Domingo 10 de agosto de 1997, 1.45 h.

Se dejaba llevar por las olas, cayendo de sus crestas y volviendo a despertar, más y más desesperada, cada vez que el agua salada le bajaba ardiendo por la garganta. Durante los intermitentes períodos de lucidez en que recordaba, con profundo asombro, lo que le había pasado, no era el acto brutal de la violación lo que permanecía indeleblemente grabado en su memoria, sino el momento en que le habían roto los dedos.