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Me acuerdo también en Pau de Gabriel Marcel tomando el té en la biblioteca de mi abuelo, con un concierto de Brandeburgo al fondo. Un viejo sabio de pelo blanco que hacía cuchichear a mi padre: «¡Octave! No molestes al señor, es un gran filósofo, conoció a Henri Bergson, reflexiona sobre el Dasein…» A los siete años yo espiaba sus más mínimos actos y gestos para intentar comprender qué era aquello de Dasein (durante mucho tiempo pensé que era una canción rusa, del tipo «kalín kakalín kamayá»). Con su grueso bigote blanco, Gabriel Marcel se parecía al mariscal Pétain en más ceñudo, pero por encima del bigote en sus ojos chispeaba la benevolencia. Yo corría por el jardín en pantalón tirolés con mis primos Édouard y Géraldine y él nos contemplaba con una sonrisa divertida, como se mira una foto amarillenta. Ahora le comprendo mejor: veía la muerte en nuestra infancia, él era nuestro Aschenbach y nosotros hacíamos de pequeños Tadzio a la salsa bearnesa. Pienso en este momento con la misma nostalgia que él entonces. Supe después que se bautizó a los cuarenta años. A mi abuelo le gustaba recibir a escritores en su hermosa casa: Jean Cocteau, René Benjamin… Su visita era anunciada con mucha antelación: era el gran acontecimiento de la semana. Les enseñaba sus cartas autógrafas de Paul-Jean Toulet. Sin duda prefería su compañía a la de sus hijos: seguramente fue su biblioteca la que me despertó el deseo de escribir. Actualmente la Villa Navarre se ha convertido en un hotel, uno puede dormir en la habitación de Gabriel Marcel si quiere, con vistas a la montaña profunda y azul, rodeada de cipreses, carpes, tuliperos de Virginia y secoyas gigantes.

Me aburría mortalmente en aquel silencio provinciano, ¿cómo es posible que hoy me inspire una melancolía tan deliciosa? Después de todo un día jugando al escondite en el bosque de Irati, cenábamos en la capilla que se ha convertido en un bar (todas las iglesias acaban siendo discotecas, como el Limelight de Nueva York y Londres, y quizás, algún día, también la catedral de usted…, ¿quién sabe?). Viejos inteligentes que aspiran el aire de los Pirineos, con una sonrisa irónica, mujeres americanas que abroncan a cocineras españolas, niños en pensión completa y las paredes llenas de libros y delante de la escalinata el chófer que lustra el capó del Daimler: ahí está, mi paraíso verde, intuyo que la llave de mi locura se oculta en esa casa solariega inglesa. ¿Sabe que la casa perteneció a Madeleine de Montebello, cuyo marido Gustave fue embajador en San Petersburgo? Bajo su mandato se firmó la alianza franco-rusa de 1893. Ya ve, padre, la villa de los veranos de mi infancia no está tan lejos de su Rusia… De Bearne al Neva sólo hay un paso… Mi Rosebud es una utopía, en el sentido del país imaginario de Tomás Moro. Es también una pesadilla que me persigue. Cuando yo era pequeño mi padre me decía siempre: «Si te duele la tripa, dímelo enseguida», porque se acordaba de un compañero de internado que no se había atrevido a quejarse de dolores de barriga a los curas de Sorèze. Varios días después lo encontraron muerto de una hemorragia interna en su dormitorio helado. ¿Por qué recordar esto hoy? Es curioso cómo la memoria selecciona los residuos: ¿sería partidaria del reciclaje de las basuras? Nabokov dice que «la imaginación es una forma de la memoria». Si alguna vez mi historia es inventada, ¿sería entonces una manera de torcer mis recuerdos?

Si la memoria es ecológica, no veo por qué la mía se niega a borrar la imagen de Lena Doicheva. Lena no contamina a nadie (aunque… me habría gustado…). Lo admito: comprendo que uno se vuelva un ligón incurable cuando ha pasado la infancia detrás de unos barrotes. Es más extraño serlo cuando has vivido la infancia más libre de la historia del mundo. Quizás por eso soy tan sexualmente correcto. Quisiera casarme con una chica que fingiera ser chechena para poder exhibirse en las paredes del mundo entero. Cuanto más trato de recordarlos, más se me escapan sus rasgos. Para recobrar la cara de Lena tengo que mirar sus fotos en mi móvil. Mire cómo irradia este cliché, mire este halo de bruma que nimba sus hombros relucientes: la explicación es que quizás sea radiactiva, al fin y al cabo no nació tan lejos de Chernóbil. Me hace pensar en lo que escribió Gabriel Marcel: «Amar a alguien, ¿no es decirle implícitamente: tú no morirás?» Desde Adriana Lima, la brasileña de Elite descubierta a los trece años por un cazatalentos de la agencia Ford en un supermercado de Bahía, nada tan inmaculado fue nunca tan sexy. ¿Aparte de la Virgen María? Izvinitie, padre, perdóneme, incurro en la blasfemia pero si hubiera visto a Lena ya no tendría respeto por nada, ni siquiera por las nubes sombrías suspendidas encima del monasterio Danilovski. El infierno consiste en estar separado de ella después de haberla encontrado. Hoy conozco el modo de ser feliz: no conocer nunca a Lena Doicheva. Ahora sé que sólo la muerte me curará, porque Lena es inmortal. «Amar a alguien es confiar en él para siempre.» Gabriel Marcel, encorbatado bajo la veranda de Pau, definía el amor y yo vuelvo a verme de niño, con un pantalón de franela gris, contemplando a aquel anciano que moriría al año siguiente (en 1973), aquel cristiano del que leería treinta años más tarde su Diario metafísico y que deambulaba en el parque con mi abuelo a modo de bastón, sin sospechar que Dios le confiscaría la existencia unos meses después. Pues bien, de acuerdo, quiero confiar en la pequeña Lena por los siglos de los siglos, con una condición: que pueda suicidarme a sus pies.