Serguéi, mi amigo oligarca, me dice a menudo: «Zatknis (Cállate)! Deja de quejarte, Octave, te las apañas bien: ¡podrías ser proctólogo!» Conocí a ese cómico multimillonario en el curso de mis prospecciones nocturnas. Le apodé «el Idiota» en honor a Dostoievski y a Jean-Edern Hallier. Sólo vive rodeado de bonitas wannabitches que le recuerdan su éxito. Tuvo una aventura pública con la Paris Hilton rusa (una tal Xenia.) El grupo petrolero inmenso que dirige Serguéi posee (entre otras cosas) dos fábricas que producen compuestos únicos en el mundo, esencias raras, ingredientes sutiles que suprimen las arrugas del rabillo del ojo. Cultiva el secreto del origen de estos aceites de juventud como Coca-Cola conserva su fórmula en el fondo de una caja fuerte. Algún día tendré que preguntárselo: ¿cómo fabrica sus cremas de juventud eterna? Sus patentes (y sus relaciones con el Kremlin) le han convertido en uno de los oligarcas más poderosos del mundo. Su dacha de la Rublovka, cerca de Moscú, es un lugar muy confortable para acabar la noche tendido sobre colchones humanos. Pero ni siquiera el Idiota podrá impedírmelo: siempre tengo que criticar mi propia vida. Tengo muchas cosas que contar sobre los cazadores de tops, padre.
El problema más grave del mundo de las modelos no es la ninfomanía, ni siquiera la anorexia, sino el racismo. Si todos perseguimos a las rubias, hay que llamar a las cosas por su nombre: es porque somos unos fachas. Los nazis preferían a las rubias: habrían adorado a la eslovaca Adriana Karembeu-Sklenarikova o a las checas Karolina Kurkova, Eva Herzigova, Veronika Varekova y Petra Nemcova (después de todo, no es casualidad que Hitler empezase invadiendo Checoslovaquia, ¡el Führer tenía el sentido de las prioridades!). Los reclutadores de modelos veneran la raza aria, sus pómulos altos, sus ojos claros, su dentadura sana, su blancura robusta. Ya conoce la predilección del camarada Stalin por las bailarinas jóvenes y las bellas amazonas. Era tan antisemita como Hitler. Las mujeres que no se correspondían a los gustos estéticos de los dictadores fueron eliminadas de una forma u otra. Hoy, en el mejor de nuestros mundos, la selección la hace el tiempo: las viejas y las feas son excluidas. La belleza es un deporte donde el fuera de juego es frecuente. ¿Qué hay más fascista que las elecciones de Miss? Por un lado, los torneos estéticos de eliminación pública; por otro, los brutales ataques a los zíngaros perpetrados por bandas de skinheads en el metro de Moscú. Cuando emito el veredicto del jurado delante de las adolescentes en bañador que prorrumpen en lágrimas de alegría o desesperación, tengo a veces la impresión de ser el guardián que custodia la entrada del Club Diaghilev: llaman a esta violencia el «face control» (incluso han llamado así a una revista dedicada a la noche moscovita). La idea del control facial es castigar la diferencia. La historia se repite siempre, la democracia no cambiará nada de esto. Vale más ser la novia con stilettos de un magnate que un «chorni» atezado y con cuello de toro, si quieres que Pasha (el portero más conocido de Moscú) te deje entrar en su local. La palabra «model» es en este sentido más honesta que «maniquí»: transmite mejor la idea de una raza superior y de obediencia a un físico dominante. Es exactamente lo mismo que sucede en Francia con nuestros fisonomistas de nightclubs, que no dejan entrar a los árabes excepto si son humoristas de «stand-up». Me pregunto si el velo islámico no es menos facha que el jurado de un Fashion Contest o el controlador facial de una discoteca. Al menos, al disimular la cara, el velo deja alguna posibilidad a los adefesios. Los fundamentalistas son sin duda grandes machos que prohíben a las mujeres conducir, trabajar o engañar a su marido sin ser lapidadas o desfiguradas con vitriolo, pero reconozcámosles esto: son los únicos antirracistas estéticos. Llevar velo milita contra la seducción de la faz y el totalitarismo de la cara bonita. Con el velo, cualquier mujer tiene ocasión de gustar de otra manera que exhibiendo los cánones de la belleza definidos por el Numéro del mes pasado. ¿Qué es más fascista: el burka o mi booker? Ah, padre, veo que da cabezadas. Pues bueno, no se prive, dé todas las que quiera.
Sé que mi historia terminará mal. La dictadura de la belleza engendra la frustración y la frustración engendra el odio. No es posible abrazar impunemente esta ideología. Se empieza anunciando en las paredes a rubias eslavas para vender champú y la cosa termina en un baño de sangre orquestado por movimientos neonazis el día del aniversario de Hitler, pogromos de judíos, palizas a negros, asesinatos de caucásicos, bombardeos de chechenos, agresiones a daguestaneses. Podría usted decirme que le importa un bledo, bátiushka: no son ortodoxos. Pero a mí sí me importa porque en Francia sucede lo mismo. En mi país tratan a los hijos de inmigrantes como delincuentes durante todo el año hasta que llegan a serlo, porque los pobres son tan obedientes que acaban prendiendo fuego a los autobuses y los automóviles por cortesía, por parecerse a la imagen que proyectan de ellos desde que nacieron. Es verdad que no se parecen a la publicidad de Ideal que voy a filmar el próximo trimestre. Es casi halagador, si no fuese tan repugnante, comprobar que mis fotos causarán tantas víctimas como la descolonización. ¡Y si sólo sucediese en Francia, donde la extrema derecha roza el poder! En Polonia, en Eslovaquia, en Bulgaria, en Hungría y en Rumania los ultranacionalistas xenófobos suben en los sondeos, si no gobiernan. En ocasiones llego a preguntarme si la nueva Europa no se ha construido a partir de la exterminación de los judíos. Seis millones de muertos tienen consecuencias: hemos destruido a los judíos de Europa para implantar la dominación de las rubias eslavas. Los nazis han ganado su combate: nuestras agencias se conforman con imitar su paso de la oca.