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No sé si al finalizar el mismo registro, al topar un miliciano con una imagen de Pío XI que colgaba en el recibidor, exclamó: «I aquest fulano qui és?». «És el Papa», respondió atemorizado alguien de la familia. «Doncs facin el favor de treure’l perquè té una pinta de capellà que no se l’aguanta».

Parece ser que, finalizada la contienda, colgaba en el recibidor una foto del Generalísimo a la que se debía saludar brazo en alto, pero esta disciplina debía de tener poco seguimiento, porque yo no la recuerdo.

Sí que era preceptivo en casas de derechas colgar un Sagrado Corazón en el acceso a la vivienda, cuestión que mamá resolvió con su habitual picardía y buen gusto colocando una excelente reproducción del maravilloso dibujo leonardesco de Jesús preparatorio para el Cenacolo Vinciano.

Primer recuerdo de infancia relacionado con papá: Gaby, nuestra perrita fox terrier, que, con toda seguridad, asesinaron las criadas.

No era una fox terrier, sino una caniche, que nos había regalado tío Víctor, el hermano nazi de mamá, y era, además, el primer perro que nos dejaban tener en casa…

La caniche, pues, se lanza cariñosa sobre mí y apoya las patas en mi pecho. Yo, muy pequeño, pierdo el equilibrio, caigo de espaldas y doy con la nuca en el borde de la mesa de mármol de la cocina. Comienzo a sangrar a borbotones. Milagrosamente, nuestros padres están presentes. Papá me coge en brazos y me lleva a su cama. No sé si lloro mucho, pero sí sé que me asusté de verdad al ver la cara de preocupación de nuestro padre, que no se alteraba jamás. A pesar de este incidente, nunca he tenido miedo a los perros. Me parece que el colmo de la ordinariez no es desconcertarse ante el orden de los cubiertos en la mesa (como aparece en tantas películas norteamericanas), o no entender de vinos o cursilerías parecidas. El colmo de la ordinariez es tener miedo a los perros, casi tanto como nadar mal. Nunca olvidaré la cara de estupor de los hermanos Bertrand —sí, los Bertrand de Bertrand i Serra, los del textil, los que tenían el velero más elegante del Mediterráneo y la increíble finca La Ricarda— cuando detuvimos la bella embarcación de madera barnizada en mar abierto, frente a la playa del Prat, y la novieta ocasional del hermano menor, modelo muy mona, se sumó discretamente al baño colectivo y casi se ahoga. Mamá añadiría seguramente a estas ordinarieces subir a la barca con torpeza.

En Playa de Aro las embarcaciones hincaban su proa en la maravillosa arena gruesa para que embarcásemos. El último en subir debía empujarlas mar adentro y ascender ágilmente antes de que fuese demasiado tarde. Era especialmente difícil en las pesadas barcas de pesca de alto bordo. En el espolón de proa había un par de cuñas que formaban escaloncitos de apenas dos centímetros en los que había que apoyar durante un segundo el pie desnudo para subir a cubierta. Los pescadores realizaban la maniobra con gracia y sin aparente esfuerzo, pero muchos veraneantes hacían el ridículo y acababan por caer al agua ante la sonrisa maligna y burlona de nuestra madre.

Segundo recuerdo relacionado con papá: Es mediodía, el sol entra en nuestra vivienda de Rambla de Cataluña, situada en un chaflán orientado al sur. Estoy en el suelo, jugando con algo que me divierte mucho. Hoy comemos con nuestros padres, y papá me llama repetidamente para que acuda a la mesa. Yo, como todos los niños, aseguro que ya voy, pero sigo jugando. Al final papá pierde la paciencia, se levanta irritado y me planta una colleja. Recuerdo esta escena aparentemente irrelevante porque fue la única ocasión en nuestras vidas en que papá me puso la mano encima.

Primer recuerdo relacionado con mamá y primer recuerdo absoluto: lo lamento, pero, a diferencia de Dalí, no guardo recuerdos prenatales de cuando sesteaba en el útero materno, aunque este recuerdo debe de proceder de cuando era un bebé de pocos meses, pues todavía dormía en una cuna junto a la cama de nuestros padres. La acariciadora mano de mamá me despierta y me libera de una pesadilla terrible que me ha llevado al llanto. Recuerdos que arrastramos, para bien o para mal, a lo largo de nuestra vida.

Primer recuerdo de nuestro padre como pareja: Soy muy pequeño. Aún no voy al parvulario. Es mediodía. Algo ha sucedido, pues noto cierta excitación en el servicio. Suena el timbre. Nos dirigimos apresuradamente a la puerta de entrada. La abrimos, y veo a papá saliendo del ascensor con mamá en brazos. Mamá, bellísima en sus pantalones de amazona, se ha roto la pierna montando a caballo. La escena más cariñosa y glamourosa que nuestros padres interpretarán ante mí jamás. Bueno, glamourosos también estaban cuando se despedían de nosotros con un beso para ir a la ópera, al Liceo. Papá en riguroso smoking y mamá en traje largo de noche, cubriéndose los hombros desnudos con boas de plumas o con su renard blanco ultrarrealista, con morro, zarpas y ojos de cristal.

Pasaré la larga convalecencia de mamá haciéndole compañía junto a su cama. Para mí será un placer, pero ella lo considerará siempre una inequívoca prueba de cariño y fidelidad. Lo recordará a menudo y quizá será una de las razones que justificarán a sus ojos su descarada predilección por mí.

El glamour de nuestros padres las noches de Liceo… Mamá elegante siempre, inventando la moda, anticipándose, divirtiéndose, ¡había tan pocos campos en que pudiera utilizar su inteligencia, su buen gusto, su creatividad! Tu primer recuerdo evoca una de sus manos, deliciosamente suaves y dotadas de la temperatura exacta para aliviar con su contacto la fiebre o la jaqueca. (Las manos de papá eran distintas: manos calientes y secas que, al frotar las tuyas, les quitaban el frío). Y no has hecho mención de aquel olor inconfundible que envolvía a mamá y todo lo suyo. Incluso ahora, que lleva años muerta, abro la caja donde guardaba los pañuelos o los guantes, o su escritorio con el papel de cartas, y el olor me salta a la cara y por unos segundos me devuelve al pasado.

¿Y papá? Papá fue unos años al Liceo con un smoking correctísimo, pero luego inició una tenaz batalla contra el modo de vestir de mamá (aunque en el fondo le gustaba lo que ella llevaba) y de los «suyos». Y no era solo una cuestión de indumentaria. Dejó, desde luego, de ir a la ópera y de ponerse el smoking, y acabó finalmente eligiendo un uniforme peculiar (que desesperaba a mamá y que a nosotros, por lo menos a mí, nos divertía), que utilizaba a cualquier hora y para cualquier ocasión: unos pantalones de pana marrón, deformados y viejos (aunque tuviera en el armario otros idénticos pero impecables que le encargaba mamá), y una especie de guayabera con florecitas bordadas que había descubierto en uno de sus viajes de negocios a Latinoamérica. Papá, que siempre había detestado el lujo y la ostentación, no soportaba ahora los restaurantes donde tenías un camarero a tus espaldas cuidando de que no se te acabara el vino, ni los hoteles donde había siempre alguien dispuesto a abrir las puertas a tu paso. De modo que nuestros padres, en muchos de los viajes que hicimos juntos, no compartían el mismo hotel ni ocupaban el mismo camarote en los cruceros.

Los mejores recuerdos que tengo de nuestro padre están relacionados con su extraordinaria habilidad y paciencia. Papá era un manitas. Cuando nos hacíamos pupa, nos poníamos en sus manos con una confianza absoluta, seguros de que su cura sería lo más indolora posible. Respetaba nuestro dolor, respetaba el dolor del paciente. Arrancar un esparadrapo era para él una tarea en la que había que poner el máximo cuidado. Papá era un médico de otros tiempos, de antes de la seguridad social. Trabajaba para una médica privada y tenía el consultorio en nuestra vivienda de la Rambla de Cataluña de Barcelona. No era extraño que yo, cuando todavía no iba al colegio, oyese el timbre de la puerta, fuese corriendo a abrir y me encontrase a unos albañiles portando a un compañero ensangrentado que se había caído de un andamio. Bueno, quizá no fuese corriente, pero la impresión era tan fuerte que aún lo recuerdo con claridad.

¿Te imaginas lo que debía de molestar a mamá, tan finolis, que por la tarde le invadiera medio piso —ella se refugiaba en la otra mitad, pero su dormitorio estaba en la zona de la consulta— gente humilde, a veces gente zafia, que dejaba el baño hecho un asco y tiraba colillas en los rincones? Desde luego, a las protagonistas de mis novelas no les pasa nada parecido.

Los pacientes adoraban a nuestro padre. Cuando llegaba Navidad, aparecían en casa multitud de enormes paneres, obsequio de antiguos pacientes, de pacientes de ciudad, porque los del campo venían personalmente y dejaban viandas buenísimas, incluso algunos animales vivos que, dado el inmenso amor por los animales que nos transmitió nuestra madre, creaban un auténtico problema a la hora de sacrificarlos. Un payés traía cada año, sin falta, un pavo vivo, un pavo enorme, como los más grandes que se veían en la feria que se celebraba por aquellas fechas, justo enfrente de nuestra casa (pavos vivos comiendo y defecando durante varios días en una de las vías públicas más elegantes de la ciudad, y ahora tantos remilgos por los pajaritos de Las Ramblas…).

Fue la única ocasión en que mis padres me mintieron: ante el drama que se avecinaba si yo llegaba a saber que aquellos pollos que aleteaban en el suelo de la cocina con las patas atadas eran los que se nos serviría luego en el comedor, me aseguraron que no se les haría ningún daño, que me los regalaban, que los mandaban a una granja en el campo donde serían felices… Y yo me pasé años calculando como una idiota los pollos que tenía en la granja…

Nuestro padre había curado hacía ya bastante tiempo al buen hombre, pero este no lo olvidaba. Resulta que acudió a la consulta con un bulto en el pie que lo tenía muy asustado; papá vio de inmediato que se trataba de una simple callosidad y, con su paciencia y destreza habituales, procedió a extirpársela con una fina hoja de afeitar. «Aixó es un doctor», repetía todos los años el payés con total convicción, «és capaç de curar un càncer amb una gillette». Y ahora me viene a la memoria la última intervención brillante que vi hacer a nuestro padre, muy posterior a la anterior. Fue durante la navegación que hicimos al finalizar la maravillosa casa que Lluís y yo habíamos proyectado para nuestra prima Victoria en la isla de Pantelleria. A fin de estudiar el espléndido terreno o para las visitas de obra, habíamos tenido que volar a Roma, pernoctar allí y, al día siguiente, volar a Napoli, de allí a Palermo, de allí a Trapani y finalmente a Pantelleria, donde aterrizábamos en una pista de tierra antes de que un burro cargase con los equipajes. Total, un viaje de unas cinco horas, un día entero desde que partíamos de Barcelona. Me prometí que cuando acabásemos la casa la visitaríamos navegando en un espléndido yate. Y así lo hicimos. Alquilamos un velero fantástico en Túnez (Pantelleria, la primera tierra italiana que pisaron los Aliados, queda más cerca de Túnez que de Sicilia). Lluís, no sé por qué motivo, a lo mejor porque se marea como una sopa, no nos acompañó, pero sí lo hizo un grupito de amigos a los que se añadió valientemente papá. Un barbado señor mayor, que dormía estoicamente en la sala, mientras una pandilla de alocados jóvenes ocupaba los camarotes.

El de Pantelleria fue uno de los últimos viajes que hicimos juntos. Durante la mágica navegación, fondeamos en una diminuta isla. Al desembarcar, llegaron hasta nosotros unos estentóreos lamentos procedentes de un humilde chiringuito, única construcción de la isla. Una muchacha se había clavado bastante profundamente un anzuelo y no había forma de extraerlo. Ante la gravedad de la situación, papá decidió intervenir. Hizo traer del yate alcohol, tiritas y unas tenazas, desinfectó la herida, hizo girar el anzuelo hasta que la punta quedó al descubierto, la seccionó y extrajo sin dificultad el anzuelo por donde había entrado. Como puedes suponer, yo seguí la operación de reojo (tú y yo nos podemos desmayar solo con ver que en una película ponen una inyección, lo cual hizo que la carrera de Medicina quedara pronto descartada). La chica pegaba unos alaridos escalofriantes, pero una vez finalizada la operación quedó muy tranquila, y agradecida por la suerte que había tenido al encontrar un doctor tan hábil como papá. Y no le faltaba razón.

Los pacientes le adoraban y creo que nuestro padre tenía una verdadera vocación de médico. «Ser un manitas» es bastante útil en un médico (todas las mujeres jóvenes que había que operar de apendicitis se obstinaban en que fuera él quien lo hiciera, porque dejaba una cicatriz minúscula). Creo que un buen médico ha de tener dos cualidades contrapuestas y difíciles. Por un lado debe ser un hombre sensible, preocupado por sus pacientes, y por otro debe mantener la cabeza fría y asumir la inevitable dureza que comporta a menudo la profesión. Nuestro padre tenía ambas.

Sin embargo, aunque no lo admitiría jamás, cometió un grave error, que cambió el rumbo de su vida y quizá de la nuestra. Si el error de mamá consistió en aceptar, más o menos a regañadientes, el matrimonio con un hombre al que no amaba, el de papá consistió en abandonar la medicina para ocuparse de una agencia de seguros. Y no fue una decisión tomada a bote pronto. Durante un tiempo intentó compaginar los dos trabajos. Pero era imposible. Tuvo que elegir uno, y eligió. No dejó la medicina, pero se trasladó a otra rama, la radiología, en la que un auxiliar hacía la mayor parte de la tarea. Y traicionó al hacerlo una de sus normas de conducta: «Lo máximo a que puede aspirar un hombre es ganarse la vida haciendo lo que le gusta».

¿Por qué lo hizo? Hay una única explicación: porque la medicina suponía, salvo en casos excepcionales, unos ingresos moderados. A él creo que le bastaban, claro, pero ¿y a los demás? ¿Y a nuestra madre? Le pareció que era imprescindible conseguir para ella el mismo nivel de vida que llevaba en casa de sus padres. Y, aunque censuro a mamá muchas cosas, creo que aquí era papá el que se equivocaba, creo que nuestra madre habría preferido compartir su vida con un médico de prestigio a disponer de más dinero.

Pero tal vez la decisión de papá se debiera también a lo mucho que le gustaba —al placer que le proporcionaba— asumir el papel de Rey Mago, hacer regalos sorprendentes, ofrecer lo inesperado. Esto con los niños funciona casi siempre muy bien —mis hijos lo adoraban y lo recuerdan con enorme cariño—, y aunque con los adultos pueda ocasionar conflictos, sigue siendo gratificante. Y no existen muchos puestos en los que jugar al Rey Mago tenga tantas ventajas como la dirección de una editorial pequeña, independiente y rentable.

Creo que muy pronto, tal vez el año en que cambiamos de domicilio, nuestro padre, más o menos conscientemente, empezó a buscar un mundo propio, ajeno al del club de la calle Valencia, feudo indiscutible de mamá. Es cierto que tenía buenos amigos, no todos médicos, y que eran muchas las personas de diversa procedencia que le admiraban y querían. Pero eso no bastaba. Y el trabajo en la compañía de seguros tampoco. Tú eras muy pequeño, pero hubo un tiempo en que él, uno de los hombres más trabajadores que he conocido, iba dos o tres días por semana a jugar al golf y hablaba de lo muy joven que pensaba jubilarse como médico, profesión que de hecho había abandonado ya. Me ha llevado tiempo entenderlo, porque a pesar de su apariencia de hombre tranquilo y sensato, al que a menudo se pedía consejo, nuestro padre era un tipo muy especial, no exteriorizaba nunca nada, tenía a veces reacciones extrañas y contradictorias. Todos decís que me adoraba, y lo creo, pero no me entendió jamás. No nos entendió a ninguno de nosotros. Ni nosotros a él, justo es reconocerlo, tan justo como reconocer que él no daba muchas facilidades.

La actitud de mamá ante mis aparatosos melodramas (que ahora los tache de tales no quita que en su momento me hicieran sufrir) no solía ser consoladora, pero entendía a la perfección lo que pasaba, a menudo antes de que yo misma lo entendiera. En cambio, papá, sin entender nada, sin intentar siquiera entenderlo, me subía a su coche y me llevaba a Montjuïc. Y allí dábamos vueltas, despacio, en silencio, sin bajar del coche. Si mamá nos veía cuando salíamos de casa, o cuando regresábamos de aquel paseo ritual, nos dirigía una mirada muy parecida a la que dedicaba a los turistas que caían al agua en sus ridículos intentos de subirse a la barca de los pescadores.

Nuestro padre estableció una gran amistad con una familia del norte de España, emprendedores, simpáticos, buena gente, que ni conocían apenas a mamá ni tenían la menor intención, supongo, de aprender a jugar al bridge. Los niños llamaban a nuestro padre «tío Magín». Yo los conocí porque me invitaron a pasar unos días en su casa de Zarauz (creo que era en Zarauz, pero lo mismo da: en un prestigioso pueblo de veraneo de la costa cantábrica). A nuestra madre le importaban un bledo los amigos vascos de papá, pero la fastidiaba un poco su existencia, e hizo una de sus jugadas maestras. Al ir yo de invitada estaba obligada a llevar un regalo. Papá quería quedar bien y le encargó a mamá que lo comprara. Y ella compró una especie de foulard caro, elegantísimo, sensacional, pero que la amiga vasca no iba a poder ponerse jamás. En efecto, cuando se lo dimos aseguró que era una preciosidad, una tela magnífica, que tendría pocas ocasiones de utilizar como foulard, pero con la que se haría una falda estupenda que llevaría sin parar.

Papá nos acompañó en el viaje de ida, en un coche que incluso yo (ignorante total en el tema) comprendí que era un modelo fuera de serie. Yo estaba en plena adolescencia, y de muy mal humor por una bagatela que ni siquiera recuerdo, y seguro que mi comportamiento fue detestable. Habría bastado un reproche de papá, una mirada de enfado, para que me diera cuenta de la situación y rectificara. Pero no hubo ni lo uno ni lo otro. Papá mantuvo imperturbable su sonrisa de hombre tranquilo. ¿Te diste cuenta, Oscar, de que papá disponía de una sonrisa especial de hombre tranquilo tras la cual podía ocultar lo que fuera, y que además le daba tiempo para retrasar su respuesta?

Solo meses más tarde, estando yo a muchos kilómetros de distancia, recibí una carta demoledora, mucho más letal que las de mamá, en la que reprobaba mi actitud durante el viaje con su amiga. A todo eso me refiero cuando digo que tenía reacciones inesperadas y acaso peligrosas.

De todos modos, una familia que te valora y te quiere, y a la que ves con frecuencia, y cuyos niños (¿cuánto tiempo debió de durar aquello?) te llaman «tío Magín», sumado a una dedicación intensiva al golf, no bastan para crearse el mundo propio que papá añoraba.

Y ahora pienso que la compra —en los años en que terminaba yo Filosofía y Letras y tú ingresabas en la Escuela de Arquitectura— de Editorial Lumen no fue tan fortuita como yo creía, porque obedecía a algo que papá añoraba sin haberlo conocido (es terrible la añoranza de algo que no ha sido nunca tuyo). Papá trató con cuidado a gente muy distinta de la que había tratado hasta entonces, y se fue introduciendo en un mundo más atractivo, de gente más joven. Lo hizo muy bien, con generosidad y con discreción, tornándose invisible en cuanto sospechaba que su presencia podía molestar. Allí nadie preguntaba jamás nada, ni siquiera recuerdo que nosotros dos lo habláramos.

A partir de cierto momento, pues, nuestro padre se apuntó al mundo de los jóvenes, al mundo de sus hijos. Me pregunto si tan cierta como la afirmación de que tú y yo descubrimos a papá en los ya míticos viajes de Semana Santa, no será la afirmación complementaria de que papá nos descubrió a nosotros dos en esos mismos viajes.

A él le habían molestado desde siempre el lujo y la ostentación —ya he comentado que desertó muy pronto del smoking y del teatro del Liceo (el Liceo no era lo mismo que cualquier otro teatro de la ciudad)—, pero gestos como obstinarse en ocupar un catre en el salón del yate y ceder a los jóvenes los camarotes, u hospedarse con nosotros dos y con uno de nuestros primos en un hotel misérrimo (en cierta ocasión subieron más en la cuenta mis entradas de teatro que el hospedaje de los cuatro), mientras mamá y sus amigos se hospedaban en un hotel de lujo, o instalarse los jóvenes en un camarote sumergido en la panza del buque, mientras los otros tenían camarotes con ventana y al nivel de la cubierta, o asumir un disfraz de campesino, cuando ningún campesino español hubiera usado jamás aquellas guayaberas, me parecía muy extraño. Un poco chocante, ¿no?, un viaje en que los cónyuges se alojaban en distintos hoteles y ocupaban camarotes distantes.

En muchas ocasiones le pregunté abiertamente a mamá si tenía un amante, si había amado, como yo fantaseaba, a un solo hombre durante toda su vida. Nunca conseguí una respuesta. Mamá no mentía, no fingía, pero no soltaba prenda. Durante un tiempo estuve controlando las joyas, los relojes, las pieles. Todo se había pagado desde nuestra casa, con conocimiento absoluto de papá. El presunto amante no hacía regalos. Incluso después de la muerte de mamá, consulté con el joyero sus joyas para corroborar mis sospechas de que todas las piedras era auténticas, incluida la preciosa esmeralda, acerca de la cual mamá había comentado que por una vez en la vida había tenido el capricho de hacer montar en platino y brillantes una piedra falsa, pero tan bien hecha que había que someterla a análisis de laboratorio para comprobar que se trataba de una imitación. El joyero interpretó mal mi decepción cuando me comunicó, compungido, que la esmeralda era falsa. De hecho, él lo sabía ya cuando se la llevé, porque se la había conseguido a mi madre por encargo de esta.

Pero lo que de veras me dejó perpleja fue la actitud de mamá cuando el amigo, tras una larga enfermedad, murió. La absoluta naturalidad con la que se comportó. ¿Por qué? ¿Para quién? No había una esposa, no había hijos, supongo que el romance era tan largo, procedía de tan lejos, que todos los amigos y enemigos y conocidos habían hecho ya todos los comentarios imaginarios, lo cual a ella parecía tenerla sin cuidado. Imposible también el temor de que uno de nosotros dos lo desaprobara. Yo estuve esperando todo el tiempo que se derrumbara, que estallara, que se rebelara, que se pusiera el mundo por montera, como había hecho en situaciones diversas, y corriera a la casa de su amigo y ni a la fuerza la pudieran separar de él.

Pero no. La esmeralda no era un regalo de amor, ni siquiera era auténtica. Él se había comportado de ese modo no solo por lo que pudieran pensar los demás, sino porque era así como lo quería, porque es así como deben vivirse ciertas cosas, y aquel señor no se ponía, estaba claro, el mundo por montera. Mamá hizo, pues, las visitas de cortesía que se deben a un amigo (o tal vez no, tal vez fueran más numerosas de lo habitual y les permitieran pasar algún momento a solas, a fin de cuentas aquello no ocurría en el siglo XIX sino muy cerca ya de iniciarse el XXI).

De todos modos, me es fácil entender a nuestra madre, aunque jamás contestara a mis preguntas y aunque, en las mismas circunstancias, estaba yo segura (solo ahora, en la vejez, esta seguridad se tambalea) de haber actuado de un modo distinto. A veces mamá comentaba, sin referirse a su propio caso, lo difícil que era para una mujer casada y con hijos, sin medios propios, separarse del marido. Y a veces yo, con esa insolencia estúpida y tajante de la adolescencia y la primera juventud, afirmaba que vivir y acostarse con un hombre al que no querías porque te proporcionaba un alto nivel de vida, o sea, en definitiva por dinero, era una modalidad más de la prostitución. En años posteriores mamá se quejó de que su hija la había llamado puta.

En mi adolescencia y mi primera juventud yo tenía clarísimo que si no amabas a tu marido, o habías dejado de amarlo, o te habías enamorado de otro hombre, tenías que echar por la borda tu «opulencia», tu consideración social, tus hijos y hasta tu caniche, y largarte con él. Aunque reconozco que el tema del perro era realmente difícil.

Si yo en aquel entonces creía a rajatabla que el amor incluía admirar en el otro su modo peculiar de entender la vida y desear unirse a él o a ella, una de nosotras dos iba muy errada, porque Antonio, el señor que llegaba tarde a misa en los viajes, ocupaba hoteles elegantes y camarotes de lujo, no perdía jamás la compostura, ni regalaba enormes y bellas y auténticas esmeraldas (ni artificiales tampoco) y no dijo jamás, en los mil años que le tratamos, una sola palabra inteligente, o rompedora o divertida, no podía ser el hombre que arrebataba a la mujer amada y se la llevaba a la grupa de su caballo —no de un Mercedes— hasta las estrellas o el infierno. No era nuestra maravillosa madre una aguerrida valquiria que esperaba envuelta en llamas a su héroe y capaz de plantar cara al propio Wotan y hasta de provocar el crepúsculo de los dioses y la ruina del Walhala. (Tengo que pedir, sin embargo, disculpas anticipadas a los dos, a ti y a mí, además de a nuestra señora madre, y dejar bien claro que la injustificada y reiterada aparición de ninfas, valquirias o hadas obedece solo al romanticismo ramplón de tía Sara, o a mi cursilería incurable. De modo que solo puedo culpar de nocivas influencias a mi tía Sara, o culparme por entero a mí misma).

Nunca intenté averiguar el origen de las llamadas telefónicas que sonaron durante años todos los sábados (¿o los domingos?, no lo recuerdo bien) a la misma hora de la sobremesa. Mamá se levantaba y recorría el pasillo hasta la parte trasera, donde estaba el teléfono supletorio, tenía una conversación brevísima, y a los pocos minutos aparecía ya vestida de calle. En una única ocasión alguien, uno de los tres espectadores de la misma escena (supongo que fuiste tú), le pidió que lo llevara en coche no sé dónde. Mamá —que iba todos los días a recogerte en coche al colegio y luego, hasta que tuviste coche propio, a la universidad— le dijo que estaba ya llegando tarde y que iba en otra dirección.

En nuestros viajes de Semana Santa todo transcurría con una normalidad exasperante. ¿Por qué demonios mamá y Antonio, si habían dormido juntos, se molestaban en entrar, juntos pero casi terminada la misa, en la iglesia donde estábamos los demás? ¿Qué pretendían ocultar o exhibir nuestros padres? ¿Una protesta contra el mundo en que les había tocado vivir y que, por distintos motivos, no les gustaba?, ¿una protesta contra una sociedad chata y convencional que papá detestaba pero a la que no solo pertenecía su mujer, sino también él mismo?, ¿o era, simplemente, una historia de amor a tres bandas en la que papá había decidido no saber, cerrar los ojos, relegar el dilema al pozo más profundo del inconsciente, o sí sabía y había decidido aceptarlo por temor a perderla si provocaba un escándalo?

Esta explicación del amor a tres bandas, por los tres sabida y aceptada, y aceptada también por la sociedad que los rodeaba, parece la más lógica, pero existe otra que no ofrece verosimilitud alguna, es un puro disparate. Consistiría en que papá creyera, contra toda evidencia, que la relación de su esposa con Antonio no rebasaba ni rebasaría nunca, nunca, el límite de lo permitido, porque mamá era demasiado divina, demasiado honesta, para tener un amante, y, estando tan seguro de su fidelidad, poco podía importarle que mantuviera estrecha amistad con otro hombre, si eso la divertía y se lo pasaba bien a su lado. Ya te he dicho que es un puro disparate. Y ni siquiera merecería la pena tenerla en cuenta, de no haber ocurrido algo que vuelve a plantear ciertas dudas. Nuestro padre pudo tener una de esas ideas raras, raras de verdad, que se le ocurrían de vez en cuando. Había en el club de la calle Valencia un caso a tres bandas muy parecido al nuestro: la mujer, el marido y el amante. Y ante la perplejidad y el asombro de mamá y míos, papá tuvo la idea de escribir tres cartas: una al amigo, una a su mujer y otra al amante, reprobándoles su conducta y exhortándoles a modificarla. Por suerte no pasó nada grave, y la única consecuencia fue que el amigo y su mujer dejaron de hablarle a papá durante un tiempo.

Ya he dicho que para mí nuestro padre era el gran desconocido (jamás se me ocurrió que le observases y juzgases y recordaras de él tantas cosas como las que cuentas aquí). Es indudable que sintió por nuestra madre una pasión sin límites y una admiración tan profunda como poco aprecio hacia sus cualidades (creo que ni siquiera se dio cuenta de lo muy querido que era y de lo muchísimo que se lloró su muerte, y sí, era grave que, como tú señalas, no les viéramos nunca darse un beso). Papá, poco dado a las historias románticas, nos refería, sin embargo, su noviazgo como si se tratara de un cuento de hadas en el que una princesa dotada de todas las cualidades era asediada por un enjambre de pretendientes y a la que, puro milagro, él acababa por conseguir. Un poco, pienso ahora, como Gunter, rey nibelungo, que, enamorado de Brunilda, logra conquistarla y llevarla a sus dominios y hacerla su esposa, pero que nunca consigue su amor. Cierto que Gunter recurrió a una trampa canallesca, y que nuestro padre no hizo propiamente trampa, pero sí utilizó para conseguirla —lo contaba ella y le creí siempre— caminos indirectos. Aseguraba mamá que le pidió su mano a nuestro abuelo antes de proponérselo a ella, dando por segura su conformidad, y que de hecho sedujo a toda la familia menos a la novia. (Un caso muy similar al de nuestra abuela paterna). Nuestra abuela materna, la abuela Concha, tenía un interés y una prisa inexplicables por casar a las tres hijas: las dos mayores —Blanca y Sara, el Hada Buena y el Hada Mala de mi infancia—, nacidas de un primer matrimonio del abuelo. Y a los dos hombres de la familia, Víctor, el nazi, «borracho, parrandero y jugador» como el que más, con ribetes vergonzosos, o al menos informales, y al mismo tiempo uno de los tipos más simpáticos y atractivos que he conocido (se llevaba mal con mamá, pero era para mí el mejor de los padrinos y nos regaló a Gaby), y el abuelo, aquel pretendiente tan «buen chico», tan formal y trabajador, de tan buena familia, que no disponía de grandes medios pero que sin duda se abriría camino, les parecía de perlas.

¿Sabes que mamá nunca le perdonó al abuelo que permitiera, que apoyara incluso, ese matrimonio? ¿Sabes que siempre lo consideró responsable del mismo? Porque el abuelo Pepe, un hombre inteligente, con amplia experiencia de la vida, tenía que saber forzosamente que entre un hombre y una mujer debe existir algo más, que no basta con que él sea buen chico, y trabajador, y le espere un brillante porvenir, que no basta siquiera con que esté locamente enamorado y desee con vehemencia hacer feliz a su esposa; tenía forzosamente que saber que este «algo más» no existía todavía, que era dudoso que apareciese, y que tal vez estuviera condenando a su hija a un matrimonio sin sexo y sin amor. Por lo menos debería habérselo advertido.

Creo que papá, aunque habría podido hacer felices a la mayoría de las mujeres, no supo nunca nada de nosotras. Dio por hecho que a las mujeres el amor nos llega a menudo más tarde, ya casadas, y que de todos modos el sexo nos importa menos. Pero me pregunto cómo pudo un hombre tan respetuoso, tan cuidadoso en no molestar a los demás, mantener durante más de cuarenta años relaciones íntimas con una mujer que no lo deseaba. Mamá, dispuesta a encontrarlo todo mal, lo acusaba de múltiples torpezas.

La primera verbena de casados, nuestro padre pasó parte de la noche en la clínica, porque había mucho trabajo, y ella la pasó sola en el balcón, mirando decepcionada y envidiosa el jolgorio de la Rambla de Cataluña. Mamá se sentía también ofendida porque papá no la había felicitado nunca y ni siquiera le había dado las gracias cuando ella le ayudó en el despacho. Y lo peor: la noche que yo nací, noche de bombardeo en que no llegaba el médico ni la comadrona, mamá se quejaba por el dolor, hasta que papá (sensato e inoportuno a tope) le dijo: «¿Crees que te dolerá menos por quejarte? Solo conseguirás ponerte aún más nerviosa». Ante lo cual, la Valquiria cerró la boca y no volvió a abrirla en lo que duró el parto.

Papá tenía amigos, al margen del grupo cerrado del bridge de la calle Valencia, feudo absoluto de mamá. Algunos médicos como él, y también de otra época. Recuerdo al doctor Arruga, el eminente oculista, muy cascarrabias —cuando jugaban juntos al golf en Sant Cugat y yo los acompañaba no me dejaba abrir la boca—, pero todo un personaje. Una noche nos invitó a su casa, en un bello pasaje del Ensanche, para enseñarnos las películas que había filmado en su reciente vuelta al mundo. ¡El doctor había dado la vuelta al globo a principios de los años cincuenta, seguramente en el Queen Mary! ¡Nos pasaba imágenes de lugares remotos —de China, de Australia, de las islas del Pacífico…— y las comentaba con erudición! Como puedes suponer, aquello me deslumbraba, como me deslumbraba también la clínica del doctor Barraquer, otro gran oculista de la ciudad, que era o había sido tu médico, clínica absolutamente moderna, futurista, en el ático de la cual nos explicaban que tenía el doctor su espectacular vivienda, con una especie de zoo, fieras incluidas… Todo aquello respiraba dinero, mucho más del que teníamos nosotros, pero también respiraba interés por la innovación y una extraordinaria inquietud intelectual.

En casa se dieron cuenta muy pronto de que mis ojos no miraban en la misma dirección. Nuestro padre me llevó inmediatamente a la consulta del doctor Barraquer. Recuerdo las largas esperas (aunque por ser mi padre médico nos daban un trato privilegiado) en la sala ovalada de las esculturas clásicas, recuerdo acuarios con peces de colores, recuerdo al viejecito que me pinchaba la cara con su barbita cuando me besaba, pero recuerdo sobre todo las oleadas de terror que me sacudían de la cabeza a los pies. A pesar de que no me habían hecho hasta entonces ningún daño, el miedo a los médicos ocupaba un lugar preferente entre mis múltiples terrores. En el caso de Barraquer, yo sabía que él y nuestro padre hablaban de las ventajas y desventajas de una operación y que en una de aquellas visitas anuales podía producirse la catástrofe. Cosa que nunca llegó a suceder, como después se verá, pues solo tuve que llevar un ojo tapado unos meses y después me pusieron gafas. Una niña gordita, con gafas desde los tres años y andando con las puntas de los pies hacia adentro. Que fuera obediente, sensible, buena y estudiosa no mejoraba en absoluto el panorama, porque creo haber sido también la niña más miedosa y tímida del universo entero. Y uno de mis terrores, un pánico cerval, se dirigía a los médicos.

Ignoro por qué, siendo hija de un médico capaz de curar un cáncer con una gillette, les tenía tantísimo miedo. Nunca me habían hecho daño, pero dos cosas —una posibilidad y una certeza— me tenían el corazón en un puño, me amargaban la vida todo el año. La posibilidad dependía de Barraquer —este ilustre oculista, de cuya clínica tú también hablas—, que, tras una larguísima espera en una enorme sala circular rodeada de esculturas de la Antigüedad, nos hacía entrar por fin a mamá y a mí en su despacho y me sentaba cariñosamente en sus rodillas. Pero yo lloraba como una Magdalena, siempre en silencio —era niña de llantos mudos—, y estaba enferma de pura ansiedad —seguro que me subía la fiebre como cuando me obligaban a ir a casa de tía Sara—, pues cabía dentro de lo posible, y en su obsesión por la verdad mis padres no me lo habían ocultado, que aquel viejito flaco de la barba pinchosa y cana, que tenía unas esculturas tan bonitas y unos acuarios con peces de colores, decidiera que era necesario operar. No había nada en el mundo que me pareciera tan terrorífico como una operación en los ojos. Que en aquel momento continuaba siendo una posibilidad.

La certeza —cierta e inevitable como la misma muerte, y que, como esta, no importa cuánto se demore: importa que, antes o después, estará ocurriendo, será presente— era la vacuna contra el tifus, que mi padre nos ponía a toda la familia cada primavera. Estaba yo, por ejemplo, en uno de los momentos más dulces de mi infancia, en el cine, un sábado por la tarde, con Bubi y tía Blanca, viendo por tercera o cuarta vez (a Blanca, por complacernos, no le importaba repetir programa, y, como ella no tenía reparos en mentir, juraba que no había visto El divino impaciente o el último espectáculo de Juanita Reina), El signo del Zorro o El libro de la selva, y surgía de pronto la imagen de la inyección, la terrible aguja asesina aproximándose a mi carne indefensa, y allí moría todo posible placer. El pavor a los médicos, a las inyecciones, a una posible operación, a los partos y, claro está, a la muerte, madre de todos los terrores, ha perdurado a lo largo de casi toda mi vida, ha sido, de hecho, el último en desvanecerse. Pasé casi setenta años sin saber lo que era una dolencia importante. Ni siquiera tuve un dolor de muelas, y los partos, gracias a la anestesia, fueron un paseo. Y luego, un día, hace ya meses, me cayó encima todo el dolor acumulado. Días y días, noches y noches intolerables, en que crees que ha transcurrido una hora y apenas han pasado cinco minutos. Comprobé que en efecto el dolor físico es atroz. Te reduce a un animalito gimoteante, pendiente únicamente del dolor, obsesionado por las oleadas de dolor que te invaden y te anulan y te dejan sin aliento. El dolor es feo, degradante, miserable. Me asusté cuando vi mi rostro desencajado, roto, patético, en el espejo del cuarto de baño del hospital. Y, sin embargo —¡qué raro es todo!—, perdí, ojalá para siempre, el miedo al sufrimiento y el miedo a la muerte.

Por suerte se acordó finalmente no operar. Y desde mis cuatro años hasta hoy he llevado gafas y mi ojo izquierdo, incapaz de trabajar en equipo, mira cada día más hacia donde le da la gana.

Al Hotel Costa Brava de Playa de Aro, en el que pasábamos los veranos, y sobre el que sin duda tendremos que escribir, acudía el doctor Trueta, eminente catalán que residía en Londres. Papá me explicó que aprovechando la experiencia de los muchísimos traumatismos graves que le proporcionó la Guerra Civil española, este doctor había revolucionado los métodos de curación y se había decidido a enyesar al paciente sin esperar la curación de la herida, o eso me pareció entender. Recuerdo las conversaciones de aquel sabio como un prodigio de erudición y finura. Y no me parecía extraño, pues, entre todas las profesiones liberales, los médicos eran los que tenían más prestigio cultural, quizá solo compartido por los ingenieros de caminos, canales y puertos, y por los arquitectos…

¡Qué tiempos aquellos! Al parecer, después de la contienda Trueta se había exiliado en Londres, donde había desarrollado una brillantísima carrera e incluso la reina le había nombrado Sir. Todo esto le confería un aura de respeto y admiración ante el resto de la colonia de veraneantes. En contra de la memoria oficial, yo no creo que quedase allí ningún franquista convencido, pues todos sabían que el doctor seguía siendo fiel a la República.

No puedo entender que digas una cosa así, a menos que sea una provocación. Es posible que tengas razón cuando criticas que en alguno de mis libros pretendo que la burguesía catalana de la posguerra fue en bloque franquista. Es evidente que parte de ella no lo fue y que existió siempre una burguesía contraria al régimen. Pero pretender que en el Hotel Costa Brava de los años cincuenta no había franquistas convencidos es pasarse de rosca. Dices que no había «ninguno». Puedo citarte por lo menos dos —papá y mamá—, y no creo que fueran una excepción.

Quizá debería haber escrito «pocos» en vez de «ninguno», pero me temo que empleas el término «franquista» con la misma imprecisión con la que los progres emplean el de «fascista» para cualquiera que no comulgue con los preceptos de la izquierda. Lo cierto es que la mayoría de los clientes del Hotel Costa Brava, y sobre todo nuestro padre, respetaba e incluso mostraba cierta admiración por un doctor que no ocultaba sus convicciones catalanistas y republicanas. Si consideras esta actitud propia de «franquistas convencidos», adelante; es un tipo de discusión que me ha dejado de interesar por completo.

¿Crees que a mí me interesa mucho? Has sido tú quien ha planteado la cuestión.

Es evidente que entre los veraneantes no debía de haber ningún comunista, pero desde luego había convencidos catalanistas: recuerdo perfectamente que en una excursión en tartana (es cierto, en tartana) el matrimonio que me acompañaba me propinó el primer rapapolvo, extensivo a nuestros padres ausentes, por hablar en castellano. Y estos temas me obligan a confesar mi absoluto desinterés por la política. Tengo que reconocer que ya en los años de universidad —cuando la inmensa mayoría de los estudiantes éramos abiertamente antifranquistas y de izquierdas, y el mayor elogio que se podía hacer de un individuo o de un colectivo era que estaba «muy politizado»— mi entusiasmo político era relativamente sincero, incluso conmigo mismo. Picasso manifestó en una ocasión que era comunista porque sus amigos lo eran: a mí me sucedía algo parecido. Cuando Dalí me decía que despreciaba la política porque le parecía la anécdota miserable de la Historia, sentía que, como todas las boutades del Maestro, encerraba mucho de verdad. Pero mi desinterés se ha hecho abismal más tarde, cuando la profesión de arquitecto me ha exigido el trato personal con políticos y he comprobado que su actividad no se puede desarrollar con un mínimo de eficacia sin recurrir a la mentira. En caso de extrema necesidad, las razones políticas obligan a mentir. El caso de corrupción en el Palau de la Música de Barcelona, que desgraciadamente conozco a fondo por haberme visto personalmente implicado, es la prueba irrefutable de lo que digo. Habiéndonos enseñado desde muy pequeños que cualquier mentira era motivo de anatema, una profesión con esta limitación de base no puede interesarme. No se me oculta que confesar desinterés por la política comporta ser tildado automáticamente de individuo de derechas (aunque yo no crea serlo), de la misma forma que demostrar escaso entusiasmo por el nacionalismo catalán es propio de un exaltado nacionalista español (que tampoco lo soy), pero a estas alturas tales previsibles descalificaciones no me alteran demasiado.

A propósito de la ausencia de nuestros padres, que antes lamentabas, hay que reconocer que a mamá no la veíamos demasiado. Nunca se levantó para llevarnos al colegio. Recuerdo a la camarera de turno vistiéndonos en la cocina del piso de Rambla de Cataluña, sentados tú y yo en el mostrador de mármol, y, si nuestros recuerdos difieren mucho en lo que respecta a nuestra calidad de vida durante la posguerra, en algo tengo que darte la razón: pasábamos un frío atroz, sobre todo al levantarnos por las mañanas. Durante los cuatro años que fuimos al Real Monasterio de Santa Isabel superé mi timidez y mis miedos y empecé a ser una niña bastante normal, y casi diría feliz. En el paréntesis que medió entre que cerraran el Colegio Alemán al terminar la guerra y que abrieran el San Alberto Magno, ese sí su auténtica prolongación, no creo que viéramos a mamá ni treinta minutos al día. En la primera etapa de la vida ocupan los centros de enseñanza un lugar primordial. A veces pasamos en ellos más horas que en nuestras casas.

Tengo vagos y tristes recuerdos del colegio del padre Ros: deprimentes y oscuras tardes de invierno en el patio comiendo la pedrosa pastilla de chocolate o el dulce de membrillo, y tirando, a escondidas, la barrita de pan negro a la papelera, curas con sotana… —que yo recuerde no había otros curas allí aparte del padre Ros, y en aquellos años todos los curas, al menos en España, llevaban sotana—, nosotros con bata, una maestra que al primer día de clase tuvo la falsa impresión de que yo era un niño malísimo, impresión que tardó mucho en modificar (si un niño me pegaba acudía ella al tumulto y decidía a priori que había comenzado yo), me parece que le pedí a mamá que deshiciese el equívoco, que le explicase que yo era un trozo de pan; no sé si lo hizo, pero tardó un trimestre en reconocer su error.

Exceptuando la timidez provocada por no conocer a ningún alumno en la primera mañana de clase, el San Alberto Magno, al que entré en primero de bachillerato, fue un cambio liberador, como ya explicaremos, y, claro, no recuerdo la tristeza de ver oscurecer tan pronto en invierno porque nunca nos quedamos por la tarde.

El colegio del Real Monasterio de Santa Isabel fue uno de los cuatro o cinco que surgieron como continuadores del Colegio Alemán. Lo fundó el padre Ros, un sacerdote joven que daba clases a los alumnos del Colegio Alemán que querían hacer la primera comunión. Me parece que era el sacerdote de aquel monasterio de monjas de clausura, a las que debía de sobrar cantidad de espacio, la mitad del edificio. Al entrar había un amplio vestíbulo, a la izquierda, la puerta de la capilla y la entrada al convento, y a la derecha, la entrada al colegio. Una amplísima escalera llevaba al piso donde estaban la mayor parte de las clases. Y en el resto de la planta baja, el despacho del director, las oficinas, el comedor y las clases de los pequeños, y, tras una galería porticada, un jardín enorme, tanto que la parte del fondo no se llegó a ocupar. Sé que a ti te interesa la arquitectura de las escuelas, pues bien, aquella era un poco especial, con el gran vestíbulo, la escalinata monumental y los puntos contiguos a la zona de las monjas, en las que nos advirtieron desde el primer día que entrar era pecado mortal.

Al Real Monasterio fueron a parar varios profesores españoles del Colegio Alemán, entre ellos la señorita Palau, que luego formaría su propia escuela y acabaría en el Alberto Magno —la anécdota que tú cuentas no pudo tener lugar en otro sitio—, donde volveríamos a encontrar también a Muñoz, a Vidal y a otros. Pero la verdad incuestionable es que en el profesorado no figuraban más de tres o cuatro alemanes, y los alumnos de esta nacionalidad no llegarían a un diez o un veinte por ciento. El colegio del Real Monasterio de Santa Isabel no era en absoluto un colegio alemán. Ni siquiera un colegio en que se privilegiara este idioma o se celebraran festividades como la llegada de Santa Klaus en su trineo o los huevos de Pascua, decorados por los alumnos, y escondidos por todo el edificio. Ni había clases de baile, y creo que no solo a la Palau y a las Tres Señoritas, que se ocupaban de las niñas que no hacíamos bachillerato, les habría dado un pasmo enfrentarse a una Sommerfest donde hubiera tabaco, alcohol y retazos de sexo.

Sin embargo, allí descubrí la excitante relación amorosa con otras niñas (de una en una, ni asomos de promiscuidad), primera etapa de mi educación sentimental. Yo y la otra niña, o la pareja formada por otras dos niñas, andábamos siempre pegoteadas, en el pupitre de la clase, en la mesa del comedor, en la capilla. Nos escribíamos cartitas, nos hacíamos pequeños regalos, nos mirábamos todo el tiempo y, para las muchas ocasiones en que estábamos juntas, pero en grupo, habíamos establecido un código secreto. Una decía en cualquier momento, en la voz oscura y densa que atribuíamos a Mata Hari: «¿Me lo dices?», y respondía la otra voz, tímida pero enamorada: «Te lo digo», y de nuevo Mata Hari: «¿Me lo repites?», y la respuesta encendida, rendida, final feliz de la historia: «Te lo repito». (Me temo que como creadoras de códigos secretos no valíamos demasiado).

Lo único extraño, aunque a mí no me lo pareció hasta mucho tiempo después, era que aquel juego apasionado y apasionante no tenía para mí (si para alguna de las otras lo tuvo, nunca lo confesó) significado erótico. Mi cuerpo no participaba en él. Y ni se me ocurría que pudiera ser de otro modo. Y aun así un día el director me llamó a su despacho. El director, o sea el padre Ros, había sido discípulo o colaborador de nuestro tío y debíamos de interesarle de un modo muy especial, porque se llevó un berrinche cuando nos fuimos. A mí me daba pena dejar el Real Monasterio, me costó noches de insomnio decidirlo, y tuvo que emplear mamá todas sus habilidades de bruja, y, aunque me gustó enseguida el nuevo colegio, echaba todavía de menos el anterior, y un día en que encontré al padre Ros con un grupo de alumnos por el Paseo de Gracia, me precipité hacia ellos con entusiasmo, pero el padre tuvo un gesto de rechazo y comentó que era mejor que la manzana podrida se separara cuanto antes de las otras.

Y siguió su paseo, y yo me quedé allí como una idiota, preguntándome si no tendrían las Tres Señoritas razón y terminaría convirtiéndome en una gran pecadora, porque lo de gran santa no parecía probable.

Aquel día en el colegio también llamaron al despacho del director a otras cuatro o cinco niñas de mi curso, por separado y con gran misterio, para soltarles el mismo rollo que a mí, acerca de que si la amistad entre dos niñas podía ser algo bello, positivo y agradable incluso a los ojos de Dios (aquí lo he escrito en mayúscula, para dar más énfasis a la cuestión), aunque entrañaba sin embargo cierto peligro y había que ir con mucho cuidado, porque el demonio estaba siempre al acecho y aprovechaba cualquier ocasión para tentarnos, y entonces lo que había sido bueno se transformaba en algo horrible. ¿Verdad que evitaría de ahora en adelante las tentaciones y no establecería relaciones íntimas con las compañeras, sino que las querría a todas sin rebasar los límites que llevaban al pecado?

Debía de tener razón mamá cuando puntualizaba que yo era inteligente pero que de lista no tenía un pelo, porque le aseguré al director que no hacíamos nada malo y le prometí todo lo que me pidió que prometiera, a él y sobre todo al Altísimo, y quedó el padre Ros muy satisfecho, pero juro por todos los dioses que yo no había entendido absolutamente nada. Hasta tal punto que, cuando encontré al salir del despacho a una de las Tres Señoritas y le conté muerta de risa (las Tres Señoritas, que tú no debiste ni conocer, porque se ocupaban solo de las niñas, y estaban mucho rato con nosotras y había más confianza) que el director me había dado un sermón que no tenía ni pies ni cabeza, un puro disparate, ella me aseguró, para mi sorpresa, que el padre Ros había actuado con prudencia y no nos había dicho ningún disparate.

Con lo curiosa que soy y lo mucho que me fastidia no entender lo que pasa, es raro que no insistiera yo en mis preguntas. Pero las otras niñas también salieron riendo, en absoluto preocupadas, y no hablamos apenas del asunto, seguimos comportándonos igual que antes, y ni el padre Ros ni nadie nos volvió a llamar la atención. Supongo que admitieron la posibilidad de haber metido la pata, de que no teníamos ni idea de que pudiera existir el sexo entre mujeres, y de que no ocurría entre nosotras nada que pudiera preocuparles.

Pero hubo otra historia, infinitamente más grave. Porque da la casualidad de que la provocó Muñoz, el profesor al que te refieres siempre con merecidísima admiración y cariño. Yo también lo considero un excelente profesor y una bellísima persona, limpio, sano, preocupado por sus alumnos, tremendamente humano. A lo largo de los años he pensado varias veces en lo ocurrido, y me asusta lo enfermo que tiene que estar un país, tan obsesionado con el sexo y el pecado que hombres inteligentes y abiertos y «buena gente» (no solo las profesoras gordas y feas) puedan comportarse como inquisidores y ver fantasmas donde no hay nada.

Te cuento. Las mismas chicas de antes habíamos comprado una pelota de goma y le habíamos puesto en broma el nombre de Gilda. Una mañana, en hora de recreo, un compañero de curso nos quitó la pelota, le perseguimos por los pasillos y conseguimos acorralarlo en nuestra clase. A una de nosotras (no fui yo) se le ocurre cerrar con llave (las clases tenían llave por dentro, supongo que habían sido las celdas de las monjas del antiguo convento) para que el chico no pueda escapársenos. Y en ese preciso momento llega Muñoz, intenta entrar, comprueba que la puerta está cerrada, llama, le abrimos y ¿qué ve? Allí hay seis chicas y un chico, todos absolutamente vestidos, separados uno de otro, y el chico sostiene una pelota en las manos. ¿Qué demonios ve Muñoz? ¿Qué se le ocurre que podemos estar haciendo? ¿Encerrando a un chico para cortarle el pito o masturbarlo entre todas? Y ¿cómo es posible que el director y los otros profesores, que no estaban allí, vieran también algo tan inverosímil?

Lamento sinceramente las medidas coercitivas sobre las pobres niñas, pero no puedo dejar de admirar la imaginación erótica del bueno del señor Muñoz. Lo que pudo llegar a imaginar que sucedía behind de green door deja a la mejor película erótica de todos los tiempos, al Acorazado Potemkin del porno (Luis Berlanga y yo estábamos de acuerdo), a la altura del betún.

No sabes la que armaron. Amenaza de expulsión a los siete, llamadas histéricas a los padres. Lo cual a mí no me preocupaba en absoluto, ¡buena era mamá para escuchar tales bobadas! Y ni ella ni papá habrían dado crédito a nadie antes que a nosotros, nunca. Pero ¿y los padres de los otros niños?

Al otro día los inquisidores, que ya debían de haber hablado con algunos padres y empezaban a pensar que no había motivo para tanto drama, hubieran preferido poner punto final a aquella historia absurda, pero no podían tolerar en modo alguno que lo pusiéramos nosotras. Así que decidieron que lo importante era averiguar quién había cerrado la puerta: el autor material del delito. Pero nosotras, inmersas ya en aquella tragicomedia, replicamos: «Todas a una». A partir de ahí, mientras seguían los interrogatorios, nos dejaron ir al colegio y asistir a las clases, pero separadas de los otros niños, y en los recreos cada una quieta y calladita en un rincón. Hasta que la niña que había cerrado la puerta confesó, contra la voluntad de las otras cinco —que aspirábamos ya a ser quemadas vivas en medio del patio—, que había sido ella. Y todo acabó así, en agua de borrajas, sin expulsar ni castigar a nadie.

Todo era muy distinto, Oscar. Piensa que han pasado sesenta años, ¡más de medio siglo! Y hay insensatos que aún quieren vivir más tiempo. Los recuerdos que yo tengo del Real Monasterio son distintos de los tuyos. Yo cursaba Enseñanzas del Hogar, que ya era de por sí un disparate. No sé para qué pretendían prepararnos. Para nada. Dábamos Taquigrafía y una asignatura que creo recordar titulaban Contabilidad, y que consistía en anotar en redondilla los «asientos» en el Libro Mayor. Supongo que esto apuntaba a que fuéramos secretarias. Dábamos Puericultura, cuando faltaba una eternidad para que fuéramos madres. Dábamos Cocina sin haber visto una sola vez una cocina o un tomate. En la clase de Labores hacíamos unos trapitos horribles con distintos tipos de vainicas; todos daban asco, pero los míos más, hasta que la profesora, una de las Tres Señoritas, se rindió y me propuso el punto de cruz en un juego de mantel y servilletas. Eso era otra cosa, y lo hice con entusiasmo, aunque ¿sabes cuál era el motivo de los bordados? Abejas y moscas.

Hace sesenta años solo algunos padres muy especiales se planteaban el dilema de si las niñas debían, o no, estudiar bachillerato. En casa ni siquiera a nuestra madre —y habría sido muy propio de ella, y papá no habría opuesto la menor resistencia— se le ocurrió no ya que fuera a la universidad, sino que cursara estudios secundarios. Es raro, ¿no? Cuando llegó el momento en que todos los chicos empezaron bachillerato, nosotras nos vimos inmersas, con toda naturalidad, en las Enseñanzas del Hogar, o sea en la nada, porque las asignaturas con las que se suplían las Matemáticas, el Griego y el Latín que daban los chicos no iban encaminadas a nada. Solo entró en el bachillerato una niña, África, sobrina de un catedrático de renombre que escribía, entre otras cosas, libros de texto de literatura. Más tarde entró en el colegio, en la sección de bachillerato, una niña muy mona, que venía precedida de una gran expectación porque nos habían comunicado que tenía su padre un título nobiliario, que eran propietarios del Monasterio de Piedra y que su coche rebasaba los cien kilómetros por hora.

Y no vayas a creer que mi decisión de pasarme al bachillerato era una protesta contra el sistema ni presagiaba mis futuros escarceos con el feminismo. En aquellos momentos debía de estar cansada y aburrida de llenar los álbumes de fotos recortadas en las revistas femeninas, harta de hacer redondilla en los Libros Mayores de los contables, harta de aquellos asquerosos trocitos de tela con muestra de puntos y dobladillos (el mantel de merienda decorado con una cenefa de moscas y abejas suponía un gran cambio, pero por lo visto no fue suficiente). Y no vayas a creer tampoco que me cepillé cinco cursos en uno para estudiar Literatura, o Historia, o Filosofía en la universidad. No. Mi propósito inicial era llegar a ser enfermera o asistenta sanitaria para ayudar en su consulta a mi papá. ¿Y sabes que, al igual que tú, me desmayo (o mejor, me desmayaba) si veo una gotita de sangre y me da náuseas el olor de un hospital?

En cuanto a nuestros padres, creo que a papá le hizo gracia la idea y a mamá le importaba un bledo. A lo largo de todos mis estudios no supo o no quiso saber jamás qué carrera estaba yo siguiendo o en qué curso me encontraba. Había decidido, eso sí, que el matrimonio no era la única profesión de las mujeres, y que yo, casada o soltera, me dedicaría a traducir y quizás a escribir novelas. Me parece que había decidido también que tú serías artista: arquitecto o pintor. ¿No te parece increíble que los dos hayamos hecho exactamente lo que ella quería? Incluso tuve los hijos que ella deseaba como nietos. Néstor (la preferencia de mamá por los hombres era una constante: su padre, tú, Néstor) le parecía guapísimo, tan rubio y tan alto y tan europeo (europeo del norte, claro), y Milena era la hija que le habría correspondido a ella tener. Entre mi madre y mi hija, en cierto modo cómplices, me he debatido a la desesperada, derrotada siempre, las dos mucho más fuertes que yo, aunque no lo sepan.

Pero he descubierto ahora, quizás al exponerlo delante de ti, algo tan descabellado, tan absurdo que no se me podía ni ocurrir, y que es sin embargo el punto clave de mis relaciones de amor-odio con mamá, lo que las explica. Nuestra madre, que me superaba en todo, y ella lo sabía, y yo lo sabía, y lo sabían todos, me tenía —casi me avergüenza decirlo y no me importará que no lo creas— una profunda envidia. Y no éramos un caso único.

Las cuatro o cinco niñas que cursábamos Enseñanzas del Hogar deambulábamos por el edificio ideando bobadas (como escondernos en los «potros» de gimnasia (¿se llaman así?) —creo que te refieres a los plintos— para asustar a los niños pequeños cuando pasaban por nuestro lado, o inventando códigos secretos, o montando batallas realmente perversas por cuestiones de celos o de envidia. Lo que hiciéramos o dejáramos de hacer solo importaba a las Tres Señoritas (salvo cuando nos encerrábamos en una clase con un chico, claro). ¡Ah, las Tres Señoritas! ¿De dónde las habría sacado el padre Ros? A ti te habrían horrorizado, pero a mí me conmovían y me divertían. Tan inocentes, tan emotivas, tan solteronas. Pasábamos horas con ellas, hablando de todo. Solo que este «todo» tenía poco que ver con el que más tarde nos descubriría Vidal. A mí me miraban con cierta preocupación. «Para ti no hay términos medios», decían. «Serás una gran santa o una gran pecadora».

Además de las Tres Señoritas, el padre Ros había incluido en el profesorado a un personaje insólito (del que me enamoré inmediatamente, claro, sin que esto perturbara para nada mi relación con la compañera de curso). Era flaco, pequeñajo, nervioso, iba siempre con alpargatas y algunas veces pasaba por el colegio una mujer gorda con la que había tenido un montón de chavales. ¿De dónde habría salido? Desde luego, no del Colegio Alemán. No sé de qué asignatura se suponía que eran sus clases. Pero resultaban fascinantes. Era un gran narrador y nos explicaba cada vez una historia tremenda en la que generalmente él figuraba como fiscal. Resultaba emocionante. Me temo que yo no era la única que se había enamorado de él, ni éramos solo las chicas. Tardé mucho en comprobar, al caer el libro en mis manos, que las tremendas historias que nos contaba como si él las hubiese vivido eran los cuentos de Poe.

Después empezó a someternos en clase a tests complicados y morbosos destinados a enfermos mentales y criminales importantes, y a celebrar largas sesiones con algunos alumnos, todos varones. Aquello era demasiado incluso para el Real Monasterio, y en el curso siguiente no figuró ya entre el profesorado.

¿Qué te parece, hermano? Si a esto añades que el padre Ros era un tipo inteligente y sensible pero que no destacaba por su sensatez ni por su ecuanimidad, y que tenía gestos descontrolados y excesivos en un director, y que cualquier día entrabas en la capilla y te encontrabas con el cadáver de una monja, reconocerás que el Colegio del Real Monasterio de Santa Isabel no era tan gris y anodino como desde tu situación parecía.

Ya he dicho que nos quedábamos a comer en el colegio, y nos llevaba y traía el autocar. Mamá nos esperaba ya vestida, en ocasiones hasta con los guantes y el sombrero puestos, para darnos un beso antes de irse al club de la calle Valencia, donde se encontraba con papá y con los amigos, y donde cenaron juntos casi todas las noches durante más de cuarenta años, hasta que el club cerró. La infinita pereza de mamá para todo lo relacionado con el gobierno de la casa hacía que casi nunca tuviésemos invitados. El club le resolvía su vida social sin que tuviera que ocuparse de nada. Tal vez recuerdes que muchas noches telefoneaban para confirmar que se quedaban en el club, y entonces las dos criadas que dormían en casa, y nosotros dos, nos cogíamos en fila por la cintura (en una parodia de la Conga) y recorríamos el piso berreando «qué ilusión que no vienen a cenar». Raro, ¿no? Nos estamos lamentando de lo poco que veíamos a nuestros padres y de estar en manos del servicio, y ahora recuerdo con certeza absoluta que festejábamos que no vinieran. Eso evidencia que las criadas no eran todas unas bestias dictatoriales y sádicas como tú las describes. Hubo de todo.