Me parece que fue Picasso —aunque debería haber sido Miró— quien dijo que todo su esfuerzo de adulto se centraba en llegar a dibujar como un niño. Desde luego, yo fui el caso inverso: todo mi esfuerzo de niño era dibujar como un adulto (Dalí decía que solo había una cosa menos interesante que los niños: la pintura de los niños). Tanto es así que ahora me viene a la memoria una anécdota que se me había borrado casi por completo. Sucedió en la Deutsche Schule. En una excursión visitamos un dolmen del que cada alumno tuvo que hacer un dibujo. Todos se expusieron en clase y el mejor, que resultó ser el mío, mereció un premio, que creo fue una caja de lápices de colores. Estaba la mar de ufano cuando al cabo de dos días, en mitad de la clase, me vinieron a comunicar que el director quería verme en su despacho. Esto sucedía muy pocas veces y siempre era por un motivo muy grave. Lógicamente aterrado, acudí a su presencia. El director, un buen hombre, me dijo que el padre de un compañero de clase me había denunciado porque era evidente que aquel dolmen tan poco infantil no lo había dibujado yo sino un adulto de mi familia. Muy compungido, me dijo si estaría dispuesto a repetir el dibujo en la misma escuela, a lo que accedí de inmediato. Total, que durante una hora de recreo redibujé el dichoso dolmen y como a veces —no siempre— sucede, al hacerlo por segunda vez me quedó algo mejor.
Otra anécdota casi idéntica, salvo que la tuya tuvo lugar en el campo de las artes visuales y la mía en el de las letras. En cierta ocasión tuvimos que hacer todos los alumnos de mi clase una redacción sobre «Un lápiz». Recuerdo que la mía empezaba: «Un lápiz, qué objeto tan humilde y sin embargo tan necesario». Y el final era divino: «Con un lápiz se firmó la sentencia de María Antonieta, y Julieta y Romeo confirmaron su amor». Repara en que este final está casi en verso… Me preocupaba un poco la sospecha de que para aquellos escritos no se hubiera empleado un lápiz. Pero mi redacción fue un exitazo. Y alguien se quejó al director, alegando que aquella redacción no podía ser obra de una niña de diez u once años, y que algún mayor la había hecho por mí. El director me preguntó si estaba dispuesta a hacer otra redacción en la escuela, esta vez sobre el tema «Una muñeca». La hice con cierta desgana porque de un lápiz a una muñeca había una distancia abismal. Pero debió de salir lo bastante bien, porque se disculparon y me felicitaron.
Como desde niño estaba empeñado en ser Michelangelo, a los trece años, la edad mínima aceptada, entré en la Escuela de Artes y Oficios Artísticos en su sucursal del barrio de Gracia, que funcionaba en la primera planta del edificio del cine Mundial. Las clases eran de siete de la tarde a nueve de la noche. Cada día, camino de la escuela, pasaba por delante de Can Fuster, el edificio de Domènech i Montaner cuya planta baja albergaba entonces un bar muy concurrido en cuyas vidrieras todas las semanas se pintaban, con bastante gracia, cómics alusivos a la liga de fútbol en los que siempre aparecía el barbudo Avi del Barça. Algo más arriba, sobre la acera izquierda, había una tiendecita que vendía postales. En su escaparate, sugerentes estrellas de cine en blanco y negro provocaban mis primeras, tímidas, erecciones. Pasé los tres años de estancia en la sucursal de Gracia dibujando yesos clásicos con carboncillo, lápiz Conté Paris y difumino. Dos años sentado en un taburete frente a un tablero abatible (cuando terminábamos la clase lo poníamos vertical para que no cogiese polvo) interpretando relieves, al principio una hoja, una oreja, una manzana con sus hojas…, y esculturas medianas de bulto redondo, más adelante un busto romano, un torso griego, un angelote de Donatello… Los buenos, al tercer año, teníamos derecho a un caballete y dibujábamos en pie esculturas grandes en papeles Guarro de un metro por setenta: el Discóbolo, la Venus de Milo, el Apolo de Belvedere, la Venus de Medici, el Illisos de Fidias… Fue una pena que no se nos explicase nada de estas capitales obras de arte, y aun así su belleza nos entraba por los ojos. Había alumnos que se especializaban en escultura, pero aun a los que permanecíamos en dibujo se nos obligaba a dar un mes de clase de modelado para que fuésemos comprendiendo la forma en tres dimensiones. Esta superacadémica disciplina, heredada sin duda de l’École des Beaux-Arts, no me resultó nada coercitiva; me gustó muchísimo, me lo pasé muy bien. Nunca eché en falta que se me envalentonase a ser creativo, innovador, original… Como alumno, y luego como profesor, he llegado al convencimiento de que el talento artístico no se enseña, que lo único que se puede transmitir es la técnica y el entusiasmo por la profesión.
Aparte de la experiencia artística, en la sucursal de Llotja tuve una experiencia social decisiva. A la escuela, que tenía un coste de matrícula muy ajustado, acudían muchos hijos de artesanos: carpinteros, ebanistas, estucadores, vitralistas, joyeros…, no en vano la escuela incluía en su nombre los «oficios artísticos» y siempre había mantenido esta pretensión. Todo esto —la enseñanza académica del arte, su conveniencia para el dominio de los oficios artísticos, los propios oficios…— es pura arqueología; solo en Gran Bretaña se preserva algo de esta tradición. Llotja, donde hoy también se promulga la creatividad, se ha convertido en otra escuela «de diseño»; pero si escribimos estas memorias es también para dejar constancia de estos cadáveres. Pues bien, en aquella sucursal de Gracia, a la que acudían adolescentes de familias bastante humildes, tuve mi primer contacto directo con «el pueblo llano», y la rudeza de algunos, aunque no me traumatizase, me impactó. A los trece años, oír explicar a mi compañero de pupitre lo cojonudo que era ir de putas, la experiencia bestial de una buena mamada —que parecía que la muy guarra te estuviese vaciando la médula espinal— o ver cómo se tiraba calderilla al cura en mitad del sermoncito que nos impartía una vez a la semana, tenía que chocarme forzosamente. Una cosa significativa es que los más groseros salían del grupo de los que peor dibujaban, y que entre los que lo hacían con mayor elegancia había chicos de extracción muy modesta. Creo que Carlos Barral habla en sus memorias de una experiencia parecida.
Al término del tercer curso los que teníamos derecho a caballete hacíamos un dibujo para la calificación final y para que se premiase al mejor. El año anterior no habría tenido ninguna posibilidad, pues estaba Antoni Munill, cuyo talento ya deslumbraba, pero aquel año, yo tenía quince entonces, fui el que mejor dibujó la Venus de la Concha, y se me otorgó el Primer Premio de Dibujo de Estatua.
Acceder a la central de Llotja, ubicada en los altos del bello edificio, gótico-neoclásico, de la lonja de Barcelona era un grado. Yo lo hacía en 1957, a los dieciséis años, la edad mínima para acceder a la clase de Dibujo del Natural. Allí el nivel era francamente más alto y el contacto con el profesor, mucho más íntimo. En clase no se dibujaban gitanas, ancianos u otros folclorismos sino, casi exclusivamente, desnudos; mejor dicho, mujeres desnudas, porque a los hombres les ponían un ridículo bañador que yo obviaba en mis dibujos ante la irónica preocupación del profesor, Antonio García Morales, que me advertía que un día una alumna mojigata nos crearía problemas. No he olvidado otras anécdotas y enseñanzas de García Morales: «Hay que tener la punta del lápiz bien afilada» (básico cuando hacíamos dibujos o croquis pequeños sobre nuestras rodillas), y si no era así, exclamaba indignado «esto es una escoba» y tiraba el lápiz al suelo. «¿Cómo color lila? ¡Será violeta! Tu sí que eres un lila», y otras divertidas salidas de tono por el estilo. Una anécdota que define perfectamente su carácter es la del metro. Al salir de clase, un grupito de alumnos salíamos a acompañarlo a tomar el Gran Metro en la vecina parada de Correos, que entonces aún no se había irremisiblemente inundado. Un día, al llegar al andén, un convoy estaba con las puertas abiertas a punto de partir. Mientras todos los jóvenes iniciábamos la carrera, el profesor exclamó: «¿Qué hacéis, locos? ¡Qué falta de dignidad! Ya vendrá otro tren dentro de cinco minutos». Toda una lección, no solo de pintura. Otra anécdota me reafirmó en la convicción de que nunca se deben traducir los nombres propios. Recuerdo al alumno que un buen día, en clase, aseguró orgullosísimo que acababa de descubrir un estupendo pintor veneciano prácticamente desconocido. Al día siguiente apareció, muy ufano, con un libro en cuya cubierta, sobre una bella pintura inequívocamente tizianesca, podía leerse «LE TITIEN». García Morales aún debe de reírse (seguramente desde el purgatorio, donde supongo acabaremos las personas interesantes de la historia, pues como aquel personaje famoso —¿fue Wilde?— lo prefiero al paraíso, porque en él debe de haber mucha más vida social). Todos los nombres propios, sean de artistas contemporáneos o antiguos, se deberían escribir en su versión original. Que los nombres propios, y sobre todo los apellidos, de personajes actuales no se traduzcan, es obvio, pero arrastramos el vicio absurdo de traducir los nombres de los del pasado. A nadie que emplee el alfabeto latino se le ocurre adaptar al propio idioma el nombre de Miquel Barceló o de Francis Bacon. Por esta razón me niego rotundamente a que mi nombre se escriba con acento en la «O». Cuando nací, Oscar era un nombre mucho más usual en alemán o inglés que en castellano, y en estas lenguas no existen los acentos, una «o» mayúscula acentuada se ve horrible, y hasta no hace muchos años acentuar las mayúsculas en castellano era una incorrección propiamente mayúscula. Como recordarás, Carlos Barral no se cansaba de insistir en ello ni de regañar violentamente a otros editores cuando un acento aparecía en las mayúsculas del título en la cubierta de un libro, lo que hace sospechar que las normas ortográficas son tan volubles como los Preceptos Generales de la Iglesia (como lo demuestra que a mitad de redactar este libro podamos escribir «solo» sin acento). Además, para colmo, si mi nombre debiese llevar acento sería cerrado en castellano y abierto en catalán. Total: si se empeñan, que pronuncien mi nombre «Oscár», como hacen los argentinos.
En la central el ambiente de trabajo era más serio, menos gamberro, y las groserías, raras. Sin embargo, cuando la legendaria Pepa, modelo ya entrada en años que había posado para afamados pintores, descansaba a media sesión envuelta en su bata, soltaba cosas bastante tremendas. Recordaba frecuentemente a su difunto marido como un hombre de verdad, un macho que la dejaba más que satisfecha tras realizar varios polvos sin sacarla. Que en la adolescencia te expliquen estos alardes y las películas de Hollywood son los culpables de que te pases la vida preocupado por no dar la talla.
En el primer curso de Llotja me pusieron un notable; los tres restantes, sobresaliente (no lo recordaba —señal de que entonces no lo valoré demasiado—, pero al consultar ahora las fechas y los profesores a la secretaría de la Escuela me han remitido las calificaciones de hace medio siglo, y ahora sí me ha hecho ilusión). Al segundo curso ya dibujé con los buenos, de pie frente a un caballete, en papeles muy grandes, a menudo de embalar, a los que nos acercábamos decididos a atacar el dibujo con valentía para de inmediato alejarnos como ágiles esgrimidores a comprobar el efecto de la intervención, convencidos de nuestra momentánea genialidad. Así pasé tres cursos y medio, digo medio porque en el último, el de 1960-1961, ya había ingresado en la Escuela de Arquitectura, comenzaba a apasionarme por ella, y acudía mucho menos a la clase, que pasó a impartir Jaume Muxart, ya que García Morales creó un pequeño taller de pintura al óleo. A Muxart, que venía de una cultura menos académica —compañero de Tàpies, Guinovart, Cuixart, Aleu o Tharrats—, enseguida le gustó mi manera de enfocar los dibujos —valoraba no tanto el parecido como la elegancia del encuadre— y, a pesar de mi escasa asistencia, al final del curso me llevé la sorpresa de que me concediese el Primer Premio de Dibujo del Natural.
En los años anteriores este premio se lo habían llevado Antoni Munill y Francisco Miñarro. Los dos eran magníficos dibujantes, pero la facilidad de Munill deslumbraba. Una tarde, durante los diez minutos de descanso de la modelo, me hizo un espléndido retrato a carboncillo, allí, en un momento, de pie frente al caballete, que aún conservo. Muchas, muchas veces me he preguntado por qué el talento de Munill no cristalizó en una obra relevante. Desde luego, mucho tuvo que ver su temprana desaparición —murió con solo treinta y ocho años—, pero ya en su último curso en Llotja, García Morales se desesperaba al ver que Munill abandonaba la figuración académica para adentrarse en arriesgados experimentos decorativos más cercanos a la «modernidad». Quizá le faltó empeño, testarudez, para continuar insistiendo en la pintura para la que estaba extremadamente dotado. La testarudez de Antoñito López, que cuando le negaron la cátedra de la Escuela de Bellas Artes por su ya histórica pintura de una nevera de hielo —considerada entonces increíblemente anticuada por el jurado—, no varió un ápice su pretensión de extremo realismo aunque sus compañeros estuviesen triunfando con pinturas abstractas.
La primera mujer absolutamente desnuda que vi no fue en Llotja, sino en el Hotel Costa Brava. Un pequeño grupo habíamos pasado un fantástico día navegando en un llaud y regresamos casi de noche, agotados pero felices. Entre nosotros había una familia francesa con una hija monísima que al llegar al hotel pidió darse una buena ducha caliente en la habitación de sus padres, mucho mejor que la suya. Yo, que hacía años que pasaba los veranos en el hotel, sabía que entre el marco y el tapajuntas de la puerta de aquella habitación se abría una pequeña rendija que permitía vislumbrar parte del interior. Con un amigo fuimos allí con la vana esperanza de ver a la francesita desnuda, pero tuvimos mucha suerte y la vimos en pelota viva secándose antes de ponerse las bragas. Lo que más me emocionó de aquella visión fugaz fue el oscuro triángulo del vello pubiano sobre la blanca palidez, white shade of pale, que había preservado el traje de baño. Claro, las reproducciones pictóricas y escultóricas que había visto hasta entonces no tenían vello pubiano y, como a Ruskin en su noche de bodas, aquello tenía que impresionarme forzosamente. Las modelos tradicionales de Llotja, comenzando por la Pepa, también estaban estrictamente depiladas. Al atractivo, o no, del vello pubiano he dedicado varias páginas en Contra la desnudez, por lo que no voy a extenderme ahora.
Como uno podía pasear por la escuela con total libertad y entrar en una clase en la que no estuviese matriculado, una tarde me colé en la de Teoría de la Pintura que impartía Francesc Labarta, pintor del que más tarde descubrí su valorable obra y del que poseo un espléndido dibujo pero del que entonces no sabía nada. Sin embargo, a los dos minutos de oírle hablar me di cuenta de que era un tipo interesante. Había puesto un ejercicio de composición sobre el tema de la danza y explicaba que todas las danzas que no fuesen guerreras eran claramente sexuales. Ante el escándalo de varias jóvenes —no sé por qué las chicas eran mayoría— soltó: «Sí, senyoretes, totes, fins i tot la sardana». Como puedes suponer esta sentencia ya me predispuso a su favor. Tras este flechazo acudí de extranjis varias veces a su clase y fui comprobando lo que aquel artista había vivido y lo mucho que tenía que contar. La clase más memorable fue cuando nos narró el momento en que él vivió el nacimiento del cubismo:
«Picasso nos explicaba que acababa de hacer un viaje en tren y que al mirar por la ventanilla se le había ocurrido la idea para una pintura. Con el movimiento del convoy los objetos más cercanos a la vía ofrecían varias caras mientras que, a medida que se iban alejando, su imagen iba permaneciendo más inmutable. Por lo tanto, pretendía pintar un cuadro donde los árboles más cercanos se viesen desde múltiples ángulos, ofreciendo una imagen caóticamente bulbosa, los objetos situados más lejos se desdoblasen en dos visiones, mientras que el situado en el horizonte —una ciudad— se representase totalmente fijo, delineado como un plano arquitectónico geométricamente sobre la tela. Y, señoritas, en este preciso instante se inventó el cubismo».
La verosimilitud con la que explicó este momento histórico quedó reforzada cuando añadió: «Le advertimos que si delineaba directamente sobre la tela, sin prepararla con una capa de blanco, esta se agrisaría con el tiempo, cosa que a Picasso poco podía importarle, ya que pintaba habitualmente con pinturas de pote Ripolin que compraba en la droguería de la esquina».
Mi afición a la pintura era tal que los sábados por la tarde, cuando Llotja estaba cerrada, lógicamente (bueno, no tan lógicamente: aunque ahora indignaría a todos los padres con segunda residencia, y España es el país con más segundas residencias por familia del mundo, íbamos a colegio todos los sábados), acudía al estudio de apuntes del natural del Cercle Artístic de Sant Lluc situado entonces en la calle del Pi. (Que Sant Lluc fuese creado como una escisión del Real Círculo Artístico porque un grupo de píos artistas no comulgaban con el espíritu bohemio del modernismo, y que en este grupo figurase de forma destacada Josep Llimona, uno de los escultores más eróticos de la historia, es una paradoja que debería interesar a los historiadores catalanes enfrascados en otras menudencias). En el estudio de Sant Lluc hacíamos apuntes, de tres a diez minutos, de desnudo; normalmente con modelos mucho más jóvenes y delgadas que la Pepa, y con el pubis sin depilar. En los salones del Cercle trabé amistad con artistas pintorescos y bohemios; muchos de ellos ni siquiera acudían a los estudios, iban allí de tertulia, para dictaminar sobre la trascendencia del arte. Algunos sabían incluso de lo que hablaban, uno me citó una sentencia de D’Ors (¿era de D’Ors o era de Ortega?) que hoy, cincuenta y pico años después, aún recuerdo: «Manera es a estilo lo que manía a carácter». Con alguno de los más jóvenes los domingos incluso íbamos al puerto a hacer acuarelas, acuarelas que a mí nunca me quedaban bien.
Hasta los catorce años, hasta cuarto de bachillerato, fui un mal alumno. No me gustaba nada estudiar, sobre todo las asignaturas en las que había que memorizar, como la Historia o la Geografía, y cada año pasaba el curso por los pelos. Recuerdo que en la Deutsche Schule, un mes antes de las calificaciones trimestrales, nos daban unas cartas (¿Blaue Briefe, se llamaban?), que teníamos que devolver firmadas por nuestros padres, donde se hacían constar las asignaturas que en aquel momento no merecíamos aprobar. Lo habitual era que me causaran bastante terror, pues en mis Blaue Briefe solían aparecer bastantes asignaturas, asignaturas que remontaba en el último minuto y de penalti. Esto fue así hasta que un día, consciente de que si estudiaba era porque quería, se lo dije a los papás, que se quedaron de piedra: «Me he dado cuenta de que no me podéis obligar a estudiar. ¿Qué castigo me impondríais si no lo hiciese? En el fondo estudio porque quiero».
No solo en esta ocasión cogiste al toro por los cuernos y dejaste a nuestros padres sin capacidad de reacción. Recuerdo otra muy especial ocurrida muchos años más tarde. Hacía poco que habías empezado a salir con Beatriz (la expresión «salir» es muy pobre y formal, quiero decir que te habías enamorado perdidamente de Beatriz), y una noche nuestros padres regresaron más tarde de lo habitual del club de la calle Valencia y les sorprendió que tú no estuvieras en casa.
Empezaron a esperarte un poco porque sí, sin dar mayor importancia a que alguna vez volvieras más tarde. Pero pasaron las horas y se fueron poniendo cada vez más nerviosos y enfadados. Desde mi dormitorio, si dejaba la puerta entreabierta, oía perfectamente lo que se decía en el recibidor o en la sala. A las ocho de la mañana nuestros padres estaban fuera de sí, ensayando la bronca feroz que iban a darte, porque aquello no se podía repetir.
Entonces llegaste tú, comprendiste enseguida que estaban esperándote, y antes de que les diera tiempo a abrir la boca estabas gritando como un energúmeno —pensé que no solo se te oía desde mi dormitorio, sino desde todo el vecindario— que aquello era inaudito, intolerable, que estabas haciendo el servicio militar, o sea que se te consideraba lo bastante hombre para ir a la guerra o para tener un accidente en las estúpidas maniobras de la mili, y tus papás te esperaban despiertos como si fueras un niño, que ni se les ocurriera repetirlo, porque no lo ibas a consentir.
A partir del determinante acto de rebeldía que he explicado comencé a interesarme por las asignaturas y a obtener notas aceptables, incluso buenas, en Ciencias y Filosofía. De todas formas papá tenía serias dudas sobre la conveniencia de que iniciase una carrera universitaria superior. Le parecía que mis calificaciones no lo aconsejaban, que quizá fuera más prudente que estudiase algo menos ambicioso y me fuese familiarizando con el negocio de los seguros, que un día podría pasar a mis manos. De hecho, para que empezase por el escalón más bajo del escalafón como recomendaba el mito yankee, se le ocurrió la peregrina idea de que dedicase una tarde a la semana a intentar cobrar los recibos de los asegurados más insolventes acudiendo a sus lugares de trabajo o a sus domicilios. Ya me tienes a mí a los quince años recorriendo los suburbios de la ciudad en tranvía o metro para que me diesen con la puerta en las narices en la mayoría de las ocasiones. Pero no siempre eran asegurados remisos en el pago y residentes en barrios periféricos. Acudí en varias ocasiones a la barbería del Casino Militar sito en la plaza Cataluña, donde está ahora el Corte Inglés. Era una visita impactante al siglo XIX. Viejos oficiales vencedores de la Guerra Civil, fumadores empedernidos de habanos leyendo la prensa deportiva o discutiendo a voces, retratos al óleo del Caudillo, escupideras de loza blanca… En una ocasión también fui a cobrar a la agencia de aduanas de Antonio Puigdellivol. Me recibió él mismo en la mesa de su despacho y me entregó un sobre con el dinero en efectivo. Como Antonio ya había advertido a papá, en el sobre faltaban algunas pesetas. Yo, a pesar de la íntima amistad que unía al personaje con nuestra familia, lo conté en su presencia y me di cuenta del aparente error. Este signo de desconfianza mereció calurosos parabienes: había demostrado aptitudes para el negoci.
Lo que me cuentas de su actitud ante tus estudios cambia radicalmente la idea que tenía de papá. ¿Cómo se había planteado que no fueras a la universidad? ¿Cómo se había podido discutir en serio semejante disparate? Era impensable. Siempre había desdeñado la posibilidad de meternos en la agencia de seguros, que le parecía poco para sus hijos. Tenía facetas de idealista y al mismo tiempo otras de petit botiguer. Sí, mamá podía tener opiniones disparatadas, pero las defendía siempre hasta el final, nuestro padre carecía, en muchos puntos, de coherencia. Podía cambiar de ideas con suma velocidad. Pasó de una derecha moderada a nuestro izquierdismo de los años sesenta.
A la hora de que eligieras carrera (y sabes que no pretendo darte coba) ninguno de nuestros amigos habría dudado de tu talento. Del mismo modo que ante la aparición de mi primer libro tuvo que escuchar lo que decían los demás, sobre todo mi madre, para apuntarse al bando de los entusiastas o de aquellos que lo encontraban intolerable.
Como es evidente, estas prácticas no me acabaron de convencer y continué pensando qué carrera escoger. Papá me recomendó Ingeniería Industrial: me iría muy bien de cara a los seguros pues me permitiría hacer dictámenes y valoraciones de fábricas e infraestructuras. Estaba bastante resignado a estudiar Ingeniería, aunque significara dejar de lado mis ambiciones artísticas, cuando un magnífico profesor de Física, el señor Muñoz, que había pasado del Real Monasterio a la Deutsche Schule y que luego supe era aparejador, me convenció de que la alternativa que sin duda me convenía era la Arquitectura, una disciplina que, tal como yo ansiaba, aunaba ciencia y arte. Recuerdo perfectamente la ocasión en que, en un arranque de sinceridad, planteé a mamá la cuestión de que yo realmente prefería estudiar Bellas Artes. Estábamos en el asiento delantero del coche, haciendo tiempo para no sé qué. Mamá se mostró absolutamente comprensiva, dijo que lo hablaría con papá y que intentaría convencerlo. Sin embargo, papá no lo acogió con el mismo entusiasmo, le parecía una aventura demasiado arriesgada desde el punto de vista económico (en aquellos años el título de arquitecto superior garantizaba unos ingresos sustanciosos). Yo también dudaba —la arquitectura también me atraía—, y no me empeciné en la cuestión. Toda mi vida me he estado preguntando si hice bien.
La arquitectura me interesó de inmediato, me posibilitó una formación técnica y humanista muy completa, me apasionó en el momento en que me la transmitieron buenos profesores (sobre todo Federico Correa) y conocí a algún eminente arquitecto (sobre todo José Antonio Coderch), me ha dado algunos momentos de intensa satisfacción, más de veinte años de íntima y fructífera colaboración con Lluís Clotet, algunas obras —no muchas— de las que me siento orgulloso…, pero también me ha dado muchos disgustos, muchos desengaños y frustraciones, muchas humillaciones, muchos cabreos. Además, la profesión que en su día escogí, la que estudié y para la que me preparé, tiene poquísimo que ver con la de hoy. Estudié y me preparé para proyectar y dirigir obras, obras gratificantes para sus usuarios y para la sociedad. Mi ilusión era desarrollar esta actividad de forma parecida a la que se realizaba en los pequeños estudios de los arquitectos que admiraba, el de Coderch, el de Correa-Milá, el de Prats Marsó, el de Sáenz de Oíza, o el de Albini, el de Scarpa, el de Gardella… Ignoraba que lo que luego se me pediría, mejor dicho, lo que se me exigiría, sería cuadrar ordenanzas incompatibles, entablar batallas legales con los bufetes de abogados de las constructoras, elaborar montañas de planos y documentos puramente burocráticos y, sobre todo, saberme vender, caer bien a los promotores, a los políticos de turno y a los medios que encumbran a una docena de arquitectos en el mundo; docena que goza de una libertad artística y económica jamás alcanzada mientras el resto de la profesión está cada día más supeditado a la arbitrariedad de normas, ordenanzas, exigencias económicas, project managers, bomberos, comisiones de protección del patrimonio… Sé que en cualquier profesión artística las horas dedicadas a la pura creación son muy pocas, y que tampoco se puede prolongar la concentración imprescindible más allá de tres horas diarias, pero tampoco se me olvida que Paco de Lucía asegura que necesita tiempo de aburrimiento para poder crear, tiempo —ya no de aburrimiento, sino de recogimiento, de calma, de soledad— que a los arquitectos se nos ha hurtado irremisiblemente.
Nunca abandoné del todo la pintura, pero ahora que la crisis y las modas han reducido drásticamente la posibilidad de expresarme como arquitecto estoy pintando más que nunca y por primera vez he accedido a vender mis cuadros. No sé si mejoro mis pinturas de hace treinta años, pero sí sé que esta actividad me hace feliz y me resulta psicológicamente mucho más beneficiosa que estar esperando, o, peor aún, persiguiendo el encargo que no llega.
El examen de dibujo artístico, cuyo aprobado era imprescindible para ingresar en la Escuela de Arquitectura, causaba auténtico terror entre los aspirantes. Algunos, desesperados por pasar varios años encallados en esta prueba, acudían a academias especializadas que, como el examen siempre consistía en representar una escultura clásica y el número de estas era limitado, enseñaban al alumno a reproducir mecánicamente el Discóbolo en posición de tres cuartos, por ejemplo. También, aunque estuviese prohibido, les enseñaban a utilizar el «mirómetro», un marco de cartulina —como el que utiliza el dibujante del Contrato del dibujante, de Greenaway— dentro del cual una trama cuadrada de hilos permitía no equivocarse demasiado en las proporciones. En fin, una tortura para aquellos que se empeñaban en ingresar en una carrera que no les iba a dar ninguna alegría que no fuese crematística.
El dibujo artístico era el coco porque, por mucho que se esforzasen, los negados no llegaban a dominarlo, pero el examen de dibujo lineal también se las traía. En un inmaculado papel Caballo, que no aceptaba corrección alguna, teníamos que delinear a tinta china con plumilla y tiralíneas (el Rotring ya existía pero era considerado grosero y falto de precisión) un orden clásico, en nuestro caso un orden jónico griego. Delinear las espirales de las volutas del capitel, espirales de cuatro centros —utilizando compás, bigotera y bailarina—, con sus sutiles sombras, no era moco de pavo. Lamento no conservar la lámina de examen con el sello que la fijaba al tablero para que no nos la llevásemos a casa y otro dibujase por nosotros. Estas obras de fina artesanía quedaban en propiedad de la Escuela y vete tú a saber dónde habrán acabado con la masificación actual; nosotros éramos poco más de treinta alumnos por curso y solo había dos escuelas en toda España. En otra prueba de acceso debíamos hacer un «lavado». Ni yo ni ningún otro alumno había hecho nunca ninguno, por lo que tuve que asistir un par de semanas a una academia para que me enseñasen esta técnica. Técnica maravillosa que debimos de ser los últimos en aprender y que hoy ya no debe de dominar casi nadie. Consiste en hacer una grisalla a base de superponer sutiles veladuras de tinta china en pastilla disuelta en agua destilada sobre un grueso papel de acuarela previamente humedecido y tensado sobre un tablero, operación que demanda una paciencia, una habilidad, una pulcritud y una sutileza extraordinarias. Cuando Dalí se enteró de que yo había hecho lavado se quedó estupefacto y exclamó: «¿De verdad? ¿Aún hiciste lavado? ¡Fantástico! Es la técnica que exige la disciplina más férrea, la menos visceral y romántica».
Acordamos que terminaríamos los recuerdos juveniles de este libro en los tiempos de nuestro acceso a la universidad. A pesar de que lo hicimos con años de diferencia creo que es una decisión acertada, pues para ambos —aunque la escuela alemana nos inculcó un gran sentido de responsabilidad individual y la libertad universitaria no nos pilló por sorpresa— significó un cambio importante en nuestras vidas, el final de la adolescencia. Además, la época posterior —la de los primeros apasionantes años de Lumen— la hemos explicado en otros textos y en ella se dio un progresivo distanciamiento entre nosotros, distanciamiento que se acrecentó por mi fidelidad a Beatriz (o eso opinas tú) y que solo se ha reparado en estos últimos años.
Antes de entrar en la Escuela de Arquitectura y de comenzar unos estudios que entonces comprendían cinco años, había que asistir a un ridículo Curso Preuniversitario (el Preu) y un Curso Común de Ciencias. El Preu fue la típica parida de un ministro de Educación que, como todos, pretendió dejar huella de su pezuña en su paso por el ministerio. Teóricamente debíamos prepararnos para lo que iba a ser la investigación universitaria profundizando en dos temas, que en mi curso eran Calderón de la Barca y el motor de explosión. Es cierto que cualquier tema puede dar mucho de sí si te lo explica un sabio, pero ni Martín de Riquer nos explicó Calderón ni Gottlieb Daimler, el motor de explosión. Nos los explicaron un par de tristes y sobrepasados profesores de una decrépita academia privada situada en un piso del Ensanche, ya que la Deutsche Schule se negó a asumir frívolamente la responsabilidad del curso. Total, un año académico perdido. Hay frases que dice sin ninguna prosopopeya el personaje de una película y que se me han quedado marcadas para siempre. Una la pronuncia la novia de Antoine Doinel en Baisers volés —la excelente película de François Truffaut que no he vuelto a visionar desde hace unos cuarenta años— y es más o menos así: «No olvides que la obra artística no sirve para un ajuste de cuentas». Yo, desde luego, he intentado no olvidarla nunca. Otra frase la dice un barman mientras limpia con un trapo la barra en la película Rumble Fish —otra obra maestra del gran Francis Ford Coppola— y es, aproximadamente: «A los jóvenes no os importa perder el tiempo porque creéis que es eterno. Solo más tarde te das cuenta de que es muy limitado». Por esta razón el año perdido en el Preu entonces simplemente me incordió pero ahora me indigna.
El Curso Común de Ciencias y los dos primeros de la Escuela los realicé en la Universidad Central, la de la plaza de la Universidad. El edificio de Elies Rogent albergaba entonces casi todos los estudios universitarios, tanto de Ciencias como de Letras. La verdad es que el edificio y esta mezcla de facultades han quedado en mi memoria como lo que debería ser la universidad. El edificio, de un ecléctico neorrománico, tiene dignidad, no solo por sus espacios nobles —como el aula magna, el paraninfo, la biblioteca y la escalera imperial que accede a ellos— sino por la estructura de aulas agrupadas en torno a dos patios ajardinados. A estos patios dan los claustros de las dos plantas nobles y la terraza del ático, donde nos refugiaríamos los de Arquitectura. Que estos claustros estuviesen abiertos, sin vidriar, era fundamental para su encanto (lo hago constar porque un atentado arquitectónico habitual en muchas restauraciones es vidriar los claustros, cuando no cubrir todo el patio y recurrir al despilfarro del aire acondicionado). Claro que este lujo en los meses templados nos obligaba a abrigarnos en invierno, sacrificio asumible, ya que en las aulas no hacía menos frío. El ambiente pluridisciplinario que se generaba en estos claustros y, sobre todo, en el bar situado en el sótano era de lo más atractivo. Aunque entonces no fuese consciente de ello, en ese bar atestado de estudiantes y de humo tenía que haber jóvenes que con el tiempo serían destacados matemáticos, químicos, ingenieros, médicos, filósofos o escritores.
El Curso Común de Ciencias, que compartíamos con los que iban a estudiar Exactas, Física, Química, Ingeniería e incluso Medicina, puede que fuese intelectualmente formativo, pero resultaba absolutamente excesivo para un futuro arquitecto. Recuerdo sobre todo las clases de Análisis Matemático (no sé si se llamaba exactamente así la asignatura) que impartía el profesor Linés. Linés era de esos profesores que comenzaban el curso diciendo: «Tengan por seguro que yo no voy a suspender a nadie…, en todo caso se suspenderán ustedes mismos». El nivel de exigencia era desproporcionado. Tras los exámenes del primer trimestre, Linés se puso a leernos las calificaciones: «Fulano 2,1; Mengano, 1,5; Zutano, 0,3…». Cuando llegó al alumno más brillante, una auténtica lumbrera, y dijo 4,2, la clase prorrumpió en aplausos. También recuerdo al profesor Ibarz, para quien el secreto de la Química consistía en saber formular. En los exámenes soltaba una retahíla inacabable de elementos y uno tenía que combinarlos en una fórmula química verosímil. La química siempre me gustó menos que la física (lo que no tiene imagen visual me resulta dificultoso), pero después de Ibarz, mucho menos aún.
Tras el Curso Común pude, por fin, acceder a la Escuela de Arquitectura. Lo hice con una tremenda ilusión. Estaba convencido de que iba a adentrarme en unos estudios que preveía apasionantes. El ático de la Central era un espacio decadente pero sugerente. El aula mayor, que llamábamos Siberia por el tremendo frío que allí hacía, estaba iluminada por amplias claraboyas y en ella había esculturas clásicas de tamaño real, fragmentos de arquitectura en escayola, caballetes, tableros de dibujo…, no era la École des Beaux Arts de París, pero algo había. No tardé mucho en decepcionarme. La primera clase de Historia del Arte, impartida por Sostres (arquitecto ilustrado hoy muy valorado) con una apatía descorazonadora y unas casposas transparencias en blanco y negro tan borrosas que en alguna ocasión preguntamos si se trataba de una pintura o una escultura, vaticinó lo que me esperaba. Pero allí conocí a Pep Bonet, a Cristian Cirici y a Lluís Clotet, con quienes un año antes de acabar la carrera fundamos Studio Per. Recuerdo que apenas ingresados nos pusieron un ejercicio absurdo que consistía en hacer una maqueta de un conjunto urbanístico de ubicación y programa indefinidos. Este trabajo lo podíamos hacer en equipo (esto de trabajar en equipo con la consiguiente dilución de responsabilidades era una exigencia estudiantil que comenzaba a estar de moda). Pepe, Cristian y yo, junto con Juan Guillermo Arís (un compañero que perdió curso en un examen oral de Matemáticas, pesadilla de la que nunca logró recuperarse y que merecería un capítulo completo), formamos uno. Realizamos una maqueta en yeso con unos bloques en forma de paralelepípedo bastante vulgares. Recuerdo perfectamente la maqueta que trajo un alumno al que aún no conocíamos. La maqueta, en cartulina color crudo, era de extraordinario buen gusto, y el alumno se llamaba Lluís Clotet. Como siempre he intentado acercarme a la gente de talento —esa es la razón de que siempre hable bien de la obra de los amigos—, también lo hice con Lluís. Enseguida intimamos, comenzamos a colaborar en ejercicios de escuela y más tarde en trabajos profesionales por más de veinte años. Decididamente, Lluís ha sido y es, tras más de medio siglo, mi mejor amigo y seguramente la persona más inteligente que he conocido.
Otra persona que apareció intempestivamente en el primer año de Escuela, y que resultó fundamental en la vida de algunos de nosotros, fue el profesor Federico Correa. Federico nos dio el primer curso de lo que se denominaba Composición Arquitectónica, pero que él transformó en un auténtico curso de proyectos. En aquella anquilosada Escuela, Federico fue un revulsivo extraordinario. La influencia de Lluís y Federico en mi vida se prolongaría mucho más allá de lo que abarcan estas memorias, pero forzosamente tenía que citarlos. Federico fue un profesor determinante para una brillante generación de arquitectos, pero para mí, que tuve el privilegio de trabajar en su estudio durante cuatro años, ha sido, además, un excepcional maestro y amigo. Por otra parte, él me introdujo en el mundo de Cadaqués. Junto con Lluís aprovechamos las vacaciones de Semana Santa del primer año de la Escuela para visitar las obras —que nos deslumbraron— de Federico y Alfonso en aquel pueblo al que no había regresado en muchísimos años. Años más tarde estuve invitado en repetidas ocasiones (con Beatriz, que entonces era solo mi amiga) en la casa que se acababa de construir, y frecuenté sus legendarias fiestas (en una de las cuales conocí a otro personaje fundamental en mi vida: Salvador Dalí). Juntos estuvimos en el inicio de la Gauche Divine: años extraordinarios sobre los que algo expliqué en Dalí y otros amigos y sobre los que no puedo extenderme aquí por corresponder a tiempos posteriores a los de estas memorias.
El primer verano tras mi entrada en la universidad no tenía aún que malgastarlo en las milicias universitarias del Campamento de Castillejos (milicias que por sí solas merecerían un libro, sobre todo dedicado a los jóvenes que no pueden siquiera imaginarlas). Siempre había tenido la ilusión de acudir a un curso de pintura en Italia, y un día vi en un tablón de anuncios de la Escuela de Arquitectura (o de Llotja, o del Cercle de Sant Lluc, ¡con lo fácil que sería hoy consultarlo en Google!) un cartelito donde se anunciaban los cursos de verano de la Accademia di Belle Arti Pietro Vanucci di Perugia. Inmediatamente vi el cielo abierto y lo propuse a nuestros padres. Entonces comenzó una sucesión de incoherencias típica de ellos. Desde el principio lo vieron con buenos ojos, pero tenían cierta aprensión a enviarme allí solo, sin nadie conocido en las proximidades a quien recurrir. Por ello mamá se empeñó en que fuésemos a consultar al director del Instituto Italiano di Cultura. Naturalmente, el director nos dio todo tipo de garantías sobre la seriedad del centro y la seguridad de la población, de larga tradición universitaria. Nuestros padres se quedaron tranquilos y a partir de allí se desentendieron absolutamente.
A mí me ha sorprendido, como a ti, la actitud, o las sucesivas cambiantes actitudes de nuestros padres, sobre todo ante cuestiones prácticas. Les parecían al principio llenas de riesgos y de imprevistos, y luego, dado el primer paso para resolver los muchos problemas, se desentendían por completo de la cuestión.
He hecho referencia de las cartas que regularmente me escribió papá, durante el curso que pasé en Madrid. Me habían enviado allí para poner fin a unas relaciones amorosas que les tenían (con bastantes motivos esta vez) preocupados. A mí el amor se me pasó enseguida, y me hinché a ver museos y teatro. Todo muy correcto y justificado, a no ser porque papá especificaba en una de sus cartas que en Madrid no hacía yo menos desastres que en Barcelona, pero que al menos, y era lo importante, mamá no se enteraba ni preocupaba. Y, para mi sorpresa, cuando volví a Barcelona, habían desaparecido de veras los problemas. Ni a mamá ni a nadie le importaba un pito lo que yo hiciera. Pasé de ser una chica bastante controlada al casi total libertinaje. Era mil veces mejor…
La primera idea pintoresca fue el proyecto del viaje de ida. Se les ocurrió que sería muy atractivo, además de económico, que —por mediación de la agencia de aduanas de Antonio Puigdellivol— embarcase en un buque mercante con destino a Génova. Embarcar me fascina, el momento de desatracar me parece siempre el inicio de una aventura. Pero la travesía en un mercante en el que los únicos pasajeros éramos yo y tres beatniks norteamericanos que viajaban en cubierta tocando la guitarra y fumando porros, sí que fue una aventura de verdad. La travesía duró un día y una noche entera. Pasé una noche muy divertida, con una inmersión radical en la lengua inglesa, pero dormí muy poco. De buena mañana llegamos al puerto de Génova y ya me ves cargado con mi maleta, el caballete y las cajas de pinturas, desembarcado en un muelle de carga del inmenso puerto. No sé cómo llegué a la estación central y busqué un tren para Perugia. Yo entonces no hablaba una palabra de italiano y, aunque los españoles estemos convencidos de que es una lengua que nos resulta muy fácil, me comencé a escamar cuando pretendí pedir un bocadillo de jamón (¿jamón?, ¿jambon?, ¿pernil?, ¿ham?; no señor: prosciutto) en el bar de la estación. Resultó que para ir de Génova a Perugia había que hacer dos transbordos, partir al anochecer y pasar la noche viajando. Aunque ahora no entiendo cómo nuestros padres me dejaron marchar, apenas cumplidos los diecinueve y con muy pocos medios, sin averiguar o hacerme averiguar qué posibilidades reales había de viajar en tren de Génova a Perugia, entonces no me desesperé, conseguí mi bocadillo de prosciutto, dejé en la consigna de la estación mi engorroso equipaje, compré un periódico, averigüé que en un cine pasaban una película de Brigitte Bardot y hacia allá me fui en tranvía. Resultó que el cine estaba en el extrarradio de la ciudad, pero tampoco tenía otra cosa que hacer en todo el día.
Al anochecer tomé el primer convoy. Recuerdo aquel inacabable viaje como una pesadilla. En alguno de los trayectos no encontré asiento y tuve que acomodarme en el suelo del pasillo. Como la noche anterior casi no había dormido, me caía de sueño, pero no podía dormirme por temor a pasarme la estación donde debía realizar el siguiente transbordo. Al fin llegué de madrugada a la estación de Perugia, tan agotado que me tumbé en un banco del andén a echar una cabezada, tomando la precaución de atarme el equipaje con el cinturón por miedo a que me lo robaran. Cuando desperté me dirigí a la Accademia, donde fui amablemente recibido por el director, quien me informó de que al no estar su centro asociado a la Università per Stranieri sus alumnos no teníamos derecho a residir en el Colegio Mayor de la misma, pero que no me preocupase porque había varias casas particulares dispuestas a alquilar habitaciones a los estudiantes. Solicité dejar el equipaje en la escuela y me puedes imaginar recorriendo la ciudad en busca de alojamiento. Tuve suerte y pronto encontré una familia felliniana dispuesta a alquilarme una habitación decente a un precio razonable. La estancia con aquella familia me resultó instructiva y agradable; me daban total libertad, no se metían con mis horarios y por las noches mirábamos juntos en el televisor de la cocina los Juegos Olímpicos que aquel verano de 1960 se celebraron en Roma.
Otra cosa, a la que tú ya te has referido y que me parece inexplicable, es que nuestros padres hicieran un cálculo absolutamente erróneo del dinero que iba a necesitar. En cuanto supe lo que me costaría la habitación y las comidas me di cuenta de que la suma de que disponía no me iba a alcanzar. Así se lo hice saber por carta (¡qué lento era comunicarse entonces!) a los pocos días de llegar. Mamá me contestó recomendándome llevar un estricto control de los gastos y asegurando que, cuando la situación se volviese desesperada, ya me enviarían dinero. En vista del escaso entusiasmo mostrado por nuestros padres, y picado por algo de amor propio, decidí subsistir con lo que tenía. Mis únicos gastos consistieron en comer en una trattorie cercana a la Accademia que costaba muy pocas liras. Como en todas las trattorie existía la buena costumbre de pedir un primero (siempre pasta), cuando lo habías terminado escogías el segundo de entre los pocos que cantaban (raramente carne) y luego el postre (que siempre consistía en «uva, pesca o pera»).
A la Accademia acudían unos pocos niños bien de la zona con el exclusivo propósito de ligar con las extranjeras que allí estudiaban. Dibujaban pésimamente, pero eran los típicos italianos simpáticos y ligones con los que muy pronto congenié. Conducían Alfas deportivos descapotables y como les sobraban chicas, a veces, para disimular, me invitaban a fiestas en sus casas o los acompañaba a comer. Naturalmente, frecuentaban restaurantes que estaban fuera de mis posibilidades económicas, pero lo comprendían y me invitaban. Si lo piensas bien, todo un absurdo.
Cuando, tras un mes y medio, mamá apareció en Roma, donde teníamos previsto pasar unos días antes de regresar a casa, y vio lo delgado que estaba quedó horrorizada. Estuvimos en un excelente hotel, fuimos a buenos restaurantes y volvimos a Barcelona desde Génova, no en un carguero sino en primera clase del Giulio Cesare, uno de los grandes trasatlánticos italianos que se dirigía a América del Sur lleno de millonetis que regresaban a casa. Cosas de mamá… aceptadas por papá.
Es extraño. No soy capaz de reconocer a nuestro padre en algunas de las cosas que tú cuentas. Papá pretendiendo que no vayas a la universidad, procurando interesarte en el negocio de los seguros, cayendo hasta en el tópico de que empieces por abajo y vayas ascendiendo luego hasta los cargos importantes de la empresa… Papá haciendo que dediques parte de tu tiempo incluso a ir a cobrar a los morosos… No lo entiendo. Y mamá tolerándolo. Y yo sin enterarme de lo que ocurría. Sin imaginar ni por un instante que la misma persona que apostaba por un proyecto editorial sumamente arriesgado, que era generosa y altruista y proclive a echarle una mano a quien lo necesitara, que no me reprochó jamás que los libros no se vendieran y que, cuando inesperadamente Lumen pasó a ser muy rentable, me dejó actuar como la manirrota caprichosa que siempre he sido, de modo que a la Feria del Libro Infantil de Bolonia llegamos a ir, a cargo de la empresa, siete u ocho personas, que nos alojábamos en Florencia porque nos gustaba más y que, después de trabajar un día en la feria (trabajando bien, es cierto, pero un solo día), nos íbamos otros dos a descansar a Venecia. Y en cierta ocasión en que teníamos que asistir a un congreso en Nueva York, viajamos de todos modos a pesar de que él mismo se había suspendido.
Y no se trataba solo de la editorial. Nuestro padre acariciaba con gusto los proyectos más desinteresados, le gustaba hacer, como ya dije, de Rey Mago, comportarse como un mecenas. Me habló una vez de la posibilidad de montar en Barcelona un hospital modelo, al nivel de los mejores del mundo, y te encargó (había pasado el tiempo, claro, tú estabas a punto de conseguir brillantemente el título de arquitecto y seguro que papá se había olvidado de endilgarte el cobro de morosos) unos apartamentos en Cadaqués que podrían haber significado la ruina, y lo hizo por dos motivos: para darte a ti la posibilidad de que los hicieras, y para salvaguardar por uno de sus extremos la belleza del pueblo.
Era, sin duda, un personaje contradictorio, un personaje sin convicciones profundas, inseguro, en el fondo, de sus criterios. Por eso se apuntó sin problemas a los de sus hijos. Votó al PSUC, se declaró comunista, se tomó la molestia de hacerse borrar oficialmente de la Iglesia Católica y decía en el club de golf o en el Tenis Barcelona cosas escalofriantes (que por suerte nadie tomaba demasiado en serio).
La Università per Stranieri di Perugia tenía unos cursos de verano muy prestigiosos y la ciudad estaba llena de estudiantes, sobre todo europeos, que le daban un aire cosmopolita muy sugerente. Particularmente animados eran los bailes que la Università organizaba las noches de los sábados. Ante el justificado temor a que se llenasen de lugareños con desmedida ansia de ligue con extranjeras, la asistencia a estos bailes estaba limitada a los estudiantes. Normalmente todos los extranjeros entraban sin problema pero a mí el portero me tomaba sistemáticamente por italiano y me impedía el paso. Yo reivindicaba mi nacionalidad española, el portero respondía que era un truco imaginativo (no conocí allí a ningún otro estudiante español) y me exigía ver la tessera, el carnet universitario. Pero, claro, yo no era alumno de la Università sino de la Accademia, por lo que mi tessera era diversa, y siempre surgía la discusión, hasta que aprendí que lo mejor era entrar del brazo de una straniera. Debo reconocer que, por un lado, todo esto era engorroso, pero, por otro, me halagaba que me tomasen por italiano. «Todo buen catalán desearía ser italiano»… ya lo decía (para desesperación de nacionalistes) el gran Pla.
Hasta aquí, la anécdota de mi verano perugino; vayamos ahora a lo sustancial. Lo sustancial fue que en este intenso mes y medio se afianzó mi amor por las Bellas Artes y por el país. Acabé el cursillo chapurreando decentemente la lengua que más tarde perfeccioné intentando desentrañar los artículos crocianos de Ernesto Rogers en la revista Casabella y que he llegado a hablar y a escribir con bastante corrección, aunque continúo haciéndome un lío con las dobles consonantes (para un italiano no puede haber confusión entre Lucca —la ciudad— y Luca —mi hijo—, pero para nosotros…). Aunque creo conocer sus defectos, adoro Italia, nunca me canso de viajar allí y la verdad es que he trabajado más y soy más respetado allí que en nuestro país. Perugia está situada en el centro de la Umbría y cada domingo la Università organizaba una excursión en autocar por la región. Esto significaba que un domingo visitábamos Florencia, el otro, Gubbio y Asís, el siguiente Siena… El guía de estas visitas era el impagable professore Scarpellini. Yo ya conocía a Scarpellini por las excelentes clases de Historia del Arte que impartía en la Università a las que asistía como oyente, pero visitar los monumentos artísticos con él no tenía precio. Ante el Gran Arte se apasionaba de tal forma que perdía los estribos y expresaba su admiración a gritos, tanto si nos encontrábamos en la calle, como en un museo, como en la catedral. Esto se acentuaba tras el vino blanco que tomábamos con la pasta —yo siempre me sentaba a su mesa— a la hora de comer. No puedo olvidar la visita que hicimos, dopo pranzo, al baptisterio de San Giovanni bajo la catedral de Siena. Frente a los preciosos plafones en bronce dorado de la pila bautismal —concebidos por Jacopo della Quercia, Lorenzo Ghiberti y Donatello— Scarpellini perdió el oremus; comenzó a proferir gritos de admiración mientras tocaba los relieves sin el menor recato, como si estuviese metiendo mano a su amada (bueno, como en realidad se debería disfrutar siempre de la escultura), ante la atónita mirada del vigilante, que no osaba reprender al egregio professore.
Las clases de la Accademia eran francamente estimulantes. Por las mañanas hacíamos dibujo y escultura con modelo; por las tardes hacíamos grabado sobre linóleum o al agua fuerte, e incluso pintura al fresco, que me pareció una técnica preciosa aunque nunca más haya tenido ocasión de experimentar con ella. En una de las aulas tenían un esqueleto completo del que hice varios dibujos que aún conservo junto con los desnudos que tomé del natural y los grabados (los modelados en arcilla y los frescos sobre fibrocemento los tuve que dejar desgraciadamente allí). Durante cincuenta años no he dejado de sentir nostalgia de aquel verano pasado en la Pietro Vanucci. Hace pocos años volví a Perugia con ocasión del viaje dedicado a Piero della Francesca (en la Galleria Nazionale dell’Umbria hay un Piero de la primera época, de esos cuyas figuras se apoyan aún sobre un fondo de pan de oro) que organicé para Eva, Juliet Pomés y Ricardo Feriche, su marido. Ya oscurecido no pude resistir la tentación de dirigirme a la Accademia, que, naturalmente, estaba cerrada, y hacerme una fotografía proustiana frente a la puerta de entrada.
Estamos en el privado del restaurante Azulete. Nuestros padres —ya muy envejecidos—, nosotros y nuestro asesor fiscal y amigo Marc Sala. Marc nos había recomendado esta reunión para enfocar desde el punto de vista fiscal el tema de la herencia. Explica pacientemente a papá que tal como tiene declarado su patrimonio, y con el impuesto actual de sucesiones, tanto mamá como nosotros tendríamos que pagar un pastón en caso de su defunción. Le recomienda que, sin prisas, vaya pasando algo de su patrimonio a sus herederos. Papá permanece callado, parece que se lo está pensando, pero cuando abre la boca es para decir: «Es que no tengo decidido quiénes serán mis herederos». Me quedo de piedra. Que no confíe en mí, con quien no ha tenido jamás una discusión por temas económicos, que desde antes de acabar la carrera no le he pedido ni un céntimo, que jamás he esperado heredar, que sospeche que si me cede algo en vida puedo dejarlo en la estacada en sus últimos años me parece incomprensible, me parece injusto y humillante, no consigo entenderlo. Días después, Marc me dirá que no me lo tome a mal, que su experiencia le ha enseñado que a muchos ancianos les entra el absurdo temor de pasar sus últimos momentos en la miseria, que estas cosas deben resolverse cuando se está en plenitud de facultades, que luego ya es tarde. Papá morirá repentinamente, al cabo de poco, sin habernos traspasado nada en vida. La herencia es para nosotros dos y mamá queda como usufructuaria. Tal como había previsto Marc, nos toca pagar un pastón, cosa que hacemos sin rechistar y —por lo escrito en tu último libro— en tu caso con el placer del deber cumplido. El reparto de esta herencia, dada la confusión que dejó papá, es propicio a la vulgar pelea familiar, pero en nuestro caso, ante la estupefacción de notarios y abogados, lo resolvemos sin la mínima desavenencia.
La comida en Azulete ha acabado, al tomar el coche veo a nuestros padres cruzar la Via Augusta con pasitos diminutos y cansinos y, por primera vez, tengo la terrible certeza de que la vida ya no les va a dar más, ni alegrías, ni momentos memorables, ni amistades, placeres, enseñanzas…, las cosas por las que vale la pena vivir. Aquella revelación hace que me invada la tristeza, una tristeza mayor que la que sentiré cuando efectivamente mueran.
Lo cierto es que dejamos vivir a mamá los últimos años como ella quería: en su piso de siempre (aunque se citara en alguna ocasión la posibilidad, nunca nos planteamos ingresarla en una residencia), con su perra tackel que le hice traer de Madrid, con dos o tres empleadas que la trataban incluso con afecto, prontas a responder al timbre que las requería día y noche para que le alargaran un libro o unas zapatillas, le aplicaran colonia en la frente, le masajearan una pierna; con un médico (no el de verdad, el que la trataba del Parkinson), salido de no recuerdo dónde, que la visitaba un día sí y otro también (para nada, pero a ella le gustaba) y que coló en la casa a un hijo practicante que se suponía hacía con la enferma ejercicios de recuperación.
Nuestra madre perdía el dinero que se empeñaba en tener aunque nosotros lo pagáramos todo, o lo cortaba con tijeras en delgadas tiras; mandaba a la enfermera a vender por las tiendas sus camisones de encaje o las colecciones de sellos de papá, regalaba los abrigos de visón y parte de sus joyas a quien le venía en gana (la masajista se quedó un abrigo, y la alianza de matrimonio fue a parar a una de las chicas que la cuidaban, que me la devolvió más tarde). Nos comportamos muy bien, pues, en estos aspectos formales, y mamá vivió hasta el final haciendo su santísima voluntad. Pero fuimos ambos muy crueles con ella. Dejamos que muriese sola. ¡Cuánta falta debió de hacerle entonces aquel marido que había considerado durante tanto tiempo un estorbo, el pobre Gunter que, apostado junto a su lecho, no la había ni la habría abandonado un solo instante, porque ya había renunciado a sus viajes e incluso a sus subidas a Cadaqués! No encontraría, claro está, las palabras adecuadas ni los gestos que llegan al corazón de las valquirias, mitad hielo, mitad fuego, pero habría estado allí hasta el final. Tú y yo no lo hicimos.
Reconozco que soporté pésimamente la decadencia de mamá y que mi alejamiento en los últimos días no tiene excusa. Que aquel ser que me había enamorado se convirtiese en un guiñapo físico e intelectual me superaba. El día que el servicio me hizo saber que no podía contener sus deposiciones, que tenían que recoger del pavimento, me cayó el alma a los pies. El último día que la vi con vida me pidió que me acercara para comunicarme al oído sus últimas palabras. No fueron «Luz, más luz», como Goethe, o «Te he querido mucho», o «Recuérdame con cariño»…, fueron: «Vigila, porque creo que el servicio me estafa».
Me pregunto si los dos sentimos el mismo repelús ante la muerte de los seres próximos o queridos —o quizá de cualquier ser humano, pues no parece casual que a mis setenta y tres años no haya visto morir a nadie—, o si será únicamente cosa mía. Los últimos cinco a seis días de mamá, que me parece que apenas si tenía momentos de lucidez, tú no fuiste a verla, y yo, de viaje en París, no adelanté mi regreso, en primer lugar porque los momentos críticos, cuando las personas que la cuidaban anunciaban su muerte inmediata, eran frecuentes, y en segundo lugar porque mi cuñada Victoria se había instalado junto a su cama y no se apartaba de allí.
Llegué de madrugada y subí a comprobar cuál era la situación (vivía justo encima de mí). Me dijo la enfermera que llevaba horas en coma. Me fui, dado que no podía hacer nada ni me iba a reconocer, y un rato después bajaron a comunicarme su muerte. Todo parecía en orden, pero, cuando días más tarde me lo planteé, no lo consideré lógico y justificado, sino monstruoso. ¿Qué podía justificar que, viviendo en la misma ciudad y sabiendo que se moría, no la visitaras una sola vez? Y ¿qué podía justificar que yo, tras no adelantar mi regreso, subiera a su piso y no me molestara en ir a darle un beso, a tocarla, no asomara siquiera la cabeza para verla cuando podía ser la última oportunidad de hacerlo?
Permitimos que mamá muriera sola, nos desentendimos de su muerte, lo dejamos todo en manos de Victoria (solo muy recientemente me animé a preguntarle si había muerto de muerte natural o si habían provocado su muerte; ¿te lo habías preguntado tú, sabías que, a pesar de que recurrieran a la morfina, no se trataba en absoluto de eutanasia? Me alegró saberlo, pues, aun habiendo desertado de nuestro papel de hijos, opinaba que solo nosotros dos podíamos tomar una decisión tan grave).
La incineramos, se esparcieron las cenizas por tu jardín (ella había pedido que se enterraran al pie de la palmera que te había regalado, pero no nos molestamos en hacer abrir un agujero), y acabó la historia.
En esto no tengo conciencia de haberle faltado. Me pareció más respetuoso esparcir las cenizas alrededor de la Canariensis, igual que se hace en el mar, que enterrarlas.
Faltaban, sin embargo, al menos dos elementos importantes para darle sentido. No solo dejamos que mamá muriera sola, sino que la tratamos con dureza extrema. Tú, mucho más reservado y contenido, conservabas mejor la compostura, pero las escenas entre nosotras dos eran melodramáticas, disparatadas, absurdas: parecían sacadas del peor Tennessee Williams. Nos decíamos cosas tan desmesuradas que resultaban a la postre ridículas. Pero un día, cerca ya del final, mamá estaba en cama, sumida en un duermevela profundo, y yo me había sentado a su lado. De repente me cogió una mano, fuerte, muy fuerte. Y, ante mi sorpresa, noté que me faltaba el aire, me sentí conmocionada desde las uñas de los pies hasta las puntas del cabello. Acaricié y oprimí aquella mano, y pensé: «Ahora no podrá volver a soltarte, no podrá prescindir de ti, estaréis así para siempre». Pero me equivocaba. Ni siquiera al borde de la muerte mi madre había recurrido a mí, era posible que ni siquiera supiese de quién era la mano que cogió y que mantuvo fuertemente entre las suyas. Peor para mí, o para las dos.
La muerte es una anécdota cuando ya no se disfruta de la vida. Una de las frases más tremendas y lúcidas de tu obra literaria es la que dice: «Antes vivía aventuras, ahora solo me pasan cosas». Pero lo peor es que llega un momento en que estas cosas no solo dejan de ser apasionantes sino que comienzan a ser únicamente negativas. Como dice el gran Woody, uno se hace mayor cuando la frase que espera ansiosamente no es «te amo» sino «es benigno». Soy totalmente partidario de la eutanasia, he hecho testamento vital ante notario y dado instrucciones precisas a Eva de que no se me mantenga en vida de cualquier forma. La muerte ha dejado de aterrarme. Se me dice que estas cosas las afirmo porque hasta ahora he disfrutado de una salud de hierro, que cuando esta se quiebre me aferraré a la vida por muy deficiente que sea. Quizá sí, no puedo negarlo, pero hace pocos años me apareció en un análisis un nivel de PSA muy alarmante. El doctor Ruiz Marcellán, excelente médico que me recomendó Santi Dexeus, me dijo que la probabilidad de que padeciese un cáncer de próstata era del treinta por ciento, que tomase antibióticos durante un mes y que volveríamos a hacer el análisis. Me pareció una probabilidad muy alta y, para colmo, estos percances siempre se dan en Navidad o en vacaciones de verano, en este caso a finales de julio. O sea que pasé un mes y medio, hasta que Ruiz Marcellán se reincorporó a la consulta, sin saber si tenía un cáncer probablemente mortal y que, en el mejor de los casos, me dejaría impotente. Aunque Eva me veía muy saludable y no estaba nada asustada, la posibilidad era real. En el segundo análisis, a mediados de septiembre, el nivel de PSA había caído en picado —me recuerdo dando saltos y gritos de alegría por la calle cuando salí del laboratorio— y Marcellán me aseguró que no debía preocuparme más, que se había tratado de una simple infección y que solo debía tomar la precaución, casi obligatoria a mis años, de hacerme un exhaustivo análisis de sangre anual, consejo que he seguido con resultados espectaculares, impropios de mi edad, me asegura Marcellán antes de finalizar cada año. Soy muy consciente del precioso regalo de Navidad que recibo. Como escribió un gran escritor francés del que no recuerdo el nombre: «La muerte no me cogerá por sorpresa, la estoy esperando cada mañana». Quizá por ello aquel mes de agosto no me lo pasé preguntándome «¿por qué a mí?» ni rebelándome; pasé unas buenas vacaciones, consciente del peligro pero disfrutando de cada navegación, de cada baño, de cada polvo, de cada buen momento en compañía de Eva, con mis hijos y con mis amigos. A pesar de lo que vaticinan algunos ingenuos idólatras de la longevidad y de las nuevas tecnologías, la bióloga y premio Nobel de Medicina Elisabeth Blackburn asegura que, al menos en los próximos treinta años, no viviremos más aunque sí podremos apurar nuestra longevidad. Este es el proyecto en el que estoy metido, apurar mi longevidad. Ahora, que me encuentro perfectamente y mis facultades me permiten pensar con claridad, no veo razón para prolongar la vida cuando deje de disfrutarla, no tenga más proyectos en mente y pase de ser una ayuda a ser una carga para los míos.
Que mueran nuestros seres queridos y nosotros mismos es indefectible pero da mucha rabia. No lo hagamos aún más triste con hipócritas ceremonias atormentantes. Los que tienen la suerte de ser auténticos creyentes ¡que no sean egoístas! El ser querido los ha abandonado en este valle de lágrimas pero los está esperando desde un lugar más apetecible. ¡Alégrense pues! ¡Hagan una emocionante ceremonia religiosa! ¿No ven cómo auténticos creyentes lo celebran en New Orleans? (Claro que la Iglesia Católica ha abandonado su más preciado patrimonio: el ritual. José Antonio Coderch aseguraba que no volvería a un entierro hasta que la misa volviese a celebrarse en latín y de culo al pueblo).
Si, como tú o como yo, tenemos la desgracia de pertenecer a la mayoría descreída, lo tenemos más jodido. Albergamos serias dudas de que el finado haya pasado a mejor vida y de que lo volvamos a ver (por cierto, si lo volvemos a ver ¿con quién nos encontraremos, con el ser joven, bello y alegre del que nos enamoramos o con el agonizante de los últimos meses?). Estamos casi seguros de que lo hemos perdido para siempre, lógicamente hundidos y necesitamos remontar. ¿De verdad creemos que la mejor manera de hacerlo es ¿celebrar? una interminable misa de funeral —con sermón, al que nadie atiende, y comunión, a la que casi nadie acude— en el deprimente tanatorio, cuando todos sabemos que no era creyente? ¿No es una falta de respeto al fallecido y a la religión? ¿No vemos a los resignados asistentes consultando el reloj? ¿Tenemos que disimular nuestra alegría al encontrarnos con amigos que no veíamos en años? ¿No hay soluciones menos atormentantes? ¿No podemos, al menos, montar algo más parecido a Cuatro bodas y un funeral?
Yo, por mi parte, lo tengo claro y detalladamente diseñado: que entreguen mis restos a la ciencia (como quiso nuestro padre) o que me incineren sin ninguna ceremonia (como quiso nuestra madre). Que se monte una fiesta para mis amigos, mujer e hijos, sin autoridades, periodistas u otra gente de poco fiar. Una fiesta con alcohol y otros auxilios, con la música que amé, con baile… Una fiesta donde la gente pueda llorar recordándome y reír olvidándome.
Eva protesta argumentando que estará demasiado triste para montar tal tinglado. Espero que nuestros amigos supervivientes le echen una mano…