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Vivo en Moscú desde hace un año: la ciudad de las esperanzas fallidas. Aquí la belleza es un deporte nacional. Rusia es grande y sus habitantes son pobres: su única distracción consiste en recitar poemas paseando por bosques de abedules o en echar la siesta a la orilla de grandes ríos inmóviles. Sus iglesias se asemejan a espejos de oro. Son grandes pobres, como hay grandes burgueses. Es un país donde todos los hombres mueren a los cincuenta años; sus viudas venden gatitos a la salida del metro. De vez en cuando una vieja muere atravesada por una estalactita caída de un andamio. Es bastante espectacular, el invierno moscovita.

Los rusos están obligados a ser inmensos como las estepas de Asia central o la tundra siberiana: humildes pero líricos, sin blanca pero orgullosos. Se desviven por parecerse a los personajes de La gaviota de Chéjov. Dicen cosas profundas en cocinas donde fermenta el kvas y secan los champiñones. No tienen un céntimo pero sus mesas de madera desbordan de patatas con aceite, pasteles con semillas de amapola, pescados azucarados, pepinos aromatizados, garrafones de vodka con pájaros grabados encima, mermeladas y té hirviendo en samovares de cobre. Hace unos minutos que les conoces y te hablan ya de la vanidad del amor, de la muerte de la felicidad, de la locura del mundo. Hablan largo y tendido mientras llenan los vasos y te atiborran de pirózhnoie. Se enorgullecen de su fatalismo: sí, Rusia está jodida desde siempre, no tiene remedio, ¿y todavía tienes sed? El «balanceo moral» tan caro a Dostoievski es la manera menos dolorosa de encarar la existencia: estás al abrigo de las buenas sorpresas.

A fin de cuentas, sólo habría visto los bosques de abedules a través del cristal del taxi entre el aeropuerto de Sheremetyevo y la ciudad. O en la carretera de la Rublovka, el Neuilly ruso: abedules iluminados de noche por los fuegos artificiales. Los troncos blancos alineados parecían pajas translúcidas que aspiraban la nieve hacia el cielo. Y los pequeños ingenuos, los poetas despeinados, los enamorados frustrados, los filósofos agriados, caros a Antón Pavlóvich, no pululan por aquí más que en París. Las cocinas son más modernas que en sus libros, es decir, más pequeñas, y comen en ellas Chicken McNugget’s con salsa barbacoa, como todo el mundo. Es cierto que su conversación es enérgica, pero su estilo de vida es el mismo que en otras partes: el suicidio más agradable posible. ¿Quizás los moscovitas que frecuento no son representativos de esta gran nación? Sobre todo he visto a tíos que se rapan la cabeza, llevan camisetas Dior, son propietarios de nightclubs y conducen como locos coches alemanes; nuevos ricos que zigzaguean entre los siete rascacielos góticos de Stalin, monstruos de piedra iluminados de noche como las pirámides de Egipto. «¡Soy un cosaco! ¡Un puto jinete!» A menudo he visto encogerse las torres en el retrovisor y oído la radio cantar en ruso a voz en grito mientras yo lloraba de miedo en francés, he visto a los BMW apuntar a los peatones, «¡Atención! ¡Ahí! ¡Una embarazada! El semáforo está en rojo, un niño en un cochecito que baja una escalera, ¡frena!» Y más que nada he visto chicas, lo juro, las chicas rusas… son la industria nacional.

La belleza rusa no es sólo literaria o silvestre: es ante todo femenina. Se habla mucho de los recursos naturales de este país en hidrocarburos; es desdeñar su riqueza principal. ¡Las americanas son demasiado sanas, las francesas demasiado caprichosas, las alemanas demasiado deportivas, las japonesas demasiado sumisas, las italianas demasiado celosas, las holandesas demasiado liberadas, las españolas demasiado cansadas! Quedan las rusas. Las chicas rusas tienen una forma de bajar los párpados como niños pillados en falta; se diría que contienen las lágrimas, como si sus ojos turquesa sofocasen sollozos procedentes del frío polar, de una desdicha eterna, de una violación paterna en la dacha familiar, de un plato vacío en pleno invierno, de una Navidad sin regalos en la que no tienes derecho a quejarte porque de lo contrario trasladarán al padre al campo de Krasnoiarsk, de un mentiroso que se fue sin decir «do svidania», y sus mejillas de zarinas atraen las caricias como pechos, y sin embargo ellas nunca tiemblan, ni siquiera a veinte grados bajo cero, se lamen los dientes y no apartan los ojos, a lo sumo se distingue un rocío calculado perlando sus labios, como una oración o un desafío. Son flores inclinadas sobre la flaqueza de los hombres, que las disculpan y las manipulan, se pasan los dedos por el pelo y hasta su sudor huele bien, y cualquier hombre se convierte en un pelele en sus manos pálidas que flotan en el aire como alas de cisne. Usted sabe de qué hablo, desde que el planeta es un solo país. El resto del mundo conoce el poder de las chicas rusas; por eso les deniegan el visado al extranjero. Las mujeres de todas las nacionalidades las odian porque la belleza es una injusticia y hay que combatir todas las injusticias. Las chicas rusas son el enemigo. No es la primera vez que unos ángeles tienen tantos enemigos: relea la Biblia, ese catálogo de ángeles quemados.