11 de abril de 1453
En pequeños grupos paralelos a la muralla del campo, el Sultán ha emplazado cientos de pequeños cañones y morteros. Su artillería pesada está concentrada en cuatro puntos: ante las puertas de San Romano, en la Kharisios y en el sector de Blaquernae, donde las murallas son más gruesas, pero carecen de foso. Hay también tres grandes cañones frente a la puerta Selymbria.
Estas piezas han sido emplazadas tan cerca de las murallas que un observador de buena vista puede distinguir las caras de los artilleros que colocan febrilmente los cañones pesadamente y como desvalidos sobre sus panzas; pero cuando uno compara el diámetro de sus bocas con la estatura de los artilleros, advierte entonces el formidable tamaño de tales artefactos. Cada una de las balas que han sido apiladas junto a ellos le llega a un hombre a la cintura.
Los cañones están protegidos por fosos y empalizadas. Ninguno de los latinos había visto hasta ahora piezas de artillería tan poderosas. Devorarán grandes cantidades de pólvora y estallarán matando cientos de turcos cuando estallen; o al menos eso es lo que dice Giustiniani para animar a sus hombres.
La bombarda mayor, fundida por Orban en Adrianópolis y de la que tanto se habló durante el mes de enero, ha sido emplazada frente a la puerta Kaligari, donde la muralla es más gruesa. Evidentemente, el Sultán cree que su artillería producirá el requerido efecto en cada parte del muro. Giustiniani sentía curiosidad por ver esta pieza, y como, por el momento, todo estaba más tranquilo, me permitió ir con él. También deseaba ver cómo se las componían los venecianos en el palacio de Blaquernae y en la puerta Kharisios, de donde arranca el camino que conduce a Adrianópolis.
Muchos componentes de la guarnición habían abandonado sus puestos y contemplaban en grupos a la bombarda gigante; el populacho había trepado a los tejados y torres de palacio para ver mejor al monstruo.
Algunos extendieron los brazos señalando y gritando que habían reconocido a Orban, aunque vestía un caftán turco e iba tocado con el turbante de maestro de artillería. Los griegos comenzaron a proferir insultos y los técnicos del Emperador ensayaron la puntería con balistas y arcabuces, efectuando varias descargas para estorbar a los turcos en su laboriosa tarea de arrastre y montaje del gran cañón. Muchos de los griegos se pusieron pálidos y se taparon los oídos cuando brotaron de la muralla estas ligeras detonaciones.
Minotto, el bailío veneciano, llamó al orden a sus hombres y se adelantó a saludar a Giustiniani. Lo acompañaba su hijo, quien a pesar de su juventud capitaneaba una galera veneciana. También se unió a nosotros el técnico del Emperador, Johann Grant. Era la primera vez que me encontraba con este hombre notable, de cuya habilidad y conocimientos tanto y tan bien había oído hablar. Es de mediana edad y luce una negra barba; tiene el entrecejo constantemente fruncido por la meditación, y su mirada inquieta y penetrante. Le agradó el que yo supiese algunas palabras en germano, aunque por su parte habla corrientemente el latín y ha aprendido ya bastante griego. El Emperador lo convocó a su servicio como sucesor de Orban, y tiene asignado un estipendio que aquél pretendió en vano.
—Esta pieza —dijo Grant— es una maravilla del arte de la fundición que supera cuantas podíamos imaginar posibles. De no saber que ha sido probada en Adrianópolis, no podría creer que resistiera la presión de la carga. Ni por cien ducados querría estar a su lado cuando dispare.
Intervino Giustiniani:
—Y yo, pobre de mí, que acepté la defensa de la puerta de San Romano cuando otros callaban… Pero ahora no me pesa mi elección y deseo lo mejor para los venecianos.
Minotto, desagradablemente afectado por esta observación, se apresuró a manifestar:
—Difícilmente podríamos esperar que nadie se quedara en la muralla a disparar ese cañón. Sólo somos mercaderes voluntarios y muchos de nosotros estamos ya demasiado gordos. Hasta a mí me falta el aliento cuando subo a la muralla y sufro de perturbaciones del corazón.
A lo que replicó Giustiniani:
—Debéis estar dispuesto a sacrificar algo por el palacio de Blaquernae. Pero si lo deseáis, de buen grado os cambiaré mi incómoda torre por el lecho del Emperador, y prometo subir cada día, al alba, a la muralla. Cambiemos nuestros puestos; no hay inconveniente alguno por mi parte.
El rubicundo bailío dirigió a Giustiniani una mirada de suspicacia, midió con la vista los poderosos bastiones de Blaquernae y los comparó con el resto de la muralla que daba al campo. Luego replicó brevemente:
—Estáis bromeando.
Johann Grant, el germano, se echó a reír y observó:
—Los técnicos del Emperador y yo hemos establecido y probado, por mero pasatiempo, que un cañón tan grande no puede ser fundido satisfactoriamente, y aunque esto fuera posible no estaría en condiciones de resistir demasiado. Suponiendo que pueda disparar, la bala sólo alcanzaría unas cuantas yardas. Todo ello puede ser demostrado por cálculos establecidos. Mañana pienso hacerme una rodela y un yelmo con mis tablas de verificación y ocupar mi puesto en la muralla enfrente de ese famoso cañón.
Giustiniani, llevándome aparte, me dijo:
—Jean Ange, amigo mío, nadie puede saber lo que sucederá mañana, pues en el mundo no se ha visto hasta ahora una pieza de artillería semejante. Es concebible que pueda dañar las murallas con unos cuantos disparos, aunque no lo creo. Quedaos aquí y no perdáis de vista a la gran bombarda; alojaos en Blaquernae, si los venecianos os lo permiten. Quisiera disponer aquí de un hombre de confianza para informarme exactamente de los estragos que pueda causar esa pieza.
Johann Grant me cobijó bajo su ala, pues ambos somos extranjeros entre latinos y griegos. Es un hombre taciturno y en ocasiones sarcástico. Me mostró los vacíos obradores de la puerta de Kaligari, donde un puñado de viejos zapateros griegos se afanaban en coser y reparar botas para los soldados. Los aprendices, al igual que todos los jóvenes, habían sido enviados a las murallas. Caminamos a través de los vestíbulos y galerías del palacio imperial, en donde se habían instalado los voluntarios venecianos. El bailío Minotto se ha reservado nada menos que el dormitorio del Emperador, y pasa sus noches sobre blandos cojines y cubierto por colcha de púrpura.
El sistema de calefacción del palacio, consistente en canales de aire caliente acondicionados bajo el piso, engulle cantidades enormes de combustible, por lo que tan pronto como empezó la primavera el Emperador prohibió toda calefacción en palacio, aunque las noches todavía eran frías. Con esta medida pretendía destinar toda la madera disponible en la ciudad a las panaderías y otros usos no menos esenciales; sobre todo, para la reparación de las murallas en el caso de que los turcos consiguieran realmente dañarlas.
Al anochecer contemplé a los venecianos encendiendo una hoguera sobre el pavimento de mármol del gran salón de ceremonias. El mármol se está resquebrajando y el humo ennegrece los inapreciables mosaicos del techo.