Playa de Aro y el Hotel Costa Brava fueron realmente el escenario principal de nuestros veranos juveniles y, como tú bien dices, el indiscutible protagonista de estas largas vacaciones fue el mar, el mar que nos marcaría para siempre. Nos pasábamos el día en el mar; llegamos a tener tres embarcaciones —lo que papá denominaba orgullosamente «nuestra flota»—: un bello dingui de cuarteras de madera barnizada, un pequeño bote de remos de madera contraplacada y un patín a vela. Estas embarcaciones pasaban el invierno bajo los porches del hotel, porches por los que circulaba el camino de ronda y que sostenían la amplia terraza superior, donde se desarrollaba la mayor parte de la vida de los huéspedes (bueno, yo recuerdo la terraza como amplia, tú, que has regresado allá en visitas proustianas, quizá la has visto minúscula).
Pasé allí menos veranos que tú, porque nuestros padres me mandaron desde muy joven a pasar las vacaciones en el extranjero, pero aunque muchos den por sentado que cuando hablo del mar, de mi mar, me refiero a Cadaqués, mi mar no es el de Cadaqués sino el de Playa de Aro. De mis pocos deseos no cumplidos solo hay dos importantes: no haber estado nunca metida en el mundo del teatro y no haber tenido una casa al borde del agua. La casa de Cadaqués, que fue una de vuestras primeras obras (el plural se refiere a Lluís) y se construyó pensando que lo ibais a disfrutar Beatriz y tú (incluso estaba a tu nombre), terminó siendo mía, porque, sin que yo sepa el porqué, se rompió el buen rollo que había entre el pueblo y tú. A mí me gusta Cadaqués y me gusta la casa, pero no cubre mi anhelo de tener el mar debajo de mi ventana, de oír el rumor de las olas, de que el aire huela a mar, de poder saltar por una ventana o bajar unos peldaños y estar ya en el agua. No se trata de gozar de una hermosa vista, sino de tenerlo al lado.
Y, aunque he visitado lugares muy hermosos y con espléndidas playas, no he encontrado nada como el Hotel Costa Brava. Un promontorio rocoso, a la derecha la interminable playa de Playa de Aro, y a la izquierda una playa menor, que llamábamos «la playa del hotel», porque, como si fuera de nuestra propiedad, solo la utilizábamos nosotros y los habitantes de dos casas vecinas. Nuestra señora madre, si un domingo de agosto llegaba un autocar de turistas para comer en el hotel y darse un baño, se negaba a bajar a la playa —cincuenta bañistas le parecían una aglomeración—. Yo dejé de veranear allí muy pronto, pero siempre lo recordé como «mi mar», y siempre pensé que algún día iba a volver. Quizá me retenía el temor a que lo hubieran destruido todo, de no encontrar ni rastro de lo que recordaba. Mi primera visita «proustiana» se demoró muchísimo, y obedeció a un impulso repentino. Un día cualquiera cogí el bañador y fui sola en mi coche (hay experiencias que no se comparten, que a mí no me gusta compartir, con nadie, ni siquiera con el ser amado). Milagro fue que no me perdiera por la carretera. El hotel de mi infancia estaba a un kilómetro del pueblo, y ahora el letrero que indica el camino que lleva a él se encuentra en el centro mismo de la población. Temí lo peor. Pero no. Aunque el hotel ha sufrido nuevas ampliaciones, y las enormes terrazas que recuerdas han sido ocupadas en parte por un bar y un salón, lo fundamental sigue allí. Sigue siendo mi mismo mar.
Al llegar al hotel, a principio de verano, bajábamos las embarcaciones a la playa, las introducíamos en el mar y las inundábamos para que las maderas se hinchasen. Durante el invierno, siempre se había abierto alguna pequeña grieta entre las cuadernas, grieta que sellábamos con jabón (ahora lo veo muy cutre, pero lo recuerdo así). Nuestro buque insignia, el que navegaba espléndidamente a vela solo bajo la capitanía de papá, era sin duda el dingui. Papá lo pilotaba con destreza y a veces, para nuestra excitada diversión, lo enfocaba directamente a toda vela hacia las rocas para girar en un hábil bordo en el último momento. También navegaba con un motor fueraborda Johnson blanco con letras y rayas rojas, que compró Antonio Puigdellivol aprovechando, supongo, la facilidad de importación de su agencia de aduanas. Comoquiera que fuese, el motor era propiedad y responsabilidad de Antonio. Recuerdo que una tarde estábamos detenidos, pescando lejos de la costa, cuando un enorme pez enseñó su lomo plateado a pocos metros de la embarcación. Antonio puso inmediatamente el motor en marcha para acercarnos al fenómeno, mamá se puso a proferir protestas aterrorizadas (cosa que la desmitifica), en la confusión del momento el sedal se enredó en la hélice y papá, inmutable, lamentó el tumulto. Desgraciadamente no volvimos a ver al monstruo marino, pero no pasé ningún miedo. Es curioso, tampoco lo pasé, muchos años más tarde, al topar con un tiburón en un arrecife de las Granadinas, y, en cambio, me aterroriza encontrarme un pacífico dragoncito nocturno en el techo del dormitorio; estoy seguro de que, a medianoche, acabará cayendo con sus ventosas sobre mi cara.
El pequeño bote de remos sí lo podíamos utilizar nosotros solos, y yo lo hacía cada día. Remar, nadar y bucear creo que son los únicos ejercicios físicos que he hecho con habilidad. A bucear me enseñó Enrique Arizón. Mi relación con la pareja Arizón fue muy particular. Era un matrimonio sin hijos que me tomó un cariño enorme, y este cariño fue recíproco. Muchos años más tarde al preguntarle alguien a Enrique si me recordaba, él contestó que cómo iba a olvidar al niño que le hizo descubrir a Tintín. Es verdad que tuve la oportunidad de encontrarme con Tintín muy pronto. En la Deutsche Schule nos enseñaban francés e inglés, además del alemán, desde los primeros cursos. A nuestro hotel acudía todos los veranos una familia de Ginebra con niños de mi edad. Ellos traían los primeros álbumes de Tintín, me dejaron alguno y, naturalmente, me fascinaron. A partir de entonces los papás me los fueron comprando, siempre en francés —aún pasaría mucho tiempo antes de que fuesen traducidos, y para mí Dupont et Dupond nunca podrán ser Hernández y Fernández—, y llegué a tener una colección de primeras ediciones que hoy valdría mucho dinero si, por mi estúpida aversión a conservar recuerdos, no la hubiese perdido. Naturalmente, leía tebeos de pequeño, nuestros padres no nos los prohibieron nunca, y estoy seguro de que no me hicieron ningún daño. (Estoy convencido de que la única forma de educar es ofrecer alternativas; si no queremos que nuestros niños se queden colgados de la comida basura, no les provoquemos la atracción fatal de prohibirles los McDonald’s, démosles alternativas llevándolos al Hispania a que prueben una ensalada de tomate de Montserrat con cebolla. Si no queremos que se queden colgados de Bob Esponja y de los videojuegos, enseñémosles ET o la saga de la Guerra de las Galaxias). Recuerdo Roberto Alcázar y Pedrín, el TBO, La familia Ulises, Zipi y Zape (que también pasaba en mi cine Nic), a Carpanta…, pero todo era bastante cutre, algo triste, neorrealista de posguerra. Tintin era otra cosa, era Europa, el Châteux de Moulinsart, países exóticos, automóviles y aviones modernos reproducidos con absoluto realismo, gangsters internacionales, traficantes de opio, un chico independiente, sin padres, un aventurero…
Igual que a ti, a mí no me gustan las prohibiciones. El día que se puso en marcha la prohibición de fumar, dejé sobre la mesita del salón una preciosa cajita con cigarrillos de distintas marcas. Y eso no significa que dude ni por un momento de que fumar es nocivo, muy nocivo incluso. El último hombre que vivió conmigo sabía que fumar le estaba costando la vida y sin embargo cada vez que ingresaba en una clínica descubría yo casualmente escondidas entre sus cosas un par de cajetillas. En este caso la adicción al tabaco no tenía ya remedio. Pero en otros en que parece posible todavía dejar de fumar, o dejar de beber, jamás digo nada. Lo considero inútil. Mercedes (seguramente la persona, junto con Esteban, que más he amado y por las que más he sido amada, las dos personas que resolvieron casi totalmente mi «carencialidad» y me hicieron durante años —aunque a Jorge Herralde, editor y amigo, le parezca, y seguro que lleva razón, una expresión intolerable— tocar el cielo con las manos y ser perdidamente feliz) tenía prohibidísimo el tabaco, que seguramente le acortó la vida, pero reprenderla cada vez que iba a encender un cigarrillo, ¿servía para algo más que para que al llegar el postre se levantara con cualquier pretexto y saliera a fumarse un cigarrillo? Preferible no decirle nada y que fumara con nosotros, ¿no?
Y en mi experiencia con bebedores, en mi múltiple trato con alcohólicos, o prealcohólicos a medio camino, reñirles cada vez que en un bar piden otro whisky o que en casa se sirven otra copa, ¿tiene otra consecuencia que desembocar en situaciones incómodas? Lo curioso es que yo no bebo ni fumo. No porque me haya resistido a hacerlo, sino porque no me gusta, no he logrado que me guste.
¿Y la fascinación de los niños —o de casi todos— por la televisión, y cada vez con mayor frecuencia por videojuegos, internet y otras posibilidades de las que no sé siquiera el nombre, como esas pantallas pequeñas y muy bonitas que los niños de hoy llevan siempre en la mano y siempre encendidas? Me gustaría aprender a manejarlas, debe de ser fascinante. Por eso para los niños de hoy el cine visto en un local no es ni la sombra de lo que era para nosotros. Lo tienen todo en casa. Y para padres y educadores representa un problema. Y en muchos hogares los padres más preocupados por la educación de sus retoños (los menos preocupados sientan a los niños delante de la tele y se olvidan) intentan resolverlo fijando el tiempo máximo que los niños pueden ver cada día la tele.
No me parece mal. Supone que los adultos están dispuestos a dedicar un tiempo a sus hijos. Pero tengo mis dudas de que limitar el tiempo que los niños puedan ver televisión resuelva el problema. En primer lugar porque la televisión es un invento magnífico, de posibilidades infinitas. Llega al último pueblo y a la vivienda más aislada. Quizá solo el teatro y la televisión son medios en los que me habría gustado tanto trabajar como en la escritura y la edición. O sea que el problema no es la televisión, sino la mísera calidad de sus programas. Cuando Azúa te dice, hablando de este tema, que lo importante es jugar con los hijos, estoy de acuerdo, pero doy por sentado que uno de los juegos consiste en mirar juntos televisión. Se parte de un principio equivocado: considerar que el teatro es —culturalmente y por principio— más valioso que el cine, y el cine muy superior a la televisión.
Nuestro idolatrado Bergman mantiene a un mismo nivel teatro y cine, y cuando hace para la tele Escenas de un matrimonio dudo mucho que se lo plantee como una obra menor. Y algunos seriales están obteniendo mayor éxito que las películas del año.
No es que obtengan mayor éxito, es que son mejores. Ya somos muchos los que afirmamos que lo mejor de los últimos años ha sido Los Soprano, The Wire y Mad Men.
Alguien —creo que fue mi Primo Sabio— comentó un día que el enemigo de los buenos libros no es la tele sino los malos libros.
Y cuando en ciertos recuerdos de la infancia sí coincidimos, y fueron agradables y tuvieron efectos positivos, los repetimos de un modo casi automático con nuestros hijos, y ocurre que a veces obtenemos éxitos sorprendentes y otras amanecemos dormidos en el felpudo…, porque a Mariano de la Cruz, gran psiquiatra, gran persona y gran amigo, se le ocurrió resolver el problema de los niños que no querían irse a dormir dejando que durmieran cuando quisieran y donde quisieran.
Un día fijo a la semana mamá nos daba dinero para comprar lo que quisiéramos en el kiosco de la esquina, y nos recuerdo a los dos corriendo enloquecidos, porque en cierta ocasión lo habíamos tomado con calma y habíamos encontrado agotado el ejemplar de El pequeño sheriff. Tú coleccionabas tres o cuatro títulos distintos, y yo los folletitos de Marujita y la revista, con mejor diseño y a todo color, de Florita. La asignación de mamá era generosa, daba para comprar muchas colecciones distintas, que leíamos con fruición a cualquier hora, menos durante las comidas con los papás y el tiempo muy breve para los deberes. Papá y mamá nunca vieron mal que leyéramos lo que nos diera la gana, ni contaron las horas (muchas, porque acababa de llegar la tele a España y nos tenía fascinados…) que pasábamos sentados ante la pantalla.
Enrique y Loli Arizón me acogieron como el niño que no tenían. Enrique era un excelente submarinista y me enseñó a bucear con corrección y elegancia, a sumergirme silenciosamente doblando la cintura, elevando las piernas en el aire y sin agitar los pies de pato hasta que estuviesen sumergidos, para no alertar a los peces. Aunque lo de matar animales nunca me ha fascinado, hice algo de pesca submarina con un pequeño fusil de gomas, pero lo que de verdad me gustaba y me continúa gustando era bucear y contemplar a los peces. Enrique comenzó a bucear con botellas de aire comprimido, que Jacques-Yves Cousteau había inventado en 1943 —como explicaba en su libro, que yo ya había leído— y en aquel tiempo eran una novedad. Recuerdo que íbamos con Enrique a recargar las botellas en una de las hermosísimas propiedades situadas frente al mar en Calonge, al norte de Playa de Aro, uno de los parajes más fabulosos de la costa mediterránea. En nuestros frecuentes paseos por el camino de ronda —menos arquitectónico que el de S’Agaró pero igualmente bello— estas mansiones quedaban elegantemente ocultas por encima de nosotros, salvo algunas, que pasaban por encima de nuestras cabezas al haberse porticado el obligatorio sendero que teóricamente debía patrullar la Guardia Civil para controlar el contrabando. En el garaje de una de estas casas señoriales habían instalado un compresor, y Enrique, que era amigo de los propietarios (Enrique trabajaba nada menos que para Juan Antonio Samaranch), estaba invitado a utilizarlo. Allí íbamos todas las tardes a recargar las botellas de aire comprimido. Cuando Enrique buceaba en busca del gran mero —entonces no estaba prohibido hacerlo con botellas— lo hacía a una considerable profundidad. Al regresar a la superficie siempre quedaba algo de aire en sus botellas y me dejaba agotarlo. Era un lujazo hacerlo a aquella edad y en un tiempo en que el Mediterráneo aún estaba lleno de vida. Cuando hoy —suponiendo que no haya medusas, que antes eran una excepción y ahora ley— me pongo unas gafas y contemplo el fondo del mar, no lo reconozco. Aunque tengo un gran respeto por los ecólogos, siento una absoluta desconfianza hacia los ecologistas. Sin embargo, me impresiona profundamente que dos experiencias de nuestra infancia estén vedadas a nuestros hijos, que tras cientos de miles de años hayan desaparecido para siempre.
Una es la luz de las luciérnagas. Recuerdo que en un atardecer de hace pocos años, regresando de un paseo con Maitena hacia su preciosa casa de la playa, allá en La Pedrera de la costa uruguaya, me sorprendió una nube de lucecitas que me trasladó inmediatamente a la infancia. Eran las luciérnagas, las luciérnagas que nos acompañaban siempre al atardecer cuando regresábamos desde el pueblo al hotel de Playa de Aro y que hacía muchísimos años no había vuelto a ver, las luciérnagas de tantos cuentos infantiles que nuestros hijos solo conocerán en países exóticos o en parques temáticos.
Segunda experiencia desaparecida: ver la fosforescencia del mar al agitar las aguas en un baño nocturno. Nos gustaba bañarnos por la noche, igual que nos gustaba hacerlo bajo una tormenta.
No sabía que además de compartir mamá, tú y yo la pasión por el mar, compartíamos también el amor por las tormentas y que nos encantaban las grandes tempestades y bañarnos bajo la lluvia. Por Cadaqués se comenta que hay una vieja loca que se baña cuando llueve…
Ver con gafas de submarinismo el fondo del mar en una noche de luna llena era algo fantasmagórico y excitante. Pero, cuando no había luna, los microorganismos de las aguas refulgían agitados por nuestras brazadas. Jamás me pasó por la cabeza que este fenómeno no fuese eterno, que su existencia, que se perdía en el origen de los tiempos, no fuese a perdurar hasta el infinito. De niños y en la primera juventud todo nos parece eterno: nuestra familia, nuestro confort, incluso nuestra vida. Es ahora cuando tenemos plena conciencia de que todo es mutable y perecedero: no solo nuestra situación económica, nuestro entusiasmo, nuestra inteligencia, nuestros amigos, nuestra salud y nuestra vida…, también el Mediterráneo.
Mi amor por el mar es muy específico, un amor sin cofrades, o mejor con uno solo: navegar. Navegar en cualquier tipo de embarcación, desde un trasatlántico hasta un bote del estanque del Retiro. Aunque no es lo mismo, claro, y aunque el placer supremo reside en la navegación a vela. Moriré, descubro ahora, con otras dos carencias: no haber practicado la vela ni el submarinismo. Soy, digo a veces, una perezosa «contrariada». Siempre viví con la convicción de que la existencia del ser humano era muy larga y daba tiempo para todo, y luego descubrí, de pronto, que no quedaba ya tiempo para nada y que mis alegatos contra los antipáticos cofrades que te acompañan —la arena, las playas atestadas, el sol— no tienen ya sentido. Mis tres enemigos de siempre —y «de siempre» puede significar «desde que nací»— deben de obedecer a la influencia de mamá. Porque creo recordar que ella también detestaba la arena, las playas abarrotadas y, sobre todo, el sol. Esa arena finísima que se cuela por todas partes, que se te pega a la piel, que parece que ni siquiera una buena ducha va a acabar con ella, y que oculta entre sus granos unas partículas minúsculas y brillantes. Odioso. Odiosas las playas donde se aposenta, vociferante e invasora, una multitud de gente horrible. Parece ser que los humanos, cuando nos amontonamos, ofrecemos enseguida un aspecto deplorable. Nada que ver, ningún parecido con las magníficas manadas de animales salvajes. Pero lo peor, lo más difícil de eludir, es el sol.
Prepotente, machista, agresivo, una bola de fuego en el centro del cielo. Era un disparate que los alemanes le atribuyeran el género femenino y todavía más absurdo que asignasen a la luna, delicadísima, tierna, pálida amiga de la melancolía, el género masculino.
Pero el sol para un habitante del norte de Europa puede ser una amante esquiva, cálida y deliciosa.
La arena de la playa «del hotel» era de grano grueso y sin chapitas brillantes, y entre semana estaba casi vacía. La ocupábamos nosotros, huéspedes del hotel, los moradores de una bonita torre… y la familia Crehuet.
En los recuerdos de mi entrañable relación de hijo adoptivo de los Arizón hay uno que, aún ahora, no deja de avergonzarme. Se trata de un conflicto con los Crehuet. Los Crehuet tenían una magnífica propiedad lindante con el hotel, tan lindante que el camino de acceso desde la carretera era compartido. Ellos estaban situados al sur, sobre la gran playa de Playa de Aro, frente al esbelto Cavall Bernat, pero preferían bañarse en la playa menor, Cala Rovira, situada al norte del hotel. En aquella época en esta cala solo había los cuatro sombrajos del hotel, el de los Mestre —de los que pronto hablaré— y el poste de los Crehuet. Es difícil imaginar ahora el paraíso que era la Costa Brava en aquellos años, el lujo que fue poder disfrutarla de niños y lo inútil de pretender revivirla hoy. Los Crehuet tenían un grueso poste de madera hincado en la arena próximo a las rocas. Cada mañana el mucamo de los Crehuet acudía a tender un toldo blanco entre estas y el poste. Quedaba como la toldilla de una embarcación, algo bastante elegante. Lo malo es que algunos turistas, poco instruidos en las costumbres del lugar, se instalaban de buena mañana en el área de la futura sombra. En estos casos el mucamo los echaba con no muy buenas maneras. Esta ostentación de derecho privado sobre el espacio público provocaba cierta indignación entre los veraneantes más jóvenes. Varias veces habíamos ido a medianoche a desenterrar el controvertido poste y, a la mañana siguiente, disfrutábamos impertérritos contemplando los trabajos para volver a hincarlo. Tras una expulsión de turistas particularmente humillante se decidió, en espontánea asamblea hotelera, que a la mañana siguiente ocuparíamos el área conflictiva y, haciendo valer nuestros derechos, nos negaríamos en redondo a abandonarla. Yo aprobaba la iniciativa, pero me planteaba un conflicto personal muy delicado. La cuestión era que aquel verano Enrique Arizón había entablado una buena amistad con los jóvenes Crehuet. Ellos también buceaban y nos dejaban acompañarlos —donde iba Enrique iba yo— a los mejores caladeros en su espléndida barca de pesca con marinero incluido. Incluso nos habían invitado a su casa para pasarnos películas en 16 mm de sus exóticos viajes. Los hijos eran buena gente y nos caíamos bien. A pesar de mis escrúpulos, entre los okupas matutinos estaba yo. La cosa sucedió como preveíamos, el esbirro intentó echarnos, nosotros nos negamos, el esbirro fue a buscar el apoyo de la familia, que desconcertada e impotente tuvo que tumbarse al sol, un sol de justicia que también tuvimos que soportar nosotros para no abandonar el campo. Nunca olvidaré el desconcierto de los jóvenes Crehuet al verme entre los contestatarios: «¿Tú también, Oscar?», me preguntó, parafraseando a Julio César, uno de los hermanos. «Hombre, no me podía rajar», respondí yo. Naturalmente, al día siguiente vino muy compungido Enrique a comunicarme que los Crehuet no me querían ver más en su barca y que eso le provocaba un serio problema. Yo le contesté que de ninguna manera, que lo comprendía perfectamente y que su relación con la familia debía continuar exactamente igual prescindiendo de mí. Y allí acabó para siempre mi relación con los Crehuet. No poder continuar disfrutando de estas excursiones para bucear fue una lástima, pero lo que no dejó de preocuparme desde entonces no fue esto, sino mi actitud pusilánime ante el colectivo. Desde aquella experiencia creo que he reaccionado visceralmente ante cualquier imposición de la mayoría que no viese clara. He procurado tener el valor de «rajarme», como me «rajé» a las pocas horas del encierro, o encerrona, antifranquista de Montserrat que tú has explicado en alguno de tus libros.
¿Puedo sugerir que el señor de la casa era un poco prepotente y bastante mandón? Toda la familia le rodeaba, a la espera de saber, a toque de corneta, qué se iba a hacer aquel día. En fin, tal vez fuera una imagen falsa, pero nosotros —los niños del hotel— veíamos en él una criatura maligna, que a mí me recordaba al brujo del Lago de los cisnes.
Creo que los chicos del hotel exageraban un poco, pero era cierto que los Crehuet no pusieron nada de su parte para que fueran amigos. Ni siquiera nos hablábamos. Aunque estábamos convencidos de que la culpa era del padre y de que sus hijos eran las primeras víctimas. Alguien contó que aquel señor tenía unas ideas muy particulares cerca de la naturaleza y que las aplicaba a rajatabla en la vida cotidiana. Una de sus ideas era que el sol únicamente podía tomarse de cara. O quizá de espalda, lo he olvidado y lo mismo da. Lo cierto es que todos los miembros del clan tomaban el sol en la misma postura, y que todos estaban quemados de un lado y blancos del otro. Y era irritante que el señor Crehuet acotara un pedazo de lo que él llamaba «nuestra playa», cuando todos sabíamos que el mar no era propiedad de nadie. Y era todavía más irritante que echara de malos modos a los desconocidos que habían llegado antes y habían ocupado su territorio. Y estalló la batalla del poste. Me parece que era para nuestro bando un juego de verano, todos los años surgía o inventábamos uno distinto. Naturalmente, yo no bajé ni un día a ayudaros a desenterrar el dichoso palo, pero estaba de vuestra parte, pues me parecía, y me sigue pareciendo, que teníais razón. ¿Por qué te parece a ti que no? Cuando mamá por las noches quitaba la hoja que cubría el sexo de Hermes, eso en la Rambla de Cataluña, o, ya en Rosellón, tiraba de dos enérgicos puntapiés los cajones que habían puesto para que aparcara su coche el señor alcalde, y lo hacía en las mismas narices de los policías de la contigua comisaría, que nunca se atrevieron a intervenir, nos parecía bien, ¿verdad? Solo entiendo por razones de lealtad a un amigo que luego cambiaras de opinión.
La amistad de Arizón te importaba mil veces más que la de los chicos que veraneabais en el hotel. Vale. Pero la figura del señor Crehuet era, tal como le vi aquel verano, poco seductora para participar a su lado en ningún combate, y menos si no tenía razón.
Creí que nunca en mi vida lo vería de nuevo y que, en cualquier caso, no me reconocería. Pero volví a verle muy pronto, dos o tres años después de aquel verano. Nos dimos de narices en un pasillo del Liceo. Y me reconoció en el acto. Iba elegantísimo —nada que ver con sus ropas veraniegas—, y bajo su atuendo no se podía comprobar si estaba tostado por delante y blanco por detrás (o al revés).
Estuvo encantador y no hicimos ninguna referencia al pasado. Hizo un comentario banal, intrascendente, quizá ni siquiera nostálgico: «Vaya, es la primera vez que ves Aida y yo la he visto más de treinta». No sé qué sentiría él, pero a mí me encogió el corazón y nunca la he olvidado. No estoy ya en el bando de los con palo o los sin palo, estoy en el bando de los que hemos podido asistir o no a una misma ópera casi treinta veces.
Un recuerdo perdurable de los buceos con Enrique fue nuestra expedición a las islas Medes con papá. Fuimos desde Playa de Aro en una barca de pesca de tamaño mediano, pasamos todo el día a pleno sol y yo debí de coger una insolación de cuidado. De regreso pillamos un fuerte oleaje de proa. Las olas no dejaban de azotar la cubierta y nosotros no dejábamos de achicar agua con los recipientes que teníamos a mano. Recuerdo que me regañaban por no hacerlo con suficiente entusiasmo, pero es que yo no dejaba de tiritar, me sentía morir. Al llegar a la altura de Palamós papá tuvo la prudente idea de que nos dejasen en el puerto, desde donde iríamos al hotel en taxi. Solo llegar me pasé media hora bajo una ducha caliente y me metí en la cama con treinta y nueve grados de fiebre, mientras Loli no dejaba de tomarme de la mano. A la mañana siguiente me encontraba mejor, pero a los dos días, estando solo en el hotel, comencé a encontrarme realmente mal; estaba muy débil, meaba oscuro y cagaba claro, pero no sabía qué tenía. Cuando llegó mamá y vio el blanco amarillento de mis ojos no tuvo duda de que padecía una hepatitis; sin embargo, no le pareció muy grave, solo decidió que no tomase huevos. Pero al día siguiente vino papá y él sí se asustó de veras. Decidió llevarme de regreso a Barcelona de inmediato y que hiciese reposo absoluto durante varias semanas, con lo que mis vacaciones se dieron por terminadas.
El médico amigo de papá que vigilaba mi recuperación —para que me tomase la disciplina en serio y contraviniendo la orden estricta de nuestro padre, que no quería asustarme de ningún modo— me explicó que un familiar cercano había muerto de hepatitis. La verdad es que no me asusté demasiado, pero a papá le sentó bastante mal la indiscreción. Me recuperé bien y a mediados de septiembre me dejaron acompañar a un grupo de jugadores del Tenis Barcelona al campeonato de juveniles de San Sebastián, con la condición de que no jugase partidos del torneo.
En este cúmulo de recuerdos compartidos, a veces coincidentes, a veces enfrentados, a veces vividos solo por uno de nosotros, ha surgido un tema curioso, una historia de la que tú tienes la primera parte y yo tengo la segunda. Una historia de amor y desamor. Una historia triste. En Playa de Aro viviste tú la primera parte. La relación profunda entre una pareja y un niño. La pareja era joven y se amaba. Seguramente había otras parejas en el hotel y es probable que algunas se amaran. Pero lo de esta pareja era distinto, o lo fue para ti. Eran jóvenes, eran felices, se amaban. El niño —tú— quizá no había visto aún lo que podía significar el amor, quizá nunca lo había palpado tan cercano. Y todavía hoy, medio siglo después, cuando se lamenta de no haber visto nunca a sus padres —a nuestros padres— besándose o desnudos, piensa en el joven matrimonio de aquel verano. El niño era listo, simpático, cariñoso, entusiasta, con una curiosidad infinita; era también un poco «carencial». Sus padres —que solo aparecían por allí los fines de semana, y siempre acompañados de amigos— no le consagraban todo el cariño, todo el apoyo, toda la compañía que necesitaba. No jugaban lo bastante con él… En contrapartida, el matrimonio no tenía hijos y echaba en falta a alguien a quien cuidar, a quien descubrir el mundo, a quien mimar. Fueron una hermosa amistad y unos magníficos veranos. Fin de la primera parte.
Si la primera resultó muy breve, la segunda, de la que yo fui testigo, se arrastró a lo largo de un montón de años. El hombre dejó de amar a la mujer. Era natural que ocurriera. Era un tipo tan simpático, tan vital, tan atractivo, tan sociable, que lo raro era que hubiera podido fijarse en una mujer tan callada, tan tímida, tan insignificante, tan aburrida, y que hubiera llegado incluso a casarse con ella. Pero a Loli no le pareció natural, Loli no lo aceptó nunca. Se quedó sola y (esto te parecerá una tontería, pero a mí no) decidió que no volvería a tener perro, jamás. A él no recuerdo haberlo visto de nuevo, aunque creo que se encontró alguna vez con mamá, que era la única amiga que tenía Loli, para pedirle que mediara en el conflicto. Mediación que nuestra madre sabía inútil, porque no había nada en el mundo que pudiera atenuar la furia apocalíptica de la esposa abandonada.
Con Loli comí casi todos los sábados durante un montón de años. Íbamos con mis padres, con ella, y tal vez más adelante con mis hijos, al Tenis Barcelona o al Flash Flash. Si era nuestra madre la única amiga de que disponía Loli, Loli era a su vez la única amiga de la que disponía mamá. Para mamá las mujeres no teníamos ningún interés y no mantuvo jamás una relación mínimamente importante con ninguna. Yo, en cambio, necesito la amistad de otras mujeres, y me estoy refiriendo a la amistad, no a las relaciones lésbicas, que son algo muy distinto.
Loli era, pues, la única amiga de nuestra madre. Le resolvía problemas prácticos y engorrosos, estaba siempre a su disposición para lo que fuera. La acompañaba al médico, le hacía las compras y los recados, la subía y bajaba en coche, le guardaba al perro y lo llevaba al veterinario. Incluso fue ella quien llevó a sacrificar a Puck. No era una relación de igual a igual, pero todos la considerábamos el prototipo de amiga incondicional. Todos estábamos convencidos, y mamá la primera, de que, si contra todo pronóstico moría antes nuestro padre, Loli estaría allí. Y probablemente seguiríamos comiendo en el Tenis Barcelona todos los sábados.
¿Qué ocurrió? Contra todo pronóstico nuestro padre murió de repente una noche… Y Loli desapareció totalmente de nuestras vidas.
Al Hotel Costa Brava, y en general a toda la costa, acudían ya las primeras familias extranjeras, que repetían cada año, pero el grueso de los huéspedes eran familias españolas que reservaban de un verano para el siguiente. Yo pasaba horas junto a la recepción del hotel, en el jardín de la entrada, y veía cómo cada día se despedía a varios turistas por estar el establecimiento completo. En aquel jardín había una mesa de ping pong donde jugábamos a menudo. Incluso hicimos un modesto campeonato que, sorprendentemente, gané. Cuando nuestros padres le invitaron a pasar unos días con nosotros, Herman Loewe, que jugaba muchísimo mejor que yo, no se lo podía creer.
Varias familias catalanas acudían año tras año. Aparte de la del doctor Trueta, de la que ya he hablado, recuerdo a los Cottet —los de la óptica— y a los Herralde —con Jorge, futuro editor—. No en el hotel, sino en un chaletito del pueblo veraneaban los Muntañola, familia del dibujante humorístico, popularísimo en aquellos años. Recuerdo que las contrahuellas de la escalera de su torre estaban aplacadas de azulejos con dibujos del paterfamilias.
Pero la familia más glamourosa del entorno era sin discusión la de los Mestre. José Mestre era el fundador, junto con Joaquín Ballbé, de Meyba (Meyba= MEstre Y BAllbé), la empresa de prendas deportivas que en aquellos años estaba en la cresta de la ola. Mestre era un personaje interesante. Uno de los primeros empresarios patrios conscientes de la importancia de la imagen de la empresa, de la publicidad y el marketing en los que trabajaba el futuro publicista Marçal Moliné, un hombre capaz de comprar un magnífico terreno, en primera línea de mar, en el centro de la Cala Rovira y de arriesgarse, a principio de los cincuenta, a que los jovencísimos e inexpertos arquitectos Tous y Fargas le proyectasen allí una casa vanguardista de estilo racionalista. Un hombre casado con Jeanette Alexander, una bailarina inglesa espectacular que nunca abandonó su chistoso acento británico y que creo fue la primera mujer que vi en biquini. La recuerdo con un biquini muy americano, muy Marilyn, o sea con el culotte muy alto, hasta el ombligo, haciendo estiramientos y ejercicios gimnásticos sobre la arena.
Los Mestre frecuentaban el vecino hotel, al que aportaban un aire cosmopolita irresistible. Recuerdo perfectamente el día que se presentaron a cenar, sofisticadísimos, acompañados de Ludmilla Tcherina, buena amiga de Jeanette. Ludmilla acababa de protagonizar Los cuentos de Hoffmann y estaba en la cumbre de su popularidad. Fue una aparición estelar. Muchos años más tarde emergió una joven y monísima actriz que comenzó actuando en teatro para hacerlo luego en cine y en televisión. Apoyada en su absoluto dominio del inglés, actuó para Gonzalo Herralde en Vértigo en Manhattan y llegó a actuar para Joseph Losey. Se llamaba Jeannine Mestre Alexander y, naturalmente, era hija de la inolvidable pareja.
La empresa Meyba ha acabado siendo adquirida por Pulligan. Me doy cuenta ahora de que todas las empresas españolas que cito en estas memorias —Jabones Barangé, Loewe, Cottet, Bertrand i Serra, Meyba…— han sido adquiridas por multinacionales. Esto es lo que hay: no recuerdo haber visto nacer una empresa catalana que haya triunfado…, quizá Mango. En una divertidísima novela de Eduardo Mendoza una muchacha algo escandalosa dice: «Mi padre se creía un empresario. Un empresario catalán. Intenté explicarle que esto era un oxímoron, pero tampoco sabía lo que era un oxímoron». Pues eso.
Abandonando por ahora los veranos, el recuerdo del traslado, de la vivienda de la Rambla de Cataluña a la de Rosellón, enfrente de la Casa de les Punxes, me provoca una seria reflexión sobre la merma de exigencia estética en nuestra familia. La convivencia de la vida familiar con el consultorio médico y con las oficinas de la cada vez más importante agencia de seguros, que mamá había heredado de su padre, era imposible. Pero lo que me intriga es que pasásemos de un piso arquitectónicamente notable, situado en un chaflán orientado a levante frente a una de las calles más bonitas de la ciudad, con una digna escalera y portería (donde había, y aún hay, una reproducción en bronce de un Mercurio de pies alados romano sobre cuyo sexo colocaban los puritanos propietarios de la casa una pudibunda hoja de parra, que nuestra madre sustraía sistemáticamente de madrugada, como has contado en alguno de tus libros), a un piso de nulo interés arquitectónico, desafortunada planta, poca fachada, muchos patios angostos, escalera y portería miserable, junto a una comisaría de policía, en un barrio mucho menos afortunado, aunque en la misma manzana habitase el alcalde de la ciudad y hubiese dos chaflanes proyectados por el eminente arquitecto Duran Reynals, y quedase por encima —muy poco— de la Diagonal. Recuerdo lo de «por encima de la Diagonal» porque en cierta ocasión confesé a Federico que, aun siendo muy amigos, Lluís no perdonaba mi ascendencia social. Federico, sorprendidísimo, preguntó a qué lo atribuía, y yo le expliqué que, entre otras cuestiones, a que viviésemos por encima de la Diagonal, a lo que Federico respondió divertidísimo: «¡Qué tontería, no lo puedo creer! ¡Es muchísimo más elegante vivir en el Carrer dels Àngels (donde lo hacía Lluís con su amantísima madre) que en la calle Rosellón a la derecha del Ensanche!».
Siempre tuve debilidad por Lluís. Y siempre lamenté que, por razones que desconozco, dejarais de trabajar juntos. Me parece que no podía haber para ti un socio mejor: sacaba lo mejor de ti y apostaba siempre por ello. Dices que tal vez fuera, y sea, la persona más inteligente que has conocido. Además es tierno, entrañable, sensible, incapaz de hacerte una mala jugada (ni siquiera en los actuales momentos, en que la crisis económica parece justificar cualquier canallada, habernos devuelto al siniestro «todo vale», lo imagino puteando a nadie). ¡Y qué magnífico sentido del humor!
Pero no es esto lo que quería comentarte, ni la tristeza de que no perdonara, dices tú y es evidente, las diferencias de clase. Seguro que ha cambiado con el paso de los años, pero en la época en que —por su trabajo— le vi más a menudo, había siempre entre nosotros un muro, quizá solo un pequeño muro, pero difícil de franquear.
No he olvidado la escena que vivisteis un día en la casa de Rosellón, ignorando mi presencia como si estuvierais solos los dos. Lluís no perdía la calma, ni cedía un solo paso, de hecho casi no habló, mientras tú ibas perdiendo el control y aportando razones y más razones para convencerlo de que la diferencia de fortuna no afectaba para nada vuestra amistad. Al fin lo repetiste una vez más, y se te saltaban las lágrimas: «¿Entiendes, Lluís? ¡A mí no me importa en absoluto que tengas menos dinero, que vivas en un barrio humilde, que tu madre tenga que ganarse la vida en una portería para sufragarte la carrera. ¿Entiendes, Lluís? A mí no me importa lo más mínimo». Y Lluís, en voz muy baja: «Pues a mí sí me importa!».
No había a esto réplica posible.
Me parece que la anécdota te ha quedado algo melodramática. No creo que se me saltasen las lágrimas. Como acabo de explicar, Federico consideraba bastante elegante el Carrer dels Àngels. Lluís, como excelente estudiante que era, disfrutaba de una beca para sufragar sus estudios y su madre no tuvo nunca que ganarse la vida en una portería, era una excelente costurera que hacía delicados arreglos en muchas casas.
Nuestra madre, en su juventud, fue una persona de fina sensibilidad y extraordinariamente dotada para las artes, una alumna brillante de la Academia Baixas, donde aprendió dibujo, pintura, repujado y otras artesanías. El regalo para papá en el día de su boda fue una reproducción de la Lección de anatomía, de Rembrandt. Excelente y muy meritoria reproducción al óleo que es uno de los escasísimos recuerdos familiares que me ha interesado conservar (tú lo conservas todo, yo me arrepiento de las muchas que he tirado: dibujos de infancia, juguetes preciosos —el conflicto maravillosamente narrado en Toy Story 3—, calificaciones escolares, premios de Llotja, maravillosos libros de anatomía de papá de los que copié múltiples láminas, un cráneo real que dibujé en varias posiciones…).
No, Oscar, no. Tendí desde niña —niña fetichista y nostálgica— a guardarlo todo, pero esta etapa ha terminado. Mamá había ido guardando las libretas de mis calificaciones escolares, incluyendo las de las academias de francés y hasta las de los cursillos de danza, todo con su recibo correspondiente. ¿Imaginas para qué lo guardaba? Para entregárselo a mi futuro marido el día de la boda: «Esto es lo que hemos invertido en su educación, es su dote». Hasta que se aburrió de esperar a su yerno y me dio un legajo. Yo lo puse junto a unas preciosas carpetas donde guardaba la correspondencia, las fotos, los programas de los espectáculos y un viejo álbum de autógrafos —papá, mamá, abuelita, tía Blanca, tía Sara, profesores del colegio y compañeros de clase—, que ahora tiene una gracia que no tenía hace sesenta años. En la zona infantil había varios álbumes de cromos, unas figuritas de Blancanieves y los siete enanitos, que al ser de cerámica se fueron rompiendo y de los cuales solo quedan tres; he buscado a los otros cuatro por todas partes, porque me encantan y porque fue el regalo de primera comunión de tío Javier y tía Blanca, pero no los he visto en ninguna parte.
Ya adulta, he seguido acumulando figuras, libros, fotos, cartas, cuadros, recuerdos de personas a las que he querido mucho o de momentos memorables.
Pero ahora, desde hace un par de años, he invertido el proceso. He dejado de acumular y he empezado a desprenderme. A ti te he dado, creo, un álbum con fotos de tu pasado, una carterita de cuero, repujada por mamá para papá, un dibujo de tu primera etapa (que en algún momento me habías regalado tú a mí), una foto pequeñita en marco de plata donde estamos los tres —mamá, tú y yo—, encaramados a una roca pegada al hotel de Playa de Aro, que aparece siempre en las fotografías.
Me deshago con amor y con dolor de objetos que llevan conmigo mucho tiempo. Supongo que cierta culpa tuvo el poeta, que me anima a llegar a mi último viaje, casi desnuda, como los hijos de la mar.
Como venía diciendo, mamá quizá no estuviese enamorada, pero no se me ocurre mejor regalo de bodas para un médico que la reproducción personal del cuadro de Rembrandt, y papá lo tuvo siempre tras su mesa de trabajo.
Que tu historia familiar y la mía sean distintas obedece en gran parte a que mamá nos proporcionaba versiones distintas. Si mamá te hubiera explicado de papá y de su matrimonio lo que me repetía mil veces a mí, lo que comentaba sin rebozo con sus hermanas y amigas, no podrías insinuar, como haces a menudo, que aquel matrimonio no era una catástrofe, o que al menos no era tan catastrófico como yo lo describía, aunque ella le pintara un Rembrandt y él lo tuviera siempre en su despacho. Que nuestro padre la amaba y la deseaba y la adoraba, está fuera de toda duda.
Cuando nuestros padres se casaron compraron muebles insólitamente vanguardistas para la época: sillas de tubo de Marcel Breuer, lámparas cubistas, una lámina rectangular de vidrio templado que con dos dobleces formaba una mesa baja, una jaula transparente para canarios con finos barrotes de cristal… Mamá, con su destreza más tarde desperdiciada, anudó una alfombra circular blanca con una serie de negros perfiles curvos, como de golondrinas volando de frente, que copió de una revista y que luego he descubierto como uno de los diseños históricos de la Bauhaus. Inevitablemente, este estilo pasó de moda y, aunque muchos de estos objetos se conservaron en los despachos de Rambla de Cataluña, prácticamente ninguno pasó a Rosellón, que se decoró y amuebló en un estilo seudoinglés con la ayuda de un decorador afeminado al que siempre denominamos «el Decoradoret». Sé que la moda tiene una fuerza tiránica y arbitraria, sobre todo para aquellos que se consideran inmunizados, pero aun así este aburguesamiento de los gustos de nuestros padres, concretamente de mamá, me parece muy significativo. Aparte del agotamiento internacional de la arquitectura racionalista —cubista se decía entonces—, quizá la guerra tuvo algo que ver, como la renuncia al vanguardismo de algunos de los arquitectos que no se exiliaron. Los cinco años que nos llevamos hacen que la casa de Rambla de Cataluña sea la casa de tus recuerdos básicos, la que aparece con mayor frecuencia en tus sueños, mientras la de Rosellón lo hace en los míos.
No, Oscar. La casa de mis recuerdos básicos, o sea la casa en que pienso de inmediato si alguien hace referencia a ella, es también la de Rosellón.