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Un día le expliqué con toda sinceridad al profesor que lo único que me gustaba era el jazz de New Orleans. El profesor, en vez de regañarme, explicó a la clase que el jazz era una música muy interesante, que la improvisación era un valor a tener en cuenta y que en la próxima clase traería algún disco para que lo escuchásemos, y así lo hizo. Todo un ejemplo de cómo era nuestra escuela. El jazz y muy pronto el rock fueron, y siguen siendo, mis músicas. Nunca olvidaré el concierto de Louis Armstrong en el Windsor de Barcelona el 23 de diciembre de 1955. Yo tenía solo catorce años pero convencí a mamá de que me llevase: debía de ser el más niño de los espectadores (fui el más joven en muchos lugares y ahora el más viejo en casi todos). En este concierto, por primera vez, detecté la intransigencia de muchos de los conservadores de las esencias de cualquier arte. Satchmo estuvo sublime, pero algunos de los fanáticos del Hot Club y del Club 44 —los que habían logrado traerlo— reaccionaron mal en cuanto atacó piezas como C’est si bon o La vie en rose. Les parecían poco «jazzísticas», una concesión comercial. Como nunca he estado por la «pureza», me parecieron maravillosas, y todavía me lo parecen. La intransigencia y la miopía histórica de la intelligentsia jazzística se me hizo aún más evidente cuando al cabo de un tiempo escuché por radio la concesión del premio al mejor disco de jazz editado en España durante aquel año. El fallo que entregaba el premio a una excelentísima grabación de Armstrong fue acogido con sonoros silbidos «vanguardistas» por aquellos que consideraban que se debía otorgar sin discusión a una grabación novedosa del Modern Jazz Quartet, ¿recuerdas a aquellos negros estirados en smoking? El jazz y el rhythm and blues me llevaron de forma natural al rock. El primer disco pre-rock que me impresionó fue Cry, donde Johnnie Ray realmente sollozaba a gritos la letra (ahora caigo en que mi rock preferido mucho más tarde fue el Cry Baby de Janis Joplin: no hay nada que hacer, uno no evoluciona). Descubrí a Johnnie Ray en una emisión nocturna de The Voice of America que sintonizábamos en la radio de un amigo, una de aquellas maravillosas radios portátiles Zenith Trans-Oceanic de onda corta, pesados armatostes negros con un dial de no sé cuántas líneas con nombres de lugares exóticos y un mapamundi en la tapa que nos conectaban con el orbe. Algunos las utilizaban para sintonizar la antifranquista Radio Pirenaica; yo reconozco que escuchaba música rock en The Voice of America. Algunos, no mucho mayores que yo, aseguran que se formaron con la copla, Juanita Reina y el rubio como la cerveza; yo, que ahora puedo valorar estas españoladas, entonces solo las escuchaba cantar por el patio de vecinos.

Volviendo al Colegio Alemán, no recuerdo a todos los profesores con el mismo respeto y agradecimiento. Un caso particular en el que desde luego no coincidimos es el de tu estimada señorita Palau. Nunca me cayó bien pero la prueba de que no me equivocaba fue la historia de la postal de la Côte d’Azur. Una mañana un bedel se presenta en nuestra clase y comunica que el director quiere ver al alumno Oscar Tusquets en su despacho. Como puedes suponer, voy temblando por el pasillo; para que el director exija verte personalmente la cuestión tiene que ser muy grave. Llamo tímidamente a la puerta, un Herein! autoritario se oye al otro lado. Entro compungido. Setzen!, ordena el director. Me siento y en el acto el director pone una postal sobre la mesa y me pregunta qué significa esto. Me quedo de piedra, se trata de la postal que envié durante el viaje de Semana Santa desde Juan-les-Pins a Herman Loewe, mi mejor amigo del colegio. En ella se representa en acuarela un símbolo de la Côte d’Azur, una jovencita púdicamente desnuda, ya que la larga cabellera rubia oculta sus pechos y la posición de las piernas, el pubis. Una imagen ingenua que ha superado sin problema el puritanismo del servicio de Correos patrio. Arguyo que, aparte de ser muy poco escandalosa, ¡hasta mis padres la encontraron divertida! La postal la envié a la vivienda personal de Herman sin prever que podía acabar en el colegio. Pero resultó que Herman sí la llevó, y en la clase de la Palau circuló entre los alumnos, hasta que la puritana inquisidora la incautó y la consideró tan escandalosa que la llevó de inmediato a dirección para que se tomasen las medidas oportunas respecto a mi persona. Desconcertado, advierto que, ante mis explicaciones, el director está incomodísimo en el papel que le ha tocado interpretar. Con la boca pequeña pregunta si no había otras postales más adecuadas, bellas panorámicas de paisajes, por ejemplo. Contesto que sí pero que me parecía que a Herman esta le haría más gracia. Total, el director dice que no lo vuelva a hacer, me devuelve la dichosa postal y da por terminada la engorrosa y tan poco deutsche reunión. Esther, Esther, ¿cuándo aprenderás lo que yo aprendí de niño? Jamás debes fiarte de una gorda fea.

Han salido ya varias veces en estas memorias la señorita Palau y las Tres Señoritas. Y no te he respondido porque no sé qué decir. Las Tres Señoritas —esto ya te lo dije— me resultan conmovedoras. Pero conmovedoras no es la palabra adecuada. No es que me den pena. O sí lo es… Las imagino solas, dejando pasar el tiempo sin animarse a sacar de él nada que merezca la pena. Pero son fantasías mías. Igual resulta que están rodeadas de afecto y disfrutando de placeres que no soy capaz de adivinar. Y tienen además una ventaja que no tiene precio: vivirán eternamente… ¿Ves lo que me pasa? Te escribo esto y sin embargo estoy al mismo tiempo convencida de que no es así. La señorita Palau es harina de otro costal. Por raro que te parezca, a la señorita Palau le tengo auténtico cariño. Es inteligente, es sensible, es fea, hizo lo que se esperaba de ella, una brillante carrera, intrigó y luchó y perdió alguna vez la partida, y allí está, en un piso burgués impecable, impecable ella también, esperando las visitas de sus sobrinos y hablando dos horas al día con el cura alemán, necesitada de creer en Dios para no tirarse cualquier día por el hueco del ascensor. Esperemos que ese cualquier día me pille a mí lejos…

El nivel de enseñanza en la Deutsche Schule era considerablemente alto y, según Eduardo Mendoza, que ha dado clase en la Universidad Pompeu Fabra durante varios años, continúa siendo el mejor. Como en aquella época nuestra escuela no estaba autorizada por las autoridades académicas españolas a otorgar calificaciones de final de curso, teníamos que ir a examinarnos a un instituto oficial, el Menéndez y Pelayo, un interesante edificio racionalista sito en la Via Augusta al final de Aribau. Allí nos examinaban unos profesores que no habíamos visto en todo el curso, pero era impensable que un alumno que había sido aprobado en la Schule pudiese suspender en el instituto; de hecho, no recuerdo ningún caso. El examen más pintoresco era el oral de lengua extranjera. A pesar de que en nuestro colegio estudiábamos también inglés y francés (algo insólito entonces que me ha abierto muchas puertas y ha sido un placer en mi vida), naturalmente escogíamos la lengua alemana. El pobre profesor del instituto, donde nadie estudiaba una lengua tan difícil, tenía escaso conocimiento de la misma, por lo que se hacía acompañar por un profesor de nuestro colegio. En este examen oral siempre obteníamos mejores calificaciones de lengua alemana los alumnos españoles, ya que nuestros compañeros alemanes quedaban algo desconcertados cuando les preguntaban, en español, cómo se construía en alemán el pretérito pluscuamperfecto.

Debía de finalizar la O Fünf cuando el colegio organizó unas colonias veraniegas en Ottobeuren, un pueblo de Baviera conocido por su espléndida iglesia estilo rococó. (Años más tarde, un grupito de jóvenes arquitectos organizamos un viaje al Rococó Bávaro que me cautivó. Los interiores de las iglesias, absolutamente blancos y dorados, que las vidrieras transparentes e incoloras iluminan de forma deslumbrante —de modo que parece haber más luz dentro que fuera—, representan una de las arquitecturas más trascendentes de la historia). Un grupo de estudiantes —¿y estudiantas?— de los últimos cursos acompañados de un par de profesores de la Deutsche Schule fuimos para allá en un destartalado autocar que paró en Nîmes para que echásemos una pretendida cabezada en un descampado y, al día siguiente… directo hasta Ottobeuren. Menos mal que éramos tan jóvenes.

Nos alojamos en un albergue de juventud que no estaba nada mal aunque era de lo más austero. Nos despertaban a toque de corneta y nos teníamos que pegar una ducha con agua helada que los españoles liquidábamos en segundos sin dejar de pegar gritos histéricos. El primer día nos fuimos encantados a la piscina municipal; todos los días del resto del mes llovió. Nos decían: «Claro, ya se sabe, Baviera es el desagüe de Alemania». Casi no comíamos pan pero sí muchas Kartoffeln y Würstchen que, a pesar de todo, siguen encantándome. El día antes de visitar München el profe alemán nos echó un discurso sobre lo grande que era la ciudad, que nunca habíamos estado en una así, que tuviésemos muchísimo cuidado con el tráfico y en no perdernos. Aunque Barcelona estuviese más anticuada, las advertencias no dejaban de transparentar cómo nos veían algunos alemanes. Lo que mejor recuerdo de nuestra visita a la ciudad es el Deutsches Museum, un increíble museo de ciencia y tecnología que contenía máquinas increíbles y una mina de carbón a escala natural en cuyas galerías nos extraviamos. A punto estuvimos de perder el autocar, lo que nos valió una severa reprimenda.

Pero, sin duda, lo más importante que me sucedió en estas colonias fue que me enamorisqué por primera vez en mi vida. Se trataba de Carmen Hartmann, una muchacha rubia del curso superior al nuestro, sobrina de Herr Hartmann, nuestro profe de Mates, temible tanto por su pierna ortopédica como por su carácter, pero que con su sobrina se derretía. Carmen era una belleza (sigue pareciéndomelo cuando miro las fotos del viejo álbum), simpática y nada engreída, excepcional nadadora (practicaba esta cosa horrible de la natación sincronizada, que entonces se llamaba ballet acuático o algo por el estilo), y con unas tetas espectaculares. A pesar de que yo debía de parecer un niño a su lado, nos caímos bien antes de llegar a la frontera francesa y la cosa fue a más durante el resto de la excursión. Aún hoy guardo un recuerdo dulcísimo de aquella relación. Estuve a punto de dejar el tenis (que nunca dominé) y ponerme a nadar en serio (para lo que siempre tuve facilidad) por ella. Pero pasó el verano, volvimos al cole, y una vergonzosa timidez me invadió de tal forma que mostrar mi amor ante mis compañeros se me hacía imposible. Apenas me atrevía a saludarla, tanto menos a cortejarla. Ella debió de quedar lógicamente decepcionada por mi pusilanimidad y allí acabó todo, aunque fui a escondidas varias veces a verla actuar en la piscina preolímpica de Montjuïc. Karin Leiz, que se enrolló de muy joven con Leopoldo Pomés y ha sido su musa e íntima colaboradora desde entonces, estuvo buscando a Carmen para que trabajara como modelo en la época en que prácticamente no existían en Barcelona. Durante años hicieron muchos anuncios con ella, lo que demuestra que mi fascinación juvenil tenía su razón de ser.

Karin es una de las pocas personas que conocí de muy joven y con las que nunca he perdido el contacto. No hemos sido realmente amigas, han faltado las condiciones imprescindibles para serlo —la amistad es una planta extremadamente delicada y rara—, no las importantes, que sí las tenemos o eso creo, sino las secundarias: compartir tiempo y espacio, verse con frecuencia, tratar parecida gente, tener planes en común.

Karin y yo nos hemos caído bien desde siempre —un «siempre» que no se remonta a la eternidad (el «siempre» y el «nunca más» dan vértigo y unas ganas terribles de salir huyendo), o sea, en este caso, los últimos años de bachillerato—, aunque no fuéramos al mismo curso, porque Karin es más joven que yo. Desde siempre y hasta hoy el azar ha ido otorgándonos agradables encuentros inesperados, pequeños paréntesis, nunca buscados.

En el Colegio Alemán habíamos hablado alguna vez en el recreo, y en un par de ocasiones dos chicos del colegio nos invitaron a dar un paseo en barca por el puerto. Más tarde nos reencontramos en la universidad. Entre clase y clase bajábamos al bar o nos quedábamos charlando en el patio. En estas conversaciones me fui enterando de su relación con Leopoldo Pomés. Cómo lo conoció en la calle piropeándola y se encontraron otras veces y un día en que llevaban tiempo sin verse él le dijo o le dio a entender que ella había engordado y ya no estaba tan guapa. (¿Es posible, Leopoldo, que le hicieras algo tan feo a la pobre Karin, que no perdió su exquisita delgadez nunca más?). Después se casaron y empezaron a tener hijos.

Al regreso de un viaje a Rusia nos invitaron a una cena en su casa. De pocos comensales: ellos dos, tú y Beatriz, Esteban y yo. «Por primera vez» (no puedo añadir «y por última», porque hubo una «segunda vez» con Carmen Balcells, las dos mano a mano, en el restaurante de Semon) comimos caviar a lo salvaje, perdido todo decoro, a cucharadas, sin tocar siquiera el resto de manjares que había en la mesa, tan amante Leopoldo como yo del exceso y el desenfreno (ante la mirada atónita de Karin y la mirada benévola de Esteban).

La vi en otra ocasión, años después, en Bel. No recuerdo qué compraba ella, yo buscaba un batín, y las dos, afanosas y exigentes, lamentábamos que el magnífico batín no fuera lo bastante suave y que nada de lo que le mostraban se ajustara a lo que Karin había imaginado. O sea que estábamos o volvíamos a estar enamoradas.

Ahora los encuentros están previstos y tienen cierta regularidad. Somos asiduas a los festejos que Marta organiza en su jardín de Sant Cugat. A veces me hago un lío y no sé muy bien qué celebramos, y llego a menudo sin haber comprado nada para Mont, la dackel que le regalé, pues desde hace mucho entra en mis funciones la de suministrarle nuevos perros, que siempre son el mejor del mundo y poseen todo lo imaginable para un perro. Estas fiestas congregan a gente muy diversa y entre ellos a amigos que no ves nunca pero que te encanta volver a ver. Karin es uno de los invitados asiduos, solo que allí (cosas de Marta) nadie la llama Karin sino Karen.

Esto sucede porque, en su incorregible esnobismo, Marta no puede dejar de asociarla a la baronesa Karen von Blixen-Finecke.

Durante el bachillerato en el colegio hice buenos amigos que recuerdo con cariño, aunque, por mi manía de borrar el pasado, los he visto muy poco después. Acabo de decir que Herman fue mi mejor amigo durante todos los años del Colegio Alemán, pero hice otros amigos, tanto españoles, como Umberto Figarola o Javier Calicó, como alemanes, alguno de los cuales reencuentro a veces en el Tenis Barcelona.

Los hermanos Loewe eran tres: Herman (el mayor, el de mi curso y mi mejor amigo), Hansi (el menor) y Peter (al que, imitando el acento alemán, llamábamos Petaa, y que me fue conquistando por ser el más guapo, el más juerguista y por jugar al tenis con una elegancia que no he vuelto a ver hasta Roger Federer). Con él compartimos juergas iniciáticas en Lloret, población determinante en mi juventud de la que hablaré dentro de poco. Los Loewe, que preferían que su apellido se pronunciase en puro castellano en vez de Leef, eran los propietarios de la famosa firma de artículos de piel; en realidad, de la rama barcelonesa, ya que la central estaba en Madrid y la dirigía su tío, Enrique. En el cole no nos cansábamos de repetir a los hermanos que su negocio tenía los días contados, pues los innovadores y económicos plásticos acabarían con la piel (observa la ingenuidad vanguardista en la que aún hoy caen bastantes imbéciles). El tío Enrique tenía un hijo del mismo nombre que de vez en cuando visitaba a sus primos de Barcelona. En una ocasión incluso vino con Herman a pasar unos días al Hotel Costa Brava. El primo Enrique salpicaba su conversación con términos matritenses, como «chachi piruli», que nos hacían mucha gracia.

Fueron los Loewe los que me animaron a ir al Tenis Barcelona. A pesar de que ya le divertía más el golf —iba bastante al de Sant Cugat hasta que se creó el del Prat—, papá era socio del Club de Polo, adonde acudía de vez en cuando a jugar al tenis. En el Polo había tomado yo mis lecciones iniciales, pero los hermanos Loewe eran socios entusiastas del Real Club de Tenis Barcelona 1899 y me convencieron, a mí y a los papás, de que cambiase de club. El primer contacto lo tuve en la fiesta de desmantelamiento de la antigua sede de la calle Ganduxer junto a Piscinas y Deportes. Recuerdo que desenterraron, no sin grandes dificultades, los cimientos de los postes de la red, rellenaron los hoyos y organizaron un divertido partido de fútbol entre los socios (los mayores; yo tenía entonces trece años y el fútbol —como practicante, no como espectador— nunca fue lo mío). La segunda experiencia fue acudir, en 1954, al segundo Trofeo Conde de Godó, el que ganó, fácilmente, Toni Trabert a Vic Seixas en la final. Acudí a muchos Condes de Godó a partir de aquel, incluso hice de juez de línea, o de red, que entonces no había chivatos electrónicos y tenías que poner el dedo en la cinta y detectar los saques que la rozaban. A pesar de las entusiastas clases del excelente profesor Joan Ventura, nunca llegué a jugar bien al tenis; tenía golpes bonitos pero mi talón de Aquiles siempre fue el saque, no sé por qué extraña razón jamás llegué a sacar por arriba de forma honrosa. Total, que nunca llegué a los diez puntos de tercera categoría. A pesar de jugar peor que la mayoría de ellos hice buenos amigos, algunos de familias ricas de verdad, como ya he explicado. Los Loewe tenían una torre, junto a la Via Augusta, en cuyo jardín jugábamos a indios y cowboys, mientras se construían un espléndido chalet en la avenida Pearson, que visitamos en obras, pero los Godó o los Sentmenat tenían auténticas mansiones señoriales, y los Basso veraneaban nada menos que en la mansión y los jardines de Santa Clotilde, que su antecesor, el marqués de Roviralta, había encargado al insigne paisajista Nicolau Rubió i Tudurí en 1919. Hoy, como los jardines de la familia Arnús en Badalona, son bellos parques públicos, pero yo los visité cuando aún eran propiedades familiares con el encanto enfermizo de la decrepitud. Javier Godó tiene mi misma edad. De pequeños jugamos al tenis y llegamos a repasar lecciones del bachillerato juntos, aunque él iba a los Jesuitas de la Bonanova y yo a la Deutsche Schule. La primera muerte absolutamente inimaginable para nosotros fue la de su brillante hermano, Enrique, atropellado, camino de Montserrat, por un coche sin control cuyo conductor se dio a la fuga (creo recordar que porque viajaba con su amante secreta); la siguiente fue la de Joaquín Blume, el ídolo hispanoalemán que había llegado a hacer una exhibición en una Sommerfest, en accidente aéreo. El padre de Javier, Carlos, conde de Godó, jugaba unos pintorescos partidos de dobles a los que todos los niños acudíamos enfervorizados. Los otros contendientes eran los hermanos Arilla y Andrés Gimeno, o sea, tres jugadores de la Copa Davis. El juez de silla era Esteban Gimeno, el entrenador y padre de Andrés. La contienda se afrontaba con aparente competitividad, como si el nivel tenístico del conde estuviese a la altura de los otros jugadores. Cuando Esteban llauraba (o sea, que hacía trampas) descaradamente a favor del Noble, la pareja rival protestaba de forma airada ante el jolgorio del público juvenil. Cada tanto que dejaban ganar al veterano aristócrata era jaleado con estruendo, y al final siempre ganaba el partido ante el aparente desconsuelo de la pareja perdedora. En el vestuario, el encargado de ayudarlo a desvestirse y descalzarse lo felicitaba por lo bien que había jugado, recordándole las jugadas más memorables. Entonces todo ello nos hacía mucha gracia, ahora estoy convencido de que el conde era forzosamente consciente de la pantomima que se representaba y que la aceptaba de buen grado, quizá porque intuía que eran los últimos actos de gracioso vasallaje que se darían en Europa.

Comenzamos a conocer Europa en los fabulosos viajes de Semana Santa. Recuerdo perfectamente mi primera visita a París, no sé si fue también la primera para ti en uno de esos viajes inolvidables.

Sí, también para mí fue la primera vez que vi París. Todo este primer viaje de Semana Santa lo viví distinto, porque —oh, sorpresa— estaba enamorada, perdidamente enamorada, y el amor lo teñía todo. A punto estuve de renunciar al viaje, pero por una vez me comporté con una mínima sensatez. Porque en aquellos momentos el itinerario era impresionante: los españoles no viajaban todavía en coche por Europa, hasta tal punto que se nos acercaba a veces alguien para preguntar a qué país correspondía la matrícula.

Mis primeras horas fueron un poco violentas. Me enfadé con papá, cosa que no ocurría con frecuencia. Con mamá sí, pero con papá no. Llegamos por la noche, sin tiempo ya para ver nada. Y como quería asustar un poco a la concurrencia (no lo conseguí en absoluto, os pareció a todos natural que en la hora del desayuno yo no estuviera allí), y como estar en París me parecía un sueño y no quería perderme ni un instante y un primer encuentro a solas (a solas pero dialogando con mi amado ausente, al que tendría que contárselo todo a mi regreso) me parecía más romántico, salí del hotel a las seis de la mañana con la intención de patearme la ciudad entera. Aún me sorprende el recorrido. A las diez tenía los pies destrozados y tuve que comprarme unos zapatos en el Barrio Latino. Y al mediodía estaba en el hotel, tan cansada que pensé que no podría dar un paso más y que perdería por la tarde lo que había ganado por la mañana. Pero no fue así.

Debía de ser muy joven —¿trece años o menos?—. Recuerdo las precisas instrucciones escritas de papá para acceder a la gran metrópolis: por qué carretera nacional había que llegar, por qué puerta convenía entrar para acceder al núcleo urbano… Recuerdo entrar con nuestro Fiat 1400 en el diabólico carrusel de l’Etoile (creo que ahora se llama Place Charles de Gaulle: qué estupidez sustituir un nombre basado en la perenne geometría por el de un perecedero político; nuestra Diagonal siempre será diagonal y de nuestro Generalísimo pronto nadie se acordará). Ya nos habían avisado, había que entrar en el carrusel —donde entonces no había semáforos, como en las rotondas de hoy— sin miedo, acelerando y cortando el paso a la avalancha de vehículos que giraban a toda velocidad. Así lo hizo papá, y tengo bien presente el orgullo y la excitación con que lo viví. La Gran Ciudad no nos atemorizaba. Los jóvenes nos alojamos con papá en el hotel Du Nil, un establecimiento bastante cutre en la Rue du Helder, que aún existe, mientras que mamá se fue con los mayores a un hotel de lujo en el vecino Boulevard Haussmann (tenía que ser de lujo por lo despreciativo que era el ascensorista —de verdad, había ascensorista—, como casi todos los servidores de aquel país, al menos desde la Revolución francesa). Aún no habíamos descubierto los encantos de la Rive Gauche y del hotel de l’Université de donde, años más tarde, no nos moveríamos. Hablo de los jóvenes, de los mayores…, me temo que antes de continuar con París y para que se entienda algo debo explicar cómo eran nuestros viajes de Semana Santa.

Los viernes previos al Domingo de Ramos salíamos pitando del colegio al mediodía (a la Deutsche Schule solo se acudía por las mañanas, cuestión determinante en mi educación, como espero tener ocasión de explicar) y nos subíamos excitadísimos al coche de la familia. Luego nos reuníamos con el otro coche, el de Antonio Puigdellivol, y encarábamos la distribución de maletas que, como todo lo relacionado con el viaje, estaba meticulosamente prevista y organizada por nuestro padre, que fiscalizaba que nadie excediese su volumen proporcional de equipaje. Aún no entiendo cómo cabíamos todos y nuestros equipajes en dos coches. En el nuestro, que conducía papá —menos algunos kilómetros que me permitió conducir a mí en uno de los últimos viajes—, íbamos los jóvenes, o sea: tú y yo, el primo Emilio y la prima Elena o su hermana Victoria, que iban alternándose. El coche de los mayores era siempre mejor, un Mercedes de importación, no en vano Puigdellivol era el amo de una agencia de aduanas, y en él iban su propietario, mamá, el señor Armet, y el tío Luis, sustituido, en alguna ocasión, por el señor Molins (la relación entre Antonio Puigdellivol y nuestra madre fue de lo más ambigua, pero este tema lo he dejado para ti, que siempre te has interesado más por estas cosas y las tratas mucho mejor). Yo solo quiero recordar que un día en la terraza del Hotel Costa Brava de Playa de Aro mamá se burló de lo viejas y atrutinadas que estaban las sandalias de Antonio, y en un pronto de los que la caracterizaban las agarró y las tiró al mar delante de la atónita mirada de los huéspedes del hotel. A mí, que era muy niño, me encantó, y me temo que a Antonio también, a pesar de sus tímidas protestas.

Antes de emprender viaje Antonio depositaba bajo el asiento del conductor un bulto envuelto en papeles de periódico y sujeto con gomas elásticas, «gomas de yogur», decíamos entonces. Se trataba de las pesetas que iba a depositar en su banco de Ginebra, ciudad que indefectiblemente visitábamos en cada viaje. A ninguno de los nuestros le parecía reprobable esta evasión fiscal, él mismo no hacía nada por ocultarla, y en una ocasión incluso me invitó a acompañarlo al banco para que me fuese haciendo un hombre…, y resultó una visita de lo más instructiva. Una vez distribuidas las maletas con sumo cuidado, no poca dificultad y alguna regañina de papá a los que se habían excedido en el volumen de los bultos, iniciábamos el viaje.

Estos viajes anuales por Europa fueron, con toda seguridad, determinantes en nuestra formación. Hay que tener en cuenta lo jóvenes que éramos y lo difícil e infrecuente que era salir del país en aquellos años cincuenta. El mero hecho de solicitar un pasaporte convertía a muchos en sospechosos, por lo que a tu memoria de dama indigna e indignada seguramente la escandalizara el que en cierta ocasión un policía acudiera a nuestra casa con los tampones y utensilios para sacar huellas digitales y allí mismo nos hiciera los pasaportes. Algunas cosas aún te escandalizan; la mayoría, afortunadamente, no. La Guerra Civil no quedaba tan lejos, salir de España tenía sus dificultades, y en el sur de Francia procurábamos dejar nuestros coches con matrícula española en un aparcamiento durante la noche, no fuera a dañarlos algún exiliado republicano. Ya he dicho que la capacidad de nuestro padre como organizador de viajes era absolutamente extraordinaria, y algo debo de haber heredado, pues considero que lo mejor que sé hacer —por encima de proyectar utensilios o edificios, de pintar o escribir— es organizar viajes. Todo lo tenía previsto y controlado: dónde cenaríamos y dormiríamos cada noche, los kilómetros que recorreríamos cada jornada, los teleféricos o transbordadores que tomaríamos, los museos que visitaríamos, sus horarios y las obras más destacadas, las carreteras que debíamos coger, los desvíos en los que debíamos estar atentos… Todo esto lo anotaba en un programa que nos suministraba a todos días antes de la partida. Este horror a la imprevisión ha dejado su huella en mí. Creo que en un viaje el atractivo aventurero de la improvisación no compensa los riesgos. No consigo ver la gracia a comer en un mal restaurante por no haber reservado en el que nos gustaba, en buscar desesperadamente un lugar para dormir en una ciudad repleta porque se celebra un congreso, en no poder acudir a un espectáculo porque no quedan entradas, en no poder entrar en un museo porque es el día en que está cerrado… Estos previstos imprevistos no se daban jamás en los viajes de nuestro padre, y raramente se dan en los míos.

En estos viajes recorrimos prácticamente toda Centroeuropa: Italia, Suiza, Alemania, Austria, Dinamarca, Holanda y Bélgica, pero, naturalmente, siempre comenzaban y terminaban en Francia. Allí acostumbrábamos comer más que dignamente en un routier, cuya calidad garantizaban los numerosos camiones aparcados frente a su puerta (experiencia absolutamente fagocitada por los deprimentes restoroutes de Jacques Borel). La alta cocina francesa continúa aguantando el tipo, pero la de nivel medio ha sufrido un bajón lamentable. Afirmo que hoy la cocina anónima de nivel más alto se da en Italia; allí diseño para varias productoras situadas en deprimentes periferias industriales y, cuando llega la sagrada hora del pranzo, no hace falta recorrer más de medio kilómetro para acudir a un feo restaurante con fluorescentes en el techo y fotos de futbolistas tras la barra de gresite donde se come espléndidamente. Comíamos en routiers pero acostumbrábamos cenar en restaurantes «estrellados». No es que los papás se desviviesen por la comida, pero los otros compañeros de viaje sí estaban interesados, y ellos la aceptaban como parte de nuestra formación cultural. En alguna ocasión visitamos el mítico Pic de Valence, el restaurante que desde 1889 representaba el súmmum de la cocina clásica francesa, allí donde se detenían Dalí y Gala en su anual desplazamiento otoñal de Cadaqués a París. En estos lugares descubrí un capítulo importante de la cultura occidental, pero, indefectiblemente, al segundo día los hojaldres, las salsas cargadas de mantequilla, las islas flotantes… se me cargaban el estómago. Por esto vi el cielo cuando, años más tarde, leí que Paul Bocuse afirmaba que, uno, en un menú equilibrado no debía haber más de un plato caliente, y, dos, que el comensal se debía levantar de la mesa con algo de hambre. Claro que cuando lo visité no fue exactamente así.

Aunque cronológicamente no corresponda a estas memorias no puedo evitar explicar cómo se produjo esta visita. A principios de los setenta, en plena efervescencia revolucionaria de nuestra universidad, se me propuso impartir clases en la Escuela de Arquitectura de Barcelona. Mientras lo estaba considerando, Antonio López Lamadrid, por entonces marxista convencido, me recomendó calurosamente que renunciase a la invitación, ya que en aquel ambiente un anarcoburgués como yo duraría dos meses. Le respondí que esto no sucedería, que los estudiantes no eran tontos, que valorarían mi esfuerzo y talento, y que algunos incluso acabarían adorándome. Como Toni era aún más ludópata que marxista y no podía dejar de apostar por cualquier cosa, nos jugamos una cena con nuestras parejas en el restaurante que escogiera el ganador. Naturalmente, gané de calle, no tuve ningún problema con mis alumnos y terminé el curso in belleza. Como la apuesta entrañaba un poquito de mala fe por parte de Toni, escogí el restaurante de Paul Bocuse, elección que él se tomó de muy buen grado. En el siguiente desplazamiento navideño a París, donde nos alojábamos en un fantástico apartamento de la Avenue de Wagram cercano a l’Etolie, gentilmente invitados por Juan Antonio Bertrán, nos detuvimos en Lyon y acudimos al Bocuse. Allí, habiéndome ingenuamente creído sus declaraciones relativas a abandonar la mesa con hambre, acometí los amuse gueules con entusiasmo, y al llegar al plato de pescado ya estaba absolutamente empachado. Para mi vergüenza, casi no pude probar la carne. De todas formas, la aparición de la denostada nouvelle cuisine fue muy beneficiosa para mi salud, y a partir de su descubrimiento he conseguido pasar varios días en Francia sin recurrir a las sales de frutas.

En una de las visitas a París, yo debía de tener apenas dieciséis años, los papás nos llevaron al Crazy Horse, dando prueba de una liberalidad que entonces me parecía natural pero que hoy, más de medio siglo más tarde, valoro y agradezco enormemente. El local de entonces era diferente del actual: era mucho más pequeño y atractivo. En lugar de ese hemiciclo de gradas con butacas fijas y atril para poner la bebida había unas diminutas mesas y taburetes apelotonados anárquicamente. Cuando parecía que en el local no cabía un alfiler llegaba un par de parejas, casi siempre francesas, y los camareros, trajinando mesita y taburetes por encima de las cabezas del público, conseguían empotrarlas milagrosamente en aquella masa impenetrable. Para facilitar la visión, el suelo estaba algo escalonado, pero la cota del nivel más próximo al diminuto escenario era tan baja que tus ojos quedaban a la altura de los pies de las diosas, a medio metro de distancia, algo absolutamente estremecedor sobre todo para un adolescente español. He dicho diosas con plena conciencia: no eran mujeres de carne y hueso, eran de fino mármol pentélico, estaban dibujadas por Guido Crepax o pintadas por Allen Jones, pura y elegantísima ficción erótica producto de la genialidad del ex anticuario Alain Bernardin. Los afortunados que pudimos ver los espectáculos diseñados por Alain en aquellos años nunca olvidaremos a Dodo d’Hamburg retirándose con exasperante lentitud un abrigo de pieles abrochado hasta el cuello, o a Bertha von Paraboum con altas botas negras, casco de las SS, largos guantes de cuero, desnudándose a los acordes de marchas militares nazis hasta mostrar la cruz gamada sobre su sexo, mientras Hitler berreando se proyectaba sobre el fondo, o a Poupée la Rose, Sofia Palladium, Bella Remington, Prima Simphony, Natasha Turmanov, y, sobre todo, a Rosa Fumetto que, colgada de una liana, voleva un uomo, un uomo vero.

Al fondo, en la parte más elevada, se encontraba la barra. Ir a la barra era la solución más económica, y la entrada daba derecho a dos consumiciones. Lo bueno e insólito del asunto es que, a la que comenzaba el espectáculo, todos los allí acodados tenían derecho a darse la vuelta y sentarse directamente sobre la barra, con lo que disfrutaban de todo el show, espléndidamente, de frente. Antes del comienzo y en los intervalos entre cuadros, calentaba el ambiente un trío de jazz, y me parece que el pianista tocaba en mangas de camisa; todo muy americano, como le gustaba a Bernardin. Entre los números de strip-tease —que la gente contemplaba en reverencial silencio—, para distender el ambiente se intercalaban actuaciones internacionales, normalmente humorísticas, que en aquel entonces eran de insólito nivel: un mago al que todos los trucos le salían mal o un ventrílocuo valenciano llamado Señor Vences que, en un número absolutamente surrealista, llenaba la escena de estrafalarios personajes virtuales, demostrando que de todas las disciplinas, aun en una tan absurda, manida y ñoña como la ventriloquía, se puede extraer algo creativo. Tal como lo recuerdo ahora, el Crazy de Bernardin era el mejor espectáculo del mundo. Bueno, para ser preciso y no exagerar…, el segundo, tras la Semana Santa andaluza.

A partir de esta primera visita, íbamos al Crazy cada vez que estábamos en París. En una de estas ocasiones ocurrió un hecho que en aquel momento me pareció curioso pero que a lo largo del tiempo me ha ido pareciendo la caricatura del carácter catalán. En un descanso del espectáculo el señor Molins llamó discretamente al maître y le manifestó su deseo de que una stripteaseuse de las más espectaculares lo visitase en la suite de su hotel; hotel que, naturalmente, era el lujoso en el que se alojaba mamá. Al cabo de poco el maître regresó y le comunicó al oído los miles de francos (antiguos) que le iba a costar la «aventura». Comprobar que una experiencia así podía comprarse con dinero me sorprendió muchísimo, pero lo que me dejó estupefacto fue que el señor Molins propusiese un descuento del quince por ciento. Naturalmente, el maître no regresó. Otra oportunidad histórica malograda por Catalunya.

De la influencia que la cultura francesa y los viajes a Francia ejerció en mi formación tuve ocasión de hablar en el discurso de aceptación de la Palme de Chevalier de l’Ordre des Arts et des Lettres en el consulado de Barcelona. Allí dije que si la distinción que se me otorgaba se consideraba un reconocimiento a mi aportación a la cultura de Francia, resultaba absolutamente desproporcionada, ya que mis realizaciones en aquel país habían sido muy limitadas; apenas dos obras de arquitectura, algún diseño, varias conferencias y alguna exposición. Solo se podía entender este desmedido honor si se había tenido en cuenta el enorme peso que esta cultura había tenido en mi formación artística. Expliqué que, como muchos catalanes de mi generación, había mantenido una relación, intensa y apasionada, aunque también contradictoria, con lo francés. Reconocí que si, por un lado, muchas veces me enervaban, por otro, debía aceptar que de no haberlos conocido sería otra persona, con toda seguridad, mucho más ingenua, sencilla y aburrida. No sería el mismo si, en su momento, no me hubiese aprendido de memoria las canciones de Brassens, de Becaud, de Juliette Gréco o si no hubiese podido ver en persona a la Piaf en el Olympia. No sería el mismo si no me hubiesen aturdido, de muy joven, las stripteaseuses de Bernardin en el Crazy Horse; si no hubiese leído con aplicación a Sartre y a Simone, aunque ya entonces sospechaba que mi amigo iba a resultar Camus; si no hubiese descubierto el Paris-Hollywood, pero también el Nouvel Observateur, L’Express o Cahiers du Cinema, la nouvelle vague, el vanguardismo irritante de Godard y la ternura de Truffaut; sin las películas francesas de Buñuel, sin Brigitte, sin Dominique Sanda o sin Fanny Ardant. Sin el surrealismo, sin Hans Bellmer o sin Balthus, sin Brassaï o sin Cartier-Bresson, sin Chanel, Dior o Saint Laurent, sin Eileen Gray, sin Pierre Chareau o sin Philippe Starck. Sin estos españoles cuya obra solo se explica inmersa en el caldo de cultivo francés: Picasso, Balenciaga o mi querido Salvador Dalí. Y, por último, no habría sido el mismo, y sobre todo no habría vivido con igual placer, si no hubiese podido disfrutar en Blanc, en Guerard, en Robuchon o en Ducasse; pero también en tantos bistrots y routiers memorables; si no hubiese intimado con un Chiroubles, un Sancerre, un Romanée-Conti, un Chateu d’Yquem o un Louis Roederer Cristal.

Quizá por la obligada visita a Ginebra acabamos por conocer muchos de los parajes y ciudades de Suiza. Los paisajes de este país son de una belleza indiscutible. Hace un siglo esta observación era inobjetable, pero para los «modernos» se trata de una belleza de calendario. Claro, sus paisajes aparecen en muchos calendarios y cajas de bombones, pero también lo hace el Cenacolo Vinciano, y las acuarelas botánicas de Dürer y los paisajes de Caspar David Friedrich aparecían en los calendarios de la Deutsche Schule, y me llevó bastantes años reconocer abiertamente lo mucho que me gustaban. Recorrimos muchos paisajes suizos y subimos en teleférico a altas cumbres, aún muy nevadas en época de Semana Santa. Todo bellísimo. Lo que sucede es que los paisajes vírgenes nunca me emocionaron. Como a Josep Pla, el Gran Cañón del Colorado puede acojonarme, pero lo que me seduce es un paisaje alterado por siglos de civilización: los huertos escalonados sostenidos por muros de piedra seca plantados de frutales y regados por canalillos de ladrillo, las pérgolas emparradas, los caminos de cipreses —todo hecho, puesto allí por el hombre, nada salvaje— de Capri, de la costa Amalfitana o de Sóller. Por esta razón me apasionó la arquitectura, por la posibilidad de corregir la naturaleza, porque si la naturaleza nos parece perfecta, si la obra del Señor es justa, equitativa e inmejorable, ¿para qué vamos a alterarla? Un arquitecto que ante un paisaje virgen no piensa en cómo podría mejorarlo, en cómo podría hacerlo más humano…, ha equivocado la profesión.

También viajamos mucho por Alemania, desde el Bodensee y el Schwarzwald hasta Hamburg. No sé por qué misteriosa razón pernoctamos varias veces en Frankfurt, pero lo que recuerdo es que cuando nuestro grupo llegaba al hotel el recepcionista nos recibía con exclamaciones de alegría por volver a ver a die grossen Familie. En una ocasión incluso visitamos Berlín atravesando con nuestros coches los muchos kilómetros del pasillo estrictamente vigilado de la RDA. Una aventura bastante emocionante en plena Guerra Fría. Además, en el desplazamiento de regreso sufrimos una avería en plena zona ¿democrática?, avería que, afortunadamente, fue sencilla de resolver.

Para desconcierto de muchos de nuestros amigos viajar a Alemania continúa atrayéndome, pero el país que me cautivó para siempre fue Italia, cuyo norte —la Riviera, Génova, Milán, Florencia, Venecia…— descubrí en estos viajes. El flechazo definitivo se produjo durante mi verano en Perugia, como explicaré casi al final de este libro. Naturalmente, conservo un recuerdo muy preciso de nuestra primera visita a Venecia. Tú acabas de hablar de ella en un artículo para El País, donde precisas que tenías dieciocho años, lo que significa que yo tenía trece. A ti, apenas llegar, te hizo llorar su belleza; a mí, me sorprendió su rareza. Todo en Venecia era insólito. Llegar y aparcar en la quinta planta de aquel edificio de estilo moderno de Piazzale Roma. Que una legión de facchini (hoy, en este momento de paro galopante, desaparecidos en todos los países civilizados, por lo que los ancianos ya no pueden viajar con equipaje) se disputasen nuestras maletas y las llevasen hasta un elegante motoscafo (los venecianos los llaman taxis) de madera barnizada que nos trasladaría al hotel (naturalmente, Esther, no íbamos en vaporetto cargando con las maletas como tú recuerdas; esto solo se daría en nuestros viajes adolescentes o muy recientemente). Que el motoscafo, tras recorrer la casi totalidad del Gran Canal, atracase directamente en el embarcadero del lateral del hotel, en uno de estos estrechos canales sin aceras peatonales. Todo era único, inesperado y maravilloso para un niño. La belleza de Venecia es fácil, se aprende sin esfuerzo, tiene algo de parque temático (no es casual que uno de los más emblemáticos hoteles kitsch de Las Vegas haya reproducido esta ciudad con sus canales de agua higiénicamente depurada repletos de góndolas dirigidas por raíles subacuáticos). La belleza de Florencia es mucho más difícil de aprender. Florencia solo es pintoresca observada desde lo alto, desde el espléndido mirador del Piazzale Michelangelo. Desde dentro, la ciudad es austera, dura, carente de vegetación, gris como la pietra serena de sus monumentos. Ningún turista se atreve a cuestionar la belleza de Florencia, pero muy pocos la entienden. Florencia es como la estricta e intelectual pintura florentina, mientras que Venecia es como la sensual y colorista pintura veneciana (desde luego, tuvieron que pasar algunos años, no muchos, para que me fuese dando cuenta de estas cosas).

Estoy sentado en los Baños Ventura frente a la playa de Lloret de Mar. Acabo de bajar del autobús de la Sarfa que me ha traído hasta aquí. Cae la tarde, frescor de anochecer, cubalibre helado, suena el Great Pretender de los Platters, inicio del verano, final de junio, época excitante en que las chicas comienzan a desvestirse. Acabo de aprobar los exámenes finales de bachillerato y nuestros padres me han permitido pasar un par de semanas en este pueblo lleno de legendarios peligros para la juventud, invitado en casa de nuestras descarriadas primas, Victoria y Elena, a las que estoy esperando. Hace tiempo que insistían en esta invitación, pero los papás no lo veían claro. La fama escandalosa de nuestras primas y del pueblo les retraía. He tenido que sacar unas notas excelentes que me dan acceso a la universidad para que al fin hayan accedido. Tengo la clara y arrebatadora sensación de que algo nuevo está llegando a mi vida. Sabemos que la tolerancia en la familia de tío Luis es absoluta e insólita. En la casa de Lloret no se nos va a controlar absolutamente nada, ni la hora de levantarse, ni la de acostarse, ni con quién salimos, ni adónde vamos. Las leyendas urbanas sobre el pueblo son cegadoras. Explican que extranjeras de cuerpos soberbios tienden su voluptuosa desnudez sobre ciertas barras de bar y mientras las rocían con champán los clientes las van lamiendo. Esta y otras parecidas fantasías a los dieciséis años, y en la España del 57, tenían que ser forzosamente sugerentes.

Naturalmente, Lloret no fue exactamente así, pero no dejó de ser un shock. Cada noche y muchas tardes rock’n’roll en los Baños Ventura: Elvis, Fats Domino, Paul Anka, Chuck Berry… Nuestras primas y otras amigas planchando sus cancanes y crepándose el pelo para ir a bailar mientras no dejan de hablar de chicos. Nínfulas arrebatadas que a los primeros acordes del Buona Sera de Louis Prima dejan sus zapatitos de tacón al borde de la pista para ponerse a rockear sobre las puntitas de sus pies (nunca a ras de suelo). Concursos de rock, aprendemos a voltear a las chicas sobre la arena, luchamos por emparejarnos con las que mejor bailan, aunque todos sabemos que acabará venciendo Pitín. Las primeras extranjeras, besadas, magreadas, casi folladas por sus parejas en los oscuros portales. Borracheras iniciáticas, vómitos al alba. Amigotes desinhibidos, gamberros para los que pasar una noche en el cuartelillo constituye un honor. Robamos Biscuters de los que se alquilan y nos vamos a Tossa por una endiablada carretera de curvas bordeadas por acantilados, aterrorizando a los conductores que adelantamos por la derecha. Amigotes que en cierto modo me fascinan (como Vittorio Gassman fascina a Trintignant en Il Sorpasso, la mejor película que he visto en la vida). Amigotes algo mayores que aún hacen ver que estudian cuarto de bachillerato cuando yo estoy a punto de entrar en la universidad. «Oscar se tira a los libros», exclaman entre carcajadas, y tienen cierta razón, aunque albergo serias dudas de que ellos se tiren a muchas —al menos nacionales y sin pagar—, porque estas arriesgadas locuras no incluyen follar. Nuestras chicas son alegres, desenfadadas, alocadas, algunas monísimas, algunas con enhiestas tetas juveniles, algunas calientapollas…, pero no follan (en esto sí cambiaría, mucho y en poco tiempo, nuestro país). Entre ellas, aunque algo distante en su villa en lo alto del monte, vive Elsa Brendle, mi segundo enamoramiento, también alemán. Elsa, mucho más seria y estirada, menos divertida, es sin embargo una rubia y contundente belleza germánica, como deberían ser las sopranos que pretenden representar valquirias. Durante años iré tras ella y al final conseguiré que me haga un ligero y pasajero caso. Con Peter Loewe subiremos un día a jugar un mixto en su pista de tenis y bañarnos en su piscina. Elsa, aunque no lo precisa en absoluto, ha montado un negocio de cría de pollos que vende a los hoteles de la localidad. La estampa de Elsa en sucintos y blancos shorts y ajustada t-shirt del mismo color persiguiendo pollos por el gallinero no se me olvidará jamás. Petaa y yo no conseguimos coger ninguno, pero Elsa los agarra al vuelo por el cuello y allí mismo los degüella y los sostiene con mano férrea sobre un cubo mientras se desangran agitando histéricamente las alas. La sangre salpica la dorada piel de la diosa y sus albas prendas. La contemplamos petrificados: puro Helmut Newton antes de verlo, puro Bataille, pura Histoire de l’Oeil, antes de leerlo.

Voy a hablar de mis aficiones. Durante toda la vida he tenido una vocación dispersa. Aún hoy no sé qué me divierte más o para qué actividad tengo mayores facultades.

Hace años el teórico de diseño napolitano Vanni Pasca escribió que yo era «arquitecto por formación, diseñador por adaptación y pintor por vocación», frase que tuvo inmediato éxito y que injustamente se me atribuyó (aunque es verdad que años más tarde fui yo el que la completó con: «Y escritor por deseo de ganar amigos.»). Pero la dispersión que aún padezco no es nada en comparación con la que tuve en mi adolescencia. Me interesé por muchísimas disciplinas, y la verdad es que como nuestros padres me facilitaron siempre el acceso a ellas y el colegio me dejaba las tardes libres, casi todas las caté. En orden creciente de importancia comenzaré por la química. Me hice regalar un juego de química y realicé bastantes experimentos, alguno bastante peligroso, pero la asignatura de Química siempre me resultó más árida que la de Física (seguramente por mi congénita dificultad con la abstracción), por lo que esta afición no duró mucho. Más tarde apareció mi interés por la radiofonía. Me apunté al curso por correspondencia de la Escuela Radio Maymó (al éxito por la práctica) que estaba, y creo que aún está, en la calle Pelayo. Hice varias radios de galena montadas en viejas cajas de puros. Funcionaban muy bien, pero cuando el curso se fue complicando y aparecieron las válvulas fui perdiendo interés, interés que sí se mantuvo mucho más tiempo por múltiples artilugios mecánicos. Tuve varios Meccanos (hoy tristemente desaparecidos, mis hijos ya no pueden disfrutar y aprender con ellos), con los que construí muchos mecanismos que accionaba con una maravillosa máquina de vapor alemana. También hice mis pinitos en aeromodelismo, fabriqué un gran planeador en madera de balsa recubierta con papel de seda que humedecía para que se tensase antes de barnizarlo. Me hice regalar un motor de explosión y construí un avión para el mismo. Pero cuando tanto el espléndido planeador como el avión de hélice se hicieron añicos en sendos aterrizajes forzados, no me vi con ánimos de reiniciar la tarea.

No me sorprende oírte decir que tus aficiones han sido muchas y que durante toda tu vida has tenido una vocación dispersa. Y me parece que esto no supone dispersión alguna. Tus aficiones eran muchas, pero todas avanzaban en una misma dirección.

Mi caso es distinto. Desde que entendí que me esperaba un futuro, yo siempre supe que solo había dos cosas que me podían satisfacer: el teatro y la literatura. Quería subirme a un escenario o escribir novelas, o subirme a un escenario y escribir novelas. Leía sin parar, aunque tuviera que hacer simultáneamente otras cosas. Y me aterraba —como pasó una vez en Playa de Aro— quedarme sin lectura. Seguiría leyendo mucho hasta fecha muy reciente, pero no con el frenesí desesperado de la infancia y la adolescencia. Supongo que entonces buscaba en los libros lo que no podía vivir en la realidad. Luego lo encontré en la realidad, y la literatura ya no tuvo que sustituir nada. Pero seguí aprendiendo en ella casi todo lo que sé de mí y de los demás. ¿Y ahora? Ahora, desde que rebasé los setenta, he dejado de leer. Ignoro por qué. A veces me invade la nostalgia y me meto en un cine de barrio para estar sola y a oscuras y llorar en silencio, como cuando salía mamá y yo ignoraba a qué hora iba a volver y no me animaba a preguntar.

Pero no leo. Quizá porque tengo la certeza de que no voy a encontrar en los libros nada que sustituya la realidad, lo cual tampoco es la misión de la literatura.

Hice teatro con grupos de la universidad. Supongo que ni mejor ni peor que otros. Tenía —¿quién lo diría ahora al oírme?— una bonita voz. No sé hasta dónde habría llegado. Alguna vez conecté de veras con el público, me lo gané, porque había días mágicos —no muchos, pero sí alguno— en que estabas como encendida por dentro, y podías permitírtelo todo, andar sobre las aguas o volar hacia las estrellas, porque habías ganado la partida, y no conozco nada tan intenso —quizás el mar y el amor— como saludar desde el escenario, el público aplaudiendo de pie, sin decidirse a marcharse de la sala, como si pretendiera eternizar la noche.

He vivido esta experiencia muchas veces, desde el otro lado de la barrera, como parte del público, y he pensado que para esto, solo para esto, merecía la pena vivir. Una de las normas detestables de nuestra señora madre era no aplaudir jamás. Me ponía enferma. Me parecía miserable. Y en efecto es una tacañería miserable considerar que con el precio de la entrada ya has pagado el espectáculo entero, cuando todavía quedan, por suerte, regalos impagables.

Dejé el teatro. No porque lo decidiera así ni porque ocurriera nada especial. No fue algo premeditado. Lo prueba el que cuando llegué a Madrid para pasar allí el curso, me apresuré a visitar a una actriz, con una carta de recomendación que me había entregado para ella doña Marta, profesora del Instituto del Teatro, para pedirle que me diera unas clases. Fue difícil convencerla, porque disponía de poco tiempo, pero finalmente llegamos a un acuerdo. Y yo no fui. Aún hoy no sé por qué lo hice.

Desde luego, la oposición de nuestros padres no influyó en absoluto. Incluso mamá, a quien el teatro le gustaba, consideraba, ante la posibilidad real de que una hija se dedicara a la actuación, si existía mucha diferencia entre ser actriz y ser puta. Este es uno de los aspectos en que nuestra sociedad ha mejorado sus criterios.

Lo que sí influyó, sin duda, fue el que no hubiera en aquellos años en España compañías interesantes, innovadoras, con las que me interesase colaborar. Y si algo había, era en catalán, y mi catalán barcelonés no daba para nada.

Pero más que ninguna otra razón influyó el que hubiera aparecido en nuestra vida una editorial, que papá había comprado para mí y en la que nosotros dos podíamos actuar con entera libertad. Baste decir que el único programa editorial era editar aquellos libros que a nosotros nos gustaran. Todos (yo incluida, papá no, y tú no sé) pronosticaban a Lumen un futuro máximo de dos años.

Influía también, cómo no, el que en mi vida hubiera aparecido un hombre nuevo. Con sus defectos y sus cualidades, pero sin relación ninguna con el mundo del teatro.

La afición que me duró varios años fue la de los trenes eléctricos. De niño sentía fascinación por los ferrocarriles. Tenía una instalación aceptable de trenes eléctricos que había instalado en un tablero que podía subir hasta el techo para liberar el cuarto de jugar de casa, y fui socio fiel y entusiasta de la Asociación de Aficionados a los Ferrocarriles en Miniatura, pintorescamente situada en la calle Escudellers, en pleno Barrio Chino de Barcelona. Allí acudía todos los sábados por la tarde para hacer circular mis trenes por la instalación de vías de ancho HO (la de escala 1/87, el menor tamaño tolerado por los especialistas), pero también para ver circular trenes mayores, más serios, los de ancho 0, y sobre todo los de ancho 1, que no había visto en ningún otro lugar. Locomotoras enormes, pesadas y bellísimas; alguna pieza única, toda en latón visto, sin pintar, construida artesanalmente por algún aficionado, que mirábamos con fervor. Traía su máquina con enorme orgullo, jamás la dejaba apoyada si no era en los raíles; ¡no podía correr el riesgo de que les pasase algo a las frágiles pestañas de sus ruedas si dejaba la locomotora descuidadamente sobre la mesa! (las pestañas eran frágiles porque estaban reproducidas rigurosamente a escala; no como esos trenes de juguete, el ridículo Märklin, por ejemplo, con las pestañas sobredimensionadas para que no se dañen y el tren no descarrile con tanta facilidad). En los circuitos de la Asociación los trenes circulaban a una velocidad discreta —proporcional a la del tren real—, nunca se permitían las carreras, y un descarrilamiento se consideraba una tragedia, también a escala proporcional de un descarrilamiento real.

Yo era el de menor edad entre los fieles de la Asociación, y el auténtico culto que profesaban por el ferrocarril me tenía fascinado. Allí no se hablaba de otra cosa que no fuese de trenes, nunca los oí charlar sobre mujeres, fútbol o política; solo de trenes, fuese a tamaño natural o en miniatura. Alguno de los asociados más rigurosos y críticos trabajaban profesionalmente en el ferrocarril o eran jubilados del mismo, y cuando llegaba el sábado se iban a la Asociación a recriminarnos nuestra falta de rigor y seriedad en tema tan trascendental.

En una ocasión se organizó una excursión, naturalmente en tren, hasta Portbou, para ver el proceso de cambio de anchura entre ruedas por el que los vagones se adaptaban al ancho de vía europeo y podían circular por la red internacional. En aquel entonces este proceso constituía una novedad, ya que, desde siempre, los pasajeros y la carga debían transbordar de tren al llegar a la frontera. Recuerdo varias cosas pintorescas de aquel viaje. Apenas llegamos a la frontera todos los excursionistas bajaron deprisa del tren y recorrieron los pocos metros que nos separaban del inicio de la red francesa; allí el líder cultural de la expedición exclamó: «Fijaos, ¡el ancho europeo!». Y el grupo permaneció unos minutos en respetuoso silencio mientras contemplaba unos raíles oxidados entre los que crecían las malas hierbas. Una experiencia trascendente, de las que uno se siente orgulloso toda su vida —como haber escuchado a Louis Armstrong en el Windsor de Barcelona o haberse dado de bruces con un gran tiburón en un arrecife del Caribe y no haber sentido miedo—, fue trepar al puesto del maquinista de una locomotora de vapor y colaborar en unas cuantas maniobras, sin dejar de hacer sonar el silbato.

Me he entretenido en estos recuerdos porque ahora caigo en la cuenta de que durante todo este viaje en tren los verdaderos aficionados no nos movimos de la plataforma; nos parecía que entrar en el vagón era perderse algo, era como no permanecer en cubierta en una bella travesía náutica. Estos espacios abiertos, tanto en vehículos como en arquitectura, siempre me han parecido encantadores. Recuerdo una imagen mágica, surrealista, de una película donde W. C. Fields viajaba cómodamente sentado en una terraza, muy art déco, de… ¡un avión! Hoy, desgraciadamente, no solo se ha hecho difícil hacerlo en un avión, sino también en un coche, autocar, tranvía, overcraft, barco turístico de reciente construcción o tren.

También hice carpintería. Tenía un banco de carpintero y bastantes herramientas, y una cosa me llevó a la otra y comencé a proyectar muebles, o sea a hacer algo de lo que hoy se llamaría «diseño». Para mi dormitorio proyecté, apenas adolescente, un mobiliario «funcional» en madera clara con las vetas teñidas de blanco. También proyecté un mueble para el pick-up y para almacenar los discos de 45 y 33 rpm que aún hoy recuerdo interesante. Lo hice con un ebanista, Llopart creo que se llamaba, del vecino barrio de Gracia, en cuyo taller me pasaba horas enteras contemplando las plantillas de diversos estilos y las ordenadas herramientas colgadas de las paredes, y cómo trabajaba las maderas, la sierra de cinta, la tupí…

Durante bastantes años me enganché a la fotografía y al cine de Súper-8. Aún conservo la cámara Kodak de fuelle que heredé de papá y con la que saqué mis primeras instantáneas. Con el tiempo me lo fui tomando en serio, llegué a revelar los carretes de negativos y a hacer ampliaciones, que también revelaba en la bañera. En una ocasión me atreví a enseñar estas ampliaciones al doctor Lentini, amigo de la familia, que, entre otras aficiones ajenas a la medicina, hacía muy buenas fotos. Lentini, tras mirarlas con detenimiento, afirmó: «Son las mejores fotos que he visto nunca de una persona de tu edad». Quizás este comentario haya contribuido a que le recuerde con mucho respeto y cariño. Algo más tarde comencé a hacer películas con una cámara austríaca de Súper-8 de la que no recuerdo la marca. Sí recuerdo la del proyector, un Bell & Howell americano (desde luego, yo me tomaba mis dispersas aficiones muy en serio, pero nuestros padres siempre estaban dispuestos a financiarlas sin reparo). Montaba las cintas —introduciendo titulares y mapas— con el único recurso de entonces: verlas en una moviola, cortar los distintos fragmentos, ordenarlos y pegarlos —bien alineados— con acetona. Una trabajada que, viendo lo que hoy se puede hacer con un iPhone y un modesto ordenador, parece antediluviana pero con la que monté varias películas, entre otras algunas de nuestros viajes de Semana Santa. Muy desgraciadamente, estas filmaciones y otros documentos de mi infancia y adolescencia los dejé tontamente de lado en alguno de mis traslados de domicilio. Si tú quizás has conservado demasiados recuerdos, a mí me han parecido rémoras de tiempos superados y los he ido abandonando. Hoy, me parece una tremenda estupidez y, lo que es peor, una pena.

Pero la afición más apasionante y perdurable ha sido la del dibujo y la pintura. De muy pequeño ya comenzó a engancharme. Me encantaba acudir a la Antigua Casa Teixidor, situada en los bajos de nuestra vivienda de Rambla de Cataluña esquina Mallorca, especializada en artículos de dibujo y pintura. El particular olor a lienzo y esencia de trementina que se respira en estos comercios me sigue encandilando (cuando las mujeres se deprimen acuden al peluquero, cuando me deprimo, voy a Can Piera). En Teixidor compraba lápices, mis primeros pinceles y acuarelas, y las Lecciones de dibujo artístico, de Emilio Freixas, con las que aprendí a dibujar: objetos, árboles, animales, ojos, narices, orejas, cabezas y cuerpos humanos, y estudié las primeras nociones de perspectiva, composición y anatomía.

Tú y yo somos muy diferentes —es lo que venimos proclamando desde el principio, y tiene mucho de verdad—, pero a veces hay coincidencias curiosas. También en mis recuerdos ocupa la Antigua Casa Teixidor un lugar importante (seguro que me habría resultado más eficaz para alejar depresiones que ir a la peluquería), aunque considerando los años que te llevo, tuvo que ser en épocas distintas. Yo fui cuando todavía vivíamos allí, y tú eras entonces demasiado pequeño para hacer las compras que describes. En mi primer libro representa uno de los tres vértices mágicos de mi infancia, que tienen como centro la casa de Rambla de Cataluña. Los otros dos son el cine Alexandra, que todavía sigue allí, y Lezo, donde nos llevaban nuestros padres, y donde luego papá llevó a mis hijos (yo menos) a unas merendolas suntuosas, y donde no puedo llevar a mis nietos porque ya no existe. En una familia de sentimientos encontrados como era la nuestra, la relación entre los niños y los abuelos fue un remanso de paz. Mis hijos querían a mamá y adoraban a su abuelo. Cuando por fin, a mis treinta y cuatro años, cambié inesperadamente de opinión y decidí tener hijos, pillé a nuestros padres por sorpresa. No esperaban en absoluto tener nietos. ¡Si hubieran sabido que iban a tener cuatro!

La Antigua Casa Teixidor nos fascinaba por distintos motivos. Yo compraba (me hacía comprar) lápices, libretas, álbumes, reglas, compases, gomas, casi todo el material escolar, cuando lo que de verdad me interesaba eran unos secantes con dibujos de cuentos de hadas. Y creo recordar que no se vendían, sino que se regalaban para premiar las compras. Cuando empecé a escribir y hablé de esos secantes tan codiciados, un compañero de los viejos tiempos me mandó unos cuantos. Figuran entre los regalos más bonitos que me han hecho nunca.