—Qué pasada, Tania: ¡no paras de comer y no engordas un gramo!
—Pues, Octave…, ¡depende!
Resoplaba demasiado para ser sincera. Sí, al final volví a ver a Tania de Nijni; sintió un halago exagerado porque no sabía que yo la llamaba para olvidarla. Bueno, de acuerdo, hace un rato me jactaba de no haber apuntado su número, pero sólo mentía a medias. Se lo arranqué a su mejor amiga Katia, que había salido con Jean-Michel, un amigo francés de paso por Nijni. En la cervecería, una gitana que vendía rosas nos importunó. Le compré el ramo entero.
—No, gracias, Octave, no quiero flores, son muy tristes: acabarán marchitas en la banqueta de un nightclub.
—¡Como tú!
Ver en pleno día a una mujer que nos gustó una noche de borrachera es el mejor modo de que nos repela. Pero ella era respondona:
—¡La última vez llevabas tal curda que tenías pinta de chino!
—Eso es porque, al contrario que tú, he dejado de meterme cocaína.
Comíamos coipo, un pequeño roedor carnoso que sabe a topo. No sé cómo habíamos pedido algo tan asqueroso, quizás porque era la única forma de cerciorarnos de que el contenido de nuestros platos fuese más espantoso que nosotros. Bien por amor propio o por esperanza profesional, mis reclutadas estaban siempre de buen humor cuando volvía a contactarlas, a pesar de que era precisamente el signo de que intentaba borrarlas de mi libido. La tercera llamada de teléfono no llegaba nunca. Ellas empezaban a sufrir después de la segunda cita: el segundo encuentro es el verdadero cast. Un control diurno. La confirmación de un adiós. Borré su número de mi móvil para no verme tentado de llamarla a horas intempestivas. Ella debió de adivinarlo porque al final de la comida dejó de burlarse de mí. Tanto nos emocionaba a los dos saber que no volveríamos a vernos nunca. A los veintiún años, ¿qué quiere que le diga?, te olvidas pronto del prójimo… Yo perdía el tiempo, pero a ella le quedaba toda la vida por delante.
—¿Sabes que he soñado contigo, adorable basura?
—You are in my heart. You in my dreams too.
Me pidió que le tomara el pulso para ver lo rápido que le latía el corazón. Le dije «poká» (adiós) mordiéndome el interior de las mejillas para no sollozar.
Tania era una señal pero lo comprendí más adelante, leyendo el Antiguo Testamento. Las miríadas, los ejércitos, las legiones de ángeles (diez mil millones en el Libro de Daniel) ya no podían salvarme. Por entonces yo ignoraba que Satanás ya me había cortado las alas.