n mes después, el 19 de mayo de 1798, me hallaba en el alcázar del buque insignia francés Orient, con 120 cañones, junto al uniforme de general del hombre más ambicioso de Europa. Acompañados por un pequeño grupo de oficiales y sabios, contemplábamos el majestuoso desfile de 180 navíos que se hacían a la mar. La expedición egipcia acababa de ponerse en marcha.
El azul del Mediterráneo estaba blanco de velas, los navíos se mecían impulsados por una fresca brisa, y las cubiertas aún relucían debido al temporal que esperábamos que mantuviera apartado de nosotros al escuadrón británico supuestamente próximo. Los navíos se adentraban uno por uno en alta mar, más allá de la entrada al puerto de Tolón, y la espuma daba un juego de dientes a cada ola. Bandas militares habían subido a los alcázares de los navíos más grandes, y los instrumentos de sus secciones de metales relucían y competían en ruido mientras se alejaban del puerto, tocando patrióticas melodías francesas. Los cañones de las fortalezas de la ciudad retumbaron en un saludo, y treinta y cuatro mil marineros y soldados embarcados prorrumpieron en vítores mientras sus navíos pasaban junto al buque insignia de Bonaparte. El general ya había emitido un boletín que prometía a cada uno de ellos suficiente botín para comprar tres hectáreas de tierra.
Esto era sólo el principio. Convoyes más pequeños procedentes de Genova, la Ajaccio de Córcega y Civitavecchia en Italia añadirían más divisiones francesas a la fuerza de invasión enviada a Egipto. Cuando nos agrupáramos en Malta habría cuatrocientos navíos y cincuenta y cinco mil hombres, además de mil caballos, cientos de carros y piezas de artillería de campaña, así como trescientas lavanderas acreditadas de las cuales se esperaba que proporcionasen otro tipo de servicios destinados a elevar la moral de las tropas, y centenares de esposas y concubinas traídas de tapadillo. A bordo había también cuatro mil botellas de vino para el consumo de los oficiales y ochocientas de añadas selectas procedentes de la bodega personal de José Bonaparte, traídas para contribuir al esparcimiento de su hermano. Nuestro comandante también había mandado subir a bordo un magnífico carruaje de paseo con arnés doble que le permitiría inspeccionar El Cairo con la debida elegancia.
—Somos un ejército francés, no un atajo de ingleses —le había dicho Bonaparte a su plana mayor—. Vivimos en campaña mejor que ellos en un castillo.
La observación sería recordada con amargura en los meses venideros.
Yo había llegado a Tolón después de un tortuoso viaje con los gitanos en sus lentos carromatos. Había sido un agradable interludio. Los «sacerdotes de Egipto» me enseñaron a hacer trucos sencillos con las cartas, me explicaron el tarot y me contaron más historias de cavernas del tesoro y templos de poder. Por supuesto, ninguno había estado jamás en Egipto o sabía si sus historias contenían una sola brizna de verdad, pero contar historias era uno de sus mayores talentos y una de sus principales fuentes de ingresos. Los vi predecir futuros llenos de optimismo a lecheras, jardineros y alguaciles. Lo que no obtenían con la fantasía, lo robaban; y cuando no lo robaban, pasaban sin ello. Acompañar a la banda de gitanos hasta Tolón fue una forma mucho más placentera de completar mi evasión de París que recorrer los caminos en la diligencia; aunque sabía que el hecho de que nos hubiéramos separado inquietaría a Antoine Talma. Sin embargo, no tener que escuchar las teorías masónicas del periodista supuso un gran alivio para mí, y fue muy triste decir adiós a la calidez de Sarylla.
El puerto había sido un auténtico manicomio de preparativos y nerviosismo, abarrotado como estaba de soldados, marineros, contratistas militares, taberneros y madamas de los distintos burdeles. Uno enseguida podía localizar a los sabios por sus sombreros de copa, inquietos y aprensivos, mientras deambulaban de un lado a otro calzando botas tan nuevas que aún se las veía un poco rígidas. Los oficiales parecían pavos reales en sus resplandecientes uniformes, y los soldados rasos se mostraban entre emocionados y fatalistas ante una expedición cuyo destino no les había sido anunciado. Yo permanecía razonablemente anónimo entre semejante gentío, mi chaqueta verde y mis ropas más gastadas y sucias que nunca; pero, por si las moscas, me apresuré a subir al Orient para mantenerme fuera del alcance de bandidos, anticuarios, gendarmes, faroleros o cualquier otra persona que pudiera suponer una amenaza. Fue a bordo donde por fin me reuní con Talma.
—¡Ya temía que iba a tener que adentrarme solo en los peligros y aventuras de Oriente! —exclamó él—. ¡Berthollet también ha estado muy preocupado! Mon Dieu, ¿qué pasó?
—Siento no haber tenido forma de avisarte. Me pareció mejor viajar de incógnito. Sabía que estarías preocupado.
El periodista me abrazó.
—¿Dónde está el medallón? —Pude sentir su aliento en la oreja.
—A salvo, amigo mío —dije yo, que a esas alturas ya había aprendido a andarme con cautela—. Razonablemente a salvo.
—¿Qué es eso que llevas en el dedo? ¿Un anillo nuevo? —Miraba el obsequio de Sidney Smith.
—Un regalo que me hicieron los gitanos.
Talma y yo nos pusimos al día mutuamente acerca de nuestras respectivas aventuras. Me contó que los bandidos supervivientes se habían dispersado, presas de la confusión, tras mi huida de la diligencia. Entonces llegó la caballería, a la caza de algún otro fugitivo —«en la oscuridad todo fue bastante incomprensible»—, y los jinetes se adentraron en los bosques. Mientras tanto, el cochero y su ayudante usaron el tiro de caballos para apartar el árbol que les cortaba el paso y los viajeros finalmente llegaron a una posada. Talma decidió que esperaría la diligencia del día siguiente por si acaso yo salía del bosque. Como no lo hice, siguió camino hacia Tolón, temiéndome muerto.
—¡Gitanos! —exclamó, mientras me miraba con asombro—. Tú siempre encuentras ocasión de hacer travesuras, Ethan Gage. ¡Y la forma en que le disparaste a aquel hombre como si tal cosa! ¡Fue prodigioso, exultante, aterrador!
—Él iba a dispararte a ti.
—Claro que ya has estado entre los pieles rojas.
—He conocido a mucha gente en el curso de mis viajes, Antoine, y he aprendido a mantener una palma abierta en gesto de saludo y la otra sobre un arma. —Hice una pausa—. ¿Murió?
—Sangraba mucho cuando se lo llevaron.
Bueno, otra cosa en la que pensar a altas horas de la madrugada.
—¿Son los gitanos unos sinvergüenzas, como asegura su reputación? —preguntó Talma.
—En absoluto, si vigilas tus bolsillos. Me salvaron la vida. Sus condimentos despiertan sentidos que sus mujeres se encargan de satisfacer. No hay hogar, no hay trabajo, no hay ataduras…
—¡Justo lo que a ti te gusta! ¡Me sorprende que hayas vuelto!
—Creen descender de los sacerdotes de Egipto. Han oído leyendas sobre un medallón perdido, en las que se asegura que es la llave de un antiguo secreto oculto allí.
—¡Pues claro, eso explicaría el interés del Rito Egipcio! Cagliostro veía una rival en la francmasonería ordinaria. Quizá Silano cree que eso podría otorgar una ventaja a su rama. Pero ¿robarnos abiertamente? El secreto tiene que ser realmente poderoso.
—¿Y qué nuevas hay de Silano? ¿No conoce a Bonaparte?
—Dicen que ha ido a Italia. ¿Tal vez en busca de claves para hacerse con lo que ganaste en esa partida? Berthollet le ha hablado del medallón a nuestro general y este pareció muy interesado; pero Bonaparte también ha llamado a los masones imbéciles consumidos por los cuentos de hadas. En cambio, sus hermanos José, Luciano, Jerónimo y Luis, todos ellos miembros de nuestra fraternidad, no comparten su opinión. Napoleón dijo que está tan interesado en tus opiniones acerca de Luisiana como en la clase de joyas que te gusta llevar, aunque creo que lo halaga tener a un americano entre sus filas. Aprecia tus vínculos con Franklin. Espera que algún día puedas ayudarle a explicar sus proyectos a Estados Unidos.
Talma me presentó a sus colegas como un fugitivo célebre en el cultivo de las ciencias que habían subido a bordo del buque insignia. Formábamos parte de un grupo de 167 profesionales civiles que Bonaparte había invitado a acompañarlo en su invasión. El contingente incluía diecinueve ingenieros civiles, dieciséis cartógrafos, dos artistas, un poeta, un orientalista y todo un surtido de matemáticos, químicos, anticuarios, astrónomos, mineralogistas y zoólogos. Volví a ver a Berthollet, quien se había encargado de reclutar a la mayor parte del grupo, y a su debido tiempo fui presentado a nuestro general. Mi nacionalidad, mi tenue relación con el famoso Franklin y la historia de cómo había escapado de la emboscada impresionaron al joven conquistador.
—¡Electricidad! —exclamó Bonaparte—. ¡Imaginad que pudiéramos llegar a controlar los relámpagos de vuestro mentor!
Me impresionó que Napoleón hubiera logrado hacerse con el mando de una expedición tan ambiciosa. El general más famoso de Europa era delgado, bajo y desconcertantemente joven. A sus veintinueve años, sólo cuatro de sus treinta y un generales eran más jóvenes que él, y si bien la diferencia entre medidas inglesas y francesas había hecho que los propagandistas británicos exagerasen su corta estatura —en realidad, medía un respetable metro sesenta y cinco—, en términos de anchura era tan poca cosa que parecía engullido por las botas y la espada cuya punta llevaba a rastras. Las maliciosas damas de París le habían puesto el mote de «Gatito-con-Botas», una chanza que él nunca olvidó. Egipto convertiría a ese joven en el Napoleón que tomaría el mundo por asalto, pero en las cubiertas del Orient todavía no era Napoleón; se lo veía mucho más humano, imperfecto y superado por las circunstancias que el titán de mármol posterior. Los historiadores inventan un icono; los contemporáneos viven con el hombre. De hecho, el rápido ascenso de Napoleón durante la Revolución fue tan irritante como sobrecogedor, e hizo que más de uno de quienes lo superaban en edad abrigase la esperanza de verlo fracasar. Sin embargo, la confianza que Bonaparte tenía en sí mismo rayaba en la vanidad.
¿Y por qué no? Allí en Tolón, había ascendido de capitán de artillería a general de brigada en cuestión de días, después de haber emplazado la artillería que expulsó a los británicos y a los monárquicos de la ciudad. Había sobrevivido al Terror y a una breve estancia en prisión; contraído matrimonio con una arribista social llamada Josefina, cuyo primer esposo había sido guillotinado; ayudado a aniquilar una turba contrarrevolucionaria en París; y liderado al variopinto ejército francés en una serie de asombrosas victorias sobre los austríacos en Italia. Sus tropas habían llegado a sentirse tan unidas a él como si de César se tratara, y el Directorio quedó encantado con el tributo que envió a su tesoro sumido en la bancarrota. Napoleón quería emular a Alejandro, y sus superiores civiles querían su implacable ambición fuera de Francia. Egipto les iba de maravilla tanto a uno como a otros.
¡Qué heroico parecía entonces, mucho antes de sus días de lujos y palacios! Su pelo era una gran pincelada negra sobre la frente y su nariz, romana; tenía los labios fruncidos como los de una estatua clásica y la barbilla hundida; y sus ojos gris oscuro estaban llenos de vivacidad. Poseía un talento natural para dirigirse a las tropas, porque entendía la sed humana de gloria y aventura, y tenía el porte que todos imaginábamos propio de los héroes: torso erguido, cabeza alta, ojos perdidos en un horizonte místico. Bonaparte era la clase de hombre en el que tanto maneras como palabras hacían creer que sabía lo que estaba haciendo.
Yo lo encontraba impresionante porque saltaba a la vista que había ascendido por méritos, no por nacimiento, algo que casaba muy bien con el ideal americano. Después de todo, Napoleón era un inmigrante como nosotros, no un francés de pura cepa, que había dejado la isla de Córcega por los barracones de una escuela militar francesa. Durante esos primeros años, no ambicionó más que la independencia de su tierra natal. Todo indica que fue un estudiante del montón excepto en las matemáticas, carente de todo atractivo social, solitario, sin ningún mentor o patrono poderoso, que además tuvo que hacer frente a la graduación durante la impresionante conmoción revolucionaria. Pero mientras tantos otros se quedaban desconcertados ante toda aquella agitación, Bonaparte prosperaba en ella.
La inteligencia que había reprimido la disciplina de la escuela militar hizo erupción cuando más necesidad de improvisación e imaginación había, cuando Francia se hallaba sitiada. Los prejuicios con que se había topado antes, en tanto que rústico isleño salido de una nobleza de tercera clase, se disiparon en cuanto su competencia quedó demostrada en los gabinetes de crisis. Se había despojado del retraimiento y la desesperanza adolescentes como de una incómoda capa, y se esforzó por transformar la torpeza en encanto. El inimitable Napoleón llegaría a encarnar el idealismo de la Revolución, donde el rango lo ganaba la aptitud y no había límite a la ambición. Aunque conservadores como Sidney Smith no fueran capaces de verlo, es aquí donde las revoluciones americana y francesa se asemejan. Bonaparte era un hombre hecho a sí mismo.
Sin embargo, la relación de Napoleón con los individuos era de lo más extraña. Había desarrollado un innegable carisma, pero él —tímido, distante, receloso, tenso— siempre se lo tomaba como el papel que interpreta un actor. Cuando te miraba lo hacía con la brillantez de un candelabro, y la energía emanaba de él como un caballo irradia calor. Podía hacerlo con una intensidad a la vez halagadora y abrumadora; a mí me miró una docena de veces. Pero un instante después volvía toda su atención hacia otra persona y te dejaba con la sensación de que una nube había pasado ante el sol; y segundos después de eso podía encerrarse en sí mismo incluso dentro de una estancia llena de gente, para clavar la mirada en el suelo con la misma concentración con que la había clavado en ti, absorto en sus pensamientos y en su propio mundo. Una parisina había descrito su expresión meditabunda diciendo que era la clase de tipo con el que uno temería encontrarse en un callejón oscuro. Llevaba en el bolsillo un ejemplar con los bordes de las páginas ennegrecidos de tanto hojearlas de Los sufrimientos del joven Werther, una novela de suicidio y amores sin esperanza que había leído seis veces. Yo tendría ocasión de ver sus adustas pasiones escenificadas durante la Batalla de las Pirámides, en triunfo y en horror.
Hicieron falta ocho horas para que el último navío pasara junto a nosotros, con la tricolor ondeando desde cada mástil. Habíamos visto desfilar una docena de buques de guerra, cuarenta y dos fragatas y centenares de transportes. El sol ya estaba bajo en el horizonte cuando nuestro navío insignia finalmente se puso en movimiento como una gallina clueca tras sus polluelos. La flota cubría tres kilómetros cuadrados de agua, y los buques de guerra tenían que plegar velas para que los navíos mercantes más pequeños pudieran mantenerse a su altura. Cuando los otros convoyes se reunieron con nosotros pasamos a cubrir cuatro kilómetros cuadrados, progresando lentamente a poco más de tres nudos.
Todos se encontraban fatal, salvo los marineros más veteranos. Bonaparte, que se sabía propenso a marearse en alta mar, pasaba gran parte del tiempo en un catre de madera suspendido de cuerdas que se mantenía al mismo nivel cuando el navío se balanceaba. Los demás dudábamos entre quedarnos de pie o intentar dormir. Talma ya no tenía que imaginarse los mareos, los tenía, y me confió en varias ocasiones que se encontraba casi a las puertas de la muerte. A los soldados no les daba tiempo de llegar a la cubierta superior y acodarse en la barandilla para vaciar el estómago; así que los cubos se llenaban a rebosar y cada navío apestaba a vómito. Las cinco cubiertas del Orient estaban atestadas de gente: dos mil soldados, mil marineros, reses, ovejas y tantos suministros que más que caminar nos abríamos paso desde la proa hasta la popa. Sabios de alcurnia como Berthollet tenían camarotes de damasco rojo, pero eran tan pequeños que parecían ataúdes. Los intelectuales de menos categoría debíamos arreglárnoslas con armarios de roble húmedo. Cuando comíamos, estábamos tan apretados en los bancos que apenas disponíamos de espacio para llevarnos la mano a la boca. Una docena de caballos de cuadra piafaban, pataleaban y orinaban en la bodega, y toda la ropa allí guardada estaba húmeda. Las portillas de la hilera inferior de cañones debían mantenerse cerradas contra el oleaje, así que la penumbra volvía imposible la lectura. En cualquier caso, preferíamos permanecer en cubierta; pero los marineros que se esforzaban por hacer avanzar el navío se exasperaban periódicamente ante la aglomeración y nos ordenaban volver abajo. Pasado un día de travesía, todo el mundo estaba aburrido; pasada una semana, todos rezábamos por llegar al desierto.
Se sumaba a la incomodidad la inquietud de otear el mar, por si veíamos llegar navíos británicos. Parecía ser que un temerario llamado Horacio Nelson, falto de un brazo y un ojo pero no por ello menos entusiasta, nos buscaba con su escuadrón. Como la Revolución había despojado a la armada francesa de muchos de sus mejores oficiales monárquicos, y dado que los suministros del ejército abarrotaban hasta tal punto nuestros nada maniobrables transportes y las cubiertas artilleras, temíamos un duelo naval.
Nuestra principal distracción era el tiempo. Unos días después de haber zarpado del puerto tuvimos una tormenta, con relámpagos incluidos. El Orient empezó a bambolearse con tal violencia que las reses se pusieron a gritar de terror y todo lo que no estaba atado quedó convertido en un montón de restos. La calma volvió a reinar en cuestión de horas, y un día después hizo tanto calor y el aire llegó a volverse tan asfixiante que la brea burbujeaba en las juntas de la cubierta. El viento era inconstante y el agua estaba quieta. Mis recuerdos del viaje se reducen a tedio, náuseas y aprensión.
Mientras navegábamos hacia el sur, Bonaparte adquirió la costumbre de invitar a cenar en su gran camarote a los estudiosos que iban a bordo. Los científicos hallaron una grata diversión en los inacabables debates que seguían a la cena, en tanto que sus oficiales los usaban como excusa para echar una cabezada. Napoleón se tenía por sabio, hasta tal extremo que había usado sus conexiones políticas para hacerse designar miembro del Instituto Nacional; y le gustaba afirmar que, de no haber sido soldado, sería un estudioso. Aseguraba que la verdadera inmortalidad no la proporcionaba ganar batallas, sino acrecentar los conocimientos humanos. Nadie creía en su sinceridad, pero aquella era una hermosa proclama.
Así nos reuníamos, en una cámara de techo bajo surcado de vigas, con los cañones de popa esperando sobre sus cureñas como pacientes sabuesos. El suelo cubierto de lonas era un tablero en blanco y negro como el de una logia masónica, basado en la antigua mesa de dibujo de los arquitectos dionisíacos. ¿Contaría la fraternidad con algún diseñador naval francés entre sus miembros? ¿O sería que nosotros, los masones, simplemente nos habíamos apropiado de todos los símbolos y pautas que encontramos a nuestro paso? Yo sabía que habíamos adoptado de tiempos antiguos las estrellas, la luna, el sol, las balanzas y diversas formas geométricas, incluida la pirámide. Y el préstamo podía operar en ambos sentidos: sospechaba que la reciente adopción de la industriosa abeja como símbolo por parte de Napoleón se había inspirado en el símbolo masónico de la colmena del que podían haberle hablado sus hermanos.
Fue allí donde tuve ocasión de observar a la hermandad científica en la que nos habíamos alistado, y no pude reprocharle a la brillante congregación que dudase de mi derecho a formar parte de ella. Berthollet contó a los presentes que yo había encontrado un «artefacto» que esperaba poder comparar con otros en Egipto. Bonaparte anunció que yo tenía ciertas teorías sobre cómo habían llegado a servirse de la electricidad los antiguos egipcios. Yo me limité a decir vagamente que esperaba poder aportar una nueva perspectiva sobre las pirámides.
Mis colegas habían alcanzado logros mucho mayores. A Berthollet ya lo he mencionado. En términos de prestigio sólo lo igualaba Gaspard Monge, el célebre matemático que, a sus cincuenta y dos años, era el miembro más veterano de nuestro grupo. Con sus enormes cejas peludas que proyectaban sombra sobre sus ojos y las bolsas que había debajo de ellos, Monge parecía un viejo perro sabio. Fundador de la geometría descriptiva, cambió su carrera científica por una ministerial cuando la Revolución le pidió que rescatase a la industria francesa del cañón. Monge enseguida ordenó fundir las campanas de las iglesias para fabricar piezas de artillería y escribió El arte de la manufactura de cañones. Aportaba una mente analítica a todo lo que tocaba, desde crear el sistema métrico hasta aconsejar a Bonaparte que robara a Italia la Mona Lisa. Consciente, quizá, de que yo no tenía una mente tan disciplinada como la suya, Monge me adoptó como a un sobrino descarriado.
—¡Silano! —exclamó cuando expliqué cómo había llegado a formar parte de la expedición—. Me lo encontré en Florencia. Se dirigía a las bibliotecas del Vaticano, y también musitó algo acerca de Estambul y Jerusalén, como si pudiera obtener permiso de los turcos. En cuanto al porqué, no sabría decíroslo.
Igualmente célebre era nuestro geólogo, cuyo nombre, Déodat Guy Silvain Tancrede Gratet de Dolomieu, era más largo que el cañón de mi rifle. Famoso en los plácidos círculos académicos por haber matado en duelo a un rival a la temprana edad de dieciocho años mientras hacía su aprendizaje en los caballeros de Malta, a los cuarenta y siete Dolomieu había llegado a ser por sí mismo rico, profesor de la escuela de minas y descubridor del mineral llamado dolomita. Trotamundos impenitente de gran bigote, no podía esperar a ver las rocas de Egipto.
Étienne Louis Malus, matemático y experto en las propiedades ópticas de la luz, era un apuesto ingeniero militar de veintidós años. Jean-Baptiste Joseph Fourier, de voz atronadora y ojos eternamente adormilados, tenía treinta años y era otro célebre matemático. Nuestro orientalista e intérprete era Jean-Michel de Venture; nuestro economista, Jean-Baptiste Say; y nuestro zoólogo, Etienne Geoffrey Saint-Hilaire, quien tenía la peculiar teoría de que las características de las plantas y los animales podían variar con el paso del tiempo.
El más tunante y mecánicamente ingenioso de nuestro grupo era el aeróstata tuerto Nicolas-Jacques Conté, de cuarenta y tres años, que llevaba un parche sobre la órbita destruida por la explosión de un globo. Era el primer hombre de la historia que había usado globos para llevar a cabo un reconocimiento militar, concretamente en la batalla de Fleurus. Había inventado una nueva clase de instrumento para escribir llamado lápiz que no requería tintero, y lo llevaba consigo en su chaleco para dibujar las máquinas que su inventivo cerebro no dejaba de idear. Ya se había establecido a sí mismo como el inventor y mecánico de la expedición; y había traído consigo un suministro de ácido sulfúrico que reaccionaría con el hierro para producir hidrógeno, el cual luego usaría en sus globos de seda. Este elemento, más ligero que el aire, ya había demostrado ser mucho más práctico que los primeros experimentos para elevar globos mediante el calor.
—Si tu plan para invadir Inglaterra por aire hubiera tenido algo de lógica, Nicky —le gustaba bromear a Monge—, hoy yo no estaría vomitando mis tripas en este cubo que no para de bambolearse.
—Me hubiese bastado con tener suficientes globos —contraatacaba Conté—. Si no hubieras acaparado hasta el último sou para tus fundiciones de cañones, ahora ambos estaríamos tomando el té en Londres.
La época estaba plagada de ideas para hacer la guerra. Recordé que en diciembre mi paisano Robert Fulton había visto cómo las autoridades francesas le cerraban las puertas después de haber propuesto una idea para un navío de guerra submarino. Incluso había quien sugería cavar un túnel bajo el Canal de la Mancha.
Aquellos eruditos caballeros se reunían con los oficiales de la plana mayor para lo que Napoleón llamaba instituts, en los que él escogía un tema, designaba a los encargados de debatirlo y nos embarcaba en interminables discusiones sobre política, sociedad, tácticas militares y ciencia. Mantuvimos un debate que duró tres días sobre los méritos y las corrosivas envidias de la propiedad privada, una discusión nocturna sobre la edad de nuestro planeta, otra sobre la interpretación de los sueños y varias sobre la verdad o utilidad de la religión. Aquí fue donde las contradicciones internas de Napoleón se hicieron visibles; en un momento se reía de la existencia de Dios para, al siguiente, persignarse nerviosamente con un instinto corso. Nadie sabía en qué creía, y él menos que nadie; sin embargo, Bonaparte era un firme defensor de la utilidad de la religión para controlar a las masas.
—Si pudiera fundar mi propia religión, gobernaría Asia —nos dijo.
—Me parece que Moisés, Jesucristo y Mahoma se os adelantaron en ello, general —dijo Berthollet secamente.
—A eso me refería —dijo Bonaparte—. Los judíos, los cristianos y los musulmanes remontan sus orígenes a las mismas historias sagradas. Todos adoran al mismo dios. Excepto por unos cuantos detalles insignificantes acerca de qué profeta tuvo la última palabra, son más parecidos que distintos. Si les dejamos claro a los egipcios que la Revolución reconoce la unidad de la fe, no deberíamos tener problemas con la religión. Tanto Alejandro como los romanos mantenían la política de tolerar las creencias de los conquistados.
—Son los creyentes que más se parecen los que más fervientemente combaten por las diferencias —advirtió Conté—. No olvidéis las guerras entre católicos y protestantes.
—Pero ¿no estamos en el amanecer de la razón, de la nueva era científica? —intervino Fourier—. La humanidad quizás está a punto de volverse racional.
—Ningún pueblo sometido abraza la racionalidad a punta de pistola —respondió el aeróstata.
—Alejandro sometió a Egipto declarándose hijo tanto del Zeus griego como del Amón egipcio —dijo Napoleón—. Tengo intención de tolerar tanto a Mahoma como a Jesucristo.
—Mientras os persignáis como el Papa —le reprendió Monge—. ¿Y qué hay del ateísmo de la Revolución?
—Una postura condenada a fracasar, y el mayor error que ha cometido. El que Dios exista o no es inmaterial. Lo que pasa es que cuando se hace que la religión, o incluso la superstición, entre en conflicto con la libertad, la primera siempre prevalece sobre la última en la mente de la gente. —Era la clase de juicio político cínicamente perceptivo que a Bonaparte le gustaba emitir para no perder estatura intelectual ante la erudición de los científicos. Le encantaba provocarnos—. Además, la religión es lo que evita que los pobres asesinen a los ricos.
Las verdades ocultas tras los mitos también le fascinaban.
—La resurrección y el nacimiento virginal, por ejemplo —nos dijo una noche, mientras el racionalista Berthollet ponía los ojos en blanco—. Eso es cosa no sólo de la cristiandad, sino de incontables cultos antiguos. Como vuestro Hiram Abiff masónico, ¿verdad, Talma? —Solía dirigirse a mi amigo con la esperanza de que así el escritor lo cubriera de elogios en los artículos de periódico que enviaba a Francia.
—Es una leyenda tan común que uno se pregunta si no era frecuentemente cierta —reconoció Talma—. ¿Es la muerte un fin absoluto? ¿O puede ser invertida, o pospuesta indefinidamente? ¿Por qué los faraones le dedicaron tanta atención?
—Ciertamente, las primeras historias de resurrección se remontan a la leyenda del dios egipcio Osiris y su hermana y esposa Isis —dijo De Venture, nuestro estudioso del Oriente—. Osiris fue asesinado por su malvado hermano Seth, pero Isis juntó todas las partes de su cuerpo desmembrado para luego devolverlo a la vida. Entonces Osiris se acostó con su hermana y engendró a su hijo, Horus. La muerte no fue más que un preludio del nacimiento.
—Y ahora nos dirigimos a la tierra donde supuestamente ocurrió —dijo Bonaparte—. ¿De dónde surgieron esas historias, si no de alguna brizna de verdad? Y si de alguna manera son ciertas, ¿qué poderes tenían los egipcios para ser capaces de hacer tales proezas? ¡Imaginad las ventajas de la inmortalidad y de la eternidad! ¡La de cosas que uno podría llegar a hacer!
—Bueno, al menos siempre te beneficiarías de un interés compuesto —bromeó Monge.
Me revolví en mi asiento. ¿Era esa la razón por la que íbamos a invadir Egipto, porque podía convertirse en una colonia, y porque además era una fuente de vida eterna? ¿Era esa la razón por la que tantas personas mostraban curiosidad por mi medallón?
—Todo es mito y alegoría —se mofó Berthollet—. ¿Quién no teme a la muerte y sueña con llegar a superarla? Y, sin embargo, todos están muertos, incluidos los egipcios.
El general Desaix emergió de su duermevela.
—Los cristianos creen en otra clase de vida eterna —observó apaciblemente.
—Pero los cristianos rezan por esa vida eterna, mientras que los egipcios hacían preparativos para ella —contestó De Venture—. Al igual que otras culturas primigenias, los egipcios metían en sus tumbas lo que necesitarían para el próximo viaje. Tampoco es que fueran ligeros de equipaje, y ahí es donde radica la oportunidad. Puede que las tumbas estén repletas de tesoros. «Enviadnos oro, por favor —les escribían los reyes rivales a los faraones—, porque para vos el oro es más abundante que el polvo».
—Esa es la clase de fe que a mí me gusta —gruñó el general Dumas—. Una fe que se puede tocar.
—Quizá sobrevivieron de otra manera, como gitanos —hablé yo.
—¿Qué?
—Gitanos. Gipcianos. Aseguran descender de los sacerdotes de Egipto.
—O son Saint-Germain o son Cagliostro —añadió Talma—. Esos hombres afirmaban haber vivido milenios, haber caminado con Jesucristo y Cleopatra. Quizá fuera cierto.
Berthollet sonrió burlonamente.
—Lo cierto es que Cagliostro está tan muerto que los soldados abrieron su tumba en una prisión papal y brindaron por él bebiendo vino en su calavera.
—Si es que realmente era su calavera —dijo Talma, siempre tan tozudo.
—Y el Rito Egipcio afirma estar en vías de redescubrir todos esos poderes y milagros, ¿no es así? —preguntó Napoleón.
—El Rito Egipcio sólo pretende corromper los principios de la francmasonería —respondió Talma—. En vez de someterse a la moralidad y al Gran Arquitecto, se dedican a buscar oscuros poderes en lo oculto. Cagliostro inventó una perversión de la francmasonería que admite a mujeres para la celebración de ritos sexuales. Usarían los antiguos poderes para sí mismos, en vez de por el bien de la humanidad. Es vergonzoso que hayan llegado a estar de moda en París, y seducido a hombres como el conde Silano. Todos los auténticos francmasones los repudian.
Napoleón sonrió.
—¡Entonces vos y vuestro amigo americano tenéis que encontrar los secretos primero!
Talma asintió.
—Y aplicarlos a nuestros usos, no a los suyos.
Eso me recordó la leyenda que me había contado el gitano Stefan según la cual los egipcios quizás hubiesen decidido esperar a que tuviera lugar un auténtico progreso científico y moral antes de entregar sus secretos. Y ahora llegábamos nosotros, con mil cañones asomados a los cascos de nuestros navíos.
La conquista de la isla mediterránea de Malta requirió un día, tres vidas francesas y —antes de que llegáramos nosotros— cuatro meses de espionaje, negociación y soborno. Los aproximadamente trescientos caballeros de Malta, de los cuales la mitad eran franceses, representaban un anacronismo medieval y estaban más interesados en las pensiones que en morir por la gloria. Tras las formalidades de una breve resistencia, besaron las manos de sus conquistadores. Nuestro geólogo Dolomieu, que había sido expulsado como castigo de la orden de los caballeros tras aquel duelo de juventud, fue recibido con los brazos abiertos como un hijo pródigo que podría ayudar en las negociaciones de la rendición. Malta fue cedida a Francia, el gran maestre recibió como pensión un principado en Alemania y Bonaparte se dispuso a saquear los tesoros de la isla tan concienzudamente como había saqueado Italia.
Dejó en poder de los caballeros de Malta una astilla de la Veracruz y una mano atrofiada de Juan el Bautista. Se quedó para Francia cinco millones de francos en oro, un millón en planchas de plata y otro millón en los tesoros incrustados de gemas de San Juan. La mayor parte de este botín fue transferido a la bodega del Orient. Napoleón también abolió la esclavitud y ordenó que todos los varones malteses llevaran la escarapela tricolor. El hospital y el departamento de correos fueron reorganizados, sesenta hijos de familias ricas fueron enviados a París para recibir educación, se instauró un nuevo sistema escolar y cinco mil hombres fueron instalados en la isla para servir de guarnición. Todo se redujo a anticipar la puesta en práctica de la combinación de pillaje y reforma que esperaba llevar a cabo en Egipto.
Fue en Malta donde Talma vino a verme muy emocionado por su nuevo descubrimiento.
—¡Cagliostro estuvo aquí! —exclamó.
—¿Dónde?
—¡En esta isla! Los caballeros me dijeron que la visitó hace un cuarto de siglo, acompañado por su mentor griego Alhotas. ¡Fue aquí dónde conoció a Kolmer! Esos hombres sabios hablaron con el gran maestre y examinaron lo que los caballeros templarios habían traído de Jerusalén.
—¿Y?
—¡Este podría ser el lugar dónde descubrió el medallón, escondido entre los tesoros de los caballeros de Malta! ¿No lo ves, Ethan? Es como si estuviéramos siguiendo los pasos de Cagliostro. El destino ha entrado en acción.
Volví a acordarme de las historias de Stefan sobre César y Cleopatra, sobre cruzados y reyes, y sobre una búsqueda que había consumido a los hombres a través de los tiempos.
—¿Alguno de esos caballeros se acuerda del medallón o sabe lo que significa?
—No. Pero vamos por buen camino. ¿Puedo volver a verlo?
—Lo he escondido para que esté a buen recaudo, porque trae problemas cuando sale a la luz. —Yo confiaba en Talma y, sin embargo, me sentía remiso a mostrarle el medallón después de los ominosos cuentos de Stefan sobre lo que les había ocurrido a los hombres que llegaron a hacerse con él en el curso de la historia. Los sabios conocían su existencia, pero yo había dado largas a todas las peticiones de compartirlo para someterlo a examen.
—Pero ¿cómo vamos a resolver el secreto si lo mantienes oculto?
—Llevémoslo a Egipto primero.
Talma pareció decepcionado.
Transcurrida poco más de una semana nuestra armada volvió a zarpar, para iniciar un lento progreso en dirección este, hacia Alejandría. Corrían rumores de que los británicos aún nos perseguían, pero no vimos ni rastro de ellos. Posteriormente sabríamos que el escuadrón de Nelson había pasado junto a nuestra armada en la oscuridad, sin que ninguno de los dos bandos divisara al otro.
Fue uno de esos anocheceres en que los soldados hacían apuestas con sus zapatos para aliviar el tedio de la travesía, cuando Berthollet me invitó a seguirlo a las cubiertas inferiores del Orient.
—Monsieur Gage, ya va siendo hora de que nosotros los estudiosos empecemos a ganarnos el sustento.
Descendimos a la oscuridad, donde los faroles apenas daban luz y hombres acostados en hamacas se balanceaban cadera contra cadera como mariposas en sus capullos, tosían y roncaban y, en el caso de los más jóvenes y que más añoraban el hogar, lloraban hasta el amanecer. Las cuadernas del navío crujían. El mar siseaba con el batir de las olas, y el agua goteaba de las junturas calafateadas del casco con la lentitud de la melaza. Infantes de marina custodiaban la santabárbara y el cuarto del tesoro provistos de bayonetas caladas que relucían como trozos de hielo. Nos agachamos y entramos en la Cueva de Aladino, el cuarto del tesoro. El matemático Monge nos esperaba allí, sentado en un cofre ceñido con bandas de cobre. También estaba presente un apuesto oficial que había escuchado en silencio la mayor parte de las discusiones filosóficas, un joven geógrafo y dibujante de mapas llamado Edme François Jomard. Él sería quien me guiaría a los misterios de las pirámides. Sus oscuros ojos brillaban con una aguda inteligencia, y se había traído a bordo un arcón lleno de libros escritos por autores antiguos.
Mi primera curiosidad ante la presencia de Jomard enseguida se vio distraída por lo que contenía el camarote. Allí estaban el tesoro de Malta y buena parte de la soldada del ejército francés: cajas rebosantes de monedas como panales de miel; sacos que contenían siglos de reliquias religiosas enjoyadas; lingotes amontonados como leña para el fuego, con un puñado de los cuales bastaría para rehacer la vida de un hombre.
—Ni pensarlo —dijo el químico.
—Mon Dieu! Si fuera Bonaparte, me retiraría hoy mismo.
—Él no quiere dinero, quiere poder —dijo Monge.
—Bueno, también quiere dinero —enmendó Berthollet—. Ha llegado a ser uno de los oficiales más ricos del ejército. Su esposa y sus parientes gastan más deprisa de lo que él puede robar. Ni él ni sus hermanos tienen nada que envidiar al clan corso.
—¿Y qué quiere de nosotros? —pregunté.
—Entendimiento. Descifrado. Conocimiento. ¿No es así, Jomard?
—El general está particularmente interesado en las matemáticas —dijo el joven oficial.
—¿Las matemáticas?
—Las matemáticas son la clave de la guerra —dijo Jomard—. Con el entrenamiento adecuado, la bravura no varía gran cosa de una nación a otra. Lo que proporciona la victoria es la superioridad en número y potencia de fuego en el momento del ataque. Eso requiere no sólo hombres, sino suministros, caminos, animales de transporte, vituallas y pólvora para los cañones. Se necesitan cantidades precisas, desplazadas en kilómetros precisos hasta lugares precisos. Napoleón ha dicho que por encima de todo, quiere oficiales que sepan contar.
—Y que sepan hacerlo de muchas maneras distintas —añadió Monge—. Aquí, Jomard es un estudiante de los clásicos y Napoleón quiere que cuente de formas nuevas. Autores antiguos como Diodoro de Sicilia sugirieron que la Gran Pirámide es un rompecabezas matemático, ¿verdad, Edme?
—Diodoro propuso que, por sus dimensiones, la Gran Pirámide es en cierta manera un mapa de nuestro planeta —explicó Jomard—. Después de haber liberado el país, mediremos la estructura en busca de pruebas de esa afirmación. Los griegos y los romanos estaban tan perplejos por el propósito de las pirámides como nosotros los modernos, razón por la que Diodoro propuso su idea. ¿Realmente invertirían los hombres tantos años de penosa labor en una mera tumba, particularmente cuando nunca se ha encontrado ningún cuerpo o tesoro dentro de ella? Herodoto afirma que el faraón fue enterrado en una isla de un río subterráneo, muy por debajo del monumento.
—¿Así que la pirámide no es más que una lápida, un indicador?
—O una advertencia. O, debido a sus dimensiones y sus túneles, una especie de máquina. —Jomard se encogió de hombros—. ¿Quién sabe, cuando sus constructores no dejaron ningún registro?
—Pero los egipcios llenaron el mundo de claves que nadie puede interpretar todavía —dijo Monge—. Y ahí es donde entramos nosotros. Mirad esto. Nuestras tropas lo capturaron en Italia y Bonaparte lo ha traído consigo.
El químico apartó una tela bordada para revelar una tablilla de bronce del tamaño de una gran bandeja, con la superficie cubierta de esmalte negro grabado en plata. Había intrincadamente talladas hermosas representaciones de figuras egipcias al estilo antiguo, repartidas en una serie de estancias superpuestas. Dioses, diosas y jeroglíficos estaban circundados por una cenefa de animales fantásticos, flores y árboles.
—Esta es la Tablilla de Isis, que perteneció al cardenal Bembo.
—¿Qué significa? —pregunté yo.
—Esa es la pregunta a la que el general quiere que respondamos. Durante siglos, los estudiosos han sospechado que hay algún mensaje en esta tablilla. Cuenta la leyenda que Platón fue iniciado en los misterios mayores dentro de alguna clase de cámara bajo la pirámide más grande de Egipto. Esto tal vez sea un plano, o un mapa, de dichas cámaras. Sin embargo, no hay constancia de que existieran semejantes estancias. ¿Podría vuestro medallón ser la llave de la comprensión?
Yo lo dudaba. Los signos tallados en mi colgante parecían muy toscos, comparados con esa obra de arte. Las figuras eran hieráticas pero gráciles como ángeles. Había enormes tocados, babuinos sentados y reses en movimiento. Las mujeres tenían alas de halcón en los brazos; los hombres, cabezas de perros y pájaros. Leones y cocodrilos sostenían los tronos.
—Mi medallón es bastante más tosco.
—Tenéis que estudiar esta tablilla en busca de claves antes de que lleguemos a las ruinas, en los alrededores de El Cairo. Muchas de las figuras empuñan báculos, por ejemplo. ¿Son varas de poder? ¿Existe alguna clase de relación con la electricidad? ¿Podría esto hacer progresar la Revolución?
Los hombres que me formulaban aquellas preguntas eran eminentes figuras científicas. Yo había ganado mi baratija en una partida de cartas. Pero resolver semejante acertijo podía depararme toda clase de recompensas comerciales, por no mencionar un indulto. Cuando contaba las figuras, me llamó la atención que los tocados de algunas de ellas parecieran ser más grandes que los de las demás.
—Aquí hay algo —propuse—. El número de personajes primarios, veintiuno, coincide con el del tarot que me enseñaron los gitanos.
—Interesante —dijo Monge—. ¿Una tablilla para predecir el futuro, tal vez?
Me encogí de hombros.
—O sólo una bonita bandeja.
—Hemos hecho un calco de ella para que podáis llevároslo a vuestro camarote. —Metió la mano en otro cofre—. Otro descubrimiento muy peculiar es este, que nuestras tropas encontraron en la misma fortaleza donde encarcelaron a Cagliostro. Mandé que me lo trajeran en cuanto Berthollet me habló de vos. —Era un disco redondo del tamaño de un plato, con el centro vacío y el borde formado por tres anillos, cada uno encajado dentro del otro. Los anillos tenían símbolos de soles, lunas, estrellas y signos del zodíaco; y rotaban, de forma que los símbolos podían ser realineados entre sí. El porqué, no lo sabía.
»Pensamos que es un calendario —dijo Monge—. El hecho de que se puedan alinear los símbolos sugiere que podía mostrar el futuro o señalar cierta fecha. Pero ¿qué fecha, y por qué? Algunos de nosotros pensamos que podría referirse a la precesión de los equinoccios.
—¿La procesión de los qué?
—Precesión. La religión antigua se basaba en el estudio del cielo —dijo Jomard—. Las estrellas formaban pautas, se movían en el cielo de maneras predecibles, y se creía que estaban vivas y controlaban los destinos de los hombres. Los egipcios dividieron la bóveda del cielo en los doce signos del zodíaco, extendiendo cada uno de ellos hasta establecer doce zonas en el horizonte. Cada año en el mismo momento (digamos el 21 de marzo, el equinoccio de primavera, cuando el día tiene la misma longitud que la noche), el sol sale bajo el mismo signo zodiacal.
Decidí no indicar que el oficial había optado por usar la fecha gregoriana tradicional, no las nuevas revolucionarias.
—Pero no exactamente donde empezó. Al zodíaco le falta cada año un poco para completar el circuito, porque la Tierra oscila sobre su eje como una peonza, y el eje describe un círculo en el cielo a lo largo de un período de veintiséis mil años. En el curso de períodos de tiempo muy largos, la posición de las constelaciones parece cambiar. El 21 de marzo de este año, el sol sale en Piscis, como lo ha venido haciendo desde que nació Jesucristo. Puede que esa sea la razón por la que los primeros cristianos eligieron el pez como símbolo. Pero antes de Jesucristo, el 21 de marzo la salida del sol tenía lugar en la constelación del carnero, una era que duró 2160 años. Antes del carnero estuvo el toro, cuando puede que fuesen construidas las pirámides. La próxima era que vendrá, después de los 2160 años de Piscis, es la de Acuario.
—Acuario tenía un significado especial para los egipcios —añadió Monge—. Mucha gente cree que estos signos eran griegos, pero en realidad son mucho más antiguos; unos se remontan a Babilonia y otros, a Egipto. Los recipientes de los que mana agua en el signo de Acuario simbolizaban la crecida anual del Nilo, vital para fertilizar los campos y regar las cosechas anuales de Egipto. La primera civilización del hombre apareció en el entorno más extraño que existe sobre la faz del planeta: un Jardín del Edén, una franja de verdor entre inhóspitos desiertos, un lugar de sol constante y escasas lluvias, regado por un río que brota de fuentes hoy en día desconocidas. Aislado de los enemigos por los desiertos de Arabia y el Sahara, alimentado por un misterioso ciclo anual, techado por un dosel de estrellas sin nubes, era una tierra estable de contrastes extremos, un sitio ideal para que la religión evolucionase.
—¿Así que esto es una herramienta para calcular el ciclo del Nilo?
—Quizá. O quizá sugiere un tiempo propicio para distintas acciones. Eso es lo que esperamos que vos nos ayudéis a descifrar.
—¿Quién lo hizo?
—No lo sabemos —dijo Monge—. Sus símbolos no se parecen a nada de lo visto hasta ahora, y los caballeros de Malta ni siquiera tienen constancia de su procedencia. ¿Es hebreo? ¿Egipcio? ¿Griego? ¿Babilonio? ¿O algo totalmente distinto?
—Seguramente es un rompecabezas hecho para vuestra mente, no para la mía, doctor Monge. Vos sois matemático. A mí me cuesta dar bien el cambio.
—A todo el mundo le cuesta dar bien el cambio. Todavía no sabemos cuál puede ser el significado de todo esto, Gage. Pero el interés despertado por vuestro medallón sugiere que es una pieza de algún rompecabezas de capital importancia. Como americano, tenéis el privilegio de figurar en una expedición francesa. Berthollet os ha ofrecido protección legal. Pero no por hacer una obra de caridad, sino para contratar vuestros servicios como experto. Hay una docena de razones por las que Bonaparte quiere ir a Egipto, pero una de ellas es que allí puede haber antiguos secretos que descubrir: secretos místicos, secretos tecnológicos, secretos eléctricos. Entonces aparecéis vos, el hombre de Franklin, con ese misterioso medallón. ¿Es una clave? No dejéis de pensar en esos artefactos mientras nos adentramos en lo desconocido. Bonaparte quiere conquistar un país. Lo único que vos debéis conquistar es un acertijo.
—Pero ¿un acertijo de qué?
—Del lugar del que procedemos, quizás. O de cómo perdimos la gracia.
Volví al camarote que compartía con Talma y un teniente llamado Malraux, con la mente a la vez deslumbrada por el tesoro y estupefacta ante todos los misterios con los que tendría que debatirme. Yo no veía ninguna conexión entre el medallón y aquellos nuevos objetos, y nadie parecía tener la menor idea de qué rompecabezas se suponía que debía resolver. Encantadores y charlatanes como Cagliostro habían recorrido durante décadas las cortes de Europa afirmando conocer grandes secretos egipcios, sin explicar nunca exactamente en qué consistían tales secretos. Habían conseguido que lo oculto se pusiera de moda. Los escépticos se burlaban de ellos, pero la idea de que tenía que haber algo en la tierra de los faraones había echado raíces. Ahora me encontraba en pleno centro de aquella manía. Cuanto más avanzaba la ciencia, más eran las personas que anhelaban la magia.
En alta mar había adoptado la costumbre marinera de ir descalzo, dado el calor del verano. Mientras me preparaba para acostarme en mi litera, la mente dándome vueltas, reparé en que mis botas habían desaparecido. Eso era preocupante, habida cuenta de que las usaba como escondite.
Miré nerviosamente a mi alrededor. Malraux, ya acostado, murmuró algo en sueños y soltó un juramento. Sacudí a Talma.
—¡Antoine, no consigo encontrar mis botas!
Talma despertó para mirarme con ojos legañosos.
—¿Para qué las necesitas?
—Sólo quiero saber dónde están.
Mi amigo se dio la vuelta en la litera.
—Quizás algún contramaestre se las ha jugado.
Una rápida búsqueda por los círculos de dados y las partidas de cartas nocturnas no localizó mis botas. ¿Había descubierto alguien el compartimiento hueco en mi tacón? ¿Quién se habría atrevido a violar las posesiones de los sabios? ¿Quién podía haber llegado a adivinar mi escondite? ¿Talma? Tenía que haberse preguntado por qué me mostraba tan tranquilo cuando se me preguntaba por el paradero del medallón, y probablemente habría especulado sobre dónde podía ocultarlo.
Regresé al camarote y miré a mi compañero. Seguía durmiendo como un niño inocente, lo que incrementó mis sospechas. Cuanta más importancia adquiría el medallón, menos confiaba yo en nadie. Ahora envenenaba mi fe en mi amigo.
Me retiré a mi hamaca, deprimido y lleno de incertidumbre. Lo que había parecido una preciada posesión en el salón de los juegos de cartas empezaba a ser percibido como una carga. ¡Menos mal que no había dejado el medallón dentro de mi tacón! Puse la mano sobre el agujero del cañón que disparaba balas de cinco kilos que había junto a mi hamaca. Como Bonaparte había prohibido las prácticas de tiro para conservar la pólvora y asegurar que nuestra travesía hiciese el menor ruido posible, yo había envuelto mi preciada posesión en una bolsa de pólvora vacía y usado un poco de alquitrán para pegarlo al interior del tapón que obstruía el agujero. El tapón sería quitado antes del combate, y mi plan había sido recuperar el medallón antes de cualquier batalla naval, sin correr el riesgo mientras tanto de que me lo robaran del cuello o de la bota. Ahora, con las botas desaparecidas, mi distancia de la preciada posesión me puso nervioso. Llegada la mañana, cuando los demás estuvieran en cubierta, recuperaría la baratija de su escondite y la llevaría puesta. Maldición o amuleto, quería sentirla alrededor del cuello.
A la mañana siguiente, mis botas volvían a estar donde las había dejado. Cuando las inspeccioné, vi que habían hurgado en la suela y en el tacón.