l químico Claude-Louis Berthollet era, a la edad de cuarenta y nueve años, el alumno más famoso del guillotinado Lavoisier. A diferencia de su maestro, Berthollet había sabido congraciarse con la Revolución encontrando un nitrato que podía sustituir al salitre, tan necesario para la pólvora. Puesto al frente del nuevo Instituto Nacional que había sucedido a la Real Academia, había compartido con su amigo el matemático Gaspard Monge la labor de ayudar a saquear Italia. Fueron los estudiosos quienes asesoraron a Bonaparte sobre qué obras maestras, como la Mona Lisa, eran más merecedoras de ser transportadas a Francia. Eso había ayudado a hacer de ambos científicos los confidentes del general, y les permitía estar al corriente de secretos estratégicos. Su conveniencia política me recordó a un astrónomo que, cuando estaba haciendo mediciones para el nuevo sistema métrico, fue obligado a sustituir las banderas blancas que empleaba, vistas como un símbolo del rey Luis, por la tricolor. Ninguna profesión escapa a la Revolución.
—¿Así que no sois un asesino, monsieur Gage? —me preguntó el químico, con un levísimo atisbo de sonrisa. De frente despejada, nariz prominente, boca y barbilla adustas y ojos tristes siempre velados por los párpados, parecía el cansado propietario de una casa solariega que ve la creciente alianza entre la ciencia y los gobiernos con la misma sospecha que un padre al pretendiente de su hija.
—Os lo juro por Dios, por el Gran Arquitecto de los masones, o por las leyes de la química.
Las cejas de Berthollet se elevaron apenas una fracción de milímetro.
—Por lo que quiera que yo adore, supongo.
—Sólo intento transmitir mi sinceridad, doctor Berthollet. Sospecho que el asesinato fue cometido por un capitán del ejército o por el conde Silano, quien mostró cierto interés en un medallón que yo acababa de ganar a las cartas.
—Un interés de fatales consecuencias.
—Parece extraño, lo sé.
—Y la joven asesinada escribió la inicial de vuestro apellido, no la de ninguno de los suyos.
—Si es que la escribió ella.
—La policía afirma que la anchura de su última caligrafía se corresponde con la punta de su dedo.
—Lo único que hice fue acostarme con Minette y pagarle. Carecía de motivos para matarla, como tampoco ella los tenía para acusarme. Yo sabía dónde estaba el medallón.
—Ummm, sí. —Se sacó del bolsillo un par de gafas—. A ver…
Lo examinamos observados por Talma, quien tenía un pañuelo en la mano por si lograse encontrar alguna razón para estornudar. Berthollet le dio la vuelta al medallón como habían hecho Silano y Talma y, finalmente, se retrepó en su asiento.
—Aparte de la pequeña cantidad de oro, no veo a qué viene tanto alboroto.
—Yo tampoco.
—No es una llave, un mapa o el símbolo de algún dios, y tampoco es muy atractivo. Me cuesta creer que Cleopatra llevara esto.
—El capitán dijo que simplemente le pertenecía. Como reina…
—Habrá tantos objetos atribuidos a Cleopatra como astillas de la cruz y frasquitos llenos de sangre son atribuidos a Jesucristo. —El científico sacudió la cabeza—. ¿Qué mejor manera de hinchar el precio de una tosca joya?
Estábamos sentados en el sótano del Hôtel Le Cocq, que era utilizado por una rama de la Logia Oriental de la francmasonería por su orientación este-oeste. Entre dos pilares había una mesa con un paño y un libro cerrado encima. Hileras de bancos se perdían en la penumbra, bajo los arcos de la bóveda. La única iluminación era el tenue parpadeo de las velas sobre jeroglíficos egipcios que nadie sabía interpretar y escenas bíblicas de la edificación del templo de Salomón. Una calavera puesta sobre un estante nos recordaba que somos mortales, pero no aportaba nada a nuestra discusión.
—¿Y vos respondéis de su inocencia? —le preguntó el químico a mi amigo masónico.
—El americano es un hombre de ciencia como vos, doctor —dijo Talma—. Estudió con el gran Franklin y también es electricista.
—Sí, la electricidad. Relámpagos, cometas que vuelan y chispas en un salón. Decidme, Gage, ¿qué es exactamente la electricidad?
—Bueno… —Yo no quería exagerar mis conocimientos ante un científico de tanto renombre—. El doctor Franklin pensaba que la electricidad era una manifestación de la potencia básica que anima al universo. Pero lo cierto es que nadie lo sabe. Podemos generarla haciendo girar una manivela y somos capaces de almacenarla dentro de un recipiente de cristal, así que estamos seguros de que existe. Pero ¿alguien sabe por qué?
—Precisamente. —El científico reflexionó en silencio, mientras le daba vueltas al medallón entre los dedos—. ¿Y si la gente sabía de su existencia, en el remoto pasado? ¿Y si controlaban poderes inalcanzables en nuestra época?
—¿Conocían la electricidad?
—Sabían cómo erigir monumentos extraordinarios, ¿no?
—Es interesante que Ethan encuentre este medallón y acuda a nosotros en este preciso punto del tiempo —añadió Talma.
—Y, sin embargo, la ciencia no cree en las coincidencias —replicó Berthollet.
—¿Punto del tiempo? —pregunté.
—No obstante, uno tiene que reconocer la oportunidad —admitió el químico.
—¿Qué oportunidad es esa? —quise saber yo, que empezaba a hacerme esperanzas.
—La de escapar a la guillotina uniéndose al ejército —dijo Berthollet.
—¡Qué!
—Al mismo tiempo, podéis ser un aliado de la ciencia.
—Y de la francmasonería —añadió Talma.
—¿Os habéis vuelto locos? ¿Qué ejército?
—El ejército francés —dijo el químico—. Veréis, Gage, como masón y hombre de ciencia, ¿podéis jurar que guardaréis un secreto?
—¡No quiero ser soldado!
—Nadie os lo está pidiendo. ¿Lo juráis?
Talma me miraba expectante, el pañuelo en los labios. Tragué saliva y asentí con la cabeza.
—Por supuesto.
—Bonaparte ha abandonado el canal y prepara una nueva expedición. Ni siquiera sus propios oficiales conocen su destino, pero algunos científicos sí. Por primera vez desde Alejandro Magno, un conquistador invita a que los sabios acompañemos a sus tropas para investigar y dejar constancia de lo que vemos. La aventura no tiene nada que envidiar a las de Cook y Bougainville. Talma ha sugerido que vayáis con la expedición, él como periodista y vos como experto en electricidad, misterios antiguos y este medallón. ¿Y si es una pista valiosa? Vos formáis parte de la expedición, contribuís a nuestras especulaciones y, para cuando regreséis a Francia, todo el mundo habrá olvidado la infortunada muerte de una prostituta.
—¿Una expedición adónde? —Yo siempre había sido bastante escéptico acerca de Alejandro; puede que hiciera mucho en poco tiempo, pero murió cuando aún le faltaba un año para tener mi edad, un hecho que su profesión no recomendaba lo más mínimo.
—¿Adónde creéis vos? —dijo Berthollet, impaciente—. ¡Egipto! No sólo vamos allí para hacernos con una ruta comercial clave y abrir la puerta a los aliados que luchan contra los británicos en la India. Vamos a explorar el amanecer de la historia. Aquel lugar podría albergar secretos muy útiles. Y es mejor que las claves estén en nuestras manos, los hombres de ciencia, que en las del herético Rito Egipcio, ¿no?
—¿Egipto? —Por el fantasma de Franklin, ¿qué se me podía haber perdido a mí allí? Pocos europeos habían llegado a ver Egipto, envuelto como estaba en el misterio árabe. Yo tenía una vaga impresión de arena, las pirámides y fanatismo pagano.
—Cierto que no sois gran cosa ni como científico ni como francmasón —aclaró Berthollet—. Pero, en tanto que americano y hombre de la frontera, podríais ofrecer una perspectiva interesante. Tal vez vuestro medallón también sea un golpe de suerte. Si el conde Silano lo quiere, podría tener algún significado.
Yo no había oído mucho más allá de la primera frase.
—¿Por qué no soy gran cosa ni como científico ni como masón? —Me había puesto a la defensiva, porque estaba completamente de acuerdo con él, aunque no pensaba admitirlo.
—Vamos, Ethan —dijo Talma—. Lo que quiere decir Berthollet es que aún tienes que dejar tu impronta en el mundo.
—Lo que digo, monsieur Gage, es que a los treinta y tres años vuestros logros quedan muy por debajo de vuestra capacidad, y vuestra ambición carece de la debida diligencia. No habéis aportado informes a las academias, progresado en el grado masónico, acumulado una fortuna, creado una familia, llegado a ser propietario de una casa o producido escritos de mérito. Francamente, al principio me mostré bastante escéptico cuando Antoine sugirió vuestro nombre. Pero él cree que tenéis potencial; y nosotros, los racionalistas, somos acérrimos enemigos de los seguidores místicos de Cagliostro. No quiero que el medallón resbale de vuestro cuello guillotinado. Siento un gran respeto por Franklin y espero que algún día podáis llegar a seguir sus pasos. Así pues, podéis tratar de demostrar vuestra inocencia en los tribunales revolucionarios o podéis venir con nosotros.
Talma me agarró del brazo.
—¡Egipto, Ethan! ¡Piénsatelo!
Ir allí le daría un vuelco tremendo a mi vida, pero después de todo ¿cuánta vida tenía yo a la que dar un vuelco? Berthollet acababa de hacer una descripción irritantemente precisa de mi carácter, aunque me sentía bastante orgulloso de mis viajes. Pocos hombres habían llegado a ver una parte tan grande de Norteamérica como yo; o, eso también tenía que admitirlo, hecho tan poco con ella.
—¿Egipto no es ya propiedad de alguien?
Berthollet agitó la mano.
—De nombre forma parte del Imperio otomano, pero en realidad lo controla una casta renegada de guerreros esclavos llamada mamelucos que ignoran a Estambul. Apenas le pagan tributos, y oprimen a los egipcios corrientes. ¡Ni siquiera son de la misma raza que ellos! La nuestra es una misión de liberación, monsieur Gage, no de conquista.
—¿No tendremos que combatir?
—Bonaparte nos asegura que tomará Egipto con uno o dos cañonazos.
Bueno, eso era un poco optimista. Napoleón hablaba como la clase de general que o es un taimado oportunista o no ve dos en un burro.
—Ese Bonaparte, ¿qué opináis de él? —Todos habíamos oído cómo se lo colmaba de elogios después de sus primeras victorias, pero había pasado poco tiempo en París y era mayormente un desconocido. Corrían rumores de que, en el fondo, sólo era un advenedizo.
—Es el hombre con más energía que he conocido jamás, y o triunfará espectacularmente o fracasará espectacularmente —dijo Talma.
—O, como es el caso con muchos hombres ambiciosos, hará ambas cosas —puntualizó Berthollet—. Su brillantez es innegable, pero es el criterio lo que hace la grandeza.
—Tendré que abandonar todos mis contactos comerciales y diplomáticos —dije yo—. Y salir corriendo como si fuese culpable de asesinato. ¿Es que la policía no puede encontrar al conde Silano y al capitán que perdió la partida? ¿Ponernos a todos en una habitación y dejar que la verdad salga a la luz?
Berthollet apartó la mirada. Talma suspiró.
—Silano ha desaparecido. Cuentan que el Ministerio de Asuntos Exteriores ha ordenado su protección —dijo mi amigo—. En cuanto a vuestro capitán, lo sacaron del Sena la otra noche, torturado y estrangulado. Naturalmente, dado que os conocíais y habéis desaparecido, sois el primer sospechoso.
Tragué saliva.
—Ahora el lugar más seguro para vos, monsieur Gage, está en el seno de un ejército.
Parecía prudente ir armado, si iba a unirme a una invasión.
Mi caro rifle largo, que se remontaba a mi estancia en el negocio de las pieles, seguía escondido en la pared de mi apartamento. Fabricado en Lancaster, Pensilvania, y con la culata de arce arañada y manchada por el uso, aún era un arma de fuego notablemente precisa, como yo había demostrado ocasionalmente en el Champ de Mars. Igual de importante: la curva de la culata era grácil como los miembros de una mujer; y la filigrana que adornaba sus partes metálicas, reconfortante como una bolsa de monedas. Mi rifle no era sólo una herramienta sino también un compañero fiel, servicial e incapaz de quejarse; tenía tonos azulados y olía a aceite de linaza, granos de pólvora y aceite para rifles. Su velocidad daba al pequeño calibre una potencia asesina a distancias mayores que un mosquete de cañón grande. La crítica, como siempre, era lo incómodo que resultaba manejar un arma de fuego que me llegaba a la barbilla. Se tardaba demasiado en recargarlo para que pudiera ser utilizado en las rápidas salvas masivas del combate europeo, y tampoco le podías calar una bayoneta. Pero la idea de estar de pie en una hilera de hombres, a la espera de recibir una bala, era inconcebible para nosotros, los americanos. El gran inconveniente de cualquier arma de fuego era la necesidad de recargar después de haber hecho un disparo, y la gran ventaja de un rifle preciso era que podías acertarle a algo con ese primer disparo. Lo primero que tenía que hacer, pensé, era ir a recoger mi arma de fuego.
—¡Tu apartamento es el primer lugar dónde te buscará la policía! —objetó Talma.
—Han pasado más de dos días. Hablamos de hombres más corruptos que un juez y a los que se les paga menos que a un alfarero. Me parece improbable que aún estén esperando. Iremos allí esta noche, sobornaremos a un vecino y abriremos la pared desde su lado.
—¡Pero tengo pasajes para la diligencia de medianoche con destino a Tolón!
—Hay tiempo de sobra, si me echas una mano.
Consideré prudente entrar en el edificio tal como había salido de él, por la ventana de un patio trasero. Madame Durrell seguiría al acecho aunque la policía ya se hubiera ido, y yo no me encontraba más cerca que antes de pagar las reparaciones y el alquiler. Ese anochecer, Talma me aupó de mala gana hasta un canalón para que pudiera mirar dentro de mi apartamento. Nada había cambiado, el colchón aún estaba hecho jirones y las plumas adornaban mi morada como copos de nieve. Sin embargo, el pestillo relucía, lo cual quería decir que habían cambiado la cerradura. Mi casera intentaba asegurarse de que yo saldara mis deudas antes de ir a recuperar mis cosas. Dado que mi suelo era su techo, decidí que lo mejor sería recurrir a un ataque oblicuo.
—Tú monta guardia —le susurré a mi compañero.
—¡Deprisa! ¡He visto a un gendarme en el callejón!
—Entraré y saldré sin hacer ni pizca de ruido.
Fui sigilosamente hacia el alféizar de mi vecino Chabon, un librero que cada tarde daba clase a los hijos de los nuevos aspirantes a triunfar en la vida. Tal como esperaba, Chabon había salido. La verdad es que no esperaba poder sobornar a un hombre dotado de su rígida y un tanto adusta rectitud, y contaba con su ausencia. Rompí uno de los paneles de cristal y abrí su ventana. Sabía que a Chabon no le haría ninguna gracia encontrar un agujero en su pared; pero, después de todo, yo estaba en una misión por Francia.
Su habitación olía a libros y humo de pipa. Aparté un pesado arcón de la pared contigua a mi apartamento y usé mi tomahawk para arrancar el panel de madera. ¿He mencionado que la pequeña hacha también podía actuar como cuña y palanca? Me temo que astillé unas cuantas planchas, pero no soy carpintero. Estaba haciendo más ruido de lo prometido, aunque si era rápido no pasaría nada. Vi mi cuerno de pólvora y el cañón de mi rifle.
Entonces oí el chasquido de la cerradura en mi propia puerta y unos pasos en mi apartamento. ¡Alguien había oído el ruido! Me apresuré a colgarme del hombro el cuerno de la pólvora, agarré el rifle y empecé a sacarlo lentamente de la pared, sin dejar de hacer equilibrios debido a lo incómodo del ángulo.
Ya casi lo tenía fuera cuando alguien agarró el cañón desde el otro lado.
Atisbé por el agujero. Vi ante mí la cara de madame Durrell, su roja cabellera aparentemente electrificada, su boca espantosamente llena de carmín fruncida en una mueca de triunfo.
—¿Pensáis que no me conozco vuestros trucos? ¡Me debéis doscientos francos!
—Que me dispongo a ganar en un viaje —susurré roncamente—. Haced el favor de soltar el rifle, madame, para que pueda saldar mis deudas.
—¿Cómo, asesinando a otra persona? ¡Pagad, o grito para que venga la policía!
—No he asesinado a nadie, pero necesito un poco de tiempo para aclarar las cosas.
—¡Empezad por pagar el alquiler!
—Tened cuidado, no quiero haceros daño. El rifle está cargado. —Era un hábito fronterizo adquirido de los viajeros.
—¿Creéis que me asustan los tipos como vos? ¡Este rifle es una garantía colateral!
Tiré, pero madame Durrell tiró ferozmente a su vez.
—¡Está aquí, ha venido a robar sus cosas! —gritó. Su presa era como las mandíbulas de un terrier.
Así que, impulsado por la desesperación, invertí abruptamente el movimiento y salí disparado a través del agujero que había abierto en la pared, con lo que arranqué unas cuantas planchas al irrumpir en mi propio apartamento. Caí sobre mi casera junto con el rifle, astillas y polvo de la pared.
—Lo siento. Quería hacer esto sin armar escándalo.
—¡Socorro! ¡Qué me violan!
Fui hacia la ventana a trompicones, arrastrando conmigo a mi casera agarrada a una de mis piernas.
—¡Acabaréis en la guillotina!
Miré fuera. Talma había desaparecido del patio embarrado. Un gendarme ocupaba su lugar y alzaba la mirada hacia mí con cara de sorpresa. ¡Maldición! La policía no había sido ni la mitad de eficiente cuando fui a quejarme de que un carterista me había robado.
Así que empecé a tambalearme en dirección opuesta, y el intento de madame Durrell de morderme el tobillo quedó un tanto frustrado por la falta de más de unos cuantos dientes. La puerta estaba cerrada y la llave, seguramente en el bolsillo de mi casera, y no tenía tiempo para andarme con finuras. Abrí el cuerno, llené de pólvora la cazoleta del rifle, apunté y disparé.
La detonación sonó como un rugido en la habitación, pero al menos mi casera me soltó la pierna cuando la cerradura quedó hecha añicos. Abrí la puerta de una patada y corrí al pasillo. Una figura encapuchada y provista de una vara con cabeza de serpiente me cortó el paso en las escaleras, los ojos deslumbrados por el fogonazo del disparo.
Hubo un chasquido, y una espada de hoja muy fina emergió de la cabeza de serpiente.
—Entregádmelo y os dejaré marchar —susurró la figura encapuchada.
Titubeé, mi rifle vacío. Mi oponente permanecía plantado ante mí en una postura de piquero.
Entonces algo salió volando de la oscuridad inferior y se estrelló contra la cabeza del farolero, que se tambaleó. Me abalancé sobre él y usé el cañón de mi rifle a modo de bayoneta para hincarlo en su esternón, con lo que lo dejé sin aliento. Cayó hacia atrás y rodó escaleras abajo. Corrí tras él, salté sobre su cuerpo desplomado y salí a la calle, donde choqué con Talma.
—¿Es que te has vuelto loco? —me preguntó mi amigo—. ¡Hay policías por todas partes, y enseguida los tendremos aquí!
—Pero lo tengo —dije con una sonrisa—. ¿Con qué diablos le has dado?
—Con una patata.
—Así que sirven para algo, después de todo.
—¡Detenedlos! —gritó madame Durrell desde una de las ventanas que daban a la calle—. ¡Ha intentado abusar de mí!
Talma miró hacia arriba.
—Espero que tu rifle se merezca todas estas molestias.
Un instante después corríamos calle abajo. Otro gendarme apareció al final del callejón, así que Talma me metió en la entrada de una taberna.
—Otra logia —susurró—. Presentí que podíamos necesitarla. —Entró en la taberna y sacó rápidamente al propietario de entre las sombras. Un rápido apretón de manos masónico y Talma señaló una puerta que conducía al sótano—. Asunto urgente de la orden, amigo mío.
—¿Él también es francmasón? —preguntó el tabernero, señalándome con el dedo.
—Lo intenta.
El tabernero nos siguió y cerró la puerta tras nosotros. Luego nos detuvimos bajo unos arcos de piedra para recuperar el aliento.
—¿Hay alguna salida? —preguntó Talma.
—Tras los toneles de vino hay una reja. La alcantarilla es lo bastante grande para que se pueda pasar por ella y lleva a las cloacas. Unos cuantos masones escaparon así durante el Terror.
Mi amigo hizo una mueca, pero no se acobardó.
—¿Por dónde se va al mercado del cuero?
—Por la derecha, creo. —Nos detuvo con la mano—. Esperad, vais a necesitar esto. —Encendió un farol.
—Gracias, amigo. —Nos metimos detrás de sus toneles, arrancamos la reja del suelo y bajamos a la cloaca principal. Su alta bóveda de piedra se perdía de vista en la oscuridad en ambas direcciones, y nuestra tenue luz sólo iluminó un correteo de ratas. El agua estaba fría y olía muy mal. La reja tintineó en lo alto cuando nuestro salvador volvió a ponerla en su sitio.
Examiné mi chaqueta verde llena de manchas, la única decente que tenía.
—Admiro tu valor, Talma.
—Mejor esto y Egipto que una cárcel parisina. ¿Sabes?, Ethan, cada vez que estoy contigo ocurre algo.
—Interesante, ¿no te parece?
—Si muero de tisis, el último recuerdo que me llevaré al otro mundo será tu casera asomada a esa ventana mientras gritaba.
—Pues entonces no muramos. —Miré hacia la derecha—. ¿Por qué preguntaste por el mercado del cuero? Pensaba que la diligencia hacía su salida cerca del palacio de Luxemburgo.
—Exacto. Si la policía encuentra a nuestro benefactor, los mandará en la dirección equivocada. —Señaló con el dedo—. Iremos hacia la izquierda.
Así llegamos: medio mojados, hediondos, y yo sin equipaje salvo por el rifle y el tomahawk. Nos lavamos lo mejor que pudimos en una fuente, mi chaqueta verde de viaje irremediablemente sucia.
—Los socavones están cada vez peor —le explicó Talma al cochero sin mucha convicción. Nuestra ya lamentable apariencia se veía agravada por el hecho de que Talma había comprado los pasajes más baratos, en un intento de hacer economías que nos obligaba a viajar sentados en el banco trasero del carruaje, a la intemperie y cubiertos de polvo.
—Eso nos ahorra tener que responder a incómodas preguntas —razonó Talma. Como me habían robado casi todo el dinero, yo difícilmente podía quejarme.
Teníamos que aferramos a la esperanza de que la diligencia rápida nos acercara lo suficiente a Tolón antes de que la policía empezara a interrogar en los apeaderos, dado que nuestra extraña partida probablemente sería recordada. Cuando llegáramos a la flota de invasión de Bonaparte, estaríamos a salvo: yo llevaba conmigo una carta de presentación de Berthollet. Ocultaba mi identidad con el nombre de Gregoire y explicaba mi acento diciendo que había nacido en el Canadá francés.
Como Talma había hecho que le trajeran la maleta antes de acompañarme en mi aventura, le cogí prestada una camisa limpia antes de que la subieran al techo del carruaje. Mi rifle tuvo que ir a parar al mismo sitio, y me quedé con sólo el tomahawk encima para no sentirme indefenso.
—Gracias por la ropa extra —dije.
—Tengo mucho más que eso —alardeó mi compañero—. Traigo algodón especial para el calor del desierto, tratados sobre nuestro destino, varios cuadernos de anotaciones en cuero y un cilindro de plumas de ganso recién cortadas. Luego complementaremos mis medicinas con las momias de Egipto.
—Supongo que no creerás en esos curanderismos. —El polvo obtenido a partir de muertos triturados había llegado a ser un remedio muy popular en Europa, pero vender lo que parecía un frasquito lleno de polvo alentaba toda clase de fraudes.
—La escasa fiabilidad de que goza la medicina en Francia es la razón por la que quiero tener mi propia momia. Ya tendremos tiempo de vender lo que sobre una vez recuperada la salud.
—Un vaso de vino sienta mejor y no te complica tanto la vida.
—Al contrario, amigo mío, el alcohol puede llevar a la ruina. —La aversión que le tenía al vino era tan extraña para un francés como su afición a las patatas.
—Así que prefieres comerte a los muertos.
—Muertos a los que se preparó para la vida eterna. ¡Los elixires de los ancianos están en sus restos!
—¿Por qué están muertos, entonces?
—¿Lo están? ¿O alcanzaron alguna clase de inmortalidad?
Y con esa falta de lógica partimos. Nos acompañaban en la diligencia un sombrerero, un vinicultor, un cordelero de Tolón y un vista de aduanas que parecía resuelto a dormir mientras atravesábamos Francia. Yo me había hecho la esperanza de que contar con la compañía de una o dos damas, pero ninguna subió a la diligencia. Nuestro viaje sobre los caminos pavimentados franceses fue rápido, pero, como todos los viajes, también bastante tedioso. Dormimos buena parte de lo que quedaba de noche, y el día fue una rutina de breves paradas para cambiar de caballos, comprar comestibles de lo más mediocre y usar los retretes rurales. Yo no paraba de mirar atrás, sin ver ninguna persecución. Cuando me adormilé tuve sueños en los que madame Durrell me exigía que le pagase el alquiler.
No tardamos en aburrirnos, y Talma nos hizo pasar el rato con sus inagotables teorías de conspiraciones y misticismo.
—Tú y yo podríamos estar en una misión de importancia histórica, Ethan —me dijo, mientras nuestra diligencia traqueteaba por el valle del Ródano.
—Pensaba que sólo huíamos de mis problemas.
—Al contrario, tenemos algo vital que aportar a esta expedición. Entendemos los límites de la ciencia. Berthellot es un hombre que se rige por la razón, por el frío hecho químico. Pero nosotros, los francmasones, le tenemos mucho respeto a la ciencia y, sin embargo, sabemos que las más profundas respuestas a los mayores misterios están en los templos de Oriente. Como artista, percibo que mi destino es encontrar aquello a lo que está ciega la ciencia.
Lo miré con escepticismo, pues ya se había tragado tres panaceas contra la roña de las alcantarillas y quejado de retortijones; y pensaba que el hecho de que se le hubiera dormido la pierna anunciaba la inminencia de una parálisis irreversible. Su chaqueta de viaje era púrpura, militar como una zapatilla. ¿Y aquel hombre se disponía a embarcarse con rumbo a un bastión musulmán?
—Antoine, en Oriente existen enfermedades para las que ni siquiera tenemos nombre. Me asombra que vayas a ir allí.
—Nuestro destino tiene jardines, palacios, minaretes y harenes. Es el paraíso en la tierra, amigo mío, un almacén de la sabiduría de los faraones.
—Polvo de momia.
—No te burles. He sabido de curas milagrosas.
—Francamente, nunca he entendido por qué los masones no dejan de hablar de los misterios orientales —dije yo, al tiempo que cambiaba de postura en el asiento para estirar un poco las piernas—. ¿Qué se puede aprender de un montón de ruinas?
—Eso es porque nunca prestas atención en nuestras reuniones —me sermoneó Talma—. Los francmasones fueron los primeros eruditos que ha habido en la historia, los maestros de obras que edificaron las pirámides y las grandes catedrales. Lo que nos une es nuestra reverencia por el conocimiento, y lo que nos distingue es que queremos redescubrir las verdades del lejano pasado. Los antiguos magos conocían poderes que hoy no podemos imaginar. Hiram Abiff, el gran artífice que construyó el templo de Salomón, fue asesinado por unos rivales envidiosos, y el Maestro Constructor lo hizo resucitar de entre los muertos.
Los masones tenían que representar ciertas partes de esa historia fantástica durante la iniciación, un ritual que me había hecho sentir bastante ridículo. Una versión de la historia sugería la resurrección, en tanto que otra apuntaba a una mera recuperación del cuerpo después de un vil asesinato; pero siempre me había parecido que ninguna de las dos tenía sentido.
—Talma, supongo que no te creerás todo eso.
—Tú sólo eres un iniciado. A medida que ascendamos grados, aprenderemos cosas extraordinarias. Hay mil secretos enterrados en los antiguos monumentos, y los pocos que tuvieron el valor de sacarlos a la luz llegaron a ser los mayores maestros que ha tenido la humanidad. Jesucristo. Mahoma. Buda. Platón. Pitágoras. Todos aprendieron el misterioso conocimiento egipcio de una gran era perdida en el pasado, de civilizaciones capaces de erigir monumentos que nosotros ya no sabemos cómo edificar. Grupos selectos de hombres —nosotros los francmasones, los caballeros templarios, los Iluminados, los seguidores de la Rosacruz, los Luciferinos— han intentado redescubrir ese conocimiento.
—Cierto, pero todas esas sociedades secretas suelen estar enfrentadas entre sí, como le ocurre a la francmasonería ortodoxa con el Rito Egipcio. Los Luciferinos, según tengo entendido, ponen a Satanás en pie de igualdad con Dios.
—Satanás no, Lucifer. Simplemente creen en la dualidad del bien y el mal, y en que los dioses muestran una naturaleza dual. En cualquier caso, no pienses que todos esos grupos me parezcan equiparables. Lo único que digo es que son conscientes de que el conocimiento perdido del pasado es tan importante como el descubrimiento científico en el futuro. El propio Pitágoras pasó dieciocho años estudiando con los sacerdotes de Menfis. ¿Y dónde estuvo Jesucristo durante un período de tiempo similar de su vida, sobre el que los evangelios guardan silencio? Hay quienes aseguran que también estudió en Egipto. En algún lugar de esas tierras está el poder para rehacer el mundo, restaurar la armonía y recapturar una edad de oro, que es la razón por la que el lema de los masones reza «Orden a partir del caos». Hombres como Berthollet irán a Egipto a examinar rocas y ríos porque se ven hipnotizados por el mundo natural. Pero tú y yo, Gage, percibimos el mundo sobrenatural subyacente. ¡La electricidad, por ejemplo! ¡No la vemos y, sin embargo, está ahí! Sabemos que el mundo de nuestros sentidos sólo es un velo. Los egipcios también lo sabían. ¡Si pudiéramos leer sus jeroglíficos, llegaríamos a ser los dueños del mundo!
Como todos los escritores, mi amigo tenía una intensa imaginación y ni pizca de sentido común.
—La electricidad es un fenómeno natural, Antoine. Es el relámpago en el cielo y sentir una sacudida en una atracción científica de salón. Hablas como ese charlatán de Cagliostro.
—Cagliostro era un hombre peligroso que quería usar los ritos para oscuros propósitos, pero nunca fue un charlatán.
—Cuando practicó la alquimia en Polonia lo pillaron haciendo trampas.
—¡Fue calumniado por quienes le tenían envidia! Muchos testigos dicen que Cagliostro curaba a enfermos que los doctores corrientes desesperaban de poder sanar. Se relacionaba con la realeza. Y puede que hubiera vivido unos cuantos siglos, como Saint Germain, que en realidad era el príncipe Ragoczy de Transilvania y conoció personalmente a Cleopatra y Jesucristo. Cagliostro estudió con ese príncipe. Él…
—Fue ridiculizado y perseguido y murió en una celda después de haber sido traicionado por su propia esposa, que tenía la reputación de ser la mujer más puta de Europa. Tú mismo has dicho que el Rito Egipcio no es más que un montón de bobadas ocultistas. ¿Qué prueba tenemos de que alguno de esos que dicen ser hechiceros haya vivido varios siglos? No dudo que haya cosas interesantes para aprender en tierras musulmanas, pero se me ha reclutado en calidad de científico, no de sacerdote. ¿Qué ha hecho tu Revolución, sino mofarse de la religión y el misticismo?
—¡Precisamente por eso hoy en día hay tanto interés por lo místico! La razón ha empezado a crear un vacío de prodigios. La persecución de que se hace objeto a lo religioso ha creado una sed de espiritualidad.
—No pensarás que el verdadero motivo de Bonaparte es…
—¡Calla! —Talma me señaló con la cabeza la pared del carruaje—. No olvides tu juramento.
Ah, sí. Se suponía que el líder de nuestra expedición y el destino final de esta eran secretos, aunque bastaba con escuchar nuestra conversación para adivinar de quién se trataba y adonde iríamos.
Asentí obedientemente, pues sabía que dado el estrépito que hacían las ruedas y el puesto que ocupábamos en la trasera de la diligencia, en cualquier caso era muy poco lo que se podía oír.
—¿Estás diciendo que esos misterios son nuestro verdadero propósito? —dije en voz más baja.
—Estoy diciendo que nuestra expedición tiene múltiples propósitos.
Me retrepé en el asiento y contemplé con expresión lúgubre las tétricas colinas de tocones creadas por el insaciable apetito de madera que tenían las nuevas fábricas. Parecía como si los mismos bosques estuvieran siendo reclutados para las guerras y el comercio generados por la Revolución. Mientras los industriales se enriquecían, los campos quedaban desnudos y un sudario de nieblas malolientes cubría las ciudades. Si los antiguos eran capaces de hacer las cosas por arte de magia limpia, más poder para ellos.
—Además, el conocimiento que buscamos es ciencia —prosiguió Talma—. Platón lo introdujo en la filosofía; Pitágoras, en la geometría; Moisés y Salomón lo introdujeron en la ley. Todos son distintos aspectos de la Verdad. Algunos dicen que fue el último gran faraón nativo, el mago Nectanebo, quien se acostó con Olimpia y engendró a Alejandro Magno.
—Ya te he dicho que no quiero emular a un hombre que murió a los treinta y dos años.
—Puede que en Tolón conozcas al nuevo Alejandro.
O quizá Bonaparte fuera simplemente el nuevo héroe del momento, a sólo una derrota de distancia de la oscuridad. Mientras tanto, yo intentaría arrancarle el perdón por un crimen que no había cometido mostrándome todo lo obsequioso que pudiera sin que se me revolviese el estómago.
Salimos de la devastación, y el camino por el que circulábamos entró en lo que antaño había sido un gran parque aristocrático. El Directorio se lo había confiscado al noble o dignatario eclesiástico al que pertenecía. Ahora estaba abierto a toda clase de campesinos, furtivos y ocupantes ilegales, y pude entrever los toscos campamentos de los pobres entre los árboles, con delgadas cintas de humo que se elevaban de sus hogueras. Faltaba poco para el anochecer, y esperaba llegar pronto a una posada. Me dolía el trasero de tantas sacudidas.
De pronto salió un grito del pescante, y algo resonó estrepitosamente ante nosotros. Nos detuvimos con un brusco tirón de riendas. Había un árbol caído en el camino, y los caballos se encabritaban entre relinchos de confusión. El extremo del tronco parecía haber sido cortado a hachazos. Figuras oscuras habían empezado a emerger del bosque, con los brazos extendidos hacia el cochero y el ayudante que iban sentados en el pescante.
—¡Ladrones! —grité, mientras buscaba a tientas el tomahawk que todavía llevaba bajo la chaqueta. Mi habilidad a la hora de manejarlo estaba un poco oxidada, pero aún me sentía capaz de alcanzar un blanco a cinco metros de distancia—. ¡Deprisa, a las armas! ¡Quizá podamos mantenerlos a raya!
Pero cuando salté de la diligencia enseguida me vi acompañado por el vista de aduanas, quien había despertado de golpe, bajado de un ágil salto y, a modo de saludo, ahora empuñaba una enorme pistola que apuntaba a mi pecho. La boca de su cañón era grande como un grito.
—Bonjour, monsieur Gage —se dirigió a mí—. Tirad al suelo vuestra pequeña hacha de salvaje, si tenéis la bondad. He de volver a París o con vos o con vuestra baratija.