Domingo 10 de agosto de 1997, 5.00 h.

La niña estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, como una diminuta estatua de Buda, y la pálida luz del amanecer suavizaba el tono de su semblante. Él no sentía nada por ella, ni siquiera la más elemental compasión, pero no podía tocarla. La niña lo contemplaba con la misma solemnidad con que él la contemplaba a ella, cautivado por su inmovilidad. A él no le habría costado nada romperle el cuello, pero le pareció intuir una sabiduría ancestral en su concentrada mirada, y esa idea lo asustaba. ¿Era consciente la niña de lo que él acababa de hacer?