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En la segunda página de sus memorias Ingmar Bergman confiesa que a los cuatro años, una tarde luminosa y soleada, creyendo que está solo en casa, entra sigiloso en el dormitorio de sus padres, donde duerme la hermanita que le ha provocado unos celos incontrolables, decidido a estrangularla, proyecto que habría llevado a cabo, si su torpeza no hubiera provocado que el bebé despertase de inmediato con un chillido penetrante y que él, al intentar taparle la boca, perdiese pie y cayese de la silla a la que se había encaramado para perpetrar el fracasado homicidio. Cuenta también que más adelante, a los dieciséis años, es enviado a Alemania en un intercambio de estudiantes. En Weimar tiene ocasión de asistir a los festejos del día del Partido Nazi, que son encabezados por Hitler. Allí, bajo la lluvia, ve llegar al personaje: de pie, inmóvil en el enorme coche negro que dobla lentamente hacia la plaza, momento en que el mandatario se vuelve, majestuoso, y mira a la multitud, que da alaridos y llora como en trance. Tras el discurso del Führer y el desfile, estalla la tormenta. Bergman no había visto nunca nada parecido: grita como todos, levanta el brazo en alto como todos, ruge como todos, ama como todos. Él también lo amó. Durante muchos años estuvo de su parte, se alegró de sus éxitos, lamentó sus derrotas. Querida hermana, así se expresa nuestro idolatrado Bergman, y así me gustaría que lo hiciésemos nosotros en estas memorias compartidas que hemos acordado que no sean memorias, y que a veces no serán compartidas. Me gustaría que utilizásemos su misma franqueza, aunque tú no intentases estrangularme de pequeño y aunque yo no amase a Hitler (la cronología lo impidió, pero cierto escalofrío me recorre el espinazo cuando contemplo algunas filmaciones de Leni Riefenstahl). Sé que este no es tu caso. En tus libros lo has demostrado, incluso antes de ser una vieja dama indigna. Allí explicas muchas, muchas cosas con absoluta sinceridad. Si este intercambio de recuerdos de infancia y primera juventud puede tener algún interés es porque unos se te quedaron en el tintero, otros no son compartidos (los vivimos independientemente) y en otros no coincidimos (los recordamos de forma diferente).

Me gusta que plantees al principio —cuando todavía no tenemos siquiera una idea precisa de lo que vamos a hacer ni de cuál será el resultado final de esta inmersión a cuatro manos en busca de un pasado común y dispar— una cuestión fundamental: ¿hasta dónde vamos a llegar en nuestra exploración y aceptación de la verdad? En la primera página que has escrito, y que será también la primera del libro, afirmas que el interés reside en que no contemos las historias al modo usual, donde se vive una infancia feliz y se disfruta de unos padres ejemplares. Es obvio (obvio para nosotros dos) que no vamos a caer en esto, pero ¿hasta dónde vamos a llegar en la verdad? No hasta el final, sé que es imposible. No solo porque la ignoramos, sino porque la experiencia me ha enseñado que puedo desvelar facetas y describir sucesos de mí y de mi vida muy íntimos, pero hay cosas que ni en el diván psicoanalista ni en el potro de tortura confesaría jamás. Y lo curioso es que suele tratarse de pequeñeces, porque nuestra verdad más íntima, al menos la mía, está formada de pequeñeces. Pero estoy dispuesta a ir bastante lejos. Tal vez con una sola excepción: los hijos. Debe de haber sido duro tenerme como madre, solo faltaría que ahora me erigiera en cronista y en juez. Mientras, por lo contrario, no debemos falsear la imagen que tenemos uno del otro, aunque las que tienes de mi infancia me causan pavor… Es broma.

¿Tú dónde pones los límites? ¿Eres consciente de lo poco que hemos hablado nunca (que has querido tú hablar nunca) de cuestiones personales? Creo que eres muy reservado. Para mí uno de los objetivos básicos de este libro es saber de ti. Por primera vez si me hacen la inevitable pregunta acerca de para quién escribo, podré dar una respuesta real y sensata. Escribo para ti. Este libro es en gran parte un juego entre nosotros dos. Nunca tuve valor, ni en Playa de Aro ni más adelante en otros mares, para tirarme como tú desde las rocas de cabeza al agua. ¿Lo haremos ahora? ¡Qué bonito final!

Ha aparecido por primera vez el nombre de Playa de Aro, y por primera vez se nos plantea el espinoso problema de cómo vamos a nombrar a poblaciones y calles que en el transcurso de nuestra vida se han catalanizado. Desde luego, pertenecemos a una generación que no pudo estudiar catalán en la escuela —por lo que nunca lo escribiremos bien— y en casa, como en muchas, el bilingüismo era lo más corriente. Nuestros padres hablaban catalán entre ellos, mamá siempre castellano con nosotros, papá, dependía… Pero es evidente que entonces decíamos Playa de Aro y no Platja d’Aro como ahora diría si hablase en catalán con cualquier persona. Por lo tanto, opino que, dejando de lado el nomenclátor oficial antiguo y presente, lo menos malo es que nombremos los lugares como lo hacíamos entonces: nunca dijimos Avenida del Generalísimo pero tampoco calle de Pelai.

Me preguntas, nos preguntamos, hasta dónde vamos a llegar en nuestras confesiones y afirmas que tú piensas llegar bastante lejos. Yo haré lo que pueda. Mi lengua calva (según Federico, que será siempre Federico Correa) es sobradamente conocida y no voy a desprestigiarla a estas alturas, alturas considerables para ambos, aunque a ti cinco años de diferencia te parezcan tantos. Es verdad, no sé muy bien por qué razón no he hablado casi nunca contigo de cuestiones personales. La verdad es que tampoco lo he hecho con mis contados buenos amigos. Estoy bastante seguro de que los hombres tenemos mayor dificultad para expresar confesiones íntimas que las mujeres. Es una de las virtudes que más os envidio. No creo que en el presente podamos disentir de forma radical en tantas cuestiones, entre otras razones porque ambos hemos perdido mucho radicalismo y yo he perdido todo interés por multitud de temas ideológicos, solidarios, de identidad nacional y no digamos políticos. Solo lo personal me ha acabado importando. No creo que sea el momento, no me divierte (término, ya lo sabes, para mí de lo más serio) discutir contigo de cuestiones como toros o política.

Volvamos a Bergman. Sí, Bergman me parece un buen comienzo. Es una de las pasiones que hemos compartido a lo largo de nuestra vida, uno de los muchos descubrimientos que hicimos juntos en la época en que habíamos dejado atrás nuestro recíproco rechazo, o, mejor que rechazo, desinterés.

A Bergman lo descubrimos en París, nuestra ciudad, el lugar al que acudíamos a refugiarnos para escapar unos días de la España franquista, para respirar hondo y regresar con un aire renovado y limpio en los pulmones. Sin París, incluso sin Perpiñán, nuestra vida de españolitos con carencias de todo habría sido distinta, y sentíamos cierto gustillo al constatar que los madrileños, por meras razones de distancia y por defenderse mal en francés, lo tenían más difícil.

Pienso que el momento en que descubrimos a Bergman coincide bastante, al menos en mí, con el momento en que descubrimos que teníamos un padre, que no dependíamos exclusivamente de aquella madre invasora y fascinante, que no éramos solo asunto suyo, sino que existía también un hombre en aquella familia y en aquella historia. Y que no se trataba de un individuo corriente. ¡Vaya padres nos tocaron, hermanito! Pues, aunque era habitual en aquellos tiempos y en nuestra clase social que los hijos se asignaran en su infancia y adolescencia, como tarea y responsabilidad, a las madres, que a su vez delegaban parte de esta función en el servicio, y que los padres empezaran a desempeñar su función después de la adolescencia, nuestro caso desbordaba estos límites.

Una tarde triste y lluviosa, Lluís (Lluís será siempre Lluís Clotet, gran amigo tuyo desde que ingresasteis juntos en la Escuela de Arquitectura), tú y yo callejeábamos por el Barrio Latino, tan contentos como si la ciudad hubiera encendido en nuestro honor un sol radiante (ahora quizá lo llamaríamos «virtual») que solo nos iluminaba y calentaba a nosotros. Y decidimos hacer algo poco frecuente: nos metimos en un cine próximo al Boul Mich (llamarlo Boulevard Saint Michel nos habría parecido una horterada propia de turistas mal informados), donde proyectaban una película de la que no sabíamos nada, o apenas nada: El manantial de la doncella. No intercambiamos palabra durante la proyección, la vimos como en trance, y recuerdo que cuando terminó y se encendieron las luces y el público se puso lentamente en marcha hacia la salida, nosotros seguimos allí, pegados a las butacas, petrificados, incapaces de levantarnos. Creo, y es uno de los graves —y múltiples— males de la vejez, que ahora nada podría conmoverme hasta tal punto.

Pero ¿estás segura de que vimos El manantial de la doncella con Lluís? No recuerdo haber estado en aquella ocasión con Lluís en París.

No, claro que no. ¡Qué tontería! No fue con Lluís. Fue con Mercedes (Mercedes será siempre Mercedes Torrents). Con Mercedes hacíamos una escapada a París en cuanto teníamos algo de dinero, y con ella compartí durante años todas mis experiencias importantes.

Después de El manantial de la doncella hemos visto muchas películas de Bergman, y yo mucho teatro. El teatro ha sido una de las grandes pasiones de mi vida (es todavía mi asignatura pendiente, pero he cumplido setenta y cuatro años y parece improbable cursarla a estas alturas). He viajado en muchas ocasiones con el único fin de asistir a una representación determinada. Una vez fuimos con mi hija Milena a Estocolmo para ver un Ibsen en el Dramaten. Todo era una delicia. La ciudad estaba hermosa, con nieve y sol, comimos en la terraza al aire libre que hay en el primer piso del teatro (un salmón delicioso) y nos encaminamos a las puertas de la sala con la veneración de quien está a punto de entrar en contacto con lo sagrado. Era uno de esos momentos mágicos por los que casi merece la pena vivir.

Pero las puertas no se abrieron, y alguien anunció por el altavoz que la enfermedad de uno de los principales actores de la obra les forzaba a suspender la representación. No me hizo falta saber mucho inglés para entender lo que ocurría, y antes de que la voz terminara su discurso, yo estaba acurrucada en un rincón del vestíbulo, llorando. Lloro en contadas ocasiones —o, mejor dicho, lloraba en pocas ocasiones, porque más adelante, en la vejez, una llora a todas horas y por todo, o por nada, que viene a ser lo mismo, a veces ni cuenta te das de que estás llorando—, pero por entonces yo lloraba todavía en contadas ocasiones, y cuando empezaba no sabía luego cómo parar, de modo que lloré todas las lágrimas de que disponía.

¿Recuerdas que en aquellos tiempos calificábamos como geniales únicamente las obras que hacían llorar? Fue idea tuya, que todavía utilizo hoy en día. «¿Imagináis la llorera de los romanos el día que se abrieron sus puertas y pudieron ver por fin la Capilla Sixtina?».

Así pues, yo lloraba con tamaño desconsuelo que la taquillera, a quien Milena explicaba lo dramático del caso, nos entregó, compadecida y asustada, tres magníficas localidades (una de regalo, destinada a un amiguete de Milena) para un mes más tarde. Y allí estuvimos los tres, haciendo por segunda vez el viaje con el único objetivo de ver la función, resignada yo a que en la aduana los perros antidroga, husmeando golosos el perfume de las tres perras hembra que dejábamos en casa y enloquecidos de fervor erótico, lograran que la policía desparramara todo el contenido de nuestro equipaje (el de los tres) sobre el mostrador y que las horribles matronas de rigor me sobaran sin contemplaciones.

Tengo pocos recuerdos de nuestra infancia compartida. Quizá los casi cinco años que nos llevamos marcaban en la infancia una gran distancia. Éramos distintos y teníamos intereses distintos. Cabría suponer que vivíamos en mundos separados, pero nos consta que no era así, pues, aunque no recuerdo cuáles eran los motivos, sé que nos peleábamos bastante, y de haber habitado universos distintos no habría existido la posibilidad de pelear. Cuando papá me invitó a viajar a Roma, me impuso tres condiciones: sacar buenas notas, dejar de morderme las uñas y no pelearme contigo. Éramos diferentes, teníamos aficiones opuestas, no nos gustábamos demasiado el uno al otro (en tu intervención en el homenaje que me hicieron en la Asociación de Escritores fuiste más tajante: «Yo odiaba a mi hermana») y andábamos a menudo a la greña.

No sé por qué cuando recuerdo nuestras peleas de niños —que fueron, ahora lo sé, las habituales entre hermanos—, me viene a la memoria esta. Tú y yo bajamos todas las mañanas a la calle y aguardamos delante de nuestra portería el autocar del cole. Una criada nos vigila asomada a la ventana. Esta mañana llueve, y tú, no recuerdo por qué, estás muy enfadado. En un arranque de furia, coges mi cartera y vuelcas su contenido —libros, cuadernos, lápices, bocadillo— sobre la acera mojada. Yo recojo los libros en silencio y te arreo una soberbia bofetada. Tú vuelcas de nuevo el contenido de la cartera en el suelo. Y eso se repite tres o cuatro veces. La criada te riñe y me aprueba desde el balcón. Pero los transeúntes solo ven que una niña le está arreando porrazos a un niño mucho menor. Prorrumpen en improperios contra mí y en gritos de apoyo y conmiseración a tu favor. Creo que recuerdo esta pelea más que otras porque me pareció una situación tremendamente injusta. Y me hizo sospechar por primera vez que la mayoría no estaba siempre del lado de la razón.

En aquella ocasión, estaban todos tan irritados, pesaba tanto la obvia diferencia de edad entre los hermanos, y yo tenía —o eso me temo— un aire tan prepotente y antipático, que me habrían condenado por unanimidad culpable. Por suerte apareció el autocar y no llegó la sangre al río.

Recuerdo otro incidente de mi infancia, que me parece divertido. Mi estancia en la playa era una pugna con el canguro de turno (apoyado por mamá) para evitar que estuviera yo todo el rato en el agua. Me hacían mostrar las yemas de los dedos, y empezaba una tonta discusión sobre si estaban solo un poco, poquísimo, arrugadas, o si lo estaban mucho, a veces amoratadas incluso, qué horror.

Pero aquel día estaba de veras alborotado el mar y no se iba a bañar nadie, habían enarbolado el estandarte rojo de máximo peligro, y aun así el vigilante de la playa no se alejaba mucho de la orilla por si algún extranjero cometía una imprudencia. Yo había solicitado que, por todo lo divino y lo humano —prometiendo, por ejemplo, aprobar con nota todas las clases del curso que iba ya a empezar— me dejaran meter los pies en el agua. Y alguien, un amigo de los padres, respondió riendo que claro, que me autorizaban a meterme hasta donde se metiera Marcela, y todos asintieron riendo o simplemente no prestaron atención, porque desde hacía años no se había visto en la playa una niña tan miedosa como Marcela, y solo se bañaba lanzando grititos y abrazada al cuello de su papá. Pero lo malo fue que cuando ahora la vieron, alertados por los desaforados gritos del vigilante, estaba nadando junto a mí a la altura de la tercera boya.

Y todos gritaban y el vigilante y otro tipo se lanzaron a la mar como si nos estuvieran salvando de un naufragio, y nos sacaron a empellones y a punto estuvieron de soltarme una bofetada, cuando nos estábamos bañando las dos tan ricamente y yo había cumplido con lo pactado. Que mamá se sumara a la bronca general me pareció una traición.

Dado que más arriba has hecho referencia a mi intervención en tu homenaje, y muy poca gente pudo oírlo, no me parece mal reproducirla aquí:

Como es natural, de niño yo no podía ver a mi hermana. Era la mayor, nos llevamos cinco años, y, aunque siempre tuve conciencia de que mi madre me mimaba mucho más, Esther me tenía dominado. En una ocasión, siendo yo un bebé, la vecina que nos acogió cuando, excepcionalmente, no estaba el servicio en casa, propuso a Esther comprarle al hermanito, o sea a mí. Inmediatamente y sin el menor asomo de duda, la malvada aceptó. El problema se planteó cuando, al regresar mis padres, la vecina, prolongando la broma, devolvió a la niña pero no al niño, y Esther —espero que en uno de los momentos más duros de su vida— tuvo que confesar que me había vendido por un duro.

Nuestros intereses no podían ser más opuestos, mientras a mí me atraía dibujar y todo lo mecánico, los trenes eléctricos, los juegos de construcción, el Meccano…, Esther devoraba libros, cuentos de hadas de pequeña, y todo Esquilo, Sófocles y Eurípides poco más tarde.

Por una de aquellas arbitrariedades de hace tantos años, nuestros padres decidieron que mi hermana no estudiase bachillerato sino lo que entonces se denominaba «hogar», que consistía en cocinar, bordar y estas cosas para las que Esther no puede estar menos dotada, o tener menos interés (nunca se sabe qué es antes, si el huevo o la gallina). Pero, al llegar a la edad de cuarto de bachillerato (no sé cómo se llamará hoy con la ESO; quiero decir lo que se estudia a los catorce años), Esther se dio cuenta de que no estaba hecha para interpretar el papel de esposa amantísima y sumisa o de mujer objeto. Ni siquiera —pese a los denodados esfuerzos de nuestra madre— montaba arrojadamente a caballo, jugaba bien al tenis, hacía ballet con gracia, se vestía con elegancia o dejaba de caminar con las puntas de los pies hacia dentro, para desesperación de mamá, que no dejaba de lamentarse amargamente cuando la veía alejarse por la acera desde el mirador de casa. Total, que en un acto de cabezonería que la caracteriza, Esther se empeñó en estudiar y aprobar de corrido, en un curso, los cuatro anteriores. No solo lo consiguió sino que lo hizo con muy buenas notas, tan buenas, que en la fiesta final de curso, la Sommerfest de la Deutsche Schule —colegio donde se halagaba muy poco a los estudiantes— mereció una especial mención y tuvo que subir, azaradísima y con las puntas de los pies hacia dentro, al estrado a recoger un diploma. Hoy, en este acto, me temo que esté igual de azarada, pero ya está algo más ducha en estos avatares; de hecho cuando me anunció este homenaje y me pidió que dijese estas pocas palabras, me dijo: «Sí, parece que me ha llegado el momento de los homenajes. Debe de ser por lo anciana que me ven».

Seguramente la Deutsche Schule fue causante de una de las manías que, a pesar de nuestros caracteres opuestos, compartimos. Independientemente de que conviviésemos, en un ambiente liberal, chicos y chicas, católicos y protestantes (evangélicos, decíamos allí), la escuela nos inculcó cierto rigor y exigencia de precisión. Se nos enseñó que dos y dos suman cuatro, no tres coma ocho o cuatro coma tres, y que zwanzig nach zehn quiere decir las diez y veinte en punto, no las diez y veinticinco o quarts d’onze. De aquellos polvos vinieron estos lodos; me refiero a nuestra intransigencia e irritabilidad ante los descuidos e imprecisiones de nuestros semejantes.

Otra manía compartida también procede de la educación que recibimos, pero en este caso no en el colegio sino en casa. Se trata de nuestra manifiesta incapacidad para decir mentiras. Como Esther ha explicado en alguno de sus textos, nuestros padres fueron extremadamente tolerantes en todo menos en una cuestión: decir siempre la verdad. En casa, contar una mentirijilla constituía una falta absolutamente imperdonable, lo que nos ha imposibilitado hacerlo el resto de nuestra vida; limitación que quizá nos haya convertido en personas de fiar, pero que ha sido una engorrosa rémora para nuestra vida social y actividad artística.

A mi hermana, o se la adora o se la teme, o se la adora temiéndola, como es mi caso. Siempre ha sido así. De muy pequeños, bueno, de muy pequeño yo, estábamos cenando, naturalmente a las órdenes del servicio, en el comedor de segunda del Hotel Costa Brava de la entonces desierta Playa de Aro. La cruel criada me estaba obligando a tragar un plato de patatas y espinacas rehervidas que me repugnaba (por culpa de aquellas arbitrarias imposiciones, la verdura, apenas hervida, no me ha gustado hasta hace pocos años, y las patatas, nunca). En el colmo de la desesperación se me escaparon unas lágrimas, y al acto, con gran jolgorio del servicio, saltó Esther: «Anda, mirad, se pone a llorar como una nena». En un inconsciente acto de impotencia cogí lo que tenía más a mano, mi cubierto —que casualmente fue un cuchillo—, y se lo tiré a la cabeza, con tan mala fortuna, que (con el mango) le rompió la puntita de un diente. Petrificado ante las consecuencias de mi acto esperé aterrorizado la reacción de mi hermana. ¿Qué piensan que hizo? ¿Gritar como una histérica? ¿Tirarme otro objeto contundente? ¿Pegarme una paliza? Qué va, se quedó impertérrita y, tras un momento de denso silencio, sentenció: «Pues, ¿sabes qué voy a hacer? No se lo voy a contar a los papás». Desde aquel día de mi más tierna infancia viví atemorizado ante la perspectiva de que un día mi hermana se enfadase por cualquier motivo y le diese por chivarse. Este temor quedó tan enterrado en mi subconsciente que he tenido que esperar más de sesenta años para que inesperadamente haya recordado el hecho, y me haya dado cuenta de que ya es hora de liberarme del complejo de culpa, porque mi reacción de entonces, vista ahora, me parece muy proporcionada a la ofensa recibida, y aprovecho esta solemne ocasión para hacérselo saber públicamente.

Voy a volver a la dichosa historia de tu venta. Siempre se ha dicho en casa que, casi de recién nacido, te vendí por un duro, y yo no he protestado, aunque recuerdo muy bien que no ocurrió exactamente así. En todas las familias hay anécdotas de ese tipo, que se repiten una y otra vez, y juraría que esta fue propagada por tía Sara, el Hada Mala de mi infancia, que la encontraba muy divertida. Fue así. Yo tenía una de mis anginas con mucha fiebre, de modo que no fui al colegio y me trasladaron a la habitación de mis padres. Ellos no estaban, y las personas de servicio iniciaron la broma. Unos vecinos (me parece que no habían tenido hijos) pretendían comprarte, me dijeron. Ofrecían un duro. Yo estuve de acuerdo, y solo un rato más tarde se me ocurrió que cuando volvieran mis padres podían enfadarse, ¡los mayores eran tan raros! Supongo que me asusté un poco. Pero no ocurrió nada. No me riñeron en absoluto y dejaron muy claro que había sido solo una broma, bastante tonta además.

La anécdota es muy jugosa, es una pena que la desmitifiques.

Lo curioso es que nadie, ni siquiera yo, diera por obvio que se trataba de un ataque de celos. Concurrían todos los factores: la frecuencia de los celos entre hermanos; el hecho de que te llevara casi cinco años y tu llegada me arrebatara los privilegios de hija única, que no tenía que compartir con nadie la atención y el amor de sus padres; que fueras un bebé precioso y simpático y buenísimo. Fuiste un niño encantador, dócil, risueño, te entretenías jugando solo en el parque, terminabas hasta la última gota los biberones, no llorabas casi nunca, estabas siempre de buen humor y dispuesto a sonreír a cualquier bicho viviente que se te acercara, todo esto durante mucho tiempo, años. Y me pregunto qué ocurrió después, si hubo razones reales que justificaran el cambio de tu carácter, porque yo fui desde el principio una niña difícil, poco sociable, angustiada, triste (salvo cuando estaba con tía Blanca) y cambié para bien (cambiar para bien significa simplemente ser aceptablemente feliz y a ráfagas desmesuradamente feliz, según las peripecias de mis amores, porque me recuerdo desde siempre enamorada, y mi primer amor fue, sin duda, Blanca) a partir de los diez años. Lo sorprendente es que nunca sentí celos de ti. No te quería demasiado, supongo. No me habría importado —no estoy segura— cederte a los vecinos (tampoco habríamos vivido tan lejos uno de otro), pero no sentí celos. Tal vez porque en casa no se mentía nunca, y mis padres me habían asegurado que no iba a ser sustituida por nadie, que no iba a ser menos querida que nadie (mamá mentía, pero no podía saberlo aún), o quizá porque nací incapacitada para los celos, como para la música y el vino.

Ver desnudos o besándose en la boca a nuestros padres, verlos jugar con nosotros, son experiencias que hoy parece increíble que no viviésemos, pero resulta que tampoco las vivió la inmensa mayoría de la gente de nuestra edad y condición. La razón de que yo pasase de ser un bebé risueño a un niño bastante infeliz fue sin duda estar tan poco con nuestros padres y tanto a las órdenes de un servicio que nos odiaba, odio sobre el que me gustará extenderme cuando llegue la ocasión. Hoy veo a todos los padres jóvenes jugar continuamente con sus hijos y, cuando les pregunto sobre el particular, ninguno recuerda haberlo hecho con los suyos. Inmenso cambio de costumbres, uno de los pocos positivos que se han producido en una generación.

Los cambios positivos han sido realmente muy pocos, pero podemos añadir dos importantes. Uno, y a pesar de estar todavía muy lejos de lo razonable, es el mejor trato que los humanos dan a los animales. Sigue siendo horrible, pero ha mejorado, y uno puede recorrer España sin llevarse un susto a cada paso y sin sentirse solo, porque empezamos a ser muchos. El segundo cambio, el más radical, se ha producido respecto al sexo, sobre todo en lo relativo a los homosexuales. Para la gente de mi generación la situación a la que hemos llegado era absolutamente impensable.

Al poco de nacer nuestros gemelos, Eduardo Mendoza y Félix de Azúa vinieron a cenar a casa. Al expresar yo mi preocupación por la gran diferencia de edad que me separa de nuestros hijos, Félix, una de las personas más atrabiliarias e inteligentes que conozco, dijo que no nos preocupásemos, que lo más importante era que jugásemos mucho con ellos. Fíjate bien: no dijo que les inculcásemos buenas costumbres o que les enseñásemos a ser buenas personas o —lo que sería realmente deprimente— personas solidarias, dijo que jugásemos con ellos. Del mismo modo que no recuerdo a nuestros padres desnudos o besándose en la boca, tampoco los recuerdo jugando con nosotros, salvo alrededor de los espléndidos puzzles que confeccionaba con virtuosismo artesanal Mercè Torres, hermana de Rosa, uno de los personajes más disparatados y divertidos del mundo de nuestros padres, que trabajaba en el club de bridge de la calle Valencia. Puzzles contenidos en cajitas con una etiqueta dorada en forma romboidal en la que se inscriben tres torres (alusión a su apellido). Puzzles increíbles —ninguno de los que encuentro hoy me parece comparable— con bellas piezas recortadas con sierra de marquetería y sin previo modelo en forma de lazos, conejitos, niños y niñas, que aún conservo y que resuelvo con mi hijo Luca; a Valeria la divierten menos. Hoy hemos acabado uno y ha aparecido la imagen coloreada del Barça de las Cinco Copas.

Con Mercè Torres, viuda de guerra, tan disparatada y divertida y bondadosa como su hermana, asistí a mis primeras temporadas en el teatro del Liceo. Algún amigo de nuestros padres consiguió un abono de tarde en uno de los dos únicos palcos del quinto piso, que tenían un régimen «especial», impensable en cualquier otro teatro. Entrábamos por la puerta principal, usábamos los ascensores, teníamos acceso al bar, al salón de paseo o tontódromo, o sea, éramos considerados espectadores de primera clase, pero el palco, pegado al escenario, tenía una visibilidad muy reducida, de modo que íbamos turnándonos los asientos y a punto estuvimos alguna vez de caer de cabeza sobre el foso de la orquesta (lo que sí cayó en cierta ocasión fue el bolsito de Mercè, que, como iba cubierto de lentejuelas y chocó contra el suelo, resonó como un bombazo aterrador). ¡Pero pasamos allí veladas memorables!

Yo iba con Annemie, compañera de clase en el Colegio Alemán y durante años —hasta que ella se fue a estudiar en el extranjero y yo me matriculé en la Universidad de Barcelona— mi mejor amiga. Era inteligente y bondadosa, una perfecta compañera. Pero un día, mucho antes de terminar el último curso, me confesó su gran secreto: quería ser monja. Me dejó de piedra. Su padre, que la adoraba y para colmo era evangelista, no podía resignarse a perderla. Pero Annemie era muy tenaz, y al fin consiguió que lo aceptara. Durante varios años, ya miembro de una orden —moderna y progresista, claro—, militó en la izquierda, en Madrid. Después trasladó su objetivo a la aproximación entre distintas iglesias, siempre aparcada en Madrid. Y a mí, sin motivo alguno, mera cuestión de piel, todo lo que se relaciona con misticismo, técnicas de meditación, filosofías orientales y demás me provoca un inmediato rechazo. Ya me había sorprendido la tesis doctoral que había presentado Annemie años atrás en la Universidad de Barcelona. Le dieron la calificación máxima, ¡pero estaba tan lejos de lo que ella era capaz de hacer!

Después de mucho tiempo sin verla, me decidí un día a interrumpir el viaje en coche a Madrid y hacerle una visita en el centro que ella había construido en el adusto paisaje castellano. El edificio —todo madera y paredes bancas, y bellas piedras y plantas de secano— era muy hermoso, lo habían construido gentes del pueblo. Y también algunos devotos, que habían estado allí para hacer meditación, habían aportado una planta para el jardín, con un cartelito donde constaba la procedencia, el nombre latino, y los cuidados que necesitaban. Y Annemie me dio un té delicioso, y estuvo amable, incluso cariñosa, y me habló —seguramente a instancias mías— de cómo funcionaban los cursillos y las conferencias. Había llegado el momento de que yo le hiciera un resumen de lo que habían sido para mí aquellos largos años, pero había quedado muda. Tal vez desde el momento en que dentro del templo me había mostrado la imagen enmarcada de un personaje sumamente importante para ellos, y me había preguntado qué edad le echaba y, sin darme tiempo a responder, había hablado por las dos asegurando que aquel hombre que aparentaba haber nacido ayer había muerto hacía cuatrocientos años. A mí me parecía que hacía más de mil, pero por una vez aproveché la oportunidad de no ser antipática y callé todo el tiempo. Nada de lo que yo contara tendría sentido en aquel lugar, era imposible. Annemie no podía hablarme ya como si fuésemos todavía las niñas inseparables, que no necesitaban ni siquiera expresar las cosas con palabras, que las conocían ya antes de que fueran verbalizadas. No era culpa de ella, ni mía, ni de nadie. Pero se había internado más y más en su mundo, adonde nadie, o al menos yo, podía seguirla.

También era adicta a estas óperas de las tardes de los domingos una niña que habían adoptado las hermanas Torres (las Torres recogían perros, recogían gatos, se hacían cargo de críos abandonados, iban a darles de comer los días de lluvia a las palomas de la plaza Cataluña), que pretendía ser cantante y nos soltaba unos rollos insoportables sobre divas y tenores que solo escuchaban la buenaza de Mercè (siempre), y dos o tres amigos más o menos fijos en el palco (el primer día).

Mercè traía preparada una merienda exquisita y nos la zampábamos con deleite en el antepalco. Es cierto que nuestros padres no jugaban casi nunca con nosotros, pero algunos contactos sí había. Mamá era una extraordinaria narradora —las tres hermanas Guillén lo eran, aunque a Sara se le daban mejor los cuplés y las canciones sentimentaloides— y llenó mi infancia —¿la tuya no?— de historias maravillosas. Me llevaba a menudo de compras, al cine, al teatro, al zoo y alguna vez al circo. El circo nos encantaba, y el amor por los animales no nos impedía —eran otros tiempos, no se había desarrollado la sensibilidad actual respecto a ellos, no se nos ocurría que estar en el circo pudiera suponer una tortura— disfrutar de los números con los grandes felinos, de su espléndida belleza, de la suprema elegancia de sus movimientos, disfrutar también de la sensación de peligro. Creo que nos fascinaba a las dos la amenazante ferocidad de los leones y que los trapecistas actuaran sin red.

Sí, pero en cierta ocasión en que el trapecista, ante el grito aterrorizado del público, se permitía la estúpida broma de dejarse caer al vacío, estando sujeto al trapecio por una cuerda oculta, mamá nos advirtió previamente del engaño, para ahorrarnos el susto, advertencia que siempre le he agradecido mucho, como el hecho, incontestable, de que nunca me dijese una mentira o me prometiera algo que no cumpliese. Y debo agregar que, si las fieras y los trapecistas siempre me gustaron, los payasos siempre me atemorizaron o, como mínimo, me deprimieron.

Papá, por su parte, compartió con frecuencia conmigo dos actividades que pueden considerarse lúdicas. Al terminar el almuerzo, los pocos días en que los niños comíamos con los mayores apartaba los vasos y los platos de una esquina de la mesa y echábamos unas sencillas partidas de cartas. Debo advertir que, pese a las veladas enteras en el club de la calle Valencia y a que me enseñara de muy niña algunos juegos, papá no tenía un pelo de ludópata y no creo que jamás jugara con dinero. Nuestros padres eran ateos y de mente abierta, pero unos puritanos de narices: en casa no se bebía vino durante las comidas, apenas fumaban y no se jugaba dinero. Había dos prohibiciones más en este curioso decálogo (uno de los puntos en que nuestros progenitores estaban de acuerdo): no se mentía, como tú has señalado, y no se faltaba a la puntualidad. ¡Cuántas esperas interminables y cuántos conflictos nos han ocasionado estos dos mandamientos! Tantos que hace un par de años decidí empezar a mentir y a llegar tarde, pero resulta difícil, si no estás acostumbrado desde pequeño.

El segundo punto de contacto con papá eran las visitas que me hacía las pocas noches que estaba en casa y disponía de tiempo. Se sentaba al borde de mi camita y me describía los maravillosos viajes que haríamos cuando terminara la guerra (la mundial, claro), primer anuncio de los que realizamos muchos años más tarde en Semana Santa y que marcaron un hito en la saga familiar. Pero antes de esos viajes memorables —que describirás mejor tú más adelante—, papá me llevó dos veces de viaje sola con él. A mamá la horrorizaban los viajes incómodos y tú eras demasiado pequeño. El primero fue a Roma, colectivo, en dos autocares, con motivo del Año Santo. Era mi primer viaje y lloré con parecida emoción ante las Capillas Mediceas, los cuadros de Botticelli y la presencia en vivo de Pío XII. Una auténtica gozada, solo empañada por el temor de que papá comulgase sin previa confesión y por ello estuviese en gravísimo pecado mortal.

El segundo viaje fue a Sevilla, durante la Feria de Abril. Cometí el error de querer ver una corrida (en aquella etapa estaba enamorada de un cordobés y alimentaba todavía la peregrina ilusión de compartirlo todo con el ser amado), y allí acabó el viaje. No lo voy a contar, porque lo he escrito otras veces, y tú, que ya lo has hecho en varias ocasiones, consideras una bobada que discutamos sobre los toros. Pero te aseguro que para mí no es una cuestión banal, y ha sido un alegrón conseguir tantos votos y ver desaparecer de delante de casa los letreros que anunciaban la venta oficial de entradas para las corridas.

El tema de los toros es uno de los que nos separan. Aunque he asegurado que no discutiría sobre estas cuestiones, me temo que no hay otro remedio. Bien, sobre esta cuestión intenté expresar mi posición en el capítulo dedicado a Curro Romero en Dios lo ve. Allí explico que me agotan las discusiones sobre tres temas: el aborto, la eutanasia y el toreo. Escuchar los habituales debates sobre estas cuestiones me irrita siempre. Los tertulianos habituales llevan un criterio preconcebido que no están mínimamente dispuestos a matizar con la opinión de los adversarios en los que suponen las peores intenciones, y acaban insultándose, no sin antes exigir la solución más fácil: prohibir. Muy significativamente, estas tres delicadas cuestiones están relacionadas con un tema tabú en la contemporánea cultura occidental: la muerte. Vaya por delante que en los tres casos este recurso me parece groseramente radical y, por lo tanto, muy inadecuado para tratar temas tan sutiles. Provocar la muerte de un feto, acelerar la de un doliente irreversible o ver sufrir a un animal no puede ser motivo de jolgorio para una persona normal (los toros pueden ser una emotiva tragedia, pero nunca una fiesta, a no ser que demos a esta palabra una significación primigenia: «fiesta como cita del hombre con lo sagrado», como explica Eugenio Trías en La edad del espíritu. En este sentido, la palabra no puede resultar más apropiada).

Los progresistas rechazáis radicalmente la prohibición del aborto y, más tibiamente, la de la eutanasia, pero habéis reclamado la inmediata prohibición del toreo. Comprendo vuestras razones y comparto muchos de vuestros sentimientos, pero no comulgo con vuestras exigencias. Primero, porque desconfío de la eficacia de las prohibiciones en estas cuestiones y, segundo, porque me temo que por coherencia deberíamos acabar por prohibir no solo las prendas de piel, sino también la venta y consumo de carne. La distinción que los enemigos del toreo establecen entre un matadero y la plaza es que mientras en el primero se matan animales por pura necesidad, en la segunda se transforma el matar en espectáculo. En esta cuestión reside, a mi parecer, la clave de la cuestión. Es evidente que la corrida es una escenificación de la muerte y el matar. Es indiscutible —por mucho que se asegure lo contrario— que el animal sufre durante esta representación, pero la esencia de la misma no reside en este sufrimiento, muy al contrario, cuanto mejor transcurre la corrida, cuanto mejor están sus protagonistas, menos sufre el animal.

A diferencia de la seguridad y radicalidad que manifiestan invariablemente todos los tertuliamos, debo reconocer que los sentimientos que experimento en la plaza son ambiguos y contradictorios. Por un lado, como los animales me inspiran cariño, sufro viendo el dolor y la agonía del toro. Sus gestos, su mirada, sus rictus de dolor, no pueden dejar de recordarme a mi querido perro. Cuando vuelvo de la plaza y sale alborozado a recibirme me parece familiar de los animales que acabo de ver sacrificar. Pero, por otro lado, soy sensible al drama que se desarrolla en el ruedo, a la complejidad y la trascendencia del rito, a su profunda belleza. Además, en el mudo del arte actual donde todo es virtual, ficticio, conceptual…, ver a un artista que si se equivoca puede perder la vida es algo tangible, comprobable, real. Entre la temeraria seriedad de José Muñoz y la oportunista banalidad de Daniel Hirst media un abismo.

Para liquidar el tema quiero referirme a la decisión del Parlament de Catalunya relativa a la prohibición de la Fiesta. Prohibición que provocó encendido entusiasmo entre los sinceros amantes de los animales —como tú o como Eva, mi mujer— que no quisisteis ver que en esta votación no prevaleció este noble sentimiento sino considerar, erróneamente, la Fiesta poco catalana, como se comprobó a las pocas semanas cuando el mismo parlamento «blindó» (qué palabreja, Señor) los correbous, una salvajada, por lo visto, muy catalana, donde el pobre toro es cruelmente torturado pero ¡ah! no se le mata.

Como me temo que estos temas no vuelvan a aparecer más adelante, quiero hacer aquí una breve referencia a ellos. Son tres, guardan relación entre sí y no solo tienen mala prensa sino que pueden constituir delito. Me refiero al aborto, la eutanasia y el suicidio.

Entran en la lista de cuestiones en las que no debería participar (como te ocurre a ti con otras), porque no veo posibilidad de que yo las modifique lo más mínimo. Situados, por capricho de un dios algo torpe, en este mundo, que puede ser amable y puede ser monstruoso, que para muchos es monstruoso, ¿cómo no vamos a tener derecho a salir de escena, a bajar el telón cuando se nos antoje? ¡Faltaría más! Y es grotesco afirmar, como lo hizo Porcel que a él no le gustaba, que no aprobaba el suicidio. ¡Qué prepotencia!

El aborto es un problema para mí más complejo. La verdad es que, si acude a mí una muchachita compungida, buscando ayuda para su embarazo, mi primer impulso será propinarle una buena azotaina. ¡Ha tenido un montón de medios para evitar quedar preñada! ¡Y también los tiene para abortar! Y, si los practica en los primeros meses y en las condiciones médicas adecuadas, el riesgo es mínimo.

Todos estamos convencidos, absolutamente convencidos, de que un feto no es todavía un ser humano. Los médicos, los juristas, yo. Y, sin embargo, el día que llevé al veterinario a una de mis perras, Safo, que no lograba parir, y el cliente que iba delante de mí no quiso cederme su turno, y cuando se hizo por fin la cesárea, y luego salieron seis cachorros magníficos, pero uno muerto, porque iba el primero de la fila y no había podido superar la falta de oxígeno, yo pensé que no tenía mucha importancia, que cinco cachorros estaba ya muy bien, ¿para qué quería más?

Ha transcurrido desde entonces medio siglo, ha habido espacio para muchos perros, muchas camadas, muchas muertes, pero nunca he olvidado a aquel cachorro que quedó abandonado como un guiñapo sobre el mostrador de mármol del hospital, que ni siquiera fue más que un proyecto, que ni siquiera tuvo nombre, que ni siquiera llegó a respirar.

Un aborto no es nada. Votaré siempre a su favor. Pero es triste.

Has dicho antes que la razón de que pasases de ser un bebé risueño a un niño bastante infeliz fue sin duda estar tan poco con nuestros padres y tanto a las órdenes del servicio, y se me ocurre ahora que la diferencia de edad, los casi cinco años que te llevo, pudo desempeñar un papel importante. Tú no viviste la etapa de la Guerra Civil, padeciste desde el primer día la insuficiente presencia de los padres y el excesivo papel asignado al servicio, y no podías guardar recuerdo ni sentir nostalgia de aquellos tres años en que estuve constantemente pegada a ellos y rodeada de personas pendientes de mí, «encerradas con un solo juguete», que era yo. Huyendo de los bombardeos, nos habíamos refugiado en el piso del que disponía nuestra abuela paterna en Pedralbes, junto al monasterio, donde vivían también sus dos hijas menores y Gregoria, la criada de toda la vida, que ni en plena revolución y en «zona roja» dejó de considerarlos sus señores ni de prestarles sus servicios. La recuerdo de uniforme y sirviéndonos en la mesa. O sea que se morían de hambre pero respetaban las formas. ¡Dios, el número que le habrían montado las dos criadas comunistas que tiempo después trabajaron en casa! El único varón era nuestro padre, que había desertado del ejército republicano porque no los consideraba los «suyos» (aunque yo diría que mi padre, pese a pertenecer a una familia tan de derechas, había sido hasta entonces apolítico, y esto explica que le resultara tan poco conflictivo pasarse a la izquierda que preconizábamos años después tú y yo, cosa que para mamá era inconcebible) y que no soportaba el control de los fusilamientos que como tarea propia de un médico le encomendaban. En su condición de desertor, no se atrevía en Pedralbes a alzar la voz ni a acercarse a una ventana. Me tuvo todo el tiempo a su lado y se estableció entre nosotros una relación intensa, que perdí al terminar la guerra. Pasé de un padre a todas horas presente a un padre al que apenas si veía. También dejé de estar mucho tiempo con mamá. Recuerdo que, cada vez que salía de casa sin mí, yo me quedaba sentada en un taburete del recibidor, llorando en silencio y esperando a que regresara.

Nuestros padres no solían extenderse demasiado sobre las miserias de la Guerra Civil. Contaban algo sobre el hambre, sobre lo de salir a la calle disfrazados de obreros y poco más. Sí relataban dos divertidas anécdotas relativas a registros perpetrados por milicianos en nuestra casa. En uno de ellos encontraron media docena de yogures, que papá guardaba para ti, que eras bebé, en la nevera. Los requisaron, y la noticia que mereció aparecer en el periódico concluía: «No se trataba mal el tal doctor».

No eran yogures sino potes de leche condensada. Y la leche condensada (junto a la sopa de arroz con ajos) ocupa un lugar destacado e inalterable en la saga familiar. Y por descontado aquellos potes no los guardaba papá sino mamá.