Sin embargo, muchas veces he logrado resistir a las beldades rusas. Sabía protegerme, en todos los sentidos del término: me había calzado un preservativo mental. No siempre las tocaba: les pedía que adoptasen posturas arqueadas, tensas, dolorosas y sensuales, y me satisfacía discretamente como delante de una foto muy pulida. La penetración me aburría: hay que tragar un Cialis para la erección una hora antes, estar limpio debajo de los brazos (y hasta depilarse a la cera entre las tetas), enfundarse un caucho hermético a toda sensación (además del que te envuelve el corazón), chingar jadeando como un corredor, lanzar al final un educado estertor ronco. No se pierde gran cosa, padre, si cumple su voto de castidad, perdone que insista en esto. El amor físico te da la impresión de que pasas un examen o haces flexiones. Yo era como cualquier otro hombre después de dos matrimonios fracasados: prefería organizar mi placer sin sacrificarle mi independencia, me parecía más económico y menos coercitivo. Daba a las candidatas instrucciones muy precisas: debían pellizcarse las tetas a cuatro patas, sacar la lengua y lamer el suelo, abrir la mandíbula de par en par bajando los ojos, poner carmín en los labios de una congénere, afeitarse el pubis con mi maquinilla, babear encima de los pechos, humillarse suavemente. Nada extraordinario: el hombre es una máquina previsible, y somos de lo más vulgares cuando gozamos. Adelantamos el labio inferior, emitimos ruidos entrecortados, sudamos y enrojecemos, como cuando mentimos. En el fondo, yo tenía la sexualidad de un cura: un placer fugaz y vergonzoso que mancha el interior del pantalón. ¡No se escandalice, monseñor, el cura de los ricos! Acompañaba a las niñas a la puerta del estudio, conservaba sus polaroids como tantos otros trofeos que, en caso necesario, sabían prolongar mi ensueño. Las fotografías son encantadoras, se dirían golosinas de colores tornasolados que dejas derretirse lentamente o que masticas… Estas imágenes constituían mi sexualidad principal. Anja, dieciséis años, los muslos separados, guiñando un ojo, la lengua en la mejilla, mi mano izquierda alborotando su pelo mojado cuando murmuraba «Voliiiijiii meniaaaa» («chúpame»)… Nastia, quince años, llena de energía vital, levantándose la falda, de pie contra la pared, sin más ropa encima que un leotardo transparente y un collar muy largo entre los pechos… Vesna, diecinueve años, haciendo morritos para imitar los de Angelina Jolie, acurrucada como si mease, para que la planta de los pies esté más torcida y la pantorrilla más musculosa… Yunna, diecisiete años, a caballo sobre su hermana gemela Nina con el torso desnudo, imitando a un jugador de polo sobre nieve del Club de Moscú… Evguenia, catorce años, pitillo en los labios, tocando una guitarra imaginaria con las manos en los abdominales y el ombligo perforado por una cruz de diamantes… Svetlana, dieciocho años, el torso satinado y sembrado de lentejuelas con Hottest Body, la nueva crema de Victoria’s Secret traída de Nueva York, orgullosa de sus dientes, bebiendo una Coca-Cola con una pajita delante del ventilador que le pone la carne de gallina alrededor de las areolas… Y la sublime Snezhana, dieciséis años, con los ojos color de miel y de mostaza como los lunares espolvoreados entre sus pezones largos como tetinas, Snezhana, la más pobre de todas, que no tenía siquiera con qué pagarse un bocadillo y a la que yo fotografiaba comiendo pirozhki para hacerle sufrir el suplicio de Tántalo… El hambre que le hundía las mejillas la volvía más erótica cuando suplicaba:
—Finger me, Octave…
En El maestro y Margarita, el personaje de Woland (el diablo) viste a mujeres en un teatro con vestidos que desaparecen en cuanto ellas salen a la calle. Espero que Bulgákov se alegre de comprobar que hoy día muchas mujeres moscovitas siguen sus recomendaciones al pie de la letra. Cuando visité a su gato Begemoth, en la casa de Bolshaia Sadóvaia, me crucé con más jovencitas que en casa de Gorki, donde viejas guardianas desabridas me ordenaron que me pusiera unas fundas encima de los zapatos. La posteridad es una especie de jurisdicción de recurso, puede decirse que al fin se ha hecho justicia: ¡rodean al censurado estudiantes en flor cuando el estaliniano, circundado de cuadros ramplones a su gloria, tiene que vérselas con brujas horrendas! Lamento que el diablo no haya desvestido a Dasha, la periodista de «Good Morning Russia», que me hizo visitar sus recuerdos de la casa de los escritores muertos… Otro ángel perdido, acabaré yo también dándole a la morfina.
No soy yo el que ha creado estos prodigios: ¡es el Señor de usted! Me he acostado bastante con mis fotos. A veces me pesaba haber perdido a mi amigo Jean-François Jonvelle en 2002. Las habría celebrado tanto… Con él se podía hablar de la lozanía de las mujeres, del misterio de esos animales salvajes. Me había enseñado algunos trucos: decirles que se muerdan los labios, que se toquen la nuca, que levanten los brazos para que el pecho sea más redondo y el vientre más tirante, prohibirles que sonrían porque sólo la seriedad es sexy, y que cierren la boca porque así encogen los labios, inmortalizarlas de espaldas, con la cara vuelta hacia abajo en señal de sumisión, o vistas desde debajo para alargarles el cuello. Los hombros siempre hacia delante para endurecer el cuerpo y «eye contact» imprescindible. O bien, si no miran al objetivo, tienen que tener los ojos bajos y un aire culpable de chiquilla a la que acaban de pillar robando caramelos Dragibus en una panadería. Si es posible con el pelo mojado, durmiendo, o en el cuarto de baño, como si las sorprendieras en su intimidad arqueada, con el piececito posado en el reborde de la bañera. El ventilador siempre a tope y la música también: los dos ingredientes que mueven el pelo. A continuación enviaba las fotocopias por mensajero a mis amigos de la Nueva Nomenklatura para que eligieran. La cosecha de chicas nuevas salpimentaba las comidas gubernamentales en Rublovka, en el antiguo sovjós Gorki-2 (la granja cerrada que se ha convertido en el Southampton ruso). Me sentía útil y redondeaba así el fin de mes. Si la próxima vez le traigo mi catálogo, padre, ¿seré excomulgado? ¡Oh, cálmese, gospodín! ¡Bromeaba, por supuesto!