4

Me decía: «Eres un niño guapísimo, tienes unos ojos almendrados irresistibles, las chicas se volverán locas en cuanto crezcas», y cosas por el estilo. Naturalmente, yo, que siempre he sido absolutamente vulnerable al halago —aunque sea fingido, por eso me gusta ir a Madrid y Cataluña me pesa—, no me cansaba de escucharla. No sé si fue con ella con quien viví una experiencia aparentemente banal pero que nunca olvidaré. Estoy jugando a algo que exige que me concentre para mantener el equilibrio en un extremo del largo pasillo típico de las casas del Ensanche. Llega tía Sara, requiere mi atención no sé por qué motivo, pierdo concentración y me caigo. Inmediatamente grito: «Me he caído por tu culpa». Mamá se ríe y me hace ver lo ridículo que es culpar a alguien que está en el otro extremo del pasillo. Realmente, me siento ridículo y humillado. Me doy cuenta de que un defecto grave de mi carácter es culpar a otros de mis desgracias. Es un defecto que siempre tendré presente (reconocer un defecto es el ochenta por ciento de la solución), a diferencia de tantas personas, incluso muy queridas, que lo tienen sin reconocerlo.

Me encantaba que tía Sara me invitase a pasar unos días en su casa del Maresme. Me mimaba y me cocinaba cosas exquisitas. Digas lo que digas, en casa siempre se comió fatal, las criadas sisaban de forma descarada, aseguraban que no podían comprar limón para disfrazar el pescado porque el limón era carísimo, y un día que nos atrevimos a manifestar nuestra protesta, mamá dijo muy seria y estirada: «No pretenderéis que yo entre en la cocina». Las tristes cenas en la mesa de mármol de la cocina ante un plato de patatas con verrugas negras hervidas y judías verdes blandas de tan cocidas no se me olvidan. Cuando expliqué estas cosas a Federico comparándolas con lo bien que comía cada día Lluís, a quien su madre cocinaba con amor, me contestó: «No sé de qué te sorprendes. Claro que Lluís come muchísimo mejor que nosotros. Toda la alta burguesía barcelonesa come fatal. Es cosa sabida». Josep Pla lo había advertido muchos años antes. Pero tía Sara no solo cocinaba honestamente, ¡me dejaba mojar pan en la olla en que rustía el tajo redondo!, deliciosa ordinariez que nunca se hubiese aceptado chez nous, donde comer constituía una necesidad vital pero disfrutar con ello era de muy mal gusto. ¡Y no digamos beber! En casa, si no se esperaba un invitado, jamás hubo una botella de vino. Allí, en aquella casita del Maresme, creo que estuve más cerca de la muerte de lo que he estado nunca. Sara me acaba de bañar y, tras secarme amorosamente, me deja en la salita envuelto en la toalla, mientras ella va un momento a la cocina. Con la toalla húmeda y descalzo, veo pegado en la pared un cilindrito de porcelana blanca con dos ojitos negros que me miran. Con decisión pongo los deditos sobre ellos. Naturalmente, se trata de un enchufe de aquella época, con los terminales en superficie, y recibo una brutal descarga eléctrica que me recorre desde los dedos de la mano hasta las plantas de los pies. Los enchufes eran así y, naturalmente, la instalación no contaba con interruptores diferenciales. Si la corriente, en vez de ser de 125 voltios, hubiese sido de 220, allí me quedo, aunque entonces no me asusté lo que me asusto ahora al recordarlo.

Hubo otro personaje importante en nuestra infancia, del que tú has dicho que tendríamos que hablar. Más importante para mí, me parece, porque tú eras un bebé o quizá ni siquiera habías nacido cuando empezó a ir a casa, tres veces por semana, para darme clases de alemán. Mamá tenía clarísimo que sus hijos hablarían idiomas —al menos inglés, alemán y francés—, y le pareció adecuado empezar por el más difícil: sabiendo alemán, el inglés resultaría un paseo, y el francés lo hablaban y leían con mayor o menor desparpajo todos los catalanes medianamente cultos.

Ya he explicado el intento fallido de que fuera al colegio de las monjas alemanas, para evitar, supongo, una reacción demasiado violenta por parte de la familia de papá si me llevaban directamente al Colegio Alemán. Durante los tres o cuatro meses que asistí a él, no paré de llorar un solo instante, desde que mamá me abandonaba en la puerta hasta que iban a recogerme. Con lagrimones enormes y en completo silencio. No debían de saber qué hacer con aquella criaja imposible. De modo que, cuando en cierta ocasión me precipité en brazos de una maestra desconocida y paré de llorar, me permitieron pasar la mañana en su clase, sentada a su lado en la tarima de la profesora. Ella, al llegar a casa, le contó a su hermana la extraña conquista, y Herta, pues se trataba de Herta, se echó a reír: «No has hecho ninguna conquista, Elisabeth. Debe de ser Esther y te ha confundido conmigo, seguramente por la voz».

Herta llevaba unos meses yendo a casa. Los primeros días lloré desde que la veía aparecer hasta que la puerta se cerraba a sus espaldas. La tenía harta y decidió dejarlo, pero mamá le había pagado la mensualidad por adelantado, y a Herta, una de las personas más estrictas en el cumplimiento de su deber que he conocido, le parecía mal interrumpirlo a medias y se resignó a soportar lo que quedaba de mes. ¿Y entonces? Un buen día cambié de actitud: dejé de llorar cuando Herta llegaba y empecé a llorar cuando se marchaba (lo importante para mí parecía ser el llanto permanente, y tenía razón Sara: yo no quería a la gente, me enamoraba de ella). La adoré para siempre y fui su alumna favorita; el preferido de su hermana era Gustavo Gili. Advirtió enseguida lo que ocurría en nuestra casa, y creo que quiso compensar mi carencia de amor. Tuvieron que pasar años, muchísimos, para que un día intentara justificar a mis ojos lo poco que mamá se había ocupado de nosotros. Dijo algo de que era muy joven, de que acababa de pasar una guerra terrible, era natural que tuviera ganas de salir y de divertirse, y que eso no significaba que no nos quisiera.

Al principio dábamos las clases junto a la cuna en que tú, bebé admirable, mirabas, sonreías, dormías, sin llorar jamás. Mamá entraba a veces y pasaba un rato silenciosa, escuchándonos, tan puñeteramente lista que aprendió unas palabras de alemán (hablaba inglés y francés sin haber recibido apenas clases). Y yo progresaba a velocidades vertiginosas, estimulada por el deseo de aprender, pero también por el cariño. Herta contaba a todos que yo le decía: «Enséñame más. Me aburro». Me parece que se lo repetía sobre todo a la niña Figarola (a los Figarola también les daba clases particulares), y, como Herta era adorable pero exigente, rigurosa e incluso un poco bruta, añadía cosas del tipo dümmer als die Polizei erlaubt, «más tonto de lo que permite la policía» (me encanta esta expresión). En resumen, Herta estaba convencida de que Carmencita era tonta de capirote y Carmencita la odiaba. Habría sido distinto si le hubiera dado las clases Elisabeth, que era de una dulzura infinita.

Al morir con poco tiempo de diferencia sus padres, y siendo ellas muy jóvenes, las dos hermanas habían abandonado su mundo y habían emprendido un viaje que no tenía prevista la fecha de regreso: la Guerra Mundial las había pillado en España y habían decidido quedarse aquí. Después, uno tras otro, ignoro en qué momento de la contienda, habían muerto en el frente sus novios. Al principio estaban solas, quizá con la única compañía de Strolch, un pastor alemán. Pero estaban muy unidas, les gustaba nuestro país, valían un montón y sus alumnos las adoraban. Tras la temprana muerte de Herta, se ocuparon de Elisabeth con una atención y un cariño que pocos padres encuentran en sus hijos. (Y yo, Oscar, tan cristiana, tan preocupada por los niños del Tercer Mundo, tan apasionada en mis amores, me escaqueé como de costumbre, hice lo mínimo de lo mínimo, ¿cómo voy a culparte, a ti ni a nadie, de frivolidad, de rehuir la enfermedad, la vejez, la muerte de personas que hemos amado?).

A pesar de que evitaban hablar de política (o precisamente porque lo evitaban) era obvio, en los años de la Guerra Mundial, que sus simpatías no estaban con Hitler. Mamá (a la que le daba exactamente igual, aunque la mera sospecha sacaba de quicio a tío Víctor) lo atribuía a que eran judías, aunque practicaran el catolicismo y trabajaran en el colegio de las monjas alemanas. A mí se me hacía muy extraño ser alemán y no estar seguro de desear que tu país ganara la guerra (si era este el caso), porque la ganara o la perdiera tú ibas a salir malparado. No había imaginado nunca que se pudiera ser alemán y estar en contra de los nazis; de modo que lo fui descubriendo poco a poco a través de las medias palabras y, sobre todo, de los silencios de Herta.

Había otra cosa especial en las dos hermanas que yo no acababa de entender. Porque me constaba que mis padres y sus amigos —o sea, la burguesía barcelonesa de nuestra posguerra— eran por nacimiento y por educación los «señores» de la sociedad, que eran ellos los que acaparaban el derecho a la educación, a los buenos modales, a la cultura, ellos los que sabían cómo había que comportarse. Y Herta, a la que le gustaba España, que respetaba a los españoles y que ya era medio española ella misma, jamás hablaba con desdén de nosotros. Jamás presumía de nada. Y, sin embargo, algo en el modo en que cuidaban su pisito; en la música que escuchaban; en el aprecio que tenían a viejas piezas de estaño (mucho más valiosas para ellas que nuestras farragosas bandejas y jarrones de plata); en las exquisitas meriendas que organizaban a veces para los alumnos; en el modo de tratar a los chóferes, los dependientes, las criadas; en los consejos que me daba Herta sobre cómo debía comportarme en las casas donde había sido invitada o sobre los temas diversos que corresponde tratar a una madre; en el modo único —o solo igualado por Herta— en que levantaba una ceja ante algo que no le parecía aceptable, algo había en todo aquello que me hacía sospechar que las dos huerfanitas alemanas eran unas señoras de verdad, unas grandes señoras, y que nosotros, en ocasiones, nos comportábamos como unos paletos anteriores no ya a la revolución industrial, sino al jurásico.

A pesar de que recibir clases de alemán de muy pequeño no era tarea divertida, recuerdo a Herta con mucho cariño, lo que me tranquiliza respecto al rencor con que recuerdo al servicio en general. Estoy seguro de que las personas se dividen en memoriosas y desmemoriadas; las primeras somos rencorosas pero agradecidas, mientras las segundas no son nada rencorosas (pueden saludar efusivamente a un personaje que tiempo atrás les hizo una perrería y solo caen en ello cuando se lo recuerdas) pero en absoluto agradecidas.

Herta era rigurosa y estricta pero muy buena, buena gente, como diría un andaluz (bueno, hoy, viendo una película en inglés he comprobado con sorpresa que lo de «buena gente» viene de good people). En el servicio militar aprendí a desconfiar de los mandos simpáticos, son los más peligrosos; a mí que me den personajes sabios y antipáticos, como el doctor House. En la progresía de nuestra juventud lo que se llevaba era el desprecio por todo lo alemán: todo teutón era potencialmente nazi. Debemos a Herta y a algunos profesores de la Deutsche Schule la superación de este prejuicio, el descubrimiento de una cultura que los españoles, a diferencia de nuestros hermanos italianos, ignoran pertinazmente. Aunque entonces no lo valoré, ahora me enorgullezco de saber de memoria Der Erlkönig de Goethe: Wer reitet so spät durch Nacht und Wind? / Es ist der Vater mid seinem Kind; / Er hat den Knaben wohl in dem Arm, / Er fasst ihm sicher, er hält ihn warm… Ya entonces me impresionó, pero ahora que tengo un niño de seis años me he puesto a llorar al repasarlo. Veo que me he adelantado y que esto debería escribirlo al tratar el San Alberto Magno (era tal la aversión pública que no se podía llamar Colegio Alemán), pero, bueno, ha sido un flash-forward.

Los cinco años que te llevo y la accidentada historia del Colegio Alemán —que se divide en dos etapas bien diferenciadas— hacen que nuestros recuerdos sean distintos. La primera termina con la Segunda Guerra Mundial. La enseñanza es excelente, los métodos pedagógicos, muy avanzados, las instalaciones, espectaculares, la disciplina, extrema. Tenemos que ser los mejores y los alumnos que no dan la talla son expulsados. Reina —al menos hasta que crece la sospecha de que los alemanes están perdiendo la guerra— un ambiente politizado y triunfalista: retratos del Führer por todas partes, saludo brazo en alto, Deutschland, Deutschland über alles a voz en grito. Recibimos una revista donde se da la lista de ex alumnos, casi unos niños, muertos en combate. Recuerdo una mañana en que nos hicieron formar a todos en el patio para recibir la visita de un personaje muy importante que estaba de paso por Barcelona. Supongo que se trataba de Göring. Se retrasó mucho, horas enteras, y seguíamos todos inmóviles y en pie. Varios alumnos se marearon y alguno se desmayó.

Se valoraba mucho la fuerza física y la valentía. Los festivales de gimnasia resultaban memorables. Los chicos de los últimos cursos eran atletas consumados y sus ejercicios emocionaban a mamá y a tío Víctor. La otra cara de la misma moneda hacía de los recreos auténticos campos de batalla en los que la brutalidad apenas era reprimida por los profesores encargados de la vigilancia. En aquella época la legislación alemana no prohibía los castigos corporales en la escuela, de modo que los maestros podían con pleno derecho plantarte una bofetada o tirarte de las orejas hasta que supuraban pus. En el patio, cuando dos alumnos se pasaban realmente de la raya, el profesor de gimnasia los agarraba por el cogote, los levantaba en vilo y los hacía chocar cabeza contra cabeza, en ocasiones hasta que sangraban. Y las salidas del colegio, en tropel, gritando, golpeándose, arrollando cuanto encontraban a su paso, parecían la desbandada de una horda salvaje.

Y yo —que en el colegio de las monjas alemanas había llorado desde que entraba hasta que me iban a buscar, que tenía un miedo cerval a la violencia y no me atrevía a cruzar el patio en las horas de recreo de los chicos (durante una temporada me acompañó en la peligrosa travesía Veri Figarola, el hermano mayor de Carmen y Humberto, un chico guapo, simpático, listo, seductor), y que en las clases de gimnasia no logré nunca ascender un palmo por la cuerda, ni saltar el potro, ni dar una voltereta, que no aprendí siquiera a saltar a la comba—, yo, dios sabe por qué misteriosas razones, adoraba aquel colegio. Años después hacía todavía breves escapadas para echar una lagrimita mirando el edificio, que ya no era el Colegio Alemán sino el Liceo Francés.

No cabe duda de que el profesorado y los alumnos alemanes se consideraban —aunque reconocieran en nosotros algunas cualidades insólitas y hablaran de la nostalgia por el sur que sentían los germanos del norte y que cantaban desde tiempos inmemoriales sus poetas— superiores a nosotros. Los españoles y los alemanes dábamos las clases por separado y la falta de contacto entre unos y otros disminuía la posibilidad de un auténtico contacto entre las dos culturas.

Mamá había tenido que mantenerse firme contra el clan familiar de los Tusquets, encabezado por la abuelita y el tío cura, pero por mis lloreras al fracasar el proyecto de las monjas alemanas, que habría supuesto una solución de compromiso, como seguramente lo fue para muchos otros padres, solo quedaba ir a por todas y matricularme en un colegio laico, lleno de protestantes y donde se practicaba la coeducación. Esta elección suponía haber tomado partido por los alemanes en la política internacional.

Decías tú, Oscar, al comienzo de este libro, que no tuviste ocasión de amar a Hitler porque la cronología lo impidió, pero que cierto escalofrío te recorre el espinazo cuando contemplas algunas filmaciones de Leni Riefenstahl. Yo vivía en un ambiente pro-alemán a tope (la única excepción era tía Sara), tío Víctor almorzaba en casa una vez por semana y no paraba de contar heroicidades del Führer y sus compinches, en el cine se transmitían noticias manipuladas: yo adoraba a Hitler. Lo adoré durante muchos, muchos años, porque me llevó muchos, muchos años enterarme de lo que fue el nazismo y de lo que había sucedido en realidad.

Ahora que lo pienso, ¿no te parece muy extraño que tú y yo no hayamos hablado nunca en serio de casi nada, ni siquiera de nuestros padres? Llegué, por ejemplo, a los cuarenta años convencida de que mamá y tú sentíais el uno por el otro una adoración recíproca y total (nunca habías dado muestras de lo contrario), y quedé de piedra al ver que dedicabas tu primer libro a papá. Que yo recuerde, no hubo comentarios: ni mamá se quejó, ni papá presumió de ello, ni yo intenté indagar los motivos, pero fue, qué duda cabe, una sorpresa para los tres. Como lo ha sido ahora que en tus recuerdos de infancia esté papá tan presente, que te fijaras en él, que valoraras detalles en los que, yo estaba segura, no habías reparado.

Es evidente que quise mucho a mamá y que ella determinó radicalmente mi carácter, tanto para lo bueno como para lo malo. Quiero decir que heredé o aprendí de ella algo de talento artístico, de habilidad manual, cierto don de gentes, un desparpajo e incorrección política que caen en gracia en una reunión social, pero también cierto clasismo estético, el desprecio por la gente fea y gorda, el vicio de interrumpir, de hablar en un tono de voz invasor, de pretender ser el centro de todas las reuniones… Muchas veces me veo reflejado en ella, aunque nunca se me ocurrirá, a diferencia de muchos jóvenes de hoy, culpar a nuestros padres de alguno de mis defectos o desventuras (pocas). Realmente, estuve enamorado de mamá, incluso sexualmente. Ni siquiera puedo decir que se tratase de un complejo de Edipo, ya que durante muchísimos años soñé que me acostaba con ella y al despertar no sentía el mínimo remordimiento. Y no me digas que es natural que así fuese, que no es lo mismo que si hubiese ocurrido realmente, porque en varias ocasiones he soñado que me acostaba con una persona inimaginable y al volverme a topar con ella me he sentido muy incómodo, como si la otra persona estuviese al tanto del, a veces, improbable polvo. Y amigos y amigas me han confesado haber vivido la misma experiencia. De niño, mamá me parecía la más bella y la más sexy del mundo. Nunca me gustaron las niñas, me gustaban las mujeres a partir de la adolescencia y me sigue ocurriendo lo mismo. Dirás que querer y desear no son sentimientos comparables; quizá no, pero se parecen mucho, tanto como los verbos que les dan nombre. La cuestión es que yo estaba enamorado de mamá y que su decadencia física e intelectual me fue muy difícil de digerir. Pero de esta cuestión hemos decidido hablar hacia el final del libro.

Siempre fui consciente de que mamá me mimaba mucho más a mí que a ti, de la misma forma que me parecía, y me sigue pareciendo, que en el caso de papá era a la inversa, aunque en menor proporción. Mamá era sin duda egoísta (aunque con la edad voy aceptando que todos nos movemos por razones egoístas y los que se consideran altruistas cada vez me dan más miedo), pero estoy convencido de que me quería mucho y pensaba que se desvivía por hacerme feliz, y en muchas ocasiones así era. Lo único que no le perdono —bueno, a estas alturas lo perdono prácticamente todo— es que durante mi infancia me dejase en manos del servicio.

Si he de ser fiel a la verdad, debo reconocer que yo era una niña bastante insoportable y que era comprensible que mamá no se sintiera satisfecha. Habría querido una hija atrevida, lista, bonita, simpática, que se lanzara con entusiasmo a todas aquellas cosas que sus padres no le habían permitido a ella hacer. Yo era un desastre. No solo andaba con los pies hacia adentro (ahora es peor, a punto todo el rato de que se crucen, entrechoquen, me hagan caer y me encuentre de pronto en el suelo, panza arriba, agitando brazos y piernas en el aire, como una cucaracha kafkiana), sino que uno de mis ojos, el izquierdo, se disparaba hacia afuera.

Recuerdo muy poco de los veranos en nuestra casa de Vilasar. Que estaba frente al mar del que, como en todos los pueblos del Maresme, nos separaba la carretera nacional, entonces poco concurrida, y la vía del tren. Para llegar a la playa de forma no suicida había que utilizar uno de los pasos deprimidos que atravesaban ambas barreras. Lo que sí recuerdo —la persistente memoria involuntaria de Proust— es el particularísimo olor de estos túneles. Una mezcla de salitre del mar, hollín y grasa del tren, y caca seca de los que allí habían defecado. Y cuando la vuelvo a sentir salto automáticamente sesenta y pico años atrás. También recuerdo las casetas de baño, tan parecidas a las que aún quedan en el Lido de Venecia. Parece que nuestros padres —sobre todo mamá, siempre tan arquitecta— pusieron mucha ilusión en la construcción de la casita, pero a los pocos años el pueblo, la playa y la carretera se llenaron de veraneantes y sobre todo de domingueros, por lo que decidieron venderla y buscar otro lugar de veraneo. También decidieron no tener nunca más una segunda residencia fija, enseñanza que yo he seguido al pie de la letra. Solo una casa, todo lo demás en buenos hoteles; es lo más confortable y, sobre todo, económico. Yo ya pensaba así, pero Dalí me confirmó esta disciplina. Hasta que Salvador regaló el castillo de Púbol a Gala, los Dalí solo poseían la casita de pescadores de Port Lligat, donde pasaban el verano y parte de la primavera y el otoño. El resto del año vivían en el Ritz de Barcelona, en el Meurice de París o en el Saint Regis de New York. Decisión sabia, mucho más económica que pretender tener una vivienda en estas ciudades, y mucho más confortable. Cuando el caballo blanco que Dalí había hecho subir a su suite del Meurice se cagaba en la delicada alfombra tejida a mano, Salvador decía: «Vámonos a cenar a Maxim’s, que ya lo resolverán».

A pesar de que papá se esforzara en llevarnos unos días a pueblos de montaña, mamá y yo, ya antes de que tú nacieras, habíamos impuesto el mar como única posibilidad de veraneo. En una curiosa e ininterrumpida ascensión hacia el norte fuimos primero a Vilasar, luego a Lloret, a S’Agaró, a Playa de Aro y finalmente a Cadaqués. Sara y Blanca tenían casa, respectivamente, en Masnou y en Sant Pol, donde tú y yo pasábamos largas temporadas, cada uno con su tía favorita.

Tras el fracaso de Vilasar nuestros padres buscaban otro lugar, desde luego de mar, donde pasar las vacaciones. Un día salieron de exploración y volvieron muy contentos. Habían encontrado un lugar ideal, del que me trajeron un hueso de sepia hallado en la playa, con el cual construí un barquito que navegaba por la bañera. El lugar era La Gavina de S’Agaró. Allí fuimos el verano siguiente. Los niños, con alguien del servicio, pernoctábamos en un anexo que había al final de una desviación hacia la izquierda, un poco antes de llegar al hotel (el anexo se ha convertido, muy ampliado, en un nuevo hotel, pero el pino que crecía en el centro del camino de acceso sigue allí, aunque muy crecido). El Hostal de la Gavina, como toda la urbanización, era realmente excepcional en toda la costa catalana. No es que haya cambiado físicamente mucho. La espléndida urbanización que Rafael Masó proyectó para Josep Ensesa conserva su estructura básica: el bellísimo paseo de ronda, la Senya Blanca, vivienda del propio Ensesa, la encantadora iglesita proyectada por Francesc Florensa al fondo de un camino flanqueado de cipreses donde acudíamos a misa los domingos, el club de tenis de dos pistas (también nosotros nacimos —perdonad— en la edad de la pérgola y el tenis), incluso creo que las impresionantes glicinias que se enredan en los pórticos del aparcamiento ya existían entonces. Lo que sí ha cambiado es el público: la adinerada burguesía catalana y el incipiente turismo selecto y cultivado se ha ido mezclando con la mafia rusa. Creo que veraneamos en S’Agaró solo un par de veranos, de los que conservo pocos recuerdos. En cambio, sí recuerdo muchísimo los veranos que pasamos en la vecina Playa de Aro, donde permanecimos unos trece, trece veranos decisivos de mi adolescencia. Playa de Aro y su Hotel Costa Brava son realmente el principal escenario veraniego de mi vida.

Mis estancias en la montaña fueron muy pocas, yo solo recuerdo dos y, desde luego, sin los papás. La segunda fueron dos semanas aburridísimas en Alp con una especie de señorita de compañía, pero la que recuerdo con desazón fue la primera: el septiembre que pasé en un internado de La Molina. No sé qué motivo —desde luego no era un castigo— pudo impulsar a nuestros padres a tan peregrina decisión. Recuerdo que cuando subía en tren con mamá ya me embargaba un justificado temor. El internado fue siniestro, era la primera vez que me encontraba solo fuera de casa, sin familia ni ninguna persona conocida, con una disciplina incomprensible que nada tenía que ver con la razonable del colegio alemán, ejercida las más de las veces por unos niños algo mayores que nos hacían de celadores con la arbitrariedad y crueldad propia de la adolescencia. A los dos días comprendí que aquello iba a ser una tortura, cada noche lloraba desconsoladamente, quería telefonear a casa —convencido de que cuando los papás vieran mi desconsuelo me vendrían a rescatar—, pero no se me permitía. Escribí cartas en este tono pero, o no se hicieron llegar a nuestros padres, o estos se hicieron los longuis. Haciendo de tripas corazón fui tirando adelante, pero el tedio de aquellos días no se me olvida. En las interminables tardes que extrañamente no llovía salíamos al campo a pasar frío en cuanto caía el sol, que era muy pronto, a sentarnos sobre la húmeda hierba esquivando enormes boñigas, a buscar bolets —me parece que ahora se dice caçar bolets—, la actividad para la que he demostrado menos facultades en mi vida. Como siempre, no sé si se debe a lo que me aburre o si me aburre por mi incapacidad. He tenido poca facilidad para los deportes (excepto para nadar, bucear y navegar), y para encontrar setas soy un negado patológico: estoy a punto de pisar un rovelló de concurso y aún no lo veo. Además, ir a buscar setas siempre resulta un coitus interruptus; por muchas que se encuentren —los demás, no yo—, siempre hay alguien que asevera: «Pues esto no es nada, la semana pasada encontramos tantas que no cabían en los cestos. Tuvimos que llenarnos los bolsillos y aún quedaban muchísimas». Es el carácter masoquista del perfecto boletaire; como si después de un polvo se comentase lo mejor que resultó el del pasado mes.

Una de las cosas que en ti me sorprenden, y que supongo casi nadie sabe, porque no encajan en el papel de hombre fuerte, prepotente, a quien el mundo se lo debe todo, es lo poco que en algunas ocasiones te quejas o pides ayuda. Recuerdo perfectamente la mañana en que mamá y tú llegasteis a casa —mamá había ido a recogerte a la estación y tú volvías de ese internado de montaña— y una hora más tarde llegó el director del albergue, hecho una furia, pues, al no despedirte ni avisar a nadie de tu marcha, les habías dado un susto de muerte y se habían vuelto locos buscándote, hasta que a alguien se le ocurrió que podías haberte largado por las buenas a tu casa. El tipo estaba de veras hecho un energúmeno, y de haberos encontrado solos los dos la escena habría sido aterradora, pero ahora tenías a mamá a tu lado y habías podido contarle lo ocurrido, y mamá dijo en voz baja algo que no alcancé a oír, porque seguía el curso de la escena tumbada en mi cama, con la puerta abierta, y tampoco conseguí saber si había fulminado al infeliz con una de sus miradas letales, pero oí enseguida el portazo de despedida. Fin de la historia. O sea que habías soportado una etapa terrible, sin poder telefonear ni saber si llegaban tus cartas. Habías aguantado hasta el final, porque Oscar el Terrible era un niño dócil, un niño que no creaba problemas. En mi caso era imposible que pasara algo similar. Mamá se habría enterado a fondo del lugar donde me mandaba, habría hablado con el jefe el día de la llegada, me habría telefoneado a los dos días. Y me habría ido a buscar al tercer día.

Años después estuviste en un lugar que sí te gustaba (¿Italia?) y volviste contento. Pero habías adelgazado y traías un hambre feroz. Yo ni lo entendía, ¿cómo no les habías dicho a nuestros padres que la alimentación que daban era insuficiente y que necesitabas un suplemento? Te habrían mandado inmediatamente dinero. Seguro que muchos de tus compañeros lo recibían.

Y ocurrió, muchos años más tarde, algo peor. Anna, tu mujer, sufrió una larga y terrible agonía, no de muchos meses, sino de muchos años. Tú estabas empezando a trabajar como arquitecto, y era evidente que ibais cortos de dinero. Lo comenté con mamá, que estuvo de acuerdo y habló con papá, y algo te dieron. Nunca he sabido cuánto, pero siempre he estado convencida de que fue poco, convencida de que habrías podido recibir diez veces más y de que no quisiste hacerlo.

Las tres primeras intervenciones que padeció Anna en España y, sobre todo, la de Estados Unidos nos costaron realmente muchísimo dinero. Anna no tenía un seguro y, al no estar casados, no podía beneficiarse del mío. Recuerdo perfectamente la tarde, tras la primera intervención, en que un amigo, Ramón Gorina, vino a casa a ver unos cuadros y, a pesar de que en aquellos años yo no comercializaba mis pinturas, nos compró dos de las mejores a un precio respetable. Mientras le oíamos descender la escalera de vecinos de nuestro piso de la calle Córcega, Anna y yo, tras la puerta, en el recibidor, nos abrazábamos emocionados porque aquel dinero caído del cielo iba a permitirnos afrontar los gastos médicos. Cuando recuerdo ahora cómo estos apuros económicos acrecentaban evidentemente nuestro ya tremendo desasosiego no consigo explicarme cómo papá no quiso darse cuenta de ello. Nunca olvidaré el detalle de Ramón. Como en ocasiones —contadas, es verdad— la vida hace justicia, la generosidad de Ramón tuvo recompensa, pues aún posee dos de los mejores cuadros que he pintado nunca.

La relación con el dinero es distinta en cada ser humano, y muy reveladora. Pero la tuya es una de las más contradictorias que conozco. Te he visto gestos de una tacañería ridícula y te he visto otros de un desprendimiento extremo. Incluso conmigo has mostrado las dos facetas. No tengo queja, porque el desprendimiento ha sido mucho mayor y ni siquiera sé si eres consciente de ello. En cuanto a tu duplicidad, la verdad es que no me importa, porque, cuando se ama a alguien, sus maldades —en este caso sus pequeñas maldades— no solo nos parecen lícitas, sino que incluso nos divierten.

Cuando cumplí diez años se produjeron —en gran parte desencadenados por el final de la guerra y por el cierre del Colegio Alemán, aunque intervinieron otros factores— cambios muy importantes en mi vida, tan importantes que supusieron modificar su rumbo.

He pensado a menudo que es curioso que una chica como yo, bastante buena en los estudios y poco conflictiva en la conducta, propensa además a encariñarse con las personas y con los lugares y casi patológicamente nostálgica, se viera obligada a pasar por cinco colegios distintos: el de Santa Elisabeth o las monjas alemanas, el Colegio Alemán en su primera etapa, la Escuela Suiza, el Real Monasterio de Santa Isabel y el San Alberto Magno. Los cinco años que nos llevamos, Oscar, hacen que nuestras experiencias escolares, en una etapa de tantos incidentes, difieran muchísimo. Tú pasaste unos pocos cursos en el Real Monasterio de Santa Isabel, pero a continuación hiciste todo el bachillerato en el Colegio Alemán «auténtico», que había vuelto a abrir finalmente sus puertas con el nombre de San Alberto Magno y bajo la supuesta dirección de Francisco Jiménez, uno de mis grandes amores, quizá mi primer enamoramiento adulto.

Mamá había dispuesto que, ya desde muy joven, pasara las vacaciones en Suiza o Alemania para perfeccionar mi alemán y porque le parecía imprescindible completar nuestra educación con estancias fuera de España. Uno de aquellos veranos hubo varios malentendidos en la organización, no se montó el curso en el que yo estaba inscrita, nadie nos lo advirtió y me encontré, a mis quince años, en un bonito pueblo a orillas del Bodensee, con la llave de una pensión en el bolsillo y un montón de dinero en el otro. Fue fantástico y lo pasé de miedo, hasta que mamá, aterrada por las peripecias de mi veraneo en el extranjero, les pidió a Herta, nuestra profesora particular de alemán de muchos años, y a su hermana Elisabeth, que estaban de vacaciones en Alemania, que colaboraran en mi rescate, y me hizo tomar el primer tren que llevaba a Frankfurt. Con lo cual hubo que suspender la velada de baile flamenco que yo iba a protagonizar, cobrando, en el casino. Viajaba con el traje de faralaes y con el disco correspondiente; ¡una pena!

Llegué a Frankfurt sin un marco, tan sucia que lo primero que hicieron Herta y Elisabeth fue desnudarme y frotarme con un estropajo, y con los diez kilos de engorde que iban a ocasionarme serios problemas durante tres o cuatro años.

Las dos hermanas me enseñaron cuanto merecía la pena ver en la ciudad, que en aquellos momentos era un cementerio desolador; me llevaron en varias ocasiones al teatro (todo un descubrimiento para mí, que solo había visto teatro en España) y me presentaron a varios de sus amigos, gente mayor, que había padecido la guerra, muy elegantes, muy amables, un poquito formales. Y un día, al hacer las presentaciones de rigor, Herta, tras catalogarme entre «las viejas familias» de Barcelona, añadió «una muchacha muy culta». Yo no había oído nunca en España que al presentar a una muchacha se citara entre sus cualidades la cultura. «Te presento a Esther Tusquets, una muchacha muy culta». También «de una familia muy vieja de Barcelona» resultaba para mí un tanto insólito. ¿Pertenecía yo acaso a una de las familias que llevaban generaciones naciendo y viviendo en mi ciudad? Pero, en cualquier caso, no era tan insólito como tildar a una chica, y ocupando un primer lugar entre sus virtudes, de «muy culta».

A los catorce años me enamoré perdidamente de mi profesor de Literatura. A las pocas semanas de clase, o quizás el primer día que lo vi de verdad, que reparé en él, iniciamos una obra de amor en dos actos y un epílogo. Y el primer acto ocupó exactamente tres años. Los dichosos tres años que yo digo que puede durar un amor. Mi hijo me acusó, mucho después de que yo las pronunciara, o de que se las hubiera dicho a él, del daño que le habían hecho mis palabras. Por suerte, creo que él sí ha encontrado un amor sin fecha de caducidad, de los que duran hasta la muerte. «A veces, solo a veces, dura toda una vida», dice en un poema Gloria Fuertes. Sí, a veces. Solo a veces. Yo no debería generalizar. Cuando llegué a la conclusión, hace ya tiempo, de que no hay nada detrás de la muerte, de que todo termina con una bajada definitiva de telón (y ni siquiera ha sido la representación demasiado buena), aumentó mi afán por conocerlo todo, por acumular el máximo de experiencias posible, una tontería como otra cualquiera. ¿De qué puede servir un amplísimo álbum de experiencias si no puedes llevarlo contigo al otro lado del telón? Sin embargo, aun sabiendo que no tiene sentido, he archivado todos los rincones de mi memoria. Y, pese a ser yo una obsesiva buscadora de felicidad, he antepuesto casi siempre a ella la intensidad. Seguramente me he equivocado mucho, pero a esas alturas no importa demasiado, nada importa demasiado cuando se ha rebasado el límite de los setenta años.

Además, supongo que cada vez que te enamoras «perdidamente» de alguien crees que es para siempre. Se trata de una reacción automática, un acto reflejo, algo que poco tiene que ver con tu modo de pensar y tus experiencias.

Y el amor —esto no lo sabía, lo descubrí hace poco— es igual a todas las edades. Quiero decir que te permite cada vez tocar el cielo con las manos, ir a buscar —para él o para ella— la luna, y devolverla al cielo rota en mil pedazos, trastocar tu escala de valores, ponerlo todo patas arriba, hacer que te comportes como una idiota y escribas textos tan cursis y manidos como este.

Me enamoré de Francisco Jiménez en la tercera o cuarta de sus clases. Tenía una voz bonita y hablaba bien. La voz humana me importa mucho, es mi instrumento preferido, pero no puedo decir si ha sido la voz o el tacto de la piel o el olor de un cuerpo lo que más me enamora. De repente el amor está allí.

Hay entre mis experiencias una que vale como ejemplo insuperable de la tontería en el amor. Cuando la viví ya no era una niña. Uno de mis amigos más queridos, Lluís Permanyer, y otro chico al que yo no conocía habían sido invitados por Picasso a pasar un día con él en su residencia del sur de Francia. Estuvieron solos con Picasso, comieron con él, hablaron horas y horas, hizo un dibujo para cada uno de los dos, más otro para la novia de Lluís. Yo lloro lágrimas amargas cada vez que lo recuerdo y me dan escalofríos cada vez que veo el dibujo (no creas que es un garabato en una hoja de cuaderno escolar o en un papel de envolver la compra, es un dibujo grande, a color y muy bonito) en una de las paredes de su casa.

Porque yo no estuve allí, ¿sabes?, no conocí a Picasso, ni participé en una comida familiar, ni hablé horas y horas en petit comité con él, ni tengo ningún dibujo suyo. ¿Sabes por qué, hermanito? Porque estaba enamorada, perdidamente enamorada —no importa de quién, ya dije que el amor a quien juego solitario—, de alguien que vivía en Barcelona y al que podía ver todos los días, de hecho lo veía todos los días, pero de quien no quería vivir separada ni unas horas.

Tú en esto —como en tantas otras cosas— me llevas ventaja, porque estás convencido, cada vez que te enamoras (y me parece que no han sido tantas), de que el objeto de tu amor es extraordinario, es único. Por eso yo, que no he tenido nunca celos de los hombres y las mujeres que he amado, que siempre me he llevado bien (o así lo creo) con las parejas de mis hijos, he sentido a veces deseos de darte una patada en la espinilla al ver cómo se esfumaba tu sentido crítico. ¡Qué suerte han tenido las puñeteras!

A lo largo de mi vida solo me he enamorado de verdad en tres ocasiones.

Me enamoré de Francisco Jiménez a las pocas semanas de conocerlo, en el colegio San Alberto Magno, o quizás el primer día que lo vi de verdad, que me gustó su voz y su modo de hablar. Era mi profesor de Literatura, y si yo había leído mucho desde pequeña, no puedes ni imaginar lo que leí teniéndolo de profe. Creo obviamente en el flechazo, en el amor a primera vista (tal vez es el único amor en el que creo). Yo tenía quince años y Paco —¡por fin le he llamado por su nombre!— me llevaba veinte.

Fueron tres años muy intensos. Que no ocurriera nada en el terreno de lo real (¿lo real?) no restaba emoción a la historia. Una historia compuesta de miradas tiernas, roces muy pero que muy furtivos, palabras con doble sentido. El mundo se me hundía, hubiera querido morir si él estaba de viaje y enloquecía de desesperación si me parecía que daba el mismo trato que a mí, los mismos roces furtivos a otra alumna, que no entendía por qué me ponía yo tan agresiva y antipática con ella.

Todos los días vivía yo una aventura apasionante: ¿coincidiría con él en la larguísima escalera que llevaba desde República Argentina hasta la calle donde estaba el colegio? La emoción de subir la escalera a su lado figura entre las más intensas que he sentido en la vida. Inolvidable. No paso jamás ante aquella escalera, ahora mecánica, sin que se me encoja el alma. Y allí mismo sigue el bar desde el que la noche de la Sommerfest telefoneé a nuestros padres para que fueran a buscarme más tarde. Pasaron a recogerme un poco más tarde, y papá, al verme taciturna, me consoló: «No te pongas triste, Esther. Eso es el comienzo. Asistirás a muchas fiestas tan divertidas o más». Yo no dije nada, pero sabía que no, que nunca volvería a estar en una fiesta como aquella, porque en el último minuto, cuando ya me iba, Francisco Jiménez me había sacado a bailar (un pasodoble, naturalmente) y habíamos quedado en que al día siguiente me llevaría a visitar el Barrio Gótico.

Cinco años son un montón de años cuando una tiene diecisiete. Al llegar al final de la carrera me encontré con que no podía terminarla sin tener aprobadas las asignaturas de las Tres Marías: Religión, Gimnasia y Formación del Espíritu Nacional. Y aunque nadie las tomara en serio, cada una constaba de tres cursos, y sin ellos no podías licenciarte. Supongo que mucho o poco habrían hecho mis compañeros, pero yo no había hecho absolutamente nada. La Religión se resolvía con tres exámenes por escrito. Para aprobar Gimnasia tenías que ir con una tarjetita al campo de deportes para que, después de un partido de básquet o una hora de ejercicios, te taladraran un número en la tarjeta. A mí, porque no sabían qué hacer conmigo o porque me compadecían, casi siempre me fichaban dos casillas. Aun así fue un horror. Entonces me juré a mí misma no hacer jamás nada parecido a un ejercicio físico (nadar es otra cosa) y no levantarme nunca antes de las nueve de la mañana. Y lo cumplí bastante bien. Hasta que la vejez arrasó con todo, pudo con todo.

Restaba solo Formación del Espíritu Nacional. Mi etapa falangista quedaba muy lejana para que yo pudiera (o mejor, para que yo quisiera) pedirles a las chicas del SEU que me resolvieran el problema. Y se me ocurrió hablar con Francisco Jiménez, al que únicamente veía algunas noches en el Liceo. Le telefoneé y nos citamos en un viejo café. Recuerdo que salimos a deambular sin rumbo por la Barcelona vieja, recuerdo que arreció la lluvia, que estaba anocheciendo, que él me protegía con su paraguas mientras me preguntaba si no tenía frío, y yo, cada vez más pegada a él, más cobijada bajo su paraguas, respondía que no. Recuerdo que en un momento dado advertí que no era cierto que deambuláramos sin rumbo, que estábamos ya en el Barrio Gótico y que reproducíamos exactamente el recorrido que habíamos hecho allí cinco años atrás.

Era una tarde mágica, un anochecer fuera del tiempo, y durante unos segundos pensé que si él lo proponía yo le seguiría hasta el fin del mundo. La tarde terminó con los dos dándonos un beso eterno ante el umbral de la casa donde había estado la primera sede de Falange en Cataluña.

A los cuarenta años, cinco años pueden no ser nada. Francisco Jiménez, cinco años después, seguía siendo el mismo. Feo, decía él, y mi madre bruja y adivina, que jamás había tocado hasta entonces mi correspondencia, leyó el primer verano del primer acto una tras otra las cuartillas de una larga carta, antes de pasármelas para que las leyera yo, y, como la carta era correctísima —no podía ser de otro modo—, se limitó a hacer un comentario despectivo acerca de los dientes del autor.

En esto sí diferimos tú y yo: es impensable que te enamores de una mujer que no sea hermosa. Por otra parte, no constituye una rareza. Es habitual en los hombres y cada vez más frecuente en las mujeres. El conflicto radica en que solo los privilegiados pueden elegir entre las más hermosas. Los otros se conforman. No digo esto porque las cuatro mujeres que han vivido contigo hayan sido las cuatro muy hermosas y según un canon similar, sino por mi extrañeza al constatar que los hombres que han formado parte de mi vida o han transitado por ella hayan sido tan distintos, que no tengan casi nada en común. Si estuviera presente Ana Moix protestaría: «¡Claro que tienes un tipo! ¡Un maníaco depresivo! Los reconozco desde lejos y trato, casi siempre sin éxito, de mantenerlos alejados». Quizá sí o quizá no me interesen los tipos satisfechos de sí mismos y del mundo que nos rodea. Quizá necesite que tengan talento. Quizá…

Lo cierto, Paco, es que la muchacha con la que recorriste, cobijada bajo tu paraguas, cada vez más pegada a ti, el Barrio Gótico, un anochecer de principios de verano, nostálgico rito evocador de otro recorrido similar, que era, ese sí, el recorrido inicial, esa muchacha no era ya la misma. Ni se parecía siquiera a la jovencita romántica y novelera que moría de placer si coincidía con él y subíais juntos unos tramos de la escalera interminable, que se sentía morir si faltabas unos días a las clases, que escribía versos y se ponía flores en el pelo y aprendía a bailar sevillanas (y hasta un fandango) e intentaba incluso (de todo el repertorio amoroso esto era lo más descabellado) aficionarse a los toros.

A Francisco Jiménez, el profesor de Literatura del que me había enamorado perdidamente un día, a los catorce años, le llevó mucho tiempo descubrirlo y aceptarlo, porque en él no había cambiado nada, y quizá no fuera ya nunca a cambiar nada. Pero a mí me llevó muy poco tiempo, acaso unos meses, descubrir que la historia de mi primer amor había terminado y que no tenía yo poder alguno para evitarlo. Uno ama porque sí, y deja de amar cuando el amor se acaba. No depende de nosotros.

Pero este segundo acto de la historia debería haber durado menos que el primero. Y, sin embargo, se prolongó años y años, hasta que me casé.

Porque yo permití que se prolongara. ¡Era tan agradable, tan gratificante, tan útil, tener a un hombre a mi entera disposición! Fui tan cabrona que ni siquiera dejé que me follaras. Si por fin resultara que tenéis razón los creyentes (y conste que lo considero poco probable) y hubiera algo en nosotros que sobreviviera a la muerte, si de algún modo, Paco, tú estuvieras vivo en alguna parte (¿no fue milagroso gozar de un brevísimo encuentro, el epílogo, donde volví a estar contigo y conocí a tu mujer y a tu hijo, pocos días antes de tu muerte inesperada?), me gustaría decirte que te he recordado siempre, que fuiste el más ferviente y tierno de los enamorados, el más generoso, decirte que quedaste ligado a los recuerdos entrañables de mi vida.

Mi primer colegio fue el de Santa Elisabeth, de las monjas alemanas, como he dicho. Asistí solo unos meses. Y los pasé llorando. Solo recuerdo mi encuentro con Elisabeth, a la que confundí con Herta, la sombra de mamá escabulléndose entre los árboles tras abandonarme y el cajón de arena del jardín.

Ante este primer fracaso, mamá cogió al toro por los cuernos, hizo oídos sordos a las protestas del monseñor y de mi abuela, y, contando con el apoyo de papá, me inscribió en el Colegio Alemán, que era, me parece a mí, lo que quería hacer desde un principio. Lo difícil de entender es que a mí aquel colegio prepotente, exigente, poco humano en el trato en cuanto se salía del Kindergarten, adicto a la máxima (que a mí me pone los pelos de punta) mens sana in corpore sano, me gustara desde el primer día. Iba asustada pero contenta, y viví como una tragedia que lo cerraran.

A lo largo del verano corrieron incluso rumores de una posible reapertura, mientras se iban organizando varios minicolegios que, con distintos nombres, directores españoles y ocultando en lo posible el laicismo y la coeducación (caso de que los hubiera), pretendían erigirse en continuadores de la institución originaria. Fueron unos meses muy movidos, y mamá estuvo muy activa.

Hay una cualidad que nadie puede negar a nuestra madre: la fidelidad a sus principios. Buenos o malos, equivocados o certeros, los mantuvo hasta el final. Nunca se comportó de modo oportunista ni cambió de camisa. Y en esta ocasión (que no en todas), nuestro padre reaccionó del mismo modo. Fueron, sin embargo, muchos los españoles que, perdida la guerra, olvidaron de golpe sus simpatías por Alemania. Habían querido que sus hijos estudiaran alemán porque creían que iba a ser el idioma del futuro. Pero durante un tiempo se creyó que no había futuro, que Alemania no iba a levantar cabeza, que había dejado de existir. Hasta tal punto que Herta y Elisabeth, que siempre habían estado a tope de trabajo y que mantenían excelentes relaciones con amigos españoles, anduvieron un tiempo cortas de clases.

Me parece que tú eras demasiado pequeño para recordar nada de todo esto. Yo sí recuerdo a mamá hablando con unos y con otros, buscando soluciones, apuntándonos a la que le pareció más segura. Pero la que parecía más segura falló en el último momento, a punto ya de empezar el nuevo curso. Era una situación desesperada. Entonces tía Blanca, que se consideraba capaz de manejar a la gente a su antojo y de lograr cuanto se propusiera (sobre todo si lidiaba contra un varón), montó ante el director un número de campanillas, de gran dama de la escena (yo asistía al espectáculo deslumbrada y avergonzada). Y consiguió aquello que desde dos o tres meses atrás era imposible para todos: una plaza para su sobrina en la Escuela Suiza.

La enseñanza era buena, chicos y chicas compartían las clases y no se interrumpía el aprendizaje del idioma. De modo que los alumnos que habían quedado sin colegio se habían precipitado en masa a la Escuela Suiza y la habían abarrotado.

Tía Blanca, como he dicho, conquistó para mí una plaza en la Escuela Suiza. Y con ella me proporcionó también el año más siniestro que he padecido, y el empuje para romper con una etapa, pasar página y empezar (¡qué rimbombante suena!) una vida nueva.

La Escuela Suiza fue para mí un infierno. En general, los alumnos de siempre, poco simpatizantes de los nazis, miraban con malos ojos a esa caterva de recién llegados a los que se suponía al menos simpatizantes de los alemanes y que solo habían acudido allí por razones de idioma. Pero lo mío era peor, porque realmente no quedaba ni una plaza libre, de modo que yo tenía que compartir el pupitre con otras dos niñas, y no disponía de cajón, ni de silla propia, ni de percha para la ropa de gimnasia, ni de nada. Era un estorbo. Y tenía que adaptarme a un programa distinto y no conocía a nadie. Para colmo, aunque era buena alumna en las clases teóricas, resultaba un desastre total en algunas materias que en los primeros cursos son muy importantes: Gimnasia, Dibujo y Música. Nunca hemos hablado contigo del tema y ni siquiera sé si pasaste o no por la Escuela Suiza. Me parece que no.

Aunque soy adicta a la nostalgia, no solo de aquello que ha sido bueno, sino también de lo malo, no eché ni por un segundo en falta la Escuela Suiza. No me había hecho amiga de ninguna niña ni me había enamorado de ninguno de los profesores (he sentido siempre una debilidad especial por los profesores, y acabo de tomar conciencia de que mi primer y mi último amante lo fueron). Ni siquiera recuerdo un solo rostro, un solo nombre. Y estoy segura de que nadie me recuerda a mí. La invisibilidad es uno de los dones especiales que encontré en la cuna, y me divierte mucho que tras un crucero de tres semanas, donde he participado en excursiones y festejos, nadie crea que estuve allí, o que haya desaparecido mi persona de las fotos en grupo donde pusieron especial interés en que figurara.

De la Escuela Suiza no recuerdo a nadie, y sin embargo recuerdo muchas cosas del curso anterior, más lejano, del Colegio Alemán, donde había pasado ratos muy duros, pero también otros agradables, y donde conocí a dos hermanas, Pilarín y Elena, muy monas, muy simpáticas, muy divertidas, que estaban las dos en la misma clase, porque Elena, un año mayor, había repetido curso. No les cabía en la cabeza que yo les tuviera miedo a los chicos, no lo entendían, pero en alguna ocasión sustituyeron a Veri Figarola (hermano mayor de aquella Carmen que tanto te gusta, Oscar, y también a mí, ahora que he vuelto a encontrarla en uno de los festejos que organiza Marta Pessarrodona) y me escoltaron para cruzar el patio «de los mayores». Elena y Pilarín tenían una hermana mayor, a la que apenas conocí, y un hermano menor (seguro que las tres hijas eran resultados fallidos de tener un varón, el rey de la casa). A las tres niñas no les interesaba en absoluto el estudio, tan obvio era que harían una buena boda, tendrían tres o cuatro bebés y serían unas maravillosas madres y amas de casa. No sé por qué rara circunstancia habían ido a parar al Colegio Alemán, en lugar de al Corazón de María o el Sagrado Corazón. Yo iba con frecuencia a merendar o a jugar a su casa, donde había dos cosas maravillosas: un disfraz de «damita», que cuando jugábamos a los disfraces nos disputábamos con afán, porque los confeccionados en casa no tenían punto de comparación, y un amplio terrado, que correspondía a todos los vecinos de la escalera, donde nunca había nadie ni nada, antes de que instalase yo allí mi segundo teatro.

El primero lo había montado aquel mismo verano en Sant Pol, en el porche descubierto que había delante de la casa de tía Blanca. Yo pasaba allí la primera quincena de septiembre, era totalmente feliz, y sabía que lo era. Nunca entiendo que alguien afirme que solo eres consciente de la felicidad cuando la has perdido. Se necesita ser dümmer als die Polizei erlaubt, «más tonto de lo que permite la policía» (me encanta esta expresión). Yo, desde los cuatro o cinco años hasta que llegó la adolescencia, que coincidió además con el nacimiento del primer nieto de mis tíos, Xavier, el Primo Sabio, erudito, traductor, notario y sobre todo escritor, uno de los pocos miembros de la familia Guillén que tú conoces y con el que yo mantengo una buena amistad y la excelente costumbre de cenar juntos cuatro o cinco veces al año, y que no debe de haber sospechado jamás que su venida al mundo contribuyera a poner fin a mis felicidades septembrinas, por otra parte ya agonizantes.

Pero durante muchos años hubo en mi infancia triste (es curioso, Oscar, que los dos afirmáramos, mucho tiempo después, y ante la perplejidad de nuestros padres, que guardábamos un pésimo recuerdo de la infancia) un paréntesis glorioso de felicidad.

Mis tíos tenían la casa en la Riera, tan cerca del mar que en mis recuerdos no sé si en la realidad puedo oírlo desde la cama. Lo que puedo oír, eso sí con certeza, es el traqueteo de los trenes, que rechinan y frenan porque están a punto de llegar a la estación, y oigo los ruiditos que proceden del dormitorio contiguo, donde mis tíos se están acostando, después de entrar a darme un beso y decidir que estoy dormida, esforzándose luego en hablar muy bajito o sin hablar apenas, para no despertarme. La puerta de mi habitación y la de la suya siempre un poco abiertas, para que no tuviera miedo ni me sintiera sola. La habitación es muy pequeña y es interior, tiene únicamente una ventanita que da a la escalera que lleva desde la planta baja al primer piso. Pero aquella habitación contiene toda la felicidad del mundo, aquella habitación era la felicidad —solo turbada por la certeza de que al final iba a terminar, inexorable como la muerte, y de que yo, a pesar de esforzarme en retener los segundos, iba a perder la partida—, pero desaparecería con las obras, acertadísimas claro, que Xavier —otra vez el Sabio, ¿no te jode?— hizo en la casa, y todos diciendo que era estupenda, que parecía otra, y yo buscando inútilmente un cachito de la otra casa, de «mi» casa, olvidado por un albañil en cualquier rincón.

Construir nuestras chozas de cañas en la Riera, siempre con el leve, delicioso temor de que —amenazaban los mayores— podía bajar de repente una montaña de agua que lo arrastrara todo —nosotros incluidos— hasta las profundidades del mar, era felicidad. Jugar en la calle a las canicas o al escondite o a saltar y parar con los niños de la Riera y saber que todos esperaban impacientes mi llegada, no solo porque constituía una novedad, sino porque eran mis amigos, era felicidad. Correr en tropel hasta la tienda donde, además de tabaco y de sellos y de otras cosas diversas, vendían también sidral, ¿sabes lo que es el sidral? —Claro, lo recuerdo perfectamente—. Unos asquerosos polvos blancos, destinados a echarlos en el agua para darle un sabor parecido a la gaseosa o el agua mineral, pero que nosotros nos metíamos tal cual en la boca para que estallara un momento después en iracundas, furiosas y picantes oleadas de espuma, eso tan simple, esa guarrada, era la felicidad. Y coger una silla de nuestra casa y formar filas en la plaza, porque iban a pasar una película, anunciada como éxito fulgurante en Nueva York y en las grandes capitales europeas, ganadora o candidata a todos los premios reales o imaginarios, éxito de taquilla indiscutible en todas partes. Sin embargo, la mujer encargada de la proyección, siempre la misma, con menos pelo y con más maquillaje, se equivocaba al poner los rollos y tardaba un montón de tiempo en arreglarlos cada vez que se rompían, y entonces los espectadores que sí sabían, o creían saberse, la película de memoria, la aconsejaban a gritos desde sus asientos o se congregaban a su alrededor y lograban convertir entre todos la película en un puro disparate, y aquello también era la felicidad, al menos para los niños, que no teníamos casi nunca permiso para estar en la calle hasta tan tarde, ni solíamos ver personajes tan pintorescos como la pareja que presentaba el espectáculo, y reíamos y aplaudíamos y gritábamos, y pedíamos dinero a los mayores para la rifa, que era el final de los festejos, pero que por muchos números que compráramos no se acababan nunca, aunque iban bajando eso sí de precio, de modo que al final te daba el hombre por una peseta un puñado de los números que al empezar el festejo vendía a tres por peseta, hasta que los mayores protestaban por tanto retraso, y una mano inocente sacaba el número premiado, y entregaban al ganador una botella de champán, que a los niños no nos dejaban ni probar y que muchas veces se devolvía a los dueños del espectáculo para que la pudieran sortear en el próximo pueblo.

Aquellos días de septiembre (siempre decíamos que iban a ser quince, pero todos sabíamos que iban a ser cuatro o cinco más) tía Blanca, después del desayuno, de controlar a la camarera para asegurarse de que quedaba la casa impecable y de hacerme jurar que no nadaría muy lejos, como mucho hasta la segunda boya, se metía en la cocina. Es cierto, sin duda, que en muchos hogares de la burguesía catalana se comía mal, pero te aseguro que Blanca era tan magnífica cocinera como su hermana Sara, con el añadido de un discreto toque de sofisticación. A tío Javier le encantaba comer bien, y llevaba a Blanca, y algunas veces a mí, a buenos restaurantes (no los más caros ni los que estaban de moda, sino aquellos en los que consideraba que se comía mejor) y al finalizar, cuando se acercaba a nuestra mesa el maître para preguntar si todo había estado bien, Blanca, acicalada como una princesita Disney, se ponía su mejor sonrisa y, tras las alabanzas de rigor, le preguntaba la receta de un plato que nos había gustado, y yo desaparecía casi debajo de la mesa, muerta de vergüenza, convencida de que el maître no iba a revelar un secreto profesional ni iba mi tía a saber utilizarlo. Pero a los dos o tres días aparecía el dichoso plato en nuestra mesa, tan apetitoso o más que el del restaurante.

Me parece que en el grupo de mis tíos en Sant Pol, todos amantes de la buena mesa, tal vez no figuraran muchas esposas tan hábiles como Blanca, pero se comía francamente bien, y si recurrían a los restaurantes lo hacían para encontrar más variedad en el menú, para probar platos exóticos para nosotros, para encontrarse con amigos, y no porque comiesen mal en casa. Y lo que oía en las conversaciones entre amigas me hacía creer que sus madres les habían enseñado, antes de casarlas, las tareas domésticas, no para que las hiciesen por sí mismas, sino para que las controlaran y a su vez enseñaran cómo hacerlas al servicio. De casa de mi tía salían cocineras excelentes, y ella despotricaba, enojada, contra las chicas que llegaban del pueblo sin saber nada de nada, porque ni a freír un huevo se atrevían, y hasta tenía que acompañarlas al mercado para que no les endosaran pescado de tres días, y que luego, cuando eran casi profesionales, se largaban para ganar un sueldo mejor; vergüenza tendría que darles a las señoras que las contrataban.

Todas las tardes, después de una breve siesta y de barrer el pedazo de acera que correspondía a nuestra casa, Blanca se sentaba en el porche con sus bolillos. Hacía unos encajes fantásticos, inverosímiles —siempre tenían que dar las hermanas Guillén la nota—, tan anchos que había que atar en varios grupos los bolillos y hacerlos trabajar por separado, lo mismo que hacen los peluqueros con nuestro cabello si tenemos mucho y el peinado es complicado. El porche solo quedaba separado de la calle por una baranda de mampostería que medía apenas un metro, de modo que antes o después desfilaban por allí todos los vecinos de la Riera y todos se detenían a cotillear unos pocos minutos, o muchos, con nuestra tía, en una tertulia improvisada pero sagrada. Hasta que se acercaba la hora de llegada de los padres y maridos, que en septiembre no tenían ya vacaciones, y bajaban y subían todos los días en el mismo tren, con impecables trajes de hilo blanco y —al menos en mis recuerdos— un sombrero también blanco y un bonito bastón. Corríamos todos a ponernos guapos para recibirlos, como si vinieran de una interminable travesía en barco o de dar la vuelta al mundo en bicicleta, y a continuación nos sentábamos a tomar el aperitivo en la terraza de un bar de la Punta.

Entre la Riera y la Punta existía una rivalidad apasionada, como la de Barcelona y Madrid, y yo, que era fanática apasionada de la Riera, me preguntaba si estaría traicionando a los míos al sentarme en un bar de la Punta. Pero en la Riera no había locales donde sirvieran comidas o copas, y el mar era solo un rumor lejano.

Creo que fue en Sant Pol, en uno de tantos septiembres memorables, donde empecé a pensar que la actitud de nuestros padres, sobre todo la de mamá, no era la habitual entre parejas. O tal vez no fuera en un solo septiembre sino en una larga sucesión de septiembres, inmersa en un grupo de gente que se trataba desde hacía años, desde siempre, porque allí se habían conocido sus padres y los amigos de sus padres, gente que iba siempre pegoteada, que hablaba de todo —sin tener en cuenta si había o no niños presentes—, donde las mujeres hacían del chismorreo su principal deporte estival y pasaban casi todo el tiempo criticando a sus maridos o a sus nueras o a las criadas, donde surgían peleas que parecían sin solución y se resolvían a los dos días, donde se iniciaban noviazgos, como el de nuestros padres —¿sabes que después de la boda mamá no quiso pasar ningún otro verano allí, aunque es el pueblo más bonito de la zona y conocía a todo el mundo y habría coincidido con parte de su familia, o precisamente por eso?—, creo que en Sant Pol aprendí más acerca de la vida que en nuestra casa de Barcelona, donde no había casi nunca reuniones, porque mamá prefería tenerlas en el club, ni meriendas de mujeres para charlar o jugar a las cartas, ni chismorreo ni confidencias, donde no vimos jamás que nuestros padres se dieran un beso, pero tampoco que le levantara uno al otro la voz, ni que cuestionara uno algo que respecto a los niños había decidido el otro (solo que en este campo la autoridad la ejercía siempre mamá, y nunca, ni en una sola ocasión, y aunque la razón estuviera totalmente de mi parte, intervino él en mi favor; siempre «lo que diga mamá», y este es uno de los motivos por los que tu esperanza de que la predilección de papá compensara la que mamá sentía por ti no se cumplía).

En Sant Pol decidí que la actitud de mamá, tan distinta de la de las otras mujeres de su entorno, tan distinta, por ejemplo, de las de Sara y Blanca, no obedecía a que fuera mucho más joven que sus hermanas, ni a que hubiera nacido de una madre distinta (dudo muchísimo que la abuela Concha no fuera casi el calco de la primera mujer de mi abuelo). No podía deberse a esto que no entrara nunca en la cocina ni pisara un mercado, ignorara el precio de una botella de aceite o de un tomate, se sentara todos los días a la mesa sin saber lo que íbamos a comer y no le importara lo más mínimo, ni siquiera en las raras ocasiones en que había invitados (sin embargo, justo es reconocerlo, nosotros gozábamos de máxima libertad para invitar a nuestros amigos), o en fechas señaladas (me acuerdo de papá, tú y yo, preparándonos a media tarde un bocadillo en la cocina el día de Navidad), y recuerdo su mirada de asombro el día que me animé a preguntarle si no se daba cuenta de que con la nueva cocinera comíamos fatal: «Sí, creo que sí, pero ¿por qué me lo dices a mí?». Y comentando con gesto grave a esta misma cocinera, ante una docena de huevos: «Claro, hacer una tortilla debe de ser muy difícil, ¿verdad?». Y no haber tocado jamás una plancha ni hecho un dobladillo ni cosido un botón no se debía tampoco a incapacidad (las dos o tres veces que se metió en la cocina nos trajo a la mesa un rosbif colosal, y manejaba el ganchillo y las agujas de tejer a una velocidad tan vertiginosa, y con tanta habilidad, que en un par de meses desbordaban por todas partes suéteres, chaquetas, bufandas y chalecos, para los que no quedaban ya destinatarios).

Sí, hermano, esta madre que tú adorabas y que todos mis amigos consideraban adorable, lo hacía, cuando se lo proponía, todo bien. Y su actitud no se debía, por lo menos al principio, a la pereza. Fue una manera de decir no, tal vez la única que consideró a su alcance. Su resistencia a integrarse en un sistema en el que no encajaba, en el que no había lugar para ella, ni para las mujeres como ella, donde pudiera hacer lo que de veras le gustaba y lo que estaba segura de poder hacer bien. O sea, lo que le habría sido muy fácil con algo tan simple como pertenecer al otro sexo.

Hubo mujeres que se animaron a jugarse el todo por el todo y a luchar ferozmente por abrirse camino. Pocas lo lograron. Y nuestra madre lo tenía muy mal. Solo la habían educado para ser ama de casa, ella sostenía que la forzaron de muy joven a un noviazgo no deseado y que la casaron, también muy joven, con un hombre al que no amaba, y enseguida nací yo, y hubo tres años de guerra en el que era primordial sobrevivir, y luego llegaste tú, y no tenía mamá seguramente un solo amigo que la apoyara, ni un trabajo que ejercer, ni posibilidad ninguna de conservarnos a su lado. Y todos a su alrededor poniendo por las nubes a papá, cantando sus alabanzas, felicitándola por la suerte loca que había tenido al encontrar tan buen marido.

Aunque las circunstancias hubieran sido distintas, ya lo sé, mamá no se habría siquiera planteado la posibilidad de separarse. Y se rindió antes de que empezara la batalla, centró su frustración en no hacer aquello que sus hermanas, y las amigas, y todas las mujeres que conocía, hacían; unas con entusiasmo, encantadas en su papel, tan cómodo, de ama de casa; otras, las menos, con resignación, porque era aquel el lugar que les correspondía, el papel que les habían enseñando a representar desde niñas.

Pero mamá era distinta, deliberadamente distinta, todo lo distinta que se podía ser dentro de un orden. Ya que no se le permitía hacer lo que deseaba, haría mal, o de modo heterodoxo, o simplemente no haría, aquello que la sociedad le había asignado. Y que mamá fuera distinta no significa que no hubiera otras en parecidas coyunturas. ¡Qué cúmulo de posibilidades perdidas, de talento desaprovechado, de personas frustradas y acaso resentidas! En esto pienso yo cuando me declaro feminista. Y por eso sospecho a veces que mamá me envidiaba.

Regresando a temas escolares: Tras la penosa experiencia de la Escuela Suiza, nuestra madre averiguó que el curso siguiente se abría un colegio que era, claro está, mucho más alemán que el suizo y nos matriculó allí. Y entonces reflexioné muy en serio y me dije que de aquel modo no podía seguir. Decidí que nunca, nunca, nunca volvería a pasar por lo que había soportado aquel año. Nuestra madre se lamentaba —como dije antes— de que yo era una niña muy inteligente pero nada lista. Pues bien, si no era lista, ni simpática, ni valiente, ni capaz de dar una voltereta, si llevaba gafas y andaba con las puntas de los pies hacia adentro, si lo único que poseía y de lo que podía valerme era la inteligencia, esa inteligencia tendría que servir. Y enseguida, porque pasar a un colegio de nuevo cuño, donde nadie me conocía, donde la mayoría de los chicos no conocería a nadie, era una oportunidad única para vender una imagen distinta de mí.

Funcionó. La niña que empezó sus clases en el Real Monasterio de Santa Isabel no era la misma que había terminado el curso en la Escuela Suiza tres meses atrás. Ahora era yo la que tomaba iniciativas, inventaba juegos distintos, capitaneaba el grupo de las niñas. Algo se perdió en el cambio, ya lo sé. Aprendí a mentir, a preocuparme menos por los demás, a ser en ocasiones agresiva, a manejar con astucia mis armas de seducción, a intrigar cuando no veía otra salida. Fui menos buena, menos generosa, menos limpia, ¡pero por fin, por fin, empecé a disfrutar, a pasármelo bien, a ser feliz! He oído hablar a menudo, sin que nadie argumentase en contra, que hacer el bien comporta felicidad, y que después de una buena acción te sientes satisfecha. A mí no me ha pasado nunca.

Hubo, al mismo tiempo, otros cambios, aunque no tan importantes.

Empezaron los veranos en el Hotel Costa Brava de Playa de Aro. Construido sobre un peñasco, que sobresale entre dos playas, proporciona el contacto más íntimo, más pleno, del que yo había gozado hasta entonces con el mar. A cualquier hora del día o de la noche saltabas por la ventana, bajabas una escalera excavada en la roca y estabas en el agua. El mar, mi mar, nuestro mar, quizás el único gran amor en el que mamá, tú y yo hemos coincidido. Quiero estar todo el tiempo posible junto al mar, y si soy muy vieja y estoy medio inválida llevadme en brazos, o a rastras, o dejad que me arrastre hasta el mar. Hace unos años me desmayé de pronto mientras nadaba y estuve en un tris de morir ahogada. Habría sido una muerte maravillosa. Sin que apareciera nunca mi cadáver: mi cuerpo corrompiéndose bajo el picoteo suave o feroz de grandes devoradores o diminutos pececillos.