un temporal. Napoleón desoyó sus protestas.

—Almirante, no tenemos tiempo que perder. La fortuna nos concede tres días, no más. Si no los aprovecho, estamos perdidos. —Una vez en tierra firme, su ejército quedaría fuera del alcance de los navíos de guerra británicos. Embarcado, sería hundido.

Pero ordenar un desembarco es más sencillo que realizarlo. Para cuando nuestros navíos empezaron a echar el ancla entre las gruesas olas que rebotaban contra la arena de la playa, la tarde ya tocaba a su fin y eso significaba que el desembarco proseguiría durante la noche. A los sabios se nos dio a elegir entre permanecer a bordo o acompañar a Napoleón para presenciar el asalto a la ciudad. Yo, con más ansias de aventura que sentido común, decidí abandonar el Orient. Sus bamboleos ya empezaban a hacer que volviera a sentirme mareado.

Talma, pese a la miseria de su propio mareo, me miró como si me hubiera vuelto loco.

—¡Pensaba que no querías ser soldado!

—Sólo siento curiosidad. ¿No quieres ver la guerra?

—La que puedo observar desde esta cubierta, sí. Son los detalles sangrientos los que se ven desde la playa. Me reuniré contigo en la ciudad, Ethan.

—¡Haré que nos recojan en palacio a las diez!

Talma sonrió cautelosamente y miró el oleaje.

—¿No crees que quizá debería quedarme el medallón para que estuviera a salvo?

—No. —Le estreché la mano. Luego, para recordarle que el propietario era yo, dije—: Si me ahogo, no lo necesitaré.

Empezaba a anochecer cuando me dijeron que ocupara mi lugar en un bote. Bandas de música se habían reunido en los alcázares de los navíos de mayor tamaño y estaban tocando La Marsellesa, compases hechos jirones por el viento que no cesaba de arreciar. Hacia tierra firme, el horizonte se había vuelto marrón con la arena que llegaba del desierto. Vi que unos cuantos jinetes árabes galopaban de aquí para allá por la playa. Me agarré a un cabo y bajé por la escala de cuerda suspendida sobre el flanco del navío, su forma de casa viajera hinchada como un bíceps con los cañones que sobresalían de ella cual negro asomo de barba. Llevaba el rifle largo cruzado a la espalda, con el percutor y la cazoleta envueltos en piel untada de aceite. Mi cuerno de la pólvora y la bolsa de las balas rebotaban contra mi cintura.

El bote subía y bajaba sobre las aguas como la silla de una montura encabritada. «¡Salte!», ordenó un contramaestre, y así lo hice, esforzándome por lograr que el movimiento fuese lo más grácil posible; pese a poner todo mi empeño, acabé de bruces en el bote. Más y más hombres se dejaron caer a bordo hasta que supe que no podríamos acoger a ningún otro pasajero sin que nuestro bote se llenara de agua; aunque luego se sumaron unos cuantos más. Finalmente empezamos a alejarnos del navío, con el agua que entraba por la borda.

—¡Achica, maldito seas!

Nuestros botes parecían un enjambre de escarabajos de mar que se arrastraba lentamente hacia la orilla. Pronto no se pudo oír nada por encima del atronar del oleaje que se avecinaba. Cuando nos precipitábamos al abismo entre ola y ola, lo único que alcanzaba a ver de la flota de invasión eran las puntas de los mástiles.

Nuestro timonel, en la vida normal un pescador de la costa francesa, nos empezó a guiar expertamente mientras las olas subían hacia la playa. Pero el bote sobrecargado era tan difícil de maniobrar como un carro que transportara vino, y el agua casi nos llegaba a la borda. Empezamos a deslizamos sobre él creciente oleaje, y la popa cabeceaba mientras el timonel les gritaba a los remeros. Entonces una ola nos batió de lado y volcamos.

No me dio tiempo a tomar aire. El agua cayó sobre mí como un muro, y el impacto me arrastró hacia las profundidades. El rugido del temporal quedó reducido a un tenue rumor mientras me deslizaba por el fondo, hasta acabar desplomado sobre la arena. Mi rifle era como un ancla, pero me negué a desprenderme de él. La inmersión pareció durar una eternidad de negrura, y los pulmones ya amenazaban con estallarme cuando una pausa en el oleaje me hundió lo bastante para que pudiera acuclillarme sobre el fondo y darme impulso con los pies. Mi cabeza atravesó la superficie una fracción de segundo antes de que yo me sintiera dispuesto a tragar aire, y jadeé con desesperación antes de que otra ola rompiera sobre mí. Los cuerpos chocaban en la oscuridad. Manoteé frenéticamente, y conseguí agarrarme a un remo que se había soltado. Ahora las aguas ya no eran tan profundas, y la siguiente ola me arrastró hacia delante sobre el estómago. Entré en Egipto con paso tambaleante, tosiendo y escupiendo agua de mar; la nariz me goteaba y los ojos me ardían.

Era completamente llano, sin accidentes geográficos y ni un solo árbol a la vista. La arena había impregnado hasta la última hendidura de mi cuerpo y mis ropas, y el viento soplaba tan fuerte que me bamboleé.

Otros hombres medio ahogados salían de las olas dando traspiés. Nuestro bote volcado encalló y los marineros nos ayudaron a darle la vuelta y vaciarlo de agua. Una vez que hubieron encontrado remos suficientes, los hombres de mar volvieron a hacerse a las aguas para traer más tropas. Había salido la luna, y vi que cien escenas similares tenían lugar a lo largo de la playa. Algunos botes lograban deslizarse tal como se había pretendido que hicieran, atracando pulcramente, en tanto que otros se hundían para ser arrastrados por las aguas como trozos de madera a la deriva. Era caótico, hombres que se ataban con cuerda al que tenían más cerca para entrar en el mar y rescatar a sus camaradas. Unos cuantos cuerpos ahogados habían flotado hasta la playa, para quedar medio enterrados en la arena. Las piezas de artillería más pequeñas se habían hundido hasta los cubos de sus ruedas. El equipo flotaba sobre las olas como los restos de un naufragio. Una tricolor francesa, alzada para que sirviera como punto de reunión, crujía y chasqueaba al viento.

—Henri, ¿te acuerdas de esas granjas que el general nos prometió? —le dijo un soldado empapado a otro, al tiempo que señalaba las dunas desnudas que había delante—. Pues ahí tienes tus tres hectáreas.

Como yo no tenía asignada ninguna unidad militar, empecé a preguntar dónde estaba el general Bonaparte. Los oficiales se encogieron de hombros y maldijeron. «Probablemente en su gran camarote, viendo cómo nos ahogamos», gruñó uno. Había habido cierto resentimiento ante la cantidad de espacio de la que se había apropiado Bonaparte para su uso personal.

Y, sin embargo, bastante lejos playa abajo, un nudo de orden había empezado a cobrar forma. Los hombres se congregaban en torno a una figura familiarmente menuda y furiosamente gesticulante, y otros contingentes se veían atraídos hacia su masa como por la gravedad. Oí la voz de Bonaparte dando secas órdenes, y las filas empezaron a formarse. Cuando me acerqué, lo encontré con la cabeza al descubierto y mojado hasta la cintura, el sombrero arrebatado por el viento. La funda de su espada se arrastraba por la arena, e iba dejando una pequeña línea tras él. Se comportaba como si todo estuviera en orden, y su confianza fortaleció a otros.

—¡Quiero una línea de escaramuza en las dunas! ¡Kléber, poned algunos hombres ahí arriba, si no queréis que la bala de un beduino acabe con vos! ¿Capitán? Usad a vuestra compañía para liberar ese cañón, lo necesitaremos al amanecer. General Menou, ¿dónde estáis? ¡Venga! Plantad vuestro estandarte para formar a vuestros hombres. ¡Esa infantería de ahí, que deje de parecer un montón de ratas ahogadas y ayude a esos otros a enderezar ese bote! ¿No os da vergüenza dejaros asustar así por un poco de agua? ¡Recordad que sois soldados de Francia!

La expectativa de la obediencia obró milagros, y empecé a reconocer el talento de Bonaparte para mandar. Convirtió gradualmente la turba en un ejército, hizo que los soldados formaran columnas, organizó el equipo y dio orden de arrastrar a los ahogados hasta la orilla para darles un rápido y nada ceremonioso entierro. Oí los ocasionales chasquidos del fuego de escaramuza para mantener a raya a los indígenas que merodeaban por allí. Un bote tras otro llegó a la costa y miles de hombres se agruparon a la luz de la luna y las estrellas, y la arena pisoteada empezó a brillar con destellos plateados allí donde el agua se acumulaba en las huellas dejadas por nuestras botas. El equipo perdido en el oleaje fue recuperado y redistribuido. Algunos hombres llevaban sombreros demasiado pequeños que se alzaban como chimeneas sobre sus coronillas; y otros, gorras que les caían sobre las orejas. De manera que, entre risas y bromas, se apresuraron a hacer el intercambio. El viento nocturno era cálido, y nos secó rápidamente.

El general Jean-Baptiste Kléber, que según había oído decir era otro francmasón, vino hacia nosotros dando grandes zancadas.

—Han envenenado el pozo en Marabut y los hombres empiezan a tener sed. Zarpar de Tolón sin cantimploras fue una locura.

Napoleón se encogió de hombros.

—Una incompetencia de los comisarios que ahora no podemos corregir. Encontraremos agua cuando lleguemos a los muros de Alejandría.

Kléber torció el gesto. Tenía mucha más apariencia de general que Bonaparte. Metro ochenta de altura, corpulento, musculoso, y con una abundante cabellera rizada que le daba la majestuosa gravedad de un león.

—Tampoco hay comida.

—Nos espera igualmente en Alejandría. Si miráis hacia el horizonte, Kléber, también veréis que no hay ni un solo buque de la armada británica, que es justo lo que se pretende al atacar rápidamente.

—¿Tan rápidamente que desembarcamos en pleno temporal y docenas de hombres se ahogan?

—La velocidad lo es todo en la guerra. Siempre sacrificaré a unos pocos con tal de salvar a muchos. —Bonaparte parecía tentado de añadir algo más; no le agradaba que sus órdenes fueran cuestionadas cuando ya habían sido llevadas a la práctica. Pero lo que hizo fue decirle a su general—: ¿Habéis encontrado al hombre del que os hablé?

—¿El árabe? Habla francés, pero es una víbora.

—Es un títere de Talleyrand y recibe una libra francesa por cada oreja y cada mano que le entrega. Mantendrá alejados de vuestro flanco a los otros beduinos.

Echamos a andar playa abajo, con el rugir del oleaje a nuestra izquierda y miles de hombres moviéndose en la oscuridad. La espuma parecía brillar. De vez en cuando se oía el disparo de una pistola o el chasquido de un mosquete en el desierto que quedaba a nuestra derecha. Unas cuantas lámparas que brillaban ante nosotros señalaban el camino a Alejandría. Ninguno de los generales había montado aún, y caminaban como soldados rasos. El general Louis Caffarelli del cuerpo de ingenieros andaba sobre una pata de palo. Nuestro comandante de caballería, el gigantesco mulato Alexandre Dumas, caminaba con las piernas arqueadas, una cabeza más alto que el resto de sus hombres. Tenía la fuerza de un gigante, y para divertirse en alta mar se agarraba con las manos a una viga de las cuadras y montaba a caballo, después de lo cual subía el aterrorizado animal a cubierta a base de pura fuerza bruta. Sus detractores decían que tenía músculos hasta detrás de las orejas.

Como no se me había vinculado a ninguna unidad, fui con Napoleón.

—¿Mi compañía es de vuestro agrado, americano?

—Sólo he pensado que el general al mando correrá menos peligro que la mayoría de los demás. ¿Por qué no estar a su lado?

Napoleón rio.

—Perdí siete generales en una sola batalla en Italia, y encabecé las cargas. Sólo el destino sabe por qué sigo aquí. La vida es un juego de azar, ¿verdad? El destino envió lejos a la flota británica y trajo un temporal en su lugar. Algunos hombres se ahogaron. ¿Sentís pena por ellos?

—Claro.

—No lo hagáis. La muerte nos llega a todos, a menos que los egipcios realmente conocieran el secreto de la inmortalidad. ¿Y quién puede decir que una muerte es mejor que otra? La mía podría llegar este amanecer, y sería una buena muerte. ¿Sabéis por qué? Porque mientras que la gloria es fugaz, la oscuridad se hace eterna. Los hombres que se ahogaron serán recordados por sus familias durante generaciones. «¡Murió siguiendo a Bonaparte hasta Egipto!». Eso la sociedad lo sabe inconscientemente, y acepta el sacrificio.

—Eso es un análisis europeo, no americano.

—¡No! Lo veremos cuando vuestra nación haya madurado. Tenemos que cumplir una gran misión, Ethan Gage, unificar Oriente y Occidente. En comparación con eso, las almas individuales significan bien poco.

—¿Unificar con la conquista?

—Con la educación y el ejemplo. Derrotaremos a los tiranos mamelucos que gobiernan este pueblo, sí; y al hacerlo liberaremos a Egipto de la tiranía otomana. Pero después de eso los reformaremos, y llegará un tiempo en que bendecirán el día en que Francia desembarcó en su costa. Nosotros, por nuestra parte, aprenderemos de su antigua cultura.

—Sois un hombre muy seguro de sí mismo.

—Soy un visionario. Mis generales me tachan de soñador. Pero mido mis sueños con los calibradores de la razón. He calculado cuántos dromedarios harían falta para cruzar el desierto hasta la India. Tengo imprentas con caracteres arábigos para poder explicar que vengo en una misión de reforma. ¿Sabéis que Egipto nunca ha visto una imprenta? He ordenado a mis oficiales que estudien el Corán; y a mis tropas, que no se presten al saqueo o molesten a las mujeres árabes. Cuando los egipcios entiendan que estamos aquí para liberarlos, y no para oprimirlos, se unirán a nosotros contra los mamelucos.

—Pero mandáis un ejército que no dispone de agua.

—Hay un centenar de cosas de las que carezco, pero confiaré en Egipto para que me las suministre. Eso fue lo que hicimos cuando invadimos Italia. Eso fue lo que hizo Cortés cuando quemó sus naves tras desembarcar en México. Nuestra falta de cantimploras deja claro a nuestros hombres que nuestro ataque debe triunfar. —Era como si se estuviese dirigiendo a Kléber, no a mí.

—¿Cómo podéis estar tan seguro, general? Con lo que a mí me cuesta estar seguro de nada.

—Porque aprendí en Italia que la historia está de mi lado. —Hizo una pausa, como para sopesar si debía hacerme más confidencias, si podía añadirme a su seducción política—. Durante años me sentí condenado a llevar una existencia corriente, Gage. Yo también vivía presa de la incertidumbre. Era un corso sin dinero, hijo de una realeza que vivía sumida en la miseria y el atraso, un isleño colonial con un marcado acento cuya infancia había transcurrido bajo las burlas y los desdenes de una escuela militar francesa. Las matemáticas eran mi único aliado. Entonces llegó la Revolución, surgieron las oportunidades y yo saqué el máximo provecho posible de ellas. Me impuse en el sitio de Tolón. París reparó en mí. Se me concedió el mando de un precario ejército que no lograba salir vencedor en el norte de Italia. Al menos ahora parecía que podía haber un futuro, aunque todo pudiera perderse de nuevo en una sola derrota. Pero fue en la batalla de Areola, mientras combatía contra los austríacos para liberar Italia, cuando el mundo realmente me abrió sus puertas. Teníamos que atravesar un puente por un camino traicionero, y una carga tras otra se malogró hasta que los accesos quedaron alfombrados de cadáveres. Finalmente supe que la única forma de alzarse con la victoria era encabezando una última carga yo mismo. He oído decir que vos jugáis a las cartas, pero no existe apuesta como esa: balas como avispas, todos los dados arrojados en una sola tirada para ganarse la gloria, los hombres que vitorean, los estandartes que chasquean al viento, los soldados que caen. Atravesamos el puente y salimos vencedores, no sufrí ni un solo arañazo, y no hay orgasmo comparable a la exultación de ver huir un ejército enemigo. Regimientos franceses enteros se aglomeraron a mi alrededor después, para vitorear al muchacho que antaño había sido un paleto corso; en ese instante vi que todo era posible (¡todo!) con sólo atreverme. No me preguntéis por qué pienso que la fortuna es mi ángel, simplemente sé que lo es. Ahora me ha traído a Egipto, y aquí, quizá, pueda emular a Alejandro como vosotros los sabios emuláis a Aristóteles. —Me apretó el hombro con la mano, la mirada abrasadora de sus ojos grises clavada en mí bajo la pálida luz que precede al alba—. Creedme, americano.

Pero antes tenía que librar una batalla para entrar en la ciudad.

Napoleón esperaba que, cuando avanzara por la playa, la mera presencia de su columna persuadiera a los alejandrinos de que se rindieran; pero estos aún no habían experimentado la potencia de fuego europea. La caballería mameluca era osada y altanera. Aquella casta de esclavos guerreros, cuyo nombre significaba «hombres comprados», había sido organizada por el célebre Saladino como una guardia personal en tiempos de las cruzadas. Tan poderosos eran aquellos guerreros procedentes del Cáucaso, que conquistaron Egipto para los turcos otomanos. Fueron los mamelucos egipcios quienes derrotaron por primera vez a las hordas mongolas de Gengis Kan, lo cual les valió un renombre imperecedero como soldados; y habían dominado Egipto durante los siglos siguientes, sin contraer matrimonio con las egipcias o dignarse siquiera a aprender su lengua. Eran una élite guerrera que trataba a sus propios ciudadanos como si fueran vasallos, con esa implacabilidad que sólo un exesclavo que ha estado expuesto a la crueldad puede mostrar. Galopaban a la batalla sobre corceles árabes superiores a cualquiera de los caballos que tenían los franceses, para caer sobre los enemigos con mosquete, lanza, cimitarra y una faja repleta de pistolas. Por reputación, su bravura sólo se veía igualada por su arrogancia.

En Oriente la esclavitud era muy distinta de la despiadada tiranía que yo había tenido ocasión de ver en el Caribe y Nueva Orleans. Para los otomanos, los esclavos eran los aliados en los que más se podía confiar, dado que habían sido despojados de su pasado y no formaban parte de las familias turcas enemistadas entre sí. Algunos de ellos se convertían en príncipes, lo cual significaba que incluso los más oprimidos podían subir hasta lo más alto. Y, ciertamente, los esclavos mamelucos habían llegado a ser los señores de Egipto. Por desgracia, su mayor enemigo era su propia capacidad de traición —sus interminables conspiraciones para adueñarse del poder hacían que ningún sultán mameluco muriese en la cama—, y su armamento era tan primitivo como hermosos sus corceles, pues empuñaban auténticas antigüedades. Además, mientras que los esclavos podían llegar a ser señores, los hombres libres solían ser tratados como siervos. La población egipcia no profesaba ningún amor a sus líderes. Los franceses se veían a sí mismos como libertadores, no conquistadores.

Si bien la invasión había cogido por sorpresa al enemigo, en cuanto hubo amanecido los escasos centenares de mamelucos que había en Alejandría reunieron una fuerza variopinta formada por su propia caballería, incursores beduinos y campesinos egipcios a los que se obligó a formar un escudo humano. Detrás, en los muros del viejo barrio árabe de la ciudad, una guarnición compuesta por artilleros y hombres que empuñaban mosquetes se había apresurado a acudir a los baluartes. Los cañones enemigos fueron disparados con poca habilidad cuando se aproximaron las primeras filas francesas, y los proyectiles batieron la arena muy por delante de las columnas europeas. Los franceses se detuvieron mientras Napoleón se preparaba para ofrecer los términos de la rendición.

Sin embargo, no se presentó tal oportunidad, porque los mamelucos aparentemente interpretaron esa pausa como una vacilación y empezaron a empujar hacia nosotros una masa de campesinos toscamente armados. Bonaparte comprendió que los árabes tenían intención de presentar batalla y mandó hacer señales con banderas para pedir apoyo naval. Cargueros y corbetas de poco calado empezaron a avanzar hacia la costa para poner su artillería a distancia de tiro. Los escasos cañones ligeros traídos a la costa en los botes también fueron arrastrados sobre la arena.

Yo estaba sediento, cansado, pegajoso de sal y arena, y finalmente comprendí que el dichoso colgante me había llevado al epicentro de una guerra. Ahora me hallaba unido a este ejército francés para lograr la supervivencia. Con todo, me sentía extrañamente seguro cerca de Bonaparte. Como me había dado a entender, tenía un aura no tanto de invencibilidad como de suerte. Afortunadamente, nuestra marcha había aglomerado a un séquito de mendigos y oportunistas egipcios llenos de curiosidad. Las batallas atraen a los espectadores como una pelea en el patio del colegio a los escolares. Poco antes de la amanecida divisé a un muchacho que vendía naranjas, le compré una bolsa por un franco de plata y me gané el favor del general compartiéndola. De pie en la playa, chupamos la dulce pulpa mientras contemplábamos cómo aquel ejército egipcio más parecido a una turba venía hacia nosotros con paso cansino. Los caballeros mamelucos galopaban de un lado a otro detrás de los campesinos, multicolores como pájaros en sus túnicas de seda. Agitaban espadas relucientes y gritaban desafíos.

—He oído decir que los americanos presumen de tener mucha puntería con sus rifles de caza —dijo Napoleón repentinamente, como si se le acabara de ocurrir una idea para entretenimiento suyo—. ¿Os importaría hacerme una demostración?

Los oficiales se volvieron a mirar, aunque la sugerencia me cogía por sorpresa. Mi rifle era mi orgullo: tenía la madera de arce bien aceitada, y mi cuerno de pólvora se había adelgazado por el uso hasta el punto de volverse tan traslúcido que se podían ver los finos granos negros de la pólvora francesa en su interior; a las partes metálicas, les había sacado brillo, una afectación a la que nunca me hubiese atrevido en los bosques de mi patria donde un destello podía revelar tu presencia a animales o enemigos. Los viajeros frotaban sus rifles con avellanas verdes para disimular cualquier brillo. Con lo hermoso que era el mío, no obstante, algunos de aquellos soldados pensaban que si tenía el cañón tan largo era por cuestión de gusto.

—No siento a esos hombres como enemigos míos —dije.

—Se convirtieron en vuestros enemigos cuando pisasteis esta playa, monsieur.

Cierto. Empecé a cargar mi arma. Debería haberlo hecho hacía un rato, dada la inminencia de la batalla; pero me había dedicado a pasear por la playa como si fuera un día de fiesta, todo bandas militares, camaradería marcial y disparos lejanos. Ahora tendría que ganarme mi sitio contribuyendo al combate. Así que primero nos seducen y luego nos alistan. Medí un poco de pólvora extra para la distancia y usé la escobilla para empujar hacia abajo la bala envuelta en lino.

Mientras venían los alejandrinos y yo preparaba la cazoleta, la atención se apartó repentinamente de mí cuando un temerario beduino vino al galope hacia nosotros desde detrás de las filas, con una negra montura que levantaba nubes de arena y una túnica negra que chasqueaba en el viento. Agarrado a él sobre la silla iba un teniente de caballería francés, desarmado y con aspecto de encontrarse muy mal. El árabe tiró de las riendas cerca del grupo que formaban los oficiales de Bonaparte, saludó con un ademán y arrojó un trozo de tela a nuestros pies. Cuando este se abrió al caer, esparció una cosecha de orejas y manos ensangrentadas.

—Estos hombres ya no volverán a hostigaros, effendi —dijo el beduino en francés, el rostro enmascarado por el turbante que lo envolvía. Sus ojos esperaban aprobación.

Bonaparte llevó a cabo un rápido recuento mental de los apéndices cortados.

—Bien hecho, amigo mío. Tu señor tenía razón al recomendarte.

—Sirvo a Francia, effendi. —Posó la mirada en mí y abrió los ojos de par en par, como si me reconociese. Me inquieté. Yo no conocía a ningún nómada. ¿Y por qué hablaba nuestra lengua?

Mientras tanto, el teniente desmontó del caballo del árabe y se quedó torpemente a un lado con expresión aturdida, como inseguro de qué debía hacer a continuación.

—A este lo rescaté de unos bandidos a los que persiguió demasiado lejos en la oscuridad —dijo el árabe. El teniente también era un trofeo, intuimos, y una lección.

—Aplaudo tu ayuda. —Bonaparte se volvió hacia el cautivo liberado—: Encuentra un arma y vuelve con tu unidad, soldado. Tienes más suerte de la que te mereces.

El teniente lo miró con los ojos muy abiertos.

—Por favor, señor, necesito descansar. Estoy sangrando…

—No ha tenido tanta suerte como pensáis —dijo el árabe.

—¿No? A mí me parece que está vivo.

—Los beduinos tienen por costumbre golpear a las mujeres que hacen cautivas… y violar a los hombres. —Hubo risas soeces entre los oficiales y alguien descargó una palmada sobre la espalda del infortunado soldado, que se tambaleó. Una parte de la hilaridad expresaba simpatía; la otra, crueldad.

El general frunció los labios.

—¿He de compadecerte?

El joven se echó a llorar.

—Por favor, señor, estoy tan avergonzado…

—La vergüenza ha estado en tu rendición, no en tu tortura. Ocupa tu puesto en las filas para aniquilar al enemigo que te ha humillado. Es la única manera de no tener que pasar vergüenza. En cuanto a los demás, contad esta historia al resto del ejército. ¡No habrá simpatía para este hombre! Su lección es simple: no os dejéis capturar. —Se volvió nuevamente hacia la batalla.

—¿Mi paga, effendi? —El árabe esperaba.

—Cuando tome la ciudad.

Pero el árabe no se movió del sitio.

—No te preocupes, príncipe negro. Tu bolsa se hace más pesada a cada momento que pasa. Habrá recompensas todavía más grandes cuando lleguemos a El Cairo.

—Si es que llegamos allí, effendi. Hasta ahora, mis hombres y yo hemos librado todo el combate.

Nuestro general permaneció impertérrito ante aquella observación, y aceptó la insolencia por parte de aquel bandido del desierto como jamás hubiese tolerado en sus oficiales.

—Mi aliado americano se disponía a corregir eso con una demostración de la puntería del rifle largo de Pensilvania. ¿No es así, monsieur Gage? Contadnos sus ventajas.

Todos los ojos volvieron a posarse en mí. Podía oír el rumor de pies del ejército egipcio que se aproximaba. Con la sensación de que la reputación de mi país estaba en juego, alcé el rifle.

—Todos sabemos que el gran problema con cualquier arma de fuego es que sólo se dispone de un disparo, y luego hay que invertir entre veinte segundos y un minuto entero para recargar —dije, con voz de conferenciante—. En los bosques de América, fallar el disparo significa que tu presa se habrá ido mucho antes de que puedas volver a hacer fuego, o que tendrás encima a un indio armado con su tomahawk. Así que, para nosotros, el tiempo que se tarda en cargar un rifle largo queda más que compensado con la posibilidad de darle a algo con ese primer disparo, a diferencia de un mosquete donde la trayectoria de la bala no puede ser prevista. —Me llevé el arma al hombro—. Bien, este cañón tan largo está hecho de hierro blando, y eso más el peso del arma ayudan a reducir el impacto del retroceso cuando la bala sale del cañón. Asimismo, a diferencia de un mosquete, el interior del cañón de un rifle largo está recubierto de surcos que imprimen a la bala un giro para mejorar la precisión del disparo. La longitud del cañón añade velocidad, y permite que la mira posterior quede lo bastante adelantada para que el ojo humano pueda centrarse simultáneamente en el blanco y en ella. —Entorné los ojos. Un mameluco precedía a sus compañeros, justo detrás de la turba campesina que avanzaba lentamente ante él. Después de haber tomado en consideración el viento que soplaba del océano y la caída de la bala, apunté alto hacia su hombro derecho. Ningún arma de fuego es perfecta, ni siquiera un rifle sujetado en un torno pondrá cada bala encima de la otra, pero el «triángulo de error» de la mía era de sólo cinco centímetros a cien pasos. Apreté el gatillo de ajuste y su chasquido liberó el primer gatillo para que el segundo pudiera ser accionado con sólo rozarlo, lo que minimizaba cualquier sacudida. Entonces seguí apretando y disparé, convencido de que la bala daría de lleno en el torso del hombre. El rifle dio una coz, hubo una nubecilla de humo, y vi cómo aquel demonio de mameluco salía despedido hacia atrás desde la silla de su corcel. Hubo un murmullo de apreciación, y si alguien piensa que no hay ninguna satisfacción en semejante disparo, es que no entiende lo que empuja a los hombres a hacer la guerra. Bueno, pues ahora yo estaba en ella. Apoyé la culata del rifle en la arena, rasgué un cartucho de papel y empecé a recargar.

—Buen disparo —me felicitó Bonaparte.

El fuego de mosquete era tan impreciso que si los soldados no apuntaban a los pies del enemigo, el retroceso del arma podía lanzar una volea de disparos sobre sus cabezas. El único modo de que los ejércitos pudieran acertarse mutuamente era formar en filas muy apretadas y abrir fuego desde distancias reducidas.

—¿Americano? —preguntó el beduino—. ¿Tan lejos de casa? —Hizo volver grupas a su caballo, a punto de irse—. ¿Para estudiar nuestros misterios, quizá?

¡Entonces me acordé de dónde había oído su voz! ¡Era idéntica a la del farolero de París, el hombre que había conducido a los gendarmes hasta mí cuando descubrí el cuerpo de Minette!

—¡Espera! ¡Sé quién eres!

—Soy Ahmed bin Sadr, americano, y tú no sabes nada. Y antes de que yo pudiera decir una palabra más, se alejó al galope.

Los oficiales gritaron sus órdenes y las tropas francesas se agruparon rápidamente en lo que iba a ser su formación preferida contra la caballería mameluca, un cuadrado hueco de hombres. Los cuadrados tenían varias filas de grosor, con cada uno de los cuatro lados vuelto hacia fuera de modo que no quedaba ningún flanco al cual poder rodear y sus bayonetas formaban los cuatro lados de un seto de acero. Para apretar las filas, algunos oficiales trazaron líneas en la arena con sus sables. Mientras tanto el ejército egipcio, o para ser más exactos su chusma, cargó hacia nosotros con gritos ululantes bajo un batir de tambores y un atronar de trompetas.

—Menou, formad otro cuadrado junto a las dunas —ordenó Napoleón—. Kléber, decidles a los demás que se den prisa. —Muchos de los soldados franceses aún estaban llegando a la playa.

Ahora los egipcios corrían directamente hacia nosotros, una marea de campesinos armados con hoces y azadas secundada por una línea de jinetes con vestimentas de vivos colores. Los plebeyos parecían aterrados. Cuando estuvieron a cincuenta metros, la primera fila francesa abrió fuego.

El estruendo de los disparos me hizo pegar un brinco; fue como si una guadaña gigante hubiera segado una hilera de espigas. La primera línea de campesinos fue abatida, y veintenas de ellos cayeron muertos y heridos mientras los demás se limitaban a tirarse al suelo llenos de pánico ante una descarga disciplinada distinta a cuanto habían visto antes. Una enorme cortina de humo blanco se elevó del suelo para ocultar el cuadrado francés. La caballería mameluca se detuvo presa de la confusión; los caballos temían pisar la alfombra de cuerpos caídos extendida ante ellos, mientras que sus dueños maldecían a los siervos que habían estado llevando al matadero. La segunda fila francesa abrió fuego cuando los señores obligaron a sus monturas a avanzar lentamente hacia sus asustados súbditos, y esta vez algunos de los guerreros mamelucos cayeron de sus caballos. Entonces una tercera fila francesa abrió fuego, en el mismo instante en que la primera acababa de recargar, y los caballos relincharon y se encabritaron. Después de este huracán de balas, los campesinos supervivientes se pusieron en pie como si hubieran oído una orden y huyeron, arrastrando consigo a los jinetes en su retirada y convirtiendo el primer ataque egipcio en un tremendo fracaso. Los guerreros mamelucos golpearon a sus súbditos con el plano de las espadas, pero eso no hizo nada para frenar la huida. Algunos campesinos llamaron con los puños a las puertas de la ciudad en busca de refugio, y otros corrieron tierra adentro para desaparecer entre las dunas. Mientras tanto, los navíos franceses que se habían aproximado a la costa empezaron a bombardear Alejandría, y las balas de cañón chocaron contra los muros de la ciudad cual puño que los martilleara. Los antiguos baluartes no tardaron en desmoronarse, como si estuviesen hechos de arena.

—La guerra es esencialmente ingeniería —observó Napoleón—. Es orden impuesto sobre el desorden. —De pie con las manos enlazadas a la espalda, giraba continuamente la cabeza en todas direcciones al tiempo que asimilaba los detalles igual que un águila. Lo verdaderamente insólito en él era que podía mantener en la mente una imagen de la totalidad del campo de batalla y saber dónde la concentración modificaría el resultado; eso era lo que lo hacía superior a sus adversarios—. Es la disciplina que triunfa sobre la irresolución. Es la organización aplicada contra el caos. ¿Sabéis?, Gage, sería notable que diera en el blanco aunque sólo fuese un uno por ciento de las balas. Esa es la razón por la que la línea, la columna y el cuadrado son tan importantes.

Con lo repulsiva que me parecía la brutalidad de su militarismo, su frialdad me impresionó. Bonaparte era un hombre moderno de cálculo científico, contabilidad sangrienta y razonamiento desprovisto de emociones. En un instante de violencia dirigida, vi a los sombríos ingenieros que regirían el futuro. La moralidad sería superada por la aritmética. La pasión sería utilizada por la ideología.

—¡Fuego!

Más y más tropas francesas llegaban a los muros de la ciudad, y un tercer cuadrado formó hacia el mar junto al primero, los hombres de su lado izquierdo con el agua hasta los tobillos cuando llegaban las olas. Unas cuantas piezas de artillería ligera fueron emplazadas entre los cuadrados y cargadas con una metralla que barrería a la caballería enemiga con pequeñas bolas de hierro.

Los mamelucos, ahora libres del estorbo de su propio campesinado, volvieron a atacar. Su caballería cargó, y el galopar de los caballos atronó sobre la playa entre una nube de arena mientras los hombres lanzaban gritos de guerra, sus túnicas de seda ondeaban como velas y plumas y penachos subían y bajaban sobre fantásticos turbantes. Aquella velocidad no sirvió de nada. Los franceses volvieron a abrir fuego, y la primera fila de mamelucos cayó entre un coro de relinchos y un agitarse de cascos. Algunos de los jinetes que la seguían chocaron con sus camaradas abatidos y acabaron también en el suelo; otros lograron esquivarlos o saltar sobre ellos. Pero tan pronto como su caballería consiguió formar un nuevo frente coherente los franceses volvieron a disparar, una llamarada que escupía trocitos de papel como si fueran confeti. Ese nuevo avance también sería malogrado. Los supervivientes más valerosos siguieron igualmente adelante entre los cadáveres de sus camaradas, sólo para ser recibidos por salvas de metralla o proyectiles de los cañones de campaña. Fue una auténtica carnicería, tan mecánica como había dado a entender Bonaparte; y aunque yo me había visto en algunos apuros durante mis días de trampero, la ferocidad de aquella violencia a gran escala me conmocionó. El ruido era cacofónico, el metal disparado hendía el aire con un aullido, y el cuerpo humano contenía más sangre de la que yo jamás hubiese creído. A veces, cuando un cuerpo era cortado en dos por las balas, brotaba a chorros como un géiser rojo. Unos cuantos jinetes consiguieron llegar hasta las líneas francesas para tratar de perforarlas con sus lanzas o levantar sus espadas, pero el seto de bayonetas les impedía acercar sus monturas. Entonces resonaba la orden dada en francés, se efectuaba otra descarga y los jinetes caían también, acribillados.

Lo que quedaba de la casta gobernante egipcia rompió filas y galopó hacia el desierto.

—¡Ahora! —rugió Napoleón—. ¡Al muro, antes de que sus líderes se reagrupen! —Sonaron los clarines y, con un coro de vítores, un millar de soldados formó en columna y trotó hacia delante. No tenían escaleras o artillería de asalto, pero tampoco iban a hacerles mucha falta. Los muros de la antigua ciudad se desmoronaban como queso podrido bajo el bombardeo naval. Algunas de las casas que se alzaban tras ellos ya estaban envueltas en llamas. Los franceses se pusieron a tiro de mosquete y las descargas no tardaron en sucederse por ambas partes: los defensores mostraban más valor de lo que yo hubiese esperado frente a aquella furiosa ofensiva. Las balas zumbaban como avispas y algunos europeos cayeron al fin, aunque sus bajas estaban lejos de igualar la estela de muertes que habían dejado a su paso.

Napoleón avanzó, conmigo a su lado, y dejamos atrás cuerpos enemigos inmóviles o agonizantes, con grandes manchas oscuras en la arena debajo. Me sorprendió ver que muchos de los mamelucos muertos tenían la piel bastante más blanca que sus súbditos, y que sus cabezas desnudas revelaban un pelo rojo o incluso rubio.

—Esclavos blancos del Cáucaso —gruñó el gigantesco Dumas—. Se acuestan con las egipcias, dicen, pero nunca tienen crías con ellas. También se acuestan unos con otros, y prefieren su propio sexo y raza a cualquier clase de contaminación. Niños de ocho años con la piel de un blanco sonrosado son comprados cada año a sus hogares de las montañas para continuar la casta. La violación es su iniciación y la crueldad, su escuela. Cuando llegan a la edad adulta son crueles como lobos y desprecian a todo el que no sea un mameluco. Sólo son leales a su bey, o jefe. También reclutan al ocasional negro o árabe excepcional, pero la mayoría ven la oscuridad con desprecio.

Miré la piel racialmente mezclada del general.

—Sospecho que vos no permitiréis que Egipto mantenga ese prejuicio, general.

Dumas le dio una patada a un cadáver.

Oui. Lo que importa es el color del corazón.

Nos quedamos justo fuera del alcance de los mosquetes en la base de un inmenso pilar solitario que se elevaba fuera de los muros de la ciudad. Medía veintidós metros de altura, grueso como un hombre alto, y le habían puesto por nombre Pompeyo en honor del antiguo general romano. Por lo visto, estábamos sobre los escombros de varias civilizaciones: un antiguo obelisco egipcio había sido derribado para ayudar a edificar la base del pilar. El granito rosa de la columna estaba caliente al tacto y lleno de melladuras. Bonaparte, ronca la voz de tanto gritar órdenes, se quedó de pie en los cascotes a la parca sombra del pilar.

—Este trabajo es sofocante. —En efecto, el sol estaba sorprendentemente alto en el cielo. ¿Cuánto tiempo había transcurrido?

—Tomad una pieza de fruta.

Me miró con agradecimiento, y pensé que aquel pequeño gesto tal vez hubiese sembrado la semilla de la amistad. Sólo más tarde llegaría a descubrir que Napoleón valoraba a todo el que pudiese prestarle alguna clase de servicio, se mostraba indiferente con quienes carecían de utilidad e implacable con sus enemigos. Pero ahora chupaba la fruta con una avidez infantil, y parecía disfrutar con mi compañía mientras exhibía su dominio del cuadro que había ante nosotros.

—No, no, por ahí no —gritaba de vez en cuando—. ¡Sí, esa puerta de ahí, esa es la que hay que forzar!

El ataque lo lideraban Kléber y Jacques François Menou. Los oficiales combatían con un vigor demencial, como si se creyeran invulnerables a las balas. Me sentí igualmente impresionado ante el valor suicida de los defensores, quienes sabían que no tenían ninguna posibilidad. Pero Bonaparte era el gran coreógrafo que dirigía su danza como si los soldados fueran de plomo. Su mente ya estaba más allá del combate inmediato. Alzó la mirada hacia el pilar, coronado por un capitel corintio que no sostenía nada.

—Grande es la gloria que siempre se ha adquirido en Oriente —murmuró.

Los árabes aflojaban el fuego. Los franceses habían llegado al pie de los muros hechos añicos y empezaban a trepar por los escombros, ayudándose entre ellos. Una puerta fue abierta desde dentro; otra se desplomó tras haber sido atacada con hachas y culatas de mosquete. Una bandera tricolor apareció en lo alto de una torre, y otras fueron llevadas intramuros. La batalla casi había terminado, y no tardaría en llegar el curioso incidente que cambió mi vida.

La batalla se libró con salvaje ferocidad. Los árabes llegaron a verse tan desesperados que arrojaron piedras en cuanto se les acabó la pólvora. El general Menou, alcanzado siete veces por ellas, acabó tan maltrecho y aturdido que necesitó varios días para recuperarse. Kléber sufrió una herida superficial de bala encima de un ojo y se tambaleaba de un lado a otro con la frente envuelta en un vendaje ensangrentado. Pero de pronto, como si se hubieran transmitido lo desesperado de su causa, los egipcios cedieron como una presa al derrumbarse y los europeos irrumpieron en la ciudad.

Algunos de los habitantes se postraron en un abyecto temor, preguntándose qué clase de atrocidades llegaría a cometer aquella marea de cristianos. Otros buscaron refugio en las mezquitas. Muchos salieron de la ciudad para huir hacia el este o hacia el sur, y la mayoría de ellos regresó pasados dos días, al caer en la cuenta de que carecían de comida o agua y no tenían ningún lugar adonde ir. Un puñado de los más rebeldes se atrincheró en la torre y la ciudadela, pero la falta de pólvora no tardó en hacer que sus disparos se volvieran cada vez más esporádicos. La represalia francesa fue rápida y brutal. Hubo varias matanzas a pequeña escala.

Napoleón entró en la ciudad a primera hora de la tarde, tan emocionalmente insensible a los gemidos de los heridos como lo había sido al retumbar de los cañones.

—Una batalla de nada, apenas merecedora de un boletín —observó ante Menou, mientras se inclinaba sobre la litera que transportaba al general herido a pedradas—. Aunque la inflaré para el consumo parisino. Decidle a vuestro amigo Talma que afile bien su pluma, Gage. —Me guiñó el ojo. Bonaparte había adoptado el seco cinismo que exhibían todos los oficiales franceses desde los días del Terror. Se enorgullecían de ser tipos duros.

En tanto que ciudad, Alejandría era decepcionante. Las glorias de Oriente se veían contradecidas por calles sin pavimentar, ovejas y pollos que correteaban por ellas, niños desnudos, mercados plagados de moscas y un sol matador. Buena parte de ella consistía en viejas ruinas; y hasta sin la batalla habría parecido estar medio vacía, el cascarón abandonado de una gloria anterior. Junto al inicio del puerto incluso había edificios medio sumergidos en las aguas, como si la ciudad se fuera asentando lentamente en el mar. Sólo cuando entreveíamos a través de las puertas echadas abajo los oscuros interiores de magníficas mansiones podíamos sentir un segundo mundo, más fresco, más opulento y reservado. Allí descubrimos fuentes de las que manaba agua, pórticos resguardados del sol, tallas moras y sedas y linos que ondeaban suavemente en las corrientes del aire seco del desierto.

Los ecos de disparos ocasionales resonaban aún en la ciudad cuando Napoleón y un pequeño cortejo de edecanes descendieron cautelosamente por la avenida principal hasta el muelle, donde habían empezado a aparecer los primeros mástiles franceses. Atravesábamos un barrio elegante de casas de comerciantes, con celosías de madera en las ventanas y la piedra finamente tallada, cuando se oyó un zumbido como de insecto y una sección del yeso se desintegró en un pequeño géiser de polvo junto al hombro de Bonaparte. Me sobresalté, porque la bala no me había dado por bien poco. Las fibras de la tela del uniforme de nuestro general quedaron tiesas como una fila de sus soldados. Miramos hacia arriba, y vimos cómo el viento caliente disipaba la nubecilla de humo blanco que acababa de salir de un arma de fuego en una ventana protegida del sol. Un tirador, que apuntaba desde el cobijo sombreado de un dormitorio, había estado a punto de darle al comandante de la expedición.

—¡General! ¿Estáis bien? —gritó un coronel.

A modo de contestación, resonó un segundo disparo, y luego un tercero; tan seguidos después del primero que o había dos tiradores o al que había efectuado el primer disparo le ponían otro mosquete cargado en las manos apenas había utilizado el anterior. Un sargento que estaba de pie unos cuantos pasos por detrás de Napoleón gruñó y quedó sentado en el suelo, con una bala en el muslo; y entonces otra porción de yeso voló tras la bota del general.

—Estaré mejor detrás de un poste —musitó Bonaparte, al tiempo que llevaba a su grupo bajo un pórtico y hacía la señal de la cruz—. Devolved el fuego, por el amor de Dios. —Dos soldados así lo hicieron por fin—. Y traed una pieza de artillería. No permitamos que dispongan de todo el día para alcanzarme.

Aquel fue el principio de una animada refriega. Varios granaderos abrieron fuego sobre la casa que se había convertido en una pequeña fortaleza blancuzca, y otros corrieron a buscar un cañón de campaña. Yo hice puntería con mi rifle, pero el francotirador se hallaba bien resguardado: fallé como todos los demás. Transcurrieron diez largos minutos hasta que apareció una pieza de artillería de proyectiles de tres kilos, y para aquel entonces ya se habían cruzado varias docenas de disparos más, uno de los cuales hirió en el brazo a un joven capitán. El propio Napoleón había tomado prestado un mosquete y efectuado un disparo, con tan poca suerte como los demás.

Fue el cañón de campaña lo que entusiasmó a nuestro comandante. La artillería era el arma del ejército en la que había sido adiestrado. En Valence su regimiento estuvo expuesto al mejor entrenamiento con cañones que se impartía en toda Francia, y en Auxonne había trabajado con el legendario profesor Jean-Louis Lombard, quien había traducido al francés el Principies of Artillery inglés. Los oficiales que sirvieron con Napoleón me habían contado a bordo del Orient que en aquellos primeros destinos no llevó ninguna clase de vida social, ya que lo único que hacía era trabajar y estudiar desde las cuatro de la mañana hasta las diez de la noche. Esta vez apuntó con el cañón, sin hacer ningún caso de las balas que no cesaban de silbar a su alrededor.

—Es exactamente lo que hizo en la batalla de Lodi —murmuró el capitán herido apreciativamente—. Emplazó unas cuantas piezas él mismo y entonces fue cuando los hombres empezaron a llamarlo le petit caporal, el pequeño cabo.

Napoleón aplicó la cerilla. El cañón ladró y saltó sobre su cureña, y la bala aulló y dio justo debajo de la ventana culpable, resquebrajó la piedra y arrancó la celosía de madera.

—Otra vez.

El cañón fue recargado a toda prisa y el general lo apuntó hacia la puerta de la casa. Hubo otro estampido, y la entrada voló hacia dentro entre una lluvia de astillas. La calle se llenó de humo.

—¡Adelante! —Este era el mismo Napoleón que había cargado en el puente de Areola. Los franceses avanzaron, yo con ellos y su general con la espada desenvainada. Irrumpimos en la entrada y abrimos fuego sobre la escalera. Un sirviente, joven y negro, rodó peldaños abajo. El grupo de asalto saltó sobre su cuerpo y corrió escalera arriba. En el tercer piso llegamos al lugar donde había impactado la bala de cañón. El agujero de bordes irregulares daba a los tejados de Alejandría y la habitación estaba llena de escombros. Un anciano con un mosquete estaba medio enterrado bajo los fragmentos de piedra, obviamente muerto. Otro mosquete había sido proyectado contra una pared, que le había roto la culata. Varios más estaban esparcidos por el suelo como cerillas. Una segunda figura, quizá la que le cargaba los mosquetes al anciano, había sido arrojada a un rincón por la onda expansiva del cañonazo, y se agitaba débilmente bajo una mortaja de escombros.

No había nadie más en la casa.

—Toda una demostración de potencia de fuego para venir de un ejército de dos —comentó Napoleón—. Si todos los alejandrinos hubieran combatido así, yo aún estaría extramuros.

Me dirigí hacia el combatiente conmocionado en el rincón, y me pregunté quiénes serían aquella pareja. El anciano al que habíamos matado parecía completamente árabe, y había algo raro en su asistente. Levanté una sección de persiana rota.

—Cuidado, monsieur Gage, podría tener un arma —me advirtió Bonaparte—. Dejemos que Georges acabe con él de un bayonetazo.

Yo ya había visto suficientes bayonetas en acción por un día, y fingí no haberlo oído. Me arrodillé y levanté del suelo la cabeza del aturdido atacante para ponérmela en el regazo. La figura gimió y parpadeó, con los ojos desenfocados. Una súplica salió de sus labios en forma de graznido.

—Agua.

El tono de la voz y la delicadeza de los rasgos me dejaron perplejo. Comprendí que el combatiente herido era una mujer, con la cara llena de residuos de pólvora pero por lo demás reconocible como joven, sin heridas y bastante hermosa.

Y la petición había sido formulada en mi idioma.

Un rápido registro de la casa reveló unos recipientes con un poco de agua en la planta baja. Le di una taza llena a la mujer, tan curioso como los franceses por saber cuál podía ser su historia. Este gesto, y el hecho de que luego le hablara en mi idioma, parecieron ganarme cierta confianza.

—¿Cómo os llamáis?

Ella tragó saliva, parpadeó y clavó los ojos en el techo.

—Astiza.

—¿Por qué nos combatís?

Me miró, y los ojos se le desorbitaron de sorpresa como si hubiera visto a un fantasma.

—Yo cargaba las armas.

—¿Para tu padre?

—Para mi señor. —Trató de incorporarse—. ¿Está muerto?

—Sí.

Su expresión era inescrutable. Estaba claro que era o una esclava o una sirvienta; ¿lamentaba que hubieran matado a su amo o se sentía aliviada por su liberación? Parecía un poco perpleja al pensar en su nueva situación. Reparé en un amuleto de extraña forma que llevaba al cuello. Era de oro, bastante incongruente para una esclava, y tenía la forma de un ojo almendrado con la pupila de ónice negro. Una ceja se curvaba sobre él, y debajo había una extensión trazada en otra curva llena de gracia. El efecto general era impresionante. Mientras tanto, la mirada de la joven iba del cuerpo de su amo a mi persona.

—¿Qué dice? —preguntó Bonaparte en francés.

—Me parece que es una esclava. Le cargaba los mosquetes a su señor, ese hombre de ahí.

—¿Cómo es que una esclava egipcia sabe inglés? ¿Son espías británicos?

Le formulé a la joven la primera pregunta del general.

—La madre del amo Ornar era egipcia y su padre era inglés —respondió ella—. Mantenía relaciones comerciales con Inglaterra. Para perfeccionar su dominio de la lengua inglesa, la usábamos en esta casa. También hablo árabe y griego.

—¿Griego?

—Mi madre era de Macedonia y fue vendida en El Cairo. Me crie aquí. Soy una griega egipcia. —Lo dijo con orgullo.

Me volví hacia el general.

—Podría servirnos de intérprete —dije en francés—. Habla árabe, griego e inglés.

—Una intérprete para vos, no para mí. Debería tratarla como a una partisana. —El que hubieran disparado contra él lo había puesto de muy mal humor.

—Seguía las instrucciones de su amo. Tiene sangre macedonia.

Eso lo interesó.

—¿Macedonia? Alejandro Magno era macedonio; fundó esta ciudad y conquistó el Oriente antes que nosotros.

Yo tengo debilidad por las mujeres, y la fascinación de Napoleón por el antiguo constructor de imperios griego me dio una idea.

—¿No os parece que la supervivencia de Astiza después de que disparaseis el cañón es un portento del destino? ¿Cuántos macedonios puede haber en esta ciudad? Y aquí nos encontramos con una que habla mi lengua natal. Podría sernos más útil viva que muerta. Puede ayudar a explicarnos Egipto.

—¿Qué va a saber una esclava?

La miré. Astiza observaba nuestra conversación sin entenderla, pero sus ojos eran grandes, luminosos e inteligentes.

—Ha recibido alguna clase de instrucción.

Bueno, todo lo que fuese hablar del destino siempre intrigaba a Napoleón.

—Una suerte para ella, entonces, y para mí, que seáis vos quien la ha encontrado. Decidle que he dado muerte a su amo en combate y que eso me convierte en su nuevo amo. Y que yo, Napoleón, la adjudico a mi aliado americano: vos.