Mi trabajo consistía en saber lo que a los tíos se la pone tiesa. Las chicas que hacen consumir a las mujeres son las que excitan a sus maridos. Ahora bien, lo que excitaba a los hombres, a principios del siglo XXI, era la pureza. Todo el mundo quería la pureza, probablemente porque todo el mundo se sentía asqueroso. A los hombres ya sólo les atraían los físicos infantiles y, en consecuencia, todas las mujeres se disfrazaban de chiquillas rosas. Siempre he desconfiado de los hombres que se exhiben con niñas: son chulos de playa u homosexuales rechazados. Se pavonean con ellas como automovilistas al volante de su nuevo descapotable deportivo. En aquella época en que la mujer bonita se había convertido en un trofeo, algunas veladas se parecían a concursos de teckels: el premio era para quien luciera en brazos al perrito más mono. Los hombres comparaban los cuerpos de sus acompañantes, el color de sus ojos, el olor de sus cabellos y la longitud de su correa.
—Mira a mi novia juvenil con la mirada azul claro.
—Y tú échale un ojo a mi muñeca de porcelana con las pestañas rizadas.
—Viejísima. ¿Se te ha perdido el filtro para los cardos?
—La tuya parece mi abuela, perdón, rectifico: mi abuelo. Mejor harías en tirarte a su hermanita.
—De tu vieja está más buena la hija.
—(Risas.) ¡Menos mal que estas cretinas no hablan francés!
—Venga, bésale las mejillas; con la barba le quitas una capa de maquillaje y resplandecerá su tez de bebé.
—Calla, que me enamoro.
—Te presto cualquier cosa menos a ella.
—No quiero nada de «b.u.» («de segunda mano», en jerga rusa).
Las mujeres también se evalúan sin tregua, como prostitutas en una acera.
—¡Tengo los pechos más grandes que los tuyos!
—¡Sí, pero los míos son auténticos!
En todas partes los cuerpos se pesaban como en los puestos de un mercado. Todos querían ser únicos, pero en realidad deseaban parecerse a la misma portada de revista. Y los sentimientos apenas se tenían en cuenta. Uno creía que se había enamorado, pero sólo obedecía a una campaña de Guess. Habíamos entrado en la era de la inhumanidad sexy. Evidentemente, yo no he conocido otras épocas, pero no creo que haya habido alguna en que los seres humanos hayan estado más celosos unos de otros. La gente se volvía totalmente majara desde que el egocentrismo se había erigido en la ideología dominante. Los publicitarios que decretaban el look mundial disponían de una influencia sin precedentes históricos. Las inversiones anuales en compra de espacio habrían podido eliminar diez veces el hambre en el mundo, pero se consideraba más urgente machacar caras para que los signos del lujo quedasen grabados en «el fondo de la mente» de los hambrientos. Un filósofo de Karlsruhe, Peter Sloterdijk, había bautizado este sistema como el «deseísmo sin fronteras». Si el grupo Condé-Nast se lo hubiera sugerido, creo que una amplia mayoría de jóvenes deseístas habría aceptado declararse la guerra por una aparición en el próximo número de Vogue.
Era una época en que la única utopía era física. La serie de televisión que mejor resumía el primer decenio del siglo XXI se titulaba Nip/Tuck. Dos cirujanos plásticos de Miami explicaban a sus clientes: «Detener la lucha por la perfección equivale a morirse.» Me sé de memoria algunos diálogos de la serie. Una chica de voz aguda canta en los títulos de crédito: «Make me beautiful. A perfect mind, a perfect face, a perfect life.» Mi episodio predilecto: el tercero, en el que una obesa se dispara una bala en la boca porque el médico McNamara se niega a practicarle una liposucción. El cerebro de la gorda salpica las fotos del top-models clavadas con chinchetas en su habitación. Escena muy conmovedora, la verdad, ese goteo de hemoglobina sobre la garganta de Elle McPherson, seguido de una panorámica sobre el cadáver calipigio, varado sobre la moqueta como una ballena blanca en South Beach. Plano del azul inmaculado del cielo de Florida, simbolizando la ausencia de toda desdicha.
Al ojo humano le atraen espontáneamente la regularidad de los rasgos, la epidermis lisa y la superficie de los labios. La regularidad de la arista nasal facilita las relaciones humanas. No por azar en Francia a un pecho opulento se lo denomina conversación, porque a menudo la genera. Es lógico que los guapos estén mejor remunerados que los feos, puesto que producen más dinero. Por lo tanto, hay que inyectarse toxina botulínica para obtener un aumento de sueldo, añadir cincuenta gramos en cada pecho mediante incisión periareolar para progresar en la empresa, recolocar la grasa de las mejillas y aumentar los maxilares para ascender los peldaños sociales. Hagan la prueba, verán que tienen más ganas de trabajar con personas jóvenes y bellas, que se sienten mejor con gente que no tiene bolsas debajo de los ojos, que obedecen más espontáneamente a los rostros equilibrados, lisos, no deprimidos por la edad. Las apariencias no sólo se guardan, sino que son las que mandan.