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P

os ladrones, o agentes —demasiado a menudo unos y otros eran lo mismo en la Francia revolucionaria—, nos hicieron poner en fila como alumnos en el patio de una escuela y empezaron a despojarnos de todos nuestros objetos de valor. Contando al supuesto vista de aduanas, eran un total de seis, y cuando los estudié a la tenue luz di un respingo. Dos de ellos se parecían mucho a los gendarmes que habían intentado arrestarme en París. ¿También estaba allí el farolero? Yo no lo vi. Algunos de ellos empuñaban pistolas con las que apuntaban a los cocheros, mientras los demás se concentraban en nosotros, los pasajeros, a los que aligeraban de sus bolsas y sus relojes de bolsillo.

—¿Qué es esto, un nuevo sistema para cobrar tributos que se le ha ocurrido a la policía? —pregunté cáusticamente.

—¡Silencio! —El que mandaba me apuntó a la nariz con su arma, como si yo hubiera olvidado que la llevaba—. Ni se os ocurra pensar que no actúo en nombre de personas provistas de autoridad, monsieur Gage. Si no me entregáis lo que quiero, conoceréis a muchos más policías de lo que os conviene en los calabozos de una prisión estatal.

—¿Qué es lo que he de entregar?

—Creo que se llama Gregoire —añadió el sombrerero servicialmente.

Mi interrogador amartilló su pistola.

—¡Ya sabéis a qué me refiero! ¡Tiene que llegar a manos de estudiosos que sepan usarlo como es debido! ¡Abríos la camisa!

Me apresuré a obedecer y sentí el frío del aire en mi pecho.

—¿Lo veis? No tengo nada.

—¿Entonces dónde está? —preguntó él, al tiempo que fruncía el ceño.

—En París.

El cañón de la pistola se giró hacia la sien de Talma.

—Entregádmelo o le vuelo los sesos a vuestro amigo.

Antoine se puso blanco. Yo estaba seguro de que nunca antes le habían apuntado con un arma de fuego, y empezaba a sentirme realmente furioso.

—Tened cuidado con esa cosa.

—¡Contaré hasta tres!

—Antoine tiene la cabeza dura como una piedra. La bala rebotará en ella.

—Ethan —imploró mi amigo.

—¡Uno!

—Vendí el medallón para financiar este viaje —intenté.

—¡Dos!

—Lo usé para pagar el alquiler. —Talma se bamboleaba.

—¡Tr…!

—¡Esperad! Para vuestra información, está dentro de mi maleta, en el techo de la diligencia.

Nuestro atormentador volvió a dirigir el cañón de la pistola hacia mí.

—Francamente, me encantaría librarme de esa baratija. Sólo me ha traído problemas.

El villano alzó la mirada hacia el cochero.

—¡Tírame su maleta! —gritó.

—¿Cuál?

—La marrón —dije yo, mientras Talma me miraba boquiabierto.

—¡De noche todas las maletas son marrones!

—Por todos los justos y pecadores…

—Yo mismo subiré a cogerla.

El cañón de la pistola se me clavó en la espalda.

—¡Deprisa! —Mi enemigo miró camino abajo. No tardaría en llegar más tráfico, y tuve una agradable imagen mental de una carreta cargada de heno aplastándolo lenta y deliberadamente bajo sus ruedas.

—¿Podríais hacer el favor de bajar el percutor? Vosotros sois seis y yo estoy solo.

—¡Cierra el pico o te pego un tiro, rasgo todas las maletas con un cuchillo y lo encuentro yo mismo!

Subí a la baca de los equipajes, en el techo de la diligencia. El ladrón me vigilaba desde abajo.

—Ah. Aquí está.

—¡Pásamela, perro yanqui!

Rebusqué entre los equipajes y cerré una mano alrededor de mi rifle, que estaba camuflado bajo las maletas más blandas. Sentí la tapita de latón de la polvorera en la que había introducido un cartucho y una bala, y la curva del cuerno de pólvora que contenía. Lamenté no haber vuelto a cargar el rifle después de haber disparado contra la puerta de mi apartamento, y me dije que ningún viajero de la frontera habría cometido ese error. Agarré la maleta de mi amigo con la otra mano.

—¡Cogedla!

La lancé, y supe apuntar bien. La maleta dio en la pistola con todo su peso, se oyó una detonación cuando bajó el percutor amartillado, y la bala redujo a partículas la colada de Talma. Maldito bandolero. Los caballos de la diligencia se encabritaron, y todos se pusieron a gritar mientras yo bajaba del techo por el lado opuesto al de los ladrones, rifle en mano al caer de pie sobre el margen del camino. Hubo otro disparo y un astillarse de madera sobre mi cabeza.

En vez de huir hacia el oscuro bosque, rodé por el suelo esquivando las ruedas que no paraban de rechinar mientras el carruaje se balanceaba estrepitosamente. Acostado boca abajo en su sombra, empecé a cargar febrilmente mi rifle, un truco que había aprendido de los canadienses. Mascar, escupir y embutir.

—¡Qué se escapa! —Tres de los bandidos rodearon corriendo la trasera de la diligencia y desaparecieron entre los árboles del lado por el que yo había saltado, seguros de que huía en esa dirección. Los pasajeros también parecían dispuestos a echarse a correr, pero uno de los ladrones les ordenó que no se movieran del sitio. El falso vista de aduanas intentaba recargar su pistola entre juramentos. Acabé de embutir la pólvora en mi rifle, saqué el cañón de debajo de la diligencia y le disparé.

El fogonazo fue un resplandor cegador en la oscuridad. Cuando el bastardo se dobló sobre sí mismo, tuve un sorprendente atisbo de lo que había estado colgado dentro de su propia camisa y ahora acababa de quedar libre. Era un emblema masónico, sin duda expropiado por el Rito Egipcio de Silano, de compás y escuadra cruzados. La letra que había en el centro me resultaba muy familiar. ¡Por eso quería hacerse con el medallón!

Rodé por el suelo, me puse en pie y blandí mi arma por el cañón para golpear con todas mis fuerzas e incrustar la culata del rifle en otro ladrón. Hubo un satisfactorio crujido cuando cinco kilos de hierro y madera de arce se estrellaron contra el hueso. Saqué mi tomahawk. ¿Dónde estaba el tercer bergante? Entonces otra pistola se disparó y alguien aulló. Corrí hacia los árboles en dirección contraria a la que habían seguido los otros tres forajidos. El resto del pasaje, Talma incluido, también se apresuró a dispersarse.

—¡La maleta! ¡Coged su maleta! —gritaba entre gemidos de dolor el hombre al que le había disparado.

Sonreí. El medallón estaba a buen recaudo en la suela de mi bota.

Los bosques se habían quedado a oscuras y se hacían todavía más oscuros a medida que la noche iba cayendo. Troté lo mejor que pude, solo, con el rifle extendido ante mí como un bastón improvisado para evitar chocar con los árboles. ¿Y ahora qué? ¿Estaban conchabados los ladrones con algún brazo del poder gubernamental francés, o eran unos completos impostores? El que los mandaba llevaba el uniforme correcto y sabía de mi tesoro y mi posición, lo que sugería que alguien con conexiones oficiales —un aliado de Silano o un miembro del Rito Egipcio— me seguía el rastro.

Lo que me preocupaba no era sólo que el ladrón no hubiera vacilado a la hora de amartillarme una pistola delante de la cara. Dentro de su símbolo masónico, se me había recordado, estaba la letra habitual que se decía representaba a Dios, o la gnosis, el conocimiento, o quizá la geometría.

La letra G.

La inicial de mi apellido, la misma letra que la pobre Minette había escrito con su propia sangre.

¿Fue semejante emblema lo último que vio en este mundo?

Cuanto más impacientes estaban otros por hacerse con mi baratija, más resuelto me sentía yo a conservarla. Tenía que haber alguna razón para tanta popularidad.

Me detuve entre los árboles para recargar, introduje la bala y luego agucé los oídos. Una rama se partió con un crujido. ¿Me seguía alguien? Si se acercaban, los mataría. Pero ¿y si era el pobre Talma, que intentaba dar conmigo en la oscuridad? Esperaba que se hubiera conformado con quedarse junto a la diligencia, pero no me atrevía a disparar o a gritar, ni tampoco a demorarme allí; así que me adentré un poco más en el bosque.

El aire primaveral era fresco, y la energía nerviosa de la evasión no tardó en evaporarse para dejarme aterido y hambriento. Había empezado a debatir conmigo mismo sobre si volvía al camino con la esperanza de encontrar una granja cuando vi el resplandor inmóvil de un farol, luego de otro y otro más, entre los árboles. Me agazapé y oí un murmullo de voces que hablaban en una lengua distinta del francés. ¡Se me ofrecía una forma de esconderme! Me había topado con un campamento de romaníes. Gitanos, o, como muchos pronunciaban la palabra, gipcianos, porque tenían fama de haber salido de Egipto. Los gitanos no hacían nada para desalentar esa creencia y aseguraban descender de los sacerdotes de los faraones, pese a que otros los consideraban una plaga de bribones nómadas. La antigua autoridad que se atribuían animaba a los enamorados y a los conspiradores a pagar dinero por sus augurios.

Una vez más, un sonido detrás de mí. Ahora mi experiencia en los bosques de América entró en acción. Me perdí entre el follaje y usé la sombra proyectada por uno de los faroles para envolverme con ella. Mi perseguidor, si eso es lo que era, llegó hasta mi posición sin reparar en mi presencia. Se detuvo en cuanto divisó las luces de los carromatos, reflexionó unos instantes como había hecho yo y luego avanzó, sin duda suponiendo que yo había buscado refugio allí. Cuando la claridad cayó sobre su rostro, no lo reconocí como un asaltante o un pasajero y me sentí más confuso que nunca.

Daba igual, ya que sus intenciones no podían estar más claras. Él, también, tenía una pistola.

Mientras el desconocido se acercaba sigilosamente al carromato más próximo, me coloqué detrás de él sin hacer ningún ruido. Se había puesto a contemplar la maravilla multicolor que era el vardo gitano más próximo, cuando el cañón de mi rifle se deslizó sobre su hombro para quedar apoyado en su cráneo.

—Me parece que no nos han presentado —dije en voz baja.

Se hizo un largo silencio. Luego dijo en inglés:

—Soy el hombre que acaba de contribuir a que no perdierais la vida.

Me sobresalté, sin saber si debía responder en mi lengua natal.

Qui étes vous? —inquirí finalmente en francés.

Sir Sidney Smith, un agente británico que habla el francés con suficiente fluidez para darse cuenta de que vuestro acento es peor que el mío —respondió él, sin cambiar de lengua—. Apartad ese cañón de mi oreja y os lo explicaré todo, amigo mío.

Yo estaba atónito. ¿Sidney Smith? ¿Acababa de tropezarme con el fugitivo de prisión más famoso de Francia, o con un impostor que había perdido el juicio?

—Primero dejad caer vuestra pistola —dije en inglés. Entonces sentí que algo afilado y puntiagudo me pinchaba la espalda.

—Como también vos debéis dejar caer vuestro rifle, monsieur, ahora que estáis en mi casa. —En francés nuevamente, pero esta vez con un claro acento oriental: un gitano. Media docena más emergieron de los árboles que nos rodeaban, las cabezas cubiertas con pañuelos o sombreros de ala ancha, fajas en las cinturas y botas de caña alta en los pies, el aspecto curtido y un tanto canallesco. Todos iban armados con cuchillos, espadas o garrotes. Los acechantes nos habíamos convertido en acechados.

—Tened cuidado —dije—. Puede que otros hombres me sigan. —Dejé mi rifle en el suelo, al tiempo que Smith entregaba su pistola.

Un hombre muy apuesto de tez morena se me plantó delante, espada en mano, y sonrió hoscamente.

—Ya no. —Se pasó un dedo por el cuello mientras recogía el rifle y la pistola—. Bienvenido al hogar de los romaníes.

Entrar en el círculo de claridad de las hogueras del campamento gitano era entrar en otro mundo. Sus carromatos con el techo en forma de barril y los colores de caja de acuarelas creaban un pueblecito élfico entre los árboles. Olía a humo, incienso y una comida lo bastante condimentada para ser exótica, en la que abundaban el ajo y las hierbas. Mujeres con vestidos de vivos colores, lustrosas melenas negras y aros dorados en las orejas levantaron la vista de pucheros humeantes para evaluarnos con ojos profundos e insondables como lagunas antiguas. Los niños permanecían acurrucados como diablillos vigilantes junto a las ruedas pintadas. Peludos ponis gitanos piafaban y bufaban desde las sombras. La luz de las lámparas lo inundaba todo de ámbar. En París todo era razón y revolución. Aquí había algo más antiguo, más primitivo y libre.

—Soy Stefan —dijo el hombre que nos había desarmado. Tenía los ojos oscuros y vivaces, un gran bigote, y una nariz rota en alguna antigua pelea que estaba tan arrugada como una cordillera montañosa—. No nos gustan las armas de fuego: cuesta comprarlas y mantenerlas; son ruidosas de usar, complicadas de recargar y fáciles de robar. Así que explicaos, vosotros que las habéis traído a nuestra casa.

—Yo iba camino de Tolón cuando le cortaron el paso a nuestra diligencia —dije—. Huyo de unos bandidos. Me detuve al ver vuestros carromatos y entonces lo oí a él —señalé a Smith—, que venía detrás de mí.

—Y yo —dijo Smith— intentaba hablar con este caballero después de haberle ayudado a seguir con vida. Disparé a un ladrón que le apuntaba. Entonces nuestro amigo huyó como un conejo.

Así que ese había sido el otro disparo que oí.

—Pero ¿cómo? —objeté—. Quiero decir: ¿de dónde habéis salido? No os conozco. ¿Y cómo podéis ser Smith? Todos piensan que huisteis a Inglaterra. —En febrero, el extravagante capitán de la marina británica, azote de la costa francesa, había escapado con ayuda femenina de la Prisión del Temple en París, construida a partir de un antiguo castillo de los caballeros templarios. No se lo había vuelto a ver desde entonces. Smith había sido capturado mientras intentaba robar una fragata francesa anclada en la desembocadura del Sena, y era un incursor tan notorio y temido que las autoridades se negaron a aceptar un rescate o intercambiarlo por otro prisionero. Grabados con su apuesta efigie se vendían no sólo en Londres, sino también en París. Ahora, afirmaba estar aquí.

—Os seguía con la esperanza de preveniros. El que me topara con vuestra diligencia poco después del momento de la emboscada no se debió a ninguna coincidencia; llevaba todo el día siguiéndola a un kilómetro y medio de distancia, con el plan de contactar esta noche con vos en la posada donde os alojarais. En cuanto vi a los bandoleros, me temí lo peor y me acerqué sigilosamente. Vuestra manera de escapar de ellos fue realmente brillante, pero os superaban en número. Cuando uno de los villanos os apuntó, le disparé.

Yo aún desconfiaba.

—¿Prevenirme de qué?

Miró a Stefan.

—Gentes de Egipto, ¿se puede confiar en vosotros?

El gitano se irguió, con los pies plantados en el suelo como si fuera a boxear.

—Mientras seas huésped de los romaníes, tus secretos no saldrán de aquí. Inglés, protegiste a este fugitivo como nosotros te protegimos a ti. También vimos lo que acaeció, y siempre hacemos distinción entre los criminales y sus víctimas. El ladrón que intentó seguiros no volverá con sus compañeros.

Smith sonrió de oreja a oreja.

—¡Bien, en ese caso todos somos compañeros de armas! Sí, escapé de la Prisión del Temple, y sí, tengo plena intención de volver pronto a Inglaterra. Ahora sólo espero que se hayan falsificado los documentos para hacerme a la mar por un puerto de Normandía sin ser descubierto. Nuevas batallas me aguardan. Pero mientras estaba preso en ese horrible edificio dediqué una parte de mi tiempo a hablar con el gobernador de la prisión, que era un estudioso de los templarios, y me fueron contadas toda clase de historias sobre Salomón y sus masones, Egipto y sus sacerdotes, y amuletos y poderes perdidos en la noche de los tiempos. Disparates paganos, pero de lo más interesantes. ¿Y si los antiguos conocían poderes ahora perdidos? Entonces, mientras me escondía tras la fuga, los monárquicos me trajeron rumores de que fuerzas francesas se están concentrando para una expedición al Oriente, y de que un americano había sido invitado a unirse a ellas. Ya había oído hablar de vos, señor Gage, y de vuestro conocimiento de la electricidad. ¿Quién no hubiese oído hablar de un colaborador del gran Franklin? Varios agentes informaron no sólo de vuestra partida hacia el sur, sino también de que facciones rivales en el gobierno francés tenían especial interés en vos y cierto artefacto que llevabais: algo relacionado con las mismas leyendas que yo había oído de labios de mi carcelero. Facciones dentro del gobierno esperaban poder capturarlo. Parece que podríamos tener enemigos comunes, y se me ocurrió la idea de reclutaros para que me ayudarais antes de que ambos hubiéramos salido de Francia. Decidí seguiros discretamente. ¿Por qué razón iba a ser invitado un americano a una expedición militar francesa? ¿Y por qué iba a decidir él aceptar esa oferta? Se contaban historias sobre el conde Alessandro Silano, un apostante en una casa de juegos…

—Me parece que sabéis demasiado acerca de mí, señor, y os mostráis excesivamente dispuesto a repetir en voz alta lo que sabéis. ¿Con qué propósito?

—Averiguar los vuestros, y reclutaros para la causa inglesa.

—Estáis loco.

—Escuchadme antes de decidir. Stefan, mi nuevo amigo, ¿podríamos compartir un poco de vino?

El gitano accedió e impartió una seca orden a una hermosa muchacha llamada Sarylla de ondulante melena oscura, ojos líquidos, figura digna de la estatuaria de un museo y maneras seductoras. Supongo que era de esperar, ya que soy bastante apuesto. La muchacha trajo un odre de vino.

¡Dios, estaba sediento!

Niños y perros se acurrucaron entre las sombras junto a las ruedas del carromato mientras bebíamos, sin dejar de mirarnos fijamente, como si en cualquier instante fueran a salimos cuernos o plumas. Una vez saciada su propia sed, Smith se inclinó hacia delante.

—Bueno, hay una joya o un instrumento que se encuentra en vuestro poder, ¿no?

Por todos los cielos, ¿también estaba Smith interesado en mi medallón? ¿Qué había encontrado en Italia el pobre capitán francés estrangulado? ¿Iba yo, también, a acabar estrangulado y arrastrado por el cauce de algún río porque había ganado aquella baratija en una partida de cartas? ¿Estaría realmente maldito aquel medallón?

—Os han informado mal.

—Y hay otros que quieren hacerse con él, ¿no es así?

Suspiré.

—Vos también andáis detrás del medallón, supongo.

—Al contrario, lo que quiero es asegurarme de que os libráis de él. Enterradlo. Ponedlo a buen recaudo en algún sitio. Tiradlo bien lejos, fundidlo, escondedlo o coméoslo; pero mantened ese dichoso objeto bien lejos de los ojos del mundo hasta que haya terminado esta guerra. Ignoro si mi carcelero del Temple sabía algo más que cuentos de hadas, pero todo lo que pueda inclinar la balanza de esta contienda en contra de la Gran Bretaña supone una amenaza para el orden civilizado. Si creéis que el objeto tiene algún valor monetario, haré que el almirantazgo se encargue de compensaros.

—Señor Smith…

Sir Sidney.

Su título de sir derivaba de un servicio mercenario que le había prestado al rey de Suecia, no a Inglaterra; pero tenía la reputación de ser bastante vanidoso y muy dado a hablar bien de sí mismo.

Sir Sidney, lo único que compartimos es la lengua. Soy americano, no británico, y Francia se puso del lado de mi nación y en contra de la vuestra cuando llevamos a cabo nuestra revolución. Mi país mantiene una postura de neutralidad en el presente conflicto, y además no sé de qué me estáis hablando.

—Gage, escuchadme. —Se inclinó hacia delante como un halcón, viva imagen de la nerviosa concentración. Tenía la constitución de un hombre nacido para guerrear, erguido, de hombros muy anchos y un pecho robusto que se estrechaba en una firme cintura; y ahora que reparaba en su físico, me dije que las muestras de solicitud de Sarylla quizá fuesen dirigidas a él—. Vuestra revolución colonial tenía como meta la independencia política. La que ha habido en Francia afecta al orden mismo de la existencia. ¡Dios mío, un rey guillotinado! ¡Miles de personas enviadas a la ejecución! ¡Guerras desencadenadas sobre cada frontera francesa! ¡El ateísmo elevado a los altares! ¡Terrenos eclesiásticos expropiados, deudas ignoradas, propiedades confiscadas, la chusma en armas, anarquía y tiranía! Vos tenéis tanto en común con Francia como Washington con Robespierre. Vos y yo compartimos no sólo una lengua, sino una cultura y un sistema político de derecho y justicia. La locura que se ha adueñado de Francia va a sacar de quicio a toda Europa. Todos los hombres buenos son aliados, a menos que crean en la anarquía y la dictadura.

—Tengo muchos amigos franceses.

—¡Como yo! Es a sus tiranos a quienes no soporto. No os estoy pidiendo que traicionéis a nadie. Tengo la esperanza de que iréis adondequiera que vaya a llevaros ese jovencito llamado Napoleón. Lo único que os pido es que mantengáis en secreto la existencia de ese talismán. Guardáoslo para vos y no se os ocurra dárselo a Boney, o a ese Silano, o a cualquier otra persona que os lo pida. Considerad que el futuro comercial de vuestra nación irá unido inevitablemente al Imperio británico, no a una revolución abocada a la catástrofe. ¡Conservad vuestras amistades francesas! Pero tenedme por amigo también a mí, y así quizás algún día nos ayudaremos el uno al otro.

—¿Queréis que espíe para Inglaterra?

—¡Rotundamente no! —Pareció sentirse muy ofendido, y miró a Stefan como si el gitano debiera corroborar sus protestas de inocencia—. Simplemente os ofrezco ayuda. Marchaos a donde debáis y prestad atención a todo lo que tengáis ocasión de ver. Pero si llegáis a hartaros de Napoleón y decidís buscar ayuda, poneos en contacto con la armada británica y contad lo que cualquier hombre podría haber observado. Os daré un anillo de sello inscrito con el símbolo de un unicornio, mi escudo de armas. Notificaré su autenticidad al almirantazgo. Utilizadlo como salvoconducto…

Smith y Stefan me miraron con expresión expectante. ¿Creerían que era idiota? Podía sentir el bulto del objeto en la suela falsa de mi bota.

—En primer lugar, no sé de qué me habláis —volví a mentir—. En segundo lugar, no estoy aliado con nadie, ni con Francia ni con Inglaterra. No soy más que un hombre de ciencia, que ha sido reclutado para observar fenómenos naturales mientras cierto problema legal que me ha surgido es aclarado en París. En tercer lugar, si yo tuviera eso de lo que me habláis os aseguro que no admitiría poseerlo, habida cuenta del letal interés que parece suscitar en todo el mundo. Y en cuarto lugar, toda esta conversación es inútil, porque lo que quiera que pudiera haber tenido en mi poder, y que nunca he tenido, ya no lo tengo, pues los ladrones se hicieron con mi equipaje cuando huí. —Ya está, pensé. Eso debería hacerlos callar de una vez.

Smith sonrió.

—¡Bravo! —gritó, al tiempo que me daba una palmada en el brazo—. ¡Ya sabía yo que teníais talento! ¡Así se habla!

—Y ahora nos daremos un banquete —dijo Stefan, como si también aprobase la forma en que yo había interpretado mi papel—. Contadme algo más acerca de las clases que os dieron en la Prisión del Temple, sir Sidney. Nosotros, los romaníes, remontamos nuestros orígenes a los faraones, y a Abraham y Noé. Es mucho lo que hemos olvidado, pero también mucho lo que recordamos; y a veces aún somos capaces de adivinar el futuro y doblegar los caprichos del destino. Aquí Sarylla es una drabardi, una adivina, y tal vez pueda pronosticaros el futuro. Venga, venga, sentaos y hablemos de Babilonia y Tiro, Menfis y Jerusalén.

¿Estaban todos perdidos en el mundo antiguo menos yo?

—Ay, cuanto más tiempo permanezca aquí, más peligro corréis todos —dijo Smith—. Lo cierto es que un destacamento de dragones franceses me sigue la pista. Quería tener unas palabras con vos, Ethan Gage, pero ahora he de seguir mi camino antes de que los dragones se topen con la diligencia, oigan la historia de mi oportuno disparo y vengan a buscarme por estos bosques. —Sacudió la cabeza—. No acabo de entender a qué viene toda esta fascinación por lo oculto, francamente. Mi carcelero, Boniface, era un tirano jacobino de la peor calaña; pero no dejaba de aludir a extraños secretos místicos. Todos queremos creer en la magia, por mucho que a los adultos se nos haya dicho una y otra vez que no deberíamos hacerlo. Un hombre instruido pensaría que todo eso no son más que fantasías y, sin embargo, a veces nos dejamos cegar por el exceso de instrucción.

Sonaba como lo que había dicho Talma.

—Los romaníes han guardado los secretos de nuestros antepasados egipcios durante siglos —dijo Stefan—. Sin embargo, no somos más que unos niños en lo que respecta a las antiguas artes.

Bueno, su relación con Egipto me parecía dudosa —su mismo nombre sugería Rumanía como una patria más probable—, pero no cabía duda de que eran un grupo de lo más extraño y abigarrado, con tantos chales, chaquetas, fajas, joyas y pañuelos; a todo lo cual había que añadir algún que otro ankh por aquí y figuritas de Anubis, el dios con cabeza de chacal por allá. Sus mujeres quizá no fueran Cleopatra, pero no cabía duda de que eran muy hermosas. ¿Qué secretos de las artes amatorias podían conocer? Dediqué unos momentos a reflexionar sobre ello. Después de todo, soy un científico.

Adieu, mis nuevos amigos —dijo Smith, y le dio una bolsa a Stefan—. He aquí el pago por llevar sanos y salvos hasta Tolón a monsieur Gage y ese talismán que no tiene. Él pasará desapercibido en vuestros lentos carromatos. ¿De acuerdo?

El gitano contempló el dinero, lanzó al aire la bolsa al aire para luego cogerla al vuelo y rio.

—¡Por esta cantidad lo llevaría hasta Estambul! Pero por un hombre perseguido, también lo haría sin cobrar nada.

El inglés le hizo una reverencia.

—Ya creo que lo harías, pero acepta la generosidad de la corona inglesa.

Ir con los gitanos me mantendría separado de Talma hasta que llegáramos a Tolón; pero razoné que eso sería menos peligroso tanto para mi amigo como para mí. Talma se preocuparía, aunque a fin de cuentas él siempre se preocupaba.

—Gage, volveremos a encontrarnos —dijo Smith—. Llevad mi anillo en el dedo; los gabachos no lo reconocerán, lo mantuve oculto en prisión. Hasta que llegue ese momento, andaos con mucho ojo y no olvidéis la rapidez con que el idealismo puede mudar en tiranía y los libertadores, en dictadores. Pasado el tiempo, puede que os encuentre en el bando de vuestra madre patria. —Luego se esfumó entre los árboles tan silenciosamente como había llegado, una aparición que nadie creería que se había cruzado en mi camino.

¿Volver a encontrarnos? No, si de mí dependía. Ni en sueños hubiese podido imaginar cómo Smith volvería a entrar en mi vida, a mil quinientos kilómetros de donde estábamos ahora. Ver que el fugitivo por fin se había ido sólo me inspiró alivio.

—Y ahora, a disfrutar del banquete —dijo Stefan.

El término «banquete» era una exageración, pero el campamento nos sirvió un suculento estofado que consumimos con la ayuda de gruesas rebanadas de pan. Me sentía a salvo entre aquellos extraños nómadas, aunque también estaba un poco asombrado por su pronta hospitalidad. No parecían querer nada de mí aparte de mi compañía, y me pregunté si realmente podían saber algo acerca de lo que había en la suela de mi bota.

—Stefan, no admito que Smith estuviera en lo cierto acerca de ese colgante. Pero si existiera semejante baratija, ¿qué podría tener para que los hombres la codiciaran hasta tal punto?

El gitano sonrió.

—No sería el medallón en sí mismo, sino el hecho de que pudiera ser alguna clase de llave.

—¿Llave de qué?

El gitano se encogió de hombros.

—Sólo conozco las viejas historias. Lo que se suele contar es que, allá en los albores de la civilización, los antiguos egipcios se hicieron con un poder que estimaron demasiado peligroso hasta que los hombres no adquiriesen suficiente calidad intelectual y moral para usarlo apropiadamente; no obstante, dejaron una llave con forma de colgante. Dicen que Alejandro Magno recibió ese colgante cuando peregrinó al oasis desértico de Siwah, donde fue declarado hijo de Amón y Zeus antes de que se adentrara en Persia. Posteriormente, Alejandro conquistó todo el mundo conocido. ¿Cómo pudo llegar a hacer tanto tan deprisa? Murió a temprana edad en Babilonia. ¿De enfermedad? ¿O fue asesinado? Se rumorea que el general de Alejandro, Tolomeo, se llevó la llave a Egipto, con la esperanza de que eso lo haría dueño de grandes poderes, pero no logró entender el significado del símbolo. Cleopatra, la descendiente de Tolomeo, también la llevó consigo cuando acompañó a César a Roma. ¡Entonces César también fue asesinado! La pauta se repite a lo largo de la historia: grandes hombres que se hacen con el símbolo y encuentran su perdición. Reyes, papas y sultanes empezaron a creer que estaba maldito, en tanto que los magos y los hechiceros creían que podía conceder grandes poderes. Pero ya nadie recordaba cómo había que usarlo. ¿Era una llave para el bien o para el mal? La Iglesia católica lo lleva a Jerusalén durante las cruzadas, una vez más sin que ello sirva de nada; los caballeros templarios pasan a ser sus custodios y lo esconden, primero en Rodas y luego en Malta; hay búsquedas de un santo grial, tan confusas que sólo oscurecen la verdad de lo buscado. El medallón permaneció olvidado durante siglos hasta que alguien reconoció su significado. Ahora quizás haya venido a París… y luego haya entrado en nuestro campamento. Naturalmente, tú esto lo has negado.

La idea de que ese medallón trajese la muerte a todo el que entraba en contacto con él no me gustaba nada.

—¿De verdad piensas que un hombre corriente como yo podría tropezarse con esa llave?

—He empeñado cien fragmentos de la Veracruz y docenas de dedos y dientes de los grandes santos. ¿Quién puede decir lo que es real y lo que es falso?

—Puede que Smith esté en lo cierto. Suponiendo que yo lo tuviera, debería tirarlo. O dártelo.

—¡A mí no! —Parecía alarmado—. No estoy en situación de usarlo o entenderlo. Si las historias son ciertas, el medallón sólo adquirirá sentido en Egipto, donde fue hecho. Además, trae mala suerte al hombre equivocado.

—Eso puedo probarlo —confesé sombríamente. Una paliza, asesinato, escapatorias, un asalto a mano armada…—. Pero un sabio como Franklin diría que todo eso sólo son bobadas supersticiosas.

—O quizás usaría vuestra nueva ciencia para investigarlo.

Yo estaba impresionado por la aparente falta de codicia de Stefan, particularmente dado que sus historias habían dado nuevas alas a mi propia avaricia. Demasiadas partes distintas querían hacerse con aquel medallón, o querían que fuese enterrado: Silano, los bandidos, la expedición francesa, los ingleses y ese misterioso Rito Egipcio. Lo cual sugería que el medallón era tan valioso que yo debería empeñarme en tenerlo conmigo hasta que pudiera o librarme de él con un buen beneficio o averiguar para qué diablos servía. Eso suponía ir a Egipto. Y, mientras tanto, cubrirme las espaldas.

Miré a Sarylla.

—¿Podría aquí vuestra joven decirme la buenaventura?

—Es una señora del tarot. —Stefan chascó los dedos, y Sarylla fue por su baraja de cartas místicas.

Aunque había visto los símbolos con anterioridad, las ilustraciones de la muerte y el diablo no dejaban de ponerme nervioso. Sarylla dispuso unas cuantas cartas ante el fuego, reflexionó en silencio y le dio la vuelta a unas cuantas más: espadas, enamorados, copas, el mago.

Parecía perpleja, y no hizo ningún pronóstico. Finalmente, alzó una carta.

Era el loco, o bufón.

—Es él.

Bueno, me lo tenía merecido, ¿verdad?

—¿Ese soy yo?

Sarylla asintió.

—Y aquel a quien buscas.

—¿Qué quieres decir?

—Las cartas dicen que sabrás a qué me refiero cuando llegues a tu destino. Eres el loco que ha de buscar al loco, y llegar a ser sabio para hallar la sabiduría. Eres un buscador que debe encontrar al primero que busca. Lo demás, es mejor no saberlo. —Y guardó silencio. Lo bueno que tiene la profecía es que te permite ser tan vago como un contrato escrito en letra pequeña, ¿verdad? Bebí un poco más de vino.

Ya era más de medianoche cuando oímos aproximarse unas pesadas monturas.

—¡Caballería francesa! —siseó un centinela gitano.

Oí el tintineo de sus arneses, las ramas que se partían bajo sus cascos. Se apagaron todas las lámparas excepto una, y todos, menos Stefan, marcharon hacia sus carromatos. Sarylla me cogió de la mano.

—Tenemos que quitarte esas ropas para que puedas pasar por un romaní —susurró.

—¿Tienes algún disfraz para mí?

—Tu piel, bueno, era una idea. Y mejor Sarylla que la Prisión del Temple. Me apretó la mano y entramos sigilosamente en un vardo, donde sus delgados dedos me ayudaron a librarme de mi ropa manchada. La suya también cayó al suelo, y la forma de Sarylla resplandeció en la tenue claridad. ¡Menudo día! Acostado en uno de los carromatos junto al cálido y sedoso cuerpo de Sarylla, escuché cómo Stefan hablaba en murmullos con un teniente de la caballería francesa. Oí las palabras «Sidney Smith», amenazas murmuradas entre gruñidos y luego un ir y venir de botas mientras las puertas de los carromatos eran abiertas de un manotazo. Cuando le tocó el turno a la nuestra, alzamos la vista en fingida somnolencia y Sarylla dejó que nuestra manta le resbalara de los pechos. Podéis estar seguros de que los dragones franceses echaron una buena mirada, pero no a mí.

Luego, cuando se iban los jinetes, escuché lo que Sarylla sugería que hiciéramos a continuación. Con maldición o sin ella, mi viaje a Tolón empezaba decididamente a mejorar.

—Muéstrame lo que hacen en Egipto —le susurré a Sarylla.