ue un patético intento de venganza verbal. Me despedí de madame con una reverencia, y salí a una noche que las nuevas nieblas industriales de la era volvían un poco más oscura. Al oeste brillaba el resplandor rojo de las fábricas en rápida expansión de los suburbios parisinos, presagio de la época más mecánica en la que estábamos a punto de entrar. Un farolero aguardaba cerca de la puerta principal con la esperanza de que alguien contratase sus servicios, y me congratulé de que la suerte no pareciera querer abandonarme. La capa con capucha que llevaba impedía distinguir sus rasgos con claridad, pero reparé en que eran más oscuros que los de un europeo: sería un marroquí, supuse, que andaba en busca de la clase de empleo servil a que podía aspirar un inmigrante como él. Me hizo una ligera reverencia y habló con acento árabe.
—Parecéis un hombre afortunado, monsieur.
—Estoy a punto de serlo aún más. Querría que me guiaras a mi apartamento, y luego a la dirección de una dama.
—¿Dos francos?
—Tres, si me mantienes alejado de los charcos. —Qué maravilla ser un ganador.
La luz era necesaria, dado que la Revolución había producido fervor por todo menos la limpieza y la reparación del adoquinado. Las alcantarillas estaban obstruidas; los faroles de las calles, a medio encender; y los socavones no cesaban de agrandarse. Tampoco ayudaba que el nuevo gobierno le hubiera cambiado el nombre a más de un millar de calles para conmemorar a los héroes revolucionarios, porque todo el mundo se perdía continuamente. Así que mi guía fue delante, el farol colgado de una vara que sostenía con ambas manos. Me fijé en que la madera de la vara había sido intrincadamente tallada, con surcos espaciados a los lados para poder agarrarla mejor; y en que el farol estaba suspendido de un nudo en forma de cabeza de serpiente. La boca del reptil sujetaba el pábilo del farol. Una pequeña obra de arte, supuse, del país nativo del portador.
Primero fui a mi apartamento, para poner a buen recaudo la mayor parte de lo que había ganado. Sabía que no debía llevar conmigo todas mis ganancias al aposento de una fulana, y dado el interés que todos habían mostrado por el medallón decidí que también sería mejor esconderlo. Tardé unos minutos en decidir dónde hacerlo, mientras el portador del farol esperaba fuera. Luego fuimos a la dirección de Minette, por las oscuras calles de París.
Aunque la ciudad no había dejado de ser magnífica en dimensiones y esplendor, pedía, como las mujeres de cierta edad, que no se la examinara con demasiada atención Grandes mansiones antiguas habían sido tapiadas. El palacio de las Tullerías estaba cerrado y desierto, con sus ventanas a oscuras como órbitas sin ojos. Los monasterios se hallaban en ruinas; las iglesias, cerradas; y nadie parecía haber aplicado una sola capa de pintura desde la toma de la Bastilla. Por lo visto, la Revolución había sido un desastre económico, salvo para los bolsillos de políticos y generales. Pocos franceses se atrevían a quejarse muy abiertamente, porque los gobiernos acostumbran a justificar sus errores. El mismo Bonaparte, entonces poco conocido oficial de artillería, había cubierto de metralla el último levantamiento reaccionario; lo cual le valió el ascenso.
Pasamos junto al terreno de la Bastilla, ahora desmantelada. Desde la liberación de la cárcel, veinticinco mil personas habían sido ejecutadas durante el Terror, diez veces esa cifra había huido al extranjero, y se habían construido cincuenta y siete prisiones nuevas que ocuparían su lugar. Sin ningún sentido de la ironía, el lugar donde había estado la antigua cárcel era conmemorado como un «manantial de regeneración»: una Isis entronizada que, cuando el artefacto funcionaba, manaba agua por sus pechos. Pude divisar en la lejanía los campanarios de Notre-Dame, rebautizada como el Templo de la Razón y que según se decía había sido construida sobre un templo romano dedicado a la misma diosa egipcia. ¿Habría tenido yo alguna premonición? Desgraciadamente, rara vez nos fijamos en lo que debemos. Cuando le pagué los honorarios al farolero, apenas reparé en que se quedaba allí unos instantes más de lo normal mientras yo entraba en el edificio.
Subí la escalera de madera que crujía y olía a orina hasta la morada de Minette. Su apartamento estaba en el nada codiciado tercer piso, justo debajo de las buhardillas ocupadas por sirvientas y toda clase de artistas. La altitud me dio una pista del escaso éxito de su oficio, sin duda casi tan afectado por la economía revolucionaria como la fabricación de pelucas y el pintar dorados. Minette había encendido una sola vela, cuya luz reflejaba el cuenco de cobre que usaba para lavarse las medias, y vestía una sencilla camisola blanca, con las cintas desatadas en la parte de arriba para invitar a una mayor exploración. Me recibió con un beso; el aliento le olía a vino y regaliz.
—¿Me has traído mi regalito?
La apreté contra mis pantalones.
—Deberías notarlo.
—No. —Hizo un mohín y me puso la mano en el pecho—. Aquí, junto a tu corazón. —Dibujó con el dedo el lugar donde el medallón hubiese debido reposar contra mi piel: su disco, sus brazos suspendidos, todo ello colgado de una cadena dorada—. Quiero llevarlo para ti.
—¿Y arriesgarnos a que nos den de puñaladas? —Volví a besarla—. Además, en la oscuridad no es prudente llevar encima cosas tan valiosas.
Las manos de Minette me exploraban el torso, para asegurarse.
—Esperaba un poco más de coraje por tu parte.
—Nos lo jugaremos a una apuesta. Si ganas, lo traigo la próxima vez.
—¿Qué apuesta? —susurró ella, con un zureo de paloma perfeccionado por la práctica profesional.
—El perdedor será el primero que llegue a la cumbre.
—¿Y las armas?
—Todas las que te puedas imaginar. —La incliné un poco hacia atrás, la atrapé con la pierna que le había pasado alrededor de los tobillos y la deposité sobre la cama—. En garde.
Salí vencedor de nuestra pequeña contienda y, ante la insistencia de Minette en que volviéramos a librarla, gané una segunda y luego una tercera vez, hasta hacerla chillar. Al menos, eso creo; con las mujeres, nunca se puede estar realmente seguro. En todo caso, bastó para que ella no se despertara cuando me levanté de la cama antes del amanecer y dejé una moneda de plata sobre mi almohada. Puse un tronco en la chimenea para que la habitación aún estuviera caliente cuando Minette se levantara.
Cuando el cielo empezaba a grisear y los faroleros ya habían abandonado las calles, el pueblo llano de París se levantaba de la cama. Los carros de la basura desfilaban ruidosamente por las calles. Los hombres de los tablones cobraban sus honorarios por los puentes temporales que tendían sobre el agua estancada en las calles. Los aguadores llevaban cubos a las casas más elegantes. Saint-Antoine, el barrio donde yo vivía, no era ni elegante ni de dudosa reputación, sino más bien un reducto de las clases trabajadoras habitado por cerrajeros, artesanos, ebanistas y sombrereros. La confusión de olores procedentes de los tintoreros y las fábricas de cerveza evitaba que subiesen los alquileres. Lo envolvía todo el sempiterno olor parisino a pan, humo y estiércol.
Más que satisfecho de mi velada, subí las oscuras escaleras con la intención de dormir hasta mediodía. Así que cuando abrí la puerta de mis oscuros alojamientos y entré en ellos, decidí que iría a tientas hasta el colchón sin molestarme en encender una palmatoria. Visto el gran interés que había mostrado Silano por el medallón, me pregunté si no podría empeñarlo por una suma lo bastante grande para mudarme a un sitio mejor.
Entonces percibí una presencia. Me di la vuelta para encararme con una sombra entre las sombras.
—¿Quién va?
Hubo una súbita ráfaga de viento y me hice a un lado instintivamente, para luego sentir que algo pasaba silbando junto a mi oído y chocaba con mi hombro. El objeto era romo, sin que por ello el impacto fuera menos doloroso. Me encontré arrodillado en el suelo.
—¿Qué diablos? —La porra me había dejado el brazo insensible.
Entonces alguien me empujó y caí de lado, entorpecido por el dolor. ¡Yo no estaba preparado para aquello! Di una patada de pura desesperación, y mi pie encontró un tobillo y arrancó un aullido que me proporcionó cierta satisfacción. Me arrastré sobre el costado y busqué a ciegas con las manos, hasta que mis dedos se cerraron sobre una pantorrilla. Tiré de ella, y el intruso acabó en el suelo conmigo.
—Merde —gruñó.
Un puño me golpeó la cara mientras me debatía con mi atacante, al tiempo que intentaba quitarme la funda de la espada de entre las piernas para poder desenvainarla. Esperaba una estocada por parte de mi oponente, pero no la hubo. En lugar de ello, una mano me buscó la garganta.
—¿Lo tiene? —preguntó otra voz.
¿Cuántos había?
Ahora disponía de un brazo y un cuello, y logré descargar un golpe sobre una oreja. Mi oponente soltó otro juramento. Tiré con todas mis fuerzas y su cabeza rebotó en el suelo. Mis piernas no paraban de agitarse y derribaron una silla que cayó estrepitosamente.
—¡Monsieur Gage! —llegó un grito desde abajo—. ¿Qué intentáis hacerle a mi casa? —Era mi casera, madame Durrell.
—¡Auxilio! —grité, o más bien jadeé, dado el dolor. Rodé a un lado, conseguí sacar la funda de la espada de debajo de mí y me dispuse a desenvainar el estoque—. ¡Ladrones!
—Por el amor de Dios, ¿quieres hacer el favor de ayudarme? —le dijo mi atacante a su compañero.
—Intento encontrarle la cabeza. No podemos matarlo hasta que lo tengamos.
Y entonces algo me golpeó, y todo se oscureció.
Recuperé el conocimiento con la mente llena de confusión y la nariz en el suelo. Madame Durrell estaba agachada sobre mí como inspeccionando un cadáver. Cuando me dio la vuelta y parpadeé, se sobresaltó.
—¡Vos!
—Sí, soy yo —gemí, y por unos instantes no pude recordar nada.
—¡Os han dejado hecho un desastre! ¿Cómo es que aún estáis vivo?
¿Qué hacía madame Durrell agachada sobre mí? Su melena pelirroja siempre me espantaba con la flamígera nube de rizos que le envolvía la cabeza, como si esta fuese un reloj al que se le hubieran salido los muelles. ¿Sería que ya había llegado el momento de pagar el alquiler? La guerra de calendarios me mantenía en un constante estado de confusión.
Entonces recordé el ataque.
—Dijeron que no se atrevían a matarme.
—¡Cómo os atrevéis a haceros visitar por semejantes rufianes! ¿Pensáis que podéis crear aquí en París una tierra salvaje como la que tenéis en América? ¡Pagaréis hasta el último sou de lo que cuesten las reparaciones!
Me senté torpemente en el suelo.
—¿Ha habido daños?
—¡Un apartamento destrozado, una buena cama echada a perder! ¿Sabéis lo que cuesta hoy en día la clase de calidad que les ofrezco a mis inquilinos?
Empecé a ser consciente de lo que me rodeaba, y los primeros fragmentos de realidad lograron abrirse paso a través del gong en que se había convertido mi cabeza.
—Madame, yo soy más víctima que vos.
Mi estoque había desaparecido junto con mis atacantes. Mejor así, dado que lo llevaba más para lucirlo que por la utilidad que pudiera tener. Nunca me habían enseñado a usarlo, y encontraba muy molesto sentirlo chocar continuamente contra mi muslo al caminar. Si me hubieran dado a elegir, habría confiado en mi rifle largo o en mi tomahawk de los indios algonquinos. Había adoptado esa pequeña hacha durante mis días en el comercio de pieles, tras haber aprendido de los indios y los viajeros su utilidad como arma, escalpelo, martillo, podadora y cortacabos. No entendía cómo se las apañaban los europeos para pasar sin él.
—¡Cuando aporreé la puerta, vuestros compañeros de juerga me dijeron que os habíais emborrachado después de ir de putas! ¡Qué habíais perdido el control!
—Madame Durrell, esos hombres eran ladrones, no compañeros de juerga. —Miré a mi alrededor. Ahora que los postigos estaban abiertos y dejaban entrar toda la claridad matinal, vi que mi apartamento parecía haber sido alcanzado por una bala de cañón. Los armarios estaban abiertos; y su contenido, esparcido por el suelo como una avalancha. Había un mueble caído de lado. Mi magnífico colchón de plumas lo habían girado y rajado, y todavía quedaban trozos de plumón flotando en el aire. Una estantería yacía en el suelo, con mi pequeña biblioteca desparramada en torno a él. Mis ganancias a las cartas habían desaparecido de mi ejemplar ahuecado sobre el tratado de óptica escrito por Newton que Franklin me había regalado (seguramente no esperaba que lo leyese), y yo tenía la camisa rasgada hasta el botón del estómago. Sabía que no la habían hecho jirones para admirarme el pecho—. He sido invadido.
—¿Invadido? ¡Dijeron que vos los habíais invitado!
—¿Quién dijo eso?
—Soldados, rufianes, vagabundos… Llevaban capa y sombrero, y calzaban botas muy gruesas. Me dijeron que se había producido una discusión a causa de las cartas, y que vos pagaríais los daños.
—Madame, casi me asesinan. Estuve fuera toda la noche, vine a casa, sorprendí a un par de ladrones y me dejaron inconsciente de un golpe. Aunque no se me ocurre qué tenía yo para robar. —Miré los paneles de madera de las paredes y vi que uno de ellos había sido arrancado. ¿Estaba a salvo mi rifle escondido? Entonces se me fueron los ojos hacia el orinal, hediondo como de costumbre. Bien.
—Cierto, ¿por qué iban a molestarse unos ladrones con un pobretón como vos? —Me miró escépticamente—. ¡Un americano! Todos saben que los de vuestro país no tenéis dinero.
Cogí un taburete caído en el suelo y me senté pesadamente. Madame Durrell tenía razón. Cualquier tendero del barrio podría haberles dicho a los ladrones que yo tenía muchas deudas pendientes. Tenían que haber sido mis ganancias, incluido el medallón. Hasta la próxima partida, habría sido rico. Alguien de la casa de juego me había seguido hasta aquí, sabiendo que enseguida me iría a ver a Minette. ¿El capitán? ¿Silano? Y yo los había sorprendido en flagrante delito con mi regreso al amanecer. ¿O habían esperado a que volviera porque no lograron encontrar lo que buscaban? ¿Y quién estaba al corriente de mis planes amorosos? Para empezar, Minette. No había tardado nada en pegárseme. ¿Actuaba conchabada con algún bribón? Ese era un ardid bastante común entre las prostitutas.
—Madame, asumo la responsabilidad de todas las reparaciones.
—Me gustaría ver un poco de dinero que respalde esas palabras, monsieur.
—A mí también. —Me levanté del taburete y me costó mantenerme en pie.
—¡Tenéis que contárselo a la policía!
—Podré explicarme mejor cuando haya interrogado a alguien.
—¿A quién?
—A la joven que me llevó por mal camino.
Madame Durrell resopló y, sin embargo, me mostró un atisbo de simpatía. ¿Que un hombre haga el ridículo por una mujer? Eso es muy francés.
—¿Me dejaréis un rato a solas para poner bien mis muebles, reparar mi indumentaria y curar mis cardenales, madame? Pese a lo que podáis pensar, tengo un gran sentido del pudor.
—Lo que necesitáis es una buena cataplasma. Y mantener abrochado el cinturón de los pantalones.
—Por supuesto. Pero también soy un hombre.
—Bien —dijo, mientras se incorporaba—. Cada franco de lo que esto cueste será añadido a vuestro alquiler, así que más vale que recuperéis lo que habéis perdido.
—Podéis estar segura de que lo haré.
Me quité de encima a mi casera, cerré la puerta y empecé a juntar las piezas del rompecabezas. ¿Por qué no me habían matado? Porque no encontraron lo que andaban buscando. ¿Y si volvían, o si una madame Durrell impulsada por el afán de fisgonear decidía hacer su propia limpieza? Me cambié de camisa y acabé de arrancar el tablero que había al lado de mi aguamanil. Sí, mi rifle largo de Pensilvania estaba a salvo: demasiado evidente para ir cargado con él por una calle de París y demasiado conspicuo para empeñarlo, ya que podía ser relacionado con mi persona. Mi tomahawk también estaba allí, y lo guardé en mi lugar preferido, bajo el faldón de la chaqueta. ¿Y el medallón? Me dirigí hacia el orinal.
Allí estaba, sumergido en mis aguas residuales. Lo saqué de su escondite, me lavé en el aguamanil, y tiré los desperdicios y el agua sucia por la ventana que daba al oscuro jardín…
Tal como me esperaba, el orinal era el único sitio en el que no se le ocurriría mirar a un ladrón. En cuanto hube limpiado el medallón, me lo colgué al cuello y fui a encararme con Minette.
¡No era de extrañar que me hubiera dejado salir vencedor de nuestra competición sexual! ¡Esperaba hacerse con el medallón de otra forma, distrayéndome!
Volví sobre mis pasos, y compré algo de pan con las escasas monedas que me quedaban en el bolsillo. La mañana ya estaba bastante avanzada, y París se había llenado de gente: los vendedores callejeros se me acercaban con escobas, leña para la chimenea, café molido, molinillos de juguete y toda clase de ratoneras; pandillas de jóvenes esperaban cerca de las fuentes, donde obtenían dinero a cambio de agua mediante la extorsión; los niños que iban a la escuela desfilaban en pelotones uniformados; los carreteros descargaban toneles que hacían rodar al interior de los comercios; un teniente de mejillas sonrosadas salió de una sastrería, radiante en el uniforme del cuerpo de granaderos.
¡Sí, allí estaba la casa de Minette! Galopé escaleras arriba, resuelto a interrogarla antes de que despertara y tuviera ocasión de escabullirse. Sin embargo, nada más llegar a su rellano noté que algo iba mal. El edificio parecía hallarse curiosamente vacío. La puerta de Minette estaba entreabierta. Llamé con los nudillos, pero no hubo respuesta. Miré hacia abajo. El pomo estaba torcido y la madera, astillada. Cuando abrí la puerta de par en par, un gato huyó a la carrera con los bigotes teñidos de rosa.
Una ventana solitaria y las ascuas de la chimenea daban luz más que suficiente para que se pudiera ver. Minette estaba acostada en la cama tal como yo la había dejado, pero con la sábana apartada de su cuerpo desnudo y el estómago abierto por un cuchillo. Era la clase de herida que mataba lentamente y que daba a su víctima tiempo para suplicar o confesar. Un charco de sangre se había formado en el suelo de madera de debajo de la cama, y el gato lo había estado lamiendo.
Aquel asesinato no tenía ningún sentido.
¿Qué hacer? Nos habían visto hablar en susurros en la casa de juego, y había sido evidente que yo tenía intención de pasar la noche con ella. Ahora Minette estaba muerta, pero ¿por qué? Tenía la boca abierta y los ojos en blanco.
Fue entonces cuando reparé en ello, mientras oía un ruido de pesadas botas masculinas que subían por las escaleras. La punta del dedo índice de Minette relucía con el brillo de su propia sangre, y antes de morir había escrito algo con ella en las tablas de madera de pino. Ladeé la cabeza.
Era la primera letra de mi apellido, la G.
—Monsieur —dijo una voz desde el rellano—, estáis arrestado.
Me di la vuelta para ver a dos gendarmes, un cuerpo de policía formado en 1791 por los comités revolucionarios. Tras ellos había un hombre que me miraba como si sus sospechas acabaran de verse confirmadas.
—Ese es —dijo el tipo de piel cetrina que hablaba con acento árabe.
Era el hombre al que yo había pagado para que me llevase el farol.
Si bien el Terror había llegado a su fin, la justicia revolucionaria francesa aún tendía a guillotinar primero e investigar después. Más valía no ser arrestado. Dejé a la pobre Minette para correr hacia la ventana de su dormitorio, donde me encaramé en el alféizar para saltar al trozo de tierra fangosa que había debajo. Pese a la larga noche no había perdido mi agilidad.
—¡Alto, asesino! —Se oyó una detonación, y una bala de pistola silbó junto a mi oreja.
Salté una valla para gran alarma de un gallo, me abrí paso a patadas junto a un perro muy territorial, encontré un pasaje que conducía a una calle adyacente y corrí. Oí gritos, pero no sabría decir si eran de alarma, confusión o comercio. Afortunadamente, París es un laberinto de seiscientas mil personas, y no tardé en perderme de vista bajo las marquesinas de los mercados de Les Halles, donde el olor a tierra húmeda de las manzanas invernales, las zanahorias de vivo color anaranjado y las relucientes anguilas ayudaron a calmarme un poco tras la tremenda conmoción que me produjo aquel cuerpo acuchillado. Vi las cabezas de dos gendarmes que corrían por el pasillo de los quesos, así que fui en dirección contraria.
Me hallaba en el peor tipo de apuro posible, lo cual significa que no estaba del todo seguro de en qué consistía exactamente el apuro.
Que mi apartamento hubiera sido saqueado podía aceptarlo, pero ¿quién había matado a mi cortesana? ¿Los ladrones de los que en un primer momento había creído cómplice a Minette? ¿Para qué? Ella no tenía ni mi dinero ni mi medallón. ¿Y por qué iba a querer implicarme Minette escribiendo algo con un dedo manchado de sangre? Me sentía tan perplejo como asustado.
El hecho de ser un americano en París hacía que me sintiera especialmente vulnerable. Sí, habíamos dependido de la ayuda francesa para conseguir nuestra independencia. Sí, sus años como diplomático de nuestra nación hicieron del gran Franklin toda una celebridad aclamada por su ingenio, y su efigie sería reproducida en tal cantidad de naipes, miniaturas y tazas que el rey, en una rara muestra de agudeza real, mandó que lo pintaran dentro del orinal de una admiradora. Y sí, mi vínculo con el científico y diplomático me había granjeado unas cuantas amistades francesas muy bien situadas. Pero las relaciones entre nuestras naciones empeoraron rápidamente cuando Francia empezó a interferir en la navegación de nuestros barcos neutrales. Políticos americanos que, en un primer momento, habían acogido con entusiasmo el idealismo de la Revolución francesa se sintieron muy disgustados por el Terror. Si yo servía de algo en París, era intentando explicar una nación a la otra.
Vine a la ciudad por primera vez hace catorce años, a la edad de diecinueve; era la manera de que mi padre desligara mis emociones (y la fortuna que había ganado como naviero y consignatario marítimo) de Annabelle Gaswick y sus padres socialmente ambiciosos. Yo no tenía la certeza de que Annabelle estuviese embarazada, pero admitiré que era teóricamente posible. Annabelle no era la clase de partido que mi familia deseaba para mí. Se decía que un dilema similar llevó al joven Ben Franklin de Boston a Filadelfia; y mi padre confiaba en que el anciano estadista comprendería mi situación. También ayudaba el que Josiah Gage hubiera servido en el Ejército Continental como mayor y, lo que es más importante, que fuera masón de tercer grado. Franklin, que había sido francmasón en Filadelfia, fue aceptado como miembro de la Logia de las Nueve Musas de París en 1777, y al año siguiente jugó un papel decisivo a la hora de lograr que Voltaire fuese iniciado en esa misma augusta congregación. Como yo ya había hecho unos cuantos viajes comerciales a Quebec, hablaba un francés pasable y sabía expresarme razonablemente bien por escrito (había iniciado mi segundo año en Harvard, si bien ya empezaba a estar un poco harto de todos aquellos clásicos llenos de moho, del tipo de mentalidad erudita que sólo piensa en sí misma y de los interminables debates sobre cuestiones para las que no existe respuesta), mi padre sugirió en 1784 que podría ser asistente del embajador americano. En realidad Franklin ya había cumplido los setenta y ocho, empezaban a fallarle las fuerzas y no tenía ninguna necesidad de mis ingenuos consejos, pero estaba dispuesto a ayudar a un hermano masón.
Una vez en París, el anciano estadista me cogió mucho cariño, pese a mi falta de ambición. Me familiarizó con la francmasonería y la electricidad.
«En la electricidad reside la fuerza secreta que anima el universo —me dijo—. En la francmasonería hay un código de conducta y pensamiento racionales que, seguido por todos, contribuiría enormemente a curar al mundo de sus dolencias».
La francmasonería, me explicó, había aparecido en Inglaterra a principios de nuestro siglo XVIII; aunque sus orígenes se remontaban al gremio de maestros de obras que habían recorrido toda Europa durante la construcción de las grandes catedrales. Sus habilidades les permitían encontrar trabajo donde quisieran y pedir un salario justo cuando lo hacían, algo nada desdeñable en un mundo de siervos. Sin embargo, la francmasonería se tenía por más antigua todavía y encontraba sus raíces en los caballeros templarios de las cruzadas, que establecieron sus cuarteles generales en el Monte del Templo de Jerusalén para luego convertirse en los banqueros y señores de la guerra de Europa. Los templarios medievales llegaron a ser tan poderosos que su fraternidad fue aplastada por el rey de Francia y sus líderes ardieron en la hoguera. Se decía que los supervivientes fueron quienes sembraron la semilla de nuestra orden. Como les ocurría a muchos grupos, los masones hallaban cierto orgullo en las persecuciones del pasado.
«Hasta los templarios que padecieron martirio descendían de grupos aún más ancestrales —dijo Franklin—. La masonería remonta su ascendencia a los hombres sabios del mundo antiguo, y a los carpinteros y maestros de obras que construyeron el templo de Salomón».
Los símbolos masónicos son los delantales y las herramientas de nivelación del maestro de obras, porque la fraternidad admira la lógica y precisión de la ingeniería y la arquitectura. Para poder ser miembro hay que creer en un ser supremo, aunque no se especifica ningún credo; de hecho, los masones tienen rigurosamente prohibido hablar de religión o política en la logia. La masonería es una organización filosófica dedicada a la racionalidad y la indagación científica, fundada en la reacción librepensadora a las guerras religiosas entre católicos y protestantes de siglos anteriores. Sin embargo, también recurre al misticismo antiguo y a ciertos arcanos preceptos matemáticos. El que ponga tanto énfasis en la caridad y la probidad moral, en lugar de en el dogma y la superstición, hace que los conservadores religiosos encuentren sospechosas sus enseñanzas basadas en el sentido común. La exclusividad de la masonería la hace objeto de envidias y rumores.
—¿Por qué no la siguen todos los hombres? —le pregunté a Franklin.
—Demasiados humanos cambiarían de buena gana un mundo racional por uno supersticioso si les proporciona una buena posición social, calma sus temores o les depara alguna clase de ventaja sobre sus congéneres —me explicó el filósofo americano—. A la gente siempre le da miedo pensar. Y por desgracia, Ethan, la integridad siempre es prisionera de la vanidad, y el sentido común se ve fácilmente eclipsado por la codicia.
Yo apreciaba el entusiasmo de mi mentor, pero no tuve mucho éxito como masón. El ritual me cansa, y la ceremonia masónica parecía oscura e interminable. Había abundancia de largos discursos, aprenderse de memoria tediosas ceremonias, y vagas promesas de claridad que llegarían sólo cuando uno progresara en el grado masónico. En resumen, que la francmasonería era un aburrimiento y exigía más esfuerzo del que yo estaba dispuesto a hacer. Para mi consuelo, el año siguiente partí con Franklin rumbo a Estados Unidos, y la carta de recomendación que me escribió y mi dominio del francés llamaron la atención de un comerciante en pieles neoyorquino llamado John Jacob Astor al que le empezaban a ir muy bien las cosas. Como me habían aconsejado que mantuviera cierta distancia de la familia Gaswick —Annabelle se había casado con un platero en circunstancias bastante apresuradas—, enseguida aproveché la oportunidad de experimentar el negocio de las pieles en Canadá. Cabalgué con unos viajeros franceses hasta los Grandes Lagos, donde aprendí a cazar y disparar, y en un primer momento pensé que podría hallar mi futuro en el Gran Oeste. Pero cuanto más nos alejábamos de la civilización más la echaba de menos, y no sólo la de América, sino la de Europa. Un salón era un refugio de esa vastedad que amenazaba con engullirte. Ben decía que el Nuevo Mundo te guiaba hacia las verdades sencillas, en tanto que el Viejo Mundo te conducía hacia una sabiduría medio olvidada que sólo esperaba ser redescubierta. Pasó toda su vida dudando entre ambos, y a mí me ocurría lo mismo.
Así que descendí por el Misisipí hasta Nueva Orleans. Allí había un París en miniatura, pero abrasador, exótico, y modernamente decadente; una encrucijada de africanos, criollos, mexicanos y cherokees, de prostitutas, mercados de esclavos, yanquis que especulaban con terrenos y sacerdotes misioneros. La energía que irradiaba Nueva Orleans hizo que me entraran ganas de volver a las comodidades urbanizadas. Me embarqué con rumbo a las islas francesas del azúcar, edificadas a costa de la incansable mano de obra esclava, y allí tuve mi primer contacto con la horrenda desigualdad de la vida y la tranquilizadora ceguera de las sociedades construidas sobre ella. Lo que distingue a nuestra especie no es sólo lo que los hombres son capaces de hacerles a otros hombres, sino la insistencia con que lo justifican.
Luego navegué en un barco cargado de azúcar hasta Le Havre, donde llegué a tiempo de saber que el pueblo había asaltado la Bastilla. ¡Qué inmenso contraste entre los ideales de la Revolución y los horrores que acababa de ver! Pero el caos que crecía rápidamente me mantuvo alejado de Francia durante años, mientras me ganaba la vida como representante comercial entre Londres, Estados Unidos y España. Mi meta era incierta; mi propósito, postergado. Me había convertido en un desarraigado.
Finalmente volví a París cuando el Terror hubo cesado, con la esperanza de encontrar oportunidades en aquella sociedad caótica y febril. Francia hervía con una sofisticación intelectual inalcanzable en casa. Todo París era una botella de Leyden, una batería llena de chispas almacenadas. ¡La sabiduría perdida que tanto anhelaba Franklin quizá pudiera ser redescubierta! París también tenía mujeres con un encanto considerablemente mayor que el de Annabelle Gaswick. Si me quedaba allí un tiempo, era posible que la fortuna diese conmigo.
Ahora, podría ser la policía la que diera conmigo.
¿Qué hacer? Recordé algo que Franklin había escrito: la francmasonería «hacía que hombres de los sentimientos más hostiles, las regiones más distantes y las condiciones más diversificadas corrieran en ayuda el uno del otro». Yo aún participaba ocasionalmente en las actividades masónicas, debido a los contactos sociales que eso procuraba. Francia tenía treinta y cinco mil miembros organizados en seiscientas logias, una fraternidad de hombres capaces tan poderosa que la organización estaba acusada de fomentar la Revolución y de conspirar para invertir su curso. Washington, Lafayette, Bacon y Casanova habían sido masones. Al igual que lo había sido Joseph Guillotin, quien inventó la guillotina como una forma de mitigar el sufrimiento en la horca. En mi país, la orden era un auténtico panteón de patriotas: Hancock, Madison, Monroe y hasta John Paul Jones y Paul Reveré habían sido masones; razón por la cual algunos sospechan que mi nación era una invención masónica. Yo necesitaba consejo y recurriría a mis hermanos masones, o a un masón en particular: el periodista Antoine Talma, quien había buscado mi amistad durante mis irregulares visitas a la logia, debido al extraño interés que sentía por América.
—Vuestros indios pieles rojas descienden de civilizaciones antiguas, ahora perdidas, que supieron encontrar esa serenidad que hoy en día se nos escapa —le gustaba teorizar a Talma—. Si pudiéramos demostrar que los pieles rojas son una de las tribus perdidas de Israel, o refugiados llegados de Troya, eso nos mostraría el camino a la armonía.
Obviamente él no había visto los mismos indios que yo, esos pieles rojas que parecían tan implacables, ávidos y crueles como armoniosos; pero nunca había sido capaz de poner freno a sus especulaciones.
Antoine, un soltero que no compartía mi interés por las mujeres, era escritor y panfletista y se alojaba cerca de la Sorbona. Lo encontré sentado no a su escritorio, sino en uno de los nuevos cafés donde servían helados, cerca del Pont Saint-Michel, mientras hacía durar una limonada que según me aseguró tenía poderes curativos. Talma siempre tenía achaques, y experimentaba continuamente con purgantes y dietas para alcanzar la esquiva meta de la salud. Era uno de los pocos franceses que yo conocía capaces de comer la patata americana, que la mayoría de los parisinos consideraban apropiada únicamente para los cerdos. Al mismo tiempo, siempre se estaba lamentando de que no vivía la vida en toda su plenitud y anhelaba ser la clase de aventurero que veía en mí, sin arriesgarse a pillar un resfriado. (Yo había exagerado un tanto mis propias proezas y disfrutaba secretamente con sus halagos). Me hizo objeto de su cálido recibimiento habitual, con sus jóvenes facciones llenas de inocencia, su pelo alborotado incluso después de que se lo hubieran cortado a la nueva manera republicana y su chaqueta rosa de diario con botones plateados. Tenía la frente despejada, los ojos enormes y vivaces y la tez pálida como el queso.
Yo asentí educadamente ante su último remedio y pedí una bebida bastante más nociva, café, y algo de repostería. Los poderes adictivos del negro brebaje eran denunciados periódicamente por el gobierno para restar importancia al hecho de que fuese la guerra la que hacía que costara tanto obtener los granos.
—¿Podrías pagar tú? —le pregunté a Talma—. He tenido un pequeño contratiempo.
Me miró con más atención.
—Dios mío, ¿te has caído dentro de un pozo? —Sucio y lleno de morados, yo iba sin afeitar y tenía los ojos enrojecidos.
—Gané una partida de cartas. —Reparé en que sobre la mesa de Talma había media docena de billetes de lotería que no habían ganado ningún premio. La suerte de mi amigo en los juegos de azar no era comparable con la mía, pero el Directorio confiaba en el terco optimismo de gente como él para recaudar gran parte de su apoyo financiero. Mientras tanto los espejos con marcos dorados del café, que se reflejaban infinitamente unos a otros, hicieron que me sintiera demasiado visible—. Necesito un abogado honrado.
—Eso abunda tanto como un agente de la ley escrupuloso, un carnicero vegetariano o una prostituta virginal —replicó Talma—. Si probaras la limonada, quizá te ayudaría a corregir esos extravíos mentales.
—Hablo en serio. Una mujer que pasó la noche conmigo acaba de ser asesinada. Dos gendarmes intentaron arrestarme por su muerte.
Talma arqueó las cejas, no muy seguro de si yo estaba bromeando. Una vez más, había sabido cómo tentar su vena de observador. También sabía perfectamente que se preguntaba si no podría vender aquella historia a los periódicos.
—Pero ¿por qué?
—Tenían como testigo a un farolero cuyos servicios contraté. No era ningún secreto que los aposentos de esa mujer eran mi destino: hasta el conde Silano lo sabía.
—¡Silano! ¿Quién creería a ese canalla?
—Tal vez el gendarme cuya pistola disparó la bala que me ha rozado la oreja; ese fue quien lo creyó. Soy inocente, Antoine. Creía que Minette ayudaba a unos ladrones; pero cuando volví a su casa para encararme con ella, estaba muerta.
—Un momento. ¿Ladrones?
—Los sorprendí mientras ponían patas arriba mi apartamento, y me dejaron inconsciente. Anoche gané algo de dinero en las mesas de juego, junto con un extraño medallón, pero…
—Por favor, no vayas tan deprisa —dijo Talma, al tiempo que se palmeaba los bolsillos en busca de un trozo de papel—. ¿Un medallón?
Me lo saqué de la camisa.
—No puedes escribir sobre esto, amigo mío.
—¡No escribir acerca del medallón! ¡Es como si me dijeras que no puedo respirar!
—Hacerlo sólo serviría para empeorar mi situación. Tienes que salvarme en secreto.
Talma suspiró.
—Pero podría sacar a la luz una injusticia.
Puse el medallón sobre la mesa de mármol, oculto por mi torso a los ojos de los otros clientes, y lo deslicé hacia mi compañero.
—Mira: el soldado al que se lo gané dijo que provenía del antiguo Egipto. Silano mostró mucha curiosidad. Pujó para hacerse con él e incluso quería comprarlo, pero yo me negué a venderlo. No veo que valga la pena matar por él.
Talma contempló el medallón con los ojos entornados, le dio la vuelta y jugó con sus brazos.
—¿Qué son todas estas marcas?
Lo examiné más atentamente por primera vez. Ya he descrito el surco que corría a través del disco, como para indicar su diámetro. Arriba, el disco había sido perforado de manera aparentemente aleatoria. Abajo había tres series de marcas en zigzag, como si un niño hubiera querido dibujar una cordillera. Y, debajo de estas, había una especie de arañazos que formaban un pequeño triángulo.
—No tengo ni idea. Es extremadamente tosco.
Talma desplegó los dos brazos que colgaban del medallón para formar una V invertida.
—¿Y qué opinas de esto?
No necesitó explicarse. Parecía el símbolo masónico del compás, la herramienta de construcción usada para trazar un círculo. El simbolismo secreto de la orden solía emparejar el compás con la escuadra de carpintero, una herramienta puesta sobre la otra. Si extendías los brazos del medallón todo lo que permitía su bisagra, dibujarían la circunferencia de un círculo de unas tres veces el tamaño del disco que había encima de ellos. ¿Sería alguna clase de herramienta matemática?
—No le veo ningún sentido —dije.
—Pero Silano, que pertenece al herético Rito Egipcio de la francmasonería, se mostró muy interesado. Lo cual significa que quizá tenga algo que ver con los misterios de nuestra orden.
Se decía que la imaginería masónica se inspiraba en la de los antiguos. Algunas imágenes eran herramientas de uso tan habitual como el mallete, la llana y la mesa de caballetes; pero había otras tan exóticas como el cráneo humano, los pilares, las pirámides, las espadas y las estrellas. Todas eran simbólicas y pretendían sugerir un orden en la existencia que yo no he logrado detectar en la vida cotidiana. En cada grado de la progresión masónica se explicaban más símbolos de ese tipo. ¿Acaso ese medallón era antecesor de nuestra fraternidad? No nos atrevíamos a hablar de ello en el café donde servían helados, porque los miembros de la logia prestaban un juramento de secreto; lo cual naturalmente hace que nuestro simbolismo se vuelva aún más fascinante para los no iniciados. Se nos ha acusado de toda clase de hechicerías y conspiraciones, cuando lo cierto es que nuestras ceremonias secretas consisten básicamente en pasearse por la logia ataviados con delantales blancos. Como declaró un ocurrente: «Aun cuando su secreto sea ese —que carecen de secreto—, es un gran logro mantenerlo en secreto».
—Sugiere el pasado remoto —dije, mientras volvía a colgármelo del cuello—. El capitán al que se lo gané aseguraba que había venido a Italia con Cleopatra y César y que había pertenecido a Cagliostro, pero lo valoraba tan poco que lo apostó en el chemin de fer.
—¿Cagliostro? ¿Y dijo que era egipcio? ¿Y Silano mostró interés?
—En ese momento no le di mayor importancia. Pensé que sólo lo decía para hacerme subir la puja. Pero ahora…
Talma reflexionó unos instantes.
—Puede que sólo se trate de una coincidencia. Una partida de cartas, dos crímenes.
—Puede.
Mi amigo tabaleó con los dedos sobre la mesa.
—Pero también podría ser que todo estuviese relacionado. El farolero conduce a la policía hasta ti porque calcula que tu reacción al saqueo de tu apartamento te arrastrará involuntariamente a la escena de un horrendo asesinato, lo cual hará posible un interrogatorio. Analiza la secuencia. Ellos esperan poder limitarse a robar el medallón. Pero no se encuentra en tu apartamento. Tampoco le ha sido entregado a Minette. Tú eres un extranjero de cierta posición, al que no se agrede a la ligera. Pero si se te acusa de asesinato y se te registra…
¿Minette había sido asesinada sólo para implicarme? Sentí que todo me daba vueltas.
—¿Por qué alguien puede desear tanto el medallón?
Talma estaba entusiasmado.
—Porque se avecinan grandes acontecimientos. Porque podría ser que esos misterios masónicos de los que tan irreverentemente te burlas por fin vayan a tener un efecto sobre el mundo.
—¿Qué acontecimientos?
—Dispongo de informadores, amigo mío. —Le encantaba alardear, fingir que conocía grandes secretos que por una u otra razón nunca llegaban a ser impresos.
—¿Así que estás de acuerdo en que soy víctima de un montaje?
—Claro que sí. —Talma me miró con expresión muy seria—. Has acudido al hombre adecuado. En tanto que periodista, busco la verdad y la justicia. En tanto que amigo, presumo que eres inocente. En tanto que hombre de letras que escribe sobre grandes temas, tengo contactos importantes.
—Pero ¿cómo puedo probarlo?
—Necesitas testigos. ¿Estaría dispuesta tu casera a atestiguar que eres un hombre de bien?
—No lo creo. Le debo el alquiler.
—¿Y ese farolero, cómo podemos encontrarlo?
—¡Encontrarlo! ¡Pero si lo que quiero es mantenerme alejado de él!
—Claro. —Volvió a reflexionar, mientras bebía sorbos de limonada—. Necesitas cobijo y tiempo para entender el significado de esta cosa. Los maestros de nuestra logia tal vez podrían ayudar.
—¿Quieres que me esconda en una logia?
—Quiero que estés a salvo mientras determino si este medallón podría depararnos una oportunidad muy poco habitual.
—¿Una oportunidad de qué?
Talma sonrió.
—He oído rumores, y rumores de rumores. Tu medallón quizá sea aún más oportuno de lo que piensas. Necesito hablar con las personas apropiadas, hombres de ciencia.
—¿Hombres de ciencia?
—Hombres próximos al joven general Napoleón Bonaparte, quien parece estar llamado a hacer grandes cosas.