Lo único que yo quería (pero entonces lo ignoraba) eran cuidados maternales el mayor tiempo posible. En la adolescencia nuestra madre deja de tocarnos. Nos deja sueltos en la naturaleza y a partir de la pubertad ya no nos aprietan, acunan, trituran, lamen, miman, palpan, amasan. Es una certeza: la piel del ser humano necesita un gran número de besos todos los días, al igual que su estómago necesita alimento; ahora bien, sólo los recibe en los primeros años de su vida (si tiene suerte); a partir de los trece o catorce años, nos rozan cada vez menos. La paranoia antipedófila ha agravado la situación: quien se atreva a tocar a un adolescente se arriesga a tres años de prisión preventiva antes de que el juez decida si el púber es un mitómano o está traumatizado. Occidente está jodido. Nuestros 2.000 cm2 de piel tienen hambre de dedos, a nuestra epidermis le faltan labios. De ahí el éxito de los balnearios: la gente está dispuesta a pagar fortunas para que alguien les palpe media hora (algunas palmas son preferibles a una penuria de bocas). Nos drogan de placer. Nos hace falta una dosis de cuerpos frescos y nuevos, la sociedad nos ha formateado para que nos besen como a niños eternamente mimados, egocéntricos y amnésicos. En lo que a mí respecta, calculo mi ración mínima cotidiana en alrededor de unos mil besos. Si mi cuello no está en contacto con unos labios mojados mil veces al día, como mínimo, pongo una expresión horrible. Mire, ¡me parezco al primer ministro ucraniano! Habría que corregir el padrenuestro: «¡Danos hoy nuestros besos de cada día!»
Sí, besos, más bien besos suaves que amor duro, ah, las rusas entre ellas, padre, ¡PADRE, SI USTED SUPIERA! Siempre me ha encantado mirar a las chicas que se chupan mutuamente la lengua, sobre todo si llevan collares. Es muy bonito; no te cansas de verlo; peor para usted si prefiere mirar el cielo en vez de a una chica que desabrocha la blusa de otra para endurecerle la punta de los pechos con un cubito de hielo. Me encanta cuando se retuercen para soltarse el sujetador: se dirían crótalos que ondulan. Yo creo que soy normal. Céline decía: «Siempre me ha gustado que las mujeres fueran bellas y lesbianas.» Se equivocó en muchas cosas, pero no en ésta. Sí, ya sé, yo puedo, voy a cambiar, ser otro, con la ayuda de Dios voy a deshacerme del antiguo Octave, el que corría detrás del becerro de oro, el que esnifaba rayas sobre espejos para mirarse más de cerca. Harto de las chicas de Valentino que mascan chicle con sabor a canela en el yate de Stalin (el Máximo Gorki), con el cuerpo untado de aceite perfumado y salpicado de lentejuelas, sí, por supuesto, la cruz que les cuelga entre los pechos es una señal, harto de los novi ruskis que rezan todo el año a ese satánico BECERRO DE ORO, SOCORRO, PADRE, calma, ¿por dónde iba?