8

La decisión de interrogar a Steven Harding se tomó el lunes a las ocho de la noche, cuando la policía de Dorset recibió la confirmación de que Harding se encontraba en su barco en el río Lymington; sin embargo el interrogatorio no tuvo lugar hasta pasadas las nueve, porque el oficial encargado del caso, el comisario Carpenter, tuvo que desplazarse desde Winfrith para realizarlo. El inspector Galbraith, que todavía estaba en Poole, recibió órdenes de dirigirse a Lymington y reunirse con su jefe delante de la oficina del capitán de puerto.

Habían intentado localizar a Harding por radio y llamándolo a su teléfono móvil, pero como ambos estaban apagados, los agentes encargados de la investigación no pudieron averiguar si todavía estaría allí el martes por la mañana. De la llamada al agente del actor, Graham Barlow, sólo habían obtenido una furiosa perorata contra los arrogantes jóvenes actores que «no se dignaban presentarse a las pruebas» y que «ya podían esperar sentados si pretendían que siguiera representándolos».

—Pues claro que no sé dónde va a estar mañana —acabó diciendo—. No sé nada de él desde el viernes por la mañana, así que he despedido a ese gilipollas. Si me hiciera ganar algún dinero, no me importaría, pero lleva meses sin trabajar. Oyéndolo hablar, cualquiera diría que es Tom Cruise. ¡Bah! ¡Pero si es un actorcillo de mala muerte!

Galbraith y Carpenter se encontraron a las nueve en punto. El comisario era un hombre alto y delgado con una mata de pelo castaño y un ceño fiero que le hacía parecer permanentemente enojado. A sus colegas ya no les impresionaba, pero a los sospechosos solía intimidarlos. Galbraith ya le había resumido por teléfono su conversación con Sumner, pero ahora volvió a explicársela al comisario, sobre todo el comentario de que Harding era un «marica de tomo y lomo».

—Eso no cuadra con lo que dijo su agente —observó Carpenter—. Él lo describió como un maníaco sexual, dice que las chicas se pelean para acostarse con él. Fuma marihuana, le gusta el heavy metal, colecciona películas pornográficas y, cuando no tiene nada mejor que hacer, se pasa horas en los garitos de striptease. Al parecer le va el nudismo, y cuando está solo, ya sea en el barco o en su piso, se pasea en pelotas. Lo más probable es que cuando entremos en el barco lo encontremos con el pito colgando.

—Menudo panorama —dijo Galbraith.

Carpenter chascó la lengua.

—Es un arrogante, y le gusta salir con dos chicas a la vez. Actualmente tiene una de veinticinco años en Londres, que se llama Marie, y otra aquí que se llama Bibi o Didi, o algo parecido. Barlow nos dio el nombre de un amigo que Harding tiene en Lymington, un tal Tony Bridges, que le recoge los mensajes cuando Harding está navegando, y he enviado a Campbell a charlar un rato con él. Si se entera de algo interesante nos llamará. —Se tiró del lóbulo de la oreja y prosiguió—: A su favor tiene que sus amigos navegantes hablan bien de él. Siempre ha vivido en Lymington, creció encima de una tienda de pescado frito de High Street y navega desde que tenía diez años. Hace tres años consiguió colocarse en el primer puesto de una lista de espera para conseguir un amarre en el río, y entonces invirtió hasta el último centavo en ese barco, el Crazy Daze. Sale a navegar siempre que tiene el fin de semana libre, y ha invertido muchísimas horas para ponerlo a punto. Eso me han dicho en el club náutico. La opinión general es que le gustan las faldas, pero que es un buen chico.

—Un auténtico camaleón, vaya —dijo Galbraith—. Tenemos tres versiones diferentes del mismo tipo: maricón, semental y niño modelo. Se admiten apuestas.

—No olvide que es actor; no creo que ninguna de esas tres versiones sea acertada. Seguramente actúa para la galería siempre que tiene ocasión.

—Más que actor, mentiroso. Según Ingram, dijo que se había criado en una granja de Cornualles. —Galbraith se subió el cuello, pues soplaba brisa y aquella mañana se había puesto ropa ligera—. ¿Cree que puede haber sido él?

Carpenter sacudió la cabeza y contestó:

—No, no lo creo. Es demasiado fácil. Yo diría que nuestro hombre debe de ser material de libro de texto. Solitario, con un curriculum pobre, relaciones frustradas, seguramente vive con su madre, y acusa su intromisión en su vida privada… —Levantó la barbilla para olfatear el aire—. De momento, yo diría que el marido tiene más números.

Tony Bridges vivía en una casita adosada detrás de High Street; hizo un gesto de consentimiento cuando el sargento que había llamado a su puerta le preguntó si podía hablar unos minutos con él sobre Steven Harding. Bridges no llevaba camisa ni zapatos, sino sólo unos vaqueros, y se fue por el pasillo haciendo eses hasta una desordenada salita. Era un joven delgado y de facciones angulosas, con el pelo cortado al rape y teñido de un rubio que no le sentaba bien a su cetrino cutis, pero sonrió al sargento Campbell cuando lo invitó a entrar en su casa. A Campbell le pareció percibir cierto olor a marihuana, y tuvo la impresión de que no era la primera vez que Bridges recibía una visita de la policía. Los vecinos debían de aguantar mucho.

La casa parecía habitada por varios inquilinos. Al fondo del pasillo había un par de bicicletas apoyadas contra la pared, y encima de los muebles y por el suelo varios montones de ropa. En un rincón había una caja de cervezas llena de latas vacías —los restos, supuso Campbell, de una fiesta—, y por toda la casa ceniceros rebosantes de colillas. Campbell se preguntó cómo estaría la cocina. Si estaba tan sucia como la sala, seguramente tendría hasta ratas.

—Si se ha vuelto a disparar la alarma de su coche —dijo Bridges—, tendrá que ir a hablar con el taller. Son ellos los que le pusieron ese maldito artilugio, y estoy harto de que la gente llame quejándose a la policía cuando él no está. Ni siquiera sé por qué se molestó en instalar esa alarma. El coche es un cacharro, y no creo que a nadie le interese robarlo. —Cogió una lata de cerveza que había en el suelo y señaló una silla—. Siéntese. ¿Le apetece una?

—No, gracias. —Campbell se sentó—. No he venido por la alarma, señor Bridges. Estamos haciendo algunas preguntas rutinarias a todas las personas que conocen al señor Harding para descartarlo de una investigación, y su agente nos dio su nombre.

—¿Qué investigación?

—Una mujer se ahogó el sábado por la noche, y el señor Harding fue quien dio el aviso a la policía.

—¿En serio? ¡Mierda! ¿Quién era la mujer?

—Kate Sumner. Vivía en Rope Walk con su marido y su hija.

—¡No me joda!

—¿La conocía usted?

Tony bebió un sorbo de la lata.

—He oído hablar de ella, pero no la conocía. Estaba loca por Steve. Él la ayudó una vez con la sillita de su hija, y desde aquel día ella no lo dejaba en paz. Steve estaba desesperado.

—¿Cómo lo sabe?

—Pues porque Steve me lo contó, cómo si no. —Sacudió la cabeza y añadió—: No me extraña que anoche Steve se emborrachara, si fue él quien encontró el cadáver.

—No, no fue él. Lo encontraron unos niños. Él fue quien llamó a la policía.

Bridges se quedó callado un momento, pensando, y era evidente que le costaba hacerlo. Fuera cual fuera el anestésico que había tomado —marihuana, alcohol o ambos—, tenía las neuronas afectadas.

—No puede ser —dijo de pronto, con tono agresivo, escrutando el rostro de Campbell—. Me consta que Steven no estaba en Lymington el sábado por la noche. Nos vimos el viernes por la noche, y él me dijo que iba a pasar el fin de semana a Poole. El barco estuvo fuera todo el sábado y todo el domingo, lo que significa que Steven no pudo informar de un accidente ocurrido en Lymington.

—La mujer no se ahogó aquí, sino a unos treinta y dos kilómetros de Poole.

—¡Ah! —Bridges se terminó la lata de cerveza de un trago, la estrujó con la mano y la tiró a la caja—. Mire, es inútil que me haga más preguntas. Yo no sé nada sobre ningún ahogado. ¿Vale? Soy amigo de Steven, no su niñera.

Campbell asintió y dijo:

—Entiendo. De todos modos, si es amigo suyo debe de saber si tiene una novia aquí que se llama Bibi o Didi.

Tony lo señaló con el dedo índice, con aire amenazador.

—¿Qué demonios significa esto? Que me aspen si éstas son preguntas rutinarias. ¿Qué está pasando?

—Steven no contesta el teléfono —explicó el sargento—, y su agente es la única persona con quien hemos podido hablar. Nos ha dicho que tenía una novia en Lymington que se llamaba Bibi o Didi, y sugirió que habláramos con usted para pedirle la dirección de la chica. ¿Tiene algún inconveniente?

—¡Tony! —dijo una voz femenina desde el piso superior—. ¡Te estoy esperando!

—Pues claro que tengo algún inconveniente —dijo Bridges, enojado—. Esa que acaba de oír es Bibi, y resulta que esa chica es mi novia, no la de Steven. Si me entero de que me ha puesto los cuernos voy a matar a ese capullo.

—¡Me voy a acostar, Tony! —dijo la voz.

Carpenter y Galbraith fueron hasta el Crazy Daze en la lancha del capitán de puerto —un bote neumático trucado con quilla de fibra de vidrio y columna de dirección—, capitaneado por uno de sus jóvenes ayudantes. Al hacerse de noche había refrescado considerablemente, y los policías lamentaron no haberse puesto jersey debajo de la chaqueta. La brisa agitaba las jarcias, que chocaban ruidosamente contra el bosque de mástiles de los puertos deportivos de Berthon y Yacht Haven. Enfrente de ellos, la isla de Wight se destacaba contra el cielo como un animal agazapado, y las luces del ferry que cubría el trayecto de Yarmouth a Lymington se reflejaban en la superficie del mar.

El capitán de puerto encontró ridículas las sospechas que había despertado en la policía el hecho de no haber podido ponerse en contacto con Harding por radio ni por teléfono.

—Es comprensible —dijo—. ¿Por qué iba a gastar las baterías si no espera ninguna llamada? Los barcos que amarran en las boyas no disponen de electricidad. Harding utiliza una lámpara de butano para iluminar la cabina (dice que es romántico; por eso prefiere la boya en el río que un pontón en un puerto deportivo). Por eso y porque una vez que están en el barco, las chicas dependen de él y de su bote para desembarcar.

—¿Lleva a muchas chicas a su barco? —preguntó Galbraith.

—No lo sé. Tengo demasiado trabajo como para llevar la cuenta de las conquistas de Steven. Lo que sé es que le gustan las rubias. Últimamente lo he visto con una que es una monada.

—¿Bajita, con el cabello rizado y ojos azules?

—Si no recuerdo mal, tenía el cabello liso, pero no me haga mucho caso. No me fijo demasiado en las caras.

—¿Tiene idea de a qué hora salió Steven el sábado por la mañana? —preguntó Carpenter.

El capitán sacudió la cabeza y dijo:

—Desde aquí ni siquiera lo veo. Tendrá que preguntarlo en el club náutico.

—Ya lo hemos hecho, pero no ha habido suerte.

—Entonces espere al sábado, que es cuando bajan los que vienen a pasar el fin de semana. Seguro que alguien lo sabrá.

La lancha aminoró la marcha al acercarse al balandro de Harding. Se veía una luz amarillenta en los ojos de buey, y un bote neumático cabeceaba en la popa, sacudido por la estela del ferry. Dentro del balandro sonaba música.

—¡Steven! —gritó el ayudante del capitán de puerto al tiempo que daba unos golpes en los tablones de babor—. Soy Gary. Tienes visita, amigo.

—¡Vete a paseo, Gary! No me encuentro bien —dijo la voz de Harding.

—Es la policía. Quieren hablar contigo. Vamos, abre y échanos una mano.

La música cesó de pronto y Harding subió al puente.

—¿Qué pasa? —preguntó mirando a los dos detectives con una sonrisa inocente en los labios—. Seguro que han venido por lo de esa mujer que se ahogó ayer. ¿Mentían los chicos respecto a los prismáticos?

—Tenemos unas preguntas más que hacerle —dijo el comisario Carpenter esbozando a su vez una sonrisa—. ¿Podemos subir a bordo?

—Claro. —Harding saltó a cubierta y le tendió una mano para ayudarlo a subir; después ayudó a Galbraith.

—Mi turno acaba a las diez —dijo el ayudante del capitán de puerto—. Volveré dentro de cuarenta minutos para llevarlos a tierra. Si quieren marcharse antes, llamen con el móvil. Steven sabe el número. Si no, que los acompañe él.

Vieron cómo se marchaba describiendo un amplio círculo, labrando una reluciente estela en el agua al dirigirse río arriba, hacia el pueblo.

—Será mejor que bajemos —propuso Harding—. Aquí tendremos frío. —Iba vestido (para alivio de Galbraith) con la misma camiseta sin mangas y los mismos pantalones cortos que llevaba el día anterior, y se estremeció cuando una ráfaga de viento sopló atravesando las salinas de la entrada del río. Iba descalzo, y mirando con desaprobación los zapatos de los policías, dijo—: Tendrán que descalzarse. He tardado dos años en darle este aspecto a los tablones, y no me gustaría que se estropearan.

Los dos policías se desabrocharon las botas y se dirigieron hacia la escalera de cámara para protegerse del frío. La cabina todavía conservaba el olor a whisky de la noche anterior, y aunque no había ninguna botella vacía encima de la mesa, los agentes comprendieron en qué consistía el malestar de Harding. La débil luz de la única lámpara de gas sólo servía para acentuar sus hundidas mejillas y la barba incipiente que le cubría la barbilla, y la breve visión que tuvieron de las sábanas revueltas de la cabina de proa antes de que Harding cerrara la puerta les hizo pensar que se había pasado gran parte del día recuperándose de una tremenda resaca.

—¿Qué clase de preguntas? —dijo Harding sentándose en uno de los bancos de la mesa e indicándoles que ocuparan el otro.

—Preguntas rutinarias, señor Harding —contestó el comisario.

—¿Sobre qué?

—Sobre el incidente de ayer.

Se frotó los párpados, como si quisiera expulsar de ellos a los demonios.

—Lo único que sé es lo que le dije a aquel otro agente —dijo, y se quitó las manos de los enrojecidos ojos—. Que es lo que los chicos me dijeron a mí. Ellos suponían que la mujer se había ahogado y que las olas la habían llevado hasta la orilla. ¿Tenían razón o no?

—Sí, eso parece.

Harding se inclinó y dijo:

—No sé si presentar una queja contra ese poli. Fue muy grosero conmigo. Insinuó que los chicos y yo teníamos algo que ver con el cadáver. A mí no me importa demasiado, pero me cayó mal por los niños, la verdad. Los asustó, pobrecillos. Francamente, encontrar un cadáver no debe de ser muy divertido, y si luego llega un imbécil con botas con tachuelas para empeorar las cosas… —Sacudió la cabeza—. La verdad, creo que estaba celoso. Cuando él llegó yo estaba charlando con aquella tía, y me parece que eso lo molestó. Creo que esa mujer le gusta, pero es tan borde que no sabe qué hacer al respecto.

Ni Galbraith ni Carpenter salieron en defensa de Ingram, y se hizo un silencio que los dos policías aprovecharon para echar un vistazo a la cabina. En otras circunstancias, aquella luz quizá resultara romántica, pero para una pareja de agentes de la ley que pretendían descubrir algo que pudiera relacionar a su propietario con una violación y un asesinato brutales resultaba inútil. Gran parte del interior del barco quedaba a oscuras, y si allí había alguna prueba de que Kate y Hannah Sumner habían estado a bordo el sábado anterior, habría sido prácticamente imposible verla.

—¿Qué quieren saber? —preguntó Harding a Galbraith, y el policía detectó algo en su mirada (¿triunfo? ¿diversión?) que le hizo pensar que aquel silencio había sido deliberado. Harding les había proporcionado una oportunidad para mirar, y si los agentes estaban decepcionados, no era culpa suya.

—Tenemos entendido que el sábado por la noche amarró usted en el puerto deportivo de Salterns y que estuvo allí casi todo el domingo —dijo Carpenter.

—Sí.

—¿A qué hora llegó usted al puerto, señor Harding?

—No tengo ni idea. —Frunció el entrecejo—. Bastante tarde. ¿Qué importancia tiene eso?

—¿Lleva usted un cuaderno de bitácora?

Harding miró hacia la mesa donde tenía las cartas de navegación y respondió:

—Cuando me acuerdo.

—¿Puedo echarle un vistazo?

—Cómo no. —Se inclinó y sacó una vieja libreta de entre el montón de papeles que había sobre la tapa de la mesa—. No es muy interesante. —Se lo dio al policía.

Carpenter leyó las seis últimas entradas.

09.08.97 10.09 Salida del amarre
11.32 Rodeamos Hurst Castle
10.08.97 02.17 Llegada al amarre de Salterns
18.50 Salida del amarre
19.28 Salida del puerto de Poole
11.08.97 00.12 Llegada al amarre de Lymington

—Veo que es usted bastante parco —murmuró Carpenter hojeando la libreta y revisando otras entradas—. ¿Nunca anota la velocidad del viento ni el rumbo?

—No, no suelo hacerlo.

—¿Por algún motivo concreto?

El joven se encogió de hombros.

—Conozco el rumbo para ir a cualquier sitio de la costa sur, así que no necesito recordarlo continuamente, y la velocidad del viento no me interesa. Es una de las cosas que me gusta de navegar. Cada travesía dura lo que dura. Si eres una de esas personas impacientes a las que sólo les interesa la hora de llegada, la navegación te puede volver majara. A veces puedes tardar varias horas en recorrer unas millas.

—Según el cuaderno, amarró en el puerto deportivo de Salterns el domingo a las 2.17 de la madrugada —observó Carpenter.

—Si ahí lo dice, debe de ser cierto.

—También dice que salió de Lymington el sábado por la mañana a las 10.09. —El policía hizo unos cálculos mentales—. Eso quiere decir que tardó catorce horas en recorrer unas treinta millas. Debe de ser un récord, ¿no? Aproximadamente dos nudos por hora. ¿Es eso todo lo que da de sí este barco?

—Depende del viento y la marea. En días buenos alcanza los seis nudos, pero el promedio es de cuatro. En realidad el sábado debí de recorrer unas sesenta millas, porque estuve dando bordadas continuamente. —Bostezó para luego proseguir—: Como les he dicho, a veces puedes tardar varias horas en recorrer unas millas, y el sábado fue un mal día.

—¿Por qué no utilizó el motor?

—No quise hacerlo. No tenía prisa. —Adoptó una expresión de desconfianza—. ¿Qué tiene esto que ver con esa mujer que apareció en la playa?

—Nada, seguramente —contestó Carpenter con naturalidad—. Sólo estamos atando algunos cabos sueltos antes de redactar el informe. —Hizo una pausa y, tras mirar al joven concienzudamente, añadió—: Mire, antes yo también navegaba, y si quiere que le diga la verdad, no me creo que tardara catorce horas en llegar a Poole. De entrada, a última hora de la tarde, los vientos de tierra le habrían hecho aumentar la velocidad por encima de los dos nudos. Creo que debió de llegar hasta más allá de la isla Purbeck, quizá con la intención de ir a Weymouth, y que al darse cuenta de lo tarde que se estaba haciendo, cambió de rumbo y se dirigió a Poole. ¿Estoy en lo cierto?

—No. Estuve unas horas al pairo frente a Christchurch, para pescar y echar un sueñecito. Por eso tardé tanto.

Carpenter no le creyó.

—Hace un momento la explicación estaba en las bordadas. Ahora resulta que paró a pescar. ¿En qué quedamos?

—Las dos cosas son ciertas.

—Y ¿cómo es que no las menciona en el cuaderno de bitácora?

—No me pareció importante.

Carpenter asintió y dijo:

—Tiene usted un concepto del tiempo un poco… —buscó una palabra adecuada— individualista, señor Harding. Por ejemplo, ayer le dijo al agente de policía que quería ir caminando hasta Lulworth Cove, pero Lulworth está a más de cuarenta kilómetros del puerto deportivo de Salterns, ochenta kilómetros en total si pensaba regresar a pie. Es una distancia muy ambiciosa para una excursión de doce horas, ¿no le parece? Sobre todo teniendo en cuenta que le dijo al capitán de puerto de Salterns que regresaría a última hora de la tarde.

A Harding se le iluminó la cara, como si aquello le hiciera mucha gracia, y dijo:

—Desde el mar la distancia parece mucho menor.

—¿Llegó a Lulworth?

—¡Qué va! —exclamó Harding, jovial—. Cuando llegué a Chapman’s Pool estaba completamente reventado.

—Eso podría deberse a que viaja usted ligero de equipaje.

—¿A qué se refiere?

—Llevaba un teléfono móvil, señor Harding, pero nada más. Es decir, que salió dispuesto a recorrer ochenta kilómetros a pie uno de los días más calurosos del año sin agua, sin dinero, sin crema de protección solar, sin ropa de recambio y sin sombrero. ¿Siempre es así de descuidado con su salud?

Harding torció el gesto y dijo:

—De acuerdo, fue una estupidez. Lo reconozco. Por eso di media vuelta cuando su colega se llevó a los chicos. Por si le interesa, sepa que el viaje de regreso me llevó el doble de horas que el de ida, porque estaba agotado.

—Unas cuatro horas, ¿no? —calculó Galbraith.

—Seis, creo. Me puse en marcha cuando ellos se fueron, sobre las 12.30, y llegué al puerto hacia las 18.15. Me bebí cinco litros de agua, comí un poco y salí hacia Lymington media hora más tarde.

—¿Quiere decir que tardó tres horas en llegar a Chapman’s Pool? —preguntó Galbraith.

—Más o menos.

—Entonces debió de salir del puerto poco después de las 7.30, porque si no, no habría podido llamar a la policía a las 10.43.

—Si usted lo dice…

—No, yo no digo nada. Según la información que tenemos, usted pagó su atracadero a las ocho en punto, lo cual quiere decir que no pudo salir del puerto hasta pasados unos minutos.

Harding se cogió las manos detrás de la cabeza y miró al detective.

—De acuerdo, me marché a las ocho —dijo—. ¿Qué problema hay?

—El problema es que es imposible que usted recorriera a pie veinticinco kilómetros por un escarpado sendero en dos horas y media. —Hizo una pausa mientras le sostenía la mirada a Harding—. Y eso incluye el tiempo que debió de perder esperando el ferry.

Harding respondió sin vacilar:

—No tomé el sendero de la costa, al menos al principio. Una pareja a la que conocí en el ferry y que se dirigía al parque que hay cerca de Durlston Head me llevó en su coche. Me dejaron junto a las verjas que hay en el camino del faro, y allí fue donde tomé el sendero.

—¿A qué hora fue eso?

Harding miró el techo y contestó:

—A las 10.43 menos el tiempo que se tarde en ir desde Durlston Head hasta Chapman’s Pool, supongo. Mire, ayer consulté mi reloj por primera vez justo antes de hacer esa llamada al 999. Hasta entonces no me había importado un carajo la hora que era. —Volvió a mirar a Galbraith, y había irritación en su mirada—. No soporto vivir pendiente del reloj. Obligar a la gente a ajustarse a evaluaciones arbitrarias de lo que debería durar algo es una forma de terrorismo social. Por eso me gusta navegar. El tiempo es irrelevante, y tú no puedes hacer nada para remediarlo.

—¿Qué coche llevaba esa pareja? —preguntó Carpenter, sin dejarse impresionar por las divagaciones filosóficas del joven.

—No lo sé. Un turismo. No me fijo mucho en los coches.

—¿De qué color era?

—Creo que azul.

—¿Cómo era la pareja?

—No hablamos mucho. Tenían puesta una cinta de Manic Street Preachers. La estuvimos escuchando.

—¿Podría describirlos, señor Harding?

—Pues no, la verdad. Eran normales. Me pasé casi todo el trayecto mirándoles el cogote. Ella era rubia, y él moreno. —Cogió la botella de whisky; empezaba a agotársele la paciencia—. Pero veamos, ¿a qué vienen tantas preguntas? ¿Qué coño importa lo que tardé entre ir de A a B, ni a quién me encontré por el camino? ¿Aplican el tercer grado a todos los ciudadanos que llaman al 999?

—Sólo estamos atando cabos, señor Harding.

—Eso ya lo ha dicho antes.

—¿Está seguro de que no se dirigía a Chapman’s Pool, en lugar de a Lulworth Cove?

—Sí.

Hubo un silencio. Carpenter miró a Harding mientras éste seguía jugueteando con la botella de whisky.

—¿Había algún pasajero en su barco el sábado? —preguntó el policía.

—No.

—¿Está seguro?

—Por supuesto. ¿No le parece que lo habría visto? Mi barco no es el Queen Elizabeth.

Carpenter hojeó el cuaderno de bitácora y preguntó:

—¿Lleva alguna vez pasajeros?

—Eso no es asunto suyo.

—Puede que no, pero nos han dicho que le gustan a usted las faldas. —Levantó una ceja y añadió—: Dicen que suele llevar mujeres a su barco. Lo que no sé es si alguna vez las lleva a navegar, o si toda la acción tiene lugar en la cabina mientras el barco está amarrado a la boya.

Harding se tomó su tiempo para responder.

—A algunas las llevo a navegar —admitió.

—¿Ocurre eso muy a menudo?

—Una vez al mes, más o menos —contestó el actor después de otra pausa.

Carpenter dejó el cuaderno de bitácora en la mesa y tamborileó con los dedos encima de él.

—Entonces ¿por qué no las menciona aquí? Es su obligación registrar los nombres de todas las personas que suben a bordo, por si ocurre un accidente, ¿no? ¿O es que no le importa que alguien pudiera ahogarse porque los guardacostas sólo lo buscarían a usted?

—Eso es ridículo —dijo Harding con desdén—. Para que ocurriera algo así el barco tendría que zozobrar, y en ese caso el cuaderno de bitácora se perdería.

—¿Alguna vez se ha caído por la borda alguna de sus pasajeras?

Harding sacudió la cabeza, pero no dijo nada. Miró con desconfianza a los policías, analizando su humor como una serpiente que saca la lengua para analizar un olor detectado en el aire. Todos sus movimientos estaban perfectamente calculados, y Galbraith lo observó con sangre fría, sin olvidar que se hallaba ante un actor. Tenía la impresión de que Harding se estaba divirtiendo con aquella conversación, pero no se le ocurría por qué, a menos que Harding no supiera que la investigación estaba relacionada con un caso de violación y asesinato y estuviera aprovechando aquella experiencia de un interrogatorio para practicar técnicas de interpretación.

—¿Conoce a una mujer llamada Kate Sumner? —preguntó Carpenter.

Harding apartó la botella y se inclinó hacia delante con agresividad.

—¿Y a usted qué le importa?

—Eso no es una respuesta. Permítame que le repita la pregunta. ¿Conoce usted a una mujer llamada Kate Sumner?

—Sí.

—¿La conoce bien?

—Bastante bien.

—¿Qué quiere decir «bastante»?

—Eso no es asunto suyo.

—Se equivoca. Le aseguro que sí es asunto mío. El cadáver que sacaron de la playa en helicóptero era el suyo.

La reacción de Harding lo sorprendió.

—Me lo imaginaba —dijo.