Comentas estas cosas del servicio con cierta ironía, como algo paradójico… Desde luego, yo no lo siento así. Yo recuerdo haber vivido mi infancia bajo el terror a que me sometían las arbitrarias criadas que nos odiaban o, al menos, me odiaban. Que las personas que deben cuidar de un niño de unos cinco años le digan con total determinación: «Cuando dé la vuelta la tortilla les cortaremos el cuello a vuestros papás» (fíjate bien, no: «Si diese la vuelta la tortilla…», sino: «Cuando dé la vuelta…»; era una cosa que ineludiblemente iba a ocurrir) me parece de una crueldad solo comparable a la de los radicales islámicos que hoy amenazan a sus anchas. Naturalmente, yo no entendía lo de voltear la tortilla, pero sí que nuestros papás estaban sentenciados a muerte (como Salman Rushdie o Fernando Savater). Y no me salgas con que los desmanes del franquismo disculpaban esta crueldad; es como decir que los desmanes seculares de la Iglesia Católica disculpan el que una mujer sea lapidada hasta la muerte por adúltera con el beneplácito del gobierno de su país y la tolerancia de todos los gobiernos de los países musulmanes. Me parece sintomático que recuerdes ahora, estando segura de que lo haría yo, lo que has discretamente pasado por alto en Habíamos ganado la guerra: allí los que la habían perdido son todos buenos; entre los que la habían ganado muchos malos, incluyendo al eminente doctor Figarola, que al parecer tiraba el pan con tomate a la cabeza de las criadas.
Han aparecido las primeras discrepancias y los primeros reproches. Claro que ni se me ocurrió que los que perdieron la guerra fueran todos buenos y tampoco he justificado jamás los crímenes de la izquierda por los desmanes franquistas. No me parece justo, Oscar, que escribas ese párrafo dirigiéndolo contra mí. Nunca he creído que una atrocidad pueda justificar otra.
Primer recuerdo relativo al servicio: Soy muy pequeño, estoy comenzando a andar. Vamos por la calle. La criada, junto a un quinto que la corteja, me arrastra de la manita. En un traspié pierdo un zapatito. Comienzo a gritar para advertir del incidente. La criada, absorta en el flirteo con el quinto, me manda callar repetidamente de mala manera. Al cabo de muchos metros, baja la mirada, se da cuenta de la pérdida y me planta un soberano bofetón.
Segundo recuerdo, y más importante: Como ya he explicado, tenemos una perra caniche, Gaby, a la que adoramos pero que a veces se ensucia en casa. El servicio, que no la soporta, la castiga encerrándola en el lavadero. La perra no para de ladrar mientras dura el encierro. Una mañana —debo de ser muy pequeño, aún no voy al Kindergarten— la perra encerrada enmudece de repente. Yo siento que algo grave le está pasando y comienzo a dar voces de alarma. El servicio me manda callar bajo amenazas. Cuando mamá llega y abren el lavadero, la perra aparece muerta. Por primera vez, veo llorar a mamá, lo que naturalmente me impresiona. Es evidente, incluso para mí, que han envenenado a Gaby. Con mi precaria oratoria, consigo explicar a nuestros padres lo sucedido. Deciden no hacer nada, solo llorar a la perra. Una autopsia habría demostrado lo evidente, y en aquella España represiva despedir al servicio no habría resultado difícil, pero… habría sido un engorro.
Tercer recuerdo, mucho más tardío: Veraneamos en el Hotel Costa Brava de Playa de Aro. Nuestros padres vienen solo los fines de semana, el resto de los días nos quedamos a las órdenes de una chica de servicio, caso único en todo el hotel, que yo recuerde. Parece que he cometido un pequeño acto de rebeldía. Creo que era un niño con muy poca maldad pero refractario a la autoridad. Como soy ahora, vamos. ¡Se cambia tan poco! La criada en cuestión me castiga no dejándome bajar a la playa. A ella no le gusta la playa y nos quedamos los dos en la habitación encerrados toda la mañana. Cuando ella se ausenta, me cierra con llave. La habitación está en la planta baja pero la ventana no me sirve de escapatoria, está protegida por una reja. En un momento en que viene a controlarme, pido para ir al lavabo y me escapo a la playa ante la expectación de todos los huéspedes del hotel, que asisten perplejos al insólito acontecimiento. Naturalmente, el castigo es ejemplar: no vuelvo a la playa en toda la semana.
Hace poco tiempo una señora me reconoció en un club de bridge, me recordaba del Hotel Costa Brava. Me dejó atónita, porque habían transcurrido cincuenta años. Ella me explicó entonces que encontrar a dos niños veraneando solos en un hotel era algo inaudito.
Me parece imposible que no explicásemos a los papás estas cosas: que me habían abofeteado porque se me cayó un zapatito, que habían envenenado a nuestra perra, que me castigaban de forma arbitraria a estar encerrado en una habitación mirando a los otros niños retozar en la arena, que nos amenazaban con degollar a nuestros padres… O nuestros padres «pasaban», o teníamos tal terror al servicio que no osábamos chivarnos, o ambas cosas, que creo es la verdad.
Algo de lo que puedes estar seguro: no he olvidado ni perdonado nunca el asesinato de Gaby. Y hay algo más, también muy grave, en el triste final de Gaby. Mamá, nuestra señora madre, sabía lo que significaba aquella perra para mí, pero aquel mediodía debía de tener otra cosa que hacer. Fue la criada quien me recogió en el colegio y me dio la noticia. Como tú dices, mamá no quiso averiguar nada, ni hacer pagar a nadie su culpa, ni tener el mínimo detalle de explicarme lo ocurrido.
Supongo que este hecho, como el no querer saber (ella, la más intuitiva de las mujeres, la mejor dotada de las brujas) algo tan obvio como que el servicio nos maltrataba, obedecía a esa infinita pereza que la caracterizaba y que hacía que durante las temporadas de cocineras ineptas o sisonas se nos sirviera en la mesa una bazofia incomible. Solo que —y en esto diferimos, Oscar—, cuando nos caía en suerte una gran cocinera, poco dada al robo, se comía de maravilla. A mamá le daba igual: comer le parecía una ordinariez y despedir a alguien, una pesadilla. Lo paradójico —o a mí me lo parece, y me fastidia tener que reconocerlo— es que nuestra madre no tuvo nunca problemas con el servicio. Hacían lo que les venía en gana y salían de nuestra casa (respetándola e incluso adorándola) para casarse, mientras que yo, mucho más preocupada por sus problemas, terminaba siempre envuelta en situaciones conflictivas. No he sabido nunca ponerme en mi lugar. No he sabido siquiera cuál es mi lugar.
Otra cuestión que no recuerdo de la misma forma que lo haces tú en tus libros es nuestro nivel económico. Evidentemente, vivíamos muy por encima del nivel del común de los barceloneses. Si me comparaba con mis condiscípulos de Llotja el abismo era enorme; si lo hacía con los de la Deutsche Schule, el nivel era parecido; pero si lo hacía con algunos de los amigos del Tenis Barcelona —los Godó, los Sentmenat, los Basso, los Loewe…— nuestro nivel era francamente inferior. En tus libros aparecemos rodeados de lujos: chicas de servicio, palco en el Liceo, joyas y pieles de mamá, tú recibiendo clases de ballet y equitación (muy mal, por cierto, una pena con lo que te gustan los animales), cruceros… Sin embargo, yo recuerdo bastante austeridad: ni una fiesta con amigos de nuestros padres en casa, ni una botella de alcohol, un frío tremendo en el piso, pan negro que incluso se dejaba secar en un cajón maloliente para no sé qué extraños reciclajes. Tú no recuerdas haber comido pan negro de racionamiento, yo, que tengo cinco años menos, recuerdo perfectamente la cartilla de racionamiento, una carpetita de cartón marrón, tamaño Din A5, con gomitas y unos tickets perforados en su interior que se guardaba en el mismo maloliente cajón. En el colegio merendábamos pan negro con un poquito de chocolate o membrillo, ambos con piedrecitas incrustadas. Cuando hoy veo los alrededores de las escuelas con montones de chuches tiradas por el suelo me hago cruces. ¡Los años que me ha costado aceptar el, por lo visto saludable, pan integral! Tú no lo recuerdas pero yo sí recuerdo el delicioso placer del primer panecillo de viena que tomé en mi vida, seguramente en el Salón Rosa. Lo supongo porque nunca se me olvidarán los canapés con mantequilla y anchoas que tomaba allí cuando íbamos al cine Publi a ver dibujitos y documentales. Documentales americanos —creo que de la Metro, porque recuerdo la silueta en blanco y negro del león de perfil, recitados con acento yankee—, algunos educativos: el descubrimiento de la penicilina por Fleming, el del vidrio securizado por un químico cuya esposa queda desfigurada al estrellarse contra el parabrisas del coche… otros más festivos: bajo velas blancas, velocidad y más velocidad en la eterna lucha del hombre contra el tiempo, comienza la clase de canalete, hay tres clases de canalete, el canalete cola de castor… Lo recuerdo porque nos quedábamos varias sesiones a ver los mismos dibujitos y los mismos documentales y acabábamos por sabérnoslos de memoria, y porque al cabo de tantos años estos recuerdos infantiles quedan cristalizados en nuestra memoria aunque no podamos recordar lo que comimos ayer. Cuando en una serie policíaca norteamericana interrogan a un sospechoso sobre lo que hacía el pasado miércoles a las ocho de la tarde pienso que yo iría directo al calabozo.
Volviendo a nuestro nivel de opulencia, hace poco tuve una divertida conversación con Carmen Figarola. Carmen fue quizá la primera atracción estético-erótica de mi infancia (dejando aparte a mamá). Era algo mayor que Umberto, el hermano menor de la familia, el amigo que iba a mi curso de la Deutsche Schule, por lo que visitaba su casa con frecuencia. Carmen era muy guapa y muy sexy, y aún lo es. Recuerdo una tarde que pasábamos películas de Charlot (debido al afrancesamiento de la época, así llamábamos a Charlie Chaplin, aunque en toda la América hispana se llamase lógicamente Carlitos) en un proyector de Súper 8 (los Figarola tenían de todo, incluso una casa fantástica en Castelldefels, cuyo terreno se extendía hasta el mar y a la que fuimos invitados varias veces; Veri, el hermano mayor e impenitente ligón, me encargó hace unos años el proyecto de una casa para él en aquel lugar: otro proyecto frustrado). En un corto, no sé por qué accidente, Charlot se quedaba en cueros. Ahora me parece imposible, debía de llevar unas mallas, pero realmente parecía desnudo. Mientras nosotros guardábamos silencio algo azarados, se oyó la voz de Carmen tan tranquila: «Vaya, este tío va en pelota viva». Tal desparpajo en una niña preciosa me acabó de seducir. Bueno, estuve hace poco con Carmen y me habló muy bien de tu Habíamos ganado la guerra. Al objetar yo que no recordaba que viviésemos con el lujo que tú describes en el libro, ella me soltó: «La verdad es que en nuestra familia os considerábamos los amigos pobres».
Afirmas que uno de los puntos en que no estamos de acuerdo es lo que llamas «nuestro nivel de opulencia», y me parece que te equivocas. Sobre todo porque se trata de una cuestión tan obvia que no resulta fácil diferir de opinión. Nuestro abuelo paterno era rico, muy rico, dueño de la Banca Tusquets. Pero murió poco después de los cuarenta años y dejó a una viuda con once hijos, que no tenía ni remota idea de los negocios, se dejó engañar por personas de su confianza (o sea de misa diaria) y quedó con lo justo para mantener un nivel de vida digno y dar carrera universitaria a los hijos que quisieron estudiar. Cuando papá se casó sus ingresos se limitaban a lo que ganaba con su trabajo, por eso había llegado a hacer diez operaciones en un día en la Clínica Figarola, y por eso tenía la consulta médica en el mismo piso donde vivía su familia.
Y, si en algo coincidían nuestros padres, era en el absoluto desprecio que les inspiraba la ostentación. A mamá le parecía más hortera que no saber nadar o tenerles miedo a los perros. Nunca la vi, ni a papá tampoco, alardear de rica, más bien lo contrario. Un día que en el club de bridge se hablaba mal de los emigrantes, le dio un ataque de esnobismo y declaró que también ella era emigrante (se refería a que uno de sus bisabuelos o tatarabuelos procedía de Inglaterra o de Andalucía). Y ¿te imaginas a papá o a mamá refiriéndose a nadie como sus «amigos pobres»?
No, no éramos ni remotamente «opulentos» si nos comparamos con algunas familias del Tenis Barcelona o del Golf del Prat. Pero los «lujos» de los que hablo en mis libros y que tú nombras —chicas de servicio, palco en el Liceo (no de propiedad, cierto), joyas y pieles de mamá, cruceros, mis clases de ballet y equitación—, ¿no son todos ciertos? No había fiestas ni cenas porque a mamá le daba pereza, no había alcohol porque no les gustaba y eran en ciertos aspectos unos puritanos. Pasábamos frío —en esto nuestros recuerdos coinciden— y durante largas temporadas —dependía de la cocinera de turno— comíamos muy mal. El único punto en el que no coincidimos es en el pan negro, que no recuerdo haber comido en casa jamás, aunque sí en el colegio.
Pero lo fundamental no es el nivel de opulencia real o no real. Lo importante para mí es que, desde muy niña, me sentí incómoda por considerarme —con razón o sin ella— rica. Incómoda y avergonzada y culpable. Desde muy niña hasta hoy, nunca he entendido por qué determinadas cosas eran mías, cuando ni siquiera me las había ganado. No he elegido nunca mis amistades, ni mis parejas, entre los asiduos de los clubes elegantes (aunque nuestros padres fueran socios), no he hecho nunca lo que como burguesa me correspondía, mi pijería es nula, no realizo el menor esfuerzo por vestir bien (aunque pude tener en mamá, y la habría hecho feliz, una excelente maestra). No pretendo (y lo más probable es que tampoco lo consiguiera) emular a las muchachas (muchachas siempre, aunque rebasen la cincuentena) que consideras imprescindibles en cualquier tipo de reunión: «Guapas, divertidas y que sepan bailar», como estableciste para la gran fiesta de tu cincuenta aniversario.
Tal vez no lo creas, pero algo tiene que ver mi reciente cambio de piso con lo harta que me tenía ser «una señora del Paseo de la Bonanova».
Bueno, me temo que somos diferentes. A ti te incomodaba ser «una señora del Paseo de la Bonanova», a mí no me importaría parecer «un señor de Belgravia». La lista de la ¿gran? fiesta de mi cincuenta aniversario no la hice yo, era una de estas fracasadas «fiestas sorpresa», pero seguramente no te habría incluido. Y no lo habría hecho porque estaba, y estoy, convencido de que te habrías aburrido. A ti no te gusta bailar, beber, colocarte con alguna ayuda química, la frívola gente guapa; te gusta conversar con gente inteligente sobre temas serios hasta altas horas de la madrugada. No es que esto me disguste, pero no consigo desengancharme de vicios más rastreros: rodearme de gente joven, guapa y a veces frívola (como le pasaba a Dalí, una amistad que nunca viste con buenos ojos). No me he sentido jamás incómodo, avergonzado ni culpable por tener amigos ricos (si tenían otros atractivos) ni por disfrutar de algo de dinero (ni siquiera cuando lo tuve). Si algo podría avergonzarme (que tampoco) es la seguridad de que tras seis años de bachillerato, seis de una carrera superior y casi cincuenta de batalla en una durísima profesión, no podré ofrecer a mis hijos las oportunidades que nuestros padres me dieron a mí. Dudo que estos fraternales desencuentros puedan interesar al lector y desde luego no los vamos a resolver a nuestra avanzada edad, pero alguno de los últimos capítulos de tu, por otra parte atractivo, libro Pequeños delitos abominables me parecen de un buenismo zapateril, si no abominable, algo catequético. ¡Claro que las mujeres bellas (y los hombres, no te engañes) cuentan con injustas ventajas! ¿Qué tonto te ha dicho que el mundo es justo? Dios es un cabrón que creó un mundo de injusticia y dolor. La maldad de los hombres parece ridícula en comparación. Las mujeres bellas tienen la alternativa que no tienen las feas: pueden convertirse en trascendentes creadoras o en frívolas imbéciles.
Las hermosas pueden convertirse en frívolas imbéciles, pero ¿tienen posibilidades, si son memas, de convertirse en trascendentes creadoras?
Me parece sintomático que muchas de las artistas con una obra más perdurable del siglo pasado fueran extremadamente atractivas. Y no pienso en Marilyn (que sería lo lógico y riguroso) o en otras maravillosas actrices o modelos, pienso en Meret Oppenheim, en Gala (cuya obra trascendente fue Dalí), en Tamara de Lempicka, en Leni Riefenstahl, en Lee Miller, en Coco Chanel…
A ti, Esther, te gustaba mencionar la sentencia de la ex ministra francesa Françoise Giroud: «La mujer será realmente igual al hombre el día que se designe a una mujer incompetente para un puesto importante». A las pocas semanas de observar y de sufrir personalmente la competencia de Carmen Calvo como ministra de Cultura, te advertí que tan ansiado momento había finalmente llegado. No me explico cómo algunas mujeres inteligentes pueden aceptar la banalidad de las listas paritarias. Con lo difícil que es encontrar colaboradores capaces y entusiastas solo falta que impongamos restricciones sexuales o de otro tipo. Me parece que a lo largo de mi vida he tenido más colaboradoras brillantes que colaboradores, pero no se me ha ocurrido echar la cuenta. Que no os humillen las listas paritarias me parece tan inexplicable como que no os indignaseis (bueno, me parece que tú sí lo hiciste) con Thelma & Louise, una pretendida película feminista donde quedáis como unas irresponsables calientapollas histéricas. En mi vida las mujeres han importado muchísimo, y no solo en el aspecto sexual. He sido, y me temo que sigo siendo, un hombre de entregas totales, entregas que a lo largo de toda mi vida se han concretado en cuatro mujeres y en poquísimos amigos. Las mujeres me han gustado muchísimo (lo más junto con el mar, amor compartido que en algún lugar deberemos tratar), pero considero que he sido muy fiel e incondicional de mis parejas, no solo en el aspecto intelectual e ideológico sino —exceptuando la loca libertad de los sesenta— también en el sexual. Anna Soler me recordó hace poco una noche de aquellos años en la que compartíamos barra de Bocaccio con Ricardo Bofill (Anna fue una de las esporádicas aventuras de Ricardo y Ricardo uno de los nombres notables en la lista de Anna). Anna recuerda muy bien mi respuesta a la regañina de Ricardo ante el hecho de que yo no hubiese ido nunca de putas. «Es que si lo hago tengo miedo de enamorarme», parece que contesté. Y no me extraña, sigo con la misma confusión entre encoñamiento y enamoramiento; si deseo intensamente me acabo enamorando.
Por caminos muy distintos llegamos los dos a conclusiones parecidas: tú si te encoñas acabas enamorado; yo si me enamoro termino encoñándome. ¿Estarían de verdad el amor y el sexo tan estrechamente ligados?
En fin, una reunión sin mujeres me ha resultado siempre de un aburrimiento insoportable: se acaba irremisiblemente explicando chistes verdes, hablando de fútbol o de chismes políticos.
Y volviendo a Pequeños delitos, claro que nos quejamos de pagar impuestos. Es lo más natural y saludable. Pagar no da placer a casi nadie (a nadie, iba a escribir, pero por lo visto a ti sí), pero es que además albergamos serias dudas sobre adónde irá a parar nuestro dinero. Como decía Dalí (lo hago para repetirme): «Si supiera que mis impuestos van a servir para comprar bombas los pagaría menos a regañadientes, pero me temo que van a acabar financiando un grupo vanguardista de mimo».
Volviendo a cuestiones más sustanciosas: aunque tenía solo nueve años, recuerdo bien el día que nuestro padre, en la mesa, durante la comida, nos dijo muy serio que nos habíamos arruinado, que la Banca Tusquets, donde teníamos depositados todos nuestros ahorros, había hecho suspensión de pagos y que no nos quedaba nada. Recuerdo a mamá recriminando a papá, insistiendo en que ya se lo había advertido, que corría el rumor desde hacía días y que debíamos haber retirado nuestros fondos de allí, cosa que nuestro padre no hizo por confiar en las absolutas garantías que su hermano, director de la Banca, le había transmitido. También recuerdo, como muy bien explicas en alguno de tus libros, la teatral pero heroica reacción de nuestra madre ante la desgracia. Frente a la adversidad, sangre, sudor y lágrimas, con la aristocrática actitud de Churchill ante el Tercer Reich.
Me parece que «esos fraternales desencuentros» pueden ser, tal vez, lo que más interese a muchos lectores y pienso insistir en ellos. Sé que somos diferentes, y sé desde el principio que a ti te ha correspondido el papel más lucido en la función, el más atractivo, porque algo tengo de «zapateril» y «catequética». Marta (Marta es siempre Marta Pessarrodona) se burla de mí y asegura que yo, que presumo de atea, de inconformista, de indigna, soy la persona más cristiana que conoce. Tal vez tenga en algún aspecto razón. Fui cristiana convencida y apasionada y fui en otra etapa comunista convencida y apasionada (incluso quedó espacio para un apasionado falangismo), pero antes y después, o sea desde los seis o siete años hasta ahora, me he sentido incómoda y avergonzada por tener mucho más que la mayoría. Ningún tonto me ha dicho que el mundo es justo, sé tan bien como tú que no lo es, pero me siento implicada en la historia, me siento responsable. No lo puedo evitar. No creo en un dios, ni cabrón ni magnífico, al que culpar ni agradecer nada. Estamos solos en un mundo incomprensible. Dado que no veo razón para que unos posean casi todo y otros no posean casi nada, he perdido el sentido de la propiedad. Nunca me ha enojado que me roben, ni me causaría problema, si lo necesitara, robar. Y la riqueza, la riqueza de verdad, me parece mal (en los cristianos incomprensible, ¿no les dijo Cristo que no entraría ninguno de ellos en el Reino de los Cielos?). ¿De verdad te parecen pocas las oportunidades que puedes ofrecer a tus hijos? ¿Has calculado qué lugar de privilegio ocupan a nivel mundial?
Me sorprende mucho siempre la imagen que tienes sobre algunos aspectos de mí. Te he repetido, por ejemplo, un montón de veces que las mujeres guapas (más que los hombres) me fascinan. En ocasiones me enamoran. Amé a tía Blanca como la más bella de las criaturas que conocía. Y ¿crees que mi complicada pero crucial y apasionada relación con mamá no tenía nada que ver con los encantos físicos? Aquellas manos bellísimas, aquellas piernas, aquella piel de porcelana y terciopelo, aquel perfume único (el mismo perfume francés adquiría en otra mujer un cariz distinto). He tenido amigas feas, o menos guapas, pero la belleza de otras ha sido un elemento muy importante. ¿Por qué crees que me pegué como una lapa a Leni? Y, si no Marilyn (que, por otra parte, me parece tonta de remate), Garbo o Dietrich figuran entre los grandes placeres que me ha dado la vida. Me habría encantado, claro, ser guapa de verdad, pero con esta carencia, y otras, he hecho lo que he podido.
Pues en el espléndido retrato que le hace Truman Capote, Marilyn no parece tonta en absoluto.
En otros puntos te equivocas todavía más. Cualquiera de mis amigos te confirmará que nada me gusta menos que «conversar con gente inteligente sobre temas serios hasta altas horas de la madrugada». De eso se quejan. Para las noches largas me importa que sean inteligentes si eso los hace divertidos (lo he dicho mil veces de ti: tu gran cualidad, para mí la máxima, es que contigo no me aburro casi nunca). Me gusta divertirme, me gusta que me hagan reír hasta caerme de la silla (o hacerme pis), me he colocado con alguna ayuda «química» todo lo que he podido (pocas me funcionan), hasta que he tenido que renunciar por mi enfermedad, me gusta decir disparates, chismorrear, flirtear, seducir (aunque tal vez esto haya que relegarlo al pasado, porque a los setenta y cuatro años no estoy para esos trotes).
¿Qué más? No es que «no viera con buenos ojos tu amistad con Dalí», era un estúpido prejuicio de izquierdosa ridícula, que lamento de veras. Ahora me encantaría haberlos conocido a ambos, a él y a Gala. Respecto a la ruina que anunció papá, no debía de ser tanta. Solo tenía en la Banca lo que habían pagado aquel mes los clientes y él no había ingresado aún en las compañías de seguros. La ruina duró muy poco. Ni ocasión tuvo mamá de vender sus joyas.
Volviendo a lo que mencionábamos al principio acerca de que los niños pasan ahora mucho más tiempo con sus padres, creo que una razón práctica lo hace en muchos casos inevitable. Los padres de hoy llevan a veces a sus hijos a casa de los amigos, o al restaurante, o a un espectáculo, o de tiendas, o a una gestión cualquiera, no por principios pedagógicos, ni porque les apetezca, sino porque no tienen con quién dejarlos.
En nuestra infancia las casas eran organismos vivos, siempre ocupadas por alguien, siempre en movimiento. En las familias burguesas, por personas de servicio, y en las más humildes por un abuelo, una abuela, un hermano mayor, una tía soltera o, en muchos casos, por las madres, que no trabajaban fuera del hogar. En casa, aparte del servicio, había dos personajes atípicos, de los que se desconocía exactamente la función. Se supone que compartían con mamá las responsabilidades domésticas. Uno era Sofía. Entró en nuestra casa y en nuestra vida (al menos en mi vida) como modista (no había llegado aquí apenas el prêt-à-porter), para hacer los arreglos de mamá y la ropa de los niños (por primera vez dejó de parecer que me vestía mi peor enemigo). No se instaló a vivir en casa, pero iba todos los días. Y no era una empleada: era «una mujer con pasado». Con un misterioso pasado que me fascinaba. Había sido (afirmaba mamá y se veía en las fotos, aunque no quedaran en el presente restos de ello) una mujer muy hermosa, había poseído una casa de modas, había estado casada, había llevado una vida alegre y libertina (¡ah, el libertinaje, tan distinto de la libertad, decían, pero tan atractivo y glamouroso!). Nunca conseguí sonsacarle nada, y mi madre, en caso de que lo supiese, no quiso contármelo, pero yo fantaseaba que sí había sido eso, una libertina, una prostituta de lujo, sensible, refinada, con modales de gran señora, una Margarita Gautier, y que luego todo se había ido a pique —¿por unos amores desdichados, por un embarazo obligada contra su voluntad a interrumpir?—, dejándola reducida a esa mujer peculiar, que llevaba con dignidad su pobreza y de la que, supongo, me había yo a medias enamorado. En fin, quise mucho a Sofía. Fue mi confidente y mi cómplice en múltiples ocasiones. Solo ella estaba al corriente de mis enamoramientos fulminantes y disparatados (en absoluto incompatibles con mi medio amor por ella). Lo entendía, me ayudaba, me encubría. Creo que vio en mí una pobre huerfanita e intentó asumir el papel de madre, lo cual no le impedía desempeñar al mismo tiempo el de Celestina. A fin de cuentas, todos somos muchos.
El otro personaje siempre presente en casa, hasta que se marchó, cuando yo tenía once o doce años, a Argentina, era tía Sara. Nuestro abuelo materno poseía una de las agencias de seguros más importantes de la ciudad, pero esa faceta de hombre de negocios no le impedía ser al mismo tiempo un destacado intelectual, crítico de teatro, colaborador en la prensa progresista, miembro de la masonería y mujeriego. Ya sé que a ti no te interesan las historias familiares, y es una pena, porque la nuestra no tiene desperdicio, y además somos un montón —papá tenía diez hermanos y mamá cuatro— y abundan las anécdotas peregrinas. Un ejemplo, a casa de mis padres llegaron con poco tiempo de diferencia dos ejemplares de Los protocolos de los sabios de Sión. Creo que uno nos lo hizo llegar tío Juan, el hermano mayor de papá, monseñor, amigo de Franco, perseguidor de masones, judíos y marxistas; el otro nos lo trajo personalmente tío Víctor, nazi de opereta. ¡Los judíos lo tienen realmente muy jodido con enemigos tan dispares! Si quieres más morbo, añade que nuestro abuelo paterno era judío… En fin, volviendo al otro abuelo, mamá recordaba que, cuando entraba por la mañana en la habitación de sus padres para despedirse antes de ir al colegio, su padre ya había salido, pero su madre retozaba todavía en la cama, como una gran gata satisfecha, casi ronroneante y en cueros, porque su camisón había salido disparado al otro extremo del dormitorio o encima del armario. Los dos hijos varones heredaron esa afición a las mujeres y me parece, Oscar, que en el fondo mamá los admiraba por ello, y que le causaba cierto fastidio, un amago de decepción, que tú, al menos hasta que conociste a Beatriz y te fuiste de casa, no dieras muestras, por mucho que te gustaran las mujeres, de ser un donjuán o un mujeriego. Nuestro abuelo se casó (supongo que con una muchacha guapa, dócil y convencional), tuvo tres hijos (un varón, al que nunca conocimos porque se había peleado con su padre antes de que nosotros naciéramos) y dos chicas —Blanca y Sara, el Hada Buena y el Hada Mala de mi infancia—, y, cuando enviudó, se casó de nuevo (presumo que con otra mujer guapetona, dócil y convencional, la abuela Concha, que falleció cuando yo tenía cuatro o cinco años y de la que solo recuerdo que, pese a las protestas de mamá la puritana, me daba a beber «palomitas», o sea un vaso de agua con unas gotitas de anís) y tuvo otros dos hijos, Víctor y nuestra madre. Blanca y Sara, mucho mayores que mamá, no podían ser entre sí más distintas. Eligieron desde muy pequeñas un papel y lo representaron fielmente hasta su muerte. De niña, Blanca jugaba a que era una princesa, la princesa más bella, la más seductora, la más lista y la más todo. Se sentaba al piano y tocaba Para Elisa, mientras en torno a ella competían por su amor todos los hombres que la conocían, porque era imposible verla y no amarla. Sin embargo, no fue muy afortunada. Se casó con un hombre al que no quería, y lo confesaba con tan poco rebozo como nuestra madre («es como emparejar a una golondrina con un buey», repetía, quejándose de que fuera menos sensible, menos culto, menos refinado que ella), la engañaba a menudo (lo cual a Blanca no le importaba demasiado) y además no fue muy afortunado en los negocios. Pero Blanca siguió siendo (al menos para ella misma y para mí) la más princesa de todas las princesas. Ya he dicho que fue el hada buena de mi infancia, y, sin lugar a dudas, mi primer amor.
Tía Sara, que me espiaba maliciosa, tenía razón el día que me dijo: «Tú no quieres a la gente, tú te enamoras». Era cierto, y me enamoré de Blanca del mismo modo desmesurado y literario en que me enamoraría siempre. Solo era feliz los sábados, que comía en su casa y luego íbamos al cine, y los días que pasaba todos los veranos en Sant Pol, con ella y con tío Javier (claro que entonces lo era mucho). Tía Sara era todo lo contrario. Tenía una pobre imagen de sí misma y buscó la desdicha con esa obstinación que los demás ponemos generalmente en encontrar la felicidad. Se ajustaba al tipo de mujer sacrificada que yo detesto. Se quejaba, lloraba, te cubría de reproches, montaba escenas de celos apoteósicas. Consiguió no solo que su matrimonio fuera un infierno sino llegar a la ruina total, hasta el punto de tener que emigrar a América (su marido y sus dos hijos ya estaban allí) con veinte pares de zapatos, muchísima ropa (sus hermanas la habían querido dejar vestida para toda su vida) y varias esclavas de oro (modo de cruzar sin problema las fronteras, llevando consigo dinero que habían reunido para ella familiares y amigos). Tía Sara estuvo yendo durante unos años (que a mí me parecieron eternos) todas las tardes a casa, para ayudar a mamá (por ejemplo, contratando a dos criadas comunistas y locas que nos tenían aterrorizados, o armando sórdidos líos entre el servicio, o tratando de indisponer a nuestro padre contra su hermana) y cuidar de nosotros. Tan grave era todo esto para mí que cuando me obligaban a subir a su casa (vivía en Masnou) enseguida me encontraba mal y tenía unas décimas de fiebre, entonces bajaba a Barcelona y me ponía bien, pero bastaba el rato que tardaba en volver en tren a Masnou para que tuviera de nuevo fiebre. Y no entendí la situación hasta que un día, enfadadísimo por algo que no recuerdo, su hijo me escupió con saña: «¿Crees que mi madre viene aquí por gusto, porque os quiere? ¡Viene porque la tuya le paga!». Que cobrara dinero era una sorpresa, pero de que (al menos a mí, tú eras otra historia) me odiaba, estaba yo más que segura.
Me parece que en aquellos años tú y yo, aunque estuviéramos muchas horas juntos, compartíamos pocas cosas. A ti nuestras dos tías —aun cuando Sara te adorase— no te importaron nunca demasiado. Muchísimos años después, cuando Sara hizo un viaje a España —en realidad a Barcelona, y ni siquiera esto, a «su». Barcelona, que había abandonado como emigrante en una época en que ningún catalán emigraba ya, o sea que fue un prodigio por su parte conseguirlo— y os encontrasteis en casa de nuestros padres, la ignoraste totalmente.
Si tú lo recuerdas así, debió de ser así. En la adolescencia nos volvemos muy crueles, queremos superar y olvidar la infancia. Yo debí de ser muy injusto con la gente que me había querido cuando era un niño (por cierto, debemos hablar de Herta). Jamás me ha gustado recordar el pasado, sobre todo mi infancia; este libro me está costando un esfuerzo.
Sin embargo, aunque tú lo hayas tratado extensamente en tu obra, creo que debo hablar de mis recuerdos personales con el resto de la familia. Con los pocos Guillén tuviste tú mucho más contacto, aunque a tío Víctor sí lo recuerdo bien. Lo recuerdo, como tú, un tío alocado, guapo, mujeriego, divertido, que conducía temerariamente un descapotable de dos plazas en el que nosotros ocupábamos un banquito que aparecía al abrir el maletero. Antes de tener varios coches en nuestra época «opulenta», solo contábamos con un viejo Opel, que recuerdo porque disponía de unas maletas insólitamente largas y estrechas que encajaban exactamente en el maletero, indestructibles maletas teutonas que conservamos mucho después de que el coche nos abandonara. Comprar un nuevo automóvil constituía un acontecimiento memorable. Acudíamos a Montjuïc, al puente pergolado que da acceso rodado al Palau Nacional, para sacarnos una foto, siempre igual, conmemorativa del momento histórico. Cada vez que acudo al MNAC (¡qué horrible acrónimo!) y cruzo el puente tengo una regresión proustiana. Como no se fabricaban automóviles en España, se veía circular vehículos muy diversos, pero el descapotable color crema y tapicería de cuero rojo de tío Víctor era verdaderamente espectacular. Me encantaba subir en él.
Realmente, el contacto con los Tusquets fue increíblemente parco. Quizá se debió a que a mamá nunca le gustaron, le parecían demasiado convencionales, carcas, poco elegantes, carentes de glamour, en fin… demasiado catalanes.
Desde luego a mamá no le encantaban los Tusquets, pero a los Tusquets les encantaba mucho menos mamá. Creo que la abuelita consideraba que la Guerra Civil había matado a dos de sus hijos y era responsable de la desgraciada boda de otros dos, que en circunstancias normales no habrían incluido jamás a mujeres de tan distinta condición en el clan de los Tusquets. Pero peor que estas dos mujeres era mamá, que no mostraba ningún interés por la religión, no colaboraba en asociaciones benéficas ni de ningún otro tipo, no pretendía lucirse como ama de casa, no leía La perfecta casada sino unos libros en francés que no presagiaban nada bueno, no los invitaba nunca, ni demostraba a papá la devoción extrema que le correspondía, hablaba con desenfado, vestía raro y, para confirmar sus peores sospechas, había mandado a sus hijos a una escuela nefanda. Juraría que estaban convencidos, los Tusquets, de que había pervertido a papá, y se habrían llevado una sorpresa enorme si hubieran sabido que cuando se casaron él ya era ateo desde hacía mucho. Por otra parte, dudo que los Tusquets, tan de derechas y tan franquistas, fueran «demasiado catalanes».
A nuestros numerosísimos tíos y primos apenas los veíamos. Juntos, solamente en las comidas de Navidad en la casa de la calle Muntaner de los Barangé, sin duda los más adinerados y los que tenían una mansión más generosa. Un miembro de la familia Barangé, propietario de una importante fábrica de jabones (que veo en Google que está en liquidación), estaba casado con una de nuestras tías. Las comidas de Navidad en su mansión tenían algo de Fanny y Alexander pero en catalán. Casa amplia, mesas suntuosas —una aparte para los niños—, presencia de multitud de tíos y tías, de primos y primas, de nuestro tío, nuncio de Su Santidad, y de la abuelita que jamás salía de su casa. Tras la inacabable comida y sobremesa (la gente no tiene memoria, si recordasen el tedio que padecieron de niños esperando a que los mayores acabasen de comer no prohibirían a sus hijos levantarse tras sus postres) solíamos ir, sin mamá, a una sesión numerada de cine. Una que no olvidaré, y debía de ser una de las últimas, fue la de la Navidad del 62. Fuimos a ver una superproducción a un gran cine del Paralelo. A la salida nos sorprendió una nevada que fue intensificándose de tal forma que tuvimos que recorrer los últimos metros de la calle Lauria empujando el coche hasta Rosellón. En casa nos quedamos sin electricidad ni calefacción. Al día siguiente la ciudad estaba cubierta con medio metro de nieve. No se podía circular por ninguna de sus calles. Ante la insólita situación salimos a pasear por la Diagonal. Mucha gente había tenido la misma idea. Nos encontramos a Federico con su abrigo de pelo de camello, su bufanda de cachemir y sus guantes de cabritilla. Los jóvenes descendían por la calle Balmes esquiando y al llegar a la plaza Cataluña cargaban los esquíes al hombro y tomaban el metro hasta la avenida del Tibidabo.
Sí, acudíamos, muy de tanto en tanto, a visitar a nuestra abuela, que vivía junto con su hijo Juan en un piso naftalínico del Ensanche. Este Ensanche triste, gris, de olor a acelgas hervidas que desde las porterías asciende por oscuras escaleras (ni siquiera el Modernismo —salvo dignísimas excepciones— nos libra de esta depresión). Escalera sin ascensor, con banquitos en los ángulos de los rellanos para que los ancianos descansen a media ascensión. Aun así, nuestra abuela no osó bajar a la calle en los últimos años de su vida (como mamá, y eso que ella sí disponía de ascensor) ni siquiera para acudir a misa, claro que tío Juan debía de celebrarla a pie de cama. La disposición de la vivienda era la típica de la burguesía de la primera mitad del siglo pasado. Pasillo larguísimo en uno de cuyos extremos —normalmente el que daba al patio de manzana— se vivía, mientras que en el opuesto se recibía, entre otros, a nosotros. No tengo ningún recuerdo afectivo con nuestra abuelita (hoy casi ninguna abuela, menos tú, se deja llamar así). Una viejecita nada cariñosa, gélida y distante, siempre delicada de salud y de la que se rumoreaba que nos enterraría a todos. Y casi lo consigue.
De tío Juan —el cura, el nuncio de Su Santidad, el perseguidor de masones y comunistas, el predicador ante cuyos sermones en la iglesia de la Concepción se extasiaban las burguesas barcelonesas— lo que mejor recuerdo es que tiraba muchos capellans, o sea que rociaba al interlocutor al hablar (descontrol que desgraciadamente he heredado). También que me llevaba de excursión, sobre todo al Tibidabo (Collserola lo llaman ahora, se ve que Tibidabo sonaba franquista). La verdad es que tengo un buen recuerdo de tío Juan, nunca intentó influir en la escasa educación religiosa que recibíamos de nuestros padres. Nunca me ha seducido excursionar, en las salidas del cole no entendía por qué había que llegar a la cima —por la vista, decían, y, una vez allí, la niebla no dejaba ver nada— y siempre me quedaba el último del grupo, lo que según el profe era lo peor que se podía hacer, junto con sentarse a descansar. Pero con tío Juan lo pasaba bien. Hablábamos de muchas cosas, entre ellas del Barça y de arte. Ahora recuerdo abochornado que en una ocasión discutimos sobre Dalí, pintor que a aquella edad no me gustaba nada. Tío Juan tuvo el humor de enviarme una carta explicándome que Dalí no pretendía representar el mundo real sino el mundo del subconsciente al que Freud había dedicado toda su vida. No contesté a su misiva y cuando le vi, le dije que no entendía nada de pintura. ¡Qué estúpida es la adolescencia, al menos la mía!
«De rodillas, Señor, ante el sagrario que guarda cuanto queda de amor y de humildad…». A los barceloneses de nuestra generación difícilmente se nos olvidará la estrofa inicial del himno religioso del Congreso Eucarístico del 52. Una ocasión memorable para la ciudad, aunque para mí no lo fue tanto por cuestión de fe como por el festival que se montó con ocasión de aquel evento, evento que Eduardo Mendoza describe magistralmente en uno de sus recientes relatos cortos. Aparte del dichoso himno, conservo el recuerdo del altar de arquitectura vanguardista erigido en la plaza Pío XII, del acto frente a la Catedral —que observamos confortablemente, tomando té con pastas, desde el balcón de una suite del hotel Colón, del que tío Luis era arquitecto y algo propietario— y de la ciudad engalanada. Muchas ventanas y balcones exhibían banderas mitad amarillas, mitad blancas e iluminadas cruces conmemorativas. Recuerdo que yo, apenas con once años, fabriqué una cruz de madera, la pinté de blanco, hice la instalación eléctrica de la serie de portalámparas con bombillitas esmeriladas y la colgué (no recuerdo cómo conseguí pasar el cable eléctrico a través de la ventana) de la tribuna de nuestra casa de Rosellón. El conjunto no pasaría ni por asomo la normativa actual, pero quedó muy chulo.
La relación de nuestros padres con la religión siempre fue muy ambigua; bueno, yo diría que su espíritu religioso era nulo pero que lo disimularon (mal) durante el puritanismo carca de posguerra. En poquísimas ocasiones nos acompañaron a misa —siempre íbamos con alguien del servicio, no recuerdo dónde cuando vivíamos en la Rambla de Cataluña; en los Carmelitas de la Diagonal cuando vivíamos en Rosellón— y en casa no se hablaba nunca de temas de fe. No sé cómo se explicaron tu época mística, seguramente como un curioso fenómeno de crecimiento. Sí acudieron a mi primera comunión, de la que a mamá solo le preocupó, y mucho, cómo iría vestido. Su hijo no iba a ir de marinerito como cualquier hijo de vecino, su hijo iba a ir de pequeño lord inglés, o de algo por el estilo, con un traje hecho a medida por un sastre estrictamente aleccionado por ella. No es que me avergüence, ¡faltaría más!, de la fotografía de estudio donde se me ve embutido en tal terno con el pelo engominado como Mario Conde, pero la fotografía de mi vida, la más elegante, es una del verano siguiente donde aparezco flacucho, en desbocado bañador de algodón, mostrando orgulloso un pulpo en la playa.
También para mi comunión había que buscar algo especial, algo que no luciera ninguna otra niña. Mamá encargó a la floristería una corona de rositas de pitiminí, que debían entregar a una hora precisa para que no se marchitaran antes de que acabara la ceremonia. Y nada de una merienda con payasos y mujeres que bailaban la jota con unos calzones atados a las rodillas para que no se les vieran las piernas: exquisito desayuno en el Salón Rosa y, por la tarde, cine. Mira si era raro el programa —sobre todo ir al cine el día que debía ser el más feliz de mi vida—, que yo tenía miedo de estar cometiendo un pecado.
La actitud de nuestros padres ante la religión era realmente insólita. Yo diría que casi única. Que dos miembros de la burguesía, que por otra parte coincidían en pocas cosas, ya fueran ateos cuando llegaron al matrimonio es difícil de explicar. Supongo que papá, nacido en el seno de una familia profundamente católica, con ribetes de intransigencia y beatería, tenía la mente propia de un científico del siglo XVIII y le parecía una bobada esperar delante de un cadáver que este volviese a la vida. Los muertos —y él en su profesión de médico había visto muchos— estaban muertos y bien muertos. Era algo tan obvio que ni merecía la pena planteárselo. Mamá, con una mentalidad enteramente distinta, fantasiosa e imaginativa, hablaba de los gnomos que escondían los objetos para hacernos rabiar y de las ondinas y las hadas como de seres reales, e incluso fantaseaba con la posibilidad de oír o ver a los muertos, o de que tal vez los personajes de los cuentos y leyendas existieran, pero Dios no. Ella sí se había planteado la cuestión. Es posible que su falta de fe obedeciera al desdén que sentía por su madre, un ama de casa convencional, no especialmente inteligente y poco ilustrada, y al profundo respeto que le inspiró siempre su padre, masón, crítico teatral, un lletraferit, un intelectual, a pesar de que se ganara la vida como agente de seguros.
Ninguno de los dos se preocupaba mucho de cubrir las apariencias (papá un poquito más que mamá). En unos momentos en que en España se fusilaba a gente porque el cura del pueblo los acusaba de no frecuentar la iglesia (bueno, a lo mejor tú no lo crees, pero esto no modifica mucho la situación), se necesitaban muchas narices, o mucha inconsciencia, para no ir a misa los domingos.
Durante el invierno, en Barcelona, no había problema. Solo el servicio se enteraba de que los señores no lo hacían. Lo curioso, lo contradictorio, era que sí nos hacían ir a nosotros. Yo no lo entendía. Todos los domingos venía una señorita a ocuparse de los niños (otra de estas figuras que pululaban por la casa, una soltera, hija de militar, que se refería a sí misma como «una pobre huerfanita», lo cual nos daba a ti y a mí mucha risa, porque la «pobre huerfanita» había perdido a sus padres después de cumplir cuarenta años), nos llevaba a la iglesia vecina, a visitar a la abuelita, y, después de comer con nosotros dos, al cine o a la Sala Mozart, donde daban espectáculos para niños.
Pero durante el verano, desde que dejamos de tener casa propia y empezamos a veranear en un hotel, el escándalo era mayúsculo (o a mí me lo parecía). No solo había dos niños que estaban solos en el hotel (solos, o con una criada que los maltrataba), sino que los padres de estos niños no iban a misa los domingos, lo cual significaba que vivían en permanente pecado mortal.
Ya he dicho que papá ponía un poco más de cuidado en guardar las apariencias que mamá (mamá no ponía ninguno), quizá porque sus convicciones eran menos profundas. Y tenía a veces reacciones sorprendentes, que nunca entendí. Un día de cuaresma nos dejó petrificados de asombro al decretar que los viernes debíamos comer pescado. ¿Para guardar las apariencias? ¿Acaso temía que la portera registrara los cubos de basura en busca de espinas de merluza o huesos de pollo? Y otro día, cuando yo estaba ya en la adolescencia y le pregunté —harta de que no se hablara nunca de religión ni se nos explicara por qué teníamos que practicarla nosotros y ellos no— si él creía en Dios, me dio una de las pocas regañinas que recuerdo haber recibido de un padre habitualmente benévolo, como si se tratara de una impertinencia por mi parte, como si le estuviera pidiendo cuentas de algo, con lo mucho que él había tenido que trabajar y luchar para darnos la vida que llevábamos. También en esta ocasión quedé petrificada de asombro.
Una situación especial (supongo que lo recuerdas) se producía en los viajes de Semana Santa, de los que tratarás más adelante. Siempre incluían uno o dos días de precepto. Todos asistíamos en grupo a la iglesia más próxima. Todos, menos mamá y un amigo —«el» amigo—, que comparecían cuando la misa estaba a punto de terminar.
Las Semanas Santas previas a nuestros viajes eran pintorescas y deprimentes; difícilmente los que no las vivieron pueden imaginarlas. Yo, que defiendo que la actual Semana Santa andaluza es el mejor y más religioso espectáculo del mundo, las recuerdo con cierto horror. En cuanto llegaba el jueves quedaba estrictamente prohibido cantar y escuchar música no religiosa, que era la única que se emitía por radio. Los cines solo proyectaban películas bíblicas, apenas circulaban coches por las calles, incluso estaba prohibido salir de la ciudad. No se me olvida el Viernes Santo que acompañamos en coche a papá al golf de Sant Cugat y al iniciar la subida de la Rabassada la Guardia Civil nos detuvo y con malas maneras nos interrogó sobre el motivo de la excursión. Papá tuvo que mostrar su carnet de médico, alegar que una urgencia lo obligaba a salir de su domicilio, y que no podía dejar a sus hijos solos. Este mortuorio silencio acababa con el estrépito del Sábado de Gloria, cuando salíamos al balcón golpeando cacerolas como en cualquier cursi manifestación reivindicativa de hoy.
Las manifestaciones son a veces más peligrosas de lo que creemos. ¿Sabes por qué golpeábamos cacerolas? Porque así matábamos judíos que eran los responsables de la crucifixión de Cristo.
Mi etapa de misticismo de la que hablas fue muy breve. Hasta los diecinueve años fui moderadamente religiosa, como la mayoría de mis amigas. Entonces viví uno de mis grandes amores, y mamá, harta de verme llorar a todas horas y amiga de buscar soluciones donde las hubiera, me ingresó en el Cottolengo. El primer día me tuvieron durante horas bañando a unos enfermos espantosos y deformes. Me había tomado bajo sus alas la madre superiora, una mujer absolutamente extraordinaria. Si años después Mercedes me convertiría a la Falange, la madre superiora me impulsó a una religiosidad profunda, intensa, combativa, que duró unos meses. De hecho, duró hasta que leí Camino y escapé de unos ejercicios espirituales horrendos, de los que se resistían a dejarme salir. Creo que a partir de los veinte perdí definitivamente la fe (más que una pérdida fue un paso hacia delante). Pero ¡sorpresa!, ¡sorpresa!, ¿adivinas quién era la madre superiora, una mujer realmente notable que según me dijeron dejó los hábitos años después? Una hermana del marido de Rosa Regàs.
Aparte de la comida de Navidad, apenas veíamos a los Tusquets. Quizás alguna primera comunión. Casi nunca, ni de muy niño, me lo he pasado bien en fechas señaladas, Navidad, Fin de Año, San Juan, bodas, bautizos, pero donde peor lo pasé fue en las primeras comuniones: atiborrarse de brioches con jamón dulce, chocolate deshecho y peladillas de cursis colores, jugar como gamberros, ensuciando y destrozando las ridículas ropas de adultos que nos habían obligado a ponernos, atemorizando a las chicas que pronto nos encandilarían… En fin, otra estupidez donde los mayores suponen que los pequeños se lo pasan pipa.
De casa de los Barangé y en su coche partíamos los domingos por la tarde hacia el campo de Les Corts para ver al Barça. Es curioso, no recuerdo que papá nos acompañase nunca, pero yo iba a casi todos los partidos. Allí se cimentó mi amor por el club, amor infantil al que (como asegura Javier Marías) se es fiel el resto de la vida. La delantera del equipo de las Cinco Copas —Basora, César, Kubala, Moreno y Manchón— me la sabía de memoria mucho antes de que Serrat la inmortalizara, y cuando hace años fui sometido al inevitable Cuestionario Proust, a la cuestión «¿Un héroe de la vida real?», donde todos los progres respondían «ninguno», yo, tras profunda reflexión, contesté «Ladislao Kubala». Aparte de los partidos, lo que me ha quedado más grabado de estas idas dominicales al campo ha sido cómo apestaba el coche. En él viajábamos tres adultos y yo. Al entrar en el vehículo la peste a tabaco enfriado era ya insoportable, pero inmediatamente los hombres encendían sus habanos. En invierno, con el coche herméticamente cerrado, en el asiento trasero, aprisionado entre dos hombretones con abrigo, después de comer… Lo curioso es que en esta tortura, que hoy llevaría a prisión a mis familiares, el que pasaba vergüenza y tenía mala conciencia era yo, que temía marearme y vomitar allí mismo. De pequeño me mareaba muchísimo. Conservo una imagen con total nitidez. Regresábamos de la Costa Brava. En la travesía de Arenys había un tramo de dirección única regulado por semáforos. Se formaban colas tan largas que algunos vendedores aprovechaban para endilgar bolsitas de almendras saladas a los sufridos automovilistas. En una de estas, yo, mareado como una sopa, no pude aguantar más y pedí permiso para bajar a vomitar, cosa que siempre me ha costado gran esfuerzo. Recuerdo a mamá sosteniéndome amorosamente la frente mientras yo cambiaba la peseta en sucesivas y dolorosas oleadas. Y recuerdo que, desesperado por tener que montar otra vez en el coche, pregunté si no podíamos llegar a casa andando, a lo que mamá respondió que era imposible, que estábamos lejísimos. No sé qué hay en esta escena —lo ingenuo de mi pregunta, el cariño comprensivo de la respuesta de mamá…— que hace que la recuerde siempre con ternura.
Siempre preví que en este libro a cuatro manos descubriríamos muchas cosas acerca de nosotros dos (sobre todo de ti, porque yo he hablado y escrito mucho y sin excesivos tapujos sobre mí misma y presumo de conocerme bien), pero nunca sospeché que las sorpresas serían tan grandes y que me obligarían a modificar en parte la imagen que tenía de mi propio pasado.
He constatado que eres todavía más sensible de lo que suponía (sensible para lo que se te hace o te ocurre a ti, porque no lo eres tanto para las heridas que tú infliges a los demás, tal vez sin ser siquiera consciente de ello). He descubierto también que prestabas a nuestro padre una atención y sentías por él un respeto que yo no podía ni imaginar. Y es posible que, sin echarle tanta literatura ni complicarlo tanto, lo entendieras mejor que yo: al menos no andas hablando de él como del gran desconocido.
Pero el descubrimiento más importante, y el que me obliga a replantearme más cosas, es la visión que tenías de mamá, sobre todo de la capacidad de ternura de mamá. Nunca la supe ver. Al no sentir que la utilizaba conmigo, creí que no existía. ¡Qué petulancia! En uno de mis libros llego a afirmar que no se mostró nunca cariñosa, tierna, salvo ante una camada de cachorros. Y tú hablas todo el rato de sus gestos tiernos; al parecer es lo que mejor recuerdas. Y ahora, por primera vez, he recordado un incidente banal. Debía de tener yo unos once años, no había superado ni un ápice mi miedo patológico a los médicos y la mañana siguiente debía ir por primera vez al dentista. Estaba aterrada. Cuando me acosté, segura de que no iba a pegar ojo en toda la noche, mamá, en lugar de irse a su habitación, entreabrió un poco mi puerta, se sentó en la sala contigua y estuvo poniendo bajita mi música preferida de Wagner hasta que me quedé dormida.
Volviendo al tema de tía Sara, te diré que no solo me trataba bien sino que me mimaba y me adulaba de forma descarada.
Sin embargo, Oscar, era el tipo de persona que tú puedes detestar, y no habrías tardado mucho en descubrirlo.