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Para que entienda mejor cómo me convertí en un fashista, tengo que hablar de mi padre: creo que heredé un poco de él. En mi infancia, después del divorcio de mis padres, cuando mi padre volvía de Hong Kong, Singapur o Sidney, me hospedaba en su casa algunos fines de semana con mi hermano mayor. Mi padre vivía en un dúplex de vigas desnudas, en la rue Maître-Albert, donde dormíamos en el piso de arriba, cada uno en su habitación. Yo era ya insomne. Por la noche oía a mis pies el tintineo de los cubitos de hielo en los vasos de whisky de cristal, y corchos que saltaban. El timbre de la puerta sonaba a menudo. Risas de chicas estallaban en el piso de abajo. El sábado por la noche, mi padre organizaba recepciones a las que invitaba a algunos amigos, directores de empresa norteamericanos y pilares de Castel rodeados de modelos de la agencia Paris-Planning, y proveedores bronceados todo el año, con la camisa abierta sobre el torso velludo y falsas tarjetas de visita de fotógrafo de moda. Escuchaban el álbum naranja de Stevie Wonder: Songs in the Key of Life, que sigue siendo uno de mis discos favoritos de todos los tiempos. El doble de 30 cm acababa de salir, lo que quiere decir que estábamos en 1976 (la datación basada en Stevie Wonder es aún más fiable que la del carbono 14). Por lo tanto, tenía once años y un par de flamantes orejas nuevas. Como no lograba conciliar el sueño, solía bajar en bata y pijama azul, el pelo todo revuelto, frotándome los ojos, ¿y qué veía entonces? Chicas de veinte años que al verme soltaban alegres, con sus dientes blancos y sus faldas cortas: «That is your SON? He is so CUTE!» Por lo general, yo me precipitaba al cuarto de baño para que se me pasara el sonrojo. Cuando salía de mi refugio, mi padre me guiñaba el ojo mientras encendía un puro. «Acaban de pegarle las orejas.» Las chicas gigantes que se llamaban Nina, Kim o Elisabetta miraban mis cicatrices debajo del pelo y lanzaban gritos de espanto, y después me piropeaban por mis ojos verdes o se reían de mis zapatillas. ¿Empieza a comprender el problema? Descubrí un poco a las mujeres saltando sobre las rodillas de modelos suecas, danesas o neerlandesas que olían a pachulí y chasqueaban los dedos cantando «When you feel your life’s too hard, just gotta have a talk with God». Eran rubias como mi madre, como la luz amarilla de las grandes pantallas de lámpara y como el champán que burbujeaba en su boca. Me acariciaban la cabeza, me leían las líneas de la mano, me vaticinaban un hermoso futuro de actor o piloto de avión, bromeaban pidiéndome en matrimonio, «look, he’s blushing again, your son is so ROMANTIC!», me hacían preguntas indiscretas sobre la vida de mi padre a cambio de anacardos y chocolatinas Milka, me proponían raptarme y compartir el rescate y entonces mi padre intervenía: «Ya vale, es tarde, sube a acostarte, si tu madre te viera me mataba», y las beldades nórdicas me llevaban a mi cuarto, me besaban en la frente, la nariz, la muñeca o el cuello, pero evitaban cuidadosamente la boca que yo les ofrecía con los ojos cerrados (porque, para ser sincero, yo sólo pedía una cosa: que aquellas diosas abusaran de mí sexualmente), y luego rodeaban la cama soplando el humo de los cigarros sobre la almohada y sonreían con suavidad cuando les pedía que me apretaran otro poco, y después yo oía el restallido de sus tacones de aguja en la escalera antes de dormirme en el país maravilloso de los brazos de las modelos-estrella, país donde sigo viviendo y donde, a ser posible, quisiera expirar cuanto antes.